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EDGARDO H.

BERG (editor)

RICARDO PIGLIA:
UN NARRADOR DE HISTORIAS CLANDESTINAS

Estanislao Balder
Universidad Nacional de Mar del Plata

2003
ÍNDICE TEMÁTICO

1. RAZONES INTACTAS:
2. LA CONVERSACIÓN:
3. LECTURAS EN MICRO:
4. UN MAPA POSIBLE:
4. RELATOS EN PROGRESO:
5. CUADRO BIBLIOGRÁFICO:
“ A Emilio Renzi, quien nos enseñó
los caminos de la pasión intelectual”
I. RAZONES INTACTAS
Este libro tiene como origen una serie de discusiones y conversaciones que mantuve con
algunos graduados y alumnos de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Mar del Plata, a
lo largo de un viaje a la ciudad de Trelew para asistir a un Congreso de Literatura Argentina en el
año 2001. Y como toda pasión intelectual compartida, tiene algunas razones e historias, más o
menos, secretas y siempre esconde, aún en su forma más atenuada, una forma implícita de la
polémica. Si bien escribí uno de los capítulos y organicé el material crítico previo, el autor de este
libro, como presupone la cubierta del libro, es más bien un autor colectivo y plural. El que habla,
ahora y ocasionalmente, sabe que este libro tiene varios nombres propios que se disputan su autoría
y propiedad: Nancy Fernández, Alejandra Cornide, Pablo Lazcano, Ignacio Iriarte, Pablo Montoya,
Guillermo Cegna, Ricardo Piglia o el mío propio. Si se quiere este libro tiene la forma de un relato
doble o de un relato en espejo, donde las relaciones entre los productores de las notas, muchas
veces, se traicionan o intercambian y construyen una especie de autobiografía autoral fraudulenta.
La primera sección de este libro, “Encuentro”, registra un diálogo que mantuve junto a Nancy
Fernández con Ricardo Piglia, en mayo de 2002, y sintetiza, de una manera emblemática, la serie de
conversaciones que hemos mantenido con el autor desde 1990.
Se podría decir que los encuentros no son sino la continuidad de un diálogo ininterrumpido; y
si las palabras han avanzado, en algún sentido, han progresado como surcidos y pliegues borrosos
de un primer encuentro. En la lectura de los textos futuros de Ricardo Piglia, quizás encuentre
algunas respuestas a mis preguntas iniciales. Y si el diálogo siempre será aplazado, es porque
seguiremos hablando de literatura en el futuro.
En cuanto a la segunda sección, “Lecturas en micro”, reune algunas notas y trabajos
críticos sobre la producción narrativa del escritor argentino y que van desde Respiración artificial a
su última novela, Plata quemada. Insertar un comentario o un juicio provisional de esta sección no
es tarea fácil; por la pluralidad de estilos y la profusión de discursos que dialogan, polemizan o se
entrecruzan. En el atajo entre una “crítica académica” y otra resistente a las normas regulatorias del
buen decir oficial, es posible que se encuentren las palabras y los decires migrantes de los
protagonistas de esta sección. Quizás la metáfora de la frontera postule, mejor, las formas de
desterritorialización semiótica de estas nuevas lecturas: un sendero quebrado entre las formas
contemporáneas del imaginario letrado (papers, ponencias, monografías y tesis académicas) y el
popular (los efectos y apropiaciones de la cultura de masas).
La tercera sección, “una cartografía posible” lleva mi firma y es más conocida. El
contenido de la misma, en la mayoría de los casos, circuló en forma de artículos más o menos
extensos, en capítulos de libros o en revistas especializadas de literatura y crítica literaria. Quise
reescribir algunos fragmentos y notas críticas; y trabajar, formalmente, con alteraciones mínimas
del material preexistente. Habrá, entonces, en esta sección del libro, reiteraciones o rectificaciones
de trabajos previos; y, quizás, en sus mejores pasajes, cambios de tono o de registro.
La cuarta sección, “Relatos en progreso”, incluye tres cuentos del autor no incluídos en
libros y pueden pensarse de manera autónoma como melodías ininterrumpidas de una misma
poética, con sus tonos y registros propios; pero también, como piezas inconclusas o versiones y
fragmentos anticipatorios de sus novelas posteriores. Estos relatos marcharían en paralelo con la
“obra” de Piglia y permitirían ver la lógica de los pasajes, los reacomodamientos y las
metamorfosis, los procesos de autoengendramiento de la ficción pigliana y que, como un mínimo
informe arqueológico, indicaría las capas y los sedimentos que tuvo que atravesar el autor para
llegar a aquellos de donde provienen sus hallazgos. Si se quiere como relatos en progreso o works in
progress son mensajes lanzados al futuro.
El primer relato “Agua florida”, apareció en la revista Crisis, en febrero de 1974, y formó
parte de antología “Trece narradores jóvenes argentinos”, que recogía textos de entre otros de Jorge
Asís, Orlando Barone, Jorge Di Paola, Germás García, Luis Gusmán, Liliana Hecker, Héctor
Libertella, Juan Carlos Martini, Martini Real, Carlos Roberto Morán, Amílcar Romero, Mario
Szichman. La sellección agurpa diversos modos narrativos a través de algunos relatos inéditos de
una generación de narradores. El relato de Piglia, incluído en la antología, plantea una situación
narrativa similar al encuentro entre Lucía y Junior en el Hotel Majestic, en el primer capítulo de su
novela La ciudad ausente, publicada en 1992. Asimismo, cierto tono crudo y objetivo del relato, el
predominio del diálogo, el juego con las elipsis y los sobreentendidos junto a la mención de Almada
y Lettif como personajes implicados en la historia reenvían el texto a fragmentos narrativos de
“Nombre falso” y a “La loca y el relato del crimen” del propio autor, publicados un año más tarde.
“La prolijidad de lo real” publicado originariamente en 1979, en la revista Punto de vista, puede
leerse, más allá de algunos cambios, como una primera versión del primer capítulo de su novela
Respiración artificial de 1980. El último relato, “Otra novela que comienza”, aparecido en el
suplemento cultural del diario Clarín de Buenos Aires, anticipa ciertas escenas y núcleos narrativos
básicos de La ciudad ausente, novela cuya publicación se postergó por decisión del autor hasta
1992.
La quinta y última sección del libro, pretende dar un cuadro lo más actualizado y preciso de
la bibliografía del autor, tanto en la propia producción del autor como en las versiones críticas sobre
su obra. No incluí la bibliografía teórica y crítica general, ya que la misma figura para su lectura en
las notas al pie de cada trabajo en particular.
En el origen de este libro, decía, hay una historia de viaje. Y cuenta la historia de un
descubrimiento, cruzado por la hipnosis deslumbrante del desierto patagónico. Mientras
dialogábamos, en un colectivo fuera de línea y quizás inapropiado, nos fascinaba la idea de que
podríamos vivir otras vidas. Y nos disculpabamos, a menudo, por haber vivido sin habernos
conocido antes. Yo iba en muletas y con un pie quebrado y recordé por un instante, la historia de
Edipo; mientras miraba sobre la ventana ese espacio fuera de cuadro. Edipo, el de pie hinchado, que
según cuenta el mito, avanzaba al borde del camino, casi sin darse cuenta, en búsqueda de su
destino. Quízas, este libro conserve sobre esas pisadas esquivas y a medio borrar, las huellas de un
diálogo intenso y lleno de peligro: entre variaciones mínimas de piano y guitarras levemente
distorsionadas, un cristal de un tiempo secreto y pleno.
Se sabe que durante mucho tiempo, Ricardo Piglia, escribía de noche, en el reverso de hojas
escritas, garabatos, fórmulas, croquis y genealogías impensables. Esas melodías grabadas en viejas
pensiones de Hotel, en realidad, tenían que ver con la historia de un aprendizaje. O, si se quiere, con
la historia de una pasión: la pasión de narrar.
Si el narrador, como lo concebía Walter Benjamin, era el artesano capaz de enhebrar de una
manera única e irrepetible la materia de la experiencia, en Piglia es un personaje que va en
búsqueda de los escombros de un relato perdido en la ciudad. Si narrar es como jugar al póker,
como dijo el padre de Ratliff, la verdad de la ficción siempre se encuentra en el anverso de la
palabra escrita. Y si el cuentero
que está a la vuelta de la esquina, es la contracara paródica del narrador, el que copia y transforma
historias es su reverso delictivo. Ricardo Piglia: un narrador de historias clandestinas.

