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Juan M. Nesprías*
autopercepción sobre su vida y su mundo cotidiano, todo esto llega muchas veces a ser
absolutamente desconocido para quienes se encuentran en la tarea de enseñar, divulgar o
presentar la filosofía, lo que hace que el docente deba vérselas con dificultades para las
cuales el profesorado o la universidad no lo prepararon. Podría pensarse que tras el descuido
formativo se esconde una triste suposición: la filosofía no tiene mucho que hacer en esos
lugares.
Esta comunicación tiene la intención de situarse en medio de esos problemas, com-
binar el análisis descriptivo de lo que ocurre en determinadas escuelas con propuestas y
alternativas que ayuden a vislumbrar lo que podría ser de otro modo, y proponer estas
reflexiones aquí, en un ámbito académico, destinado a pensar el mejoramiento de la
enseñanza de la filosofía. Es frecuente, entre los diversos integrantes del sistema educa-
tivo, una cuota importante de resignación frente a las posibilidades de la filosofía en
escuelas de “bajos recursos”. Aquí se tratará de pensar esas situaciones a partir de algu-
nas ideas provocativas de Jacques Rancière que pueden servir como desafíos para pensar
la tarea de enseñar filosofía en las condiciones adversas que señalé antes. La alusión a
este filósofo francés puede parecer una búsqueda de soluciones exóticas a problemas
locales. No sería la primera vez que se tratan de adaptar recetas elaboradas en otras
latitudes desconociendo las condiciones locales de los problemas. Pero no se trata de eso.
Se trata de ver si algo de lo que dice el autor ayuda a pensar nuestra situación, o si nos
moviliza lo suficiente como para ver las cosas de un modo diferente.
Existen escuelas que a causa de su ubicación (y de otros factores), reciben alumnos de los
sectores más desprotegidos, con graves problemas económicos y sociales. En estos casos, por lo
general, el nivel de desarrollo alcanzado de habilidades cognitivas básicas, tales como la
lectura comprensiva, la escritura, la capacidad de argumentar, o de detectar supuestos, o
simplemente el nivel de desarrollo de ciertos hábitos como el de la disposición para el diálogo,
la escucha, etc., es muy bajo o en algunos casos inexistente. Frente a este panorama, las
expectativas de que los alumnos puedan discutir críticamente, por ejemplo, diferentes postu-
ras antropológicas, o de que entablen un “diálogo filosófico” a partir de la atenta lectura de las
fuentes, o incluso de sus mismas opiniones espontáneas, quedan desdibujadas. Aristóteles
sostuvo que la filosofía requiere de ciertas condiciones y necesidades materiales satisfechas, y
Platón se encargó de establecer el camino que debía recorrer quien se dignase seguir una vida
filosófica. Los alumnos no tienen, en muchos casos, esas necesidades cubiertas, y en otros
casos están muy lejos de sentir deseos de una vida filosófica: ¿pueden hacer o aprender filoso-
fía? De un modo más general: ¿se puede filosofar, aprender o practicar la filosofía, si no están
asegurados los más básicos procedimientos cognitivos?
Enseñanza de la filosofía y contextos “difíciles”: límites, posibilidades... 91
Frente a las condiciones descritas más arriba, que podríamos llamar “objetivas” –y
que pueden resultar conocidas para algunos– es muy común escuchar que lo que hay que
hacer es “adaptar” los contenidos filosóficos al nivel de desarrollo intelectual,
“procedimental” o “actitudinal” de los alumnos. Y de hecho, lo que se hace habitual-
mente es simplificar al máximo los conocimientos filosóficos eliminando todo aquello que
dificulte la comprensión de los alumnos. Se tratará de enseñar razonamientos sencillos, o
fórmulas contundentes, claras, que reflejen la posición de tal o cual filósofo o problema,
sorteando la lectura directa de los textos y reemplazándola por alguna versión más acce-
sible al nivel de comprensión del grupo. Lamentablemente, aun así, el resultado no siem-
pre es el esperado. Es muy probable que al final, los alumnos sólo puedan recordar, a veces
con mucho esfuerzo, saberes esqueléticos, desconectados entre sí, ridículos, tal vez, para
nuestros oídos, y a los que difícilmente les convenga el status de “filosóficos”. Sin embar-
go, dadas las condiciones adversas, desfavorables, dado el nivel de comprensión de los
alumnos, son conocimientos considerados “aceptables”. La conclusión está justificada,
en última instancia, porque se hizo todo lo que se pudo.
Lo que quiero señalar es que efectivamente, si hacemos esta elección que consiste
en llevar a los alumnos por un camino que nosotros ya conocemos, en el que reconocemos
las herramientas y hasta el resultado al que deben llegar, seguramente nuestras expecta-
tivas se verán defraudadas. En alumnos que tienen mal, o poco desarrollados procedi-
mientos y disposiciones básicas para el estudio, la distancia entre esos conocimientos
mínimos adquiridos y lo que se considera un “saber filosófico”, digamos así, producto de
una “experiencia filosófica” –aceptemos una cierta vaguedad en los términos–, se ensan-
cha hasta el punto de preguntarnos por el sentido último de lo que hacemos. Y esto
ocurre, en general, en las escuelas periféricas, las zonas más difíciles de acceder, los
barrios con mayores problemas socioeconómicos. No hay que ser investigador social para
constatarlo.
