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¿Podrá cambiar la Justicia en la Argentina?

(2002) Felice Fucito.

PRÓLOGO
Este trabajo está destinado a reflexionar sobre una pregunta que se formula diariamente,
para intentar una respuesta un tanto distinta de la usual. Para sugerir cursos de acción, haremos un
largo rodeo. En la primera parte nos preguntaremos por la actual sociedad, en los aspectos
vinculados con el derecho, y luego por lo que se entiende por éste, según la concepción vernácula;
seguiremos por los alumnos de derecho (que son los futuros operadores del sistema) y sus
profesores; pasaremos a considerar a los jueces, luego a los abogados y, finalmente, a la
administración judicial misma. Con todo ello trataremos en el último capítulo de fijar un
diagnóstico que nos guíe hacia algunas propuestas sobre estos temas.
La tesis de este trabajo es que el cambio de un conjunto más o menos extenso de
legislación, de códigos específicos o, incluso, de la Constitución puede modificar muy poco si las
personas no están dispuestas a comprometerse con "eso que llaman derecho". Si se parte de una
concepción sociológica, como lo hace este trabajo, se debe necesariamente comenzar por la
sociedad y por la cultura de los conjuntos que la componen, y no por sus epifenómenos 1. El derecho
(suponiendo que haya uno solo, el "oficial", lo que también podrá discutirse) es un instrumento que
se puede utilizar para ciertos fines, no un elemento autónomo que se autorregula, y por ello es
necesario tomarlo como una variable dependiente de otros factores.

I. LA SOCIEDAD Y EL DERECHO
Para comprender lo que ocurre con el derecho hoy, en la Argentina, deberíamos
remontarnos a nuestros orígenes coloniales, al modo como se entendió y se aplicó el derecho
español y como se simuló su aplicación cuando no convenía a los intereses que ejercían el poder.
Aunque no lo hagamos, tengamos presente que no ha faltado oportunidad para imputar la falta de
respeto por la ley que hoy suele observarse a una característica vernácula2: la vocación por la
minuciosa ley escrita, con mengua de la práctica social, y el lejano origen aventurero de la
convivencia social que dio origen a esta sociedad.

1
EPIFENÓMENO: Etimológicamente, fenómeno que se da "por encima" o "después" (epi) de otro al que consideramos
principal, y al que se asocia sin que pueda afirmarse que forme parte esencial de él o que tenga influencia sobre él. En este
sentido, se puede considerar que el epifenómeno, o bien simplemente "acompaña" al fenómeno principal, o bien "emerge"
de alguna manera de él.
2
VERNÁCULA/O: [lengua, costumbre] Que es propio del país o la región de la persona de quien se trata.

1
Las características de la "cultura nacional" fueron exploradas por muchos autores, desde
variadas ópticas, y en diversos tiempos; Sarmiento, José M. Ramos Mejía, Alberto Gerchunoff,
Eduardo Mallea, Carlos O. Bunge, Arturo Jauretche y Juan José Sebreli, entre muchos otros,
intentaron con diversos recursos teóricos, y con variada fortuna, explorar las características
particulares del modo de ser de esta parte del continente. Aunque el derecho no fue para ellos un
punto central, cuando es mencionado, resulta claro que en la Argentina nunca fue un modelo a
seguir escrupulosamente, y esto no sólo es producto de la vida moderna o de las ambiciones
desmedidas. La sociedad que se organizó a partir de 1853, tributaria de la anterior, no pudo someter
los intereses prevalecientes a la fuerza de la ley, ni lograr que ésta fuera un marco al cual se
ajustaran todos por igual. El largo período que no logró consolidar una unidad nacional, y en el cual
los caudillos locales eran la fuerza, el derecho y la ley, generó un modo de pensar el derecho que no
se fundaba, precisamente, en el cumplimiento estricto de mandatos legítimos, sino en poder
imponer la voluntad por sobre la de otros, se tuviera o no razón. "Civilizados" o "bárbaros", según
la caracterización de Sarmiento, no se diferenciaron por el mayor respeto del adversario, ni de sus
posiciones, intereses o problemas. Fuimos parte de una sociedad violenta y sometedora, y si bien
muchos países pasaron por situaciones similares, una parte fundamental de su evolución hacia la
modernidad consistió en darse reglas y ajustarse a ellas, controlando las desviaciones. Pero también
la cuestión general pasa por generar condiciones de equidad para la mayor parte de los habitantes,
ya que sin ella no hay derecho que pueda ser considerado aceptable. Podríamos pensar que esta
doble evolución se encuentra pendiente entre nosotros, a pesar de las apariencias legales y de las
tendencias fuertemente legislativas que el país alimentó y que ayudaron, paradójicamente, a que en
la abundancia de leyes se perdiera la "ley fundamental", si por ésta se entiende una constitución
formal que se cumpla en sus pautas básicas, esto es, cuyos derechos reconocidos sean reales, y no
meras declamaciones. Una visión cruda de la realidad nacional de los siglos XIX y XX mostraría
que el sometimiento al derecho no fue más que un discurso para ciertas ocasiones, pero en el cual
no hemos creído, como integrantes de una sociedad. Parecería que aún hoy se “confía en la
Justicia", como suelen sostener todos los funcionarios que son denunciados públicamente ante ella,
sólo si se espera un resultado favorable. Si no se lo obtiene, sólo puede ser una Justicia comprada,
vil, ignorante del derecho o comprometida con intereses corruptos.
El desprecio por la ley, considerada un objeto puramente decorativo de la armazón social,
fue denunciado hace un siglo por el profesor de derecho y juez Juan Agustín García (autor de la
muy conocida obra La ciudad indiana, de 1900, pero también de un texto introductorio para el
estudio del derecho, con base historicista y anti dogmática, la Introducción al estudio de las
ciencias sociales argentinas, de 1899) como una de las características del ser nacional. Agregaba el

2
pundonor 3criollo, el culto nacional al coraje, el desprecio teatral y heroico por la vida, el optimismo
por el futuro del país y la preocupación exclusiva por la fortuna. De todos ellos, sólo el primero y el
último parecen haber quedado, un siglo después, como parámetros válidos.
Notaba García que en tiempos coloniales los contrabandistas no perdían reputación social
por su delito, sino que la adquirían y la consolidaban. Faltaba (¿falta?) la elevada moral que hace de
la evasión fiscal una infracción social, y constituye la base de su sanción efectiva como delito. La
admiración hacia quien adquiere bienes ilícitamente parece haber sido superior al desprecio por el
modo de adquirirlo, y esa complicidad envidiosa, notoria en aquellos tiempos, no se ve distinta en la
actualidad. Apunta García, criticando la presunta calidad legislativa artificialmente lograda en los
textos:
“Más de una vez, tras el nombre exótico y científico de una institución, encontraríamos la
vieja institución o costumbre criolla disfrazada, con su divisa técnica que sólo engaña al que
estudia el derecho como un conjunto de razonamientos teóricos lógicamente enlazados”
[Introducción..., edición de 1938: 58).

