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EDITOR
Gustavo G. Velázquez
Hidalgo
Nueva vida del héroe
COLECCIÓN M AY O R
Historia y Sociedad
2 0 0 7
Enrique Peña Nieto
Gobernador Constitucional
al paso de Hidalgo por Toluca o a los orígenes de la familia de Cristóbal
Hidalgo en Tejupilco.
10
No se abandonan puntos esenciales de la historia oficial de México, pero
se adaptan a necesidades y conveniencias del momento histórico en
que se escribió la obra, al filo de los años sesenta.
11
Jamás debe escribirse sino lo que se ama.
Ernesto Renán. Recuerdos de infancia y de juventud.
R
El mundo en que nació el héroe
L a mayor partede los historiadores y biógrafos de Miguel Gregorio
Antonio Ignacio Hidalgo Costilla y Gallaga se detienen en relatar,
con verdadera minucia y aún utilizando suposiciones que a veces
son no sólo obvias sino inútiles, los detalles de la infancia del héroe
y de su nacimiento. Una historia de esta naturaleza se convierte
en un relato intrascendente que ni esclarece ni arroja luz sobre los
caminos que el pueblo mexicano ha recorrido bajo la guía de sus
hombres señeros.
Parte de esa trama intrascendente se refleja en el esfuerzo por
revivir o amplificar la disputa sobre el lugar en que nació el hijo de
don Cristóbal Hidalgo Costilla, dividiéndose, así, en dos “corrien-
tes” de sabios enfermos de infantilismo: los que declaran que nació
en Corralejo y los que proclaman que nació en San Vicente del Ca-
ño, lugares ambos de la jurisdicción de Pénjamo, del actual estado
de Guanajuato.1
Nacido el día 8 de mayo y bautizado ocho días después, el 16 de
mayo de 1753, en la capilla de Cuitzeo de los Naranjos, hoy Abasolo,2
por el bachiller Agustín de Salazar, como español, hijo de Cristóbal
Hidalgo Costilla y de doña Ana María Gallaga, españoles, cónyuges y
vecinos de Corralejo, doscientos siete años después Miguel Hidalgo
sigue despertando las más encontradas pasiones, lo que hace decir
a un político y sociólogo de nuestros tiempos, a propósito del héroe:
“Nunca se insulta a los muertos. Se les insulta en tanto que los muer-
tos viven; sólo se insulta a los que viven, a los que alientan, a los que
luchan, a los que crean”.
1
El autor de este ensayo considera resuelto definitivamente el problema y probado que Miguel Hidalgo nació
en Corralejo.
2
Se dice que Cuitzec en el idioma de los indios huachichiles que lo habitaron significa “lugar donde hay zorrillos”.
Perteneció el lugar al hijo de Caltzontzin, rey de Michoacán, don Tomás Quesuchihua.
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con sus desvelos, o con las fatigas y con los desvelos de los peones,
que eran sus compañeros en el paisaje y en las prolongadas jornadas
campesinas.
Por su origen, Miguel Hidalgo Costilla y Gallaga, el segundo hijo del
primer matrimonio de don Cristóbal, pertenece a la gente que ocupa
una posición intermedia: no forma parte de las clases privilegiadas del
virreinato, pero tampoco sufre las pobrezas, vejaciones y amarguras
de las clases bajas envilecidas por la explotación. No es “gachupín”, pe-
ro tampoco nace entre los criollos ricos o entre los indios o las castas
humilladas. Conoce, sin sufrirlos siendo niño, los dolores de los indios y
sabe y conoce las historias de todos los peones y siervos de la hacienda
de Corralejo que, pretendiendo huir de la tierra, ingrata para ellos, caían
en los obrajes o en los socavones de las minas, donde servían de míseros
barreteros, tenateros, desaguadores o “caballitos”.
Mas si tiene importancia saber que Miguel Hidalgo nació y pasó los
primeros años de su vida entre labradores, no la tiene menos conocer
la ubicación de éstos en el régimen colonial de Virreinato de la Nueva
España y las principales características sociales predominantes.
Desde el punto de vista social y político un monarca extranjero,
es decir, un dictador de fuera, ordenaba la vida de la Nueva España.
La monarquía extranjera, la dictadura ejercida desde la metrópoli, se
apoyaba en el sistema del monopolio del comercio y de la tierra, que
desde los días inmediatos a la conquista española había sido entrega-
da a unos cuantos, por más que la absoluta mayoría de la población
dependiera de la agricultura para vivir. El monopolio de la tierra era
compartido por los descendientes de los primitivos conquistadores
y pobladores con la Iglesia católica, que día a día se adueñaba de la
agricultura mediante la imposición de gravámenes a su favor, como
las “capellanías”, las hipotecas y los legados in articulo mortis,
que algunos invocan como argumento para la defensa de los llama-
dos “bienes de manos muertas”.
Dentro del régimen de dictadura monárquica y de monopolio me-
draban las clases medias, integradas por los funcionarios civiles o
eclesiásticos de categoría inferior, los labradores, administradores de
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CAPÍTULO II
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La enseñanza de los jesuitas
L uis Castillo Ledón, el biógrafo más connotado de Hidalgo, afirma que
al cumplir los doce años “como sus estudios de primeras letras hechos
en su mismo hogar estaban concluidos, su padre resuelve enviarlo a él
y a su hermano mayor José Joaquín, a Valladolid, para que juntos cur-
saran los estudios superiores en el Colegio de los Padres Jesuitas de
aquella ciudad”.
Sería superficial suponer que en poco más de un año y medio en
que los hermanos José Joaquín y Miguel estuvieron en el Colegio de San
Javier de Valladolid adquirieron los conocimientos de que la Orden Re-
ligiosa fundada por San Ignacio de Loyola era depositaria y portadora
en la Nueva España; pero quizá la expulsión de los miembros de la orden
ejecutada con tanta violencia y extraordinario aparato el día 25 de junio
de 1767 influyó mucho en el despertar moral y científico de nuestro héroe.
Muy seguramente, al correr del tiempo, Miguel Hidalgo se preguntaría, ex-
trañado, la razón de aquella expulsión y seguramente la interpretaría
como una medida arbitraria y despótica del régimen colonial.
Sin que sea necesario entretenernos en recordar las graves acu-
saciones que en Europa se hacían a los jesuitas, porque indudable-
mente no tienen aplicación en México, es fácil suponer que el rey
Carlos III se sentiría no sólo envidioso de la gran riqueza que habían
acumulado los colegios e instituciones de los jesuitas, sino que, en sus
obras y en sus discursos, en su amor a lo nativo de América y de Nueva
España, concretamente, era fácil advertir el peligro, pues constituían
el gérmen y la base teórica de las masas criollas de indios y castas
que hacían falta para que emprendieran, como lo hicieron años más
tarde, el movimiento de la independencia nacional.
Don Justo Sierra supone que los consejeros del rey, por regalistas
o por poco afectos a la religión, inficionados ya de la filosofía “negati-
vista y destructora de la Europa intelectual que tenía por foco la En-
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En su documento que hicieron publicar el año de 1869 los vecinos de Sultepec hablaba de que en dicha población nacieron don
Mariano y don Tomás Ortiz, sobrinos del cura Hidalgo, que los comisionó, muy al principio de la revolución de Independencia
para extenderla en el sur. Según Alamán, don Juan Bautista de la Torre, capitán del regimiento de Tres Villas daba a don Tomás
Ortiz el título de “nepote del Cura Hidalgo”. En 1811 incursionaba por Amanalco y Temascaltepec y se hizo notable, según
se dice, por su rapacidad. Morelos se quejaba de él amargamente en oficio del 4 de septiembre de 1811. El último día del año
de 1811 Rayón ordenó su fusilamiento, acto que fue muy censurado, pues se atribuyó al deseo de éste, para quedarse con
el mando de la Junta de Zitácuaro. Contestando la acusación que Mariano Ortiz le hizo, Rayón declaró que la sentencia por
los delitos de conspiración y sedición había sido dictada por Liceaga. Hubo otro Mariano Ortiz distinto al sobrino de Hidalgo,
español peninsular, que murió en Izúcar, combatiendo contra los insurgentes. Tanto Tomás como Mariano Ortiz y otros dos
hermanos, entre ellos el dieguino fray Manuel, fueron nietos de José Ortiz del Espinal, marido de Josefa Costilla, hermana
carnal de don Cristóbal Hidalgo. Estimamos que el Dr. de la Fuente, tan acucioso, sufre al respecto una confusión, pues si
fueron hijos de José Ortiz y de Josefa Costilla, como lo afirma, serían primos y no sobrinos de Hidalgo. La palabra “Nepote”
debe connotar que eran hijos de un primo hermano, es decir sobrinos segundos de don Miguel Hidalgo.
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CAPÍTULO III
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Thorstein Veblen, estudiando la composición social del feudalismo, ha podido elaborar una “Teoría de la Clase Ociosa”.
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La biografía escrita por el señor Macías sobre el padre Francisco Javier Clavijero recuerda estas expresiones.
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Como es fácil notar hay una evidente contradicción entre el dato que aquí proporcionamos, tomándolo de Castillo Ledón,
y la fecha de la carta que el doctor De la Fuente conoció. Esta carta está fechada en Corralejo el 6 de diciembre de 1767,
y anuncia que entrará próximamente al colegio. Los cursos en San Nicolás se iniciaban en octubre. Dejamos la cuestión
tal como se encuentra.
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No fue sino hasta abril de 1799 que se establecieron dos cátedras de jurisprudencia.
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CAPÍTULO IV
Maduración intelectual
A los25 años de edad, el 19 de septiembre de 1778, Miguel Hidalgo
“recibió la potestad de celebrar la Eucaristía y de absolver los pecados,
concedida por el obispo de la Rocha en el propio Valladolid”,1 podría
decirse que así ingresaba a la vida plena, que lo llevó por el camino del
cadalso y de la muerte a la gloria inmortal de convertirse en guión para
los hombres nacidos en la Nueva España que anhelaban un mundo
nuevo para todos los hijos de esta tierra.