Edgardo H. Berg,
Mar del Plata, Mayo de 2003
V. TRES RELATOS EN PROGRESO
Ricardo Piglia

Agua florida. 1

El Jailaife bajó en Piedras y Avenida de Mayo, justo enfrente del Hotel Majestic. En esa
zona, Buenos Aires parece envejecer o corromperse, carcomida por la mugre y los años, perdida en
el aletear sorpresivo de las palomas que hacen nido en las tétricas galerías de techo alto y columnas
de mayólica andaluza. Turistas brasileros o marineros daneses, viudas tristes fatalmente condenadas
a acostarse bajo la primera claridad de la mañana con solitarios músicos de tango arruinados por el
spleen, por el alcohol, matan el tiempo en la vereda de los bares viendo venir la noche. Hay un
esplendor que ya no queda, metido en esa calle sucia; y adentro de las casas, en los patios
vagamente españoles, se respira una decadencia lujosa que hace pensar en las carrosas que
desfilaban de Congreso a Cabildo para las fechas patrias.
El Hotel Majestic con su entrada de mármol y sus paredes descascaradas encaja muy bien
en esa zona. Es una de esas sombrías construcciones alzadas en la euforia del Centenario, con
amplias puertas de dos hojas y balcones de fierro, que terminaron usándose de hoteles o
conservatorios musicales o reparticiones públicas.
Al final de una escalera, en un entrepiso, había un mostrador y atrás un viejo que acariciaba
un gato barcino hablándole en voz baja, con la cara pegada a la trompa. El Jailaife se detuvo,
cauteloso, y prendió un cigarrillo. En el aire flotaba un olor dulce, a goma de pegar, a aserrín
húmedo. El viejo estaba arrinconado entre el tablero de las llaves y una mampara de vidrio donde la
última luz de la tarde se disolvía, opaca, frágil.
- Este animal, así como lo ve – dijo el viejo de pronto sin levantar la cara cumplió quince
años. ¿Usted tiene idea de lo que es esa edad para un gato? -
Hablaba arrastrando las palabras, con una entonación entre respetuosa y ladina, el cuerpo
flaco hundido en una desteñida chaqueta de corderoy con solapas de lustrina.Después con gestos
blandos acomodó el gato sobre el mostrador, sosteniendo el lomo arqueado con los dedos huesudos.
El animal se empezó a mover torpemente, desarticulado y vacilante.
- Es un milagro de la naturaleza, este animal. Entiende como si fuera una persona. Piensa,
está siempre pensando-
El Jailaife se inclinó sobre el gato que respiraba con una especie de temblor y le pasó la
mano por el lomo.
- Está nervioso ¿ve? se da cuenta de todo, lo pone mal el olor a tabaco, ¿siente cómo
respira?
El Jailaife dio otra pitada y tiró el cigarrillo por el hueco de la escalera.
- En realidad- dijo-. Necesito ver al señor Lettif.
- ¿Y? - dijo el viejo con una contracción recelosa.
- ¿Usted sabe si está?
- ¿El señor Lettif? No sabría decirle.
- Lindo gato- dijo el Jailaife y se apoyó en el mostrador-. Me podés dar el número de la

