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Hidalgo

Nueva vida del héroe


Gobierno del Estado de México

EDITOR
Gustavo G. Velázquez

Hidalgo
Nueva vida del héroe

COLECCIÓN M AY O R
Historia y Sociedad
2 0 0 7
Enrique Peña Nieto
Gobernador Constitucional

Consejo Editorial: Humberto Benítez Treviño, María Guadalupe


Monter Flores, Luis Videgaray Caso, Agustín
Gasca Pliego, David López Gutiérrez.
Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez
Pichardo, Augusto Isla Estrada.
Secretario Técnico: José Alejandro Vargas Castro.

© Gustavo G. Velázquez / Hidalgo / Nueva vida del héroe

Primera edición: 1960


Segunda edición: 2006
Primera reimpresión 2007
DR © Gobierno del Estado de México
Palacio de Gobierno
Lerdo poniente, 300,
Toluca, Estado de México, C. P. 50000
www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
consejoeditorial@edomex.gob.mx

ISBN 968-484-655-X (colección)


ISBN 978-970-826-003-9

Autorización del Comité Editorial de la Administración


Pública Estatal No. CE: 205/1/214/07
Impreso en México
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas,
diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el
tratamiento informático y la grabación, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México.
Si usted desea hacer una reproducción parcial de esta obra sin fines de lucro, favor de contactar al
Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
M
H
Hidalgo
Grabado de Leopoldo Méndez,
realizado para la primera edición.
P R E S E N T A C I Ó N

B ienvenida esta biografía de Miguel Hidalgo que se reedita en el año


2007, en el marco de la conmemoración que realiza el Gobierno del
Estado de México con motivo del Bicentenario del inicio de la Guerra
de Independencia nacional. En efecto, se trata de una reimpresión de la
obra que apareció por primera vez en 1960, año del sesquicentena-
rio del inicio de la Independencia: Hidalgo, nueva vida del héroe de
Gustavo G. Velázquez. El libro se solicita y ya no se consigue; de ahí la
conveniencia de su reimpresión.

El título ya es una declaración del propósito que alentó a Gustavo G.


Velázquez para que se lanzase a esta empresa compitiendo con otra,
la biografía Hidalgo. La vida del héroe, de Luis Castillo Ledón, la más
celebrada por aquel entonces. Gustavo G. Velázquez tuvo la intención
de hacer algo distinto, por ello presenta su obra como una “nueva vida
del héroe”. Nos parece que efectivamente hay novedad; pero no tanto
en los datos cuanto en algunos aspectos del enfoque.

En cuanto a datos, el autor aprovecha los textos clásicos de Bustaman-


te, Alamán, etc., y las ricas colecciones documentales de Hernández
y Dávalos, de Genaro García, así como otras, y desde luego varias de
las biografías anteriores, como la de José María de la Fuente y la ya
mencionada de Castillo Ledón. No tuvo a la vista, por haber salido a luz
el mismo año de 1960, el texto de los Procesos inquisitorial y militar
seguidos a D. Miguel Hidalgo y Costilla, publicado por Antonio Pompa
y Pompa, ni algunas de las obras que por haberse editado en provincia
no suelen darse a conocer de manera suficiente, como los documentos
publicados en Morelia por Enrique Arreguín. Pero en cambio, Gustavo
G. Velázquez precisa varios puntos de la vida del prócer gracias a infor-
mación que a pesar de publicada era poco conocida, como la relativa


al paso de Hidalgo por Toluca o a los orígenes de la familia de Cristóbal
Hidalgo en Tejupilco.

El enfoque o punto de vista que adopta Gustavo G. Velázquez presenta


aspectos novedosos y aspectos reiterativos. De estos últimos cabe seña-
lar la constante reivindicación de la conducta de Hidalgo frente a Lucas
Alamán y cuantos han subrayado la desorganización y los aspectos des-
tructivos de la primera insurgencia. Nuestro autor muestra el mérito de
Hidalgo no sólo de haberse lanzado a la lucha el primero, sino de haber
marcado el carácter de plena independencia y las dimensiones sociales
del movimiento, como las medidas de carácter agrario y la manumisión
de los esclavos. Aparte, nuestro autor vuelve con amplitud la mirada a
las diferencias entre Allende e Hidalgo.

A lo largo de la obra, el enfoque hasta cierto punto novedoso consiste


en la utilización de amplios marcos históricos, filosóficos y sociológicos
de interpretación, tanto del movimiento de Independencia como de la
vida de Hidalgo. Conforme a la formación, inclinaciones y relaciones de
que disponía el profesor Velázquez, se sirve de H. Adams, Rafael Alta-
mira, T. S. Ashton, Y. M. Bocharov, P. Foner, Ernest Cassirer, A. Efimov,
Engels, Marx, J. Dewey, Hegel, León XIII, Voltaire, Tomás de Aquino,
Lenin, Chao Chi Liou, Vicente Lombardo Toledano, A. Maurras, J. M.
Ots Capdequí, Stalin, etcétera.

De tal manera, a la luz de todos estos elementos interpretativos el resultado


es efectivamente una nueva vida de Hidalgo y de la lucha insurgente, cuyo
sentido histórico se ubica en esos amplios marcos, que van del marxismo al
nacionalismo liberal, del humanismo cristiano al determinismo histórico.

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No se abandonan puntos esenciales de la historia oficial de México, pero
se adaptan a necesidades y conveniencias del momento histórico en
que se escribió la obra, al filo de los años sesenta.

El estimado profesor Gustavo G. Velázquez nació en Valle de Bravo en


1910 y falleció en Toluca en 1995. Fue abogado por la Escuela Libre
de Derecho y maestro en historia por la UNAM. Periodista infatiga-
ble durante sesenta años, entregó el último artículo dos días antes de
morir. Escribió una docena de libros de historia relativos al Estado de
México. Maestro de muchas generaciones en la ciudad de México y en
Toluca, sobre todo en la Universidad Autónoma del Estado de México.
Fue militante político, particularmente en el Partido Popular Socialis-
ta. En este sentido, el profesor Velázquez representa al ciudadano y
profesionista comprometido, al político ampliamente culto, erudito,
enciclopédico y humanista. Su obra acerca de Hidalgo es una buena
muestra de ello y del estado en que se hallaba la historiografía en
México. Que sea un tributo de reconocimiento esta reedición.

C arlos H errejón P eredo

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Jamás debe escribirse sino lo que se ama.
Ernesto Renán. Recuerdos de infancia y de juventud.

Si tú ves la cara de tu país, verás en él


tu propio rostro: pero si no pones
nada de tu alma en esa visión,
no lograrás ver nada.
Nietzsche. Der Wanderer und sein Shatten.
CAPÍTULO I

R
El mundo en que nació el héroe
L a mayor partede los historiadores y biógrafos de Miguel Gregorio
Antonio Ignacio Hidalgo Costilla y Gallaga se detienen en relatar,
con verdadera minucia y aún utilizando suposiciones que a veces
son no sólo obvias sino inútiles, los detalles de la infancia del héroe
y de su nacimiento. Una historia de esta naturaleza se convierte
en un relato intrascendente que ni esclarece ni arroja luz sobre los
caminos que el pueblo mexicano ha recorrido bajo la guía de sus
hombres señeros.
Parte de esa trama intrascendente se refleja en el esfuerzo por
revivir o amplificar la disputa sobre el lugar en que nació el hijo de
don Cristóbal Hidalgo Costilla, dividiéndose, así, en dos “corrien-
tes” de sabios enfermos de infantilismo: los que declaran que nació
en Corralejo y los que proclaman que nació en San Vicente del Ca-
ño, lugares ambos de la jurisdicción de Pénjamo, del actual estado
de Guanajuato.1
Nacido el día 8 de mayo y bautizado ocho días después, el 16 de
mayo de 1753, en la capilla de Cuitzeo de los Naranjos, hoy Abasolo,2
por el bachiller Agustín de Salazar, como español, hijo de Cristóbal
Hidalgo Costilla y de doña Ana María Gallaga, españoles, cónyuges y
vecinos de Corralejo, doscientos siete años después Miguel Hidalgo
sigue despertando las más encontradas pasiones, lo que hace decir
a un político y sociólogo de nuestros tiempos, a propósito del héroe:
“Nunca se insulta a los muertos. Se les insulta en tanto que los muer-
tos viven; sólo se insulta a los que viven, a los que alientan, a los que
luchan, a los que crean”.

1
El autor de este ensayo considera resuelto definitivamente el problema y probado que Miguel Hidalgo nació
en Corralejo.
2
Se dice que Cuitzec en el idioma de los indios huachichiles que lo habitaron significa “lugar donde hay zorrillos”.
Perteneció el lugar al hijo de Caltzontzin, rey de Michoacán, don Tomás Quesuchihua.

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G ustavo G. V elázquez

Empero, si hay menguados, indignos del nombre de mexicanos


que insultan a Hidalgo, el pueblo lo ama y en el rincón más humilde
de la patria mexicana, desde hace más de un siglo, su memoria re-
presenta algo tan grande, que necesariamente nos veremos obligados
a separarnos de los caminos trillados, de los pleitos intrascendentes,
de las suposiciones baladíes, para tratar de establecer las razones
que han hecho inmortal la figura del Padre de la Patria.
El empeño para ubicar al héroe en su infancia, necesariamente ha
de llevarnos a considerar, siquiera sea con apreciaciones esquemáti-
cas, las condiciones en que vivía la población de la Nueva España y
aún las condiciones de la gente a la que perteneció el niño Hidalgo.
Podría decirse que carece de importancia examinar el medio en
que nació y la estructura de la sociedad donde creció y se hizo hom-
bre; pero el desprecio para el examen de factores como los que enun-
ciamos impediría el conocimiento exacto de lo que vale el hombre y
el pueblo que lo forjó.
Tiene importancia que Hidalgo haya nacido entre labradores, en-
tre gente que no era servil; pero que, dedicada a las faenas del cam-
po, cuidaba las tierras y las trabajaba, parte en propiedad y parte
para el ausentista señor de ellas, porque tal hecho lo haría percibir
la estructura del virreinato de la Nueva España, donde años más tar-
de, tan gran papel desempeñaría. Nacer en la Intendencia de Gua-
najuato, en la región donde las minas permitían a sus propietarios
los mayores lujos, mientras el español criollo dedicado a las faenas
agrícolas, a pesar de la rudeza de las labores, iba vegetando, en me-
dio de la miseria de los indios, que si en teoría eran libres, la libertad
sólo les era útil para ir a morir en los socavones de las minas o como
bestias enfermas, cuando inútiles no podían más extraer el metal ni
entrar en los tiros de las minas.
A pesar de ser muy conocido el tríptico del poeta colonial Fran-
cisco de Terrazas, por constituir un gran documento sociológico que
pinta, como nosotros no podríamos hacerlo, las contradicciones socia-
les del Virreinato, no resistimos la tentación de reproducirlo como la
mejor descripción que a mano pudiéramos hallar.

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Hidalgo Nueva vida del héroe

Minas sin plata, sin verdad mineros,


Mercaderes por ella codiciosos,
Caballeros de serlo deseosos,
Con mucha presunción, bodegoneros,

Mujeres que se venden por dineros.


Dejando a los mejores más quejosos;
Calles, casas, caballos muy hermosos,
Muchos amigos, pocos verdaderos.

Negros que no obedecen sus señores,


Señores que no mandan en su casa,
Jugando sus mujeres noche y día:

Colgados del virrey mil pretensores,


Tianguez, almoneda, behetría,
Aquesto en suma, en esta ciudad pasa.

Niños soldados, mozos capitanes,


Sargentos que en su vida han visto guerra
Generales en cosas de la tierra.
Almirantes con damas muy galanes:

Alféreces de bravos ademanes,


Nueva milicia que la antigua encierra,
Hablar extraño, parecer que aterra,
Turcos zapados, crespos alemanes.

El favor manda y el privado crece,


Muere el soldado desangrado en Flandes
Y el pobre humilde en confusión se halla

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G ustavo G. V elázquez

Seco el hidalgo, el labrador florece,


Y en este tiempo de trabajos grandes,
Se oye, se mira, se contempla y calla.

Viene de España por la mar salobre


A nuestro mexicano domicilio
Un hombre tosco y sin ningún auxilio,
De salud falto y de dinero pobre.

Y luego que caudal y ánimo cobre,


Le aplican en su bárbaro concilio
Otros como él, de César y Virgilio
Las dos coronas de laurel y robre.

Y el otro, que agujetas y alfileres


Vendía por las calles ya es un Conde
En calidad, y en cantidad un Fúcar;

Y abomina después el lugar donde


Adquirió estimación, gusto y haberes
¡Y tiraba la jábega en San Lucar!3

Los labradores no eran, sin embargo, los señores feudales. Por el


contrario, si florecían era porque trabajaban tierras ajenas, de la igle-
sia o de los encomenderos o sus descendientes, o ranchos y estancias
proporcionalmente no extensos, que solían cultivar personalmente o
con la ayuda de su familia. La mayor parte de estos labradores se
ufanaban de ser españoles americanos, es decir descendientes, a ve-
ces remotos, de españoles peninsulares. Bien fueran administradores,
bien arrendatarios, bien propietarios rurales medianos, la tierra los
arraigaba porque la hacían fructificar y producir con sus fatigas y
3
Menéndez y Pelayo, Antología de poetas hispano americanos, t. I, Madrid, 1893, p. XXXIX.

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Hidalgo Nueva vida del héroe

con sus desvelos, o con las fatigas y con los desvelos de los peones,
que eran sus compañeros en el paisaje y en las prolongadas jornadas
campesinas.
Por su origen, Miguel Hidalgo Costilla y Gallaga, el segundo hijo del
primer matrimonio de don Cristóbal, pertenece a la gente que ocupa
una posición intermedia: no forma parte de las clases privilegiadas del
virreinato, pero tampoco sufre las pobrezas, vejaciones y amarguras
de las clases bajas envilecidas por la explotación. No es “gachupín”, pe-
ro tampoco nace entre los criollos ricos o entre los indios o las castas
humilladas. Conoce, sin sufrirlos siendo niño, los dolores de los indios y
sabe y conoce las historias de todos los peones y siervos de la hacienda
de Corralejo que, pretendiendo huir de la tierra, ingrata para ellos, caían
en los obrajes o en los socavones de las minas, donde servían de míseros
barreteros, tenateros, desaguadores o “caballitos”.
Mas si tiene importancia saber que Miguel Hidalgo nació y pasó los
primeros años de su vida entre labradores, no la tiene menos conocer
la ubicación de éstos en el régimen colonial de Virreinato de la Nueva
España y las principales características sociales predominantes.
Desde el punto de vista social y político un monarca extranjero,
es decir, un dictador de fuera, ordenaba la vida de la Nueva España.
La monarquía extranjera, la dictadura ejercida desde la metrópoli, se
apoyaba en el sistema del monopolio del comercio y de la tierra, que
desde los días inmediatos a la conquista española había sido entrega-
da a unos cuantos, por más que la absoluta mayoría de la población
dependiera de la agricultura para vivir. El monopolio de la tierra era
compartido por los descendientes de los primitivos conquistadores
y pobladores con la Iglesia católica, que día a día se adueñaba de la
agricultura mediante la imposición de gravámenes a su favor, como
las “capellanías”, las hipotecas y los legados in articulo mortis,
que algunos invocan como argumento para la defensa de los llama-
dos “bienes de manos muertas”.
Dentro del régimen de dictadura monárquica y de monopolio me-
draban las clases medias, integradas por los funcionarios civiles o
eclesiásticos de categoría inferior, los labradores, administradores de

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G ustavo G. V elázquez

las grandes haciendas, arrendatarios de ellas o medianos propietarios


rurales. Abajo de todos, en el campo, los indios mansos del altiplano,
convertidos en siervos de la tierra, en peones famélicos, teóricamente
libres, pero acusados de ser indolentes y haraganes.
En las ciudades y centros poblados descollaban funcionarios como
los alcaldes mayores, corregidores o subdelegados, verdaderos ladrones
y opresores del pueblo pobre; los comerciantes tramposos, los servido-
res de la Iglesia y los dueños de obrajes de toda índole que se embobaban
y llenaban de envidia ante el lujo de los altos dignatarios del gobierno y
de la Iglesia o ante el derroche ostentoso de los mineros en prosperidad
o de los maestros artesanos protegidos por la organización gremial.
La tiranía del rey de España se exacerbaba, porque había siempre una
constante contraposición entre las órdenes, muchas de ellas humanita-
rias y liberales, y el cumplimiento de las mismas, pues jamás se llevaban
a cabo, sobre todo cuando se trataba de disposiciones que favorecieran
a la población nativa o a las clases bajas. La tiranía se ejercía por me-
dio de diversos órganos llamados tribunales: la Inquisición, el consulado,
las alcaldías mayores y los provisoratos de las mitras. En todas partes la
corrupción era el hecho característico, así como una despiadada per-
secución para cuanto significaba o pudiera significar perjuicio para los
intereses de la monarquía y las instituciones en que ésta se apoyaba.
Seguramente que estos hechos no fueron percibidos en su claridad
y en su intensidad por el niño Miguel Hidalgo; pero es evidente que
la vida de los suyos estuvo, aún sin saberlo, condicionada por tales
circunstancias. No por apartado del mundo que estuviera Corralejo,
podría escapar de las condiciones sociales que envolvían a la Nueva
España hacia la segunda mitad del siglo XVIII, cuando casi había que-
dado totalmente formada desde el punto de vista territorial.
Se ha dicho que el padre del niño Miguel Hidalgo hizo varios viajes
por los pueblos cercanos a Pénjamo y que en uno de ellos, cuando me-
nos, sus dos primeros hijos, José Joaquín y Miguel, lo acompañaron al
pueblo de Coeneo, de donde era cura su pariente político don Manuel
Villaseñor, y que al regreso de ese viaje, el año de 1756, es decir, tres
años después de nacido Miguel, doña Ana María dio a luz a su tercer

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Hidalgo Nueva vida del héroe

hijo, al que bautizaron con el nombre de Mariano. Se sabe que don


Cristóbal hizo un viaje a Dolores en 1759 para visitar a los parientes
de su esposa, el cura José Antonio, María Rita, María Bernarda, María
Josefa y María Francisca, todos de apellido Gallaga. El 15 de abril de
1762, cuando Miguel, nuestro héroe, cumplía nueve años, nació Ma-
nuel, el quinto de sus hermanos. La madre, doña Ana María Gallaga
y Mandarte, muere en esta misma fecha, quedando huérfanos Miguel y
sus hermanos. La tía María Rita cuida de los sobrinos hasta que a me-
diados de 1765 José Joaquín y Miguel Hidalgo se encaminan a Vallado-
lid, donde ingresan a la primera clase en el Colegio de San Francisco
Javier, dirigido por la orden religiosa de los padres jesuitas.

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CAPÍTULO II

R
La enseñanza de los jesuitas
L uis Castillo Ledón, el biógrafo más connotado de Hidalgo, afirma que
al cumplir los doce años “como sus estudios de primeras letras hechos
en su mismo hogar estaban concluidos, su padre resuelve enviarlo a él
y a su hermano mayor José Joaquín, a Valladolid, para que juntos cur-
saran los estudios superiores en el Colegio de los Padres Jesuitas de
aquella ciudad”.
Sería superficial suponer que en poco más de un año y medio en
que los hermanos José Joaquín y Miguel estuvieron en el Colegio de San
Javier de Valladolid adquirieron los conocimientos de que la Orden Re-
ligiosa fundada por San Ignacio de Loyola era depositaria y portadora
en la Nueva España; pero quizá la expulsión de los miembros de la orden
ejecutada con tanta violencia y extraordinario aparato el día 25 de junio
de 1767 influyó mucho en el despertar moral y científico de nuestro héroe.
Muy seguramente, al correr del tiempo, Miguel Hidalgo se preguntaría, ex-
trañado, la razón de aquella expulsión y seguramente la interpretaría
como una medida arbitraria y despótica del régimen colonial.
Sin que sea necesario entretenernos en recordar las graves acu-
saciones que en Europa se hacían a los jesuitas, porque indudable-
mente no tienen aplicación en México, es fácil suponer que el rey
Carlos III se sentiría no sólo envidioso de la gran riqueza que habían
acumulado los colegios e instituciones de los jesuitas, sino que, en sus
obras y en sus discursos, en su amor a lo nativo de América y de Nueva
España, concretamente, era fácil advertir el peligro, pues constituían
el gérmen y la base teórica de las masas criollas de indios y castas
que hacían falta para que emprendieran, como lo hicieron años más
tarde, el movimiento de la independencia nacional.
Don Justo Sierra supone que los consejeros del rey, por regalistas
o por poco afectos a la religión, inficionados ya de la filosofía “negati-
vista y destructora de la Europa intelectual que tenía por foco la En-

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G ustavo G. V elázquez

ciclopedia”, iniciaron los ataques a la Iglesia, uno de cuyos órganos,


según las palabras del mencionado autor, “la Compañía de Jesús”,
había acrecido tanto sus riquezas que aún haciendo a un lado las
exageraciones era tal su poder sobre inmensos grupos sociales, tan
profundo, que pareció a los políticos un suicidio del Estado tolerar
tamaña fuerza dentro de su seno”. Todo es posible y fácil de admitir,
la Compañía de Jesús en la Nueva España era la principal propie-
taria rural con sus 126 haciendas, las más extensas de todo el país.
Pero además, era imposible olvidar que desde el año de 1642, con
audacia y con imprudencia, los jesuitas habían envuelto al ilustre
obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza en un pleito para
eludir el pago de los diezmos.
El historiador Genaro García, hablando de la Compañía de Jesús
declara que “era peligrosa y temible por su espíritu inteligente, doble
y frío; su voluntad perseverante e inquebrantable; su ilustración am-
plia y sólida; el inmenso número de adeptos que contaba en el mun-
do entero y sus riquezas incalculables”.
Con espíritu lleno de envidia por el bien ajeno el dean y cabildo
de Puebla de los Ángeles, en memorial de 1646 tratan de presentar
a la Compañía de Jesús en Nueva España, como una organización
religiosa corrompida más que otras; poseedora de grandes y numero-
sas haciendas, de trapiches, molinos, obrajes, almacenes, tiendas y
otras granjerías “a pesar de que la apartaban de sus deberes religio-
sos y la desacreditaban en grado sumo”.
No obstante lo anterior y otros muchos ataques que constituían
calumnias, la expulsión de los jesuitas ejecutada en la fecha ya in-
dicada, causó verdadero estupor, angustia e indignación, según las
palabras de don Justo Sierra:

Los mexicanos ilustrados eran en su mayoría, ha dicho este escritor,


discípulos o admiradores de los Jesuítas; los Padres de la Compañía al
mismo tiempo que formaban las clases en que la nueva personalidad
tomaba conciencia de sí misma, la mantenía adicta a España. El lazo
moral de unión entre la metrópoli y la Colonia era el Clero, y para los
que discurrían y opinaban eran los Jesuitas.

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Hidalgo Nueva vida del héroe

El autor de este ensayo no regatea la importancia que la Compañía


de Jesús tiene en el despertar y en el avivamiento del espíritu nacional,
que en la segunda mitad del siglo XVIII, se perfilaba ya con nitidez.
“Han tramontado ya definitivamente –según la expresión de Carlos
Mariátegui– los tiempos de apriorismo anticlerical, en que la crítica “li-
brepensadora” se contentaba con una estéril y sumaria ejecución de
todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia de un libre
pensamiento ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El concepto de
religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce ya la religión
a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos
religiosos una significación muy diversa de la que ingenuamente le
atribuían con radicalismo incandescente, gentes que indentificaban
religiosidad y “oscurantismo”.
Las luchas de todas las instituciones, clases y fracciones de clases
sociales de la Colonia por la defensa de sus intereses, bien negándose
a pagar el diezmo, bien reclamando derechos, forman parte de la in-
tensa vida social que el hombre y la humanidad en su conjunto crean.
La rebeldía de los jesuitas a pagar los diezmos y su expulsión posterior,
como la defensa de fray Bartolomé de las Casas de los derechos de
los indios; la conducta de don Vasco de Quiroga y la pasión y la acti-
vidad de los misioneros, lo mismo que el trabajo de los labradores y de
los mineros, forman parte imprescindible –e indivisible– del régimen
colonial, donde nacen los hombres que, espontáneamente al princi-
pio y con plena conciencia después, construyen una nación, es decir
una comunidad estable, formada históricamente y surgida sobre la
base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica
y psicológica común, manifestada esta última en la comunidad de
peculiaridades específicas de la cultura nacional.
En toda Nueva España a pesar de las afirmaciones posteriores
hechas por los historiadores jacobinos, no había enseñanza mejor ni
maestros más apreciados que los jesuitas. Tal vez por eso Cristóbal
Hidalgo se empeñó en que sus hijos estudiaran, en el Colegio de San
Javier de la Compañía de Jesús de Valladolid, gramática latina, en cuyo
estudio Miguel fue alumno tan sobresaliente que mereció sustentar

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G ustavo G. V elázquez

su primera oposición pública. El año de 1766 Miguel Hidalgo estu-


dió retórica con el padre José Antonio Borda, presentando la segunda
prueba con ocho oraciones de Cicerón, tres libros de Virgilio y el texto
de retórica del padre Pomes.
Los estudios de Miguel fueron interrumpidos, como ya se ha dicho,
por la expulsión de los hombres más destacados en la enseñanza y en
los conocimientos científicos importantes de aquel siglo.
Por haberse clausurado el Colegio de San Francisco Javier de Va-
lladolid, donde ya se había distinguido Miguel, como se prueba con la
oposición de gramática y la presentación de la segunda prueba de re-
tórica, abandonó la casa y protección de su tío, el padre Gallaga, para
refugiarse nuevamente en el Rancho de Corralejo.1
El doctor José María de la Fuente, el más estimable biógrafo de Hi-
dalgo, dio a conocer el fragmento de una carta en que Miguel le pide a su
tía doña María Costilla residente en Tejupilco, municipio actual del dis-
trito de Temascaltepec, en el Estado de México, “la cama de granadillo
en que solía dormir”, porque iba a ingresar al Colegio de San Nicolás de
Valladolid.2 Por dicho documento se supone que el adolescente Miguel
estuvo alguna vez, precisamente después de la expulsión de los jesuitas,
en el pueblo de donde era originario su padre.
El historiador Castillo Ledón ha llevado las cosas al extremo inven-
tando dos hechos: uno, que Hidalgo vivió todo el resto del año de 1767
en Tejupilco; el otro que en los cortos tres meses que ahí viviría en la
casa de su tía, aprendió el idioma otomí. El primero de los hechos es
posible; pero el segundo es falso, porque jamás los indios de Tejupilco
hablaron el idioma otomí. Por el contrario, consta por la Relación del
Arzobispado de México hecha en 1570 y publicada por don Joaquín
García Pimentel, que en aquella región se hablaba solamente el
mexicano y el matlatzinca; pero ya en el siglo XVIII solamente se
hablaba mexicano y español.
1
Supone el señor Castillo Ledón que Hidalgo vivió en la casa de su tío, el padre Vicente Gallaga y Villaseñor, hijo de Mateo
Gallaga y Mandarte y de Águeda Villaseñor, natural de Corralejo, donde nació el 2 de agosto de 1741.
2
El documento que el doctor De la Fuente conoció en poder del señor Ramón Santín, vecino de Tejupilco, está fechado
en Corralejo el 6 de diciembre de 1767 y en él, Hidalgo le dice a su tía, María Costilla, “que su padre ha dispuesto que
entre al Colegio de San Nicolás Obispo, de Valladolid, que le mande su cama de granadillo, porque es la que quiere llevar
al Colegio”.

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Hidalgo Nueva vida del héroe

Consta, empero, que los antepasados de Miguel Hidalgo y de su padre


don Cristóbal Hidalgo, nacieron en Tejupilco, alcaldía mayor de Temas-
caltepec. Más aún, dos de los primeros insurgentes que hubo en aquella
región, a uno de los cuales fusiló Rayón en Zitácuaro, eran parientes cer-
canos de don Miguel, al grado de que fueron calificados de “nepotes del
cura”. Nos referimos a don Mariano y a don Tomás Ortiz, nietos de José
Ortiz del Espinal, natural de Sultepec, Estado de México, y de Josefa (Hi-
dalgo) Costilla, tía carnal de Miguel y natural de Tejupilco.3
El pueblecito mencionado se halla al suroeste de Toluca, capital del
Estado de México, en las últimas estribaciones del Nevado. Para llegar
a él, si Miguel Hidalgo lo visitó, debió haber pasado por Zitácuaro, de
donde se encaminaría a Tuzantla y a Susumpuato, del actual estado de
Michoacán, para internarse más tarde en tierras de la entonces provin-
cia de México, por caminos trazados en la parte menos montañosa.
No pudo haber hecho de Zitácuaro a Tejupilco, menos de tres jorna-
das “bien andadas”, como acostumbraban decir los arrieros.
Nos detendremos por ahora en este punto, para esperar que Miguel
reanude sus estudios en Valladolid, la ciudad que sería, por muchos
años, su principal escenario.

3
En su documento que hicieron publicar el año de 1869 los vecinos de Sultepec hablaba de que en dicha población nacieron don
Mariano y don Tomás Ortiz, sobrinos del cura Hidalgo, que los comisionó, muy al principio de la revolución de Independencia
para extenderla en el sur. Según Alamán, don Juan Bautista de la Torre, capitán del regimiento de Tres Villas daba a don Tomás
Ortiz el título de “nepote del Cura Hidalgo”. En 1811 incursionaba por Amanalco y Temascaltepec y se hizo notable, según
se dice, por su rapacidad. Morelos se quejaba de él amargamente en oficio del 4 de septiembre de 1811. El último día del año
de 1811 Rayón ordenó su fusilamiento, acto que fue muy censurado, pues se atribuyó al deseo de éste, para quedarse con
el mando de la Junta de Zitácuaro. Contestando la acusación que Mariano Ortiz le hizo, Rayón declaró que la sentencia por
los delitos de conspiración y sedición había sido dictada por Liceaga. Hubo otro Mariano Ortiz distinto al sobrino de Hidalgo,
español peninsular, que murió en Izúcar, combatiendo contra los insurgentes. Tanto Tomás como Mariano Ortiz y otros dos
hermanos, entre ellos el dieguino fray Manuel, fueron nietos de José Ortiz del Espinal, marido de Josefa Costilla, hermana
carnal de don Cristóbal Hidalgo. Estimamos que el Dr. de la Fuente, tan acucioso, sufre al respecto una confusión, pues si
fueron hijos de José Ortiz y de Josefa Costilla, como lo afirma, serían primos y no sobrinos de Hidalgo. La palabra “Nepote”
debe connotar que eran hijos de un primo hermano, es decir sobrinos segundos de don Miguel Hidalgo.

31
CAPÍTULO III

Iglesia o mar o casa real


¡C uán orgullosos nos hemos mostrado de las enseñanzas que se im-
partían en las escuelas superiores de la Nueva España! Hemos dicho
que nuestra Universidad Real y Pontificia ya existía cuando en muchos
otros países, como en los Estados Unidos de Norteamérica imperaba
la barbarie; pero pocos, muy pocos, han tenido el atrevimiento de ex-
presar que aquella enseñanza, escolástica y vana, era de muy escaso
valer para domar las fuerzas sociales y naturales, haciendo a los hom-
bres, según el testimonio de un político y sociólogo de aquellos tiem-
pos, “vanos, orgullosos y disputadores sobre lo que no entienden”. “En
los colegios se enseñaba la latinidad –dice Zavala– de la edad media, los
cánones, y se enseñaba la teología escolástica y polémica, con la que
los jóvenes se llenaban las cabezas con las disputas eternas e ininteligi-
bles de la gracia, de la ciencia media, de las procesiones de la trinidad,
de la premoción física, y demás sutilezas de escuela…”. “La filosofía
era un tejido de disparates sobre materia prima, formas silogísticas y
otras abstracciones sacadas de la filosofía aristotélica mal comentada
por los árabes”.
La descripción que hace Lorenzo de Zavala de la enseñanza supe-
rior de aquellos tiempos, de la que fue víctima en su adolescencia, con-
trasta con lo que sucedía en Inglaterra, por ejemplo. Las universidades
de Glasgow y Edimburgo investigaban las ciencias y sus aplicaciones
prácticas.
Muchos jóvenes, dice el historiador Ash­ton, que frecuentaron las aulas
del distinguido profesor de química Joseph Clack, en Glasgow primero,
y después en Edimburgo, recibieron un entrenamiento mental y expe-
rimental que luego pudo fácilmente aplicarse a fines industriales. Las
academias establecidas en Bristol, Manchester, Northampton y Daven-
try, tenían programas que si contenían materiales tales como teología,
retórica y antigüedades hebreas, comprendían también matemáticas,
historia, geografía, francés y contabilidad.