Todos los historiadores cuentan los éxitos de colegio obtenidos por
el futuro caudillo de México y se habla con exaltación de sus grandes
cualidades como estudiante que lo convirtieron prontamente, desde an-
tes de ser sacerdote, en maestro del Colegio de San Nicolás, del cual
había sido siempre alumno inteligente, aunque de genio vivaz y disputa-
dor. ¿Qué de extraño tiene que haya sido, como lo afirman cuantos lo
conocieron, un intelectual al estilo de entonces, un poco afecto a los
ergotismos, si hasta los más ilustres de sus contemporáneos –como el
jesuita José Rafael Campoy– adolecieron, cuando menos en parte de
su vida, de esos defectos?2
Sin embargo, lo mismo que muchos de los que se distinguieron en
la vida científica de su época, principalmente los clérigos, Hidalgo aban-
donó el camino de las frases hechas y de los silogismos inertes, empren-
diendo reformas a la enseñanza y audaces innovaciones, naturales en
quien desea y lucha por el progreso. Buen ejemplo de su maduración
intelectual y de sus audacias de hombre de progreso se encuentran en
1
Castillo Ledón, Hidalgo, la vida del héroe, t. I, México, 1948, p. 31.
2
Las obras del padre Campoy se han perdido, pero los datos biográficos más importantes se encuentran en la obra del padre
Maneiro: Johannis Aloysii Maneirii Veracrucencis. De Vitis Aliquot Mexicanorum aliorumque Qui sive virtute, sive literis
Mexici imprimis floruerunt. Pars Prima, Secunda, Tertia, Bononiea. Ex Typografhia Laelii a Vulpe, 1791, Superiorum
Permisa (1792).
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Marcel Bataillon, el más autorizado para definir la esencia del erasmismo, dice “que es una corriente de piedad reflexiva
(con todos los riesgos que esto entrañaba para la ortodoxia), pero de piedad, no de libre pensamiento racionalista al estilo
del siglo XVIII”.
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En el Catalogus Personarum et Officiarum Provinciae Mexicanae Societatis Jesú in Indiis, 1764, reproducido en la
Biografía mexicana del siglo XVIII, de la que es autor el doctor Nicolás León, consta que el padre Clavijero fue maestro en
1763 en Valladolid, donde enseñaba Física, y el padre Borda, tercer y cuarto maestro de Hidalgo, enseñaba tercero y cuarto
de gramática, mientras el padre Pedro Arenas era profesor del primer y segundo cursos.
7
En el número correspondiente al mes de diciembre de la revista Tribuna israelita, cita una carta de Abad y Queipo, que
no mencionan los biógrafos de Hidalgo, el profesor Castillo da a conocer los datos anteriores y otros, con los que se pretende
impresionar al lector haciendo aparecer a Hidalgo como simpatizante del perseguido pueblo judío.
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Hidalgo, en la disertación elogiada por el canónigo Calama, cita frecuentemente a Serry. Este autor, cuyo nombre completo
es Iacobus Hyacincthus, tiene colocadas en el Index Librorum Prohibitorum las obras siguientes: Exercitaciones, historicae,
criticae, polemicae de Cristo Ejusque Virgine Matre. Decreto del Santo Oficio del 11 de marzo de 1722; De romano pontífice
in ferendo de fide moriibus que judicio falli et fallere nescio. Prohibida en 1733; Preservativo contra la crítica d’alcuni
falsi zelanti. Prohibido desde el 14 de enero de 1733.
9
El año de 1785 hubo trastornos climatéricos que produjeron la pérdida de las cosechas en toda Nueva España. El año del
hambre fue el siguiente, que se agravó por el tabardillo o tifo exantemático. El obispo de Michoacán fray Antonio de San
Miguel realizó obras sociales dignas de estudio para aliviar la situación del pueblo.
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CAPÍTULO V
El magisterio de Hidalgo
Apremiados por la índole de este trabajo, nos apartaremos de los detalles
biográficos recientemente muy aumentados por las investigaciones
eruditas llevadas a cabo por diversos autores. Repetiremos lo que es
sabido por todos: Hidalgo ocupó, sucesivamente, los puestos más dis-
tinguidos dentro del magisterio del Colegio de San Nicolás. El doctor Julián
Bonavit ha hecho un resumen que, por compendioso, hemos creído útil
reproducir a fin de referirnos a otros hechos determinantes en la vida
de Hidalgo y en la causa de la independencia nacional, de la que fue, sin
duda, el caudillo más esclarecido.
Fue, como ya se ha dicho, bachiller en Artes y en Teología, sin que
obtuviera ningún otro grado universitario.1 Antes de 1779, sin haberse
ordenado sacerdote, había sido ya catedrático de mínimos y menores.
En 1781 fue maestro de filosofía, presidiendo por estos días 17 actos,
argumentando en muchos otros en el Seminario Tridentino, recien-
temente fundado. En 1785 era catedrático de teología escolástica. En
1787 fue vicerrector y catedrático propio de teología escolástica; tam-
bién en ese año desempeñó el puesto de secretario del colegio y, ade-
más, por el certificado que extendió el doctor José Antonio Ortiz, se
sabe que enseñó la cátedra de moral.
La carrera de maestro de Miguel Hidalgo concluyó en 1792, por
haber sido nombrado cura de Colima. Al rendir cuentas se hace con-
tar que fue tesorero del colegio 5 años un día, contados desde el pri-
mero de febrero de 1787 hasta el 2 del mismo mes del año de 1792.
Al separarse fue, según los datos del doctor Bonavit, a quien hemos
querido seguir en esta parte, además de tesorero, rector y catedrático
de prima de teología.
1
Durante el proceso que se le instruyó en Chihuahua, Hidalgo expresó que no se había doctorado, primero por haber muerto
su padre cuando tenía decidido hacerlo, y después, porque no lo consideró necesario para los menesteres intelectuales y
sacerdotales a que se había dedicado.
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El afán de modernizar la enseñanza de la filosofía era muy notorio en Nueva España y el obispo de Michoacán, doctor
Luis Fernando de Hoyos y Mier, se hizo notable por la protección que dispensó al padre Benito Díaz de Gamarra, que en
1774 publicó sus Elementos de Filosofía Moderna. El doctor Juan Ignacio de la Rocha, obispo de Michoacán desde 1776 a
1782, fue en cambio adversario de Gamarra, si bien la enemistad no obedecía a cuestiones filosóficas. Hidalgo necesariamente
conocía las opiniones del obispo Hoyos y la fama del padre Gamarra.
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entre los intelectuales en las dos últimas décadas del siglo XVIII. Castillo
Ledón afirma que conocía el latín, el italiano, el francés y entre las len-
guas indígenas el otomí, el tarasco y el mexicano. El documento mencio-
nado por el profesor Jorge Castillo añade que conocía el hebreo y tenía en
su poder las obras de Baruch Spinoza y las de Maimónides.
Sin embargo estamos seguros que nunca dejó de ser creyente y de-
voto de la religión católica en la que había nacido. Era simplemente un
sacerdote católico liberal, hecho ya por sí mismo extraordinario, en
aquel medio ruin y oscuro de la provincia, donde las ansias del pueblo
por su mejoramiento eran la única luz que alumbraba la tiniebla.
Por otra parte es indudable que el historiador John Tate Lainng, a
quien cita don Julio Jiménez Rueda, tiene razón cuando afirma que:
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CAPÍTULO VI
Cura de aldea
E l obispado de Michoacán era en el siglo XVIII, cuando Hidalgo se vio
precisado a abandonar para siempre sus cátedras y su rectoría en el
Colegio de San Nicolás, uno de los más extensos de la Nueva España.
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Hidalgo, antes de que fuera separado del Colegio de San Nicolás, había hecho oposición para obtener los beneficios de las
sacristías mayores de Tzintzuntzan y de Apasco, que no llegó a ocupar. Concursó también para obtener la sacristía mayor
de Santa Clara de los Cobres, que se le concedió con la ayuda de fray Antonio de San Miguel en 1788. Sobre lo que fueron
las sacristías mayores baste decir que eran beneficios que no obligaban a los propietarios al ejercicio de cura y únicamente
auxiliar, sin depender directamente del párroco. Era una “canongía”, para usar una palabra que dé idea aproximada. Puede
suponerse que Hidalgo alguna vez iría a Santa Clara de los Cobres, pues su hermano José Joaquín fue cura de esta población.
3
Aquí es donde Hidalgo encompadró con el español peninsular de apellido Ambia, cuya hija anduvo vestida de hombre
acompañando a Hidalgo, quien pretendía ayudarla a salvar a su padre. Alamán conocía el problema de la “Fernandita”; pero
dejó correr la malicia de la gente para ayudar a enlodar la memoria del héroe.
4
El informe del comisario del Santo Oficio, sobre la posesión de libros heréticos, puede ayudarnos a esclarecer las causas
de la separación de Hidalgo, pues es indudable que él era uno de los que leían libros prohibidos.
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armas, quizá sin intuir la intensidad de su labor política que hoy podría
ser ejemplo para quienes anhelan transformar la nación mexicana y
llevarla a las cimas del progreso.
La tertulia diaria en la parroquia era un centro de propaganda e
Hidalgo dirigía la conversación, de manera inocente en apariencia,
hacia los grandes acontecimientos mundiales que necesariamente
madurarían el sentimiento nacional para la insurrección. El mus y la
malilla, el baile al son de la orquesta y la aparente distracción, eran el
medio que el cura Hidalgo utilizaba para dotar de conciencia política a
sus amigos y feligreses, futuros soldados de la patria mexicana.
Quienes anteponen al deber patriótico otros intereses sectarios, han
condenado a Hidalgo porque siendo cura era patriota y porque siendo
teólogo enseñaba una nueva ciencia: la política. Ya se ve que para él las
disputas de campanario no eran importantes; ni siquiera se preocupa-
ba de adular a sus superiores para que lo mejoraran y lo proveyeran de
un canonicato, tratando en cambio de elevar a un plano jamás visto en
México, la mentalidad de sus futuros correligionarios. De ahí ese charlar
y explicar los caminos de la gran Revolución Francesa y de la indepen-
dencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que más de una vez deben
haber servido de pretexto para las veladas parroquiales.
Francia chiquita se decía a la tertulia del cura de San Felipe que,
con la sencillez y la chanza sin distingos para nadie, en medio de los días
de campo y bailes campestres, enseñaba al pueblo y a sus más cercanos
amigos a entender los problemas del mundo, al cual, necesariamente, por
el desarrollo material, la Nueva España estaba unida sin disputa.5
5
Manuel de Montolíu, Literatura Castellana, 2a. edición, Cervantes, Barcelona, 1930.
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CAPÍTULO VII
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El crisol de la persecución
M uy pocas veces se ha dado el caso en la historia de que el reformador
y el hombre de progreso no haya sido perseguido, encarcelado, tortu-
rado o privado de la vida. Es don Quijote de la Mancha, quien ha dicta-
do el mandamiento que han de guardar todos los espíritus superiores,
a quienes las generaciones posteriores elevan templos, monumentos y
columnas para perpetuar su memoria. “¡Por la libertad se puede y debe
aventurar la vida!”