¿Será ése el futuro, por ejemplo, de nuestros nuevos consejos de la Magistratura?


De allí su crítica a Vélez Sársfield, nuestro codificador civil admirado por generaciones de
juristas hasta la actualidad, al que atribuye una concepción jacobina del derecho, tomada de la
Revolución Francesa, que excluye del derecho todo lo que no tenga origen en el Estado, según lo
que disponen los artículos 17 y 22 del Código Civil. Considerar que el derecho debe crecer al
amparo de la ley, dice García, es uno de los absurdos revolucionarios de más siniestras
consecuencias. Critica también la minuciosidad desesperante de la reglamentación de los derechos,
admirable para crear conflictos y dificultades.
No se equivoca García en esta materia, que nos persigue hasta hoy. En todos los ámbitos,
sea en derecho fiscal o en derecho de familia, en penal como en comercial, admiramos la letra de la
ley, pero no nos preguntamos por qué la realidad no se ajusta a ella. La cándida creencia según la
cual el derecho escrito modela fácilmente la realidad no ha sido superada, y se ha preferido seguir a
los que sustentaban una idea iluminista y racionalista del derecho. Sin embargo, es una creencia
falsa.
Por los orígenes, por las gruesas desigualdades sociales que justifican todo tipo de
situaciones, hasta las inadmisibles, por la hipocresía incorporada a la cultura desde tiempos
pretéritos, o por la causa que fuere, no parece existir entre nosotros una fuerza especial que nos

3
PUNDONOR: Sentimiento de dignidad personal que exige a uno mismo atención y dedicación continúa en una labor o
profesión.

3
obligue a respetar los mandatos jurídicos por el simple hecho de que existen, y porque han sido
sancionados.
En términos de Max Weber, no se ha acreditado una "legitimidad legal", una creencia en la
validez de los mandatos legales por el solo hecho de existir. Influyen excesivamente las "otras
legitimidades": la carismática, que reconoce cualidades extraordinarias en ciertas personas, y por
ello las deja hacer (Rosas, Roca, Yrigoyen, Perón), o la tradicional, que permite aceptar lo
inaceptable, sólo porque se venía haciendo. Parecería que en la Argentina el derecho oficial se
cumple si conviene o si no existe más remedio, pero no porque tenga valores extrínsecos derivados
de su legitimación parlamentaria, o intrínsecos que se desprendan de la sabiduría de las
prescripciones.
En primer lugar, por insistir en la ley y no en las costumbres, una y otra vez notamos con
desesperanza que las leyes se sancionan para no ser cumplidas. Pero también, como refuerzo del
incumplimiento, se ha usado el derecho en repetidas oportunidades para fines deshonestos, espurios
o de mera exacción, generando en la población cierta sospecha sobre los intereses que mueven a su
sanción, y sobre los fines que abrigan aquellos que pretenden aplicarlo. Cuando tal idea se
consolida, cuesta determinar en el "imaginario jurídico popular" cuándo la ley es injusta y cuándo
no lo es. Al final, todo resulta un pretexto para negar el cumplimiento de cualquier mandato. Cierta
visión conspirativa, según la cual nada de lo que dice coincide con los reales motivos de los que
ejercen el poder, cuyas acciones siempre encubren intereses inconfesados, es parte de este proceso
de desconfianza perpetua sobre el derecho, que, una vez generada, resulta muy difícil de extirpar.
Una de las formas del prejuicio consiste en generalizar hechos que corresponden a
situaciones particulares, a universos generales. La información sobre situaciones ciertas, debidas a
las no escasas oportunidades en que personajes inescrupulosos o nefastos ocuparon o usurparon el
gobierno, ha podido generar semejante escepticismo social sobre el derecho y la ley. Los estados
nacional, provincial y municipal han usado en numerosas oportunidades la ley para defraudar
derechos, desde lo grande hasta lo pequeño. Pueden mencionarse las insuperables dificultades de
los particulares (e incluso de los abogados no especializados) para recurrir las resoluciones
administrativas adversas ante la Justicia; las tribulaciones del "agotamiento de la vía
administrativa", inútil en la mayor parte de los casos, e incluso limitada en la legislación
administrativa actual; los hechos menores en la práctica, pero no en la visión de los habitantes, del
particular concepto de derecho que utilizan las empobrecidas municipalidades para recaudar fondos,
sobre algunos de cuyos aspectos volveremos más adelante.