1
Hasta la fecha, el presente relato no fue publicado en ningún libro del autor y apareció en una antología de
“Trece narradores jóvenes argentinos” en la revista Crisis, nº 10, Buenos Aires, Febrero de 1974, pp. 21-23.
habitación.
El viejo se había replegado contra la pared y miraba al Jailaife por sobre el cristal de los
anteojos. Tenía unos ojos grises, líquidos, que parecían envueltos en una nube blanca.
- Yo no sé nada. Si quiere hable con el administrador.
El Jailaife le mostró un papel de mil pesos doblado al medio. El viejo sonrió destapando los
dientes; se acercó al billete como si lo olfateara y después se lo guardó en el bolsillo alto de la
chaqueta con un gesto furtivo.
- Dos veintitrés. Habitación dos veintitrés. A mí no me vió, yo no estaba- dijo y volvió a
enterrar la cara en el cuerpo del gato.
El ascensor parecía una jaula y subió traqueteando. El Jailaife miró su rostro en el espejo
oval, enmarcado por el enrejado de la pared, su cráneo afeitado, los anteojos sin aro que le daban
esa expresión melancólica, abstraída.
En el pasillo desierto, el áspero rumor de la ciudad se ahogaba, sofocado en los cristales
sucios de la ventana, cerrada sobre las terrazas y los techos oxidados.
El Jailaife llamó en el dos veintitrés y el timbre pareció sonar en otro lugar, lejos, fuera del
pasillo y del hotel.
¿Qué pasa? – dijo al rato una pastosa voz de mujer.
Para Lettif- dijo él. La mujer entreabrió la puerta y el Jailaife puso un pie para no dejarla
cerrar.
Le quiero hablar- dijo sin verla, hacia la oscuridad, hacia ese resplandor pálido que era la
mujer en la penumbra de la pieza.
- Por qué no se va a la mierda, diga, ¿quién lo conoce? - Hubo una leve vacilación en la
mujer, un jadeo. – Él no está- dijo.

Escuche un momento- dijo el Jailaife empujando la puerta que se abrió, suave, sin que la
mujer se resistiera.
Adentro, la atmósfera era turbia, el aire olía a sudor y a alcohol y a perfume barato. La
mujer empezó a retroceder hacia el centro de la pieza y el Jailaife se acercó, lento, tratando de
ubicarla entre la sombra pesada de los muebles.
- No me toqués porque grito -dijo ella-. Me tocás y empiezo a gritar.
-Tranquila, no pasa nada – dijo él y cuando terminó de acostumbrarse a la claridad verdosa del
cuarto le vio la cara abotagada, los labios tumefactos, la piel violácea y como corroída por los
moretones y los golpes. Estaba vestida con una camisa que apena le tapaba los muslos y calzaba un
par de zapatos de varón, sin cordones.
- ¿Quién te hizo eso?- dijo él.