La paz de Valladolid arrebatada a Hidalgo era el principio del ca-
mino que lo llevaría a cumplir el destino de los hombres superiores.
La persecución, crisol de los héroes y de los patriotas, se había ini-
ciado porque así se templan quienes no han de quebrarse ni doblarse
en la adversidad.
No es aquí donde podríamos traer al recuerdo las persecuciones que
han sufrido todos los hombres superiores en cualquier orden en el cur-
so de su vida; pero nos bastará decir que Hidalgo no fue la excepción y
quienes lo negaron o le niegan la categoría de hombre superior, deben
meditar bien sobre su destino. La señal pedida para comprobar la calidad
del héroe se encuentra en Hidalgo: en 1791 comenzó su persecución.
Otros como él, menos afortunados o con diversa contextura habían sido
perseguidos en años anteriores por el brazo terrible de la Inquisición,
que consideraba herejía cuanto debilitara el poder del monarca, uno de
cuyos brazos más potentes era la Iglesia. Con el pretexto de perseguir
la herejía en realidad se perseguía a los enemigos del sistema colonial
feudal, que ya no podría salvarse de los golpes dados no por las ideas
sino por las nuevas condiciones materiales, planteadas por el desarrollo
prodigioso de la industria en las naciones extranjeras.
Entre los perseguidos y precursores, compañeros y conocidos de
Hidalgo, casi sus vecinos, el tribunal de la Santa Inquisición ya tenía a
Juan Antonio Montenegro, denunciado en los últimos meses de 1793,
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Los procesos de la Inquisición en la segunda mitad del siglo XVIII, como lo ha demostrado Monelisa Lina Pérez Marchand
–Dos etapas ideológicas del siglo XVIII en México–, se ocupan principalmente de perseguir “a los espíritus fuertes, que bajo
el nombre de filósofos modernos y con la realidad de ateos, de deistas, de materialistas, de impíos, de libertinos atacan la
religión y estado en nuestro siglo”.
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Para salvarse del cumplimiento de la cédula que manda recoger los capitales impuestos sobre capellanías y obras pías,
Hidalgo recurre a la “chicana”, por eso concede una renta vitalicia de 200 pesos anuales a fray Vicente Villalpando, maniobra
que tiene por objeto asegurar la propiedad de sus haciendas de Jaripeo.
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CAPÍTULO VIII
R
La parroquia de Dolores
C omo todos los hombres , tenía Hidalgo en estos días de su vida dos
caminos: abandonar y guardar en silencio sus actividades y opinio-
nes para dedicarse burocráticamente a las ocupaciones propias de su
profesión o ministerio, minimizando así su vida y su conducta o, de
otra manera, con valor y sin temor, arriesgando que algún día fuera
encarcelado y privado de los bienes de fortuna que había reunido,
continuar sus actividades políticas y de verdadero agitador, destina-
das, fundamentalmente, a debilitar el poderío del régimen colonial,
uno de cuyos brazos era la Iglesia, institución a la que él pertenecía,
pero que en teoría estaba destinada a fines muy distintos a los que el
gobierno del rey la designaba.
El 19 de septiembre de 1802 muere su hermano José Joaquín, que
había sido su compañero inseparable en los días escolares, arreglando
con tal motivo su traslado a la parroquia de Dolores, donde lo encon-
traremos en los días turbulentos del movimiento de independencia
nacional que él acaudilló.
El cura se halla en un cruce de caminos. Callar y obedecer con-
vertido en cura rutinario como el de cualquier poblacho de la Nueva
España le habría permitido ser olvidado por el cabildo y por sus ene-
migos, que deben haber sido los dignatarios eclesiásticos “gachupi-
nes”, aunque entre ellos tuviera amigos como el obispo fray Antonio
de San Miguel y el licenciado Manuel Abad y Queipo. Continuar su
vida de propagandista y educador político de sus feligreses, utilizando
métodos nuevos, era el otro camino que podría seguir, aunque éste lo
conduciría inevitablemente a la cárcel, al destierro o a la muerte.
Los tiempos no eran muy favorables. Las persecuciones contra los
enemigos del régimen colonial, que no habían pasado a la acción revolu-
cionaria y popular, llenaban de temor a los funcionarios del Virreinato.
Una conspiración como la encabezada por el encargado de cuidar el
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La palabra gachupín la usamos aquí en el mismo sentido que los criollos y el pueblo de Nueva España la usaron. No tiene
la connotación genérica de designar a los españoles, ni menos a los que actualmente viven en México, cualquiera que sea
la opinión política que sustenten.
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clusión del pleito eterno que se le seguía por las cuentas de la tesorería
del colegio y de haber sufrido la pena de la muerte de su gran protector
y amigo, el ilustre obispo fray Antonio de San Miguel, sin perder el con-
tacto con cuantos aspiran, subrepticiamente, a obtener la independen-
cia de Nueva España.
Regala la casa que heredara de su hermano José Joaquín al ayun-
tamiento del pueblo, porque esta corporación carece de un local ade-
cuado; establece la alfarería de que todo el mundo habla y enseña a
los indígenas los rudimentos de esta industria artesanal; planta 80
moreras en el terreno que ha comprado a la orilla del río y las riega
con la noria que construye para tal fin, tomando el agua del propio
río; más tarde inicia la cría de los gusanos de seda, y manda traer de
La Habana colmenares para propagar la apicultura y también planta
y propaga millares de vides en las huertas del pueblo.
Por las noches, dice Castillo Ledón, reúne a sus obreros en su hogar
y les da lecciones orales sobre todas aquellas industrias, a fin de que
después y bajo su dirección las lleven a la práctica. De esta manera el
adelanto no tarda en ser visible. De la elaboración de simples cacharros
de barro para cocinar y de ladrillos, llega a fabricarse en la alfarería, loza
talaverana de bellos coloridos y decorados; la curtiduría y talabartería
producen desde pieles bien beneficiadas hasta artefactos de cuero de los
más primorosos; de la carpintería salen buenos muebles; la herrería, en
ensayos de fundición, acuña monedas de cobre que sirven para facilitar
el cambio; en el telar se tejen telas de lana de óptima clase y telas de
seda de las que Hidalgo pudo vestir una sotana y magníficas túnicas sus
hermanas; el rendimiento de la cera en los colmenares basta para la
elaboración de las velas que se consumen en el culto divino y en el gasto
doméstico de la población; de los viñedos en fin, se obtiene rica uva de
la que se logra elaborar delicioso vino.
Si la producción artesanal que Hidalgo promueve en su parroquia
careciera de fines sociales no merecería mayor atención. Sin embar-
go, da a crédito artículos producidos en los talleres a los arrieros y
comerciantes pobres, a los “huacaleros”, que los llevan a vender muy
lejos, especialmente en las ferias clásicas de los pueblos del Bajío.
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En ciertos círculos de personas que pertenecen a la religión católica se exaltan las virtudes de hombres como Iturbide,
Miramón y Maximiliano para condenar a Hidalgo y a Juárez. En Toluca existía un centro de A.C.J.M. que llevaba el nombre
de “Miguel Miramón”. Un joven de esa ciudad, prominente dirigente de Acción Católica, publicó recientemente un folleto en
el cual, con el pretexto de defender a Iturbide, repite las consabidas acusaciones contra don Miguel Hidalgo y Costilla.
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Es oportuno recordar que los “realistas” se daban a sí mismos el nombre de patriotas, mientras llamaban traidores a la
patria a los “insurgentes”.
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por los intereses materiales de las grandes masas populares tenían que
aparecer como adversarios de la religión, cuando no eran sino adver-
sarios del sistema social injusto.
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CAPÍTULO IX
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José Vasconcelos dice que el ingreso que proporcionaba el curato de Dolores era de mil pesos mensuales. El administrador
de la mina La Valenciana ganaba $200.00 semanales. El administrador y minero de San Juan Bautista de Rayas ganaba
$100.00 semanales. Los peones y los tenateros “ganaban lo que pueden hacer a seis reales o a un peso diario”. Como es
sabido los peones de las haciendas nunca ganaron más de un real diario.
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Los estados que firmaron la Constitución de los Estados Unidos de América fueron Hampshire, Massachusetts, Connecticut,
Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia.
3
Como Pereira lo ha hecho notar, no se debe pensar que en la palabra pueblo los fundadores de la democracia incluían
a las clases bajas o, como decía Washington, “al populacho tumultuante de las grandes ciudades”, que “siempre es
temible”. Alamán, Zavala, Mora, Allende, Iturbide e tutti quanti de ayer y de ahora censuraban a Hidalgo porque amaba
al populacho al contrario de Washington.
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86
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•
4
“Yo me inclino a creer, dice Humboldt, que la Nueva España tenía entonces cerca de siete millones de habitantes. El
número de indios en 1803 se calculaba en 3 676 281; las castas o razas mixtas 1 338 706. Los españoles europeos y los
españoles criollos se calculaban juntos en apenas 1 097 928. El clero secular se calculaba en 4 229 personas y el regular
en 3 112 más 2 099 monjas”.
87
CAPÍTULO X
R
En los preludios de la Independencia
I ban madurando las condiciones sociales de Nueva España para que se
produjera una insurrección y casi de una manera natural se iban for-
jando los caudillos que de un momento a otro encabezarían un movi-
miento que, a pesar de la paz aparente del Virreinato, caminaba en las
entrañas ocultas de la nación como esos veneros silenciosos de aguas
vivas que corren en la entraña de la tierra.
Hidalgo se había hecho querer de los indios en su vida parroquial,
y le fue fácil lograrlo porque guardaba desde niño un gran amor, que se
acrecentó hasta trocarse en un sentido caritativo como el que animó
a los primeros misioneros. No sería temerario suponer que no una,
sino muchas veces releería, con fruición llena de ternura, las Preven
ciones del arzobispo Lorenzana y, particularmente, aquellas emotivas
palabras en que recomienda a los curas caridad para los indios: “ame
mucho a los indios, dice, y tolere con paciencia sus impertinencias,
considerando que su tilma nos cubre, su dolor nos mantiene y con su
trabajo nos edifican iglesias y casas para vivir”.
España, mientras tanto, cuando las clases ilustradas del nuevo mundo1
sentían la urgencia de librarse del yugo de la metrópoli, se había debilita-
do. La guerra con Inglaterra la había dejado exhausta; pero ahora, cuando
Hidalgo tenía cuatro años de ser cura de Dolores, una nueva desgracia se
abatía sobre ella: Napoleón Bonaparte, con ardides que no necesitamos
reseñar aquí, comprometió a España en una guerra contra Portugal.