4
La escasa deliberación, el limitado equilibrio y las necesidades coyunturales que se
observan con frecuencia en la sanción legislativa, que obedecen a componendas 4de bloques y
sectores, nunca a estudios sistemáticos sobre el impacto que tendrán en la población, hacen de las
leyes intentos teóricos, muchas veces fallidos, otras inaplicables, que carecen de legitimidad social
y que, si ponen límites, generan en muchos la argucia 5para soslayarlas. A veces parece existir una
guerra implícita en la cual el derecho se usa como arma en contra de otro grupo (dando razón a los
supuestos de la teoría del conflicto en la evaluación del derecho), no como un árbitro de intereses
existentes. Los que han legislado no parecen haber tenido, en muchas oportunidades, conciencia de
su misión. En otros casos, mucho más graves, el derecho ha encubierto el delito, oficial. No es
necesario recordar aquí que el primer golpe de Estado del período institucional, en 1930, fue
avalado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación de su tiempo, que las sucesivas
"revoluciones" fueron festejadas por amplios sectores de la población (los que veían potenciales
beneficios en tales cambios), y que ello ocurrió hasta 1976. En varias oportunidades la Constitución
Nacional fue subordinada a oscuras "actas" o estatutos revolucionarios, por los que juraron
funcionarios y jueces; reformas constitucionales fueron sancionadas en violación de la constitución
vigente (como la de 1949) y derogadas por decreto (como ocurrió con ésta en 1955). Aunque no
guste a quienes lo han convertido en un mito, debe recordarse que Perón, presidente constitucional
prácticamente plebiscitado, sostuvo frente a sus gigantescas concentraciones populares que lo
admiraban, y como conducta frente al adversario político, que "al enemigo, ni justicia", e instó a sus
partidarios a ejercer la justicia por mano propia. Se necesitó del sobrepaso de todos los límites
jurídicos y éticos entre 1976 y 1980, de la liquidación de toda forma de debido proceso y de la
regresión a épocas aparentemente superadas (la mazorca y el degüello, actualizados sólo en
tecnología pero con similar criterio y conciencia de impunidad frente al enemigo circunstancial, real
o supuesto), para que parte de la sociedad tomara conciencia de la necesidad de hacer prevalecer
derechos fundamentales por sobre todo otro valor.
Sin embargo, la historia nacional no nos permite pensar linealmente en un cambio de
cultura a partir de ciertos hechos, aunque sean traumáticos. ¿Se habrá consolidado definitivamente
en el país una conciencia a favor de ciertos derechos fundamentales, que deben prevalecer en todas
las circunstancias, más allá de las disputas o de las diferencias, en la guerra o en la paz? Sólo el
futuro podrá develarlo.
Sin embargo, los indicios no son alentadores. Desde la década de 1990 el Poder Ejecutivo
Nacional abusa de los llamados "decretos de necesidad y urgencia", como modo de legislación que

4
COMPONENDA: Solución o arreglo incompleto o provisional de un asunto, especialmente el censurable o de carácter
inmoral acordado entre varias personas.
5
ARGUCIA: Argumento falso, pero expuesto de modo tan hábil que parece verdadero (sinónimo: artimaña)

5
pretende suprimir el debate parlamentario en los casos en que manifiestamente no procede, pues no
hay necesidad ni urgencia. Bajo la desesperación por equilibrar el presupuesto, se dictó el decreto
896/2001, llamado de "déficit cero", que modificó el artículo 34 de la ley 24.156 a la par que trata
de liquidar la idea de "derecho adquirido", que tiene jerarquía constitucional tanto como el acceso a
la justicia, vedando a los jueces dictar medidas cautelares que "afecte(n), obstaculice(n),
comprometa(n), distraiga(n) de su destino o de cualquier forma perturbe(n) los recursos propios del
Estado, ni imponer a los funcionarios cargas personales pecuniarias 6". Más allá de su manifiesta y
grosera inconstitucionalidad, una norma de este tipo es grave, desde el punto de vista de un sistema
democrático, porque subordina todos los poderes al Ejecutivo, otorgándole una verdadera "suma del
poder público", vedada expresamente por la Constitución de 1853, que tuvo presentes las facultades
dictatoriales de Rosas.
La observación de esta ley indica que las tendencias nacionales, que desprecian el derecho
cuando hay un objetivo prioritario, no han variado. Sea la "revolución social" (liberación de
militantes por el presidente Cámpora en 1973), la "lucha contra la subversión" (desaparición
forzada de personas, torturas y fusilamientos por el gobierno de Videla en 1976), la confiscación de
certificados de plazo fijo durante el Plan Bónex, las privatizaciones a toda costa, durante los diez
años de Menem, o el "equilibrio fiscal" (liquidación de derechos adquiridos, rebaja de sueldos a
empleados públicos sin límites concretos, intentos de impedir el reclamo ante la Justicia por De la
Rúa en 2001). Véase que, en esta línea, no hay diferencia, en cuanto al desprecio por la
Constitución, entre dictaduras y gobiernos constitucionales, más allá de que se dirá que en un caso
está en juego también la vida y no sólo el patrimonio nacional o individual. La Argentina pierde el
rumbo jurídico cuando un problema acuciante la aqueja, sea la subversión, la seguridad, el delito, la
inflación o el déficit presupuestario. Y termina usando a la ley como burla a los ciudadanos: una ley
del año 2001 declara "intangibles" los depósitos bancarios. Dos meses después, un decreto de
"necesidad y urgencia" impide retirar los fondos a los ahorristas y asalariados, de modo que la
intangibilidad resulta en contra de los propietarios, no a su favor. Pero esto no debe ser así. Los
derechos básicos de las personas deben ser respetados en su totalidad, y su cumplimiento
escrupuloso debe ser una valla para cualquier legislador en un país desarrollado culturalmente, para
cualquier circunstancia. Ésta es, por lo menos, una garantía moderna de la convivencia social.
Se ha dicho que el precio termina pagándose. En las elecciones legislativas de 2001 el voto
en blanco y el anulado fueron vencedores. Esto pudo significar un llamado de atención a los
políticos, pero también una vocación antidemocrática renacida. Si la democracia no trae ventajas,
¿se rechazará infinitamente la dictadura? Sólo hablar de este tema genera molestias. Éste es otro de