La mujer se movió arrastrando los pies y se sentó en la cama, el cuerpo tirado hacia delante,
cansada, abstraída.
- ¿Y vos quién sos?
- Yo te voy a ayudar.
- ¿Te mandó Lettif?
- Me dijo que viniera, que iba a estar .
- Se fue. No vuelve más. En la puta vida.- Empezó a llorar en silencio y después se inclinó
hacia el piso buscando una botella de ginebra. Estaba desnuda bajo la camisa rayada y los pechos
saltaron sin que ella se cubriera.
-Mierda- dijo empinado la botella vacía-. Ojalá reviente. – Hizo un esfuerzo para sonreír,
dulcificada, ensayando una expresión amable-. ¿Dale que sos bueno y bajás a comprar?
-Ahora. Primero hablamos, después yo voy y te traigo ginebra. ¿Por qué no prendés la luz.
- No- se atajó-. ¿Para qué? Dejá así. Dame un cigarrillo.
El Jailaife le alcanzó un atado. La mujer buscó un cigarrillo torpemente, atropellada y
empezó a fumar con avidez.
-Mirá si será podrido que se llevó la ropa para no dejarme salir. ¿Qué se
pensó? , decime. ¿Qué yo iba a correrle atrás?
- ¿El fue?
-Por culpa de Larry; esa yegua, esa puta podrida. Seguro está con ella. – Se inclinó para
hablar en voz baja. De cerca su cara era una máscara vidriosa, la piel se le agrietaba, como si fuera a
disolverse. – Me quiere dejar por ella. A mí, a Mabel, por esa yegua puta.- Se paró y empezó a
moverse por la pieza, fumando-. Después que yo, ¿sabés lo que hice por él, yo, por ese hombre?- Se
detuvo en costado, de frente a la silla donde él se había sentado-. Si vieras lo que soy - dijo
juntando los pies y levantando los faldones de la camisa para mostrar las piernas calzadas con los
zapatones de suela de goma -. ¿No ves? Bailé en el Maipo, yo, bajaba vestida de celeste, llena de
plumas, ¿sabés cómo me aplaudían? ¿Qué se cree esa? Desde los deiciséis años que soy primera
bailarina y ahora la yegua viene y me lo saca. – El Jailaife calculó que la mujer iba a largarse a
llorar -. Decidió mandarme a Entre Ríos, ¿te das cuenta? Dice que yo acá estoy muy junada. Pero te
das cuenta lo que me quiere hacer, que me quiere enterrar en vida- La desesperación la hacía
moverse en su lugar y respirar con fuerza. - ¿Qué hago yo si me manda a Entre Ríos? ¿Qué hago,
me podés decir?
De golpe, como olvidada del Jailaife, caminó hacia un ropero antiguo, con espejo de luna,
arrinconado en el fondo de la pieza. El Jailaife alcanzó a ver el resplandor del espejo que cruzaba la
penumbra y después unos trajes de hombre colgando de las perchas. La mujer se paró en puntas de
pies y empezó a buscar en los estantes altos. Desde atrás parecía muy joven, casi una muchacha.
Cuando se dio vuelta tenía un frasco de perfume en la mano. Lo destapó con gesto manso y tomó un
trago largo alzando la cara hacia el techo. Se tocó los labios y volvió a mirar al Jailaife.
- ¿Qué pasa? – le dijo.
- Nada. ¿Qué va a pasar? – dijo él.
La mujer dejó abierto el ropero y caminó hacia el medio con el frasco de colonia apretado
contra el vientre. Se movía con cautela, como si estuviera a punto de caerse, y miraba al Jailaife con
expresión recelosa.
- Pero decime ¿y vos para qué era que lo querías a él?
- Traigo un encargo.
- ¿Y te citó acá? ¿Si lo querés ver por qué no lo vas a buscar al Bambú? Oíme, ¿no serás
amigo del gordo Almada, vos?
- Tranquila – dijo el Jailaife- . Tranquila. Lettif me dijo que viniera acá. Ahora, si vos decís
que él está en el Bambú....
- ¿Yo?- La mujer se empezó a reír, nerviosa - ¿Yo que dije, nene? – volvió a levantar el
frasco de perfume y bebió un trago. Después se volcó unas gotas en la yema de los dedos y se
golpeteó atrás de las orejas. Al Jailaife le llegó el perfume suave del agua florida mezclado con el
olor a tabaco y a encierro de la pieza.
En el Bambú – dijo ella- por ahí está, por ahí no está. Si sos tan amigo del gordo Almada,
algo debés saber. Por qué no le decís a él que te cuente de Larry.- Se empezó a reír otra vez, como si
tosiera -. - Decime la verdad, ¿está con ella o no, Lettif?
“ Bueno, empezó a llorar y ya no va a parar”, pensó él y de todos modos sintió pena por la
mujer y le pidió que no llorara.
- ¿Cómo no querés que llore, decime un poco? Con lo que me hace, que me arruina la
existencia.
- Tomá – le dijo él y le estiró un pañuelo, tratando de sosegarla – No llorés. Ella se limpió
los ojos y la cara con un ademán infantil.
- Te lo manché todo – dijo y trató de doblar el pañuelo, sonriendo, tímida, agradecida -. ¿A
vos te parece que me van a quedar las cicatrices?- y se palpaba las lastimaduras con la yema de los
dedos.
- No- dijo él-. No. Pero por qué no te limpiás, vení, a ver.
Humedeció el pañuelo con el agua colonia y le limpió la sangre seca, las heridas, mientras
lo dejaba hacer, los ojos cerrados, la cara hacia el resplandor gris de la ventana.
- Ya está - dijo ella -. Ya está, esperame que prendo la luz..- Fue hasta un velador de
pantalla con volados que tiraba una luz azulada y después se paró frente al espejo del ropero-.
Madre santa, parezco un monstruo – dijo y empezó a acomadarse el pelo-. No me mirés, cerrá los
ojos, no me mirés.
El Jailaife esperó que la mujer terminara de ordenarse el pelo y arreglarse la cara que estaba
gris, ahora, tirante y brillosa como si fuera de metal.
- Escuchá –dijo él-. Quiero que mires esta foto.
Era la instantánea de una mujer joven, vestida con un pullover de cuello alto.
- ¿ Y ésta, quién es? – dijo ella tomando la foto con cuidado.
- ¿La viste alguna vez?
- La mujer negó con un gesto.
- ¿Se la llevaron? – dijo.
- No sé - dijo él.
- ¿Quién fue, Lettif?
- ¿Vos pensás que fue él?
- ¿Yo? ¿Estás loco, pibe? Yo no sé nada – Se agazapó hecha una madeja sobre la cama y
empezó a limarse las uñas -. A mí no me hagas caso, mirá que yo soy media loca. ¿Y la pituquita
esa, quién la conoce? – Alzó la cara- . Nunca la ví –dijo.
Por la ventana llegaba el eco suave de una música que se perdía en el rumor de la ciudad.
- Está bien – dijo él y se levantó.
- ¿Qué, ya te vas? – dijo ella, ansiosa.
- Me voy.
- ¿Y no me vas a traer la ginebra?
- Sí- dijo él.
La mujer se cruzó una mano por la cara y trató de sonreír .
- Ginebra y si podés un poco de pan.
- Bueno- dijo él.
- Pan, un poco de salame, cualquier cosa. Para acompañar la ginebra.
- Está bien, ginebra y algo para comer – dijo el Jailaife que caminó hacia la puerta,
acompañado por la mujer que se movía con dificultad, arrastrando los pies.
El pasillo estaba en sombras, alumbrado, apenas, por la macilenta luz de un par de
lamparitas que colgaban del techo, desnudas, sin pantalla.
- Oíme - dijo ella.
El Jailaife se dio vuelta, la mujer estaba parada atrás, junto a la puerta, apretando la camisa
contra el cuerpo para defenderse del frío.
- Traé lo que consigas, una latita de paté, lo que haya.
- Bueno - dijo él-. Sí.
- En la calle, era noche cerrada. E Jailaife detuvo un taxi y le pidió al chofer que lo llevara
hasta el Bambú.
Ricardo Piglia

La prolijidad de lo real 2

“La noche que de la mayor congoja nos libra:


la prolijidad de lo real”

¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace diez años. En abril de 1968, cuando se
publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en
brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él, en cambio, se lo ve
favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre
de treinta años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi
madre, tan joven que al principio me costó reconocerla.
La foto es de 1941; atrás él había escrito la fecha y después, como si buscara orientarme,
transcribió las dos líneas del poema inglés del siglo XVIII que ahora sirve de epígrafe a este relato.
No hubo más tragedia que ésa en la historia de mi familia ni ningún otro acontecimiento
digno de ser recordado. Varias versiones confusas circulaban en secreto, plagadas de hipótesis, de
conjeturas. Casado con una mujer de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita
y de la que se decía que era delicada del corazón y que siempre dormía con la luz encendida y que
en su vejez rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había
desaparecido a los seis meses de matrimonio, llevándose todo el dinero de su señora esposa para
irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca. Con absoluta calma, sin perder su
helada cortesía, Esperancita denunció el robo, movió influencias, hasta lograr que la policía lo
encontrara, unos meses después, viviendo a todo tren y con nombre supuesto en un hotel de Rio
Hondo.Me acuerdo de los recortes de diarios donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón
más o menos secreto del ropero, el mismo en el que mi padre guardaba Fisiología de las pasiones y
mecáníca sexual del profesor T. E. Van de Velde, autor de El matrimonio perfecto, y el libro de