1
Puesto que hemos venido utilizando las palabras “clase social”, trataremos de explicar en qué sentido la usamos. Como es
sabido la Revolución Francesa no hablaba de clases sociales, sino de individuos, y no proclamaba la libertad de las mismas
clases, sino la libertad individual. Esto era oportuno porque se trataba de romper el monopolio gubernamental y de obtener
igual trato e iguales oportunidades legales para todos los hombres. Para lograr este propósito se partía de la idea de que la
sociedad está integrada por individuos que por el hecho de ser hombres tienen, por naturaleza, iguales posibilidades frente al
mundo, frente a la vida y frente al Estado. Hoy todo el mundo admite que la sociedad no es un agregado de individuos, sino
que está compuesta de agrupamientos económicos involuntarios, que entre sí tienen conflictos. Aquella parte de la sociedad
que tiene los mismos intereses económicos, bien sea, propietaria o bien carezca de propiedad constituye una clase social.
91
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2
Marx, La revolución española, p. 91.
92
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•
3
Alamán, Op. cit., t. I, p. 162.
93
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94
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•
95
CAPÍTULO XI
El grito de la Independencia
P uede decirse ya,
sin escándalo de nadie, que las clases gobernantes de
España habían demostrado ante el pueblo de las colonias que no mere-
cían ni podían tener ningún poder. Los grandes del reino descendieron
tan bajo que jamás como en la guerra de independencia española, pro-
longada desde 1808 a 1814, se había tenido una prueba tan palpable de
cuán indignos eran de gobernar al pueblo español, que tantas veces de-
mostró una gran personalidad y un celo muy elevado por sus libertades
nacionales. Cuando el 27 de octubre, dice Carlos Marx, el venal favorito
de Carlos IV y bien amado de la reina, don Manuel Godoy, príncipe de
la Paz, firmaba en Fontainebleau un pacto con Bonaparte para el repar-
to de Portugal y para la ocupación de España por las tropas francesas;
el pueblo de Madrid, irritado, se levantó contra el grotesco personaje,
dando como resultado la abdicación de Carlos IV y el advenimiento de
Fernando VII.1
Siempre que el pueblo español comenzaba sus acciones valiosas
lo hacía con revueltas; pero jamás hubo levantamientos que hicieran
cambiar la faz de la nación. Tal hecho se debió, al menos en los días
de la lucha contra Napoleón, a la desunión de todas las facciones que
se unían transitoriamente sólo cuando toda la patria estaba en peligro.
Por otra parte en la guerra contra Napoleón la minoría revoluciona-
ria menos inconsecuente, para excitar el patriotismo del pueblo, no
reparó en apelar a los prejuicios nacionales de la antigua fe popular,
táctica que tenía que ser funesta e impediría siempre la regeneración
política y social de España. ¿Con qué derecho España podría gobernar
a los mexicanos si eran incapaces sus clases dirigentes de sostener
el impulso revolucionario del pueblo peninsular y si, hasta las mino-
1
Carlos Marx, La revolución española, s. p.
99
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2
Fácil es advertir que Hidalgo, cuando empuñaba los símbolos religiosos e invocaba el nombre de Fernando VII, no cedía
un ápice en las reivindicaciones populares. Lo contrario hacían los nacionalistas españoles. En nombre de la fe antigua y
de los prejuicios nacionales sacrificaban los intereses del pueblo.
3
Las memorias de Aaron Burr (en las pp. 381-382) hablan de la participación que el clero de México debería tomar en el
movimiento que éste acaudillaría contra España. El obispo de Nueva Orleans y la superiora de las monjas ursulinas de la
misma ciudad eran los intermediarios, según Daniel Clark. Walter Flavius Mc Caleb en The Aaron Burr Conspiracy (p.
64) reproduce un informe de cierto intendente Morales, en el cual se dice que en el complot había muchos eclesiásticos
comprometidos.
4
En el curso de la obra hemos hablado de las condiciones de miseria en que el pueblo vivía. Actualmente esto es notorio
por las investigaciones que se han hecho; pero nos bastaría el estudio del memorial que en 1799 redactó el obispo efecto de
Michoacán, doctor Abad y Queipo, para que apareciera patente el envilecimiento en que se encontraban los indios y los grandes
sufrimientos que soportaban a causa de un régimen dentro del cual, como una paradoja, legalmente eran “privilegiados”.
100
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
5
Sólo incidentalmente se menciona una de sus faltas; pero la testigo Manuela Herrera más parece una mujer ligera y mentirosa
que una verdadera “amiga” del cura. Nadie le daba importancia a que fuera padre de varios hijos.
6
Los conspiradores, aparte de los mencionados, eran los militares Manuel Nuñíz, Ruperto Mier y el subdelegado de
Pátzcuaro.
101
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102
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•
Señores no nos queda otro remedio que ir a coger gachupines: vamos Balleza:
en este momento, sin perder tiempo, me vas a aprehender al eclesiástico
gachupín [se refería a don Francisco Bustamante, sacristán mayor]. Tú Maria-
no, a los comerciantes europeos. Aldama a lo mismo. Santos Villa a la misma
comisión. Todos a la cárcel sin tocarles sus intereses.
8
El relato lo hemos tomado de la obra del doctor De la Fuente que utiliza el documento original del general García, testigo
presencial.
103
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9
El padre Cuevas, al que tendremos ocasión de referirnos en nota posterior y oportuna, defiende al cura Hidalgo de la
acusación que se le ha hecho por los católicos de ser el padre del liberalismo impío y masónico (Historia de la Iglesia en
México, t. V, p. 60).
104
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•
creer por los jacobinos del siglo pasado para denostar a los caudillos
mexicanos y presentarlos como muy inferiores a los caudillos de Nor-
teamérica: Washington, Franklin, Jefferson, Montgomery y otros.
La revolución de Independencia en México, ha dicho un sociólogo
actual, proclamó los mismos principios que la revolución democrática y
burguesa de Europa; pero fue más avanzada que ella, porque estableció
los principios de justicia social que no se postularon en Europa y que
fueron ignorados totalmente en América Latina. En México (también
en las llamadas guerras religiosas ha dicho Engels, en el siglo XVI) no
105
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106
CAPÍTULO XII
R
Del pueblo de Dolores a Guanajuato
H abía sonado, por fin,
la hora de que un pueblo y una nación se pusie-
ran en marcha. La llama se extendió, como Hidalgo lo había previsto,
por todo el país, demostrando así que a pesar de la opresión de varios
siglos se había desarrollado un pueblo y que ahora reclamaba sus dere-
chos a figurar en el concierto de las naciones independientes.1
Ahora se sumarían a la lucha todos los pueblos de indios que por
siglos, sin perder un solo instante la fe, iban y venían ante la audien-
cia a reclamar sus tierras iniciando pleitos que duraban años y años,
en los cuales siempre o casi siempre eran vencidos por los españoles
europeos y también por los criollos. Se juntarían a la lucha los ran-
cheros seguidos de sus sirvientes, los clérigos postergados y los letra-
dos ofendidos por el privilegio de los funcionarios del Virreinato que
llegaban por la mar salobre, faltos de salud y pobres de dinero como
había dicho, muchos años antes, el poeta novohispano Francisco de
Terrazas. Se unirían los militares que compartían las ideas liberales
de fraternidad, libertad e igualdad traídas, subrepticiamente, por las
logias masónicas; se unirían también las mujeres que anhelaban la
libertad para los seres amados, hijos, esposos o padres. El campo se
habría de despejar; de una parte quedarían los defensores de los privi-
legios y de la opresión colonial, y de la otra, los patriotas verdaderos.
La lucha sería por cuestiones terrenales y no por problemas religiosos
puesto que de uno y otro bando, del lado de los gachupines y criollos
1
Como hemos repetido frecuentemente el concepto de nación e independencia, es bueno declarar que tal cosa responde a
un hecho: los nativos de la Nueva España anhelaban la liquidación de aquella fragmentación en que vivía la población del
Virreinato, por las trabas del comercio, que les impedían vestir y alimentarse con menos estrechez. El deseo generalizado de
tener tierra en aquellos que se dedicaban a la agricultura y de contar con un mercado donde adquirieran lo que necesitaban
para vivir produjo la unión espontánea de todos los que se sumaron al movimiento de los insurgentes, que se ocultó en
el ropaje de los clérigos, comerciantes e intelectuales radicales. La aspiración de tener una nación independiente era el
deseo inmediato en unos de tener tierra, en otros de poder comprar y vender y en los demás de poder disponer del aparato
burocrático en su favor. La tarea de formar una nación independiente y de consolidar la independencia caracterizan las
luchas de los mexicanos.
109
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110
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
Los dislates que se decían desde todos los púlpitos por orden del
virrey en contra de Miguel Hidalgo y sus compañeros están resumidos
en el sermón del padre Bringas, que hemos venido citando y que en-
tre otras afirmaciones dijo: “que para conquistar este país y despojar
de él a los gentiles tenían unas razones muy semejantes, cuando no
idénticas, con las que el Supremo dueño del Universo despojó a los ca-
naneos, a los jebuseos, amorreos y demás paganos a la Palestina, de
la tierra prometida, para darla por herencia a un pueblo escogido”.
Bajo esta sarta de necedades repetidas por ciertos malos mexicanos
todavía en los últimos años, se pretendía inculpar a Hidalgo y a quie-
nes el 16 de septiembre de 1810 iniciaron la revolución de Indepen-
dencia, de estar en contra de Dios, que era el que había escogido al
pueblo español para que despojara a los mexicanos de sus tierras.
111
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2
Es interesante que el padre Mariano Cuevas, quien escribió su historia de la Iglesia en México y la publicó con la aprobación
de los altos dignatarios eclesiásticos, sustente la opinión de que los predicadores contra Hidalgo y contra el movimiento
nunca representaron el sentimiento oficial de la Iglesia.
3
Castillo Ledón, Op. cit., t. II, p. 25.
112
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•
113
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4
En Irapuato se le presentó el ranchero don José Antonio Torres, verdadero representante de ese sector del pueblo mexicano
que tan grandes servicios prestó en todas las guerras de México. Se dice que Hidalgo, aunque censuraba su proceder,
extendió nombramiento a Torres para que revolucionara en Jalisco, donde fue muy estimado y donde lo ahorcaron en
1812 los realistas.
114
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
5
Muchos indios caciques que tiranizaban a sus conciudadanos expresaron su adhesión al rey de España y le juraron fidelidad,
condenando el movimiento de los insurgentes.
115
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6
El Boletín del Archivo General de la Nación, núm. 1, t. III, enero-febrero de 1931, aporta algunos datos muy valiosos
diciendo: “los europeos en Nueva España no se dedican materialmente a las labores del campo y dejan esta ocupación en
manos de los perezosos indios, contentándose con dirigir y mandar las operaciones y proveerlos de utensilios e instrumentos
aún más imperfectos que los que usan en España”.
