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1 Texto Bíblico
2 Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
2.1 San Basilio Magno
2.1.1 Homilía: Recibamos también nosotros esa inmensa alegría en nuestros
corazones.
2.2 San León Magno, papa
2.2.1 Tratado: Vinieron a conocer la luz verdadera.
2.3 San Francisco de Sales, obispo
2.3.1 Sermón: Regalemos lo más grande al Niño-Dios.
2.4 San Bruno de Segni, obispo
2.4.1 Sermón: Oro, incienso y mirra
2.5 San Odilón de Cluny
2.5.1 Sermón: Cristo se ha manifestado hoy al mundo.
Texto Bíblico
1 Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se
presentaron en Jerusalén 2 preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque
hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». 3 Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y
toda Jerusalén con él; 4 convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó
dónde tenía que nacer el Mesías. 5 Ellos le contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito
el profeta: 6 “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de
Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”». 7 Entonces Herodes llamó en
secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, 8 y los
mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo
encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo». 9 Ellos, después de oír al rey, se pusieron en
camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse
encima de donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. 11 Entraron en
la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus
cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. 12 Y habiendo recibido en sueños un oráculo,
para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino.
La estrella vino a pararse encima de donde estaba el niño. Por lo cual, los magos, al ver la estrella,
se llenaron de inmensa alegría. Recibamos también nosotros esa inmensa alegría en nuestros
corazones. Es la alegría que los ángeles anuncian a los pastores. Adoremos con los Magos, demos
gloria con los pastores, dancemos con los ángeles. Porque hoy ha nacido un Salvador: el Mesías, el
Señor. El Señor es Dios: él nos ilumina, pero no en la condición divina, para atemorizar nuestra
debilidad, sino en la condición de esclavo, para gratificar con la libertad a quienes gemían bajo la
esclavitud. ¿Quién es tan insensible, quién tan ingrato, que no se alegre, que no exulte, que no se
recree con tales noticias? Esta es una fiesta común a toda la creación: se le otorgan al mundo dones
celestiales, el arcángel es enviado a Zacarías y a María, se forma un coro de ángeles, que cantan:
Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.
Las estrellas se descuelgan del cielo, unos Magos abandonan la paganía, la tierra lo recibe en una
gruta. Que todos aporten algo, que ningún hombre se muestre desagradecido. Festejemos la
salvación del mundo, celebremos el día natalicio de la naturaleza humana. Hoy ha quedado
cancelada la deuda de Adán. Ya no se dirá en adelante: Eres polvo y al polvo volverás, sino: «Unido
al que viene del cielo, serás admitido en el cielo». Ya no se dirá más: Parirás hijos con dolor, pues es
dichosa la que dio a luz al Emmanuel y los pechos que le alimentaron. Precisamente por esto un niño
nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado.
Súmate tú también a los que, desde el cielo, recibieron gozosos al Señor. Piensa en los pastores
rezumando sabiduría, en los pontífices adornados con el don de profecía, en las mujeres rebosantes
de gozo: bien cuando María es invitada a alegrarse por Gabriel, bien cuando Isabel siente a Juan
saltar de alegría en su vientre. Ana que hablaba de la buena noticia, Simeón que lo tomaba en sus
brazos, ambos adoraban en el niño al gran Dios y, lejos de despreciar lo que veían, ensalzan la
majestad de su divinidad. Pues la fuerza divina se hacía visible a través del cuerpo humano como la
luz atraviesa el cristal, refulgiendo ante aquellos que tenían purificados los ojos del corazón. Con los
cuales ojalá nos hallemos también nosotros, contemplando a cara descubierta la gloria del Señor
como en un espejo, para que también nosotros nos vayamos transformando en su imagen con
resplandor creciente, por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada la
gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
El día en que Cristo, Salvador del mundo, se manifestó por primera vez a los paganos, hemos de
celebrarlo, amadísimos, con todos los honores y sentir allá en el hondón de nuestro corazón el gozo
que sintieron los tres magos cuando, incitados y guiados por la nueva estrella, pudieron adorar,
contemplándolo con sus propios ojos, al Rey del cielo y tierra, en quien habían previamente creído
en virtud de solas promesas.
Y aunque el relato evangélico se refiera concretamente a los días en que tres hombres —no
Por eso, cuando vemos que hombres infatuados por la sabiduría mundana y alejados de la fe de
Jesucristo son arrancados del abismo de sus errores y conducidos al conocimiento de la luz
verdadera, es indudable que está allí actuando el esplendor de la gracia divina, y lo que de luz nueva
aparece en esos entenebrecidos corazones es una participación de la misma estrella, de suerte que a
las almas tocadas por su fulgor las impresiona primero con el milagro, para conducirlas luego,
precediéndolas, a adorar al Señor.
Y si quisiéramos considerar atentamente cómo es posible, para todos los que se acercan a Cristo por
los caminos de la fe, aquella triple clase de dones, ¿no descubriríamos que esta ofrenda se realiza en
el corazón de cuantos rectamente creen en Cristo? Saca efectivamente oro del tesoro de su corazón
quien reconoce a Cristo como Rey del universo; ofrece mirra quien cree que el Unigénito de Dios
asumió una verdadera naturaleza humana; venera a Cristo con una especie de incienso quien
confiesa que en nada es desemejante de la majestad del Padre.
Es una gran fiesta, en la que celebramos que la Iglesia de los Gentiles es aceptada por Cristo y
recibida por Cristo. Sí, es una gran fiesta porque los gentiles llegan a Cristo y a la Casa del Pan.