35
G ustavo G. V elázquez

Era natural que España no tuviera interés en promover la enseñanza


de ciencias exactas y útiles al progreso. Sus clases dirigentes vivían bien
y con lujos extraordinarios, sin trabajar, pues sus colonias y, particular-
mente, Nueva España, daban toda la plata y todo el oro necesarios para
adquirir cuanto el mundo de aquel siglo pudiera ofrecer por extraordi-
nario que el objeto fuera.1 Montesquieu describe el plácido vivir de los
grandes señores de España, amos de México, diciendo que

probablemente ni una sultana en el serrallo estaría tan orgullosa de su


belleza, como lo está cualquier viejo monstruo de su imaginaria blancura
de color aceituna, sentado, con los brazos cruzados en el umbral de su
casa en cualquier pueblucho mexicano. Un personaje de tanta impor-
tancia, de tal perfección, ni por todo el tesoro del mundo se pondría a
trabajar, y jamás se decidiría a poner en riesgo el honor, la dignidad de su
piel blanca, ocupándose con el bajo y fastidioso trabajo manual.

Para un régimen donde el personaje dominante era tal como el que


describe Montesquieu muy útil era propagar una teoría en la cual la so-
ciedad fuera, a imagen de Dios, eterna y en la que los de arriba siempre
estarían en predominio sobre la plebe y las otras clases del pueblo. Útil
sería también declarar y proclamar que los funcionarios del gobierno,
eclesiásticos y civiles eran vicarios del Creador, del que hizo el univer-
so sacándolo de la nada; útil sería predicar, además, su misión y afirmar
que la vida terrenal es un tránsito; que allá en la otra vida, después de
la muerte, el pobre recibiría el precio de tantas y tantas penas, hambres
y desnudeces sufridas. Aquí en la tierra, era necesario conformarse y
sufrir como Cristo sufrió, con paciencia y resignación.
Todo lo que sirviera para ganar el cielo se consideraba una ense-
ñanza útil y digna del sostenimiento por el Estado colonial en Nueva
España; cuanto sirviera para procurar que el hombre se sintiera dueño
de sí mismo y el principal ser de la creación, debería ser perseguido y
aplastado como la mala yerba. ¿Para qué preocuparse por perfeccionar

1
Thorstein Veblen, estudiando la composición social del feudalismo, ha podido elaborar una “Teoría de la Clase Ociosa”.

36
Hidalgo Nueva vida del héroe

las cosas de la tierra, si en ella los hombres estaban de paso y su ver-


dadera patria estaba en el cielo?
La religión y la teología, eran, por lo tanto, lo que más se enseñaba.
Por otra parte, era común oír en los labios de los hombres adultos:
“abeja y oveja y parte en la iglesia, desea a su hijo la vieja”. O, de otra
manera, se indicaban los caminos mejores de la juventud, los que más
proporcionaban bienestar: “iglesia o mar o casa real”.2
Don Cristóbal Hidalgo, padre amoroso indudablemente, labra-
dor en cuyo cuerpo las tormentas y fríos más de una vez habrán cala-
do, no obstante que los peones trabajarían las tierras, soñaría para
sus hijos el mejor camino. La iglesia salvaría el alma y además daría
de comer, aunque no convirtiera en ricos a sus herederos. Clérigo
era entonces lo mejor para los jóvenes de medianos recursos que
así, dedicados a la Iglesia, salvarían el cuerpo de la miseria y el alma
de las penas del infierno.
Nadie ponía en duda en los tiempos coloniales la afirmación aris-
totélica sobre la dualidad del ser humano: alma y cuerpo informaban
la vida individual y la vida del hombre en general. El alma tendería
hacia Dios y buscaría el retorno a su patria celestial; pero el cuerpo, la
materia, sería la rémora para impedir el vuelo hacia Dios. El demo-
nio actuaba siempre espiando la hora de la debilidad e Hidalgo, según
cuentan sus biógrafos, cayó más de una vez en las garras del pecado,
impotente ante las tentaciones de la carne y del demonio. Las caídas
fueron no en la edad temprana de la adolescencia; pero sí en la plena
juventud, cuando la savia vital corre por las venas y grita provocando
ciertas crisis morales de que hablan los místicos y de las que no esca-
pan los que pierden la vocación sacerdotal.
El 18 de octubre de 1767 Miguel y su hermano José Joaquín
ingresaron al Colegio de San Nicolás, famoso en todo el Virreinato,
cuya estructura interna, reformada en 1763, lo hacía semejante al
Colegio de Milán, fundado por San Carlos Borromeo. Tres años des-

2
La biografía escrita por el señor Macías sobre el padre Francisco Javier Clavijero recuerda estas expresiones.

37
G ustavo G. V elázquez

pués los hermanos Hidalgo terminaban los estudios necesarios para


recibir el grado de bachilleres en arte. Ordinariamente tales estudios
se hacían en cinco años; pero en el caso de los hermanos Hidalgo se
hizo una excepción pues los sinodales de la Universidad Real y Pon-
tificia de México, ante quienes acudieron para obtener el grado, se
conformaron con una constancia que acreditara que habían hecho el
curso de retórica en el Colegio de los Jesuitas. La constancia fue fir-
mada por Juan Fernández Malagón y Calvillo, por Juan Nepomuceno
Romero Martínez y por Manuel Vargas el 8 de marzo de 1770. Cuando
Miguel contaba diecisiete años recibió el grado de bachiller en artes.
Al día siguiente, 31 de marzo, su hermano José Joaquín se examinó en
la Universidad Real y Pontificia para obtener el mismo grado, lo que
quiere decir que retornaron a Valladolid en pleno abril. ¡Que otros
echen a volar la fantasía sobre lo que hicieron los jovenzuelos en cuya
frente no aparecía ninguna señal de predestinación!3
“De vuelta a Valladolid y apenas pasadas las vacaciones de Se-
mana Santa –dice Castillo Ledón–, Miguel y José Joaquín prosiguieron
sus estudios”.
Gracias a los tres años en que Miguel Hidalgo se dedicó al estudio
de la teología, existen algunas anécdotas que desde muy temprano ca-
racterizaron al héroe. Se recuerda que sus compañeros lo apodaban el
zorro, tanto por su habilidad para las disputas escolares, cuanto por
ser tan taimado y burlón que mal encumbría el vigor de una naturaleza
quizá poco eclesiástica o cuando menos nada ascética.
Tal vez Hidalgo se dolía de vivir en el perpetuo combate que los místi-
cos libran contra la naturaleza. Quizá las narraciones de los dos casos de
moral lo excitarían más o tal vez el rumor de la calle lo impulsaba a seguir
las aventuras de otros muchachos estudiantes que no tomaban muy a
pecho las exigencias clericales. Una noche saltó por la ventana de la ca-
pilla del colegio y, libre, anduvo por esas calles de Valladolid, respirando

3
Como es fácil notar hay una evidente contradicción entre el dato que aquí proporcionamos, tomándolo de Castillo Ledón,
y la fecha de la carta que el doctor De la Fuente conoció. Esta carta está fechada en Corralejo el 6 de diciembre de 1767,
y anuncia que entrará próximamente al colegio. Los cursos en San Nicolás se iniciaban en octubre. Dejamos la cuestión
tal como se encuentra.

38
Hidalgo Nueva vida del héroe

a pulmón pleno y soñando en una libertad física de la que nunca podría


disfrutar como deseara a causa de las ataduras de la vida clerical.
Cumplía los veinte años. Había estudiado las Súmulas y las materias
propias de un teólogo. Estaba preparado para solicitar, como lo había
hecho tres años antes, un grado académico más en la Universidad Real y
Pontificia de México. Acompañado nuevamente de su hermano Joaquín
se presentó a la universidad el 24 de mayo de 1773, siendo aprobado.
Así culmina su carrera universitaria nada despreciable para aquellos
tiempos, obteniendo el grado de bachiller en sagrada teología.4
Ahora se convierte en un escolar muy distinguido. Desempeña den-
tro de su colegio todos los cargos escolares honrosos que existían. Su-
ple al propio vicerrector y recibe el cargo de cuidar a los alumnos
desde la planta alta del edificio en que funciona el colegio, que es el
mismo en que se encuentra la actual Universidad de San Nicolás de
Hidalgo. Cuando llega la hora oportuna, después de haber vivido en
el colegio como estudiante distinguido, supliendo a varios maestros y
destacándose en cuantas oportunidades se presentaban, Miguel Hidal-
go recibe las primeras órdenes sacerdotales. El 22 de abril de 1774 el
obispo don Luis Fernando de Hoyos y Mier le confiere la tonsura y las
cuatro Órdenes Menores. El subdiaconado lo recibió el 11 de marzo de
1775. En cuanto a la orden del diaconado ninguno de sus biógrafos ha
podido precisar dónde lo recibió; pero se sabe que lo solicitó el 13 de
noviembre de 1776 y se le expidió certificación de que no había impedi-
mento para que obtuviera las órdenes respectivas el 4 de diciembre del
mismo año. Había cumplido entonces 23 años.

4
No fue sino hasta abril de 1799 que se establecieron dos cátedras de jurisprudencia.

39
CAPÍTULO IV

Maduración intelectual
A los25 años de edad, el 19 de septiembre de 1778, Miguel Hidalgo
“recibió la potestad de celebrar la Eucaristía y de absolver los pecados,
concedida por el obispo de la Rocha en el propio Valladolid”,1 podría
decirse que así ingresaba a la vida plena, que lo llevó por el camino del
cadalso y de la muerte a la gloria inmortal de convertirse en guión para
los hombres nacidos en la Nueva España que anhelaban un mundo
nuevo para todos los hijos de esta tierra.
Todos los historiadores cuentan los éxitos de colegio obtenidos por
el futuro caudillo de México y se habla con exaltación de sus grandes
cualidades como estudiante que lo convirtieron prontamente, desde an-
tes de ser sacerdote, en maestro del Colegio de San Nicolás, del cual
había sido siempre alumno inteligente, aunque de genio vivaz y disputa-
dor. ¿Qué de extraño tiene que haya sido, como lo afirman cuantos lo
conocieron, un intelectual al estilo de entonces, un poco afecto a los
ergotismos, si hasta los más ilustres de sus contemporáneos –como el
jesuita José Rafael Campoy– adolecieron, cuando menos en parte de
su vida, de esos defectos?2
Sin embargo, lo mismo que muchos de los que se distinguieron en
la vida científica de su época, principalmente los clérigos, Hidalgo aban-
donó el camino de las frases hechas y de los silogismos inertes, empren-
diendo reformas a la enseñanza y audaces innovaciones, naturales en
quien desea y lucha por el progreso. Buen ejemplo de su maduración
intelectual y de sus audacias de hombre de progreso se encuentran en

1
Castillo Ledón, Hidalgo, la vida del héroe, t. I, México, 1948, p. 31.
2
Las obras del padre Campoy se han perdido, pero los datos biográficos más importantes se encuentran en la obra del padre
Maneiro: Johannis Aloysii Maneirii Veracrucencis. De Vitis Aliquot Mexicanorum aliorumque Qui sive virtute, sive literis
Mexici imprimis floruerunt. Pars Prima, Secunda, Tertia, Bononiea. Ex Typografhia Laelii a Vulpe, 1791, Superiorum
Permisa (1792).

43
G ustavo G. V elázquez

su trabajo escolar Disertación sobre el verdadero método de estudiar


teología. Trabajo en el cual, sin mucho empeño, se encuentran verda-
deras audacias de que son tanto más notables cuanto que la vida de los
teólogos está siempre pendiente de un hilo por la intransigencia y celo
del Tribunal de la Inquisición, que parecía dormir; pero que estaba
presto cada día a aplastar el progreso y a perseguir los atrevimientos
de los intelectuales, particularmente aquellos que tocaban el poder
omnímodo de la autoridad del Estado y de la Iglesia, brazo éste el más
fuerte del sistema colonial y de la monarquía española.3
En la disertación de Hidalgo se propone, con timideces y reservas
que de ninguna manera aminoran la audacia y la valentía del autor,
la sustitución de las enseñanzas del teólogo Gonet, por escolásticas e
inútiles, por una ciencia que “nos muestre qué es Dios en sí, explican-
do su naturaleza y sus atributos y lo que es en cuanto a nosotros, ex-
plicando todo lo que se hizo para nuestro respecto y para conducirnos
a la bienaventuranza”. Hidalgo afirma que para adquirir la teología, la
ciencia que trata de Dios, no hay otro medio, “sin ocurrir a la Escritura
Sagrada y a la tradición”. Afirma que la teología positiva es indispensa-
ble, “porque ella es la que da noticia de la Escritura y de la tradición
donde se hallan comprendidas todas las verdades de nuestra Religión…
y de todas las ciencias que se siguieren para la perfecta inteligencia,
como son la Historia, la Cronología, la Geografía y la Crítica”.4
Se engañaría quien no viera en las opiniones de aquel hombre
que apenas salía de la juventud, un afán de empujar a los estudian-
tes y clérigos de su tierra hacia el estudio profundo, amplio y enci-
clopédico, que en su tiempo se comenzó a presentar como urgente
también en Nueva España, pues era una exigencia inaplazable para los
intelectuales de su época. Más aún, la exigencia de aplicarse en el estu-
dio de las Sagradas Escrituras, de la tradición y de las ciencias, era una
vieja demanda de los erasmistas, que no por haber sido muy combati-
da en Nueva España se había perdido. Hidalgo forma parte de aquellos
3
Veáse el prólogo a la obra Humanistas del siglo XVIII, escrito por el padre Gabriel Méndez Plancarte, quien abunda en
estas ideas.
4
El doctor De la Fuente transcribe, en apéndice de su obra, que todo el texto ha sido comentado posteriormente por el ya
desaparecido Gabriel Méndez Plancarte. Véase Ábside, t. IV, núm. 9, septiembre de 1940.

44
Hidalgo Nueva vida del héroe

hombres influidos por el progreso del Renacimiento italiano, si bien el


Renacimiento español se convirtió en lo que ha sido llamado Contra-
rreforma. No debemos engañarnos por cuanto a que el erasmismo
español5 que se siente después de varios siglos, en las afirmaciones
de la disertación de Hidalgo, no exprese un punto de vista de la edad
moderna que se había iniciado en Italia desde el siglo XV, pues en la
historia, particularmente en la de España, no es raro que el pueblo y sus
hombres más representativos, en el momento en que se disponen a dar
un gran paso hacia adelante, hayan caído bajo el poder de las ilusiones
del pasado.
El erasmismo de Miguel Hidalgo expresado en la urgencia de tomar
en consideración la teología positiva y desechar la escolástica inútil, no
es extraño, pues se sabe de cierto, que, además de haber estudiado
el idioma otomí, que por la falta de práctica iba olvidando, era un gran
estudiante de hebreo. El conocimiento directo de la Biblia en hebreo y en
griego produjo ese movimiento tan extraño de los teólogos, erasmistas,
semiheterodoxos y semisantos que caracteriza el renacimiento español.
La vida de Hidalgo en el Colegio de San Nicolás constituye la prepa-
ración gloriosa para su acción posterior en el movimiento de indepen-
dencia nacional que él acaudilló por derecho propio y con gran lucidez,
pues fue en ella el arquetipo más importante del intelectual que es, al
mismo tiempo, un hombre de acción.
Por otra parte, muy grande debe haber sido el recuerdo que en Va-
lladolid dejó la estancia, no muy prolongada, del jesuita Francisco Ja-
vier Clavijero, quien a los 20 años de edad se dedicó en el Colegio de
Puebla al estudio formal de la filosofía moderna e hizo familiares los
escritos de Regis, Duhamel, Purchor, Descartes, Gassendi, Newton y
Leibnitz, guiado por las noticias de Fontanelle. Consta, por el testimo-
nio del doctor Rivera, que Clavijero, en los colegios de Valladolid y Gua-
dalajara, se arrojó a desmontar la intrincada maleza del peripatetismo,
dictando a sus discípulos una filosofía escolástica más racional. ¿Podría

5
Marcel Bataillon, el más autorizado para definir la esencia del erasmismo, dice “que es una corriente de piedad reflexiva
(con todos los riesgos que esto entrañaba para la ortodoxia), pero de piedad, no de libre pensamiento racionalista al estilo
del siglo XVIII”.

45
G ustavo G. V elázquez

alguien negar que en 1778 se había acallado el eco de las enseñanzas


de Clavijero cuando muchos de los maestros de Hidalgo y de sus con-
temporáneos habían sido discípulos del jesuita?6
Abad y Queipo, amigo de Hidalgo (años más tarde lo veremos), nos
ha dejado un testimonio inapreciable de la vida estudiosa del héroe
en su etapa inmediatamente posterior a su ordenación sacerdotal, di-
ciendo: “Lo entusiasmaba, y no sé si pueda causarle desorientación en
sus creencias escolásticas la exégesis racional de Spinoza. Asimismo lo
hace pensar durante noches la conciliación de la razón y la revelación
planteada por Maimónides”.7
No se ha estudiado aún la influencia que en la mística española tu-
vieron los judíos que obligados por la persecución ocultaban sus sen-
timientos religiosos; pero es indudable que la lucha contra los santos y
las exterioridades religiosas; la lucha por darle importancia a la “teología
positiva”, derivada de los Libros Sagrados, vino de la influencia que los
judíos sin proponérselo aportaron a la mística española. De aquí que
“los iluminados”, “los alumbrados”, “los molinosistas” y otros místicos,
quienes pretendían entregarse a Dios sin límite y sin intermediarios, no
sólo sin santos sino también sin esperar penas o recompensas, hayan
sido vistos por la Inquisición como un peligro contra el Estado monár-
quico, cuyo brazo más fuerte era el monopolio de la Iglesia, cuyos san-
tos corrían peligro con las enseñanzas erasmistas. Federico Engels, el
sabio compañero del padre del socialismo científico, ha descubierto
un hecho que explica, a nuestro entender muy ampliamente, no sólo
el celo del gobierno español para perseguir a los herejes, sino también el
desarrollo posterior de la actividad de muchos de los sacerdotes y teó-
logos, entre quienes debe contarse a Hidalgo. “Es evidente, dice aquel
autor, que todo ataque general contra el feudalismo debía primero diri-
girse contra la Iglesia y que todas las doctrinas revolucionarias, sociales

6
En el Catalogus Personarum et Officiarum Provinciae Mexicanae Societatis Jesú in Indiis, 1764, reproducido en la
Biografía mexicana del siglo XVIII, de la que es autor el doctor Nicolás León, consta que el padre Clavijero fue maestro en
1763 en Valladolid, donde enseñaba Física, y el padre Borda, tercer y cuarto maestro de Hidalgo, enseñaba tercero y cuarto
de gramática, mientras el padre Pedro Arenas era profesor del primer y segundo cursos.
7
En el número correspondiente al mes de diciembre de la revista Tribuna israelita, cita una carta de Abad y Queipo, que
no mencionan los biógrafos de Hidalgo, el profesor Castillo da a conocer los datos anteriores y otros, con los que se pretende
impresionar al lector haciendo aparecer a Hidalgo como simpatizante del perseguido pueblo judío.

46
Hidalgo Nueva vida del héroe

y políticas, debían ser, en primer lugar, herejías teológicas. Para poder


tocar el orden social existente había que despojarlo de su aureola”.
Hidalgo sin proponérselo, de una manera espontánea, con el tesón
de sus estudios y la audacia de sus reformas progresistas en la enseñan-
za de la teología, estaba forjando, igual que otros de sus contemporá-
neos, el arma con la cual se lanzaría al ataque contra el orden social que
imperaba en Nueva España, monárquico y colonial, de privilegio para
los gachupines y de opresión para la mayor parte del pueblo, para el
monopolio del comercio de la tierra y aún de la conciencia.
Triunfos y glorias escolares en el Colegio de San Nicolás; estudios
acuciosos y constantes lo llevaron a merecer del canónigo Pérez Calama
el epíteto de “hormiga trabajadora”. Con ingenuidad y sencillez no despo-
jada de grandeza de alma, el canónigo Calama decía en carta a Hidalgo:

A imitación de las hormigas que son muy estreñidas de vientre y cin-


tura, estoy dispuesto a restringir todo gasto, y aún a comer poco, siempre
que ésto pueda conducir Vmd. y otros jóvenes ingeniosos sean theólogos
consumados, sin ollín alguno de la theología espinosa y enmarañada que
con tan sólidos fundamentos impugna Vmd. a quien deseo felicidad.8

Nos hemos arrebatado de entusiasmo considerando la maduración


intelectual de Hidalgo; pero ella aparecería como una pura posición in-
trascendente, si el héroe no hubiera estado dotado de aquello que en su
no muy lejana juventud todos anotan: su vivacidad de ingenio. Por esta
cualidad ha de entenderse la emoción ante el mundo que lo rodeaba
que, indudablemente, lo sumiría en reflexiones amplias y hondas, so-
bre todo cuando el hambre y el tabardillo asolaban las regiones donde
vivía y donde estaban los afectos más caros de su infancia.9

8
Hidalgo, en la disertación elogiada por el canónigo Calama, cita frecuentemente a Serry. Este autor, cuyo nombre completo
es Iacobus Hyacincthus, tiene colocadas en el Index Librorum Prohibitorum las obras siguientes: Exercitaciones, historicae,
criticae, polemicae de Cristo Ejusque Virgine Matre. Decreto del Santo Oficio del 11 de marzo de 1722; De romano pontífice
in ferendo de fide moriibus que judicio falli et fallere nescio. Prohibida en 1733; Preservativo contra la crítica d’alcuni
falsi zelanti. Prohibido desde el 14 de enero de 1733.
9
El año de 1785 hubo trastornos climatéricos que produjeron la pérdida de las cosechas en toda Nueva España. El año del
hambre fue el siguiente, que se agravó por el tabardillo o tifo exantemático. El obispo de Michoacán fray Antonio de San
Miguel realizó obras sociales dignas de estudio para aliviar la situación del pueblo.

47
CAPÍTULO V

El magisterio de Hidalgo
Apremiados por la índole de este trabajo, nos apartaremos de los detalles
biográficos recientemente muy aumentados por las investigaciones
eruditas llevadas a cabo por diversos autores. Repetiremos lo que es
sabido por todos: Hidalgo ocupó, sucesivamente, los puestos más dis-
tinguidos dentro del magisterio del Colegio de San Nicolás. El doctor Julián
Bonavit ha hecho un resumen que, por compendioso, hemos creído útil
reproducir a fin de referirnos a otros hechos determinantes en la vida
de Hidalgo y en la causa de la independencia nacional, de la que fue, sin
duda, el caudillo más esclarecido.
Fue, como ya se ha dicho, bachiller en Artes y en Teología, sin que
obtuviera ningún otro grado universitario.1 Antes de 1779, sin haberse
ordenado sacerdote, había sido ya catedrático de mínimos y menores.
En 1781 fue maestro de filosofía, presidiendo por estos días 17 actos,
argumentando en muchos otros en el Seminario Tridentino, recien-
temente fundado. En 1785 era catedrático de teología escolástica. En
1787 fue vicerrector y catedrático propio de teología escolástica; tam-
bién en ese año desempeñó el puesto de secretario del colegio y, ade-
más, por el certificado que extendió el doctor José Antonio Ortiz, se
sabe que enseñó la cátedra de moral.
La carrera de maestro de Miguel Hidalgo concluyó en 1792, por
haber sido nombrado cura de Colima. Al rendir cuentas se hace con-
tar que fue tesorero del colegio 5 años un día, contados desde el pri-
mero de febrero de 1787 hasta el 2 del mismo mes del año de 1792.
Al separarse fue, según los datos del doctor Bonavit, a quien hemos
querido seguir en esta parte, además de tesorero, rector y catedrático
de prima de teología.

1
Durante el proceso que se le instruyó en Chihuahua, Hidalgo expresó que no se había doctorado, primero por haber muerto
su padre cuando tenía decidido hacerlo, y después, porque no lo consideró necesario para los menesteres intelectuales y
sacerdotales a que se había dedicado.

51
G ustavo G. V elázquez

En su carrera de maestro y colegial de San Nicolás había presidido


dos actos mayores, uno de las prelecciones de Serry y otro de cuatro
volúmenes de Graveson.2 Tradujo la epístola del doctor Máximo, San Je-
rónimo, a Nepociano; fue sinodal examinador de confesores y ordenados,
opositor de varios cursos y autor de la famosa Disertación sobre el verda­
dero método de enseñar la teología.
Durante 26 años permaneció bajo el techo del colegio de San Nicolás
el primer caudillo de la Independencia; su juventud y casi toda la edad
madura allí la pasó; en ese plantel se educó y en él dio de beber la cien-
cia a millares de estudiantes; con razón y mucha justicia hoy añade ese
legendario colegio a su antiguo nombre de San Nicolás el de ese insigne
doctor nicolaíta. Tal concluye el doctor Bonavit.
Si tales fueron presentados, en forma esquemática, los pasos de
Hidalgo dentro del colegio, sería un error considerar que su brillante
inteligencia no lo impulsara a examinar en sus largas reflexiones los acon-
tecimientos que rodeaban en esos últimos años la vida colonial. Muchas
cosas habían sucedido desde la mitad del siglo en que nació. Se diría
que su nacimiento había coincidido con cierta grandiosa inquietud en
Nueva España a la que, como si se tratara de una bestia feroz, pretendía
enjaularse y encadenarse con todos los aparatos de represión de que dis-
ponía la monarquía española sin que nada lograra. Las medidas torpes y
vacilantes del gobierno virreinal y los actos que para subsistir e impedir
el desquiciamiento de la misma monarquía se veía obligado a realizar,
acercaban el desencadenamiento de las nuevas fuerzas sociales que iban
naciendo y fortificándose lentamente en todas las colonias de España.
En el siglo XVIII España, que había sido el imperio más grande de
la historia y en cuyos dominios no se ponía el sol, había pasado a ser
un estado de segundo orden. El predominio comercial se lo disputaban
Francia e Inglaterra; pero en 1789, en vísperas de la gran Revolución,
esta última tenía el papel dirigente en el terreno de las conquistas

2
El afán de modernizar la enseñanza de la filosofía era muy notorio en Nueva España y el obispo de Michoacán, doctor
Luis Fernando de Hoyos y Mier, se hizo notable por la protección que dispensó al padre Benito Díaz de Gamarra, que en
1774 publicó sus Elementos de Filosofía Moderna. El doctor Juan Ignacio de la Rocha, obispo de Michoacán desde 1776 a
1782, fue en cambio adversario de Gamarra, si bien la enemistad no obedecía a cuestiones filosóficas. Hidalgo necesariamente
conocía las opiniones del obispo Hoyos y la fama del padre Gamarra.

52
Hidalgo Nueva vida del héroe

coloniales, y su hegemonía comercial y la superioridad en el mar no


tenía rival.
En 1715 España había concedido a Inglaterra el derecho de intro-
ducir en la América española esclavos negros y cierta cantidad de
mercancías industriales; los mercaderes ingleses aprovechaban este
derecho para aumentar más el comercio por el contrabando, de tal
manera que el comercio inglés ilegal en la América española era tan
importante como el que se verificaba legalmente con la metrópoli.
Carlos III permitió durante diez años, de 1778 a 1788, el comercio
legal con todas las colonias de América desde todos los puertos espa-
ñoles, lo que aumentó el comercio; pero también el contrabando de
mercancías con los países extranjeros.
Como el comercio se hacía de contrabando, las ideas moder-
nas nacidas principalmente en Inglaterra y en Francia, producto del
crecimiento de la clase burguesa, penetraban también de contraban-
do. Los libros de los sabios franceses e ingleses eran introducidos fur-
tivamente y la Inquisición no se daba abasto para perseguir a quienes
poseían libros condenados como contrarios a la religión o “corruptores”
de las buenas costumbres. Se decía que los mejores libros eran aquellos
que se encontraban en los expurgatorios de la Inquisición y los anatemas y
excomuniones no sólo eran insuficientes para recoger esos libros de “buen
gusto”, sino que la intelectualidad encontraba necesario conocer el mal
para poderlo combatir mejor, aunque, deslumbrada por el progreso, se que-
daba y se adhería a lo que se consideraba malo y perverso. Por eso decía
el Comisario de la Inquisición de Valladolid en 1790, como lo atestigua la
señorita Marchand, “ahí muchos sujetos de éstos, que pecan de curiosos y
entienden francés, los cuales tienen copia de obras modernas, que a cada
paso salen a luz empeñándose mucho en su lectura y aún en comunicar las
especies peregrinas que vierten estos libros”.
Hidalgo fue durante todo su magisterio uno de esos “curiosos” que en-
tendían francés, con “copia de las obras modernas”. ¿Quién puede dudar
que leyó a Voltaire, si sus obras estaban al alcance de las manos guardadas
en la biblioteca del colegio? Además estaba en condiciones de entender
muchas otras obras de las que subrepticiamente circulaban con amplitud

53
G ustavo G. V elázquez

entre los intelectuales en las dos últimas décadas del siglo XVIII. Castillo
Ledón afirma que conocía el latín, el italiano, el francés y entre las len-
guas indígenas el otomí, el tarasco y el mexicano. El documento mencio-
nado por el profesor Jorge Castillo añade que conocía el hebreo y tenía en
su poder las obras de Baruch Spinoza y las de Maimónides.
Sin embargo estamos seguros que nunca dejó de ser creyente y de-
voto de la religión católica en la que había nacido. Era simplemente un
sacerdote católico liberal, hecho ya por sí mismo extraordinario, en
aquel medio ruin y oscuro de la provincia, donde las ansias del pueblo
por su mejoramiento eran la única luz que alumbraba la tiniebla.
Por otra parte es indudable que el historiador John Tate Lainng, a
quien cita don Julio Jiménez Rueda, tiene razón cuando afirma que:

los pensadores de verdadera importancia, para explicar la revolución de in-


dependencia, no fueron los doctrinarios franceses, sino filósofos como Santo
Tomás, Descartes, Newton, Condillac, Gassendi y Malebranche, porque sin
éstos los hispanoamericanos no hubieran entendido a Raynal, Condorcet,
Rousseau, Voltaire, Diderot, B. Franklin y Thomas Payne.

Cuando Hidalgo hablaba de dar importancia a la teología positiva,


tal vez, o muy seguramente, quería decir que era necesario examinar
con atención, entre otras, las doctrinas de Santo Tomás de Aquino.3
Pongamos un ejemplo que nos permitirá entender mejor el magisterio
vital de nuestro héroe.
Indudablemente que en su cátedra de teología moral tropezaría con
el problema de la llamada Ley Natural, que tiene, según la doctrina de los
moralistas, algunos principios prácticos de los cuales nacen otros princi-
pios llamados próximos, según las tres inclinaciones naturales que tiene el
hombre. La primera inclinación natural es la conservación de la vida, que
Santo Tomás define como una cosa sustancial diciendo: quaelibet susbtan­
tia apetit conservationem sui esse secundum suam naturam. La segunda
inclinación natural es la conservación de la especie o el comercio del ma-
cho y de la hembra: Comixtio maris et feminae. Esta inclinación es común
a los hombres y a los animales. Hoc natura omnia animali docuit.
3
Las citas que se han hecho sobre las opiniones de Santo Tomás de Aquino se han tomado de la Teología Moral de que es
autor fray José M. Morán, t. I, Madrid, 1899, p. 77.

54
Hidalgo Nueva vida del héroe

Estos principios prácticos, que necesariamente Hidalgo tenía que ense-


ñar en su cátedra de teología moral, que por prolijos que sean hemos creí-
do conveniente recordar, para proyectar con menos indecisión la figura
del héroe, se completaban con otros principios teológicos como aquel que
declara, según la doctrina de Santo Tomás, “que el hombre se inclina ad
bunum secundum naturam rationis, quae est sibipropia. En cuanto se
es hombre se tiene inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios;
para que viva en sociedad, para que evite la ignorancia; que no ofenda a
otros… y todas las otras cosas parecidas que a este punto se refieren”.
De la misma manera debe haber enseñado cuál era el origen de la
autoridad, según las enseñanzas del propio Santo Tomás de Aqui-
no que en su tratado Contra Gentes, declara que todos los hombres
son iguales, de manera que quod tibi non vis alteri ne feceris; quod
tibi vis fieri alteri feceris. No tiene importancia que actualmen-
te ciertos teólogos traten de impugnar a Rousseau, diciendo que el
Pacto Social, está contra lo que afirma Santo Tomás, pues uno y otro
tienen coincidencias que en el siglo XVIII aparecerían más notables.
Una de las más importantes es que el hombre necesita de otros natu-
ralmente. La sociedad nace, de acuerdo con las opiniones del doctor
Angélico, de que el homo indiget mutis, quae per unum solum parari
non posunt.
Los filósofos de la Ilustración que forjaron la mentalidad y dieron
conciencia moderna a los intelectuales progresistas contemporáneos
de Hidalgo, entraban en disputa con los escolásticos solamente cuan-
do éstos pretendían aherrojar al hombre, obligándolo a someter los
datos que su razón y de su libre discurso a la autoridad irrestricta
del dogma, el cual, por otra parte, se reflejaba en la contradicción
hiriente de la realidad. Los de arriba no percibían nada de cuanto
sucedía en la vida diaria del hombre, ni consideraban importante su
experiencia y su actividad individual. Lo que importaba era el pen-
samiento de los que, en la jerarquía medieval y por cualquier razón
representaban a la divinidad: el Papa, el rey, los obispos y, en grado
descendente, quienes tenían a su cargo las funciones autoritarias
derivadas de lo alto.