2
El texto del autor fue publicado en la revista Punto de Vista, n º 3, Buenos Aires, Julio de 1978, pp. 26-28.
Con ligeros cambios, el texto puede leerse como una versión del primer capítulo de su novela Respiración
artificial, publicada por la editorial Pomaire, Buenos Aires, 1980. Los cambios más visibles que se pueden
advertir son: la modificación del epígrafe, atribuído en el texto a un poema inglés del siglo XVIII, que es de
Borges y pertenece a los últimos versos del poema “La noche que en el sur lo velaron” de Cuadernos de San
Martín (1929) por los versos de T. S. Eliot (“ We had the experience but the meaning, / and approach to the
meaning restores the experience”/ vivimos la experiencia pero nos eludió/ su sentido y el acceso al sentido
restaura la experiencia) del cuarteto Las rocas salvajes (Las Dry salvages, 1941), el cambio de la fecha del
comienzo de la historia, el abril de 1968 será en la novela abril de 1976, así como el agregado de la
dedicatoria que inscribe la novela en el contexto histórico del terrorismo de Estado de la última dictadura
militar en la Argentina (“A Elías y a Rubén que me ayudaron a conocer la verdad de la historia”).
Engels sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, junto con cartas, papeles y
documentos diversos, entre ellos mi propia partida de nacimiento. Después de complicadas
operaciones que ocupaban las siestas de mi infancia yo abría el cajón y en secreto espiaba los
secretos de aquel hombre del que todos, en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía
(me acuerdo) uno de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a acciones
heroicas y un poco desesperadas; “convicto y confeso”repetía y me exaltaba porque no entendía
bien el significado de las palabras y pensaba que convicto quería decir invencible.
Lo cierto es que el hermano de mi madre estuvo preso casi dos años; a partir de entonces es
poco lo que se sabe de él; en ese momento empiezan las conjeturas, las versiones contradictorias,
las historias imaginadas y tristes sobre su destino y su vida extravagante; parece que ya no quiso
saber nada con la familia, no quiso ver a nadie, como si se estuviera vengando de un agravio
recibido. Una tarde, sin embargo, la Coca había venido a casa. Orgullosa y distante vino a traer
parte del dinero y la promesa de que todo sería devuelto. Yo conozco las interpretaciones, los
relatos del encuentro, y sé que Esperancita le decía M’hija a esa mujer que casi podía ser su madre y
que Coca usaba un perfume que mi padre jamás pudo olvidar. “Ustedes –parece que dijo antes de
irse- nunca van a saber qué clase de hombre es Marcelo” y cuando el relato llegaba ahí, fatalmente
y casi sin darme cuenta, yo me acordaba de la histórica frase de Hipólito Yrigoyen sobre Alvear
después del golpe del ’30, extraña asociación, motivada, también, por el hecho de que Esperancita
estaba emparentada con el general Uriburu.
A partir de esa visita y durante tres años Esperancita recibió, cada dos meses, un cheque
hasta que la deuda quedó saldada. De ese tiempo vienen mis primeros recuerdos de ella o más bien
una imagen que siempre he pensado que es mi primer recuerdo: una mujer bellísima, frágil, con una
expresión de arrogancia y desgano en la cara que se inclina hacia mí mientras mi madre me dice: “A
ver, Emilio, ¿qué se le dice a la tía Esperancita?”. Se le decía: “Gracias”, a ella más que a ninguna
otra; emblema del remordimiento familiar, era como un objeto raro y demasiado fino que nos hacía
sentir a todos incómodos y torpes. Me acuerdo que cada vez que ella venía mi madre sacaba la
vajilla de porcelana y usaba los manteles almidonados que crujían como si fueran de papel. Y ella
vino a casa, de visita, todas las semanas, los jueves o los domingos, todas las semanas, una vez los
jueves, una vez los domingos, hasta que se murió. El hermano de mi madre nunca supo que ella
había muerto. Desaparecido sin dejar rastros, en alguna de las versiones se decía que seguía preso y
en otras que estaba viviendo en Colombia, siempre con la Coca. Lo cierto es que él nunca supo que
ella había muerto, nunca supo que cuando Esperancita murió encontraron una carta que le estaba
dirigida donde ella confesaba que todo era mentira, que nunca había sido robada y hablaba de la
justicia y del castigo pero también del amor, cosa rara siendo quien era.
No podía menos que atraerme el aire faulkneriano de esa historia: el joven de brillante
porvenir, recién recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que finge un
desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se tome el trabajo de aclarar el engaño. En
fin, yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes; mejor:
usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato
sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti. Ninguno de nosotros, de los que estuvimos
allí la noche en que se entrevió por fin, en la entristecida penumbra que siguió a la tarde del
entierro, el secreto de esa venganza dulcemente cultivada durante años, no pudo no pensar que
asistíá a la más perfecta forma del amor que un hombre puede dispensar a una mujer; pacto
piadoso del que parece difícil prever el carácter o las consecuencias de las heridas infligidas pero
no la intención y la deseada bienaventuranza. Así empezaba la novela y así seguía durante 200
páginas. Para evitar el costumbrismo y el estilo oral que ya en ese momento hacían estragos en las
letras nacionales yo (como quien dice) me había ido a la mierda. Todavía se encuentran algunos
ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerias de Corrientes y hoy lo único que me