6
PECUNIARIAS: Concerniente al dinero.

6
los problemas de nuestra cultura: se prefiere no hablar claramente, haciendo de la hipocresía una
moneda corriente. Si no mentamos al diablo, el diablo no existe.
Otros hechos muestran que el respeto por la ley es mera cuestión de oportunidad. La
Municipalidad de Buenos Aires impuso a los contribuyentes, durante varios años, cobros
retroactivos de los impuestos territoriales, retrayendo" el avalúo "hacia atrás" cinco años, alegando
"errores" por los que 'Supuestamente no conocía las condiciones reales de los inmuebles y de los
servicios que poseían. Esas argumentaciones pueriles (todos los planos de obra se registran, y debe
probarse que han habido modificaciones no denunciadas, únicas que harían procedente el reclamo
municipal) motivaron demandas ante la Justicia, que fueron unánimemente acogidos, incluso con
duros términos, en las sentencias. Sin embargo, se continuó con el "negocio" por simples razones:
aun sabiendo que la aplicación de impuestos retroactivos es inconstitucional, resultaba manifiesto
que la mayor parte de los intimados prefería pagar la suma arbitrariamente fijada, en "cómodas
cuotas", y no acudir al tribunal, ya que el pago al abogado por su trabajo implicaba una derogación
mayor que las cuotas reclamadas. Por otra parte, si en el ínterin deseaba vender el inmueble, se le
dificultaba la relación con el comprador, trabada por un juicio respecto de los impuestos por los que
debe responder el vendedor. Se cuenta con la débil voluntad de defensa y de conciencia del derecho
en la población. Esta situación, manifiestamente injusta, allegó fondos sin causa al municipio, y
luego al Gobierno de la Ciudad Autónoma, hasta que la ordenanza tarifaria de 2000 lo vedó, frente a
la creciente cantidad de juicios que por tal causa debían ser atendidos, incluso con duros términos,
en las sentencias. Sin embargo, los perjudicados fueron muchos más que los que reclamaron.
El derecho de huelga se ha entendido, en los sindicatos, como la obstaculización de los
derechos de los restantes ciudadanos. Por ejemplo, la extendida costumbre, desde el gobierno de
Menem, de impedir el tránsito como modo de protesta, sea de productores agropecuarios, o de
grupos contra el peaje, empleados públicos, transportistas, docentes, taxistas, alumnos o
propietarios de remises. Ni la huelga ni el reclamo se dirigen concretamente contra el Estado,
presunto causante de los hechos, sino contra otros particulares, que no tienen defensa alguna, y a los
que se les impide el derecho de tránsito como modo de "llamar la atención". Finalmente se pasa de
la tolerancia a la legitimación, y todo consiste en encontrar el "camino alternativo" (literalmente).
Dejamos de lado en la evaluación anterior la aparición desde 2000, con los mismos
métodos, de los llamados "piqueteros" en busca de fuentes de trabajo o planes de subsidio a la
desocupación, ya que, aunque incurren en los mismos hechos, obedecen a estructuras organizadas y
se nutren de sectores marginales a los cuales la sociedad, que nada les da, poco les pide.
La prepotencia, en general, sigue siendo un modo válido de eludir la ley. Con motivo del
improvisado impuesto nacional a los automotores inventado en 1999 para conseguir algunos fondos

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que aportaran a los menesterosos salarios docentes, los camioneros realizaron un paro, en el cual la
fuerza de desabastecer las ciudades pudo más que cualquier derecho. Así es que el tal impuesto fue
pagado por los pequeños y medianos propietarios de automóviles, que carecían de posibilidades de
resistencia, pero no por los mayores contribuyentes, ni, por supuesto, por las aeronaves o
embarcaciones deportivas. Todo ello no impidió que dos años después, durante el gobierno de De la
Rúa, bajo el eslogan "déficit cero" se sancionara una ley que disminuyó los salarios docentes, junto
con los de todos los empleados públicos que superaran los quinientos pesos mensuales de sueldo.
Cuando los mismos camioneros, en 2001, reaccionaron del modo acostumbrado contra las
restricciones de retiro de efectivo de los bancos, que afectaba a toda la población, fueron
autorizados a superar el límite (diciembre de 2001).
Esta historia compleja, en la cual el respeto a los valores de la convivencia y el
reconocimiento de los derechos fundamentales de los otros por encima de cualquier discrepancia,
diferencia o ataque que pueda producir a la sociedad o a ciertos intereses han constituido una
presencia residual, se refleja en actos institucionales y en el actuar político, pero también ocurre en
la vida cotidiana.

La pobreza y los derechos.


Cuando tratamos de derechos en la Argentina, debemos distinguir entre dos grandes grupos
humanos: los que tienen "titularidades", esto es, los que tienen derechos básicos reconocidos (vida,
salud, seguridad, educación, propiedad, trabajo, vivienda, ahorro, bienes de consumo) y los que
carecen de la mayor parte de los insumos básicos, que configuran los grupos llamados de
"necesidades básicas insatisfechas".
Aunque varía de acuerdo con la metodología empleada, la marginalidad (que Imaz -1974-
colocaba hacia 1960 en un 10% de la población y que hacia 2001 es de un 20% del total) queda
excluida de cualquier derecho básico, y de cualquier dignidad humana. Se trata de unos siete
millones de personas. El 20% que sigue, aunque integrado, tampoco tiene acceso pleno a la justicia.
En rigor, este acceso queda limitado para la mayor parte de los ciudadanos, pero esa dificultad es
superlativamente mayor cuando por defecto educativo no se conoce siquiera qué derechos se tienen,
o cuándo debe acudirse a un sobrecargado, aunque voluntarioso, defensor de pobres y ausentes para
presentar causas desesperadas ante los tribunales, o defenderse de la acción estatal en materia
criminal. Volveremos sobre este tema al tratar del acceso a la justicia.
Convengamos, entonces, que la carencia básica nacional es que todos los derechos, en el
país, carecen groseramente de una distribución equitativa. El que se encuentra en la base de la
pirámide no tiene lugar, ni cuenta. Por lo tanto, cuando se trata del cumplimiento de la ley, se debe

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especificar claramente a quién nos estamos refiriendo. Hay quienes deberían cumplir la ley, porque
la sociedad los integra y beneficia; no lo hacen, y esto aumenta su beneficio. Para otros la ley es
sólo un conjunto de obligaciones y ningún derecho. No importa que exigirlo sea inequitativo. Lo
importante es que, de hecho, también resulta imposible.

El verdadero sistema del control social.