55
G ustavo G. V elázquez

Éste fue el conflicto en que se encontró Hidalgo durante su vida de


maestro en San Nicolás y ésta es la razón de sus actos posteriores. Pre-
tendió ajustar el mundo a lo que, de acuerdo con sus largas meditacio-
nes y enseñanzas, debía ser. Era el Quijote luchando fervorosamente
por transformar el mundo y hacerlo a su imagen y semejanza; era el
esfuerzo continuado de hacer un sólo hombre del Quijote y Sancho; era,
en fin, el afán de los revolucionarios, que luchan por suprimir las con-
tradicciones sociales y por ajustar el mundo de las ideas a la realidad.
¿Por qué han de juzgar mal a Hidalgo los mismos que se dicen par-
tidarios de Santo Tomás, por el hecho de que siendo sacerdote católico
no pudo matar y tal vez no quiso matar lo que de hombre tenía, renun-
ciando al amor de las mujeres que el propio doctor Angélico considera
como inclinación natural para la conservación de la especie? Comix­
tiomaris et feminae. ¿Por qué ha de considerarse condenable que haya
tenido el valor de convertirse en revolucionario, si esto es lo único que
constituye mérito para el intelectual auténtico? Quien no lucha por la
realización de sus ideales, quien no pone su vida íntegra al servicio de
lo que considera justo y racional, es un simple charlatán sin mérito,
burócrata en muchos casos, aunque recite miles y miles de textos en
cualquier idioma o en muchos idiomas.
Éste es el magisterio fundamental de Hidalgo; la ciencia que
aprendió en su colegio y el ejercicio que hizo de sus conocimientos
durante los prolongados años de cátedra en San Nicolás de Valla-
dolid, que nada serían sin la acción elevada y la lucha por hacerlos
realidad. El magisterio de Hidalgo se finca en que fue un intelectual y
al mismo tiempo un combatiente por sus ideales. Es el primero y el
más esclarecido de los revolucionarios de México, porque es el más
cabal de los intelectuales de nuestra naciente nacionalidad.

56
CAPÍTULO VI

Cura de aldea
E l obispado de Michoacán era en el siglo XVIII, cuando Hidalgo se vio
precisado a abandonar para siempre sus cátedras y su rectoría en el
Colegio de San Nicolás, uno de los más extensos de la Nueva España.

Está tirado de oriente a poniente, por lo largo, y por lo ancho de sur a


norte. Tiene de largo, en los términos que posee quieta y pacíficamente,
algo más de doscientas cincuenta leguas, computando las que hay
desde la Villa de Colima y pueblo de Caxistlán, que son su término
por el poniente, hasta las misiones de Tula, Maumabe y Valle del Maíz,
que son por la provincia del Río Verde el término que por el oriente
se reconoce sin disputa.

En los términos del obispado se hablaban los idiomas indígenas


siguientes: tarasco, mexicano, principalmente en las “provincias del
mar del sur”; “otomite” en chichimeca; “pirinta que es de la nación ma-
tlaltinga (sic) que se avecindó con el reino de Michoacán”; cuitlateca
que se usó antiguamente, “ya hoy no se habla” y el mazahua, “afín y
semejante al otomí”, aunque se puede decir que la lengua dominante
del país es la castellana, pues sólo en pueblos muy remotos y negados
al comercio no se oye. “El obispado tenía siete ciudades, que son Valla-
dolid, Pátzcuaro, Tzinzuntzan, Celaya, Salvatierra, San Luis Potosí y
Guanajuato; once villas que son San Miguel el Grande, San Felipe, Zitá-
cuaro, Salamanca, León, Zamora, Charo, Pizándaro, Colima y Nombre
de Jesús en Río Verde”. Comprendía 22 alcaldías mayores y tenía 122
curatos y otros tantos juzgados eclesiásticos.
Como las naciones que habitaron el reino de Michoacán eran
tan cultas en su antigüedad y como se sometieron voluntariamente
al yugo de nuestros católicos monarcas, no tuvo lugar el furor de las ar-
mas de asolar las antiguas poblaciones y la piedad de los reyes de Espa-
ña le dio nuevas mercedes para otras, de modo que se puede estimar

59
G ustavo G. V elázquez

sin temeridad, que este obispado es el más poblado y floreciente de


toda América, pues en un solo curato de él, que es San Miguel el Grande,
se empadronaron más de dieciocho mil feligreses, en el de Guanajua-
to más de cuarenta mil, quedando muchos sin empadronarse. Ya se
ve que estos también se deben a la fertilidad y abundancia del país,
donde se cogen el maíz y el trigo con que se abastecen otras provincias,
entrando en ellas la de México. Se cogen frutas con variedad inexpli-
cable y en estos últimos años se ha cultivado la utilísima del añil. La
plata y el oro se dan con abortos de la naturaleza, pues el más rico mi-
neral de esta América, que es Guanajuato, está en este obispado, y
florecen todas las artes y fábricas mecánicas a fuerza de la industria del
señor don Vasco de Quiroga… Debióse finalmente al particular cuidado
que se puso al tiempo de la conquista de este reino y poco después en
plantar familias nobles en los lugares que iban fundando, especialmente
después de la cédula que se llamó de Las Congregaciones, en virtud de
la cual se fundaron aquí Silao, Irapuato y otras1
Tal panorama de ventura, tan eufóricamente descrito por el anó-
nimo autor de la Breve Descripción del Obispado de Michoacán, fue
el escenario donde transcurrieron los últimos 20 años de la vida de
Miguel Hidalgo y Costilla, en contra del cual se levantarían impoten-
tes, en cierta forma todos los tribunales del Virreinato, pues a su hora
y aún después de una aparente victoria sobre el hombre, se hundie-
ron definitivamente.
Recorriendo los curatos rurales, desde Santa Clara de los Cobres
hasta Colima, desde Cuitzeo hasta Dolores, desde Zitácuaro hasta San
Luis Potosí, Hidalgo pudo darse cuenta de que el país era en sí mis-
mo una grande y trágica paradoja. Riqueza interior, supuestamente sin
límite, de las minas; abundancia en las cosechas, principalmente en
las regiones hermosas y fértiles del Bajío; pero hambre en todos los
jacales de los indios. Ya antes le había tocado presenciar cómo morían
de necesidad y por la escasez de alimentos miles y miles de indios, cu-
ya dolencia se agravaba con las epidemias y el tabardillo, periódico en
Nueva España.
1
Boletín del Archivo Nacional, t. XI, núm. 1, p. 128.

60
Hidalgo Nueva vida del héroe

Por esos caminos a veces áridos y a veces cruzando entre maizales


y trigales bien granados anduvo el cura Hidalgo muchos años. Cierta-
mente que sus ingresos en la rectoría y en la tesorería del Colegio de
San Nicolás, sus cátedras y su ministerio en el cual contó con la sim-
patía de sus superiores, los obispos de la Rocha, fray Antonio de San
Miguel y el mismo Abad y Queipo, le habían permitido convertirse en
mediano agricultor, sueño que jamás pudo realizar su padre don Cris-
tóbal, quien murió fiel a sus amos el 31 de agosto de 1790.
¿Qué clase de cura era Miguel Hidalgo y Costilla? ¿Cómo iba
a entrar en la administración de las parroquias el maestro de San
Nicolás, después de haber permanecido en la ciudad episcopal de
Michoacán por más de 27 años? ¿Cuáles fueron las causas por las
que sin razón aparente un día lo quitaron del amor de sus libros y
sus cátedras para enviarlo a correr campo, como a cualquier cura
de misa y olla? ¿Fue acaso su enamoramiento de una mujer, doña
Manuela Ramos Pichardo, con la que tuvo dos hijos, Agustina y Lino
Mariano, lo que determinó para cortar el escándalo que abandonara
Valladolid y marchara a la lejana Villa de Colima? ¿Fueron razo-
nes de carácter político puesto que constituían una amenaza la vida
científica y las opiniones del disputador sacerdote, que no se tenía la
lengua, ni se cuidaba mucho del Tribunal de Santa Inquisición? ¿Era
acaso su condición de criollo prominente en el colegio el motivo de
su separación?
No debe haber sido una sola la causa –y tal vez ni siquiera se tuvo
en cuenta su amorosa unión con la joven Manuela– la que originó
su salida del colegio, pues entonces los clérigos en una muy grande
proporción no daban mucha importancia al cumplimiento del voto
de castidad. Más aún el clero, regular y secular, había vivido en una
constante dualidad que expresaba en sí misma la existencia de una
crisis de los dogmas religiosos y morales.
Los regulares, que habían hecho voto de pobreza, tenían riquezas
personales o vivían una vida de zánganos, ignorantes y sucios los más
bajos. Los clérigos seculares tenían haciendas, riquezas y mancebas, sin
que se les diera un ardite de que sus hijos ayudaran a misa y sin que tal

61
G ustavo G. V elázquez

hecho fuera escandaloso. Los procesos por incontinencia, por utilizar el


confesionario para pecar carnalmente, solicitante in confesione, abun-
dan y son mucho muy numerosos desde los primeros días del régimen
colonial hasta que finalizó. Muchos frailes y clérigos seculares cometían
crímenes como los que comete ahora cualquier rufían y dirimían sus dis-
putas, frecuentemente a puñaladas. Hasta hubo varios que se suicidaron,
sin que nosotros hayamos tenido interés en averiguar las causas.
En todas partes, en todos los conventos y en todos los colegios la
lucha de criollos contra gachupines era notoria, principalmente entre
los eclesiásticos. Esto era notable en el Colegio de San Nicolás, pues el
doctor Bonavit nos ha conservado el verso satírico de don Antonio Ma-
ría Uraga Gutiérrez, estudiante nicolaíta de filosofía en 1796, que dice:

Madre, de estudiar no trato,


Soy criollo y no he de aprender.
Más bien voy a pretender
A España un gachupinato.

Es presumible que Hidalgo haya sido víctima de la lucha de inte-


reses entre los criollos nacionalistas y los gachupines lógicamente
partidarios de la subordinación a la metrópoli. Así lo vemos ir a Colima,
lleno de amargura, e instalarse el 10 de marzo de 1792 en su curato.
Castillo Ledón ha recogido una tradición que expresaría su esperanza
de cambiar las cosas, tal vez entonces no muy oculta.
Se cuenta que el anciano Pablo, que le vendía cobre para una cam-
pana que pensaba construir, le preguntó un día:

—¿Para qué quieres eso, tata cura?


—Para hacer una campana grande que se oirá en todo el mundo.

Ocho meses duró Hidalgo en Colima. Vino a Valladolid el 26 de no-


viembre de 1792, para no regresar, obsequiando al ayuntamiento, antes
de abandonar el curato, la casa que había comprado para que en ella se
instalara una Escuela de Primeras Letras. El obispo fray Antonio de San

62
Hidalgo Nueva vida del héroe

Miguel lo llama para avisarle que el virrey le ha nombrado cura propio,


vicario foráneo y juez eclesiástico de San Felipe el Grande, parroquia
que recibe de fray Diego de Bear el 24 de enero de 1793.2
Los biógrafos de Hidalgo tienen mucho cuidado en relatar las parti-
cularidades con que este cura ejerce su ministerio, que en San Felipe
comienzan a tener sus más brillantes expresiones. Forma una orquesta
para el servicio de la iglesia y recreo de sus feligreses poniendo al frente
de ella a su pariente, el futuro insurgente José Santos Villa.3
Es un cura moderno y nada gazmoño. No oculta su amor a los goces
sencillos de la vida.
Lo terrible para quienes lo juzgaron posteriormente, como don Lucas
Alamán, consiste en que Hidalgo, “traduciendo el francés, cosa bastante
rara en aquel tiempo, en especial entre los eclesiásticos, se aficionó a
la lectura de obras de artes y ciencias”. Su afición a la literatura france-
sa, cosa común en todo el reino español, como lo atestigua Montolíu, lo
llevó a formar un pequeño grupo de actores que solían representar obras
que deben haber causado honda impresión en la mentalidad no sólo de
quienes tomaban parte en la representación, sino en todo el auditorio.4
Entre ellas se destacan el Tartufo de Molière, obra en la cual muchos
deben haber visto una crítica no muy velada contra los curas y cléri-
gos hipócritas que ocultaban o intentaban ocultar los instintos sexuales
naturales en el hombre; pero que el celibato eclesiástico pretendía
reprimir. Si en Francia las obras de Molière produjeron reacciones
hostiles entre las clases dirigentes, en San Felipe el Grande, el año del
Señor de 1792, aquello debe haber dejado huellas perdurables. Hidalgo
trabajaba y hacía madurar la conciencia de sus futuros compañeros de

2
Hidalgo, antes de que fuera separado del Colegio de San Nicolás, había hecho oposición para obtener los beneficios de las
sacristías mayores de Tzintzuntzan y de Apasco, que no llegó a ocupar. Concursó también para obtener la sacristía mayor
de Santa Clara de los Cobres, que se le concedió con la ayuda de fray Antonio de San Miguel en 1788. Sobre lo que fueron
las sacristías mayores baste decir que eran beneficios que no obligaban a los propietarios al ejercicio de cura y únicamente
auxiliar, sin depender directamente del párroco. Era una “canongía”, para usar una palabra que dé idea aproximada. Puede
suponerse que Hidalgo alguna vez iría a Santa Clara de los Cobres, pues su hermano José Joaquín fue cura de esta población.
3
Aquí es donde Hidalgo encompadró con el español peninsular de apellido Ambia, cuya hija anduvo vestida de hombre
acompañando a Hidalgo, quien pretendía ayudarla a salvar a su padre. Alamán conocía el problema de la “Fernandita”; pero
dejó correr la malicia de la gente para ayudar a enlodar la memoria del héroe.
4
El informe del comisario del Santo Oficio, sobre la posesión de libros heréticos, puede ayudarnos a esclarecer las causas
de la separación de Hidalgo, pues es indudable que él era uno de los que leían libros prohibidos.

63
G ustavo G. V elázquez

armas, quizá sin intuir la intensidad de su labor política que hoy podría
ser ejemplo para quienes anhelan transformar la nación mexicana y
llevarla a las cimas del progreso.
La tertulia diaria en la parroquia era un centro de propaganda e
Hidalgo dirigía la conversación, de manera inocente en apariencia,
hacia los grandes acontecimientos mundiales que necesariamente
madurarían el sentimiento nacional para la insurrección. El mus y la
malilla, el baile al son de la orquesta y la aparente distracción, eran el
medio que el cura Hidalgo utilizaba para dotar de conciencia política a
sus amigos y feligreses, futuros soldados de la patria mexicana.
Quienes anteponen al deber patriótico otros intereses sectarios, han
condenado a Hidalgo porque siendo cura era patriota y porque siendo
teólogo enseñaba una nueva ciencia: la política. Ya se ve que para él las
disputas de campanario no eran importantes; ni siquiera se preocupa-
ba de adular a sus superiores para que lo mejoraran y lo proveyeran de
un canonicato, tratando en cambio de elevar a un plano jamás visto en
México, la mentalidad de sus futuros correligionarios. De ahí ese charlar
y explicar los caminos de la gran Revolución Francesa y de la indepen-
dencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que más de una vez deben
haber servido de pretexto para las veladas parroquiales.
Francia chiquita se decía a la tertulia del cura de San Felipe que,
con la sencillez y la chanza sin distingos para nadie, en medio de los días
de campo y bailes campestres, enseñaba al pueblo y a sus más cercanos
amigos a entender los problemas del mundo, al cual, necesariamente, por
el desarrollo material, la Nueva España estaba unida sin disputa.5

5
Manuel de Montolíu, Literatura Castellana, 2a. edición, Cervantes, Barcelona, 1930.

64
CAPÍTULO VII

R
El crisol de la persecución
M uy pocas veces se ha dado el caso en la historia de que el reformador
y el hombre de progreso no haya sido perseguido, encarcelado, tortu-
rado o privado de la vida. Es don Quijote de la Mancha, quien ha dicta-
do el mandamiento que han de guardar todos los espíritus superiores,
a quienes las generaciones posteriores elevan templos, monumentos y
columnas para perpetuar su memoria. “¡Por la libertad se puede y debe
aventurar la vida!”
La paz de Valladolid arrebatada a Hidalgo era el principio del ca-
mino que lo llevaría a cumplir el destino de los hombres superiores.
La persecución, crisol de los héroes y de los patriotas, se había ini-
ciado porque así se templan quienes no han de quebrarse ni doblarse
en la adversidad.
No es aquí donde podríamos traer al recuerdo las persecuciones que
han sufrido todos los hombres superiores en cualquier orden en el cur-
so de su vida; pero nos bastará decir que Hidalgo no fue la excepción y
quienes lo negaron o le niegan la categoría de hombre superior, deben
meditar bien sobre su destino. La señal pedida para comprobar la calidad
del héroe se encuentra en Hidalgo: en 1791 comenzó su persecución.
Otros como él, menos afortunados o con diversa contextura habían sido
perseguidos en años anteriores por el brazo terrible de la Inquisición,
que consideraba herejía cuanto debilitara el poder del monarca, uno de
cuyos brazos más potentes era la Iglesia. Con el pretexto de perseguir
la herejía en realidad se perseguía a los enemigos del sistema colonial
feudal, que ya no podría salvarse de los golpes dados no por las ideas
sino por las nuevas condiciones materiales, planteadas por el desarrollo
prodigioso de la industria en las naciones extranjeras.
Entre los perseguidos y precursores, compañeros y conocidos de
Hidalgo, casi sus vecinos, el tribunal de la Santa Inquisición ya tenía a
Juan Antonio Montenegro, denunciado en los últimos meses de 1793,

67
G ustavo G. V elázquez

por desear como muchos la independencia nacional y declarar “que


la religión es una pura política de que se han valido los hombres para
sujetar a los pueblos”. Se encontraban, también, Ponciano Bustamante
y Andrés Sánchez de Tagle y en el curso de 1794 la Inquisición procesó
a Juan José Pastor Morales, a fray Juan Ramírez de Arellano, guardián
del convento de Texcoco, al bachiller Antonio Pérez Alamillo, cura de
Otumba, ambos pueblos del actual Estado de México; al terrateniente
don Manuel Esteban de Enderica, por desear la independencia nacional
y por ser “afrancesado”. “Otros muchos ‘afrancesados’ fueron aprehendi-
dos y encarcelados por el terrible tribunal, porque seguían con entusias-
mo los acontecimientos de la Gran Revolución Francesa y por poseer y
leer las obras de Voltaire, de Mirabeau, Montesquieu, Raynal, Pope, Mar-
montel, Locke, La Bruyere, Rousseau y la Enciclopedia. Fray Gerundio
de Campazas, obra del jesuita P. Isla, era también uno de los libros que
se encontraban prohibidos, porque zahería las petulancias de los orado-
res sagrados, ampulosos, vanos y serviles”.1
El 16 de septiembre de 1849, como un homenaje a Hidalgo, el perió-
dico El Universal, órgano del Partido Conservador de entonces, negaba
que Hidalgo hubiera tenido el propósito de lograr la independencia de
México; replicando al Partido Conservador la Junta Cívica, integrada
por Juan N. Almonte, A. Cerecero, Mariano Domínguez y José Ma. Fran-
co, explicaba que el héroe no fue el único porque la aspiración a la inde-
pendencia de México, era un sentimiento general principalmente entre
las clases cultas. Con razón Castillo Ledón ha podido decir: “no podía,
pues, considerarse al cura Hidalgo como el único de revolucionaria ma-
nera de pensar, si bien de tiempo atrás era de ideas y procedimientos
de aquella índole y que nadie lo igualaría en hechos tan francamente
definidos, como los que desarrollaba en su curato de San Felipe”.
El cabildo de Valladolid, más por las actividades políticas de Hidalgo
que por otras razones, inició una serie de maniobras cuyo propósito era

1
Los procesos de la Inquisición en la segunda mitad del siglo XVIII, como lo ha demostrado Monelisa Lina Pérez Marchand
–Dos etapas ideológicas del siglo XVIII en México–, se ocupan principalmente de perseguir “a los espíritus fuertes, que bajo
el nombre de filósofos modernos y con la realidad de ateos, de deistas, de materialistas, de impíos, de libertinos atacan la
religión y estado en nuestro siglo”.

68
Hidalgo Nueva vida del héroe

el de advertir y molestar al cura de San Felipe con la vigilancia llegán-


dose a inventar en forma que parecía mal intencionada, que Hidalgo
tenía en la tesorería del Colegio de San Nicolás, cinco años después de
haberse separado, un déficit aproximado de diez mil pesos.
Quién sabe por qué causa los enemigos de la independencia de México
no se atrevieron en su tiempo a revivir toda esa maraña de intrigas urdidas
para destruir la moral del cura Hidalgo; pero lo cierto es que el 17 de junio
de 1799 los jueces hacedores le ordenaron comparecer ante la Haceduría
y Tribunal del Diezmo y que el 12 de julio, por conducto del padre Bear,
vicario de Hidalgo, volvieron a reconvenirlo para que se presentara.
Su amigo el licenciado Manuel Abad y Queipo, juez de Testamentos
y Capellanías, también como una extraña coincidencia, inicia un proce-
dimiento para cobrarle cierto adeudo y lo amenaza de embargo, que se
ejecutaría en sus haciendas de Jaripeo, Santa Rosa y San Nicolás de la
Jurisdicción de Irimbo. Necios seríamos si no viéramos en esas manio-
bras –que podríamos calificar de “jesuitas” por taimadas e hipócritas– el
propósito de acallar aquella actividad prodigiosa y peligrosa que des-
plegaba en su parroquia. Tal vez si se hubiera tratado de cualquier otro
clérigo o de otro particular sin el prestigio de que gozaba Hidalgo, desde
entonces el Tribunal de la Inquisición lo hubiera encarcelado.
Pero la persecución realizada con maña hubiera provocado un dis-
turbio anticipadamente, pues Hidalgo, fuera de sus actividades polí-
ticas, era un sacerdote cumplido. Bien pudo invocar en uno de los
manifiestos que lanzó cuando era ya el caudillo del pueblo, el testimo-
nio de sus feligreses de San Felipe y de Dolores, a quienes “continua-
mente explicaba las terribles penas que sufren los condenados en el
infierno a quienes procuraba inspirar horror a los vicios, y amor a la
virtud, para que no quedaran envueltos en la desgraciada suerte de los
que mueren en pecado”.
Lograron su propósito los autores de las maniobras y persecuciones
hipócritas contra Hidalgo. El 14 de enero de 1800 entregó el curato de
San Felipe al presbítero José María Olvera y se retiró a su Hacienda de
Jaripeo para dedicarse, mientras la persecución pasaba, a las faenas del
campo en las que de niño había tomado parte al lado de su padre.

69
G ustavo G. V elázquez

La Inquisición y sus comisarios rondan junto a Hidalgo, quien, por


otra parte, suele salir al encuentro del peligro con sus imprudencias.
Parecía ignorar lo que pasaba en la capital del Virreinato y en otras
ciudades, pues en la Semana Santa de ese año habla en tono atrevido
de problemas religiosos y teológicos que pudieran llamarse intocables,
ante frailes y clérigos gazmoños. En Taximaroa, se encontró con los
frailes Joaquín Huesca, Manuel Estrada y con el presbítero Juan An-
tonio Romero, vicario de Irimbo, así como con el padre José Martín
García Carrasquedo, su antiguo vicario y entonces sacristán mayor de
Zitácuaro. Ante ellos en tono de chanza y con el brillo de un maestro
en teología, según dice Castillo Ledón, produjo varias afirmaciones con-
sideradas heréticas. Declara, según dijeron los testigos, que Dios no
castigaba en este mundo con penas temporales y que el gobierno de
la Iglesia estaba manejado por hombres ignorantes, “de los cuales uno
había canonizado a Gregorio VII tan nocivo que acaso estaría en el in-
fierno”. Al día siguiente, volviendo a provocar discusión y preguntado si
el judío guatemalteco Rafael Crisanto Gil Rodríguez se habría conver-
tido, Hidalgo manifestó, “habrá sido de boca, porque ningún judío que
piense con juicio se puede convertir”.
Para no hacer prolijos los detalles que pueden consultarse fácilmente
sólo mencionaremos que en aquella misma ocasión, según dijeron, hizo
gala de sus conocimientos en hebreo y agregó que el acto carnal no era
pecado sino una función natural; que la eucaristía no se conoció en los
términos que hoy la enseña la Iglesia, sino hasta mediados del siglo III y
otras afirmaciones que bien pudieron llevarlo al quemadero si las hubiera
pronunciado o se sospechara haberlas dicho unos cuantos años antes.
Bien avanzado abril vuelve a su hacienda de Jaripeo, va a Querétaro
y a Zitácuaro en ocupaciones que no son importantes; pero el 16 de
julio de ese año (1800) el fraile Huesca se presenta ante el comisario de
la Inquisición en Valladolid a denunciarlo y agrega que lo oyó decir que
Santa Teresa era una ilusa, porque como se azotaba y ayunaba mucho y
no dormía, veía visiones y a esto le llamaban revelaciones. La denuncia
corre sus primeros trámites y tal vez, como opina Castillo Ledón, a pe-
sar del secreto forzoso que bajo pena de excomunión debía guardarse,

70
Hidalgo Nueva vida del héroe

algo supo Hidalgo, por lo que regresó violentamente el mes de agosto a


su parroquia de San Felipe, dejando las faenas agrícolas de su hacienda
a cargo del padre García Carrasquedo, su invariable amigo.
Por esta vez parece que nada sucederá y la vida de su parroquia
transcurre tranquilamente con las interrupciones de sus breves via-
jes a Querétaro y a San Luis Potosí, que no tenemos tiempo de rese-
ñar. En enero de 1801 se encontraba en San Felipe después de haber
retornado de San Luis Potosí, donde conoció personalmente a Calleja;
pero la persecución vuelve a iniciarse solapada con marrullerías y tai-
madamente, como si el cabildo de Valladolid quisiera tenerlo siempre
bajo una constante amenaza.
Se le molesta ahora para cobrarle lo que adeuda al juzgado de Testa-
mentos y Capellanías; pero el pleito se arregla meses después.2
La influencia y autoridad de que gozaba Hidalgo también le alla-
naban la solución al proceso que la Inquisición inició, el que, por otra
parte, permite conocer que gozaba la fama de “fino teólogo”, como en sus
mejores años de colegio. Seguramente que su autoridad era tal que no
obstante las graves denuncias y algunas inculpaciones de vida licenciosa
que se le hacen se desecha la acusación del fraile Estrada, al que se cali-
fica de mentiroso e indigno de crédito.
Mientras tanto Hidalgo había tenido dos niñas, Micaela y Josefa, ha-
bidas en sus relaciones sexuales con la señorita Josefa Quintana, que
interpretaba los papeles principales en las comedias que se representa-
ban durante las tertulias del curato de San Felipe.

2
Para salvarse del cumplimiento de la cédula que manda recoger los capitales impuestos sobre capellanías y obras pías,
Hidalgo recurre a la “chicana”, por eso concede una renta vitalicia de 200 pesos anuales a fray Vicente Villalpando, maniobra
que tiene por objeto asegurar la propiedad de sus haciendas de Jaripeo.

71
CAPÍTULO VIII

R
La parroquia de Dolores
C omo todos los hombres , tenía Hidalgo en estos días de su vida dos
caminos: abandonar y guardar en silencio sus actividades y opinio-
nes para dedicarse burocráticamente a las ocupaciones propias de su
profesión o ministerio, minimizando así su vida y su conducta o, de
otra manera, con valor y sin temor, arriesgando que algún día fuera
encarcelado y privado de los bienes de fortuna que había reunido,
continuar sus actividades políticas y de verdadero agitador, destina-
das, fundamentalmente, a debilitar el poderío del régimen colonial,
uno de cuyos brazos era la Iglesia, institución a la que él pertenecía,
pero que en teoría estaba destinada a fines muy distintos a los que el
gobierno del rey la designaba.
El 19 de septiembre de 1802 muere su hermano José Joaquín, que
había sido su compañero inseparable en los días escolares, arreglando
con tal motivo su traslado a la parroquia de Dolores, donde lo encon-
traremos en los días turbulentos del movimiento de independencia
nacional que él acaudilló.
El cura se halla en un cruce de caminos. Callar y obedecer con-
vertido en cura rutinario como el de cualquier poblacho de la Nueva
España le habría permitido ser olvidado por el cabildo y por sus ene-
migos, que deben haber sido los dignatarios eclesiásticos “gachupi-
nes”, aunque entre ellos tuviera amigos como el obispo fray Antonio
de San Miguel y el licenciado Manuel Abad y Queipo. Continuar su
vida de propagandista y educador político de sus feligreses, utilizando
métodos nuevos, era el otro camino que podría seguir, aunque éste lo
conduciría inevitablemente a la cárcel, al destierro o a la muerte.
Los tiempos no eran muy favorables. Las persecuciones contra los
enemigos del régimen colonial, que no habían pasado a la acción revolu-
cionaria y popular, llenaban de temor a los funcionarios del Virreinato.
Una conspiración como la encabezada por el encargado de cuidar el

75
G ustavo G. V elázquez

mercado del Volador en la ciudad de México, Pedro Portilla, fue pruden-


temente silenciada, para no aumentar la enemistad creciente e inconte-
nible de los criollos contra los “gachupines”.1
Opta entonces Hidalgo por un camino intermedio, que mientras se
presenta la ocasión, lo haría menos vulnerable a los ataques de sus ad-
versarios, que no deben mirarse como enemigos personales, sino como
opuestos a lo que, sin proponérselo, representaba ya el cura: las ideas
de independencia nacional y de libertad para los hijos del Virreinato de
la Nueva España.
En Dolores el cura (que jamás habría podido olvidar la labor de
don Vasco de Quiroga, la cual le sería tanto más familiar cuanto que
una de las obras levantadas por aquel hombre insigne: el Hospital de
Santa Fe, en la Intendencia de México, subsistía cuando Hidalgo era
rector del Colegio de San Nicolás) inicia una actividad no acostumbra-
da, pero que más tarde se considerará como tarea fundamental de los
sacerdotes y curas católicos. Hidalgo es el precursor, en cierto modo,
del catolicismo social en México, que difiere de la caridad cristiana de
San Vicente Ferrer y de San Vicente de Paul; pero que la Iglesia católi-
ca adopta, posteriormente, como tarea urgente de Acción Católica. El
papa León XIII en su encíclica Graves de Comuni del 18 de enero de
1901, hace justicia a la actividad iniciada por el cura de Dolores, cuan-
do señala el camino de las obras sociales a los católicos. Pío XI, en su
encíclica Firmissiman Constantiam, se refiere a las llamadas

obras sociales… en cuanto son medio para ganar a la muchedumbre, pues


muchas veces no se llega a las almas sino a través del alivio de las miserias
corporales y de las necesidades del orden económico por lo Nos mismo,
dice el Papa, así como nuestro Predecesor de santa memoria León XIII, las
hemos recomendado.

Hidalgo se dedica plenamente a desarrollar la acción social católica,


según hemos dicho, después de haber ido a Valladolid para tratar la con-

1
La palabra gachupín la usamos aquí en el mismo sentido que los criollos y el pueblo de Nueva España la usaron. No tiene
la connotación genérica de designar a los españoles, ni menos a los que actualmente viven en México, cualquiera que sea
la opinión política que sustenten.

76
Hidalgo Nueva vida del héroe

clusión del pleito eterno que se le seguía por las cuentas de la tesorería
del colegio y de haber sufrido la pena de la muerte de su gran protector
y amigo, el ilustre obispo fray Antonio de San Miguel, sin perder el con-
tacto con cuantos aspiran, subrepticiamente, a obtener la independen-
cia de Nueva España.
Regala la casa que heredara de su hermano José Joaquín al ayun-
tamiento del pueblo, porque esta corporación carece de un local ade-
cuado; establece la alfarería de que todo el mundo habla y enseña a
los indígenas los rudimentos de esta industria artesanal; planta 80
moreras en el terreno que ha comprado a la orilla del río y las riega
con la noria que construye para tal fin, tomando el agua del propio
río; más tarde inicia la cría de los gusanos de seda, y manda traer de
La Habana colmenares para propagar la apicultura y también planta
y propaga millares de vides en las huertas del pueblo.
Por las noches, dice Castillo Ledón, reúne a sus obreros en su hogar
y les da lecciones orales sobre todas aquellas industrias, a fin de que
después y bajo su dirección las lleven a la práctica. De esta manera el
adelanto no tarda en ser visible. De la elaboración de simples cacharros
de barro para cocinar y de ladrillos, llega a fabricarse en la alfarería, loza
talaverana de bellos coloridos y decorados; la curtiduría y talabartería
producen desde pieles bien beneficiadas hasta artefactos de cuero de los
más primorosos; de la carpintería salen buenos muebles; la herrería, en
ensayos de fundición, acuña monedas de cobre que sirven para facilitar
el cambio; en el telar se tejen telas de lana de óptima clase y telas de
seda de las que Hidalgo pudo vestir una sotana y magníficas túnicas sus
hermanas; el rendimiento de la cera en los colmenares basta para la
elaboración de las velas que se consumen en el culto divino y en el gasto
doméstico de la población; de los viñedos en fin, se obtiene rica uva de
la que se logra elaborar delicioso vino.
Si la producción artesanal que Hidalgo promueve en su parroquia
careciera de fines sociales no merecería mayor atención. Sin embar-
go, da a crédito artículos producidos en los talleres a los arrieros y
comerciantes pobres, a los “huacaleros”, que los llevan a vender muy
lejos, especialmente en las ferias clásicas de los pueblos del Bajío.