gusta de ese libro es el título Respiración artificial y el efecto que produjo en el hombre al que, sin
querer, le estaba dedicado.
Extraño efecto, hay que decirlo. La novela apareció en octubre, dos meses después me
llegaba la primera carta. Ahora sé que la ficción es un reflejo fiel de lo real cuando quien la lee es
capaz de encontrar la verdad allí donde parece más oculta.
Primeras rectificaciones, lecciones prácticas (decía la carta). Nunca nadie hizo jamás buena
literatura con historias familiares. Regla de oro para los escritores debutantes: si escasea la
imaginación hay que ser fiel a los detalles. Los detalles: la turra de mi primera mujer, boquita
fruncida, se le veían las venas azules bajo la piel traslúcida. Pésima señal: piel transparente, mujer
vidriosa, me di cuenta demasiado tarde. Otra cosa: ¿quién les habló de mi viaje a Colombia? Tengo
mis sospechas. En cuanto a mí: he perdido los escrúpulos en relación con mi vida, pero supongo
que deben existir otros temas más instructivos. Por ejemplo: las invasiones inglesas; Pophan, un
caballero irlandés al servicio de la reina. Let not the land once proud of him insult him now. El
comodoro Pophan hechizado por la plata del Alto Perú o los paisanos despavoridos huyendo en las
chacras de Perdriel. Primera derrota de las armas de la patria. Hay que hacer una historia de las
derrotas. Nadie debe mentir en el momento de la muerte. Todo es apócrifo, hijo mío. Me patiné toda
la plata del Alto Perú y si ella dice que no, es porque intenta despojarme del único acto digno de mi
vida. Sólo los que tienen dinero desprecian el dinero. Fueron un millón seiscientos y monedas,
pesos del año ’42, resultado de herencias varias y de la venta de unos campos en Bolívar (campos
que yo le hice vender con santa intención, como ella reprocha bien, aunque no fui yo quien le hizo
morir a los parientes de los que hereda). Traté de poner una boite en Cangallo y Rodríguez Peña,
pero me encontraron antes. (¿De dónde sacan lo de Río Hondo?) Le devolví la plata y los intereses:
cierto que la Coca fue a verlos y a mi madre por poco le da un síncope. No cuentan que ella le dijo:
Me cago en tu alma, la primera vez que Esperancita le dijo M’hija y que hubo que darle sales. Si
estuve preso y si salí en los diarios fue porque soy radical, hombre de don Amadeo Sabattini y en
ese tiempo nos querían reventar a todos porque se venían las elecciones del ’43 que después pararon
con el golpe de Rawson.(¿Tampoco te contaron esa historia?) ¿Así que me perdona en el
testamento? No ves que es loca , siempre cagó de parada, me consta, porque alguien le dijo que era
más elegante. Antes de morir dice que yo no la robé. Así de misteriosa es la oligarquía y esas son
las hijas que engendra. Gráciles, ilusorias, inevitablemente derrotadas. No se debe permitir que nos
cambien el pasado. Haced que el país antes orgulloso de él no lo insulte ahora, decía Pophan. La
Coca se instaló por su cuenta en el Uruguay, departamento de Salto. A veces tengo noticias de ella,
y si me vine a vivir a este lugar fue para estar cerca de esa mujer, tenerla del otro lado del río. No se
digna recibirme porque es altiva y trivial, porque está vieja. Me levanto al alba; a esa hora todavía
se ve la luz de los farolitos, en la otra orilla. Enseño historia argentina en el Colegio Nacional y a la
noche voy a jugar al ajedrez al Club Social. Hay un polaco que es un as; acostumbraba jugar con el
principe Alekkine y con James Joyce en Zurich, año 1916, y uno de los anhelos de mi vida es
empatarle una partida. Cuando está borracho canta y habla en polaco; anota sus pensamientos en un
cuaderno y se dice discípulo de Wittgenstein. Le he dado a leer tu novela: la leyó con atención sin
sospechar que ese tipo del que se cuentan sucios sueños soy yo mismo. Prometió escribir una reseña
en El telégrafo, diario local. Ya publicó varias notas sobre ajedrez y también algunos extractos del
cuaderno donde registra sus ideas. Su ilusión es escribir un libro enteramente hecho de citas. No
muy distinta es tu novela, escrita a partir de los relatos familiares; a veces me parece escuchar la
voz de tu madre; que hayas sabido disfrazarla con ese estilo enfático no deja de ser, también, una
muestra de delicadeza. Las distorsiones, en todo caso, derivan de ahí. Debo pedirte, por otro lado, la
máxima discreción respecto a mi situación actual. Discreción máxima. Tengo mis sospechas: en eso
soy como todo el mundo. De todos modos, ya te digo, actualmente no tengo vida privada. Soy un ex
abogado que enseña historia argentina a jóvenes incrédulos, hijos de comerciantes y chacareros de
la localidad y sus alrededores. Este trabajo es saludable: no hay como estar en contacto con la
juventud para aprender a envejecer. Hay que evitar la introspección, le recomiendo a mis jóvenes
alumnos, y les enseño lo que he denominado la mirada histórica. Jamás habrá un Proust entre los
historiadores y eso me alivia y debiera servirte de lección. Podés escribirme al Club Social.
Concordia. Entre Ríos.
Te saluda: el Profesor Marcelo Maggi Pophan. Educador. Radical sabattinista. Caballero
irlandés al servicio de la Reina. El hombre que en vida amaba a Parnell, ¿lo leiste? Era un hombre
despectivo pero hablaba doce idiomas. Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos
reales?
Ps.: Por supuesto tenemos que hablar. Hay otras versiones que tendrás que conocer. Espero que
vengas a verrne. Ya casi no me muevo, he engordado demasiado. La historia es el único lugar
donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar.
Ricardo Piglia