Hoy, el concepto de "control social" tiene mala prensa. La sociología "progresista'' lo ha
identificado con la expansión de la sociedad norteamericana donde se gestó con el control policial
sobre las minorías (étnicas, religiosas o ideológicas) revolucionarias, y con la represión
indiscriminada a la marginalidad, que no tiene acceso a ninguna vía lícita para obtener los recursos
sociales. Se ha llegado a identificar Estado de derecho con Estado policial, introduciendo una
lamentable -e interesada- confusión.
Se trata de un criterio parcial: sociológicamente, un sistema de control social es lo opuesto a
la anarquía, y por ello es un requisito de la existencia de cualquier sociedad, desde la más autoritaria
hasta la más democrática. Un sistema de control social no es más que un conjunto de normas de
todo tipo (éticas, morales, religiosas, mágicas, de costumbres, de usos, jurídicas) que, como tal,
presenta modelos de conducta con sanciones de algún tipo, en caso de incumplimiento de sus
prescripciones. Es decir que el pueblo más simple en su modo de vida (no "primitivo", término que
ha sido peyorativamente utilizado desde los países centrales, hace décadas, para confrontar prácticas
ajenas con la propia cultura dominante) tiene control social, ya que sin él no se puede vivir.
Una sociedad sin control social, y que a causa de ello no tuviera normas, equivaldría a un
grupo humano sin pautas regulativas de ningún tipo, donde nadie supiera qué es lo que está bien o
mal, qué es lo debido o lo indebido; es una sociedad imposible, ya que las reglas de convivencia nos
exceden como especie: tanto los insectos, a partir de sus códigos genéticos, como los mamíferos
superiores, pasando por toda la escala zoológica, presentan patrones de comportamiento, y la
presencia de "sanciones" puede verse en todos los animales sociales. Tema distinto de éste es si un
sistema de control se basa en la más dura represión o en la resocialización de los desviados, pero de
lo que no hay duda es de que todas las sociedades han fijado pautas de conducta y las han
sancionado, de modo que fuera necesario ajustarse a ellas o atenerse a las consecuencias. Por lo
tanto, sostener, sin límites, que toda desviación debe ser tolerada puede ser una propuesta religiosa
o filosófica, pero constituye una inconsistencia sociológica. Y esto es porque una sociedad en estado
total de anomia, es decir, sin normas de ningún tipo, es inviable.
Puede haber sociedades sin derecho o sociedades sin religión, pero porque otras normas
ocupan su lugar. Sociedades anormativas no se pueden concebir, y por ello, en nuestro concepto,

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tampoco sociedades sin control social alguno. La Argentina bordea una situación de anomia, pero
no porque falten normas, sino porque se presentan modelos contradictorios de control social. Esto
quiere decir que mientras unas normas prescriben ciertas conductas, otras prescriben lo contrario: lo
que unas castigan las otras premian, y viceversa.
El ejemplo de Juan Agustín García respecto del contrabando colonial es adecuado: como
actividad ilícita estaba penado, pero como actividad prestigiosa para hacer dinero estaba permitido,
y no sólo eso, también estaba premiado por el crédito de los que lo llevaban a cabo. En un sistema
de control (penal oficial) es un delito. En el otro (costumbres de los evasores y de los que observan
los hechos) es algo aceptable, que se valida. En un caso, la norma trata de defender al Estado en la
integridad de su patrimonio; en el otro, la norma trata de defender a los particulares en su "derecho"
de hacer rápida fortuna por cualquier medio, sea lícito o no. La presión hacia el éxito, que un
sociólogo norteamericano muy lejano de las posiciones críticas, Robert K. Merton (1992), denuncia
en su sociedad en las décadas de 1940 y siguientes, no nos resulta ajena para la explicación de
ciertos delitos: se cometen porque permiten el rápido ascenso, no se castigan porque no hay
conciencia social del daño que producen, y si alguno lo pretendiera, chocaría con los intereses
contrarios, fuertes, también, para evitarlo. Pero también, en un sistema hipócrita, si se castiga,
puede ser porque genere envidia, no porque mueva reacciones éticas. Estos hechos nos muestran
una internalización débil del control social, que no se ha modificado. El derecho se deja en manos
de una incierta "Justicia" que "deberá intervenir" y que, al parecer, a pocos interesa que intervenga.
Si este diagnóstico es cierto, y si el derecho es un instrumento técnico de control social en
manos de personas, las consecuencias son graves; si no existe interés en su custodia, no puede
pedirse a otros que atiendan un cometido que los interesados no pretenden custodiar. Para la cultura
media argentina, la sanción deberá "caer con toda la fuerza de la ley" si el damnificado es el que
habla. Si es el autor del hecho dañoso, o si fue cometido por sus amigos o intereses asociados, la
Justicia no debe tener ninguna función, a riesgo de ser calificada de parcial y corrupta. Falta una
conciencia de la justicia que tenga caracteres fuertes de imparcialidad, que se entienda como
aplicable a todos, custodiada por todos, exigida por todos. Este es un requisito básico para que un
sistema de control social funcione. Pero debemos advertir que una importante parte de la población
no tiene interés alguno en su vigencia, porque los perjudica, aunque sea por beneficiarse con las
migajas del ilícito (gran parte de la marginalidad), y otros, que deberían defender el sistema porque
los ampara, tampoco lo hacen, porque obtener réditos ocasionales con la actividad ilícita, y aquí,
lamentablemente, debería incluirse parte de la actividad política, empresarial y financiera.
De tal modo, los que honestamente creen que el sistema de control social debe funcionar a
partir de un derecho efectivo, pueden quedar aislados o, peor aún, amenazados si pretenden llevar a