77
G ustavo G. V elázquez

Al proponerse ensanchar aquellos negocios encuentra una experien-


cia más, que lo confirma en sus opiniones adversas al régimen colonial:
el virrey niega protección a la obra de Hidalgo, quien sin embargo no se
desalienta, porque esperaría la negativa como un acto lógico del monopo-
lio que el gobierno ejerce sobre las colonias.
No prospera el cultivo de la vid y del olivo por la prohibición existente
y, en cuanto a la protección para las otras industrias, el rey la concede,
pero el virrey no la despacha.
Era tan importante, desde el punto de vista social, la obra de Hidalgo
en su parroquia de Dolores, que se hace famoso en todo el Virreinato y
muchos hablan de la nueva forma de sacerdocio y ministerio que el cura
ha introducido. Alamán afirma que existió la suposición de que la con-
ducta arbitraria del virrey, negando la protección solicitada, determinó su
resolución para la independencia. Debe haber sido un factor, utilizado ante
el pueblo para que objetivamente comprobara lo injusto del régimen vi-
rreinal; pero es indudable que las causas de la conducta de Hidalgo fueron
complejas y maduraron lentamente, en la medida que el pueblo elevaba su
conciencia política y la percepción de sus necesidades materiales.
¡Quién sabe qué espíritu malvado metió en la cabeza de los dirigentes
eclesiásticos la necesidad de condenar al cura Hidalgo, siguiendo el camino
que iniciaron los hombres servidores del régimen español, cuya religiosi-
dad era, solamente, un instrumento político, para mantener al pueblo en
la sumisión! ¿Por qué no se tomó su labor parroquial como un modelo y
por qué hoy mismo, cuando la iglesia pretende salir al paso al desarrollo
material del mundo, no se invoca el ejemplo de tan esclarecido sacerdote?
La actividad parroquial de Hidalgo tal vez pudiera compararse con la que
muchos años después desplegaron algunos curas de aldea en Francia, y,
seguramente que los tratadistas de la Acción Católica, si abandonaran su
mentalidad colonial y vieran que el régimen del Virreinato no sólo era un
estorbo sino una injusticia, Hidalgo no recibiría tantas injurias como recibe
de quienes se dicen afectos y defensores de la iglesia católica.2

2
En ciertos círculos de personas que pertenecen a la religión católica se exaltan las virtudes de hombres como Iturbide,
Miramón y Maximiliano para condenar a Hidalgo y a Juárez. En Toluca existía un centro de A.C.J.M. que llevaba el nombre
de “Miguel Miramón”. Un joven de esa ciudad, prominente dirigente de Acción Católica, publicó recientemente un folleto en
el cual, con el pretexto de defender a Iturbide, repite las consabidas acusaciones contra don Miguel Hidalgo y Costilla.

78
Hidalgo Nueva vida del héroe

El presbítero doctor Pedro Velázquez H., autor de un libro que ha


sido calificado por la prensa nacional de “punzante” sobre la miseria
de México, confiesa que “en verdad, si nuestro pueblo, los trabaja-
dores sobre todo, se alejan de la Iglesia…”; pero que no lo hacen
espontáneamente sino por obra de los líderes anticristianos. Más que
por obra de los líderes anticristianos, bastante bien conocidos en su
gran mayoría, lo que aleja a los hombres de mentalidad nacional y
patriótica de la Iglesia es el uso que de su autoridad y de sus prin-
cipios hacen los que a sí mismos se dicen “católicos” e hijos fieles
de la Iglesia. Más que los líderes anticristianos –quienes empujaron
a Hidalgo y a otros de nuestros patricios a aparecer ante el pueblo
como contrarios a la religión a la que pertenecieron y en la que, co-
mo en el caso de nuestro héroe, vivieron y murieron–, son ellos los
culpables de que los hombres liberales hayan caído en los extremos
justiciables del jacobinismo.
Los tiempos son propicios para hacer un examen de nuestra histo-
ria superando las limitaciones que la ciencia tenía en el siglo pasado.
La independencia nacional, como otros movimientos sociales de Méxi-
co, no tuvo propósitos religiosos ni fue determinado por pugnas ideoló-
gicas. Es verdad que todo movimiento social tiene una ideología; pero
ella no es otra cosa sino la interpretación de las causas que engendran
el movimiento.
En los días de Hidalgo, el régimen de opresión colonial, quienes uti-
lizaban la autoridad del clero sobre el pueblo para conservar la situación
de privilegio de las clases feudales dominantes, eran los antipatriotas.3
Los colonialistas y las clases opulentas del Virreinato que, dando una li-
mosna, pretendían que el clero amasara la rebeldía de las masas plebeyas.
Son los “conservadores”, los “gachupines” y los mozos del predominio
extranjero sobre México, los que utilizan a la iglesia como instrumen-
to de sus intereses, por eso cuando esta institución se identificó con
el retraso feudal, con la anemia de la agricultura latifundista y con la
opresión sobre la gran mayoría del pueblo, los hombres que luchaban

3
Es oportuno recordar que los “realistas” se daban a sí mismos el nombre de patriotas, mientras llamaban traidores a la
patria a los “insurgentes”.

79
G ustavo G. V elázquez

por los intereses materiales de las grandes masas populares tenían que
aparecer como adversarios de la religión, cuando no eran sino adver-
sarios del sistema social injusto.

80
CAPÍTULO IX

Una estrategia y una táctica


L a segunda edad de la historia del sacerdocio católico colonial se carac-
teriza por la vida plácida y tranquila en los magníficos conventos, por
las prebendas y capellanías de monjas, por el florecimiento económico
de los curatos, por el predominio político y las fiestas ostentosas, lle-
nas de viandas y vino para después de las misas de tres ministros y, su
consecuencia lógica, por el abuso y la relajación de las costumbres. No
fue así en la primera época de la Conquista y de la primera población.
España nos envió, dice Mariátegui, misioneros en quienes estaba vivo
aún el fuego místico y el ímpetu militar de los cruzados.
En la segunda época del clero de Nueva España –según el duque de
Linares, citado por Alamán–, el culto era ostentoso y “la piedad de los
habitantes era ferviente y ellos proveían con largueza a la sustentación
de los ministros del altar”.1 Por eso el sacerdocio era equiparado a la
burocracia y al comercio por las gentes sencillas del Virreinato, en cuyos
labios corría el refrán que antes mencionamos: iglesia o mar o casa real.
La insatisfacción de la gran mayoría del pueblo se excitaba con las
predicaciones de bienaventuranza celestial, que se desearía más y con
mayor ahínco en la medida que los ensueños procedieran de un corazón
lleno de infinita amargura por la carencia de vestido, de comida y de
descanso. La religión era un excitante para las multitudes del Virreina-
to y aún los indios y castas que, por la despiadada explotación, habían
perdido todo interés vital, encontraban hermosos y excitantes los actos
de culto, en que había luces, perfumados aromas, copal, calor de apoyo,
música celestial y descanso físico. La gran masa, india principalmente,
debe haber soñado con un cielo parecido a la gran nave de una iglesia.

1
José Vasconcelos dice que el ingreso que proporcionaba el curato de Dolores era de mil pesos mensuales. El administrador
de la mina La Valenciana ganaba $200.00 semanales. El administrador y minero de San Juan Bautista de Rayas ganaba
$100.00 semanales. Los peones y los tenateros “ganaban lo que pueden hacer a seis reales o a un peso diario”. Como es
sabido los peones de las haciendas nunca ganaron más de un real diario.

83
G ustavo G. V elázquez

Muchos sacerdotes educados en los estudios de la teología, lectores de


obras místicas como las de San Juan de la Cruz, fray Luis de Granada,
Santa Teresa de Jesús, Nieremberg y otros, condenados a veces por la In-
quisición, también excitarían sus ánimos. El peligro de caer en las here-
jías “iluministas”, “molinosistas” o “erasmistas” era constante; pero con
esas lecturas avivaban su alma para emprender fervorosamente obras
y actividades superiores a las limitaciones del puro interés personal. La
lucha por la independencia, que abrió un nuevo camino y prometió una
nueva aurora a los mejores espíritus, descubrió que donde había religio-
sidad, es decir misticismo y encendida pasión por un ideal superior al
plácido burocratismo, era en algunos criollos, mestizos e indios, entre
los cuales la revolución nacional reclutó algunos de sus más audaces
precursores y soldados.
Tal vez éste sea el hecho característico de los hombres que más
tarde abandonaron sus ocupaciones para tomar otras tan antitéticas
y disímbolas a primera vista, que no parecen tener ningún punto de
contacto. El soldado sacerdote, el sacerdote rebelde y revolucionario,
no era sino el heredero fiel del cruzado y del místico de la Edad Media.
Hidalgo y muchos de sus compañeros eran la destrucción de la antino-
mia que Miguel de Cervantes hallaba en el mundo de su época, en la
que se pretendía que el hombre bueno y de calidad superior, el hidalgo
pobre, luchara por la realización de quimeras y ensueños absurdos tan
irrealizables que hacían reír a Sancho. Los héroes como Hidalgo su-
peran la contradicción planteada en el Quijote porque luchan por las
cosas que parecen propias de Sancho, materiales y tangibles, con el
ardor ideal del caballero de La Mancha. Tal vez la definición de un hé-
roe cívico como Miguel Hidalgo se encuentre en que toda su vida, toda
su sangre, todo su ser, toda su inteligencia, todo su desinterés y toda
su pasión estuvieron destinados para construir ya no un mundo en las
nubes y una dicha en lugar imaginario, sino un mundo de alegría y de
bienaventuranza para las criaturas perseguidas sobre la propia tierra
que pisamos.
Pero volvamos a nuestro héroe, que en Dolores no vivía burocrá-
ticamente su vida de párroco, sino que continuaba por rumbos nue-

84
Hidalgo Nueva vida del héroe

vos, creando condiciones adecuadas para que al estallar la tormenta


barriera el podrido régimen de la Colonia, que burlonamente se llama-
ba “gachupinato”. ¿Qué podrían proponerse todos aquellos que como
Miguel Hidalgo deseaban y luchaban para que se produjera en Nueva
España un movimiento nacional que condujera al establecimiento de
un régimen independiente para los mexicanos y que suprimiera la de-
pendencia de la metrópoli española?
¿Con qué sectores de la población, con qué clases podrían contar
aquellos en cuyas cabezas bullía, como una flama que los quemaba,
el anhelo de terminar con la subordinación de la Nueva España a la
metrópoli? ¿Qué métodos, qué formas podrían seguirse para alcanzar
aquel ensueño, aquel ideal y aquella vaga aspiración a la independencia,
cuyo nombre horrorizaría a los espíritus educados en la opresión y en
la tiranía?
Desde que Hidalgo era estudiante, precisamente en los momentos
en que se ordenaba de sacerdote en el norte de la Nueva España, se
habían producido los acontecimientos más extraordinarios que en
el siglo XVIII podían acaecer. El 9 de julio de 1778, un mes antes de
que Hidalgo se ordenara de sacerdote y dos años después de procla-
mación de independencia hecha por los Estados Unidos de Nortea-
mérica, se suscribían los artículos de la Confederación y Perpetua
Unión de los Estados de Nueva Hampshire, Massachusetts…2 que in-
tegrarían los Estados Unidos de América. Más tarde estos estados se
daban a sí mismos (por su propia decisión y la de sus pobladores,
sin intervención de ningún ser extraterrenal, sin papa y sin rey) una
constitución que simbólicamente, por primera vez en todos los siglos
de la humanidad, daba al pueblo el tratamiento que en Europa estaba
destinado a las grandezas. “Nos el pueblo de los Estados Unidos…
formamos y sancionamos esta Constitución”.3

2
Los estados que firmaron la Constitución de los Estados Unidos de América fueron Hampshire, Massachusetts, Connecticut,
Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia.
3
Como Pereira lo ha hecho notar, no se debe pensar que en la palabra pueblo los fundadores de la democracia incluían
a las clases bajas o, como decía Washington, “al populacho tumultuante de las grandes ciudades”, que “siempre es
temible”. Alamán, Zavala, Mora, Allende, Iturbide e tutti quanti de ayer y de ahora censuraban a Hidalgo porque amaba
al populacho al contrario de Washington.

85
G ustavo G. V elázquez

Un escritor norteamericano ha dicho:

Cuando el mundo civilizado se enteró de la noticia, aquel esfuerzo de


unos hombres para construir al borde de un vasto continente despobla-
do una república democrática que no existía todavía en ningún lugar de
la tierra despertó el entusiasmo de los republicanos de toda Europa.
Los americanos practicaban lo que era pura teoría para los europeos.

Un escalofrío de asombro debe haber estremecido al pueblo francés


de cuyo seno irradiaban desde muchos años antes las teorías que pre-
tendían romper la estructura feudal de Europa, pues no habían soñado
siquiera que aquellos ensueños locos de todos los filósofos llamados “de
la Ilustración” pudieran algún día, en alguna parte de la tierra, conver-
tirse en realidad.
España, por las rivalidades de la Guerra de Sucesión, ayudó a los
colonos ingleses insurrectos y así entraron en contacto los españoles
con un movimiento nuevo que iniciaba realmente la era moderna de la
historia. Sin proponérselo, aunque con los graves augurios de algunos
de sus políticos destacados, España ayudó a cavar el sepulcro de su pro-
pio dominio colonial.
Para quienes pudieran acusar a Hidalgo y a sus correligionarios de
“afrancesados” o de portadores del virus de las ideas exóticas, que inte-
rrumpieron, como dice el novel historiador Sánchez Navarro, la paz que
por 300 años reinó en el Virreinato, se podría decir que los revoluciona-
rios nacionalistas de América, de Nueva España y de todo el continente
americano, fueron el principal auxiliar para que Europa desarrollara el
comercio, la industria, las finanzas y el bienestar que en el siglo XIX dis-
frutaron los pueblos de Inglaterra y Francia principalmente. Es Hidalgo,
como fueron Washington, Bolívar y los otros libertadores de América,
por la causa a la que sirvió, un hombre a quien no sólo su nación sino el
mundo entero le es deudor porque puso su esfuerzo al servicio del pro-
greso y de un nivel de vida superior, que pronto alcanzaron los países de
Europa, por la apertura de nuevos mercados para sus manufacturas y
por haber logrado acceso a las materias primas de que carecían.

86
Hidalgo Nueva vida del héroe

Pocos años después de la independencia de los Estados Unidos de


América, estalla en Francia la gran Revolución que quita el poder a las
clases feudales y abre el paso a las clases industriales y al pequeño cam-
pesino al que le permite ciertas libertades.
Las dos revoluciones, la de Norteamérica por la independencia na-
cional y la de Francia por los derechos de las clases antifeudales y
democráticas, fructifican en Nueva España y dan aliento a los teóricos
que así encuentran una táctica y una estrategia, para usar términos
militares, que los llevarán a realizar los vagos anhelos y las confusas
aspiraciones que habían alimentado desde muchos años antes.
Nueva España estaba dividida grotescamente en su interior; esta
división oficialmente se expresaba en una arbitraria y discriminatoria
clasificación etnológica que no es necesario repetir. El hecho cierto es
que los indios y las castas, como Humboldt lo atestigua, constituían la
parte más importante de la población. Menos importancia numérica
tenían los criollos, que no eran una clase social propiamente sino que
agrupaban a hombres de muy diversas condiciones económicas. Los
“gachupines”, en diversos grados de prosperidad dentro del régimen
colonial, eran de todas maneras el sector minoritario y privilegiado.
En los momentos anteriores a la proclamación de la independencia los
intelectuales nacionalistas, ligados al pueblo, se encontraban en abun-
dancia entre los clérigos regulares y seculares y entre los militares.4

4
“Yo me inclino a creer, dice Humboldt, que la Nueva España tenía entonces cerca de siete millones de habitantes. El
número de indios en 1803 se calculaba en 3 676 281; las castas o razas mixtas 1 338 706. Los españoles europeos y los
españoles criollos se calculaban juntos en apenas 1 097 928. El clero secular se calculaba en 4 229 personas y el regular
en 3 112 más 2 099 monjas”.

87
CAPÍTULO X

R
En los preludios de la Independencia
I ban madurando las condiciones sociales de Nueva España para que se
produjera una insurrección y casi de una manera natural se iban for-
jando los caudillos que de un momento a otro encabezarían un movi-
miento que, a pesar de la paz aparente del Virreinato, caminaba en las
entrañas ocultas de la nación como esos veneros silenciosos de aguas
vivas que corren en la entraña de la tierra.
Hidalgo se había hecho querer de los indios en su vida parroquial,
y le fue fácil lograrlo porque guardaba desde niño un gran amor, que se
acrecentó hasta trocarse en un sentido caritativo como el que animó
a los primeros misioneros. No sería temerario suponer que no una,
sino muchas veces releería, con fruición llena de ternura, las Preven­
ciones del arzobispo Lorenzana y, particularmente, aquellas emotivas
palabras en que recomienda a los curas caridad para los indios: “ame
mucho a los indios, dice, y tolere con paciencia sus impertinencias,
considerando que su tilma nos cubre, su dolor nos mantiene y con su
trabajo nos edifican iglesias y casas para vivir”.
España, mientras tanto, cuando las clases ilustradas del nuevo mundo1
sentían la urgencia de librarse del yugo de la metrópoli, se había debilita-
do. La guerra con Inglaterra la había dejado exhausta; pero ahora, cuando
Hidalgo tenía cuatro años de ser cura de Dolores, una nueva desgracia se
abatía sobre ella: Napoleón Bonaparte, con ardides que no necesitamos
reseñar aquí, comprometió a España en una guerra contra Portugal.

1
Puesto que hemos venido utilizando las palabras “clase social”, trataremos de explicar en qué sentido la usamos. Como es
sabido la Revolución Francesa no hablaba de clases sociales, sino de individuos, y no proclamaba la libertad de las mismas
clases, sino la libertad individual. Esto era oportuno porque se trataba de romper el monopolio gubernamental y de obtener
igual trato e iguales oportunidades legales para todos los hombres. Para lograr este propósito se partía de la idea de que la
sociedad está integrada por individuos que por el hecho de ser hombres tienen, por naturaleza, iguales posibilidades frente al
mundo, frente a la vida y frente al Estado. Hoy todo el mundo admite que la sociedad no es un agregado de individuos, sino
que está compuesta de agrupamientos económicos involuntarios, que entre sí tienen conflictos. Aquella parte de la sociedad
que tiene los mismos intereses económicos, bien sea, propietaria o bien carezca de propiedad constituye una clase social.

91
G ustavo G. V elázquez

Don Justo Sierra, describiendo estos hechos que tanta importancia


tuvieron para la conducta posterior del Padre de la Patria, ha dicho:

creyendo que España consistía en una corte profundamente corrompida,


en la familia real, en que las desavenencias entre el favorito Godoy y el
príncipe de Asturias habían tomado las proporciones de una rebelión;
en la ignorancia del pueblo, que la Inquisición había disputado a las
ideas reformistas; en la miseria pública, que era espantosa; en la banca-
rrota perenne del erario, que aumentaba de año en año por las centenas
de millones en deficiente, dispuso de ella a su arbitrio.

España sin embargo no era eso y el pueblo entró en acción y contes-


tó en Madrid con la insurrección del 2 de mayo, cuyos motivos ciertos
fueron la defensa de la dignidad de la nación española, vejada y piso-
teada por Napoleón Bonaparte, vejaciones y humillaciones a las que
se prestaron todos los Grandes de España, que por boca del Duque del
Infantado, el amigo más íntimo de Fenando VII, dijeron: “Señor, los
grandes de España fueron siempre conocidos por su lealtad hacia sus
soberanos y V. M. hallará en ellos la misma fidelidad y afección”.2
Se encontraba en los hechos que acaecían en España la chis-
pa que los habitantes del Virreinato esperaban. Pronto entrarían en
acción Hidalgo y los otros caudillos nacionales a fin de destruir para
siempre el dominio español, retrasado y cerril ejercido sobre todos los
pueblos de la América española.
Omitiremos, por razones obvias, los detalles bien conocidos de la
representación que hizo el ayuntamiento de la ciudad de México al vi-
rrey Iturrigaray, para que, desconociendo las renuncias arrancadas por
la violencia a la familia real, se declarara que recibía la soberanía del rey
en los tribunales superiores y en los cuerpos que llevaban la voz públi-
ca, “quienes la conservarían para devolverla al legítimo sucesor cuando
se hallase libre de la fuerza extranjera y apto para ejercerla”.
Por importante que consideremos el proyecto de fray Melchor de Ta-
lamantes para convocar a una reunión de la que nacería la independen-

2
Marx, La revolución española, p. 91.

92
Hidalgo Nueva vida del héroe

cia, con la esperanza en el corazón de Iturrigaray de ser declarado primer


rey de la nueva nación, dejaremos de reseñarlo. Como faltaba el elemento
popular en todas las maniobras a cuyo frente estaba voluntaria o involun-
tariamente el propio virrey, cualesquiera que hayan sido las intenciones
de quienes promovían la reunión de una junta de todas las autoridades
de la capital del Virreinato de Nueva España, estaban destinadas a fra-
casar como fracasaron. Alamán cuenta que en la junta que tuvieron el
ayuntamiento de México, la audiencia y el virrey, se notaban tres corrien-
tes políticas que provenían de los diversos intereses de quienes tomaban
parte en ella. Los españoles europeos, “gachupines” representados por
la audiencia, se inclinaban a reconocer como autoridad suprema para
todo el reino español a la Junta de Sevilla; los criollos representados por
el ayuntamiento ponían tales condiciones que era imposible reconocer
a ninguna de las juntas o gobierno de la metrópoli, mientras no saliesen
del poder de Napoleón los príncipes de la rama de España, cosa que era
muy poco probable. Iturrigaray buscaba asegurarse el mando total del
Virreinato con el título de lugarteniente del reino. Los europeos supusie-
ron a Iturrigaray en acuerdo con los miembros del ayuntamiento y desde
entonces no pensaron sino asegurar la obediencia de la Nueva España
a cualquier gobierno que existiese en la metrópoli y que gobernara en
nombre de Fernando VII.3
Necesariamente Hidalgo estaba enterado de todos los alborotos que
había en la capital de la república, pues hasta Guanajuato trascendieron
por la conducta del intendente Riaño, amigo íntimo de nuestro héroe,
que suspendió la publicación del acta de la junta de las autoridades de la
capital de la república, por el mal efecto que pudiera producir. En Pue-
bla los indios, desde que supieron que no había rey, según el conde de la
Cadena, se habían negado a pagar el tributo y si se publicaba el acta de
la junta podrían aumentarse las inquietudes de los indígenas. Una anar-
quía total invadió la Nueva España, pues todos los cuerpos que repre-
sentaban a la autoridad española entraron en conflicto, aumentándose
la confusión cuando el Tribunal de la Inquisición declaró por edicto del

3
Alamán, Op. cit., t. I, p. 162.

93
G ustavo G. V elázquez

27 de agosto de 1808 “heréticas y condenadas por la Iglesia, las especies


que se iban difundiendo y que se habían manifestado en la junta sobre
soberanía del pueblo”. Los acontecimientos que siguieron después del
mes de agosto de 1808 en la capital del Virreinato infundieron temor a
los españoles europeos representados por la audiencia respecto a que
Iturrigaray, con o sin la complicidad del ayuntamiento, se declarara in-
dependiente de la metrópoli, aprovechando la confusión que reinaba,
por lo que decidieron dar el golpe de mano que concluyó con la prisión
del virrey y la exaltación del anciano don Pedro Garibay.
Otra vez, a pesar de que el tribunal de la Inquisición consideraba una
herejía que se hablara de la soberanía del pueblo, la proclama publicada
el 16 de septiembre de 1808 decía que “el pueblo se había apoderado de
la persona del señor virrey”. Los licenciados Azcárate y Verdad fueron
llevados a la cárcel. Fray Melchor de Talamantes, que recomendaba no
se diera parte al pueblo en todas las maniobras que se efectuaran para
convocar a una junta de representantes del Virreinato, a fin de evitar los
excesos de la Revolución Francesa, también fue encarcelado.
Nos hemos detenido en señalar los detalles abultados de esta épo-
ca que no fue muy prolongada, porque contienen datos que todos los
historiadores consideran como la base de los acontecimientos que cul-
minaron en el pueblo de Dolores. En el plan del ayuntamiento y del
virrey se excluía a los indios, al populacho y a la plebe y, como afirma
el propio don Lucas Alamán,

no falta quien piense que si la Independencia se hubiera hecho por


Iturrigaray o por el Congreso que él había convocado hubiera podido
consolidarse mejor y se hubieran evitado todos los males que se han se-
guido, porque entonces se habría efectuado por toda la gente respetable
reunida, teniendo al frente al mismo que ejercía autoridad suprema, y
antes que las Cortes de Cádiz hubieran esparcido con la Constitución
del año de 1812 la semilla de la anarquía que ha producido tan copiosa
y funesta cosecha.

El destino de las clases aristocráticas no revolucionarias es el de


no poder detener con sus vacilaciones el avance del pueblo que a la

94
Hidalgo Nueva vida del héroe

manera de un río o de un torrente desbordado marcha destruyendo


cuanto le estorba.
Dos años después de los acontecimientos en que las clases altas del
Virreinato de Nueva España pretendieron obtener la independencia por
medios “asépticos”, el pueblo habló desde la parroquia de Dolores si-
guiendo la voz de un hombre que, formado por el estudio, a pesar de
ser ya anciano no rehuyó las dificultades que sin duda representaría
ponerse al frente de las amplias masas de indios de castas y de criollos
de mediana fortuna o sin ella. ¡La tormenta había llegado!

95
CAPÍTULO XI

El grito de la Independencia
P uede decirse ya,
sin escándalo de nadie, que las clases gobernantes de
España habían demostrado ante el pueblo de las colonias que no mere-
cían ni podían tener ningún poder. Los grandes del reino descendieron
tan bajo que jamás como en la guerra de independencia española, pro-
longada desde 1808 a 1814, se había tenido una prueba tan palpable de
cuán indignos eran de gobernar al pueblo español, que tantas veces de-
mostró una gran personalidad y un celo muy elevado por sus libertades
nacionales. Cuando el 27 de octubre, dice Carlos Marx, el venal favorito
de Carlos IV y bien amado de la reina, don Manuel Godoy, príncipe de
la Paz, firmaba en Fontainebleau un pacto con Bonaparte para el repar-
to de Portugal y para la ocupación de España por las tropas francesas;
el pueblo de Madrid, irritado, se levantó contra el grotesco personaje,
dando como resultado la abdicación de Carlos IV y el advenimiento de
Fernando VII.1
Siempre que el pueblo español comenzaba sus acciones valiosas
lo hacía con revueltas; pero jamás hubo levantamientos que hicieran
cambiar la faz de la nación. Tal hecho se debió, al menos en los días
de la lucha contra Napoleón, a la desunión de todas las facciones que
se unían transitoriamente sólo cuando toda la patria estaba en peligro.
Por otra parte en la guerra contra Napoleón la minoría revoluciona-
ria menos inconsecuente, para excitar el patriotismo del pueblo, no
reparó en apelar a los prejuicios nacionales de la antigua fe popular,
táctica que tenía que ser funesta e impediría siempre la regeneración
política y social de España. ¿Con qué derecho España podría gobernar
a los mexicanos si eran incapaces sus clases dirigentes de sostener
el impulso revolucionario del pueblo peninsular y si, hasta las mino-

1
Carlos Marx, La revolución española, s. p.

99
G ustavo G. V elázquez

rías progresistas más consecuentes no sabían conducirlo llevándolo,


en cambio, a perder su ímpetu bajo los intereses de los conservado-
res que se cubrían con los prejuicios y sentimientos populares a fin de
evitar que las acciones revolucionarias llegaran hasta el fin?2
Nada había que a los hombres cultos y nacionalistas de la Nueva
España los persuadiera de que era conveniente tener un jefe español,
así se tratara de Fernando VII, transitoriamente aclamado por la plebe
y por quienes deseaban impedir la independencia de las colonias. La
indiferencia con que Hidalgo y los que se insurreccionaron en 1810 vie-
ron los acontecimientos relativos a Iturrigaray tenía su origen en el me-
nosprecio para la persona de Fernando VII cuyo nombre, al principio,
invocarían únicamente para cubrir las apariencias ante las capas atra-
sadas y el populacho. En cambio Miguel Hidalgo sí se mostraba preo-
cupado de los informes que venían no sólo sobre España, sino sobre
otros lugares como La Guayra en Venezuela; sobre los propósitos del
aventurero conde D’Alvimar y sobre la intención de los Estados Unidos
de Norteamérica manifestada a través de Aarón Burr, cuyas actividades
es fácil suponer que le eran conocidas.3
Ya se acercaba la hora de tomar una decisión, porque hasta las capas
más envilecidas del Virreinato4 estaban al tanto de lo que pasaba en Es-
paña como lo hemos dicho en el capítulo anterior al hablar de la actitud
de los indios de Puebla. Si antes habló Hidalgo con Abad y Queipo sobre
el futuro del país y de la América, entre 1808 y 1810 trabó amistad con
el gallardo oficial Ignacio Allende, al que animaban sentimientos seme-
jantes a los suyos, si bien en el curso de los días de la guerra de Indepen-
dencia Allende se mostró más limitado y menos consecuente.

2
Fácil es advertir que Hidalgo, cuando empuñaba los símbolos religiosos e invocaba el nombre de Fernando VII, no cedía
un ápice en las reivindicaciones populares. Lo contrario hacían los nacionalistas españoles. En nombre de la fe antigua y
de los prejuicios nacionales sacrificaban los intereses del pueblo.
3
Las memorias de Aaron Burr (en las pp. 381-382) hablan de la participación que el clero de México debería tomar en el
movimiento que éste acaudillaría contra España. El obispo de Nueva Orleans y la superiora de las monjas ursulinas de la
misma ciudad eran los intermediarios, según Daniel Clark. Walter Flavius Mc Caleb en The Aaron Burr Conspiracy (p.
64) reproduce un informe de cierto intendente Morales, en el cual se dice que en el complot había muchos eclesiásticos
comprometidos.
4
En el curso de la obra hemos hablado de las condiciones de miseria en que el pueblo vivía. Actualmente esto es notorio
por las investigaciones que se han hecho; pero nos bastaría el estudio del memorial que en 1799 redactó el obispo efecto de
Michoacán, doctor Abad y Queipo, para que apareciera patente el envilecimiento en que se encontraban los indios y los grandes
sufrimientos que soportaban a causa de un régimen dentro del cual, como una paradoja, legalmente eran “privilegiados”.

100
Hidalgo Nueva vida del héroe

Hidalgo, por su constante actividad política, no por sus faltas al vo-


to de castidad,5 estuvo siempre bajo la vigilancia de la Inquisición aun-
que no tuviera, como otros, la desgracia de que sobre él cayeran antes
de 1810 aquellos golpes brutales que solían destruir a los hombres. El
22 de julio de 1807 fue acusado de verter en Taximaroa especies heré-
ticas y escandalosas, según lo había declarado fray Manuel Estrada, de
quien hicimos mención; pero ahora es el espía de la Inquisición, el
presbítero Manuel Castil Blanco quien acusa. El 4 de mayo de 1808,
doña Manuela Herrera, casada, de 41 años de edad, acusa a Hidalgo
de haber vivido con ella en amasiato, a pesar de lo cual se dice que es
una mujer “de buena nota, que frecuenta los santos sacramentos”.
Añade la acusadora que Hidalgo, entre otras cosas, había negado la di-
vinidad de Jesucristo y que no había infierno ni diablos “invitándola a
un comercio de lo más asqueroso”. Fray Diego Miguel Bringas lo acusa
de poseer libros cuya lectura está prohibida; pero seguramente todas
las acusaciones son inventos o exageraciones, particularmente en
lo que se refiere a sus proposiciones heréticas, porque la Inquisición
no obstante los deseos que tiene de atraparlo no encuentra base para
proceder en su contra.
Tal vez la vigilancia que sobre Hidalgo ejercía la Inquisición le
impidió tomar parte personalmente en la conspiración tramada en
Valladolid por don José María de Michelena, el capitán José García
Obeso, fray Vicente de Santa María, el cura de Huango don Manuel
Ruiz de Chávez, el propio administrador de la hacienda de Jaripeo,
don Luis G. Correa, y otros muchos,6 conspiración en la que Allen-
de, entonces en Villa de San Miguel, al capitán Abasolo en Dolores y
otros tenían una parte muy importante. Según se dijo el golpe para la
insurrección estaba preparado para el 21 de diciembre de 1809. Un
año antes había conocido Hidalgo personalmente al capitán Allende, de
cuyo entusiasmo por la independencia nacional ya hemos hablado.

5
Sólo incidentalmente se menciona una de sus faltas; pero la testigo Manuela Herrera más parece una mujer ligera y mentirosa
que una verdadera “amiga” del cura. Nadie le daba importancia a que fuera padre de varios hijos.
6
Los conspiradores, aparte de los mencionados, eran los militares Manuel Nuñíz, Ruperto Mier y el subdelegado de
Pátzcuaro.