Otra novela que comienza. 3

Lencina estaba contaba la historia del tipo que no quería salir de la cárcel cuando el Monito
vino a buscar a Renzi para avisarle que lo llamaban de arriba. Era loco, pero loco loco, contaba
Lencina. Gritaba ¡Viva Perón!, y encaraba lo que viniera. Para ser peronista, punto primero, decía,
hay que tener huevos. Era capaz de armar un caño en medio minuto, en cualquier lado, en un bar, en
una plaza, movía las manitos así, parecía un ciego. El padre tenía armería, desde pibe metido con
los fierros, en el movimiento los muchachos lo llamaban Fray Luis Beltrán y todos le decían el
Fraile pero algunos que lo conocían de antes, que lo habían conocido en el principio, principio de la
maroma, por el 55, 56, le decían Billy the Kid, que era el nombre que le había puesto el gordo
Cooke, porque vos lo veías y era un gurí, flaquito, delicado, cara de cuis, le dabas quince, dieciséis
años y ya lo buscaban hasta los bomberos.
Había varios rodeando a Lencina en la mesa del Roma, y el Monito se distrajo un momento
y se paró a oír la historia y le hizo una seña a Renzi como si diera vuelta una manivela en el aire y
renzi pensó que lo llamaban por teléfono. Peo no era eso, en realidad me buscaba el viejo Luna que
de golpe se había acordado de mí y había resuelto que yo era el hombre indicado, contó Renzi, el
candidato para empezar una investigación sobre la máquina de Macedonio Fernández. Me enganchó
gusto porque en aquel tiempo yo andaba en la mala, disponible, como quien dice. Vivía solo en un
departamento prestado, por Almagro, y todos mis amigos estaban muertos. Era trágico: se morían
mis amigos, contaba Renzi, al llegar a los cuarenta años, uno atrás del otro, y yo tachaba sus
apellidos en mi libreta de direcciones y a veces iba a los velorios, no siempre. De modo que estaba
cada vez más aislado y me pasaba las noches revisando viejos papeles, releyendo los cuadernos
donde anotaba mi vida. Extraña manía. Basta ver lo que uno hacía o pensaba años atrás para matar
toda ilusión . ¿O alguien puede creer que existe eso que llaman la historia de una vida? No hay
nada, solo luces que titilan en la oscuridad. Pero yo me hundía en el recuerdo, cavaba, como un
topo, en la tierra reseca, la noche entera, y después me tiraba en la cama hasta mediodía, y después
me iba al diario. Hasta que esa tarde el viejo Luna se acordó de mí y me mandó llamar y me pidió
que investigara, discreto, en el asunto de la máquina de Macedonio y yo acepté y ahí, dijo Renzi, en
realidad empieza esta historia. Me acuerdo que Lencina estaba contando las andanzas de un tipo que
llevaba como quince años preso y no quería salir de la cárcel pero se desvió y empezó, Lencina, a
hablar de su hermano que era joyero y sabía una martingala para ganar en el Casino. Mi hermano,
contaba Lencina, tiene dedos brujos y es capaz de tejer un tul de platino y engarzar ahí un diamante
como si la piedra estuviera suspendida en el aire. Mi viejo lo mandó a aprender un oficio porque mi