116
CAPÍTULO XIII
R
De Valladolid a Toluca
S de Washington porque hizo de los la-
e ha elogiado el talento militar
bradores de las colonias de Inglaterra, acostumbrados a vivir en la li-
bertad y en la anarquía de los pioneros, soldados capaces de vencer al
ejército británico. Se ha censurado, en cambio, a Hidalgo porque care-
ció del talento y de los conocimientos militares de Allende. Se ha dicho
que si éste hubiera tenido desde el principio la autoridad que gozaba el
cura Hidalgo en las turbas insurgentes otros habrían sido los resultados
de la lucha y México se habría independizado sin la prolongada agonía y
sin los pronunciamientos que abundaron en los años posteriores.
La verdad es que ningún pueblo puede proponerse metas que no
sean accesibles, pues los hombres, a excepción de los mentecatos, ja-
más se proponen alcanzar sino lo que está dentro de sus posibilidades.
El problema de las masas populares del Virreinato era un problema
de conciencia social, de conciencia política y de teoría política,1 po-
dríamos decir, para usar los términos en que hoy se plantean las cues-
tiones de gobierno y de organización del pueblo. Las grandes masas
de hombres de Nueva España habían vivido bajo la dependencia de
una nación extranjera con un sistema tiránico, derivado de las condi-
ciones materiales en que se encontraba España. No sabían conscien-
temente qué era lo que buscaban, aunque el instinto les hacía desear
un cambio. Era un movimiento espontáneo e instintivo; en tales
condiciones un caudillo, un jefe y dirigente a la altura de las tareas
históricas, debería procurar, antes que nada para que lo inestable se
1
Cuando hablamos de conciencia social y de conciencia política no queremos decir que la independencia fue el resultado de
las ideas de los enciclopedistas o de otros. Mucho menos concedemos validez a las opiniones del Abate Mably (1709 - 1785),
quien supone que se puede organizar la vida social y aun modificar las costumbres con sermones o con la propaganda de
cierto tipo de ideas. Por conciencia social y por conciencia política entendemos aquí la conciencia de la necesidad absoluta
de un determinado fenómeno, que acrecienta siempre la energía del hombre que simpatiza con ese mismo fenómeno y que
se considera a sí mismo una de las fuerzas que originan dicho fenómeno.
119
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120
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
2
Manifiesto que don Miguel Hidalgo y Costilla, generalísimo de las armas americanas y electo por la mayor parte de los
pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus conciudadanos, dirigió al pueblo (México, 1849).
3
Abad y Queipo había opinado varios años atrás que era conveniente una ley agraria diciendo: “Lo quinto, una Ley Agraria
semejante a la de Asturias y Galicia, en que por medio de locaciones y conducciones de veinte o treinta años, en que no se
adeude en real derecho de alcabala, se permita al pueblo la apertura de tierras incultas de los grandes propietarios, a justa
tasación en casos de desavenencia, con la condición de cercarlas y las demás que parezcan convenientes para conservar
ileso el derecho de propiedad”.
4
El padre Cuevas, jesuita historiador, tiene apreciaciones despectivas para la conducta que el arzobispo Lizana siguió en
los días de la guerra de Independencia.
121
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5
El jesuita mencionado, a quien no se puede acusar de defensor de los liberales, se refiere con ironía a la mescolanza que
hicieron los “aúlicos de sotana”; son sus palabras condenando a Hidalgo y a otros caudillos como herejes.
122
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
a Hidalgo los insultos que no deseamos dejar fuera del texto, para que
alguna vez figuren en la antología de la injuria. Los más importantes
insultos son los siguientes: Napoleón de América, monstruo de seduc-
ción, apóstata, traidor, ex cura, ex hombre, generalísimo de salteadores
y asesinos, ex sacerdote, ex americano, Quijote de nuevo cuño, face-
dor de tuertos, fiel discípulo e imitador infame de Napoleón, infame,
frenético delirante, desnaturalizado hombre, impío, enemigo de Dios
y de los hombres, monstruo de extraña ferocidad, reo de alta traición,
enemigo de su patria, de su rey y de su religión, mal sacerdote, etc. Se
le acusa además de pretender entregar a cualquier nación extranjera
que se lo quisiera apropiar al pueblo mexicano y de pretender introdu-
cir en estos católicos dominios las herejías y la desenfrenada libertad
de creencias.6 Don Francisco Severo Maldonado, después de haberse
pasado a los realistas, siendo ya director del periódico El Telégrafo, de
Guadalajara, añadió los insultos siguientes contra Hidalgo: el apóstata
más rapaz y sanguinario, sardenápalo sin honor, infame y degenerado,
hidra rabiosa, bandido, más valiera que en la cuna te hubiera ahogado
tu madre, vejancón, sanquituerto.
A pesar de tantas injurias de verduleras, según las califica benig-
namente don Carlos María de Bustamante, Hidalgo arrastró tras de sí
al pueblo, dice Alamán.7 Con la fuerza de la muchedumbre sin orden
militar, predominando los indios que iban cargando a sus hijos llevan-
do carneros y cuartos de res, marchó Hidalgo hacia Valladolid pasando
por Acámbaro, Zinapécuaro o Indaparapeo, donde hizo un alto aquella
muchedumbre mientras se arreglaba la toma de la ciudad principal de
la intendencia de Michoacán, a la que entró entre las 11 y las 12 de la
mañana del día 17 de octubre de 1810. Fácil es imaginar que Hidalgo,
el antiguo catedrático de San Nicolás, se mostraría ufano de lucir el
triunfo de sus ideales ante aquellos que lo habían perseguido por más
de diez años. Por eso se irritó de que el cabildo de la catedral, donde
6
El doctor Francisco Severo Maldonado, que ha merecido calificativos muy diversos por su conducta, después de que
Hidalgo abandonó Guadalajara, con la ayuda de Calleja, publicó un periódico llamado El Telégrafo, de donde se toman los
insultos.
7
Alamán, Op. cit., t. I, p. 370.
123
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124
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
8
Este pueblo es la cabecera municipal y pertenece actualmente al distrito de Ixtlahuaca, Estado de México. En él nacieron
entre otros el arzobispo Posada y el poeta don Fernando Orozco y Berra.
125
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126
CAPÍTULO XIV
R
El Monte de las Cruces y regreso al Bajío
T al vez por temor a un ataque de Trujillo, Hidalgo se encaminó de
Toluca a Santiago Tianguistenco, del actual municipio de Tenango del
Valle, pasando por Metepec y siguiendo el viejo camino que de este
lugar conducía a aquella villa. Muy tarde debe haber llegado a Santiago
la noche del domingo; pero se publicaron relatos diciendo que entró
durante el día. El lunes y todo el martes permaneció en este pueblo, a
donde acudirían millares de indios de la región aprovechando el tian-
guis que se verifica el martes de cada semana. En ese lugar el Padre de
la Patria recibió la adhesión de los pueblos de Techuchulco, Texcalya-
cac, Calimaya y otros, pues desde muchos años antes litigaban contra
los descendientes del conde del valle de Santiago de Calimaya.1
Si hoy mismo se les dijera que un caudillo conduce un ejército de
83 000 hombres, como se dice que llevaba Hidalgo en los momentos
en que se dio la batalla del Monte de las Cruces, nos causaría espanto
una cifra tan elevada. Lamentablemente los indios del valle de Tolu-
ca, que eran los más numerosos, acudieron de los pueblos unos por
confirmar la novedad de que se hablaba y otros para entrar al saqueo
de las casas de los gachupines, a las haciendas y a los comercios en
las poblaciones, de donde se llevaban hasta las vigas para sus pueblos.
El saqueo ha sido en las rebeliones campesinas de todos los países la
forma natural de proceder. Los que seguían a Hidalgo sabían que se
trataba de un “padrecito” que iba a quitar el poder a los gachupines,
que llevaba a la Virgen de Guadalupe como estandarte, y sobre todo
que devolvería las tierras a los pueblos despojados que las litigaban
hacía más de dos siglos.
1
Cuantos han escrito sobre la marcha de Hidalgo hasta el Monte de las Cruces, incluyendo al señor Castillo Ledón, han dicho
que durmió el 28 de octubre en Toluca. El doctor Chaix, a quien hemos citado, con absoluta seguridad y conocimiento el
testimonio de los propietarios de la casa, manifestó que sólo estuvo en ella por tres horas, y durmió en Santiago Tianguistenco
en una casa que conserva, como recuerdo, un busto del cura Hidalgo.
129
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130
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
padre estuvo con Hidalgo en esos lances, pudo decir en verso lleno
de ironía:
131
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criterio militar sin medir las consecuencias políticas que hubiera tenido
la entrada a la ciudad de México, no cabe duda de que Hidalgo hizo bien
en no arriesgar lo ganado hasta entonces, pues no se hubieran evitado
con la captura de la capital, ni la guerra civil prolongada ni los desórde-
nes, y tal vez hubiera desertado, en el caso de que los realistas resistie-
ran, la mayor parte de los que seguían la bandera de la insurrección.
Hidalgo sabía que alguna vez regresarían los insurgentes victorio-
sos en la conciencia de toda la nación, porque estaba seguro de que el
pueblo se fortalecería (aunque alegó posteriormente razones de orden
militar para fundar la retirada que hizo desde las goteras de la ciudad
de México). Carecía de elementos de guerra que en México no había y
muchos indígenas habían regresado a sus hogares después de la batalla
del Monte de las Cruces. Lo que convenía era, como Castillo Ledón lo
ha narrado, la insurrección, levantar esta provincia y la otra, y propagar
el fuego en toda la Nueva España; después nadie lo apagaría. Así se hizo
y jamás pudieron vencer al pueblo mexicano ni los extranjeros, ni los
militares, ni ninguno de los hombres antipatriotas.
En la conducta de Hidalgo, y en su lucha sostenida sin desalentarse
porque se perdían batallas, se encuentra la razón del drama histórico
de México, cuyos objetivos fueron siempre sencillos y claros a pesar de
los falsos intelectuales: independencia, libertad, tierra y buen gobierno,
avivamiento de la industria y felicidad para el pueblo. En los tiempos
modernos podrían encontrarse algunos sucesos y decisiones parecidas
a las que Hidalgo adoptó que justificaran la resolución tomada. Una vic-
toria militar no sería en esos instantes una victoria del pueblo entero,
cuyas capas más atrasadas apenas iban despertando y por consiguiente
ningún régimen de justicia social nacería fuerte. Si se quería llevar a su
meta el movimiento de independencia y se deseaba un cambio radical,
habría que darle la razón a Hidalgo pues sólo la lucha revolucionaria
haría evidentes los anhelos populares.