101
G ustavo G. V elázquez

No hace falta ponderar la actividad que desplegó el cura Hidalgo en


todo el Bajío para reclutar adictos a la causa de la independencia y no
es necesario decir que la situación era más propicia que nunca. El inte-
ligente Abad y Queipo, recién nombrado obispo electo de Valladolid, el
30 de mayo de 1810, se dirigía a la regencia de España haciéndole una
representación, que es el documento más notable procedente de un
español europeo sobre las condiciones sociales del Virreinato. “Nues-
tras posesiones de América y especialmente esta Nueva España están
muy dispuestas a una insurrección general, si la sabiduría de V. M. no
lo previene”. Así dice el electo de Valladolid.
Abad y Queipo confiesa que el odio contra los españoles europeos
es general no sólo entre los españoles americanos, sino también entre
los indios y las castas, que se “hallan en estado abyecto y miserable, sin
costumbres ni moral”, aunque constituyen las ocho décimas partes de
la población. Finalmente, para evitar prolijidades, que por otra parte se
pueden fácilmente encontrar en las autorizadas biografías del Padre de
la Patria, utilizaremos el resumen que hace Lorenzo de Zavala de los
acontecimientos de estos días.

El cura del pueblo de Dolores D. Miguel Hidalgo y Costilla, concibió


la vasta y atrevida empresa de ponerse a la cabeza de una revolución
cuyas consecuencias él mismo no podía conocer. Había invitado a va-
rias personas y estaba de acuerdo con el Coronel (sic) y otros pocos
hombres de importancia, era imposible que pudiese ocultarse (sic) una
trama de tanta trascendencia a la vigilancia del gobierno.

El corregidor7 de Querétaro, don José Domínguez, tuvo órdenes


de la audiencia para proceder inmediatamente a la aprehensión de los
referidos y formarles causa. Mientras el corregidor extendía sus órde-
nes, practicaba diligencias, aparentemente minuciosas, su esposa, do-
ña Josefa Ortiz de Domínguez, como se sabe, dio aviso a Hidalgo del
descubrimiento de aquella conspiración que, por otra parte, había sido
preparada con gran actividad y gran copia de comprometidos y conju-
rados. Se dio el grito de Independencia la noche del 15 de septiembre,
7
Como es sabido, y lo decimos para que se recuerde, el corregidor Domínguez era partidario de la independencia.

102
Hidalgo Nueva vida del héroe

como afirma Zavala o, como se cree generalmente, en la madrugada del


16 de septiembre de 1810.
Como todo gran acontecimiento histórico, aquel acto sencillo y gran-
dioso en su proyección (que ha sido llamado el Grito de Dolores) tuvo tes-
tigos de mínima significación en la escala social de entonces. Un cochero,
Mateo Ochoa, y el artesano Pedro Sotelo fueron los encargados de llamar
a las personas comprometidas que a mano estuvieran “y poco después se
encontraban reunidos en el despacho de Hidalgo, éste, su hermano don
Mariano, Santos Villa, José Ramón Herrera, José Gabriel Gutiérrez, su vi-
cario, Pbro. don Mariano Balleza, Allende y Aldama”. Cuando los asis-
tentes se enteraron de la situación pretendían todos proponer el mejor
partido para salir de aquel grave embarazo. Hidalgo interrumpió la dis-
cusión exclamando con energía:

Señores no nos queda otro remedio que ir a coger gachupines: vamos Balleza:
en este momento, sin perder tiempo, me vas a aprehender al eclesiástico
gachupín [se refería a don Francisco Bustamante, sacristán mayor]. Tú Maria-
no, a los comerciantes europeos. Aldama a lo mismo. Santos Villa a la misma
comisión. Todos a la cárcel sin tocarles sus intereses.

A quien le hacía ver que el golpe activaría las providencias del


gobierno y nada había prevenido Hidalgo replicó: “así discurren los
niños, que nunca miden las circunstancias de una situación, ni cal-
culan que las pequeñeces insignificantes teniendo tacto para unirlas
forman un todo vigoroso y respetable”. Repitió en voz alta, “contra los
gachupines, mañana todo eso sobra. Al negocio; sin perder momento.
El miedo a la faltriquera”.8
Vivo el relato anterior y lleno de enseñanzas para quienes en la vida
de la patria, y en la lucha diaria por hacer de nuestra nación un empo-
rio de dicha, se acobardan porque carecen de fe en el pueblo y pierden
la cabeza, sin saber unir las cosas pequeñas, con las cuales se forman,
como ha dicho Hidalgo, un todo vigoroso.

8
El relato lo hemos tomado de la obra del doctor De la Fuente que utiliza el documento original del general García, testigo
presencial.

103
G ustavo G. V elázquez

Asombra la confianza que tenía en el pueblo y la fe en las fuerzas de


que disponía, aparentemente pequeñas y es ahí donde se mide la gran
estatura del Padre de la Patria. “Mañana todo nos sobra”.
Zavala, con emoción, ha dicho:

Cuando el cura Hidalgo proclamó en septiembre de 1810 una revolución,


el pueblo mexicano ignoraba enteramente el objeto y tendencias de este
movimiento tumultuario. Viva la América y viva la Virgen de Guadalupe,
fue el grito dado en el pueblo de Dolores y diez mil indios mal armados y
medio desnudos, agrupados alrededor de sus corifeos, obraban por un sen-
timiento desconocido y corrían a destruir a sus opresores

¡Tenía razón el padre Hidalgo, pronto sobraría todo!


El pequeño grupo, casi simbólico, en la madrugada del 16 de septiem­
bre de 1810 asistía con cierta incredulidad y asombro a la trans-
formación no sólo de la vida del párroco, aparentemente alegre y
despreocupado, sino a la transformación de su propia vida. Allí esta-
ba representada toda la nación mexicana, estaban los artesanos, los
militares, los clérigos, los labradores y los indios; había dos serenos,
cinco músicos, tres capellanes, cuatro correos, un herrero y 31 sol-
dados de la compañía de Mariano Abasolo que en la madrugada se
presentaron para formar el pie veterano de aquellos extraños revolu-
cionarios más parecidos a una turba de ilusos; pero a los que pronto
se incorporarían las grandes masas de la población pobre y desvalida
de todo el Virreinato.9
Así nació el movimiento más importante de la América Latina, que
no merece el reproche que Zavala, pedante y superficial, le hace. Cier-
tamente la batalla de Guanajuato, que muy pronto daría a Hidalgo con
sus huestes, no se puede comparar con la de Lexington; pero nadie
debe engañarse porque en apariencia sólo proclamara la religión y los
derechos de Fernando VII. Es mentira que estos dos principios fueran el
contenido de la revolución de Independencia, como se pretende hacer

9
El padre Cuevas, al que tendremos ocasión de referirnos en nota posterior y oportuna, defiende al cura Hidalgo de la
acusación que se le ha hecho por los católicos de ser el padre del liberalismo impío y masónico (Historia de la Iglesia en
México, t. V, p. 60).

104
Hidalgo Nueva vida del héroe

creer por los jacobinos del siglo pasado para denostar a los caudillos
mexicanos y presentarlos como muy inferiores a los caudillos de Nor-
teamérica: Washington, Franklin, Jefferson, Montgomery y otros.
La revolución de Independencia en México, ha dicho un sociólogo
actual, proclamó los mismos principios que la revolución democrática y
burguesa de Europa; pero fue más avanzada que ella, porque estableció
los principios de justicia social que no se postularon en Europa y que
fueron ignorados totalmente en América Latina. En México (también
en las llamadas guerras religiosas ha dicho Engels, en el siglo XVI) no

se trataba sobre todo de intereses materiales y de clase muy positi-


vos y estas guerras fueron luchas de clases lo mismo que más tarde
los conflictos interiores de Inglaterra y Francia. El hecho de que estas
luchas de clase se realizaran bajo el signo religioso, que los intereses,
necesidades y reivindicaciones de las diferentes clases se escondieran
bajo la manta religiosa, no cambia en nada sus fundamentos y se explica
fácilmente teniendo en cuenta las circunstancias de la época.

Si partimos del hecho de que una nación es una comunidad estable


e históricamente formada de idioma, de territorio, de vida económica y
de hábitos psicológicos reflejados en la comunidad de cultura, tendre-
mos que un aglutinante importante era el factor religioso. Las grandes
masas de peones, siervos e indios en estado de semibarbarie, pero
en agonía constante por el hambre y la miseria, apenas empezaban a
percibir que el mundo había crecido y que este crecimiento y despertar
se presentaba como un progreso cuando ya no tenían que obedecer a
muchos amos sino a uno solo. De esta manera el grito de religión y los
vivas a Fernando VII eran una concesión a las grandes masas atrasadas
y plebeyas que, por otra parte, ansiaban un mejoramiento que Hidalgo
precisó en el curso de la lucha, pero que había anunciado en sus pre-
venciones Abad y Queipo, que serían indudablemente motivo de las
íntimas reflexiones de Hidalgo. La tierra para los indios, la supresión de
los tributos y de toda esa extracción que a ellos se les exija.
En el relato que nos ha conservado la historia del operario Pedro
Sotelo, huérfano criado en el curato de Dolores, se precisa que el

105
G ustavo G. V elázquez

pensamiento del caudillo de la independencia era: “Libertad del


yugo extranjero; libertad de palabra y reivindicación de los frutos de
nuestro suelo”. “Pero para todo esto es necesario que nos unamos to-
dos y nos aprestemos con toda voluntad”.
Desde la primera hora se supo de los labios de Hidalgo cuáles eran
los fines de aquella lucha que se inició en Dolores la madrugada del 16
de septiembre y cuáles la estrategia y la táctica a seguir. Unión de to-
dos para conquistar la libertad y la independencia. Por eso “ir a coger
gachupines” y “muerte al mal gobierno” eran expresiones accesibles al
pueblo que contenían todo el programa social al que habían aspirado los
habitantes de la Nueva España. No era una guerra de religión, que ja-
más estuvo en peligro, sino una guerra por la independencia, la tierra,
el buen gobierno y la libertad.

106
CAPÍTULO XII

R
Del pueblo de Dolores a Guanajuato
H abía sonado, por fin,
la hora de que un pueblo y una nación se pusie-
ran en marcha. La llama se extendió, como Hidalgo lo había previsto,
por todo el país, demostrando así que a pesar de la opresión de varios
siglos se había desarrollado un pueblo y que ahora reclamaba sus dere-
chos a figurar en el concierto de las naciones independientes.1
Ahora se sumarían a la lucha todos los pueblos de indios que por
siglos, sin perder un solo instante la fe, iban y venían ante la audien-
cia a reclamar sus tierras iniciando pleitos que duraban años y años,
en los cuales siempre o casi siempre eran vencidos por los españoles
europeos y también por los criollos. Se juntarían a la lucha los ran-
cheros seguidos de sus sirvientes, los clérigos postergados y los letra-
dos ofendidos por el privilegio de los funcionarios del Virreinato que
llegaban por la mar salobre, faltos de salud y pobres de dinero como
había dicho, muchos años antes, el poeta novohispano Francisco de
Terrazas. Se unirían los militares que compartían las ideas liberales
de fraternidad, libertad e igualdad traídas, subrepticiamente, por las
logias masónicas; se unirían también las mujeres que anhelaban la
libertad para los seres amados, hijos, esposos o padres. El campo se
habría de despejar; de una parte quedarían los defensores de los privi-
legios y de la opresión colonial, y de la otra, los patriotas verdaderos.
La lucha sería por cuestiones terrenales y no por problemas religiosos
puesto que de uno y otro bando, del lado de los gachupines y criollos

1
Como hemos repetido frecuentemente el concepto de nación e independencia, es bueno declarar que tal cosa responde a
un hecho: los nativos de la Nueva España anhelaban la liquidación de aquella fragmentación en que vivía la población del
Virreinato, por las trabas del comercio, que les impedían vestir y alimentarse con menos estrechez. El deseo generalizado de
tener tierra en aquellos que se dedicaban a la agricultura y de contar con un mercado donde adquirieran lo que necesitaban
para vivir produjo la unión espontánea de todos los que se sumaron al movimiento de los insurgentes, que se ocultó en
el ropaje de los clérigos, comerciantes e intelectuales radicales. La aspiración de tener una nación independiente era el
deseo inmediato en unos de tener tierra, en otros de poder comprar y vender y en los demás de poder disponer del aparato
burocrático en su favor. La tarea de formar una nación independiente y de consolidar la independencia caracterizan las
luchas de los mexicanos.

109
G ustavo G. V elázquez

agachupinados como del lado de los insurgentes, todos o la gran ma-


yoría eran católicos.
El movimiento que, proyectado originalmente para octubre o di-
ciembre de 1810, hubo de estallar, por haber sido descubiertos los
promotores, el 16 de septiembre, tenía una gran diferencia con aquel
otro encabezado por Azcárate, Verdad y Talamantes. La diferencia
consistía en que Hidalgo, el caudillo y principal motor, no tenía sino
que buscaba el apoyo de las masas populares, en su mayor parte indí-
genas sin tierra o peones de los ranchos y haciendas.
Conviene fijar algunas cuestiones que nos ayudarán a comprender
la importancia de la conducta del párroco de Dolores, que a partir de
aquel momento recibió como jamás se había escuchado en ninguna
parte del mundo un mar de maldiciones, anatemas e insultos tan pro-
caces que deberían causar vergüenza a quienes hoy pretenden contra-
poner a la gloriosa figura de Hidalgo la vida de Agustín de Iturbide.
En primer lugar Hidalgo no se levantaba como un hereje, adversa-
rio de la Iglesia católica, que pretendiera imponer un dogma nuevo o
destruir el existente. Quería, como lo expresó durante su vida y en sus
escritos, el establecimiento de una nación independiente de España,
porque esto no sólo era justo sino necesario, no desde un punto de
vista doctrinario, sino desde el punto de vista de las tareas materiales
que al hombre se le planteaban con el desarrollo del capitalismo en
Inglaterra, en Francia y en Norteamérica principalmente. Durante si-
glos, España, a causa de la gran cantidad de oro y plata que recibía de
sus colonias, principalmente de México, se había estancado y subsistía
con un régimen de burocracia feudal, tiránico, fincado, en cuanto a la
metrópoli en el dominio señorial de las tierras de la misma península
y en la explotación de las masas indias del Nuevo Continente a las que
pretendía contentar y satisfacer con leyes que jamás se cumplieron.
Un investigador norteamericano ha dicho con razón que las Leyes de
Indias eran el más sangriento sofisma del sistema virreinal. Benjamín
Franklin, describiendo el atraso de España, en forma breve, decía: “las
Indias no enriquecieron a España porque sus salidas eran mayores que
sus ingresos”.

110
Hidalgo Nueva vida del héroe

El lujo de los nobles y grandes del reino, la ostentación de los altos


dignatarios del clero y de la burocracia se compraban con el oro y la
plata de Nueva España y de las otras colonias. Nunca la riqueza espa-
ñola se empleó en el desarrollo industrial de la península o de sus co-
lonias, que permanecieron estancadas y retrasadas mientras los países
vecinos progresaban.
Un fraile, de nombre fray Diego Miguel Bringas, en sermón pronun-
ciado el 13 de junio de 1812 en Toluca, tratando de ocultar el sol con
un dedo y negar las causas que hicieron inevitable la revolución de In-
dependencia decía:

sabía Hidalgo, Allende y todos los demás primeros jefes de la insurrec-


ción, que la España tenía un derecho inconcuso en las Américas; que
las conquistó, que las ha conservado, que las ha ennoblecido con las
artes y las ciencias, que las ha felicitado (sic) con la introducción de la
religión católica, en toda su pureza, que las ha gobernado casi trescien-
tos años, con las leyes más sabias y justas, que las ha elevado al último
grado de felicidad y el honor, declarándolas parte integrante de la mo-
narquía, y que, finalmente escogiendo entre sus hijos los más idóneos
trataba, como lo ha verificado, de partir con ellos la autoridad suprema
del gobierno.

Los dislates que se decían desde todos los púlpitos por orden del
virrey en contra de Miguel Hidalgo y sus compañeros están resumidos
en el sermón del padre Bringas, que hemos venido citando y que en-
tre otras afirmaciones dijo: “que para conquistar este país y despojar
de él a los gentiles tenían unas razones muy semejantes, cuando no
idénticas, con las que el Supremo dueño del Universo despojó a los ca-
naneos, a los jebuseos, amorreos y demás paganos a la Palestina, de
la tierra prometida, para darla por herencia a un pueblo escogido”.
Bajo esta sarta de necedades repetidas por ciertos malos mexicanos
todavía en los últimos años, se pretendía inculpar a Hidalgo y a quie-
nes el 16 de septiembre de 1810 iniciaron la revolución de Indepen-
dencia, de estar en contra de Dios, que era el que había escogido al
pueblo español para que despojara a los mexicanos de sus tierras.

111
G ustavo G. V elázquez

Los hombres de religión que pretenden defender sus intereses te-


rrenales se hacen culpables de que el pueblo se levante airado contra
el clero y sus aliados, pues utilizan sentimientos, teóricamente extra
terrenales y divinos para despojar y oprimir. De aquí nació el necio
afán de hacer aparecer a Hidalgo, al proclamar la independencia, co-
mo adversario de Dios y de la religión, como hereje relapso digno de
la horca y del cadalso.2
Hidalgo contestaba a quienes se parapetaban detrás de la religión
para mantener a América sometida, sin libertad y en desdicha, empu-
ñando como estandarte de sus luchas los símbolos religiosos tradicio-
nales. Por eso toma en Atotonilco la imagen de la Virgen de Guadalupe
y marcha a su antigua parroquia de San Felipe donde explica al guardián
del convento de San Francisco que había puesto en entredicho a las
iglesias: “No debe haber el más mínimo recelo porque la causa que de-
fendemos es la de la religión y por ella hemos de derramar hasta la última
gota de sangre”.3 Más tarde, contestando el edicto que la Inquisición de
México lanzó el 13 de octubre de 1810, pide al pueblo que abra los
ojos diciendo:

Americanos, no os dejéis seducir de nuestros enemigos: ellos no son católi-


cos sino por política: su Dios es el dinero y las conminaciones sólo tienen
por objeto la opresión. ¿Creéis acaso que no puede ser verdadero católico
el que no esté sujeto al déspota español? ¿De dónde ha venido este nuevo
dogma, este nuevo artículo de fe? ¿Creéis que al atravesar inmensos mares,
exponerse al hambre, a la desnudez, a los peligros de la vida, inseparables
de la navegación, lo han emprendido por venir haceros felices? […] El móvil
de todas esas fatigas no es sino su sórdida avaricia: ellos no han venido sino
por despojarnos de nuestros bienes, por quitarnos nuestras tierras, por
tenernos siempre avasallados bajo sus pies.

Hidalgo declaraba así los verdaderos fines y propósitos del movimien-


to revolucionario que había iniciado y seguía con la amorosa compañía

2
Es interesante que el padre Mariano Cuevas, quien escribió su historia de la Iglesia en México y la publicó con la aprobación
de los altos dignatarios eclesiásticos, sustente la opinión de que los predicadores contra Hidalgo y contra el movimiento
nunca representaron el sentimiento oficial de la Iglesia.
3
Castillo Ledón, Op. cit., t. II, p. 25.

112
Hidalgo Nueva vida del héroe

del pueblo, estableciendo lo que ha debido ser en nuestra historia la


única diferencia y división: los patriotas y los antipatriotas. Por esta
causa concluía con una visión política que sigue siendo necesaria
para el éxito de nuestra vida nacional: “Unámonos, pues, todos los
que hemos nacido en este dichoso suelo; veamos desde hoy como ex-
tranjeros y enemigos de nuestras prerrogativas a todos los que no son
americanos”. Pudo haber dicho (si los tiempos fueran los actuales):
“Unámonos y veamos como extranjeros a todos los que anteponen sus
intereses personales a los altos deberes de la prosperidad y de la dicha
de la patria mexicana”.
Iba caminando Hidalgo por los mismos pueblos que tantas veces lo
vieron pasar en son pacífico, como cura de aldea; pero ahora iba seguido
por una turba compuesta, principalmente, por rancheros e indios desarma-
dos. El 18 de septiembre de 1810 llegó a Celaya, donde se dio el espectá-
culo grotesco que después se repitió en varias ocasiones para vergüenza
del clero católico. Los frailes españoles, gachupines, del convento del
Carmen, vestidos de charros montados a caballo, armados de sables y
pistolas y con un crucifijo en la mano, recorrían en vano las barriadas
exhortando al pueblo a la defensa; pero la población tenía tomado el
partido de la independencia nacional y no se engañaba con aquellas
comedias. El jueves 20 de septiembre entraron las fuerzas insurgentes
a Celaya en cuya cabeza iba, portando el estandarte de la Virgen de
Guadalupe, Hidalgo, al que rodeaban Allende, Aldama, Abasolo y otros
jefes detrás de los cuales marchaba la música del regimiento de la reina,
con 100 dragones a las órdenes de un oficial que portaba el estandarte de
Fernando VII.
De Celaya, Hidalgo escribió a su antiguo amigo, el intendente
Riaño, que se encontraba en Guanajuato; en la carta le explicaba
que él a la cabeza de cuatro mil hombres que lo habían proclamado
capitán general, siguiendo su voluntad, luchaba por la independencia
y decía: “deseamos ser independientes de España y gobernarnos por
nosotros mismos”.
No nos hemos propuesto reseñar cada una de las acciones que du-
rante estos meses se produjeron, pero será conveniente recordar que

113
G ustavo G. V elázquez

Hidalgo, a pesar de contar con 57 años de edad y de que su aspecto no


era el de un hombre de gran vigor físico, desplegó una prodigiosa acti-
vidad en todos los órdenes, preocupándose de que las tropas tuvieran
sueldo, para lo que echaba mano de los fondos que pertenecían a las
cajas reales, sin que nunca tocara los bienes de las iglesias.
El 23 de septiembre, después de haber recibido verbalmente la con-
testación del intendente Riaño, Hidalgo dio la orden de avanzar sobre
Guanajuato, pasando antes por Salamanca y recibiendo en todo el ca-
mino la adhesión tumultuosa de miles y miles de labradores, indios
mestizos y criollos, vestidos cada uno como lo acostumbraba. Entre los
que se adhirieron desde el primer momento se encontraban algunos
que fueron después connotados insurgentes, como Albino García, el
padre Garcilita, Andrés Delgado apodado el Giro, don José Antonio
Torres (apodado el Amo) y otros muchos.4 La tradición cuenta que en
este camino expidió nombramientos para que revolucionara en el sur
de la Intendencia de México a sus sobrinos Mariano y Tomás Ortiz,
nietos de su tía carnal Josefa Costilla, vecinos de Sultepec, en el actual
Estado de México.
El 25 de septiembre el ejército insurgente llegó a Irapuato, en don-
de permaneció hasta el 27, extendiendo nombramientos a quienes lo
deseaban o a quienes Hidalgo consideraba aptos, permitiendo que las
turbas insurgentes saquearan las tiendas de los gachupines. De ahí se
encaminó Hidalgo a Silao, preparándose para el ataque a Guanajuato en
donde Riaño, con muchas apuraciones, se aprestaba también a la defen-
sa, atemorizado por la gran cantidad de simpatizadores con que contaba
el movimiento y porque conocía la inteligencia del cura de Dolores.
Los defectos que escritores e historiadores del pasado encuentran
en la revolución que acaudilló Hidalgo fueron señalados por don Lucas
Alamán desde hace muchos años y pocos son los defectos que se han
añadido después. Pueden resumirse brevemente: “La participación de

4
En Irapuato se le presentó el ranchero don José Antonio Torres, verdadero representante de ese sector del pueblo mexicano
que tan grandes servicios prestó en todas las guerras de México. Se dice que Hidalgo, aunque censuraba su proceder,
extendió nombramiento a Torres para que revolucionara en Jalisco, donde fue muy estimado y donde lo ahorcaron en
1812 los realistas.

114
Hidalgo Nueva vida del héroe

la plebe impedía que hubiera orden en aquello que no podía considerar-


se ejército y que era la imagen viva de los bajos fondos del régimen colo-
nial. Hidalgo no era militar sino político y en lugar de darle importancia
a Ignacio Allende, como director de aquel movimiento, guardaba más
consideración a las aspiraciones de la plebe y de los rancheros”. Se da
el caso de que precisamente lo que consideran defectos del movimiento
de Independencia los enemigos de Hidalgo constituyen sus virtudes y
singularizaron en América Latina la personalidad del padre de la patria
y el perfil del movimiento que los mexicanos llevaron a cabo en 1810.
Hidalgo, que conocía no sólo la debilidad e inconsistencia de la
masas de indios y de siervos de las haciendas, sino también la calidad
humana de los hombres, como el amo Torres, dio desde los primeros
días muestras de su gran calidad política en contra del parecer de sus
censores. Tal vez con ese aire chancero y burlón, con esa socarronería
que de joven lo caracterizó hasta hacer famoso en el colegio su apodo,
miraría cómo, en el camino para Guanajuato, mañosamente los cape-
llanes que llevaba preguntaban a la multitud en forma plebiscitaria
a quién querían seguir: “¿Al rey Fernando VII o María Santísima de
Guadalupe?”, respondiendo, como era natural, que preferían a la ima-
gen sagrada llamada “patrona de los mexicanos”.
Los defectos de la guerra de Independencia que en México se había
iniciado provenían no de Hidalgo sino del carácter mismo de la lucha;
de las metas que deberían alcanzarse y de la calidad humana de quienes
tomaban parte en la revolución. Era un movimiento por la indepen-
dencia de México, por eso la unidad de los mexicanos era la táctica;
pero también era una revolución democrática, popular, es decir de
todo el pueblo integrado por la gran variedad de clases y fracciones
de clases que vivían en el fondo de la sociedad colonial: indios libres,
casi en estado de semibarbarie, apenas en el primer grado de la vida
agrícola, viviendo en rancherías dispersas; indios de pueblos congrega-
dos en donde había un principio de vida urbana; siervos, peones de las
haciendas, indios caciques.5 Con recuerdos permanentes de la situación

5
Muchos indios caciques que tiranizaban a sus conciudadanos expresaron su adhesión al rey de España y le juraron fidelidad,
condenando el movimiento de los insurgentes.

115
G ustavo G. V elázquez

de poder de sus antepasados; labradores, es decir pequeños y medianos


agricultores, propietarios o simples arrendatarios; militares de los no
muy antiguos regimientos de la Nueva España, adversarios de los
gachupines, pero con ideas aristocráticas; clérigos regulares y secula-
res, pero que no formaban parte de la capa privilegiada y por último,
artesanos de las más variadas ocupaciones.
Nadie debe tomar como buenas las ilusiones que pudieran haberse
hecho algunos de los ideólogos de la independencia o adversarios de
ella. Conviene por el contrario ir a la realidad de lo que aquel movi-
miento significó: lucha de clases nacionalistas y patrióticas contra la
dominación del extranjero y por la independencia nacional, que era
obstaculizada por las clases privilegiadas a las que en México se dio el
nombre genérico de gachupines.
Hidalgo sí entendió y explicó el carácter de la revolución que acau-
dillaba. Por haberlo entendido estuvo siempre dispuesto a sacrificar los
“goces de una vida suave y tranquila” que pudo haber disfrutado con
desentenderse de las ansias del pueblo.
El 28 de septiembre, como a la una de la tarde, la avanzada de los
insurgentes (compuesta por indios provistos de lanzas, hondas, flechas
y garrotes) comenzó a entrar en Guanajuato por la calzada de nuestra
señora de Guadalupe. Ahí se dio el primer combate sangriento de la
independencia, y se vio que el arma de la violencia cuando la usa es in-
contenible. Por primera vez desde los días en que cayó Cuauhtémoc en
la Nueva España, el pueblo contestaba la diaria violencia de la guerra,
que horrorizó a los mojigatos y defensores del Virreinato y a sus servi-
dores, imputando a Hidalgo y a los insurgentes crímenes que a veces
eran solamente respuestas a la opresión de las clases privilegiadas y an-
tinacionales que por largos años en nombre de la religión, del rey y del
derecho natural habían dejado exhaustos los recursos de México.6

6
El Boletín del Archivo General de la Nación, núm. 1, t. III, enero-febrero de 1931, aporta algunos datos muy valiosos
diciendo: “los europeos en Nueva España no se dedican materialmente a las labores del campo y dejan esta ocupación en
manos de los perezosos indios, contentándose con dirigir y mandar las operaciones y proveerlos de utensilios e instrumentos
aún más imperfectos que los que usan en España”.

116
CAPÍTULO XIII

R
De Valladolid a Toluca
S de Washington porque hizo de los la-
e ha elogiado el talento militar
bradores de las colonias de Inglaterra, acostumbrados a vivir en la li-
bertad y en la anarquía de los pioneros, soldados capaces de vencer al
ejército británico. Se ha censurado, en cambio, a Hidalgo porque care-
ció del talento y de los conocimientos militares de Allende. Se ha dicho
que si éste hubiera tenido desde el principio la autoridad que gozaba el
cura Hidalgo en las turbas insurgentes otros habrían sido los resultados
de la lucha y México se habría independizado sin la prolongada agonía y
sin los pronunciamientos que abundaron en los años posteriores.
La verdad es que ningún pueblo puede proponerse metas que no
sean accesibles, pues los hombres, a excepción de los mentecatos, ja-
más se proponen alcanzar sino lo que está dentro de sus posibilidades.
El problema de las masas populares del Virreinato era un problema
de conciencia social, de conciencia política y de teoría política,1 po-
dríamos decir, para usar los términos en que hoy se plantean las cues-
tiones de gobierno y de organización del pueblo. Las grandes masas
de hombres de Nueva España habían vivido bajo la dependencia de
una nación extranjera con un sistema tiránico, derivado de las condi-
ciones materiales en que se encontraba España. No sabían conscien-
temente qué era lo que buscaban, aunque el instinto les hacía desear
un cambio. Era un movimiento espontáneo e instintivo; en tales
condiciones un caudillo, un jefe y dirigente a la altura de las tareas
históricas, debería procurar, antes que nada para que lo inestable se

1
Cuando hablamos de conciencia social y de conciencia política no queremos decir que la independencia fue el resultado de
las ideas de los enciclopedistas o de otros. Mucho menos concedemos validez a las opiniones del Abate Mably (1709 - 1785),
quien supone que se puede organizar la vida social y aun modificar las costumbres con sermones o con la propaganda de
cierto tipo de ideas. Por conciencia social y por conciencia política entendemos aquí la conciencia de la necesidad absoluta
de un determinado fenómeno, que acrecienta siempre la energía del hombre que simpatiza con ese mismo fenómeno y que
se considera a sí mismo una de las fuerzas que originan dicho fenómeno.