La Epifanía es el día de los dones. Nunca ha recibido Cristo regalos más espléndidos y ahí tenemos
la manera de ofrecer nuestros presentes a Dios. Los Magos nos lo pueden enseñar, ya que el primer
acto de cada clase sirve de tipo a lo demás. Veamos, pues, las circunstancias: ¿Quién? ¿Qué? ¿A
quién? ¿Por qué? ¿Cómo?
¿Quién? Unos Reyes sabios. Antes de haber recibido la fe, ya creían. Reyes piadosos, que observaban
las estrellas siguiendo la profecía de Balaam; su devoción se demuestra al dejar sus reinos y al
acudir y presentarse intrépidamente al rey Herodes y confesarle ingenuamente su fe.
¿Qué? Oro, incienso y mirra. Las opiniones de los doctores están divididas cuando explican la razón
de estos presentes. Strabus dice que trajeron de lo que producía su país de Arabia. Todo agrada a
Dios: Abel le daba de sus rebaños y el que no tenía sino una piel de cabra, también podía
ofrecérsela. Honra al Señor con tus bienes.
Hay quienes ofrecen al Señor lo que no poseen. Hijo mío, ¿por qué no eres más devoto? Lo seré en
mi ancianidad. Pero, ¿sabes tú que llegarás a viejo? Otro dice: Si yo fuese capuchino, ofrecería
sacrificios al Señor. Honra al Señor con lo que tienes. Si yo fuese rico… yo daría… Honra al Señor
con tu pobreza. Si yo fuera santo… Honra al Señor con tu paciencia, si yo fuera doctor…, honra al
Señor con tu sencillez…
Y no digamos que no tenemos nada muy grande para regalarle. Nada hay suficientemente digno de
Dios. Debéis decir: “Yo quiero, Divino Niño, darte el único bien que poseo: yo mismo, y te ruego que
aceptes este don.” Y Él nos responderá: “Hijo mío, tu regalo no es pequeño sino en tu propia
estima.”
«Abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2,11).
Los magos, guiados por la estrella llegaron desde Oriente hasta Belén y entraron en la casa en la
que la bienaventurada Virgen María estaba con el hijo; abriendo sus tesoros, le ofrecieron tres dones
al Señor: oro, incienso y mirra con los cuales le reconocieron como verdadero Dios, verdadero
hombre y verdadero rey.
Son estos los dones que la santa Iglesia ofrece constantemente a Dios su Salvador. Le ofrece el
incienso cuando confiesa y cree en él como verdadero Señor, creador del universo; le ofrece la mirra
cuando afirma que él tomó la sustancia de nuestra carne con la que quiso sufrir y morir por nuestra
salvación; le ofrece el oro cuando no duda en proclamar que él reina eternamente con el Padre y el
Espíritu Santo…
Esta ofrenda puede también tener otro sentido místico. Según Salomón el oro significa la sabiduría
celestial: «El tesoro más deseable se encuentra en la boca del sabio» (cf Pr 21,20)… Según el
salmista el incienso es símbolo de la oración pura: «Suba mi oración como incienso en tu presencia»
(Sl 140,2). Porque si nuestra oración es pura hace que llegue a Dios un perfume más puro que el
aroma del incienso; y de la misma manera que este aroma sube hasta el cielo, así también nuestra
oración llega hasta Dios. La mirra simboliza la mortificación de nuestra carne. Así pues, ofrecemos
oro al Señor cuando resplandecemos ante él por la luz de la sabiduría celestial. Le ofrecemos el
incienso cuando le dirigimos una oración pura. Y la mirra, por la abstinencia «cuando crucificamos
nuestra carne con sus pasiones y deseos» (Ga 5,24), y llevamos la cruz siguiendo a Jesús.
«» (Lc ,).
Hoy Cristo se ha manifestado al mundo, hoy ha recibido el sacramento del bautismo y, al recibirlo, lo
ha consagrado con su presencia. Hoy –como lo atestigua la fe de los creyentes– en el curso de unas
bodas, ha convertido el agua en vino. Espiritualmente se convierte el agua en vino, porque, abolida
Este día es ya de suyo festivo; mas la misma proximidad de la fiesta de Navidad le confiere una
especial solemnidad. Cuando Dios es adorado en un niño, se subraya el honor del parto virginal.
Cuando al hombre-Dios se le ofrecen regalos, se adora la dignidad del niño divino. Al encontrar a
María con el niño, se predica la verdadera humanidad de Cristo y la integridad de la Madre de Dios.
En efecto, así se expresa el evangelista: Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y,
cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y
mirra.
Los regalos que los Magos ofrecen, revelan arcanos sacramentos de Cristo. Al darle oro, lo
proclaman rey; al ofrecerle incienso, adoran a Dios; al presentarle la mirra, confiesan al hombre
mortal. Nosotros, por nuestra parte, creamos que Cristo asumió nuestra mortalidad para, con su
única muerte, abolir nuestra doble muerte. Cómo Cristo se manifestó hombre mortal y cómo pagó su
tributo a la muerte, lo tienes escrito en Isaías: Como un cordero fue llevado al matadero. Nuestra fe
en la realeza de Cristo la tenemos atestiguada por la autoridad divina. En efecto, él mismo dice de sí
en el salmo: Yo mismo he sido establecido rey por él, es decir, por Dios Padre. Y que sea Rey de
reyes, nos lo asevera por boca de la Sabiduría: Por mí reinan los reyes, y los príncipes dan leyes
justas. Y que Jesús sea realmente Dios y Señor, lo testifica el mundo entero por él creado. Pues él
mismo dice en el evangelio: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Y el santo
evangelista: Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada. Si se reconoce que todo
fue creado por él, y en él tiene su consistencia, es lógico creer que todas las cosas reconocieron su
venida.