Hidalgo llegó hasta Cuajimalpa y algunas partidas de insurgentes
incursionaron por los pueblos de San Ángel, San Agustín de las Cuevas
y Coyoacán. De Cuajimalpa Hidalgo ya no regresó a Toluca, como lo
afirma el señor Castillo Ledón, siguió en cambio por la montaña un
132
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
camino que lo llevara a Villa del Carbón, ahí a San Bartolo de donde
siguió a Niginí, a Timilpan y Aculco.2 El 7 de noviembre de 1810 tuvo
lugar la derrota de Aculco donde los insurgentes perdieron mucho
dinero, cañones y provisiones. Hidalgo se separó de Allende en
ese lugar, y por caminos montañosos y ocultos llegó a la hacienda de
San Martín, cercana a Celaya, el 9 de septiembre. Desde ahí envió una
nota a Allende anunciándole que iba a Maravatío y a Acámbaro, a la
que contestó Allende aconsejándole fuera a Valladolid mientras él se
dirigía a Guanajuato.
El 11 de noviembre llegó Hidalgo a Valladolid, de donde salió para
Guadalajara el 17, habiendo hecho antes publicar un papel con el
nombre de Manifiesto que el Sr. Don Miguel Hidalgo y Costilla, Ge
neralísimo de las armas americanas y electo por la mayor parte
de los pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus
conciudadanos, hace al pueblo. Este documento es la contestación
a las imputaciones que tanto Abad y Queipo como la Inquisición
le hacían de negar la existencia del infierno, de ser luterano y otros
delitos a los que antes nos referimos.3
Por orden de Hidalgo, don José María de Anzorena publicó un decre-
to suprimiendo la esclavitud; pero lo más grave fueron las ejecuciones
de gachupines, en el Cerro del Molcajete, que tan censuradas han sido.
Después de la marcha del ejército que servía a Hidalgo, la noche del 17
de noviembre se produjeron otras ejecuciones en el mismo lugar, como
las que habían ejecutado los indios en los días anteriores. Castillo Ledón
refiriéndose a estos asesinatos dice que no puede menos de condenarse;
pero que, si se tiene en cuenta por una parte la crueldad que estaban
desplegando los jefes realistas, y por la otra, que de oponerse Hidalgo hu-
biera perdido su prestigio sobre las masas que tantas vejaciones habían
recibido y recibían de los españoles, se comprende que estas circunstan-
cias atenúan cuando menos su culpabilidad.
2
En Timilpan, municipio de Jilotepec, México, hay una roca de la que mana un venero de aguas limpias, que los campesinos
conservaron por su propia decisión, pues se dice que ahí descansó el padre Hidalgo. Actualmente el lugar es accesible en
automóvil pues se halla en la vera del camino que va de Toluca a Jilotepec.
3
Es el mismo documento que antes hemos mencionado.
133
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4
Unos disculpan a Hidalgo, otros lo condenan. Zamacois dice que los asesinatos eran tanto más crueles cuanto que se
ejecutaban en personas inocentes. Nosotros solamente decimos que fueron inevitables y si tratamos de explicar la situación
es para obtener alguna enseñanza. El padre Luciano Navarrete y el indio Tata Ignacio, verdugos de los gachupines, tienen
también una razón de ser como todo lo que acontece en la historia humana, que no es un proceso en que ha de condenarse
o absolverse, sino analizarse para encontrar el mejor camino en el porvenir.
134
CAPÍTULO XV
R
La supresión de la esclavitud y la reforma agraria
S Hidalgo de Valladolid con un ejército compuesto de 7 000 hom-
alió
bres, pero desorganizado y sin instrucción. Ni los realistas ni los insurgen-
tes, hasta ese momento, podían exigir instrucción militar para quienes
se incorporaban a la lucha. En la batalla lo determinante era el instinto
de defensa y el deseo vigoroso y espontáneo de la urgencia de un cam-
bio en la vida de México. Los elementos más aglutinantes y más firmes
de las tropas multitudinarias de los insurgentes tenían que ser algunos
hombres de mayor conciencia patriótica, que a sus intereses particu-
lares antepusieran los altos propósitos de hacer de México una nación
independiente. El propio Calleja, cuando comenzó a formar el ejército
que tantas derrotas militares infligió a los insurgentes, se vio precisado
a anteponer a las preocupaciones de carácter militar la calidad políti-
ca de los que se le presentaban. Alamán atestigua que el criterio con
el que formó su ejército el más famoso jefe realista, consistía en saber
si podía contar con su fidelidad y esto era lo esencial.1
En esos días de apremio no era, como hemos dicho, lo esencial el
conocimiento y la organización militar; lo fundamental también para
los insurgentes era la fidelidad a la causa que se proponían. Por eso
Allende no podía haber prevalecido sobre Hidalgo a menos que éste
abandonara el empeño de seguir contando con la adhesión de las gran-
des multitudes de indios miserables y embrutecidos por la excesiva
explotación y el hambre en que vivieron, de un modo permanente,
durante los 300 años de paz colonial. Hidalgo percibió que el problema
militar era muy importante; pero que pasaba a segundo término ante
la urgencia de adoptar medidas sociales que harían de cada uno de
los que le seguían un militante capaz de discurrir por sí mismo todos
1
Esta cifra la dan algunos; Pérez Verdía afirma, tomando el dato de Bustamante, que sólo eran 300 jinetes y 240 infantes.
137
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los medios que existieran para vencer al enemigo. Don Carlos María
de Bustamante deja escapar una frase que a muchos de los insurgentes
los animaría a continuar y a considerar las razones que Hidalgo tenía
para no desilusionarse por las derrotas militares. “Ambos –se refiere a
Allende y a Hidalgo– podían decir en estas circunstancias lo que Pedro
el Grande de los suecos… ¡Ah, ellos nos enseñaban a vencerlos!”.2
El “amo” Torres, a quien Hidalgo había comisionado para que revo-
lucionara por el rumbo de Guadalajara, sin ninguna instrucción militar
anterior y, gracias a su propia inteligencia, había ido acrecentando sus
fuerzas y aprendiendo prácticamente a vencer al enemigo.
Un ejemplo de los métodos militares que aquellos hombres salidos del
pueblo iban aplicando para vencer a sus enemigos se encuentra en la ba-
talla que don Antonio Torres dio el 4 de noviembre de 1810, al frente de
3 000 hombres armados con piedras. El historiador Pérez Verdía describe
así el combate de La Barca: “El astuto insurgente hizo proveer de abun-
dantes piedras a sus dos mil infantes [otros dicen que tres mil]; los colocó
en el centro poniendo su caballería armada de lanzas, espadas y soguillas,
en las extremidades, formando una doble hilera extensísima”. En seguida,
bajando Torres del caballo, describió con su sable en el suelo las líneas que
habrían de seguir para formar un semicírculo que se fuese estrechando
para envolver a los realistas luego que él hiciese cierta señal que les advir-
tió sería revolotear un lienzo blanco”.3 Al primer disparo se vino sobre la
tropa de realistas de Villaseñor aquella masa humana perfectamente com-
pacta, a paso velocísimo, arrojándole tal lluvia de piedras que casi todos
los fusiles quedaron abollados e inservibles. Los rancheros de a caballo,
continúa Pérez Verdía, en aquel terreno tan plano que les permitía obrar
con toda velocidad, en un momento dado cerraron el semicírculo y pu-
sieron en fuga completa a los realistas que apenas pudieron disparar tres
cañonazos. Así fue la victoria del “amo” Torres, en quien Hidalgo había
confiado a pesar de quienes le reprochaban el nombramiento.
2
Alamán, Op. cit., t. I, p. 320.
3
Pérez Verdía, en su Historia particular del estado de Jalisco (t. III, Guadalajara, 1910), ha seguido en el relato anterior los
documentos que publicó el señor Hernández y Dávalos en el tomo III, p. 203, y los que proporciona Bustamante en su Cuadro
histórico, t. I, p. 119.
138
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•
4
Op. cit., t. II, p. 88.
5
Como más adelante se verá, México no podría marchar hacia el progreso, como nación capitalista, sin reforma agraria.
Inglaterra comenzó su desarrollo con la reforma agraria.
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6
Respecto a la supresión de la esclavitud puede decirse que Hidalgo estaba a la altura de Jefferson, quien desde 1784 había
presentado un proyecto para suprimirla. Pero solamente tres estados de la confederación votaron por ese proyecto. La
ordenanza del noroeste de 1787, en los Estados Unidos, prohibía la esclavitud en los territorios situados al norte del río
Ohio; pero se permitía en el suroeste.
140
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141
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142
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8
Gustavo G. Velázquez, “Antecedentes de la guerra de Texas”, conferencia pronunciada en la Universidad Obrera de México,
febrero de 1947.
144
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•
145
CAPÍTULO XVI
R
Allende contra Hidalgo
N o hemos escrito este trabajo para justificar a Hidalgo ante sus ene-
migos y detractores, porque tal cosa carece de importancia. El aná-
lisis intentado tiene como propósito examinar, desde ángulos que no
abundan en el estudio de nuestra historia, el papel que desempeñó y
las causas que lo llevaron a obrar como obró y actuar como lo hizo,
porque entendemos que es útil, en esta hora, examinar el papel que
nuestros héroes han jugado en la historia nacional.
Hidalgo es sin disputa uno de los grandes forjadores de la historia,
porque fue antes que nada un jefe político. Si nuestro país no hubiera
estado en las condiciones materiales en que se encontraba en 1810,
bien pudiera haber sido el cura Hidalgo jefe de un partido en la con-
cepción moderna de tales instituciones de que aún carecemos. No
pudo ser otra cosa sino un caudillo de masas populares y campesinas
que iban a la guerra aprendiendo a vencer no sólo militarmente a sus
enemigos, sino también aprendiendo el contenido del mundo de su
época. ¿Cómo habrían podido enterarse los indios y las masas atra-
sadas del pueblo de que la Iglesia era una institución feudal llena de
todos los defectos de las otras instituciones humanas del feudalismo,
si no era a través de la lucha que aún dentro del clero se libró en-
tre curas patriotas insurgentes y curas “gachupines” y de mentalidad
servil? ¿Cómo podrían haberse enterado de que no eran herejes los
hombres cuando se oponían al poder tiránico del rey, al que jamás
habían visto, pero cuyo brazo rudo y cruel sentían a través de la bu-
rocracia deshonesta, corrompida y abusiva?