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fondo sus investigaciones, teniendo poder formal para ello. No ha sido excepcional el caso de
fiscales, jueces o funcionarios amenazados por investigar ilícitos de peso, mafias nacionales o con
ramificaciones en el país, o delitos organizacionales. Tampoco es extraño a este fenómeno el hecho
de que la Argentina, en este campo, sea un país del "primer acto": la denuncia en cuerpo catástrofe
en los diarios, que luego se diluye más y más hasta quedar en la nada meses o años después. El
final: un sobreseimiento, una pena puramente simbólica, o nada
En realidad, el descrédito sobre la administración judicial es parte de este proceso, pero no
puede achacársele a ese sistema toda la culpa. En una buena medida, el derecho es lo que la
sociedad quiere que sea, y el país tiene, aunque no lo acepte, la justicia que en el estado actual de su
evolución se merece.
Esto nos llevará a sostener que para que cambie la justicia en el país, deberá cambiar la
conciencia social sobre el derecho. Éste no es propiedad "de los jueces" o de los otros, es de todos.
Por lo tanto, sin un compromiso firme sobre ciertos valores, sin que se acabe el doble discurso de
pedir justicia y tratar de impedir que se lleve a cabo, no se podrá generar ningún cambio en los otros
sistemas involucrados. Ni mejores leyes, ni mejores jueces, ni una administración tecnificada de
justicia podrán alterar un sistema cultural en el cual la impunidad y el derecho se confunden
peligrosamente, y en el cual, por comodidad, se imputan sólo a los sectores dirigentes con
tendencias corruptas o evasoras de la ley. Estas tendencias están en toda la sociedad, por lo que cabe
preguntarse válidamente si el interrogante: "¿Quiere el país una administración de justicia
eficiente?" tiene una respuesta única. En realidad, debería contestarse que algunos lo quieren: son
los que se beneficiarían con tal justicia (acreedores, víctimas de delitos, sus parientes, los abogados
de estos grupos); otros apostarían fuerte a la ineficiencia mantenida: deudores, fallidos, procesados,
sus familiares y amigos; también, algunos abogados poco éticos, a los que no les basta obtener la
menor indemnización o sanción que pueda corresponderles a sus clientes, sino que los beneficia
más que el sistema no funcione, con lo que garantizan la impunidad. Pero, y aquí el grave problema,
todo esto tiene cierto aval de parte de la población orientada a apañar al desviado, al deudor o al
criminal. Parecería que algunos infractores a la ley resultan más simpáticos que otros, y, cuentan
con un discurso neutralizador o favorable de los medios: depende de los intereses que estos medios
representen, así el delito merecerá condena anticipada, será explicado o justificado. También existe
en el medio político una concepción de los "derechos humanos" peligrosamente cercana a ésta: son
exigibles los derechos humanos de mi grupo; si se violan los del enemigo, ni es necesario hablar;
hasta se lo puede justificar. Con este criterio, un concepto fundamental de garantía universal queda
desvirtuado y se convierte en un arma política.

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El oportunismo social no es buen referente para un derecho que, por ser tal, no resulta
"amigo" ni "simpático", ya que fija reglas que deben ser cumplidas, hasta que sean cambiadas
legítimamente por otras. Esto, sólo si se acepta la legitimidad legal, como hemos visto, y es
precisamente lo que no parece validado como hecho verificable.
En este marco, se diría que han llegado como anillo al dedo los casos de corrupción judicial
denunciados ampliamente por los medios de comunicación. Sobre unos 850 jueces nacionales,
abarcaron, en diez años, a unos quince. Pero ha sido suficiente para que la imagen de la Justicia, que
alcanzaba según la encuesta nacional Gallup el 59% de confiabilidad en 1984, bajara al 12% en
2001. Curioso es señalar que en el mismo lapso, la policía bajó del 25 al 17%, con lo que está cinco
puntos por encima de la Justicia en confiabilidad, y las fuerzas armadas subieron del 19 al 28%, de
lo que resulta que los militares más que duplican la confiabilidad de la Justicia (La Nación,
19/8/2001) y nos genera la preocupación sobre la democracia que antes manifestábamos. Esta
evaluación se le debe a los medios de comunicación, pero ayuda a la tendencia cultural nacional.
Ahora no se cree casi en nada ni en nadie. La idea de que "todos son corruptos" alcanza y sobra para
que cada uno haga lo que desee. Total, nadie podrá acusarlo, siendo el acusador mismo un corrupto
real o presunto (lo que resulta equivalente para el grueso de la opinión).
El ataque social a la Justicia también ha tenido como marco el sueldo de los jueces. Con
olvido de la independencia que se les pide, y la necesidad de que no hagan negocios de ningún tipo,
el ajuste llama una y otra vez a la reducción de sueldos, con motivaciones que no tienen mucho de
democráticas, aunque así se pinten. Trataremos esta situación en otra parte. Pero señalemos desde
ahora que la presencia de jueces rectos implica la garantía de todo el sistema. Claro que esto no lo
piensan ni los economistas que siguen las recetas del economicismo desnudo, que se agota en temas
de caja, y jamás incursionan en la sociología política, jurídica o económica; ni los medios de
comunicación, que hacen coro; ni el común de la gente. En realidad, no sería una conclusión
aventurada decir que en la Argentina la presencia de una Justicia efectiva, proba, recta y que
alcanzara a todos los que tiene que alcanzar, no es bien vista. Cuando se lo pide públicamente, es
para retacearle todos los recursos que le permitirían serlo. Luego, se dirá que la Justicia no
funciona, se hablará de la dilación de los pleitos, de los procesados sin sentencia, y de que hay una
virtual "denegación de justicia".

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VI. SOBRE LA REFORMA DEL DERECHO Y SUS OPERADORES

La sociedad y el Derecho.
Si el derecho legislado puede tener contenidos ajenos a la realidad social, el derecho
efectivamente practicado no puede exceder mucho los valores de la sociedad en la que existe. De
modo tal que, cualquiera sea la legislación, es una regla sociológica que tales normas se aplicarán
sólo en la medida en que se ajusten al pensar y al sentir de sus ejecutores No existe un derecho que
se pueda aplicar autónomamente.
Se podría sostener que, en un país autoritario, cualquier derecho puede aplicarse con tal que
haya fuerza suficiente para sustentarlo. Esta idea no se encuentra confirmada históricamente, en
cuanto todo derecho requiere una base de legitimación, así sea el derecho de los poderosos de
sojuzgar a los que menos tienen (se puede pensar en el derecho feudal); pero seguramente es menos
cierta en momentos democráticos, en los cuales si el derecho formal no se ajusta al sentir social, el
practicado lo está, aunque no coincida con aquél.
Hemos dicho que, en la Argentina, pocos parecen creer en el poder regulador y corrector del
derecho, y esta observación involucra a una cantidad de jueces competentes en materia penal (según
surge de la investigación 2000c), pero que existe en todos los contextos.
La complejidad y la vastedad del derecho quitan practicidad a la pregunta "qué derecho
quiere la sociedad". Sólo se podría determinar a grandes trazos, no en las minucias que constituyen
el mayor cuerpo del orden jurídico positivo. Esto no se ha estudiado específicamente, pues hace a lo
que se llama el "imaginario jurídico": la sensación de justicia que cada sector tiene respecto de sus
necesidades y de los derechos de los otros sectores, y el modo como la cumple el derecho legislado.
Si el derecho refleja siempre una estructura de poder, no cabe pensar en consenso alguno que
indique unanimidad, salvo que exista un improbable acuerdo básico sobre los principios y valores
que deben defenderse y las desviaciones que deben sancionarse ("contrato social", postulado y
jamás probado).
Pero si la sociedad es inequitativa, el consenso parece lejos de lograrse. Otra cosa es la
unanimidad, que sería improbable incluso en las "sociedades justas", cualquier cosa que éstas
signifiquen. Parece razonable pensar que el derecho de propiedad será mayoritariamente defendido
por los propietarios o los candidatos a serlo (aun esto no es seguro), pero no habrá propensión a
respetarlo por los que nada tienen, y saben que nunca tendrán, ya que al aceptarlo defenderían
intereses ajenos, nunca propios. ¿Qué interés puede tener quien vive del delito contra la propiedad
en sostener las penas de prisión para gente en su misma situación? Es pueril pensar que un
narcotraficante avalará normas que limiten su negocio.