119
G ustavo G. V elázquez

consolidara, dotar de conciencia y de teoría a quienes repudiaban la


autoridad virreinal y la existencia de un mal gobierno. De la manera
anterior los mexicanos insurgentes instintivamente pusieron al frente
de ellos a un intelectual, pero arraigado en la entraña del pueblo, sin
que consideraran importante o fundamental la organización militar. Es
indispensable examinar que en las luchas sociales el pueblo siempre
se muestra lleno de acierto, desechando lo adjetivo, y encaminándose,
por instinto, a lo sustancial, aunque no sepan las masas populares ex-
plicar las razones de su proceder.
Tres siglos de educación en el servilismo y en la independencia del
extranjero; tres siglos de oír en la iglesia, en la universidad, en el hogar
y en la plaza pública que el amor al rey de España era una obligación
natural de todos los hombres de la Colonia y que habían nacido para
obedecer y callar, podrían borrarse con una o con varias victorias mili-
tares, ni siquiera se podrían destruir contando solamente con un ejér-
cito bien organizado. No entonces sino después se planteó el problema
de la liberación de México como un problema militar y a veces como un
problema de policía y de “orden prusiano”. Hidalgo con modestia, con
tino, con sencillez, pero con firmeza, defendió el predominio de los ele-
mentos democráticos y populares, tolerando como lo había aprendido
desde joven, las impertinencias e inconsecuencias de los indios en bien
de la victoria nacional. Si las opiniones de Allende hubieran servido de
base para la conducción de la lucha de los insurgentes aun teniendo éxi-
to militar y aun derrotadas formalmente las fuerzas “realistas”, el apa-
rato de opresión colonial habría continuado y se habría mantenido al
país en la miseria. Si después de muchos años la nación mexicana vivió
en perpetua guerra civil, fue porque el camino de Hidalgo, el camino de
atender al pueblo con todas sus inconsecuencias, el camino de apren-
der del pueblo se abandonó, dejando subsistente en lo fundamental la
estructura material en que se apoyaban las clases antipatrióticas del
Virreinato. Hubo al consumarse la independencia un simple “quítate tú
para ponerme yo”. Esto no era lo que Hidalgo había soñado.
A pesar de todo el padre Hidalgo educó a todos los que en años pos-
teriores lucharon, bajo las balas y las calumnias de los enemigos de la

120
Hidalgo Nueva vida del héroe

nación, por la independencia y por el buen gobierno democrático. Bien


es cierto que no presenció el éxito de la empresa en que empeñó todo
cuanto tenía, pero es su impulso y la semilla que sembró lo que debe
seguirse cultivando si deseamos alcanzar tarde o temprano, el fruto
de la felicidad nacional que ya anunció el padre Hidalgo cuando se
proponía crear un gobierno que “dicte leyes suaves, benéficas y acomo-
dadas a las circunstancias de cada pueblo”, donde haya hombres que
gobiernen con la dulzura de los padres y que “nos tratarán como a sus
hermanos, desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino,
y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la indus-
tria”. “Haremos, soñó Hidalgo, uso libre para entonces de las riquísimas
producciones de nuestros feraces países y a la vuelta de pocos años dis-
frutarán sus habitantes de todas las delicias que el Soberano Autor de la
naturaleza ha derramado sobre este vasto Continente”.2
Después de la victoria que los insurgentes obtuvieron en Guanajua-
to se difundió el bando del virrey Venegas en que se ofrecían 10 000 pesos
por las cabezas de los primeros caudillos de la insurrección. Manuel Abad
y Queipo, obispo electo de Valladolid y antiguo amigo de Hidalgo, no obs-
tante tener ideas progresistas, publicó, el 24 de septiembre de 1810, un
edicto en que calificaba al cura y a sus compañeros de perturbadores de la
paz pública, seductores del pueblo, sacrílegos, perjuros y excomulgados.3
El 30 de septiembre y el 8 de octubre el mismo obispo electo de Michoa-
cán amplió su edicto e hizo saber que Hidalgo era, nada menos, partidario
de restituir la tierra a los indios. El arzobispo de México, ante las dudas
que suscitaba la autoridad del edicto de Abad y Queipo, lo confirmó y
declaró obligatoria su obediencia para los fieles cristianos, haciéndolo
extensivo al territorio del propio arzobispado de México.4 La gaceta del 23
de octubre publicó, además, una carta pastoral del arzobispo Lizana y

2
Manifiesto que don Miguel Hidalgo y Costilla, generalísimo de las armas americanas y electo por la mayor parte de los
pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus conciudadanos, dirigió al pueblo (México, 1849).
3
Abad y Queipo había opinado varios años atrás que era conveniente una ley agraria diciendo: “Lo quinto, una Ley Agraria
semejante a la de Asturias y Galicia, en que por medio de locaciones y conducciones de veinte o treinta años, en que no se
adeude en real derecho de alcabala, se permita al pueblo la apertura de tierras incultas de los grandes propietarios, a justa
tasación en casos de desavenencia, con la condición de cercarlas y las demás que parezcan convenientes para conservar
ileso el derecho de propiedad”.
4
El padre Cuevas, jesuita historiador, tiene apreciaciones despectivas para la conducta que el arzobispo Lizana siguió en
los días de la guerra de Independencia.

121
G ustavo G. V elázquez

Beaumont, “combatiendo los principios” en que Hidalgo pretendía


fundar la justicia de la revolución y mandó que se leyera y fijara en las
iglesias. Don Manuel Ignacio Campillo, obispo de Puebla en pastoral del
30 de septiembre, 15 días después de que estalló en Dolores la insurrec-
ción, lanzó una pastoral en la que afirmaba que los insurgentes seguían
“los detestables principios de los franceses”, que habían “profanado las
iglesias y manchado sus manos con la sangre de los inocentes”.
El virrey ordenó que en todos los púlpitos, en el confesionario y
aun en las conversaciones de la sociedad se inspirara a todos los ha-
bitantes de este reino el amor recíproco y la justa adhesión a la
sagrada causa de la patria.
Todas las órdenes religiosas movilizaron a sus miembros para crear
un clima político contrario a la independencia, tales como los frailes del
convento de San Fernando en México, la congregación de San Pedro,
los frailes dieguinos de Pachuca y otras muchas. El Santo Tribunal de la
Inquisición, que teóricamente carecía de poder, desde 1808, reanudó
el 28 de septiembre la persecución que siempre había sostenido contra
Hidalgo y el 20 de septiembre los calificadores del Santo Oficio, fray
Luis Carrasco y fray Domingo Barrera, presentaron un parecer en que
se acusaba al padre Hidalgo de “sectario de la libertad francesa, hombre
libertino, sedicioso, cismático, hereje formal, judaizante, luterano, cal-
vinista y muy sospechoso de ateista y materialista”.5
Miles y miles de papeles se publicaron pretendiendo combatir “las
ideas” de los insurgentes. Aparte de las necedades y verdaderas pueri-
lidades que muchos contenían, ninguno abordaba los problemas de
la insurrección de manera material y objetiva. Entonces se inició la
costumbre que las clases dominantes de México adoptaron posterior-
mente para combatir a los liberales y progresistas a quienes se apli-
can epítetos diversos y lanzan injurias y calumnias. Algunos panfletistas,
entre ellos el obispo Casasaús, que firmaba bajo el seudónimo de un
“doctor mexicano” y el fraile Diego Miguel Bringas, entre otros, lanzó

5
El jesuita mencionado, a quien no se puede acusar de defensor de los liberales, se refiere con ironía a la mescolanza que
hicieron los “aúlicos de sotana”; son sus palabras condenando a Hidalgo y a otros caudillos como herejes.

122
Hidalgo Nueva vida del héroe

a Hidalgo los insultos que no deseamos dejar fuera del texto, para que
alguna vez figuren en la antología de la injuria. Los más importantes
insultos son los siguientes: Napoleón de América, monstruo de seduc-
ción, apóstata, traidor, ex cura, ex hombre, generalísimo de salteadores
y asesinos, ex sacerdote, ex americano, Quijote de nuevo cuño, face-
dor de tuertos, fiel discípulo e imitador infame de Napoleón, infame,
frenético delirante, desnaturalizado hombre, impío, enemigo de Dios
y de los hombres, monstruo de extraña ferocidad, reo de alta traición,
enemigo de su patria, de su rey y de su religión, mal sacerdote, etc. Se
le acusa además de pretender entregar a cualquier nación extranjera
que se lo quisiera apropiar al pueblo mexicano y de pretender introdu-
cir en estos católicos dominios las herejías y la desenfrenada libertad
de creencias.6 Don Francisco Severo Maldonado, después de haberse
pasado a los realistas, siendo ya director del periódico El Telégrafo, de
Guadalajara, añadió los insultos siguientes contra Hidalgo: el apóstata
más rapaz y sanguinario, sardenápalo sin honor, infame y degenerado,
hidra rabiosa, bandido, más valiera que en la cuna te hubiera ahogado
tu madre, vejancón, sanquituerto.
A pesar de tantas injurias de verduleras, según las califica benig-
namente don Carlos María de Bustamante, Hidalgo arrastró tras de sí
al pueblo, dice Alamán.7 Con la fuerza de la muchedumbre sin orden
militar, predominando los indios que iban cargando a sus hijos llevan-
do carneros y cuartos de res, marchó Hidalgo hacia Valladolid pasando
por Acámbaro, Zinapécuaro o Indaparapeo, donde hizo un alto aquella
muchedumbre mientras se arreglaba la toma de la ciudad principal de
la intendencia de Michoacán, a la que entró entre las 11 y las 12 de la
mañana del día 17 de octubre de 1810. Fácil es imaginar que Hidalgo,
el antiguo catedrático de San Nicolás, se mostraría ufano de lucir el
triunfo de sus ideales ante aquellos que lo habían perseguido por más
de diez años. Por eso se irritó de que el cabildo de la catedral, donde

6
El doctor Francisco Severo Maldonado, que ha merecido calificativos muy diversos por su conducta, después de que
Hidalgo abandonó Guadalajara, con la ayuda de Calleja, publicó un periódico llamado El Telégrafo, de donde se toman los
insultos.
7
Alamán, Op. cit., t. I, p. 370.

123
G ustavo G. V elázquez

estaban sus rivales, gachupines en su mayor parte, no le hiciera nin-


guna recepción.
La multitud que le seguía, aumentada con la fácil victoria sobre Va-
lladolid, hizo concebir a todos los jefes de la insurrección la posibilidad
de marchar sobre la capital de la república eludiendo encontrarse con
las tropas de Calleja, que habían comenzado a reunirse para atacar a
los insurgentes. Cuanto antes se tomara la ciudad de México tanto más
pronto el pueblo alcanzaría la independencia y la felicidad anhelada.
El 20 de octubre de 1810, como a las diez de la mañana Hidalgo
seguido de los dragones y algunos soldados, se adelantó para seguir
de Valladolid por el camino de Charo. En Indaparapeo se verificó la
entrevista tan conocida con aquel otro insigne demócrata y valioso
capitán del movimiento, don José María Morelos y Pavón, de quien no
tendremos tiempo de ocuparnos.
Hidalgo mostró, en los escasos meses que anduvo al frente de la
insurrección, un raro conocimiento de los hombres y una modestia
muy grande en su conducta a pesar de ciertas pequeñas actitudes que
pudieran hacerlo aparecer como arrogante, tales como la de permitir
que se le llamara generalísimo y más tarde alteza serenísima y usar
aquel uniforme que describe el conde de la Cadena. Pagaba tributo
al candor de las masas populares que si lo hubieran llamado sencilla-
mente padre Hidalgo o tata cura y lo hubieran visto vestido como al
común de las gentes, lo habrían menospreciado. En esto, como en el
uso del nombre de Fernando VII, Hidalgo se mostraba consecuente ce-
diendo en lo pequeño para ser inflexible en la defensa de los intereses
de la nación que en esas batallas y en esos caminos se iba formando.
De Zinapécuaro, donde pernoctó, se encaminó a Tarandacuao y de ahí
a Maravatío, donde recibió la adhesión valiosa del licenciado Ignacio
López Rayón, vecino de Tlalpujahua que, como el propio don Miguel
Hidalgo, abandonó sus ocupaciones y comodidades personales para
luchar por los intereses supremos de la patria.
En Maravatío una audaz partida de realistas estuvo a punto de dar
muerte a los jefes de la revolución. De ahí las tropas insurgentes mar-
charon para las haciendas de Pateo y Tepetongo, entrando más tarde al

124
Hidalgo Nueva vida del héroe

territorio de la intendencia de México por tierras de la hacienda de la


Jordana en San Felipe del Obraje (hoy del Progreso),8 donde se detuvo
y mandó ofrecer la banda de teniente general a Iturbide. Ahí recibió
noticias de que Calleja avanzaba para atacarlo, las que le fueron trans-
mitidas por los conductores de los cañones fundidos en Guanajuato ba-
jo la dirección del joven Ávalos.
El valle de Toluca se consideraba extendido hasta las llanuras
que rodean San Felipe del Progreso, a través de las cuales corría el
viejo camino colonial para las minas de Angangueo y Tlalpujahua. Es
una región pobre donde los indios mazahuas eran siervos de las hacien-
das comarcanas. Viven todavía estos indios en caseríos dispersos; pero
siendo mansos y humildes reaccionan con violencia siempre que unidos
pueden rechazar el ataque o castigar al que los maltrata. Su idioma es
extraño y singular; pero forma parte de la familia lingüística otomiana.
Ixtlahuaca, a donde pertenecía San Felipe del Obraje, formaba parte
de la alcaldía mayor de Metepec, junto a Toluca, y era el pueblo más
importante de la comarca. Tanto San Felipe del Obraje como Ixtlahuaca
eran la residencia habitual de labradores criollos de diversas posesiones
económicas. El día 27 de octubre de 1810 Hidalgo entró a Ixtlahuaca,
donde fue recibido con pompa extraordinaria por el cura del lugar y
por los principales vecinos y ahí, según dicen algunos documentos, se
produjo un molesto incidente cuando el cura de Jocotitlán, don José
Ignacio Muñiz, le mostró el edicto de la Inquisición. De todas maneras
Hidalgo anunció que el día 21 de noviembre estaría en México.
El 28 de octubre fue domingo. Las tropas insurgentes, después de
oír misa, comenzaron a salir para Toluca (distante de Ixtlahuaca nue-
ve leguas por el viejo camino colonial).
Toluca era entonces una ciudad de 8 000 ó 10 000 habitantes, y
estaba gobernada directamente por un corregidor, pues era una de las
ciudades que pertenecían al marquesado del valle. Entre los labrado-
res que en ella residían hubo muchos partidarios de los insurgentes,

8
Este pueblo es la cabecera municipal y pertenece actualmente al distrito de Ixtlahuaca, Estado de México. En él nacieron
entre otros el arzobispo Posada y el poeta don Fernando Orozco y Berra.

125
G ustavo G. V elázquez

aunque nunca se produjo ninguna conspiración. Se recibió a Hidalgo


con pompa y después de que entró a la iglesia del convento de San
Francisco, donde el padre fray Pedro Orcillés le dio la bienvenida, fue
invitado a descansar en la casa que se encuentra en la esquina actual
de las calles de Isabel la Católica y* Lerdo, entonces de Esquipules
y de la Tenería. Hidalgo no estuvo sino unas tres horas en Toluca,
aceptando que se le sirviera un chocolate en la casa del señor José
Mariano de Olaes, dueño de la casa citada y donde lo atendieron do-
ña Lorenza Orozco, esposa del mismo Olaes, y sus hijas, Pomposa y
Luisa, que también atendieron a los acompañantes. Algunas casas de
Toluca, entre ellas aquella en que se hospedó Hidalgo, adornaron sus
fachadas. Mientras merendaba en uno de los balcones de la casa del
señor Olaes se expuso una imagen de la Virgen de Guadalupe, que
en 1910 fue donada al Instituto Científico y Literario del Estado de
México por el doctor Carlos Chaix.9

* En 1960 la hoy calle de Bravo se llamaba Isabel la Católica (n.dd.e)


9
Boletín del Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz, t. IX, núm. 6, Toluca, 1910.

126
CAPÍTULO XIV

R
El Monte de las Cruces y regreso al Bajío
T al vez por temor a un ataque de Trujillo, Hidalgo se encaminó de
Toluca a Santiago Tianguistenco, del actual municipio de Tenango del
Valle, pasando por Metepec y siguiendo el viejo camino que de este
lugar conducía a aquella villa. Muy tarde debe haber llegado a Santiago
la noche del domingo; pero se publicaron relatos diciendo que entró
durante el día. El lunes y todo el martes permaneció en este pueblo, a
donde acudirían millares de indios de la región aprovechando el tian-
guis que se verifica el martes de cada semana. En ese lugar el Padre de
la Patria recibió la adhesión de los pueblos de Techuchulco, Texcalya-
cac, Calimaya y otros, pues desde muchos años antes litigaban contra
los descendientes del conde del valle de Santiago de Calimaya.1
Si hoy mismo se les dijera que un caudillo conduce un ejército de
83 000 hombres, como se dice que llevaba Hidalgo en los momentos
en que se dio la batalla del Monte de las Cruces, nos causaría espanto
una cifra tan elevada. Lamentablemente los indios del valle de Tolu-
ca, que eran los más numerosos, acudieron de los pueblos unos por
confirmar la novedad de que se hablaba y otros para entrar al saqueo
de las casas de los gachupines, a las haciendas y a los comercios en
las poblaciones, de donde se llevaban hasta las vigas para sus pueblos.
El saqueo ha sido en las rebeliones campesinas de todos los países la
forma natural de proceder. Los que seguían a Hidalgo sabían que se
trataba de un “padrecito” que iba a quitar el poder a los gachupines,
que llevaba a la Virgen de Guadalupe como estandarte, y sobre todo
que devolvería las tierras a los pueblos despojados que las litigaban
hacía más de dos siglos.

1
Cuantos han escrito sobre la marcha de Hidalgo hasta el Monte de las Cruces, incluyendo al señor Castillo Ledón, han dicho
que durmió el 28 de octubre en Toluca. El doctor Chaix, a quien hemos citado, con absoluta seguridad y conocimiento el
testimonio de los propietarios de la casa, manifestó que sólo estuvo en ella por tres horas, y durmió en Santiago Tianguistenco
en una casa que conserva, como recuerdo, un busto del cura Hidalgo.

129
G ustavo G. V elázquez

Don Lucas Alamán, tratando de hacer befa de la gente que seguía


al cura Hidalgo, relata que un tal Centeno, cuando se le preguntó
cuáles eran las miras que lo guiaban en la revolución en que andaba
metido contestó, con la sinceridad de un hombre de campo, que todos
sus intentos se reducían “a ir a Méjico a poner en su trono al Sr. Cura
y con el premio que éste le diese por sus servicios, volverse a trabajar
en el campo”.
Millares de los que se incorporarían procedentes de los pueblos
cercanos a Toluca, como se dice de los de Cacalomacán, irían por
el contagio de los otros y aun simplemente por ver lo que pasaba. No
obstante un gran número de mestizos y criollos, rancheros y propie-
tarios rurales medianos e incluso pobres del valle de Toluca, se jun-
taron a Hidalgo conscientes de lo que éste representaba. Entre ellos
bueno será recordar a Joaquín Canseco, a Tomás Vargas, a Vicente
González y a los sacerdotes Pedro Orcillés y José de Lugo y Luna,
todos vecinos de Toluca, algunos de los cuales perdieron la vida en la
guerra a la que habían entrado.
Hidalgo no intervino en la disposición de la batalla, cuya direc-
ción estuvo a cargo de Ignacio Allende y de Mariano Jiménez, quie-
nes aprovecharon únicamente a aquellos hombres que consideraron
capaces de guardar un orden relativo y a los que iban a caballo. Los
indios permanecieron apartados del combate (es mentira lo que afir-
mó la gaceta del gobierno de esa fecha, que decía que trataron de
impedir el disparo de los cañones con sus sombreros). Los indios,
desde las alturas y al margen del lugar en que se libraba la acción,
lanzaban piedras con sus hondas y daban grandes gritos contra los
“gachupines”. Naturalmente que deben haber sentido un gran deseo
de vengar los sufrimientos y vejaciones, y esperarían robar sin peli-
gro cuando la batalla hubiera terminado. Historiadores como Alamán
tratan de censurar la conducta de los indios y de quienes los acepta-
ban, pues él, como otros muchos, despreciaba a la gran mayoría de la
población de Nueva España sin que este desprecio impidiera exigir-
les que con sus brazos cultivaran las tierras y trabajaran en las minas
y en los obrajes. Por eso don Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, cuyo

130
Hidalgo Nueva vida del héroe

padre estuvo con Hidalgo en esos lances, pudo decir en verso lleno
de ironía:

En indio ser, mi vanidad se funda,


porque el indio mantuvo en su miseria
a los vasallos de Isabel Segunda.

Esta era la revolución de todo el pueblo, y parte de ese pueblo, la


más numerosa, eran las masas de indígenas, que todavía hoy esperan y
tienen fe en que aparecerá el caudillo que sustituya a Hidalgo. Cuando
lo han entrevisto en sus ojos, siempre melancólicos, extraviados, rudos
y amenazantes cuando se embriagan, vuelve a brillar la esperanza de
tener alguna vez la dicha que ya no se atreven a soñar.
La batalla con los incidentes que los historiadores han guardado y
repetido se decidió en favor de los insurgentes, por lo cual la ciudad de
México se aprestó a sufrir los horrores que causarían indudablemente
los revolucionarios.
No es necesario que nadie se empeñe en presentar a Hidalgo como
un caudillo militar, igual que lo fuera José de San Martín en Sudamérica.
Hidalgo era un intelectual, un político demócrata y no padecía el com-
plejo napoleónico que tanto daño hizo en América Latina y en México.
Se sentía más un padre de los indios, a los que solía llamar sus “hijos”,
que un imponente jefe militar. Lo anterior ha de servirnos para evitar
las repeticiones de todos los reproches que suelen hacerse a Hidalgo.
¿Debió haber atacado la ciudad de México arriesgando perder todo lo
que iba ganando, contando con la fuerza de aquella chusma tumultuaria
y desalmada o hizo bien en retroceder con la esperanza de volver más
tarde en mejores condiciones?
Se reprocha a Hidalgo no haber aprovechado el pánico que cundió
en las tropas de Trujillo y en la capital del Virreinato; pero quizá no se
considere que como lo tenían todos los jefes militares y el propio Hi-
dalgo, las turbas de indios y la plebe causarían tanto daño, que quienes
hasta entonces permanecían indecisos se hubieran puesto francamente
en contra de los patriotas insurgentes. Cuando se pretende juzgar con un

131
G ustavo G. V elázquez

criterio militar sin medir las consecuencias políticas que hubiera tenido
la entrada a la ciudad de México, no cabe duda de que Hidalgo hizo bien
en no arriesgar lo ganado hasta entonces, pues no se hubieran evitado
con la captura de la capital, ni la guerra civil prolongada ni los desórde-
nes, y tal vez hubiera desertado, en el caso de que los realistas resistie-
ran, la mayor parte de los que seguían la bandera de la insurrección.
Hidalgo sabía que alguna vez regresarían los insurgentes victorio-
sos en la conciencia de toda la nación, porque estaba seguro de que el
pueblo se fortalecería (aunque alegó posteriormente razones de orden
militar para fundar la retirada que hizo desde las goteras de la ciudad
de México). Carecía de elementos de guerra que en México no había y
muchos indígenas habían regresado a sus hogares después de la batalla
del Monte de las Cruces. Lo que convenía era, como Castillo Ledón lo
ha narrado, la insurrección, levantar esta provincia y la otra, y propagar
el fuego en toda la Nueva España; después nadie lo apagaría. Así se hizo
y jamás pudieron vencer al pueblo mexicano ni los extranjeros, ni los
militares, ni ninguno de los hombres antipatriotas.
En la conducta de Hidalgo, y en su lucha sostenida sin desalentarse
porque se perdían batallas, se encuentra la razón del drama histórico
de México, cuyos objetivos fueron siempre sencillos y claros a pesar de
los falsos intelectuales: independencia, libertad, tierra y buen gobierno,
avivamiento de la industria y felicidad para el pueblo. En los tiempos
modernos podrían encontrarse algunos sucesos y decisiones parecidas
a las que Hidalgo adoptó que justificaran la resolución tomada. Una vic-
toria militar no sería en esos instantes una victoria del pueblo entero,
cuyas capas más atrasadas apenas iban despertando y por consiguiente
ningún régimen de justicia social nacería fuerte. Si se quería llevar a su
meta el movimiento de independencia y se deseaba un cambio radical,
habría que darle la razón a Hidalgo pues sólo la lucha revolucionaria
haría evidentes los anhelos populares.
Hidalgo llegó hasta Cuajimalpa y algunas partidas de insurgentes
incursionaron por los pueblos de San Ángel, San Agustín de las Cuevas
y Coyoacán. De Cuajimalpa Hidalgo ya no regresó a Toluca, como lo
afirma el señor Castillo Ledón, siguió en cambio por la montaña un

132
Hidalgo Nueva vida del héroe

camino que lo llevara a Villa del Carbón, ahí a San Bartolo de donde
siguió a Niginí, a Timilpan y Aculco.2 El 7 de noviembre de 1810 tuvo
lugar la derrota de Aculco donde los insurgentes perdieron mucho
dinero, cañones y provisiones. Hidalgo se separó de Allende en
ese lugar, y por caminos montañosos y ocultos llegó a la hacienda de
San Martín, cercana a Celaya, el 9 de septiembre. Desde ahí envió una
nota a Allende anunciándole que iba a Maravatío y a Acámbaro, a la
que contestó Allende aconsejándole fuera a Valladolid mientras él se
dirigía a Guanajuato.
El 11 de noviembre llegó Hidalgo a Valladolid, de donde salió para
Guadalajara el 17, habiendo hecho antes publicar un papel con el
nombre de Manifiesto que el Sr. Don Miguel Hidalgo y Costilla, Ge­
neralísimo de las armas americanas y electo por la mayor parte
de los pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus
conciudadanos, hace al pueblo. Este documento es la contestación
a las imputaciones que tanto Abad y Queipo como la Inquisición
le hacían de negar la existencia del infierno, de ser luterano y otros
delitos a los que antes nos referimos.3
Por orden de Hidalgo, don José María de Anzorena publicó un decre-
to suprimiendo la esclavitud; pero lo más grave fueron las ejecuciones
de gachupines, en el Cerro del Molcajete, que tan censuradas han sido.
Después de la marcha del ejército que servía a Hidalgo, la noche del 17
de noviembre se produjeron otras ejecuciones en el mismo lugar, como
las que habían ejecutado los indios en los días anteriores. Castillo Ledón
refiriéndose a estos asesinatos dice que no puede menos de condenarse;
pero que, si se tiene en cuenta por una parte la crueldad que estaban
desplegando los jefes realistas, y por la otra, que de oponerse Hidalgo hu-
biera perdido su prestigio sobre las masas que tantas vejaciones habían
recibido y recibían de los españoles, se comprende que estas circunstan-
cias atenúan cuando menos su culpabilidad.

2
En Timilpan, municipio de Jilotepec, México, hay una roca de la que mana un venero de aguas limpias, que los campesinos
conservaron por su propia decisión, pues se dice que ahí descansó el padre Hidalgo. Actualmente el lugar es accesible en
automóvil pues se halla en la vera del camino que va de Toluca a Jilotepec.
3
Es el mismo documento que antes hemos mencionado.

133
G ustavo G. V elázquez

Habría sido bastante recordar que la guerra en cuanto se desata no


tiene otras normas que las que dicta la necesidad de triunfar. No se
pueden aplicar leyes a lo que en sí mismo representa un orden revo-
lucionario. En abstracto ni se puede condenar ni se puede absolver a
Hidalgo y a quienes matan durante la guerra. Más aún un movimiento,
con todas sus derivaciones, es, en su conjunto, justo o injusto. El ene-
migo es implacable; pero todavía más cuando es poderoso porque
entonces no perdona y arrasa. El débil es menos cruel y sólo aban-
dona su servilismo y obediencia cuando la desesperación se desborda.
Los asesinatos que los indios cometieron y los excesos que la guerra
de independencia presenció, provenientes de las capas más vejadas
del Virreinato, tienen su origen en el deseo violento de que no resu-
citaran más quienes les habían arrebatado hasta las ganas de vivir.4
Hidalgo pudo, teóricamente, despreciar a las grandes multitudes que
lo amaban y a las que él mismo había aprendido a tener cariño, no
obstante que éstas eran impertinentes. Pero si quería triunfar con el
pueblo que lo seguía necesariamente tenía que condescender hasta en
las impertinencias crueles.
Más tarde, cuando hablemos del degüello de españoles en el puen-
te Grande de Guadalajara, volveremos a ocuparnos de este aspecto.
Por ahora asistiremos con Hidalgo a su entrada a la capital de la Nueva
Galicia, donde tuvo lugar un hecho extraordinario y único en los mo-
vimientos que por esos años se verificaban en América: la supresión
de la esclavitud. Nos referimos al decreto que se hizo famoso porque
ordenaba (y quien no cumpliera tendría pena de muerte) que se pusiera
en libertad a los esclavos.

4
Unos disculpan a Hidalgo, otros lo condenan. Zamacois dice que los asesinatos eran tanto más crueles cuanto que se
ejecutaban en personas inocentes. Nosotros solamente decimos que fueron inevitables y si tratamos de explicar la situación
es para obtener alguna enseñanza. El padre Luciano Navarrete y el indio Tata Ignacio, verdugos de los gachupines, tienen
también una razón de ser como todo lo que acontece en la historia humana, que no es un proceso en que ha de condenarse
o absolverse, sino analizarse para encontrar el mejor camino en el porvenir.

134
CAPÍTULO XV

R
La supresión de la esclavitud y la reforma agraria
S Hidalgo de Valladolid con un ejército compuesto de 7 000 hom-
alió
bres, pero desorganizado y sin instrucción. Ni los realistas ni los insurgen-
tes, hasta ese momento, podían exigir instrucción militar para quienes
se incorporaban a la lucha. En la batalla lo determinante era el instinto
de defensa y el deseo vigoroso y espontáneo de la urgencia de un cam-
bio en la vida de México. Los elementos más aglutinantes y más firmes
de las tropas multitudinarias de los insurgentes tenían que ser algunos
hombres de mayor conciencia patriótica, que a sus intereses particu-
lares antepusieran los altos propósitos de hacer de México una nación
independiente. El propio Calleja, cuando comenzó a formar el ejército
que tantas derrotas militares infligió a los insurgentes, se vio precisado
a anteponer a las preocupaciones de carácter militar la calidad políti-
ca de los que se le presentaban. Alamán atestigua que el criterio con
el que formó su ejército el más famoso jefe realista, consistía en saber
si podía contar con su fidelidad y esto era lo esencial.1
En esos días de apremio no era, como hemos dicho, lo esencial el
conocimiento y la organización militar; lo fundamental también para
los insurgentes era la fidelidad a la causa que se proponían. Por eso
Allende no podía haber prevalecido sobre Hidalgo a menos que éste
abandonara el empeño de seguir contando con la adhesión de las gran-
des multitudes de indios miserables y embrutecidos por la excesiva
explotación y el hambre en que vivieron, de un modo permanente,
durante los 300 años de paz colonial. Hidalgo percibió que el problema
militar era muy importante; pero que pasaba a segundo término ante
la urgencia de adoptar medidas sociales que harían de cada uno de
los que le seguían un militante capaz de discurrir por sí mismo todos

1
Esta cifra la dan algunos; Pérez Verdía afirma, tomando el dato de Bustamante, que sólo eran 300 jinetes y 240 infantes.

137
G ustavo G. V elázquez

los medios que existieran para vencer al enemigo. Don Carlos María
de Bustamante deja escapar una frase que a muchos de los insurgentes
los animaría a continuar y a considerar las razones que Hidalgo tenía
para no desilusionarse por las derrotas militares. “Ambos –se refiere a
Allende y a Hidalgo– podían decir en estas circunstancias lo que Pedro
el Grande de los suecos… ¡Ah, ellos nos enseñaban a vencerlos!”.2
El “amo” Torres, a quien Hidalgo había comisionado para que revo-
lucionara por el rumbo de Guadalajara, sin ninguna instrucción militar
anterior y, gracias a su propia inteligencia, había ido acrecentando sus
fuerzas y aprendiendo prácticamente a vencer al enemigo.
Un ejemplo de los métodos militares que aquellos hombres salidos del
pueblo iban aplicando para vencer a sus enemigos se encuentra en la ba-
talla que don Antonio Torres dio el 4 de noviembre de 1810, al frente de
3 000 hombres armados con piedras. El historiador Pérez Verdía describe
así el combate de La Barca: “El astuto insurgente hizo proveer de abun-
dantes piedras a sus dos mil infantes [otros dicen que tres mil]; los colocó
en el centro poniendo su caballería armada de lanzas, espadas y soguillas,
en las extremidades, formando una doble hilera extensísima”. En seguida,
bajando Torres del caballo, describió con su sable en el suelo las líneas que
habrían de seguir para formar un semicírculo que se fuese estrechando
para envolver a los realistas luego que él hiciese cierta señal que les advir-
tió sería revolotear un lienzo blanco”.3 Al primer disparo se vino sobre la
tropa de realistas de Villaseñor aquella masa humana perfectamente com-
pacta, a paso velocísimo, arrojándole tal lluvia de piedras que casi todos
los fusiles quedaron abollados e inservibles. Los rancheros de a caballo,
continúa Pérez Verdía, en aquel terreno tan plano que les permitía obrar
con toda velocidad, en un momento dado cerraron el semicírculo y pu-
sieron en fuga completa a los realistas que apenas pudieron disparar tres
cañonazos. Así fue la victoria del “amo” Torres, en quien Hidalgo había
confiado a pesar de quienes le reprochaban el nombramiento.

2
Alamán, Op. cit., t. I, p. 320.
3
Pérez Verdía, en su Historia particular del estado de Jalisco (t. III, Guadalajara, 1910), ha seguido en el relato anterior los
documentos que publicó el señor Hernández y Dávalos en el tomo III, p. 203, y los que proporciona Bustamante en su Cuadro
histórico, t. I, p. 119.

138
Hidalgo Nueva vida del héroe

El pánico invadió a los defensores de Guadalajara, ciudad a la que


entró sin resistencia el 10 de noviembre de 1810 José Antonio Torres,
quien desplegó en ella una ponderación y ecuanimidad tan grandes que
impresionaron favorablemente a los vecinos, pues provenían de un rús-
tico. Este modo de obrar le ganó muchas simpatías hasta de los propios
enemigos de la independencia.4
Hidalgo no se había equivocado al destinarlo para una empresa que
parecía superior a la capacidad y cultura del ranchero Torres.
Ufano y triunfante, Hidalgo entró el 26 de noviembre a Guadalaja-
ra, que sería el escenario de acontecimientos que dieron al movimiento
de los insurgentes mexicanos una categoría de que carecieron las revo-
luciones de independencia en las otras naciones de Latinoamérica.
No es necesario que se vuelvan a repetir aquí todos los hechos de la
grandiosa recepción que el pueblo de Guadalajara hizo al caudillo de
nuestra independencia; pero puede decirse que aquí comenzó a asumir
el carácter de verdadero jefe del movimiento, pues aumentaron las ocu-
paciones burocráticas en tal volumen que él mismo consideró necesario
repartir el abrumador trabajo.
Para el efecto nombró al licenciado José María Chico, ministro de
Gracia y Justicia, y a don Ignacio López Rayón, secretario de Gobierno.
Sus atenciones no le impidieron pensar en la importancia de fijar las
verdaderas metas del movimiento del cual era caudillo.
El día 29 de septiembre hizo Hidalgo publicar, por primera vez en
la historia del mundo, una medida que era deseada, anhelada y soñada
por las tres cuartas partes de la población de México cuando menos:
entregar la tierra a los naturales para su cultivo.5
En Guadalajara tuvo Hidalgo la posibilidad de comenzar a poner
en plan de ejecución los propósitos que lo habían llevado de simple cu-
ra de aldea a caudillo del más importante movimiento de independen-
cia contra la metrópoli española. “Aunque las disposiciones de guerra
fuesen el objeto principal de Hidalgo, no desatendió otras medidas

4
Op. cit., t. II, p. 88.
5
Como más adelante se verá, México no podría marchar hacia el progreso, como nación capitalista, sin reforma agraria.
Inglaterra comenzó su desarrollo con la reforma agraria.