Deliberada o espontáneamente, la marcha de Hidalgo por la par-
te mejor poblada y más rica de la Nueva España era una escuela
viva contra todo lo que representaba la dominación española. Sin
embargo, el primero de los jefes de la guerra de Independencia a
quien se le ocurrió la difusión de los ideales que se perseguían fue
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a Hidalgo, por eso con sencillez, en modesto tiraje, que según las
declaraciones de ciertos testigos en algún número no fue mayor de
500 ejemplares, se publicó el primer vocero de los insurgentes, El
Despertador Americano, a cuyo frente se puso al cura de Mascota,
don Francisco Severo Maldonado. Era una obra consciente de polé-
mica y de adoctrinamiento.
Alamán ha dicho que a Hidalgo se le subió el éxito a la cabeza; pero
tal cosa no aparece por más esfuerzos que hemos hecho para encon-
trar pruebas que lo justifiquen. El tratamiento que se le daba jamás
le quitó de los labios las expresiones paternales y afectuosas para el
pueblo que lo seguía y del cual continuaba siendo el ídolo. Para no
perder el afecto de la multitud condescendió con actos que han sido
condenados y que nadie ha tratado de justificar aunque muchos se los
expliquen. Esos actos fueron, principalmente, el no arremeter a sabla-
zos o de otra manera contra la plebe y algunos de sus jefes inmediatos,
cuando le pedían que utilizara el terror contra los gachupines.
Quienes han pretendido justificar la conducta de Hidalgo por su
“condescendencia criminal”, con los deseos de aquella plebe a la que
llama en su declaración final “ejército”, justifican el odio que la gente
de pueblo dejaba escapar de sus pechos contra los gachupines, por-
que era el símbolo mismo, justa o injustamente, de todos los males
que existían en la tierra.1
No puede darse como norma de carácter jurídico ni moral o de
otra índole para explicarse los sucesos históricos los hechos del pa-
sado o de otras naciones, aplicándolas a la situación concreta de
nuestro país, puesto que en determinadas circunstancias los acon-
tecimientos son fatales o inevitables. El odio fue el resultado de la
injusticia y se produjo en aquellas almas que siempre oyeron decir
que la caridad era un deber así como el obrar rectamente; pero que
no recibieron en la práctica sino injusticias. El hombre, como lo re-
conoce hasta Santo Tomás de Aquino, tiene la tendencia natural a
conservar la vida, a conquistar lo que le falta o a conservar lo que
1
El más distinguido escritor de los que han pretendido justificar a Hidalgo por las medidas adoptadas en contra de los
gachupines a los que decapitó es don Francisco Bulnes, cuya obra se cita en la bibliografía.
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152
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•
3
Allende había propuesto que Hidalgo fuera el jefe del movimiento; pero quizá nunca creyó en la popularidad que éste iba
a obtener con las consecuencias que este hecho produjo. Allende aspiraba a contar con la adhesión de la “gente de razón”.
Los criollos, los mestizos y aún ciertas capas de indios –como los caciques– se proponían para que ingresaran al movimiento;
pero no esperaba la adhesión y el despertar de las grandes multitudes hambrientas de las que Hidalgo se convirtió en ídolo.
4
Tomando como buenos los datos que Alamán proporciona podría parecer insensato el cura Hidalgo. El historiador Pérez
Verdía (que reproduce al doctor Mora), Bustamante y Zárate proporcionan las siguientes cifras, las cuales son creíbles:
“Había dos escuadrones de caballerías, dos compañías de artillería con un total de tres mil cuatrocientos soldados que tenían
solamente dos mil fusiles”. Aquellos caudillos daban la preferencia a la artillería y no a la infantería. Tenían 44 cañones
remitidos de San Blas por el cura Mercado. Había 5 000 indios que trajo de Colotlán el cura Calvillo, pero éstos estaban
armados de flechas y vestidos de taparrabo, como en la Conquista. Pérez Verdía ha demostrado, por otra parte, que no eran
100 000 hombres los insurgentes sino a lo más 35 000.
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CAPÍTULO XVII
R
Camino a la derrota
B ulnes se ha ocupado de la conducta de Allende, con gran amplitud y
censura, con razón: su falta de verdadero espíritu militar, a pesar de lo
cual arroja sobre Hidalgo la responsabilidad de los desastres sufridos en
el Monte de las Cruces y en Calderón; censura que hubiera pretendido
sostener una batalla decisiva en Guanajuato, cuando su posición era
militarmente indefendible. Una prueba más de su genio militar la dio
en esta marcha hacia el norte, cuyos fines precisos, como consta en la
historia, Hidalgo siempre ignoró. Es de suponerse, y así se dijo después,
que se trataba de buscar contacto y ayuda de los norteamericanos; pero
hay quienes sospechan que se trataba de una fuga de los jefes militares,
algunos de los cuales (como Abasolo) se hallaban decepcionados de una
lucha que era superior a sus fuerzas.
Mientras el licenciado Ignacio López Rayón regresa al sur y Mo-
relos se levanta como un genio militar, Allende marcha al norte con
tal descuido, llevando mucha impedimenta, y con tan pocas pre-
cauciones militares, que el mismo don Francisco Bulnes ha podido
observar que cualquiera, sabiendo que aquella partida de hombres
conducía 5 000 000 de pesos, se sentiría tentado a iniciar una con-
trarrevolución para apoderarse del tesoro.
Terror y desaliento había en aquellos hombres que marchaban
bajo el mando de Allende y sólo los chistes y bromas del licenciado
Juan Aldama los reanimaba. “Se hacían poesías sobre la marcha”,
dice un testigo, “y se observaba el horizonte para suspirar por los
parientes lejanos”. Tal era el espíritu que Allende, militar, infundía a
la columna que mandaba, a fin de obtener éxito en la lucha que has-
ta entonces, por las torpezas de Hidalgo, según se decía, no se había
alcanzado. Durante la travesía, el cura Hidalgo conservó su genio
chancista, pues fray Gregorio de la Concepción Melero y Piña cuenta
que al llegar a un rancho llamado El Álamo, donde se ampararon por
159
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1
Durante la travesía, según el testimonio de fray Gregorio de la Concepción, Hidalgo conservó su genio alegre de manera
que, cuando la caravana se detuvo en el rancho mencionado, le dijo: “mira qué hermoso estás, pareces borrego cuatezón”,
haciendo alusión a la capa blanca y a la gordura del carmelita.
160
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
le decía: “si piensa usted hacer armas estará perdido porque la tropa
hará fuego y acabará con ustedes”. Es bueno advertir que sólo Hidalgo
y los artilleros de la columna pretendieron, por última vez, resistir a
los realistas.
La captura de Hidalgo y de sus compañeros, preparada con mucha
minuciosidad por Elizondo, se facilitó por la imprevisión militar
de Allende que por todo el camino, desde Zacatecas, vino con tanta
displicencia y descuido que más parecía conducir una caravana
de gentes en tiempo de paz, que una columna militar en un país en
guerra. Hubo tanta imprevisión, como han dicho los historiadores,
que por no haber enviado una columna que explorara el camino a
Baján no se descubrieron los preparativos de Elizondo, quien había
fingido en Saltillo cierta condescendencia con los insurgentes, aun-
que obedecía las órdenes del intendente Nemesio Salcedo. Carece
de importancia para el fin que nos hemos propuesto cada uno de los
detalles de la captura que han sido publicados recientemente en el
Boletín del Archivo General de la Nación, sólo diremos que el 22 de
marzo de 1811 Hidalgo, con todos los capturados, entró a Monclova
custodiado por las tropas de Elizondo; fue atendido por la hija de don
Diego Montemayor, que le llevó alimentos especialmente prepara-
dos. El doctor José María de la Fuente conservó el relato de su “com-
padre” Benito Goribar que conoció el herrero don Nicolás Mascorro
y Ponce, al que obligaron a ponerle los grilletes a Hidalgo “sintiendo
cada martillazo como si se lo dieran en el alma”. Ya remachados
los grilletes hubo que llevar a Hidalgo cargado hasta el hospital de
Monclova, donde fue encerrado con otros muchos prisioneros.2
Con los grilletes que todos los liberadores han llevado, pero sin per-
der su presencia de ánimo, Hidalgo fue llevado, el 26 de marzo (junto
con los principales caudillos que habían iniciado en Dolores la lucha de
Independencia) a Chihuahua. En total eran 26 los reos conducidos
por el teniente coronel Manuel Salcedo, hijo de don Nemesio, gober-
2
Se repartieron los prisioneros en diversos edificios. El relato que hace de estos acontecimientos el doctor De la Fuente es
distinto al que reproduce el señor Castillo Ledón, quien con mejores documentos afirma que el herrero se llamaba Marcos
Marchand y su ayudante Pioquinto Rodríguez.
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Eso era el monstruo Hidalgo, cuya vida, pocos días después, iba a
cerrarse y a descender con la misma grandiosidad con que desciende en
las extensas llanuras de Chihuahua el atardecer majestuoso de julio.
La muerte, como la persecución, es para los hombres el crisol donde
templan sus almas. Ante ellas los débiles huyen y los cobardes se muestran
tal como son. Allende descubre en las declaraciones que se le toman
algo que hasta esos momentos habían ignorado los insurgentes de to-
das las provincias. “Había pretendido envenenar al Cura, desde Gua-
dalajara, molesto porque ya no tomaba en consideración el nombre
162
Hidalgo Nueva vida del héroe
•
de Fernando VII y por otros males que deseaba cortar”. Declara sus
ambiciones y que se aprovechó de una junta para que se le depusiese
el mando, recayendo en el declarante por acuerdo unánime de los mis-
mos oficiales. Se empequeñece diciendo que firmó las credenciales de
Ortiz de Letona, pero que lo hizo sin haberlas leído,
Agrega este militar, a quien tanto preocupaban los errores del Pa-
dre de la Patria, que “reconoce que Hidalgo y los demás que firmaron
dichos documentos especialmente Rayón abusaron de su buena fe”.
¡Pobre Hidalgo! Solamente la plebe nunca se intimidaba ni negaba su
nombre ante los pelotones de ejecución de los realistas. Las horcas que
se levantaron en cada árbol, principalmente en el valle de Toluca y en
el Bajío, no oyeron jamás que los humildes indios mártires lloraran o se
desdijeran del amor a la patria mexicana, que con el cura Hidalgo a la
cabeza ellos estaban ayudando a construir.
3
En la historia de México frecuentemente han aparecido hombres como Allende. Esperan la ayuda del extranjero y sueñan
con ella; pero desprecian el valor del propio pueblo mexicano. La política “bonapartista” de exportar la revolución, además
de ser ineficaz, como lo demostró el caso de España, es el recurso de ciertas capas de la población que deseando un cambio
no están dispuestas a luchar para lograrlo y esperan que de fuera venga el remedio.