Eso nos permite pensar en algo evidente por sí mismo: la tarea de pensar la enseñanza
de la filosofía en contextos “desfavorables” obliga a ampliar la mirada sobre las condicio-
nes en las que se enseña filosofía, y a vincular lo que ocurre en el aula con lo que ocurre
fuera de ella.1
1. Esto no quiere decir que en otros lugares no haya que hacerlo; ocurre que cuando las condiciones son
homogéneas para alumnos y profesores el contexto del alumno pierde peso explicativo: las dificultades son las
esperadas, las maneras de encararlas son conocidas, etc.
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2. Podríamos decir, de modo muy general, la versión liberal, o desde otros presupuestos, el enfoque funcionalista.
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Todas estas preguntas tocan el nervio de la cuestión y nos envían al lugar donde
alguna vez estuvimos: ¿Filosofía? ¿Para qué? ¿Por qué? Aquí me gustaría, por el momento,
volver sobre las corrientes socioeducativas que se han ocupado del papel que cumple la
escuela en el todo social, y que presentan, de algún modo, propuestas para enfrentar esa
desigualdad social. Para eso, se pueden poner entre paréntesis las diferencias que se
advierten entre ellas y hacer un ejercicio violento de reducción encerrándolas a todas de
acuerdo a un rasgo común: desde las corrientes educativas más tradicionales hasta las
más progresistas, desde las más conservadoras hasta las más críticas, todas se preocupan
por acortar la desigualdad, y ponen como objetivo último a lograr, la igualdad. Y en mayor
o menor medida, con diversas disposiciones, con diferentes enfoques y presupuestos de
todo cuño, todas ellas adjudican a la escuela un papel central en esta tarea. Éste es el
planteo del problema que propone Jacques Rancière en un libro que se llama El maestro
ignorante, que quisiera retomar acá.3 El problema central, para Rancière, es lugar de la
igualdad. Y dice lo siguiente: quien coloca la igualdad como un fin a lograr, en realidad,
está partiendo de la desigualdad y coloca a aquélla –la igualdad– en el infinito, en un
lugar al que nunca se llega. Partir de la desigualdad, para Rancière, significa partir de
donde parten todas las pedagogías que pretenden lograr una mayor igualdad a través de
la escuela. Es decir, significa partir de un hecho aparentemente evidente: la desigualdad
de las inteligencias. (En el conurbano bonaerense esto es “muy evidente”, es más, no se
escucha otra cosa: a ciertos chicos “no les da” la capacidad intelectual para comprender
determinados temas.) Por lo tanto, es necesaria una instancia que medie entre los alum-
nos y lo que se pretende que ellos sepan: la explicación. Se explica para hacer comprender
cosas que de otro modo no se comprenderían. Mencionamos antes que esa explicación
puede estar en función de pseudosaberes, de repeticiones sin sentido, pero su existencia
misma viene dada por la poca capacidad de los alumnos. Sin embargo, dice Rancière, el
problema de toda la educación –no solamente la de algunos sectores– es justamente la
explicación. Quien explica, embrutece. Quien explica debe presuponer que hay cierta
gente que no puede comprender y que sólo podrá hacerlo con la ayuda de otro. Más aún,
la explicación supone un mundo dividido entre superiores e inferiores, y en este mundo la
escuela misma encuentra su razón de ser: la de acortar la brecha entre desiguales. La
explicación, es decir, los profesores y la escuela y todo paradigma pedagógico que se
3. Rancière, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barcelona, Laertes,
2003. Rancière narra la vida de un profesor muy particular de literatura francesa de principios del siglo XIX, Joseph
Jacotot, quien decía que se puede enseñar aquello que no se sabe (más aun, sólo así se puede ser un maestro
emancipador), y que cada uno por sí solo puede aprender todo lo que quiera.
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“La potencia de la inteligencia [...] está en toda manifestación humana. La misma inteligencia
crea los nombres y crea los razonamientos. No existen dos tipos de espíritu. Existen distintas
manifestaciones de la inteligencia, según sea mayor o menor la energía que la voluntad comuni-
que a la inteligencia para descubrir y combinar relaciones nuevas, pero no existen jerarquías en
la capacidad intelectual. Es la toma de conciencia de esta igualdad de naturaleza la que se llama
emancipación y la que abre la posibilidad a todo tipo de aventura en el país del conocimiento.”
Resulta raro escuchar, en medio de estudiosos preocupados por múltiples tipos de inteli-
gencias, una voz sosteniendo que todas las inteligencias son iguales y que lo único que
hace falta, para estar emancipado, es ser conciente de la potencia de su inteligencia.