139
G ustavo G. V elázquez

que pudieran ganarle el afecto del pueblo”, dice Alamán. Declaró la


libertad de los esclavos sin indemnización para los dueños a quienes
se impuso la pena de muerte si no cumplían lo ordenado dentro de
diez días.6 “Que cese en lo sucesivo la contribución de tributos respec-
to de las castas que lo pagaban y toda esa acción que a los indios se les
exigía”. “Que en todos los negocios judiciales, documentos, escrituras
y actuaciones se haga uso del papel común quedando abolido el del se-
llado”. Ordenó también la supresión de los estancos de la pólvora y el
tabaco, permitiendo la libre fabricación de la primera y el libre cultivo
y venta del segundo.
El primero de diciembre se publicó un decreto condenando los
desórdenes de quienes se incorporaban al movimiento sólo para robar
y causar trastornos o para la satisfacción simple de venganzas o agra-
vios personales.

Prohibió que se tomara de propia autoridad cabalgaduras, efectos, forrajes


sin ocurrir a los jueces respectivos del lugar, porque decía que sus intencio-
nes eran ‘llevar adelante la justa causa que sostengo’ y que consistía ‘en la
comodidad, descanso y tranquilidad de la nación’, de sus ‘amados america-
nos’. Tampoco autorizaba el saqueo de las fincas de los europeos.

Como todos los hombres, Alamán y otros historiadores dan im-


portancia a los hechos secundarios acaecidos en Guadalajara, pero
restan importancia a las disposiciones y medidas que Hidalgo dictaba
para los fines de la independencia nacional. Se hizo escándalo, por
ejemplo, sobre el problema de aquella mujer que vestida de hom-
bre acompañó al cura Hidalgo desde Valladolid hasta Guadalajara,
suponiéndola otra amante del caudillo; a pesar de que Alamán sabía
la identidad de la “Fernandita” y aunque pudo averiguar que en los
días en que escribió era una honorable dama tapatía, con mala fe deja

6
Respecto a la supresión de la esclavitud puede decirse que Hidalgo estaba a la altura de Jefferson, quien desde 1784 había
presentado un proyecto para suprimirla. Pero solamente tres estados de la confederación votaron por ese proyecto. La
ordenanza del noroeste de 1787, en los Estados Unidos, prohibía la esclavitud en los territorios situados al norte del río
Ohio; pero se permitía en el suroeste.

140
Hidalgo Nueva vida del héroe

correr un río de sospechas.7 Se censura al caudillo porque permitió


se le llamara “Alteza Serenísima”, pero muy poco se dice de las dos
importantes medidas adoptadas por Hidalgo que aquí hemos mencio-
nado, respecto a la supresión de la esclavitud que hizo tan notable
al movimiento de independencia (puede decirse que era una medida
para despejar el campo y dejar aclarado el horizonte). Debían quedar
precisados los términos de la lucha y nítido el perfil de los conten-
dientes. De un lado las clases privilegiadas antinacionales y antipa-
trióticas cualesquiera que fueran los símbolos con que se cobijaran,
y del otro las clases progresistas patrióticas y oprimidas en lucha
contra todo lo que significara opresión, no importando el símbolo
que usaran ni las palabras con que se expresaran los caudillos.
Si bien los esclavos negros, que legalmente eran los únicos que exis-
tían en Nueva España, no estaban en condiciones tan graves como las
que sufrían los indios, ni tomaron participación importante en la lucha
por la independencia, convenía muy bien que el movimiento insurgente
naciera sin la mancha de la más mínima opresión. Si habría de existir una
nueva patria y una nueva nación en el concierto de los otros países de la
tierra, Hidalgo quería que México pudiera presentarse como la tierra de
la libertad y de la justicia. En realidad fue en México en donde se habló
en forma concreta de los derechos del hombre, comenzando por dar a
los indios tierra para que la cultivaran y a los esclavos libertad. ¿Pues
cómo, si la agricultura era la base fundamental de la población, había de
progresar sin tener la mayor parte de los agricultores dónde sembrar el
maíz y el frijol que necesitaban para su miseria? Otras serían las tareas
posteriores; pero en aquellos instantes dar libertad a los esclavos y tierra
a los indios era la condición indispensable para crear una potente y nueva
nación. México no podría progresar sin dar tierra a los indígenas, ni ellos
podrían luchar en abstracto por un país en el cual fueran extranjeros,
porque nada les pertenecía. Esta medida era tan sabia como que sin la
7
Es de presumirse que en los días del proceso de Hidalgo, bien se sabía la identidad de la joven misteriosa que lo acompañó.
Era María Luisa Gamba, de Colima, hija del español Luis Gamba, compadre de Hidalgo. Acompañada de su madre, doña
María Pérez de Sudaire, pidió a Hidalgo en Valladolid que salvara la vida del señor Gamba. Ignorante Hidalgo de que éste había
sido degollado ofreció que lo daría libre en cualquier pueblo donde lo encontraran; pero pidió que la joven lo acompañara
para que identificara al prisionero y se disfrazara de hombre para no infundir sospechas. Para más información consúltese
el trabajo del señor Puga y Acal que citamos en la bibliografía.

141
G ustavo G. V elázquez

reforma agraria ningún país ha podido desarrollar su mercado interior


y consecuentemente su industria; por eso dice el historiador Francisco
Franklin, hablando del desarrollo de los Estados Unidos:

ninguna otra gran nación capitalista se creó sobre la base de la nacionali-


zación de las tierras. La ausencia de formas feudales de propiedad y la
presencia de tierras públicas, facilitó enormemente el desarrollo del
capitalismo. La posesión legítima de la tierra por el pueblo, representa-
do en el Congreso, significaba que el pueblo tenía derecho a través de sus
representantes electos de pasar leyes para disponer de esa tierra y de admi-
nistrarla como lo creyera conveniente.

El mismo historiador agrega: “La creación del dominio público so-


bre las tierras dio a los pequeños productores, ansiosos de colonizar aquel
territorio, un interés nacional que no habrían tenido si la tierra hubiera
quedado bajo el control de los Estados separados”.
La conducta de Hidalgo puede compararse muy ventajosamente
con la de Bolívar. Éste era el representante típico de los terratenientes
se­pa­ratistas criollos que se distinguían entre los otros por su cultura
internacional, siendo muy superior a Iturbide que también fue crio-
llo, terrateniente y separatista. Sin embargo Bolívar, como Iturbide,
desconfiaba del pueblo y de las masas populares a las que deseaba
utilizar para la elevación política de los terratenientes criollos y para
su provecho personal.
Hidalgo recibía los homenajes –principalmente los eclesiásticos– con
modestia, y el tratamiento de “Alteza Serenísima” no le causaba mucho
entusiasmo y lo tomaba como una simple medida de política para atraer
al populacho. El tratamiento le venía tan mal como el uniforme que le
habían puesto, pero que lo singularizaba ante los ojos de las masas indí-
genas. Nadie puede decir que Hidalgo tuviera puesto su corazón en esas
pequeñeces; amaba en cambio al pueblo con un amor un tanto paternal.
De ahí el tratamiento fino y emotivo que daba a las turbas en contraste
con la conducta de Allende. Cuando éste repartía sablazos Hidalgo lanza-
ba monedas exclamando: “cojan hijos”. De ahí la condescendencia con
actos que más tarde le fueron imputados en forma muy grave.

142
Hidalgo Nueva vida del héroe

Organizar el gobierno en lo que fuera posible fue la tarea de Hidalgo


en Guadalajara, mientras se podría convocar el congreso que había pro-
yectado, en el que estarían representados todos los pueblos de la Nueva
España. Olvidando estos propósitos del caudillo, muchos se han reído
de sus providencias, porque, como eran sencillas, censuran que no diera
a conocer un plan burocrático de administración gubernamental; pero
ya la concepción de iniciar la vida de la nación, iniciando la formación
de un congreso que emitiera leyes era en sí mismo un gran programa.

Era opinión general –dice Alamán refiriéndose a un suceso muy impor-


tante– entre los mexicanos al principio de la revolución y lo fue por
muchos años después, hasta que tristes desengaños la han hecho variar,
que los Estados Unidos de América eran el aliado natural de su país, y
que en ellos habían de encontrar el más firme apoyo y el amigo más sin-
cero y desinteresado y fue por lo tanto a donde Hidalgo trató de dirigirse
desde luego.

En consecuencia nombró a don Pascacio Ortiz de Letona, joven natu-


ral de Guatemala, dedicado al estudio de las ciencias naturales, en espe-
cial de la botánica, para que fuera a los Estados Unidos a ajustar y arreglar
una alianza ofensiva y defensiva, tratados de comercio útil y lucroso para
ambas naciones y cuanto más conviniese a la felicidad de ambas.
En México, la gente que durante muchos años sostuviera la idea de
que había sido un error, cuando no un crimen o una desventaja nuestra
independencia de España, ha censurado constantemente la estimación y
el afecto que los liberales y patriotas mexicanos sintieron por el gobier-
no y el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica. Conviene por lo
tanto precisar algunas cuestiones porque en México hay y hubo patrio-
tas esclarecidos que vieron en los Estados Unidos de Norteamérica un
peligro constante, y hay patriotas y hombres también esclarecidos
que positivamente contribuyeron al desarrollo de nuestra nación, que
admiraron a los Estados Unidos como una nación ejemplar, cuyo régimen
interior y cuyo progreso material eran deseables para nuestro país.
Además de otros hechos puede fácilmente entenderse que la in-
dependencia de los Estados Unidos de Norteamérica, a la que nos re-

143
G ustavo G. V elázquez

feriremos, preparó el terreno para el desarrollo capitalista del mundo


entero y no sólo de su propia nación, aunque todavía en los días de
Hidalgo, cuando Jefferson era presidente, no representaba el aspecto
tan progresista que tanto entusiasmó a Lorenzo de Zavala y a otros
viajeros en 1829.
Había un punto de coincidencia que era lógico que trataran de apro-
vechar los insurgentes: el odio mal reprimido que en los Estados Unidos
existía contra España, que aunque en apariencia era por cuestiones re-
ligiosas, en realidad se debía a la rivalidad de intereses materiales. Los
colonos norteamericanos querían las feraces tierras de la frontera y
las deseaban con tanto más ardor cuanto que España no las utilizaba
y que ningún español europeo, fuera de los misioneros, emprendió
tareas de colonización.8
Hamilton y Jefferson, rivales políticos en el interior, coincidían sin
embargo cuando se referían a la situación de Nueva España respecto
a separarla de la metrópoli; pero mientras el primero pedía a gritos la
guerra contra España, el segundo, prudente, era partidario de un arreglo
pacífico, porque en esos instantes la guerra contra la nación española
cualesquiera que fueran las causas que se invocaran, podrían traer la
guerra contra Francia y la alianza de ésta con Inglaterra, en perjuicio
de florecimiento de la democracia norteamericana. Por otra parte, con
ingenuidad todos nuestros políticos de derecha o de izquierda, conser-
vadores o liberales, suponían que la democracia norteamericana, cuyo
progreso era imposible negar y no ambicionar, era un régimen compac-
to, donde no había elementos de corrupción, ni ambiciones de aventu-
reros que pretendieran el dominio y la esclavización de otros pueblos.
Esto era una ilusión porque Aaron Burr es el ejemplo de estos últimos,
pues soñaba en convertirse en rey de los indios y establecer un régimen
tiránico en Nueva España.
Los conservadores mexicanos veían en todo lo anglosajón un peli-
gro, y porque se trataba de hombres no católicos condenaban todo lo
yanqui. Los liberales, porque se trataba de un régimen democrático que

8
Gustavo G. Velázquez, “Antecedentes de la guerra de Texas”, conferencia pronunciada en la Universidad Obrera de México,
febrero de 1947.

144
Hidalgo Nueva vida del héroe

prosperaba a la vista de todos, adoraban y se desvivían por lo norteame-


ricano, sin ver que en uno y en otro caso ninguno de los dos extremos
era consistente. El desconocimiento sobre la esencia del régimen gu-
bernamental de los Estados Unidos de Norteamérica y la falta de análi-
sis de las bases sobre las cuales se fundó aquella democracia convertía
en suspiros y angustia lo que debería ser inspiración y fuerza para obrar
en el interior de nuestro país.
Era imposible que Hidalgo desconociera lo que sucedía en los Esta-
dos Unidos, sobre todo si se tiene en cuenta que la causa de la indepen-
dencia de los mexicanos contaba con la simpatía de los federalistas de
Hamilton y de los republicanos de Jefferson, y que muchos clérigos
estuvieron al tanto de las intenciones de Aaron Burr. ¿Qué hubiera su-
cedido si Hidalgo y el gran Jefferson, tan clarividente y sabio, hubieran
podido establecer una alianza entre dos pueblos, que siendo vecinos no
podrán verse con afecto sino en la medida que el poderoso no interfiera
los anhelos del débil?

145
CAPÍTULO XVI

R
Allende contra Hidalgo
N o hemos escrito este trabajo para justificar a Hidalgo ante sus ene-
migos y detractores, porque tal cosa carece de importancia. El aná-
lisis intentado tiene como propósito examinar, desde ángulos que no
abundan en el estudio de nuestra historia, el papel que desempeñó y
las causas que lo llevaron a obrar como obró y actuar como lo hizo,
porque entendemos que es útil, en esta hora, examinar el papel que
nuestros héroes han jugado en la historia nacional.
Hidalgo es sin disputa uno de los grandes forjadores de la historia,
porque fue antes que nada un jefe político. Si nuestro país no hubiera
estado en las condiciones materiales en que se encontraba en 1810,
bien pudiera haber sido el cura Hidalgo jefe de un partido en la con-
cepción moderna de tales instituciones de que aún carecemos. No
pudo ser otra cosa sino un caudillo de masas populares y campesinas
que iban a la guerra aprendiendo a vencer no sólo militarmente a sus
enemigos, sino también aprendiendo el contenido del mundo de su
época. ¿Cómo habrían podido enterarse los indios y las masas atra-
sadas del pueblo de que la Iglesia era una institución feudal llena de
todos los defectos de las otras instituciones humanas del feudalismo,
si no era a través de la lucha que aún dentro del clero se libró en-
tre curas patriotas insurgentes y curas “gachupines” y de mentalidad
servil? ¿Cómo podrían haberse enterado de que no eran herejes los
hombres cuando se oponían al poder tiránico del rey, al que jamás
habían visto, pero cuyo brazo rudo y cruel sentían a través de la bu-
rocracia deshonesta, corrompida y abusiva?
Deliberada o espontáneamente, la marcha de Hidalgo por la par-
te mejor poblada y más rica de la Nueva España era una escuela
viva contra todo lo que representaba la dominación española. Sin
embargo, el primero de los jefes de la guerra de Independencia a
quien se le ocurrió la difusión de los ideales que se perseguían fue

149
G ustavo G. V elázquez

a Hidalgo, por eso con sencillez, en modesto tiraje, que según las
declaraciones de ciertos testigos en algún número no fue mayor de
500 ejemplares, se publicó el primer vocero de los insurgentes, El
Despertador Americano, a cuyo frente se puso al cura de Mascota,
don Francisco Severo Maldonado. Era una obra consciente de polé-
mica y de adoctrinamiento.
Alamán ha dicho que a Hidalgo se le subió el éxito a la cabeza; pero
tal cosa no aparece por más esfuerzos que hemos hecho para encon-
trar pruebas que lo justifiquen. El tratamiento que se le daba jamás
le quitó de los labios las expresiones paternales y afectuosas para el
pueblo que lo seguía y del cual continuaba siendo el ídolo. Para no
perder el afecto de la multitud condescendió con actos que han sido
condenados y que nadie ha tratado de justificar aunque muchos se los
expliquen. Esos actos fueron, principalmente, el no arremeter a sabla-
zos o de otra manera contra la plebe y algunos de sus jefes inmediatos,
cuando le pedían que utilizara el terror contra los gachupines.
Quienes han pretendido justificar la conducta de Hidalgo por su
“condescendencia criminal”, con los deseos de aquella plebe a la que
llama en su declaración final “ejército”, justifican el odio que la gente
de pueblo dejaba escapar de sus pechos contra los gachupines, por-
que era el símbolo mismo, justa o injustamente, de todos los males
que existían en la tierra.1
No puede darse como norma de carácter jurídico ni moral o de
otra índole para explicarse los sucesos históricos los hechos del pa-
sado o de otras naciones, aplicándolas a la situación concreta de
nuestro país, puesto que en determinadas circunstancias los acon-
tecimientos son fatales o inevitables. El odio fue el resultado de la
injusticia y se produjo en aquellas almas que siempre oyeron decir
que la caridad era un deber así como el obrar rectamente; pero que
no recibieron en la práctica sino injusticias. El hombre, como lo re-
conoce hasta Santo Tomás de Aquino, tiene la tendencia natural a
conservar la vida, a conquistar lo que le falta o a conservar lo que

1
El más distinguido escritor de los que han pretendido justificar a Hidalgo por las medidas adoptadas en contra de los
gachupines a los que decapitó es don Francisco Bulnes, cuya obra se cita en la bibliografía.

150
Hidalgo Nueva vida del héroe

ha adquirido; de estos sencillos impulsos naturales a los que nadie


escapa nacen toda clase de relaciones. En cuanto el hombre salió de
la barbarie se vio obligado a conseguir de otros hombres (a cambio
de lo que poseía o había adquirido) otras cosas que le hacían falta.
Estas relaciones naturales se complicaron y se ampliaron, naciendo
el comercio de los productos y su consecuencia natural, el comer-
cio de las ideas; de este comercio nacieron la moral, la justicia, las
normas jurídicas y aún la concepción de la divinidad. Por esta causa,
cuando el mundo se ensanchó –en el siglo del Renacimiento– por el
comercio con Oriente, cambió la faz de la tierra. El hombre se puso
en pie para luchar como jamás lo había hecho, por su bienestar en
la tierra.
El odio a los gachupines era el resultado de las condiciones ma-
teriales en que la población vivía en Nueva España. Si hubieran sido
los indios seres que vivieran en la abundancia y si esto les hubiera
permitido conocer las leyes de la historia o simplemente la teología
de aquellos tiempos, quizá hubieran obrado con serenidad y la revo-
lución de Independencia se habría efectuado como la deseaban algu-
nos de los mismos que siguieron a Hidalgo. ¿Cómo se podría evitar
que el populacho utilizara el terror, el escarmiento, como arma para
vencer al enemigo, si toda la educación en todos los sectores del pue-
blo se fincaba en el castigo para el delincuente como única manera
de alcanzar el cielo o de expiar pecados? La sociedad colonial recibía
el producto de las prédicas hechas desde el púlpito sobre la venganza
de Dios y sobre el castigo que habrían de recibir quienes lo ofendie-
ran. De esta manera los elementos más atrasados de la plebe, como
el torero Marroquín, ex presidiario, y los elementos más exaltados de
la multitud sentirían placer en asemejarse al brazo que ejecutaba la
justicia ni más ni menos como los verdugos del Santo Tribunal de la
Inquisición. El terror que todas las revoluciones de aquel siglo, prin-
cipalmente la francesa, habían usado como escarmiento contra sus
enemigos, en México la plebe lo utilizó contra los gachupines sin que
éste fuera obstáculo para que entre los “muertos, como dice Alamán,
hubiera hombres verdaderamente venerables”.

151
G ustavo G. V elázquez

No deseamos justificar a Calleja en sus matanzas porque con ellas


perseguía los mismos fines que los insurgentes: escarmentar a los ene-
migos. Si algún día se produjera una revolución en México para que
fuera pacífica sería necesario que el pueblo tuviera una gran organiza-
ción y un conocimiento más o menos amplio de las fuerzas que dirigen
la historia. Cuando se mantiene la ignorancia en las masas de la nación
sobre las causas de la riqueza, de la pobreza y de la injusticia preten-
diendo así impedir su despertar, se corre el peligro de que el terror sea
utilizado como arma para vencer al enemigo.
La historia ha conservado el recuerdo de la conducta de Allende que
con poca cultura militar, y con un conocimiento menos amplio que el
de Hidalgo de la ciencia y de los hombres, se fastidiaba de lo que a su
juicio eran defectos del cura.
Alarmado por las ejecuciones sin juicio de los gachupines decidió
envenenar a Hidalgo para cortar los males que estaba causando, pero
en realidad Allende deseaba lo que muchos después de él han deseado:
una revolución sin el pueblo; una lucha caballeresca de soldados que
asemejara una partida de ajedrez. Tal cosa será siempre imposible en
las luchas de los hombres que jamás se moverán como autómatas.
Una revolución es, más que otra forma de lucha, un movimiento
impregnado de todos los defectos y de todas las virtudes de quienes
toman parte en ella.
Quizá Hidalgo, de haber condescendido con Allende, habría obte-
nido una victoria militar y se hubiera consumado la independencia
con rapidez; pero se habría parecido a la consumación que tuvimos
posteriormente con Iturbide que dejó en pie la estructura feudal del
gobierno virreinal, sin satisfacer a las grandes masas populares, con
los trastornos consiguientes que tal cosa significó para la nación que
vivió largos años de pronunciamiento y desórdenes.
“El abc de la sociología nacional no lo sospechaban los héroes de
la Independencia, ni los teóricos de la época”, dice Vasconcelos. Este
escritor, también con preocupaciones no científicas, agrega senten-
ciosamente: “siempre el que no tiene odia al que tiene”.2 Concepcio-
2
José Vasconcelos, Breve Historia de México, p. 263.

152
Hidalgo Nueva vida del héroe

nes de esta naturaleza distraen la atención del pueblo mexicano de


las causas en las que se encuentra la esencia de los problemas a los
que se enfrentaron quienes siguieron las banderas de Hidalgo.
Todo diciembre lo pasó Hidalgo en Guadalajara, mientras se ex-
tendía por todo el país la insurrección, llegando hasta los puntos más
lejanos. Más de 100 000 hombres, según dicen, llegó a reunir Hidalgo;
pero lamentablemente carecían de armamentos y los militares muy
poco hicieron para disciplinar a las turbas, ocupados como estaban
en censurar a Hidalgo y en tratar de privarlo de la gran autoridad de
que gozaba sobre las muchedumbres.3
A la mitad del mes de enero se alteró la relativa tranquilidad en
que vivían los insurgentes, porque las tropas de Calleja y de Cruz
avanzaban sobre Guadalajara.
Por influencia del propio caudillo, después de una deliberación
con los jefes militares se decidió a avanzar para atacar a Calleja, tra-
tando de impedir que se reunieran sus tropas con las de Cruz. En
el Puerto de Urepetiro se libró el combate en el cual vencieron los
realistas, aunque los insurgentes lograron en parte el objeto deseado;
Cruz no pudo reunirse con Calleja en el puente Grande de Guada-
lajara en la fecha señalada. Para impedir definitivamente la reunión
de los dos jefes realistas, Hidalgo hizo avanzar sus tropas hasta el
Puente de Calderón. Se ha dicho que las tropas insurgentes estaban
compuestas de más de 100 000 hombres de las cuales 20 000 venían
a caballo, siete regimientos de línea regularmente instruidos y unifor-
mados; se contaba con 95 cañones, y con esa fuerza estaban seguros
de alcanzar la victoria,4 al grado de que, según cuenta Alamán, se oyó

3
Allende había propuesto que Hidalgo fuera el jefe del movimiento; pero quizá nunca creyó en la popularidad que éste iba
a obtener con las consecuencias que este hecho produjo. Allende aspiraba a contar con la adhesión de la “gente de razón”.
Los criollos, los mestizos y aún ciertas capas de indios –como los caciques– se proponían para que ingresaran al movimiento;
pero no esperaba la adhesión y el despertar de las grandes multitudes hambrientas de las que Hidalgo se convirtió en ídolo.
4
Tomando como buenos los datos que Alamán proporciona podría parecer insensato el cura Hidalgo. El historiador Pérez
Verdía (que reproduce al doctor Mora), Bustamante y Zárate proporcionan las siguientes cifras, las cuales son creíbles:
“Había dos escuadrones de caballerías, dos compañías de artillería con un total de tres mil cuatrocientos soldados que tenían
solamente dos mil fusiles”. Aquellos caudillos daban la preferencia a la artillería y no a la infantería. Tenían 44 cañones
remitidos de San Blas por el cura Mercado. Había 5 000 indios que trajo de Colotlán el cura Calvillo, pero éstos estaban
armados de flechas y vestidos de taparrabo, como en la Conquista. Pérez Verdía ha demostrado, por otra parte, que no eran
100 000 hombres los insurgentes sino a lo más 35 000.

153
G ustavo G. V elázquez

decir a Hidalgo: “almorzaremos en Calderón, comeremos en Queréta-


ro e iremos a cenar a México”.
Es sabido que Calleja obtuvo una sangrienta victoria sobre
los insurgentes por lo que se le concedió más tarde el título de
conde de Calderón.
Después de la derrota, regresó Hidalgo a Guadalajara, pero sin tar-
danza huyó para Aguascalientes, donde se unió a Iriarte; cuando ambos
se dirigían a Zacatecas fueron alcanzados en la hacienda de Pabellón
por Allende, Arias, Abasolo y otros jefes que intimaron al generalísimo
y lo invitaron a que dejara el mando. Desde aquella fecha siguió con el
ejército, pero en calidad decorativa, pues todas las derrotas anteriores y
los males se le atribuyeron. El licenciado Ignacio López Rayón, cuyo ta-
lento político era, sin disputa, superior al de Allende y que había tenido
oportunidad de conocer íntimamente a Hidalgo, propuso que se dejara
a éste el mando político y que los militares asumieran la dirección de
las tropas. De todas maneras Allende y los otros conjurados se daban
cuenta de que sin Hidalgo perderían el apoyo del pueblo al que despre-
ciaban injustamente. Este desprecio (por lo que se refiere a los indios)
era notoriamente inmerecido, pues habían demostrado una abnegación,
una tenacidad y una adhesión a la causa tan grandes que sufrieron con
heroicidad las fatigas excesivas y sobrehumanas que fueron necesarias
para transportar, como lo hicieron, los enormes cañones que se trajeron
desde el Puerto de San Blas hasta el Puente Grande de Guadalajara y las
alturas de Calderón.
Desde Pabellón en adelante, Hidalgo ya no sabía siquiera cuáles eran
los fines que se perseguían con la marcha hacia el norte de México.
Terminado el mes de enero Hidalgo era casi un prisionero, aunque
se le utilizaba para firmar nombramientos burocráticos, soportando con
sencillez, por amor a la patria naciente, las fanfarronerías de Allende,
que se sentiría en realidad un Napoleón frustrado.
Hidalgo marchaba sin tomar parte en los actos de Allende, y final-
mente renunció al cargo que teóricamente aún conservaba. Enfermo
y malhumorado pudo al fin decidir que el indulto ofrecido a los jefes
de la insurreción se rechazara redactando la contestación al virrey,

154
Hidalgo Nueva vida del héroe

con mucha dignidad. Sin mucha importancia llegó hasta Acatita de


Baján para concluir una vida gloriosa, y su muerte nos servirá para las
últimas reflexiones que han sido objeto de este ensayo.

155
CAPÍTULO XVII

R
Camino a la derrota
B ulnes se ha ocupado de la conducta de Allende, con gran amplitud y
censura, con razón: su falta de verdadero espíritu militar, a pesar de lo
cual arroja sobre Hidalgo la responsabilidad de los desastres sufridos en
el Monte de las Cruces y en Calderón; censura que hubiera pretendido
sostener una batalla decisiva en Guanajuato, cuando su posición era
militarmente indefendible. Una prueba más de su genio militar la dio
en esta marcha hacia el norte, cuyos fines precisos, como consta en la
historia, Hidalgo siempre ignoró. Es de suponerse, y así se dijo después,
que se trataba de buscar contacto y ayuda de los norteamericanos; pero
hay quienes sospechan que se trataba de una fuga de los jefes militares,
algunos de los cuales (como Abasolo) se hallaban decepcionados de una
lucha que era superior a sus fuerzas.
Mientras el licenciado Ignacio López Rayón regresa al sur y Mo-
relos se levanta como un genio militar, Allende marcha al norte con
tal descuido, llevando mucha impedimenta, y con tan pocas pre-
cauciones militares, que el mismo don Francisco Bulnes ha podido
observar que cualquiera, sabiendo que aquella partida de hombres
conducía 5 000 000 de pesos, se sentiría tentado a iniciar una con-
trarrevolución para apoderarse del tesoro.
Terror y desaliento había en aquellos hombres que marchaban
bajo el mando de Allende y sólo los chistes y bromas del licenciado
Juan Aldama los reanimaba. “Se hacían poesías sobre la marcha”,
dice un testigo, “y se observaba el horizonte para suspirar por los
parientes lejanos”. Tal era el espíritu que Allende, militar, infundía a
la columna que mandaba, a fin de obtener éxito en la lucha que has-
ta entonces, por las torpezas de Hidalgo, según se decía, no se había
alcanzado. Durante la travesía, el cura Hidalgo conservó su genio
chancista, pues fray Gregorio de la Concepción Melero y Piña cuenta
que al llegar a un rancho llamado El Álamo, donde se ampararon por

159
G ustavo G. V elázquez

la lluvia, hizo una broma festiva al hábito del carmelita.1 A pesar de


las molestias del viaje y de las inconsecuencias de Allende; quizá
convencido de ser el verdadero culpable de las derrotas sufridas por
el ejército insurgente marchaba Hidalgo sin protestar. En Matehuala,
Allende dejó el mando del ejército a Arias y a Iriarte y se fue a Sal-
tillo, ciudad a la que diez días después entró aquella parte de la co-
lumna militar en que marchaba el Padre de la Patria. Ahora no se le
hicieron ningunos honores, ni ninguna recepción, mientras Allende
y Mariano Jiménez eran aclamados. El 14 de marzo de 1811 Hidalgo
ya no asistió a la junta en que se decidió continuar la marcha hacia
la frontera para hacerse de pertrechos y regresar con ellos al sur.
Finalmente, después de preparativos que omitiremos, Elizondo
se apoderó de todos los insurgentes que marchaban al norte; la cap-
tura fue preparada con tal minuciosidad que hasta se calculó el nú-
mero de lazos que habían de comprarse para amarrar a los que se
aprehendieran.
Cuando, seguido por Elizondo, Hidalgo llegó hasta donde estaba el
realista don Tomás Flores, a quien acompañaba su hijo Vicente, iba
montado en un caballo negro, “caminando con garbo a son de marcha”
con el mismo porte que usó en los años mejores de su vida, puesto que
había sido siempre hombre conocedor de las faenas del campo y aman-
te de las suertes que los jinetes mexicanos realizan sobre el caballo.
Hidalgo pronto cumpliría 58 años; pero aún siendo de estatura me-
diana, cargado de espaldas y algo caída la cabeza sobre el pecho, era
vigoroso, por más de su calvicie y las canas, así como su lentitud en los
movimientos le dieran apariencia de un hombre decrépito, como algu-
nos han pretendido presentarlo de buena o de mala fe. Hasta el final de
su vida fue un hombre resuelto. Una prueba de su presencia de ánimo
la dio en aquel último instante de libertad, pues al ser requerido para
que no siguiera adelante llevando armas intentó sacar una de sus pisto-
las, cosa que impidió Vicente Flores cogiéndole la mano al tiempo que

1
Durante la travesía, según el testimonio de fray Gregorio de la Concepción, Hidalgo conservó su genio alegre de manera
que, cuando la caravana se detuvo en el rancho mencionado, le dijo: “mira qué hermoso estás, pareces borrego cuatezón”,
haciendo alusión a la capa blanca y a la gordura del carmelita.