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La conclusión obvia es que un derecho se reputa 7justo y se cumple, de acuerdo con el
mayor consenso que sus normas tengan, y en el caso de las instituciones básicas de la sociedad, en
la medida en que abarquen a la mayoría de la población, aceptando corno válido que nunca
concitará la aprobación unánime, cualesquiera fueran sus contenidos. Pero en un país como la
Argentina, en el cual las desigualdades son crecientes y las brechas no sólo no se cierran, sino que
se amplían, es difícil entender cómo un derecho puede ser aceptado por el grueso de los implicados.
Cabría pensar, a partir de tales consideraciones, que el derecho opera para los que están
incorporados al sistema, y no toma en consideración a quienes no existen en él o son descalificados
(desocupados crónicos, marginales, delincuentes de sectores bajos, militantes del antisistema,
etcétera). Ocurre en la Argentina con la tolerancia de los crecientes asentamientos ilegales, con las
actividades semimendicantes, los comercios no autorizados en la vía pública, la ebriedad callejera y
otras conductas otrora castigadas, y hoy sin sanción real. El hecho mayor es la indiferencia frente al
delito, ya que el problema de la resistencia policial a tomar denuncias ha derivado en la no
formulación de las que se sabe que no tendrán destino alguno. Las personas medias dejan de creer y
terminan tolerando, como una maldición, su realidad. Si la situación se les torna insoportable, puede
que intenten migrar a otra sociedad donde creen que se les garantizará su seguridad.
La impotencia del sistema oficial para hacer cumplir las normas se extiende. La situación en
la cual la clase media cada vez se empobrece más, y debe hacer malabares para no caer, no hace
propicio el campo para el cumplimiento de normas, aunque no se trate de las penales. Cuando se
trata de subsistir, no hay margen para la buena letra. El pago de impuestos puede ser una obligación
cívica a la que algunos (o muchos) no se ajustan por avidez, irresponsabilidad o indocilidad, pero no
es el caso de impuestos que no se pueden pagar, y que obligan a decidir entre subsistir o abonar.
Frente a ello, no hay realmente opción posible. Del mismo modo, la resistencia al pago de multas,
los incumplimientos en los pagos de servicios, las ejecuciones hipotecarias que siguen a préstamos
garantizados, cuando llegan a cierto nivel, dificultan las acciones individuales. El problema es
social, y el derecho ha perdido su margen de efectividad, que es el cumplimiento voluntario y
posible de las normas por la mayoría.
Esto dificulta cualquier evaluación del derecho como variable de integración en una
sociedad no justa, por lo menos para la comunidad en su conjunto. Sin este requisito, no puede
haber consenso posible que abarque a la mayoría, y no puede ni siquiera decirse que "la minoría se
desvía". No hay tal minoría, sino que la misma sociedad se encuentra dividida en grupos
antagónicos o indiferentes, cada uno de los cuales puede tener una idea muy distinta de lo que es
justo y del derecho que debe aplicarse en cada caso. Pensamos que tales distinciones existen
7
REPUTA: Prestigio es una palabra usada comúnmente para describir la reputación, la fama o los lauros de una persona o
institución, aunque tiene tres significados algo relacionados que, a un cierto grado, puede ser contradictoria.

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también entre abogados y jueces, que son los encargados de aplicar el derecho, según lo ratifica el
amplio abanico de opiniones recogidas en nuestras investigaciones.
Nuestra conclusión, obvia luego de lo dicho, es que un sistema operativo de derecho
requiere un acuerdo básico que sólo se puede tener si no existen contingentes mayoritarios fuera de
la sociedad civil. Un modelo de exclusión no permite la existencia de un derecho integrado; el
orden jurídico se vuelve, en tales casos, la estructura misma del conflicto.
Tampoco creemos que una reforma social pueda partir de un cambio en las normas
jurídicas; éstas cambian cuando se alteran las creencias mayoritarias sobre lo que es justo y lo que
es injusto. La concepción racionalista del derecho no se sustenta: para que el nuevo derecho tenga
su lugar en la práctica efectiva, deben ser compartidos los criterios que avalen su aplicación.
No se ve en la Argentina contemporánea ningún principio de acuerdo sobre los temas
fundamentales de la convivencia social; ni respecto de la economía -tema central desde hace
cincuenta años- ni desde las conductas que deben ser reprimidas y cuál es el tipo de represión que
debe instrumentarse. Falta asimismo liderazgo social, y estos temas no se debaten ampliamente; se
puede decir que falta también interés popular (y nivel educativo) para el planteo de tales cuestiones:
hay, eso sí, superficialidad, prejuicio y numerosos pescadores ideológicos en río revuelto. A falta de
acuerdo, las explicaciones simplistas abundan, los modelos de salvación se suceden, y las personas
comunes, que poco entienden de cada situación, salvo por observar su propia vida en decadencia, se
suman a las propuestas o las discuten sin saber a ciencia cierta qué es lo que votan o rechazan.
En este campo, la reforma social depende de un modelo político que no se encuentra a
principios del siglo XXI. Mientras no exista, es inútil pensar en la instrumentación; primero se
debe decidir qué hacer y luego cómo hacerlo. El derecho pertenece al "cómo", no al "qué". Un error
común es pensar que el derecho soluciona los problemas o que significa soluciones: lo único que
hace es instrumentarlas, bien o mal. Pero, por sí mismo, no representa una solución; si lo que trata
de expresar ha sido mal pensado, representa intereses minoritarios o alimenta ciertos bolsillos a
expensas de otros. No es más que un instrumento, no puede ser más que quien lo ha ideado o lo usa.
Sin embargo, el derecho es una parte importante del ordenamiento social. Mientras la sociedad vaya
a la deriva, el derecho sólo se aplicará erráticamente en la medida en que alguien pueda imponerlo y
otro no logre eludirlo, no cuando inexorablemente corresponda su aplicación.
De modo que deberemos analizar los puntos siguientes sobre una base muy endeble:
suponer que el consenso no existe, y el derecho, en todo caso, es fragmentario y obedece a los
intereses de ciertos grupos. Su aplicación depende de si se está de acuerdo con tales intereses o en
contra de ellos. De modo que pondremos en el futuro incierto una sociedad organizada sobre bases
más firmes y acordadas, en la que se crea en principios básicos y en su instrumentación por el