163
CAPÍTULO XVIII
1
El padre Cuevas ha probado que un sacerdote católico bien puede, en determinadas circunstancias, tomar parte en una
revolución cuando se trate de defender los intereses de la patria. Entonces no es ilícito empuñar las armas. Absuelve a
Hidalgo del cargo que le hacen los que él llama “aúlicos de sotana”.
2
Hidalgo manifestó que el número de ejecutados en Guadalajara era como de 350. Alamán dice que 1 000. Bustamante más
de 700. El ingenuo señor Zárate en México a través de los siglos, manifiesta: “Pero el mayor o menor número de víctimas no
cambia la enormidad del atentado, ni desvanece siquiera en el segundo caso la mancha de sangre que cayó en esas noches
nefandas sobre la bandera de la patria. Fue buena, noble y santa la causa de la Independencia y no necesitaba para su victoria
crímenes que no podemos disimular y defender”. ¡El candor de nuestros liberales del pasado nos obliga a recordar, a falta
de otra cosa mejor, una precisa definición de Hegel: lo que es racional es real y lo que es real es necesario! La historia no es
una lucha entre el bien y el mal, ni entre los buenos y los malos. ¡Es otra cosa muy diferente!
167
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El peor enemigo del Cura Hidalgo serían las propias retractaciones que
se dice haber hecho estando en capilla ¿quién ha visto el original de esas
retractaciones? Estamos todavía en el terreno de las copias y en las co-
pias caben muchas interpelaciones. El documento consta de dos partes,
o mejor dicho, versa de dos materias: los pecados y ofensas de Dios N.
S. que Hidalgo había emitido durante toda su vida, y en este sentido sí
creemos que su arrepentimiento fue sincero y que murió como buen ca-
tólico, apostólico, romano, con derecho a una cruz sobre su tumba y a
un asiento en el cielo… Pero que la pieza documental, tal como aparece
esa obra de Hidalgo, en la parte que se refiere a la Independencia, no
creemos que sea aceptable ni por el estilo, que no era el suyo y diferente
de la primera parte, ni por las circunstancias extrínsecas que en aque-
llos momentos le rodearon.3
3
Las minucias que relatan los autores sobre los últimos instantes de Hidalgo son bien conocidas; por eso las omitimos.
168
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•
169
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Pero los ojos verdes del padre Hidalgo, del Padre de la Patria, no se ha-
bían cerrado a la noche de México. Avizoraban el porvenir y su hermoso
rostro iba a alumbrar muchas noches oscuras de los mexicanos, princi-
palmente de los siervos de la tierra y de los indios a quienes ha envuelto
171
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6
Reportaje al pie de la horca. Julius Fucick.(Periodista Checo fusilado por los nazis en Praga en 1943).
172
CAPÍTULO XIX
Reflexiones finales
E l oro y la plata que encontraron los españoles en América (en lugar
de las especies que buscaban), los cuales fueron su fuerza principal por
varios siglos, acabaron, por fin, de corroer las entrañas del régimen feu-
dal europeo al sustituir las relaciones naturales por las relaciones del
dinero. El oro, símbolo del nacimiento de la burguesía mercantil, pro-
vocó un cambio tan asombroso que Shakespeare pudo decir:
1
Humboldt expresa que de la cantidad de 45 500 000 pesos, 27 500 000 iban a dar a Asia por el comercio con Levante, por
el Cabo de Buena Esperanza y por Kamchatka y Toblosk. Solamente 18 000 000 de oro y plata de América quedaban en
Europa. De esta cantidad deberían descontarse el oro y la plata que se perdían en las refundiciones y en la extraordinaria
subdivisión de la joyería, así como la que se empleaba en vajilla, galones y dorados. Necker creyó haber calculado antes de
1789 en 4 000 000 de pesos lo que se empleaba anualmente en plata labrada, galones y tejidos bordados fabricados en Francia.
En contraste con lo anterior las minas de Europa y Siberia sólo producían cerca de 4 000 000 de pesos anualmente.
175
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con el oro suficiente para comprar cuanto le hacía falta. Inglaterra, sin
colonias donde proveerse de metales preciosos, desarrolló un comer-
cio de los paños de lana. La demanda de estos paños obligó a los te-
rratenientes a extender las praderas a costa de las tierras dedicadas
al cultivo de productos alimenticios, apareciendo así las “cercas” que
perjudicaban a los labradores pobres, para quienes el antiguo sistema
de campo abierto era una cosa indispensable. La necesidad de criar
ovejas para producir lana, indispensable para la manufactura de paños,
llevó a los lores a obtener del parlamento una reforma agraria que sirvió
para despojar a los campesinos de las mejores tierras, dándoles en cam-
bio tierras malas e impropias para la cría de ovejas.
Al mismo tiempo la afluencia del dinero en las ciudades aumentó
la demanda de productos agrícolas y los lores pudieron ocupar a los
antiguos campesinos individuales, despojados de las tierras, en calidad
de peones. El campesinado se dirigió a las ciudades para convertirse
en mano de obra barata para la naciente industria. La aglomeración
de campesinos sin tierra en las ciudades inglesas aumentó a su vez el
mercado interior de las manufacturas, lo que permitió un aumento de
producción y una capitalización mayor pues el dinero adquirido se que-
daba dentro de la propia Inglaterra. El ascenso industrial inglés vino
porque fue posible disponer de un buen mercado interior y por tener
abundante mano de obra. Sin embargo, como la demanda era mayor
que la producción de la industria artesanal y el comercio (principal-
mente de telas, pues proporcionaba buenas utilidades), pronto el inglés
Kay inventó la lanzadera volante para aumentar el rendimiento de los
telares. Los inventos en la industria textil y el avance en la técnica de
la producción barata de artículos manufacturados (lo que agregado al
hecho de disponer de una flota mercante numerosa) la convirtió en la
nación proveedora de mercancías. De esta manera pudo acumular oro
y plata que, a causa del monopolio que España tenía establecido en las
colonias, era necesario adquirir por el comercio de contrabando, no sin
que éste se convirtiera con mucha frecuencia en piratería.
El crecimiento de otras naciones europeas como Holanda y Fran-
cia produjo efectos desastrosos en el poderío español que al finalizar
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•
El lujo de las clases privilegiadas del Virreinato era, por otra parte,
un estímulo en los de abajo para desear lo que les hacía falta y luchar
por ello, ya que siendo todos hijos del mismo Dios, sólo por nacer en la
península unos lo tenían todo. El privilegio de la minoría exacerbaba
las aspiraciones que todo ser humano tiene para vestir, comer y des-
cansar. La lucha por la independencia nacional era un medio para lograr
la satisfacción de todos los que por una u otra causa están insatisfechos.
Los insatisfechos, siendo la mayoría, para obtener el disfrute común de
las riquezas de su territorio deberían unirse y asociarse a fin de vencer a
los privilegiados, que siendo la minoría, necesitaban recurrir al engaño
y utilizar la religión como instrumento de dominación política. Por eso
Hidalgo decía: son católicos por política; pero su dios es el dinero.
El resentimiento nacional nació de la agudización de las contradiccio-
nes sociales dentro del régimen feudal y colonial; de la insatisfacción y
de la generalización de la tiranía sobre la mayoría de los que vivían en
el territorio común de Nueva España, que se iba formando como una
comunidad peculiar, rompió las ataduras. En el camino que el pue-
blo recorría se encontró con dos clases de hombres: aquellos a quienes
nada importaba la comunidad social naciente y otros en quienes este
sentimiento era exaltado. Estos fueron, particularmente los intelec-
tuales, casi todos miembros del clero mediano y pobre. Hidalgo fue el
más esclarecido de los hombres de Nueva España, cuyo sentimiento
nacional lo llevó a promover, con otros, la primera radical transforma-
ción que hubo en nuestro país. Sin embargo, conociendo a Voltaire lo
superaba en el amor a las masas inferiores sin las cuales no quiso andar
ni un solo tramo del camino que recorrió.
Fue, pues, Hidalgo hijo de su tiempo; pero también del tiempo que
habrá de venir. En su amor al pueblo, a las clases inferiores, tuvo mu-
chos antepasados; no sólo en el mundo sino a una Nueva España. Ellos
fueron Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, fray Margil de Jesús
y algunos misioneros; con su vida y su muerte demostró que la Iglesia
en México era una institución que como tal estaba al servicio de los
privilegiados del Virreinato y de la monarquía española, pues de otra
manera los organismos superiores de ella no lo hubieran condenado y
179
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180
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ción. En el tomo I (siglo XIX) el virrey Calleja, según los datos que se encuentran ahí,
ordena a la Inquisición y a don Manuel Flores, inquisidor mayor, por orden del rey,
que investigue las complicaciones de Hidalgo en una conspiración habida 20 años
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193
ÍNDICE
R
P R E S E N TA C I Ó N
9
CAPÍTULO I
El mundo en que nació el héroe
13
CAPÍTULO II
La enseñanza de los jesuitas
21
CAPÍTULO III
Iglesia o mar o casa real
29
CAPÍTULO IV
Maduración intelectual
37
CAPÍTULO V
El magisterio de Hidalgo
45
CAPÍTULO VI
Cura de aldea
53
CAPÍTULO VII
El crisol de la persecución
61
CAPÍTULO VIII
La parroquia de Dolores
69
CAPÍTULO IX
Una estrategia y una táctica
77
CAPÍTULO X
En los preludios de la Independencia
85
CAPÍTULO XI
El grito de la Independencia
91
CAPÍTULO XII
Del pueblo de Dolores a Guanajuato
101
CAPÍTULO XIII
De Valladolid a Toluca
111
CAPÍTULO XIV
El Monte de las Cruces y regreso al Bajío
121
CAPÍTULO XV
La supresión de la esclavitud y la reforma agraria
129
CAPÍTULO XVI
Allende contra Hidalgo
139
CAPÍTULO XVII
Camino a la derrota
147
CAPÍTULO XVIII
Muerte del héroe
155
CAPÍTULO XIX
Reflexiones finales
163
BIBLIOGRAFÍA
171
R
Hidalgo . Nueva vida del héroe, de Gus-
tavo G. Velázquez, se terminó de impri-
mir en el mes de noviembre de 2007.
La edición consta de tres mil ejem-
plares y estuvo al cuidado de María
del Carmen Rivero Quinto, Ernesto
Jiménez Hernández y Nora Cecilia
Pérez Ramírez. Concepto editorial:
Erika Lucero Estrada y Hugo Ortíz.