160
Hidalgo Nueva vida del héroe

le decía: “si piensa usted hacer armas estará perdido porque la tropa
hará fuego y acabará con ustedes”. Es bueno advertir que sólo Hidalgo
y los artilleros de la columna pretendieron, por última vez, resistir a
los realistas.
La captura de Hidalgo y de sus compañeros, preparada con mucha
minuciosidad por Elizondo, se facilitó por la imprevisión militar
de Allende que por todo el camino, desde Zacatecas, vino con tanta
displicencia y descuido que más parecía conducir una caravana
de gentes en tiempo de paz, que una columna militar en un país en
guerra. Hubo tanta imprevisión, como han dicho los historiadores,
que por no haber enviado una columna que explorara el camino a
Baján no se descubrieron los preparativos de Elizondo, quien había
fingido en Saltillo cierta condescendencia con los insurgentes, aun-
que obedecía las órdenes del intendente Nemesio Salcedo. Carece
de importancia para el fin que nos hemos propuesto cada uno de los
detalles de la captura que han sido publicados recientemente en el
Boletín del Archivo General de la Nación, sólo diremos que el 22 de
marzo de 1811 Hidalgo, con todos los capturados, entró a Monclova
custodiado por las tropas de Elizondo; fue atendido por la hija de don
Diego Montemayor, que le llevó alimentos especialmente prepara-
dos. El doctor José María de la Fuente conservó el relato de su “com-
padre” Benito Goribar que conoció el herrero don Nicolás Mascorro
y Ponce, al que obligaron a ponerle los grilletes a Hidalgo “sintiendo
cada martillazo como si se lo dieran en el alma”. Ya remachados
los grilletes hubo que llevar a Hidalgo cargado hasta el hospital de
Monclova, donde fue encerrado con otros muchos prisioneros.2
Con los grilletes que todos los liberadores han llevado, pero sin per-
der su presencia de ánimo, Hidalgo fue llevado, el 26 de marzo (junto
con los principales caudillos que habían iniciado en Dolores la lucha de
Independencia) a Chihuahua. En total eran 26 los reos conducidos
por el teniente coronel Manuel Salcedo, hijo de don Nemesio, gober-

2
Se repartieron los prisioneros en diversos edificios. El relato que hace de estos acontecimientos el doctor De la Fuente es
distinto al que reproduce el señor Castillo Ledón, quien con mejores documentos afirma que el herrero se llamaba Marcos
Marchand y su ayudante Pioquinto Rodríguez.

161
G ustavo G. V elázquez

nador a la sazón de la provincia de Texas, que no fue benigno con


ninguno de los prisioneros.
Casi después de un mes de haber salido de Monclova, los prisione-
ros, sufriendo hambre, frío y malos tratos de parte de Salcedo, llegaron
a Chihuahua el 23 de abril de 1811, ciudad en la que se había hecho
circular las prevenciones dictadas por don Nemesio Salcedo para que
nadie expresara compasión ni proporcionara el menor consuelo a los
cautivos. Don Nemesio Salcedo injurió en sus disposiciones de ma-
nera especial al cura Hidalgo, que como ya hemos visto desde 1791,
por relevante y tenaz personalidad, comenzó a ser perseguido, sin
que las amenazas continuas ora de la Inquisición, ora del juzgado de
capellanías o bien del cabildo de la catedral de Valladolid, lograran
quebrantar la entereza de alma o desviar la atención de este hombre
excelso, que sólo conoció el bienestar en breves periodos de su vida.
Salcedo decía:

De un momento a otro vais a ver en medio de vosotros, como reo, al


mismo acaso que temisteis como tirano feroz, rodeado de ladrones y
forajidos destrozando vuestros bienes, saqueando y profanando vues-
tros templos, atropellando la honestidad de vuestras esposas y de vues-
tras hijas, armando al padre contra el hijo, al hijo contra el padre, al
marido contra la mujer, a la mujer contra el marido, al vasallo contra el
vasallo, rompiendo vínculos sagrados que nos unen a Dios, al rey y a la
patria; trastornando, en fin y confundiendo todo el orden social, todo lo
divino y lo humano.

Eso era el monstruo Hidalgo, cuya vida, pocos días después, iba a
cerrarse y a descender con la misma grandiosidad con que desciende en
las extensas llanuras de Chihuahua el atardecer majestuoso de julio.
La muerte, como la persecución, es para los hombres el crisol donde
templan sus almas. Ante ellas los débiles huyen y los cobardes se muestran
tal como son. Allende descubre en las declaraciones que se le toman
algo que hasta esos momentos habían ignorado los insurgentes de to-
das las provincias. “Había pretendido envenenar al Cura, desde Gua-
dalajara, molesto porque ya no tomaba en consideración el nombre

162
Hidalgo Nueva vida del héroe

de Fernando VII y por otros males que deseaba cortar”. Declara sus
ambiciones y que se aprovechó de una junta para que se le depusiese
el mando, recayendo en el declarante por acuerdo unánime de los mis-
mos oficiales. Se empequeñece diciendo que firmó las credenciales de
Ortiz de Letona, pero que lo hizo sin haberlas leído,

sino que el licenciado Rayón le dio de palabra un resumen de su conteni-


do, y notó que no convenía con los principios de su empresa, lo que hizo
presente a Rayón y éste le contestó que así convenía que fuese, porque los
Estados Unidos tenían jurado auxiliar a todos los pueblos que intentasen su
independencia, con lo que se resolvió a prestar su firma 3.

Agrega este militar, a quien tanto preocupaban los errores del Pa-
dre de la Patria, que “reconoce que Hidalgo y los demás que firmaron
dichos documentos especialmente Rayón abusaron de su buena fe”.
¡Pobre Hidalgo! Solamente la plebe nunca se intimidaba ni negaba su
nombre ante los pelotones de ejecución de los realistas. Las horcas que
se levantaron en cada árbol, principalmente en el valle de Toluca y en
el Bajío, no oyeron jamás que los humildes indios mártires lloraran o se
desdijeran del amor a la patria mexicana, que con el cura Hidalgo a la
cabeza ellos estaban ayudando a construir.

3
En la historia de México frecuentemente han aparecido hombres como Allende. Esperan la ayuda del extranjero y sueñan
con ella; pero desprecian el valor del propio pueblo mexicano. La política “bonapartista” de exportar la revolución, además
de ser ineficaz, como lo demostró el caso de España, es el recurso de ciertas capas de la población que deseando un cambio
no están dispuestas a luchar para lograrlo y esperan que de fuera venga el remedio.

163
CAPÍTULO XVIII

RMuerte del héroe


E 7 de mayo se inició la causa de Hidalgo, quien fue llamado ante don
l
Miguel Abella, juez comisionado, para que declarara. Hidalgo, como to-
dos lo reconocen, se condujo como convenía al hombre más digno de
entre los que iniciaron el movimiento de Independencia. Se portó co-
mo un verdadero jefe. “A nadie culpó de sus actos, dice Castillo Ledón,
a nadie delató”. Confirmó que su pensamiento había sido lograr la inde-
pendencia de la nación porque lo consideraba útil y benéfico.
Expresó que había sido muy fácil propagar el movimiento porque
todos los pueblos le seguían “y así no tuvieron más que enviar comisio-
nados por todas partes, los cuales hacían prosélitos a millares por donde
quiera que iban”.
Afirmó haber dado libertad a los presos, aún a los acusados de críme-
nes atroces, y haber autorizado el saqueo de los bienes de los españoles,
sin que hubiera tiempo de atender a escrúpulos de conciencia.1 Con-
fesó ser el jefe de la revolución y haber levantado ejércitos, fabricado
armas, cañones, acuñado monedas, nombrado jefes y oficiales, dirigido
manifiestos a la nación y enviado a los Estados Unidos a Ortiz de Letona
como agente diplomático, y valientemente expresó que las ejecuciones
de Valladolid y Guadalajara no habían tenido otro motivo que su con-
descendencia con los deseos de los indios y de la canalla.2 Defendió el
derecho que tuvo para convertirse en juez del rey y de las ventajas que

1
El padre Cuevas ha probado que un sacerdote católico bien puede, en determinadas circunstancias, tomar parte en una
revolución cuando se trate de defender los intereses de la patria. Entonces no es ilícito empuñar las armas. Absuelve a
Hidalgo del cargo que le hacen los que él llama “aúlicos de sotana”.
2
Hidalgo manifestó que el número de ejecutados en Guadalajara era como de 350. Alamán dice que 1 000. Bustamante más
de 700. El ingenuo señor Zárate en México a través de los siglos, manifiesta: “Pero el mayor o menor número de víctimas no
cambia la enormidad del atentado, ni desvanece siquiera en el segundo caso la mancha de sangre que cayó en esas noches
nefandas sobre la bandera de la patria. Fue buena, noble y santa la causa de la Independencia y no necesitaba para su victoria
crímenes que no podemos disimular y defender”. ¡El candor de nuestros liberales del pasado nos obliga a recordar, a falta
de otra cosa mejor, una precisa definición de Hegel: lo que es racional es real y lo que es real es necesario! La historia no es
una lucha entre el bien y el mal, ni entre los buenos y los malos. ¡Es otra cosa muy diferente!

167
G ustavo G. V elázquez

ofrecería la independencia; pero negó haber utilizado el púlpito o con-


fesionario para propagar sus ideas políticas. Por respeto al ministerio
sacerdotal de que estaba investido, manifestó no haber vuelto a decir
misa ni a ejercer ninguno de los actos del sacerdocio por considerarse
inhábil. Negó haber tenido contacto con Bonaparte y por consiguiente
no haber sido nunca agente de ninguna potencia extranjera, como fre-
cuentemente se ha dicho después de los revolucionarios mexicanos.
Se ha dicho que Hidalgo se retractó de toda su conducta anterior
condenando su participación en la lucha de Independencia. El padre
Cuevas, al que suponemos investido de autoridad en cierto sector de
la opinión pública que juzga mal los actos de Hidalgo, ha dicho:

El peor enemigo del Cura Hidalgo serían las propias retractaciones que
se dice haber hecho estando en capilla ¿quién ha visto el original de esas
retractaciones? Estamos todavía en el terreno de las copias y en las co-
pias caben muchas interpelaciones. El documento consta de dos partes,
o mejor dicho, versa de dos materias: los pecados y ofensas de Dios N.
S. que Hidalgo había emitido durante toda su vida, y en este sentido sí
creemos que su arrepentimiento fue sincero y que murió como buen ca-
tólico, apostólico, romano, con derecho a una cruz sobre su tumba y a
un asiento en el cielo… Pero que la pieza documental, tal como aparece
esa obra de Hidalgo, en la parte que se refiere a la Independencia, no
creemos que sea aceptable ni por el estilo, que no era el suyo y diferente
de la primera parte, ni por las circunstancias extrínsecas que en aque-
llos momentos le rodearon.3

Por otra parte el canónigo doctor José de San Martín, contemporáneo


de Hidalgo y muy al tanto de lo que se había hecho para hacer verosímil la
supuesta retractación de Hidalgo, asienta estas palabras: “Estas retractacio-
nes hechas en artículo de muerte han sido uno de los embustes de los ga-
chupines para dar crédito a su partido. Han fingido muchas veces y puesto
en boca de nuestros héroes declamaciones y protestas de arrepentimiento,
que jamás han sido capaces de concebir”. “La que se atribuye a Hidalgo se
sabe cuál es la oficina en que se forjó”. “El comandante Salcedo hizo que se

3
Las minucias que relatan los autores sobre los últimos instantes de Hidalgo son bien conocidas; por eso las omitimos.

168
Hidalgo Nueva vida del héroe

imprimiera a nombre de su compadre el magistral de Durango, don José de


Iturribarría, como testigo ocular, cuando este canónigo Iturribarría estaba
a cuarenta leguas del lugar en que murió nuestro primer Jefe”.4
No obstante lo anterior, se hizo aparecer en aquel entonces que el
18 de mayo de 1811 Hidalgo firmaba un manifiesto, ratificado después
según se decía, ante la presencia del canónigo lectoral de Durango y
del bachiller Mariano Urrutia, pidiendo a los insurgentes volvieran a la
obediencia del rey. ¡Cuántas veces los descendientes de los realistas,
en años posteriores, han vuelto a recurrir a la falsificación de docu-
mentos para enlodar la memoria de los patriotas!
Hidalgo demostró, antes de morir, ser un católico ferviente y un
sacerdote culto, pues el alegato que envió a la Inquisición rechazando
los cargos de apostasía y de herejía que se le hicieron, comprueban
que estaba muy enterado de la teología, de las doctrinas bíblicas, del
derecho canónico y de la historia eclesiástica. No era un cura ignorante,
como lo afirmaron después sus detractores. Negó haber despreciado los
grados universitarios; pero manifestó haber dicho “que si en México se
hicieran los actos literarios como en la Sorbona, por lo menos habrían
menos doctores”.
Hidalgo, como reiteradamente lo hemos repetido y como se despren-
de de su propia actuación, nunca dejó de ser católico ni hubo ne­cesidad
de que se apartara de su religión; pero demostró que no hay incompa-
tibilidad en ser un consecuente defensor del pueblo, un revolucionario
y un creyente sincero, pues no negaba sus intenciones respecto a la
independencia de la nación. Afirmó y probó haber entendido la diferen-
cia de su doble carácter enseñando con el ejemplo la separación de la
Iglesia de los problemas políticos por eso manifestó “no haber predicado
jamás error alguno contra la fe, ni faltado en cosa alguna a esta virtud”.
En los últimos tiempos el padre don Mariano Cuevas, de la Compañía de
Jesús, ha demostrado la falta de justificación con que obró el Tribunal
de la Santa Inquisición que así se hizo reo de haber condenado a un
hombre religioso por el único delito de pretender, con toda su sangre y
con toda su vida, la dicha y la felicidad de los mexicanos.
4
Juan Hernández y Dávalos, Colección de documentos, t. IV, núm. 531, p. 403.

169
G ustavo G. V elázquez

De acuerdo con lo que disponía la Ley de Partidas número 10,


título 23, de la recopilación de Castilla, se sugería que arrastraran a
Hidalgo, “lo ahorcaran y que se le hiciera todo lo que a un traidor al
rey se debería hacer”. El feroz Nemesio Salcedo sugería piadosamente:
“en cuanto al género de muerte a que se le haya de destinar… estoy
convencido de que la más afrentosa que pudiera escojitarse, aún no
satisfaría competentemente la venganza pública: que él es delincuente
atrocísimo, que asombran sus enormes maldades; y que es difícil que
nazca monstruo igual a él”. El licenciado Bracho pedía se le hiciera
cuartos atándolo a potros para que, despedazado su cuerpo, expiara
los crímenes cometidos.5
Para que se cumplieran los deseos cristianos del católico Nemesio
Salcedo, el 29 de julio de 1811, Hidalgo se arrodillaba ante el canónigo
doctor Valentín Fernández de Durango para ser degradado y para que
se le quitara la dignidad sacerdotal, de acuerdo con el conmovedor
ritual de la Iglesia. Se dice que Morelos lloró cuando le raían las manos
y la coronilla a fin de quitarle la potestad que con las órdenes sacer-
dotales le habían conferido; Hidalgo en cambio, permaneció sereno.
Tal vez pensaba como Galileo: a pesar de todo se mueve. A pesar de
tanta befa y de tanta humillación la patria estaba en pie y lograría la
libertad y la independencia por la que había dado aquel cura humilde
y excelso todo cuanto tenía.
Sólo quienes hayan entrevisto cuánto amaba la vida, con todos sus
atributos, podrán comprender cuán grande era el heroísmo de aquel
hombre que ahora podría marchar al paredón y recibir las balas que
harían inmortales su recuerdo y su memoria.
Cuando alguno describe la muerte de Hidalgo o cuando se repiten
todos los detalles que la rodearon, necesariamente se anublan los ojos
considerando que aquel hombre anciano, alegre, vivaz, estudioso y ena-
morado de la vida, entregaba todo cuanto tenía en aras de la dicha y feli-
cidad futura de los mexicanos.
Hidalgo salió al patíbulo, dicen los historiadores, con paso firme,
con la misma entereza que demostró cuando estaba en capilla, y como
5
Op. cit., t. II, p. 88.

170
Hidalgo Nueva vida del héroe

no tuvo noticia de que se había dado orden de que no se le tirara a la


cabeza, temiendo padecer mucho al tiempo de salir, poniéndose la
mano sobre el corazón, les dijo a los soldados: “Aquí hijitos, mi ma-
no os servirá de blanco”.
“Parecía que no se le llevaba al fin de su vida”, dice el teniente Ar-
mendáriz que mandó el pelotón de ejecución, admirando la entereza
con que hablaba.
A las siete de la mañana del martes 30 de julio de 1811, en medio
del mayor silencio, sólo turbado por el rozar de los pies de los soldados
del pelotón de ejecución, fue llevado Hidalgo, el padre de nuestra patria
mexicana, al banquillo en que habría de sentarse para esperar las balas
sobre su cuerpo.
Sobre el muro derecho del hospital en donde había estado preso recar-
gó su espalda, sentado en el banquillo al que fue atado con dos portafusiles
y con una venda en los ojos contra el palo, teniendo el crucifijo en ambas
manos y la cara al frente de la tropa “que distaba de dos pasos a tres de
fondo y a cuatro de frente”, con arreglo a lo que previno el teniente Armen-
dáriz, cuyo relato seguimos.

Se le hizo fuego. Tres de las balas de la primera descarga le dieron en el


vientre y una en el brazo que le quebró, el dolor lo hizo torcerse un poco
el cuerpo por lo que se le safó la venda de la cabeza y nos clavó aquellos
hermosos ojos que tenía. Se hizo descargar la segunda fila, que le dio
toda en el vientre, estando prevenidos que le apuntasen en el corazón:
poco extremo hizo, si se le rodaron dos lágrimas muy gruesas; aún se
mantenía sin siquiera desmerecer en nada aquella hermosa vista por lo
que le hizo fuego la tercera fila, que volvió a errar no sacando más fruto
que haberle hecho pedazos el vientre y la espalda, quizá sería porque
los soldados temblaban como unos azogados; en este caso tan apretado
y lastimoso, hice que dos soldados le dispararan poniendo la boca de los
cañones sobre el corazón, y fue con lo que consiguió el fin.

Pero los ojos verdes del padre Hidalgo, del Padre de la Patria, no se ha-
bían cerrado a la noche de México. Avizoraban el porvenir y su hermoso
rostro iba a alumbrar muchas noches oscuras de los mexicanos, princi-
palmente de los siervos de la tierra y de los indios a quienes ha envuelto

171
G ustavo G. V elázquez

su voz amorosa y dulce en la tibia palabra de sus “hijos”, de sus “amados


americanos”, de sus “hijitos”.
Aún los huesos descarnados del padre Hidalgo, cortada la cabeza de
su tronco, parece que repiten una voz, una esperanza, una profecía que
otro hombre iluminado de otro pueblo distante al nuestro repitió en el
cadalso: “He vivido por la alegría; por la alegría he ido al combate. Por la
alegría muero. ¡Que no asocie, jamás mi nombre a la tristeza!”.6
¡Padre Hidalgo: en la sonrisa de los indios, cuando florezca; en las
voces de los niños cuando digan tu nombre; en el esfuerzo de la nación
que lucha por hacerse hogar magnífico de cuantos en ella hemos vivido,
sufrido y esperado; en los sueños gloriosos de los muchachos y mucha-
chas de México; en el ruido de las máquinas que edificarán algún día la
dicha y en el silencioso germinar de las semillas, que han de dar a tus
hijos pan y dicha, estará tu nombre que no puede perderse, porque tú
eres el ejemplo de quienes luchan por la vida, por la dicha, por el pan y
por la independencia de tus hijos los mexicanos!

6
Reportaje al pie de la horca. Julius Fucick.(Periodista Checo fusilado por los nazis en Praga en 1943).

172
CAPÍTULO XIX

Reflexiones finales
E l oro y la plata que encontraron los españoles en América (en lugar
de las especies que buscaban), los cuales fueron su fuerza principal por
varios siglos, acabaron, por fin, de corroer las entrañas del régimen feu-
dal europeo al sustituir las relaciones naturales por las relaciones del
dinero. El oro, símbolo del nacimiento de la burguesía mercantil, pro-
vocó un cambio tan asombroso que Shakespeare pudo decir:

Comenzó el reino del dinero contante


Un puñado de oro bastaría,
Para hacer que lo negro fuera blanco
Bello lo horrible, lo perverso justo
Noble lo infame; alto lo bajo.
Lo cobarde valiente, lo caduco joven…
Sí, este enclavo amarillo… del leproso
Hace amable el blancor…
Timón de Atenas

España, que extraía anualmente de las minas de América cuaren-


ta y cinco millones quinientos mil pesos, no pudo ni supo conservar
esa riqueza. El lujo de sus clases privilegiadas (nobleza y alto clero)
se sostenía principalmente con el derroche de inmensas cantidades
del oro y la plata extraídos de las minas.1 No tenía España necesidad
de promover el progreso de sus industrias artesanales, pues contaba

1
Humboldt expresa que de la cantidad de 45 500 000 pesos, 27 500 000 iban a dar a Asia por el comercio con Levante, por
el Cabo de Buena Esperanza y por Kamchatka y Toblosk. Solamente 18 000 000 de oro y plata de América quedaban en
Europa. De esta cantidad deberían descontarse el oro y la plata que se perdían en las refundiciones y en la extraordinaria
subdivisión de la joyería, así como la que se empleaba en vajilla, galones y dorados. Necker creyó haber calculado antes de
1789 en 4 000 000 de pesos lo que se empleaba anualmente en plata labrada, galones y tejidos bordados fabricados en Francia.
En contraste con lo anterior las minas de Europa y Siberia sólo producían cerca de 4 000 000 de pesos anualmente.

175
G ustavo G. V elázquez

con el oro suficiente para comprar cuanto le hacía falta. Inglaterra, sin
colonias donde proveerse de metales preciosos, desarrolló un comer-
cio de los paños de lana. La demanda de estos paños obligó a los te-
rratenientes a extender las praderas a costa de las tierras dedicadas
al cultivo de productos alimenticios, apareciendo así las “cercas” que
perjudicaban a los labradores pobres, para quienes el antiguo sistema
de campo abierto era una cosa indispensable. La necesidad de criar
ovejas para producir lana, indispensable para la manufactura de paños,
llevó a los lores a obtener del parlamento una reforma agraria que sirvió
para despojar a los campesinos de las mejores tierras, dándoles en cam-
bio tierras malas e impropias para la cría de ovejas.
Al mismo tiempo la afluencia del dinero en las ciudades aumentó
la demanda de productos agrícolas y los lores pudieron ocupar a los
antiguos campesinos individuales, despojados de las tierras, en calidad
de peones. El campesinado se dirigió a las ciudades para convertirse
en mano de obra barata para la naciente industria. La aglomeración
de campesinos sin tierra en las ciudades inglesas aumentó a su vez el
mercado interior de las manufacturas, lo que permitió un aumento de
producción y una capitalización mayor pues el dinero adquirido se que-
daba dentro de la propia Inglaterra. El ascenso industrial inglés vino
porque fue posible disponer de un buen mercado interior y por tener
abundante mano de obra. Sin embargo, como la demanda era mayor
que la producción de la industria artesanal y el comercio (principal-
mente de telas, pues proporcionaba buenas utilidades), pronto el inglés
Kay inventó la lanzadera volante para aumentar el rendimiento de los
telares. Los inventos en la industria textil y el avance en la técnica de
la producción barata de artículos manufacturados (lo que agregado al
hecho de disponer de una flota mercante numerosa) la convirtió en la
nación proveedora de mercancías. De esta manera pudo acumular oro
y plata que, a causa del monopolio que España tenía establecido en las
colonias, era necesario adquirir por el comercio de contrabando, no sin
que éste se convirtiera con mucha frecuencia en piratería.
El crecimiento de otras naciones europeas como Holanda y Fran-
cia produjo efectos desastrosos en el poderío español que al finalizar

176
Hidalgo Nueva vida del héroe

el siglo XVI, en 1588, entró en franca decadencia por la derrota de la


Armada Invencible.
Al progresar Inglaterra y otros países, por el comercio y el desarro-
llo industrial, aparecieron en el mundo ciertas ideas que provenían de
las clases que se iban haciendo poderosas, que ya no eran los señores
feudales, sino burgueses. Así nació el libro de Juan Bautista Say, La ri­
queza de las naciones, que defiende, entre otras ideas, el libre cambio
y la supresión de los monopolios que ahogaban o limitaban la expansión
comercial de Inglaterra.
En Francia aparecieron también los más brillantes ideólogos de
la nueva clase social llamada burguesía, reclamando un acercamiento
con Inglaterra y la adopción de medidas de orden político que hicieran
parecido el gobierno de Francia al de Inglaterra. Montesquieu, en El
espíritu de las leyes, pensaba que la libertad política era conveniente;
pero que únicamente podría lograrse cuando el poder del monarca se
restringiera tal como se había hecho en Inglaterra, después de la caída
de Jacobo II y bajo el reino de Guillermo de Orange. Montesquieu pro-
pugnaba la separación de los poderes en legislativo, ejecutivo y judicial.
Voltaire, otro ideólogo de la clase social nueva, como Montesquieu, no
era partidario de que las clases inferiores fueran tomadas en cuenta pa-
ra gobernar, porque siempre la masa se muestra burda y torpe, “bueyes
que no tienen necesidad del yugo, de gañán y de qué comer”.
Juan Jacobo Rosseau predicaba la igualdad original de los hombres
y se mostraba partidario de las masas populares. Dos sacerdotes, el
padre Moulier y el padre Morelly, se muestran partidarios de la igual-
dad de los hombres que deben poseer en común todos los bienes y las
riquezas de las tierras. Todos los habitantes de la ciudad o de la parro-
quia deben formar una sola familia, deben vivir juntos usufructuando
los mismos víveres, tener buenos vestidos, habitación, todo conve-
nientemente igual. Morelly proponía la desaparición de la propiedad
privada y el sostenimiento de modo equitativo y que el trabajo de los
ciudadanos sea socialmente útil. La Enciclopedia de las ciencias, ar­
tes y oficios, a la cabeza de la cual se pusieron Diderot, D’Alembert,
Holbach, Helvetius y otros, se propuso popularizar las nuevas ideas.

177
G ustavo G. V elázquez

Junto con las ideas científicas de la enciclopedia difundió críticas a los


defectos del régimen feudal.
De la misma manera que se hacía el comercio con España, celosa
y encerrada en su fortaleza insular y cuidando a sus colonias como a
vírgenes que los malvados quisieran violar, así también se hacía el con-
trabando, de ideas y de cultura. Miles de libros venían a Nueva España
de contrabando como antes ya dijimos; pero aún sin eso, la reflexión y
los conocimientos de los sabios de la antigüedad como Aristóteles, Hei-
necio, Grocio y Pufendorff llevaban a los intelectuales a meditaciones
importantes sobre el origen de la autoridad, como las que conocemos
del padre Francisco Javier Alegre de la compañía de Jesús y otros que
escribieron sobre este tema.
Signo de los tiempos nuevos y del crecimiento económico del mundo
fueron la aparición de la República Democrática de los Estados Unidos
de Norteamérica y la Revolución Francesa, que provocaron en la inte-
lectualidad, principalmente en la que había estudiado teología, una gran
inquietud por el examen de los viejos principios que comenzaban a reci-
bir embates muy graves. La inquietud por averiguar la esencia del mal,
como se dijo, los llevaba a entrar en discusión de los principios supues-
tamente eternos de la religión. Esta discusión era el germen de la crítica
de lo terrenal. “La crítica del cielo se trocó en la crítica de la tierra y la
crítica de la religión en la crítica del derecho y la crítica de la teología en
la crítica de la política”. Este fue el camino de don Miguel Hidalgo.
Se ha dicho que el resentimiento personal, el odio, movió a los in-
surgentes a rebelarse contra el poder del monarca español, pero lo que
acontece es que se toma el efecto por la causa. Tal sucede al insigne don
Francisco Bulnes cuando señala el odio de los de abajo contra los de
arriba como el motor de nuestros principales hechos históricos. Es que
el hombre aspira a tener lo que le falta o a conservar lo que tiene; en la
lucha por sus ideales encuentra obstáculos de toda índole y el afán para
que desaparezcan lo llena de energía y desesperación, y aun de odio
cuando tiene gran urgencia de satisfacer sus aspiraciones. El odio en
las masas de campesinos indígenas, mestizos y criollos que siguieron a
Hidalgo, era el efecto; pero no la causa de su lucha.

178
Hidalgo Nueva vida del héroe

El lujo de las clases privilegiadas del Virreinato era, por otra parte,
un estímulo en los de abajo para desear lo que les hacía falta y luchar
por ello, ya que siendo todos hijos del mismo Dios, sólo por nacer en la
península unos lo tenían todo. El privilegio de la minoría exacerbaba
las aspiraciones que todo ser humano tiene para vestir, comer y des-
cansar. La lucha por la independencia nacional era un medio para lograr
la satisfacción de todos los que por una u otra causa están insatisfechos.
Los insatisfechos, siendo la mayoría, para obtener el disfrute común de
las riquezas de su territorio deberían unirse y asociarse a fin de vencer a
los privilegiados, que siendo la minoría, necesitaban recurrir al engaño
y utilizar la religión como instrumento de dominación política. Por eso
Hidalgo decía: son católicos por política; pero su dios es el dinero.
El resentimiento nacional nació de la agudización de las contradiccio-
nes sociales dentro del régimen feudal y colonial; de la insatisfacción y
de la generalización de la tiranía sobre la mayoría de los que vivían en
el territorio común de Nueva España, que se iba formando como una
comunidad peculiar, rompió las ataduras. En el camino que el pue-
blo recorría se encontró con dos clases de hombres: aquellos a quienes
nada importaba la comunidad social naciente y otros en quienes este
sentimiento era exaltado. Estos fueron, particularmente los intelec-
tuales, casi todos miembros del clero mediano y pobre. Hidalgo fue el
más esclarecido de los hombres de Nueva España, cuyo sentimiento
nacional lo llevó a promover, con otros, la primera radical transforma-
ción que hubo en nuestro país. Sin embargo, conociendo a Voltaire lo
superaba en el amor a las masas inferiores sin las cuales no quiso andar
ni un solo tramo del camino que recorrió.
Fue, pues, Hidalgo hijo de su tiempo; pero también del tiempo que
habrá de venir. En su amor al pueblo, a las clases inferiores, tuvo mu-
chos antepasados; no sólo en el mundo sino a una Nueva España. Ellos
fueron Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, fray Margil de Jesús
y algunos misioneros; con su vida y su muerte demostró que la Iglesia
en México era una institución que como tal estaba al servicio de los
privilegiados del Virreinato y de la monarquía española, pues de otra
manera los organismos superiores de ella no lo hubieran condenado y

179
G ustavo G. V elázquez

perseguido, sino apoyado y elevado. Él descorrió el velo de la realidad y


enseñó que había en la Iglesia intereses terrenales, puesto que muchos
de sus hombres, con el pretexto de defender a Dios y de servir a la
religión, servían a los opresores.
Siendo la religión una interpretación del mundo material, hubo
quienes pretendieron usar el poder religioso para el bien del pueblo
mexicano y otros que lo usaron para defender el privilegio y mantener
el atraso y la miseria de la gran mayoría. Hidalgo utilizó su carácter
sacerdotal para mejor servir al pueblo. Podría decirse que fue, como
pocos, por encima de las condenaciones, injurias y anatemas que se
lanzaron, plenamente sacerdote.
Alamán, conservador, “industrial con mentalidad feudal”, como
lo ha llamado alguno de sus biógrafos, se identifica con el doctor
José María Luis Mora y con Lorenzo de Zavala en su menosprecio
aristocrático para Hidalgo. Hoy sobreviven enemigos del Padre de la
Patria con las características de aquellos historiadores y sociólogos
mexicanos. Hidalgo sigue levantando tormentas. Las levantará más
en la medida que nuestro país luche y se esfuerce por consolidar su
independencia y por convertirse en una nación moderna.
La bandera de Hidalgo, independencia nacional y buen gobierno, si-
gue siendo una bandera actual para los mexicanos. El método, la táctica
para conquistar ambas cosas, es el mismo aconsejado por el padre Hi-
dalgo: unión de todos los mexicanos, sin que ninguno utilice la religión
como arma política para mantener el atraso del país.

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193
ÍNDICE

R
P R E S E N TA C I Ó N
9

CAPÍTULO I
El mundo en que nació el héroe
13

CAPÍTULO II
La enseñanza de los jesuitas
21

CAPÍTULO III
Iglesia o mar o casa real
29

CAPÍTULO IV
Maduración intelectual
37

CAPÍTULO V
El magisterio de Hidalgo
45

CAPÍTULO VI
Cura de aldea
53
CAPÍTULO VII
El crisol de la persecución
61

CAPÍTULO VIII
La parroquia de Dolores
69

CAPÍTULO IX
Una estrategia y una táctica
77

CAPÍTULO X
En los preludios de la Independencia
85

CAPÍTULO XI
El grito de la Independencia
91

CAPÍTULO XII
Del pueblo de Dolores a Guanajuato
101

CAPÍTULO XIII
De Valladolid a Toluca
111
CAPÍTULO XIV
El Monte de las Cruces y regreso al Bajío
121

CAPÍTULO XV
La supresión de la esclavitud y la reforma agraria
129

CAPÍTULO XVI
Allende contra Hidalgo
139

CAPÍTULO XVII
Camino a la derrota
147

CAPÍTULO XVIII
Muerte del héroe
155

CAPÍTULO XIX
Reflexiones finales
163

BIBLIOGRAFÍA
171
R
Hidalgo . Nueva vida del héroe, de Gus-
tavo G. Velázquez, se terminó de impri-
mir en el mes de noviembre de 2007.
La edición consta de tres mil ejem-
plares y estuvo al cuidado de María
del Carmen Rivero Quinto, Ernesto
Jiménez Hernández y Nora Cecilia
Pérez Ramírez. Concepto editorial:
Erika Lucero Estrada y Hugo Ortíz.

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