3
El texto del autor apareció como anticipo del primer capítulo de su segunda novela, sin título, ni fecha
todavía de edición, en el suplemento Cultura y Nación del diario Clarín de Buenos Aires, el 7 de marzo de
1985, pp. 1-2. En ella aparece una máquina descripta por Macedonio Fernández en papeles perdidos. Si bien
registra algunos cambios en algunos nombres de sus personajes y lugares (el ingeniero Kluge por Russo,
Renzi es el que inicia la investigación y no Junior, Max Suárez el ciudador del museo en vez de Fuyita, El
café Roma por Los 36 billares, etc), mantiene, en general, el clima, los tonos y la intriga básica de su novela
La ciudad ausente, publicada en mayo de 1992 por la editorial Sudamericana.
hermano se hizo echar del Pellegrini en la época del primer peronismo: lo encontraron en el baño
con la profesora de geografía y las cosas se le complicaron de un modo rarísimo porque intervino la
unidad básica de la zona, en la que el marido de la profesora era vocal, y mi hermano terminó
expulsado del colegio por contrera, pero tuvo la suerte de entrar de aprendiz con el Cholo Dollanz
en un taller de Sarmiento y Libertad. ¿Alguno de ustedes sabe lo que era el Cholo Dollanz?,
preguntó Lencina, pero Renzi no se pudo quedar a oír la respuesta porque el Monito lo volvió a
apurar con un gesto y Renzi se levantó y se fue atrás de él.
El viejo Luna se paseaba por su escritorio de un lado a otro, excitado, echándose nieve
contra el asma con el vaporizador de vidrio y cuando lo vio entrar se le fue al humo. Busque,
investigue, hay que moverse con cautela, pero largue todo y dedíquese a esto, le dijo mientras le
arrimaba una silla. Sí, le pedí que investigara y es cierto también que estaba un poco nervioso pero
no era para menos si de chiripa tenía entre manos la lave para abrir el “secretaire”, la clave del
secreto de la máquina, la Eterna. Por supuesto que yo no me podía imaginar lo que iba a pasar y de
haberlo sabido quizá me hubiera tirado atrás, o no, no sé. De todos modos le dije a Renzi que había
recibido una carta, le digo: Mire, Renzi, recibí esta carta, es algo muy delicado pero quiero que
largue todo y se ponga a investigar. Todavía la debo tener por acá, me dice Luna, y se da vuelta
para abrir un cajón, la carta, aquí está, ¿ve? y me extiende un papel con membrete del Instituto de
Desarrollo Agro-Industrial. Esta, cuenta Luna, fue la primera comunicación que recibimos del
ingeniero Kluge o agrimensor Kluge. Tengo información de primerísima mano sobre esa máquina a
la que nadie conoce como yo, pero no quiero, por el momento, entrar en polémicas idiotas. ¿De qué
sirve polemizar con los imbéciles? Es preciso, sí, tener una línea de acción, una estrategia clara. Así
empezaba la comunicación del ingeniero y esa es la punta del ovillo, el nudo de la madeja. Primero
habían empezado a circular rumores sobre ciertos desperfectos de la máquina. Hubo desmentidas,
declaraciones, idas y vueltas, pero al final todo se confirmó y la mandaron al museo. ¿Por qué la
retiraron de circulación? Aunque parezca increíble, si usted se fija, va a ver que nadie lo explicó con
claridad. Y eso es lo que hay que averiguar, le dije a Renzi, contó Luna. En esto hay gato encerrado:
el gato de Poe metido en la máquina de Macedonio. ¿ O no empezaron por ahí? El gato de Poe.
Empezaron por ahí. Yo no me olvido del escándalo de los mellizos Del Farnos, estaban
enganchados Dios y María Santísima y es el día de hoy que ya ve, nadie dice esta boca es mía. País
de mierda, dijo Luna, no queda un solo diario independiente, salvo éste y así nos va. ¿Se acuerda
del “Despertador Gauchipolítico” del cura Castañeda? Habría que hacer un diario así: escrito con
sangre unitaria. De modo que en esto, le digo a Renzi, hay que ir hasta el fondo pero con discreción,
porque va a arder Troya. Me dejé llevar por una corazonada y confié en el ingeniero. Me tiraba una
pista, Kluge, y yo me confié y la seguí, contó Luna. Hay que ir al museo., le dije a Renzi, y verlo al
guardián, al cuidador, un tal Max Suárez, hable con él, diga que viene por indicación del ingeniero
Kluge, a ver qué pasa, le dijo aquella tarde el viejo Luna a Renzi.
El museo quedaba en una zona apartada de la ciudad, cerca de los grandes parques, atrás del
Congreso. Había que subir una rampa y cruzar un corredorcon paredes de acrílico y se desembocaba
en un salón circular donde se exhibía la máquina. En las paredes había diagramas, fotografías,
reproducciones de los primeros textos y una cronología de Macedonio Fernández. Renzi copió
algunos datos en una libreta negra y se acercó a una vitrina donde se reproducían varios documentos
manuscritos. La ciudad-campo, de un millón de chacras y diez mil fábricas, leyó Renzi, exenta
totalmente del horror de la palabra alquiler, que tendría las ventajas que pongo en la siguiente lista:
Inatacabilidad militar. Inatacabilidad por sitio o bloqueo. Ni bomberos ni policías. Escasez
desesperante de enfermedades. Reducción en más de un 40% de los trueques comerciales,
improductivos, estériles, y aleatorios, de agio. Renzi se salteó varios párrafos y leyó el final de la
carta. La guerra finaliza y solo quedaremos ante la inmensidad de los oscuros planes de Estados
Unidos que quiere herir y anular a España para hacer más fácil presa de la América Hispana. Suyo
afectísimo. Macedonio. Miró la firma, esa letra frágil e inmortal, y después dio una vuelta por el
salón sin acercarse a la máquina hasta que por fin vió aparecer a un tipo esmirriado, con pinta de
jóckey, que subía dificultosamente por la rampa, arrastrando la pierna izquierda.
¿Usted habló con el ingeniero?, le preguntó el jóckey a Renzi después que se sentaron a una
mesa en el bar del primer piso, cerca de la ventana que daba a los invernaderos. Es imprescindible
que hable con él, conoce todo el tramado de la cuestión, tiene los documentos y las pruebas. De
todas formas, por el momento, qui’za, le dijo el jóckey a Renzi, conviene que revise estos papeles.
Porque nosotros habíamos conseguido a esa altura, dirigidos por el ingeniero Kluge, una serie de
elementos y datos. Por ejemplo habíamos conseguido un texto absolutamente secreto, uno de los
últimos relatos de la máquina, o quizás el último, producido antes de que la consideraran fuera de
acción. Porque cunado el ingeniero se retiró a su fábrica, abandonada e hipotecada, en las
instalaciones embargadas, dispuesto a librar una nueva batalla, con su madre paseando por los pisos
superiores, porque en ese tiempo, contó el jóckey, el ingeniero sólo hablaba con su madre y sólo
con su madre, dedicado como estaba a programar el Instituto de Desarrollo Agro-Industrial y no a
pensar en la máquina, que yo sepa no intervino en esto porque el ingeniero trató siempre de
mantener separados los problemas de su familia, o sea la fábrica y los problemas que resultaban de
sus sueños personales, o sea la Eterna. ¿Está tomando nota? Porque tal vez usted quiera que yo le
cuente como lo conocí a Macedonio, el ingeniero Kluge y de qué forma trabajaron juntos pero hay
tiempo y además usted debe ir a Olavarría y visitarlo en su fábrica y hablar con él. De modo que le
entregué los documentos, en especial el relato final y una carpeta con la historia de la máquina que
me había hecho llegar Kluge y que yo hice fotocopiar para pasarle a Renzi con la idea, según el
ingeniero, de iniciar, en lo posible, una campaña sobre el asunto. Renzi estudió los papeles o mejor
revisó el contenido de la carpeta, hizo algunas preguntas y enseguida llamó al mozo. Del otro lado
de los vidrios, abajo, en el invernadero, un hombre se paseaba entre las flores con un sol de noche
en la mano. ¿Ha visto las rosas negras?, preguntó el jóckey. Las traen de Yzur pero es muy difícil
lograr que sobrevivan.
Bajaron juntos en el ascensor neumático, el jóckey haciendo equilibrio en su pierna derecha
para no apoyar casi el pie izquierdo que se había estropeado en unas cuadreras en Isidro Casanova,
montando un malacara, el Lobito, al que había soliviantado con acetano y benzedrina líquida para
que aguantara los 3.000 sin aflojar en una tenida histórica con el caballo invicto de la viuda de un
inglés que había sido el director del ferrocarril Central Argentino antes de las nacionalizaciones y
que tenía un criadero de nutrias. Se había apostado muy fuerte porque la viuda jugaba como una
loca y en cuanto largaron el Lobito empezó a respirar con un quejido sangriento y mantuvo la punta
la línea y punteó casi hasta la milla pero ahí se boleó y le falló el corazón y cayó fulminado y la
pierna izquierda de Max quedó aplastada por el cuerpo del malacara muerto y no hubo forma de
soldar los huesitos quebrados del tobillo. No uso bastón, iba diciendo el jóckey mientras cruzaban el
salón circular donde se exhibía la máquina, porque confío que la medicina encuentre un modo de
curarme y no quiero acostumbrarme a ser un inválido. Renzi penso que el jóckey tenía una
elegancia natural para moverse, una gracia suave que se acentuaba con la renguera y cuando se
detuvieron frente a la rampa de salida se ofreció para acercarlo hasta el centro pero el jóckey
rehusó. Renzi subió a un taxi y al terminar de acomodarse pareció recordar algo porque asomó
medio cuerpo por la ventanilla y empezó a hablar pero el jóckey le hizo un gesto de resignación y
movió las manos porque la vibración de la ciudad ahogaba la voz y no alcanzaba a escuchar y en
ese momento, además, el taxi arrancaba por la avenida, y se perdía bordeando el parque hacia el
oeste.

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