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derecho. Y sobre esta suposición, admitiendo que se ha pensado bien un diseño social, basado en
acuerdos mayoritarios que no excluyan a demasiadas personas (siempre habrá excluidos, en
cualquier sistema, aunque más no sea por decisión propia, o por no aceptar ningún acuerdo),
entonces sí el derecho puede ser un instrumento adecuado o inadecuado, los jueces pueden ser
buenos o malos, el sistema judicial puede ser eficiente o lamentable.
La falla de este razonamiento, para la actualidad, es manifiesta en cuanto, cualquiera sea el
derecho legislado, los intereses tratarán de forzarlo en pos de sus objetivos. Abogados tratarán de
que la letra de la ley exprese lo que no dice, jueces opinarán de conformidad con ideologías propias
y contrarias a la del legislador, profesores de derecho girarán en un "cielo de los conceptos" con
ajenidad total a la realidad de sus alumnos, cuando sean colegas, y con cierta esquizofrenia respecto
de su propia realidad actual como jueces y abogados. Pero frente a ello, proponemos, por lo menos,
un sinceramiento, que no existe: manifestar que el derecho, lejos de ser un instrumento de
integración, puede serlo de ruptura, y que muchos operadores jurídicos, lejos de hacer lo que
piensan y pensar lo que hacen, tienen un discurso público y otro privado, dicen hacer una cosa y
hacen otra, sostienen un criterio y aplican una solución basada en la ideología contraria.
El primer punto de un cambio sería tener un derecho oficial de mayor coherencia. La
coherencia total no existe, por supuesto, pero en nuestro caso es peor, primero por la profusión de
normas (la "manía legiferante", según la cual, donde hay un problema debe haber una ley, y, si es
posible, dos) y segundo porque el sistema jurídico no se encuentra inspirado en principios y valores
comunes. El sociólogo del derecho francés A. J. Arnaud (1981), al tratar de la razón jurídica,
sostiene que la coherencia amplia de la razón que sustenta un derecho sólo se observa en los
momentos revolucionarios, pero que luego se va atenuando al recoger nuevos principios, no
obstante lo cual puede reconocerse. Tal es el caso de la razón de la Revolución Francesa, que puede
reconocerse en el derecho francés actual, no obstante las modificaciones sufridas. Pero en otros
casos, a una razón jurídica inspiradora de un sistema (por ejemplo, nuestro código civil, de
inspiración liberal individualista), se agregan instituciones inspiradas en otras razones jurídicas (por
ejemplo, las instituciones agregadas por la reforma de 1968, como las teorías de la imprevisión y de
la lesión, con inspiración en un derecho social), que tornan incoherente el conjunto, y que requieren
interpretaciones permanentes sobre la prevalencia de uno u otro criterio, de uno u otro valor, de una
u otra razón.
Un ejemplo de esto ha sido el derecho laboral nacional; su misma existencia proviene de
una razón jurídica ajena al derecho civil tradicional, y así operó por unas décadas. Luego, el retorno
al liberalismo inicial lo violentó hasta que en muchas disposiciones expresa nuevamente la razón

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jurídica original, que no tiene en cuenta la protección del trabajo. De ello no resulta ningún sentido
unitario.
Si bajamos al nivel formal, el proceso, sea civil o penal, no parece representar una
organización de la búsqueda de la verdad, sino un cumplimiento de pasos que representan ficciones
reconocidas. En materia penal, la verdad accesible se veda en virtud de un exceso de principios
"garantistas" cuyo límite tampoco es claro. ¿Qué se busca? ¿Será el castigó de los delincuentes,
luego de investigar su culpabilidad, o su impunidad? ¿Se acepta la responsabilidad individual, o se
postula que la responsabilidad es de la sociedad? En este campo es difícil saber, en la Argentina de
hoy, qué se está defendiendo, y quiénes lo defienden, y la crisis del derecho penal se halla en boca
de los tratadistas, de los profesores y de los jueces.
A partir de un derecho más coherente, se podría lograr una aplicación del mismo tipo. Pero
esta conclusión no es segura. Lo que sí puede serlo es que un derecho inspirado en principios
contradictorios deja un marco amplísimo para divergencias interpretativas ilimitadas, ya que
siempre habrá una norma, mayor o menor, en la que apoyarse para resolver lo que se quiera. Esta
posibilidad siempre existe (no creemos en la formalización del derecho ni en "jueces cibernéticos",
a pesar de todo el esfuerzo que algunos filósofos hacen). Pero una cosa es que no se pueda impedir,
y otra cosa es facilitarlo de tal manera.
Si tuviéramos una sociedad con un acuerdo básico que incluyera a la mayoría, con
divergencias aceptables en cuanto a permitir un sistema de relativa coherencia que abarcara a los
restantes, y, como resultado de ello, la posibilidad de expresarlo en un orden jurídico positivo de
similar organicidad, ¿qué nos faltaría para tener un sistema judicial aceptable?

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