Parece raro para quien supone que hay chicos que no tienen, naturalmente, ciertas capaci-
dades, y a quien está habituado a escuchar de los mismos chicos esa confirmación. Cier-
tamente, los reparos para encubrir esta dura sentencia son muchos: no están todavía
preparados, no se alimentaron “de chiquitos”, sus problemas familiares, su mala forma-
ción previa, etc. Seguramente, dificultades muy ciertas, que convierten a la filosofía en
el arte inútil de unos pocos que pueden vivir sin pensar en ellas. Y después de todo,
¿cómo enseñar filosofía a un auditorio que parece adormecido, que maneja otras vías de
comunicación, que no tiene, aparentemente, la capacidad de abstracción sostenida para
“pensar filosóficamente”, que se comporta de modo inexplicable para nuestros parámetros
culturales, que llega a ser un “otro” muy alejado del alumno estándar de nuestros profe-
sorados? Rancière no pretende establecer ningún método novedoso que nos salve de
situaciones desagradables a las que no estamos acostumbrados. Tampoco una serie de
principios para una pedagogía universal más progresista que lograra lo que no pudieron
las anteriores. Contra toda evidencia en contrario, como si la incapacidad intelectual
fuera sólo una ficción creada por aquellos que la necesitan para ser explicadores profesio-
nales, como si el mundo de la pedagogía y de los docentes, preocupado por la compren-
sión y por encontrar siempre mejores técnicas para explicar, no existiese en absoluto,
Rancière cuestiona una premisa básica del acto educativo: en rigor, es posible enseñar sin
“transmitir” ningún conocimiento. Del mismo modo la igualdad, al igual que la libertad,
no se “da” ni se reivindica. En todo caso, éstas se practican.6
La forma de pensar, los hábitos lingüísticos, la voluntad y los deseos de los alumnos,
como los de cualquier persona, se ven afectados sensiblemente por las condiciones en las
que se encuentran y por el modo en que viven. Eso ha llevado a suponer que ciertos
sujetos corren con desventaja atendiendo a las durísimas condiciones en las que deben
sobrevivir, lo cual es evidentemente cierto. De allí que muchos se preocupen por atenuar
la distancia que los separa de aquellos que no poseen esas ventajas económicas, sociales
o culturales. Pero esta desventaja es considerada, a veces, como una disminución en la
capacidad intelectual. Es cierto que la urgencia de las necesidades, lo duro de la situa-
ción, las carencias de condiciones materiales influyen en la capacidad intelectual. Sin
embargo, esto se traduce muchas veces en confirmación de la desigualdad de las inteli-
gencias: en última instancia, se dice, ¿qué más se puede hacer con estos chicos?
Rancière, como vimos, considera que educar para la emancipación intelectual no puede
tener efectos en el orden social, porque nunca podría institucionalizarse ni establecerse
7. Rancière, J., op. cit., pág. III-IV del prólogo a la edición española.
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una pedagogía así. Sin embargo, podemos distanciarnos de un escepticismo radical. En una
realidad como la nuestra, con tantas desigualdades, decir que todos tenemos la misma
inteligencia y que nadie es más inteligente que nadie, y actuar a partir de eso, puede traer
consecuencias insospechadas. Más todavía cuando aquellos sobre los que recae con mayor
fuerza el prejuicio de la desigualdad de las inteligencias, los pobres,8 son quienes tienen
internalizado su fracaso porque nunca han oído otra cosa. Pero asumir esto significa romper
con la lógica de la necesidad, y en eso algo de razón tenía Aristóteles, por más duro que eso
suene. No se puede hacer filosofía con “carenciados”, con gente que simplemente necesita
y se (la) define a partir de eso.
Una forma de hundir más en la necesidad a ciertos sujetos es insistir en que además
de no tener posibilidades económicas, tampoco pueden pensar por su cuenta. Y esto no
significa desatender las necesidades básicas –muy por el contrario–, sino forzar a recono-
cer que lo único que no se le puede quitar a nadie es su pensamiento. El desafío más
estimulante de Rancière es el llamamiento a trabajar a partir de la confianza en sí mismo,
de la voluntad, de la poca o mucha libertad que se tenga para construir el propio camino.
El que no tiene nada, puede pensar, y en eso es igual a todos. Qué hacer después con eso;
si eso logra transformarse en filosofía o no; si eso sirve para modificar su situación o su
vida; si ese pensamiento logra encuentros más amplios, sistemáticos o novedosos depen-
de, en parte, de la tarea del profesor, pero principalmente de la voluntad y de la potencia
de la inteligencia de quien emprende la tarea de pensar. La tarea más difícil de la filoso-
fía en barrios desangelados, hoy por hoy, es lograr la confianza en las fuerzas propias.
Bibliografía
Rancière, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barce-
lona, Laertes, 2003.
Kohan, W., Infancia. Entre educación y filosofía, Barcelona, Laertes, 2004.
8. Rancière, J., op. cit., pág. 137. Una posición que no descarta las repercusiones de este principio de igualdad
en el orden social la encontramos en el libro de Walter Kohan, Infancia. Entre educación y filosofía, Barcelona,
Laertes, 2004, en el capítulo dedicado a Rancière, págs. 203-229.