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E L L E CTO R DECADENTE

BAUDELAIRE, GAUTIER, DUCASSE, BARBEY,


RICHEPIN, VILLIERS DE L’ISLE-ADAM, HUYSMANS,
MORÉAS, SCHWOB, LOUŸS, BLOY, MALLARMÉ,
MIRBEAU, LORRAIN, LANSDOWN, STENBOCK,
BEERBOHM, WILDE, BEARDSLEY, CROWLEY

SELECCIÓN Y PREFACIOS:
JAIME ROSAL Y JACOBO SIRUELA

ATA L A N TA
ARS BREVIS

ATA L A N TA

116
Aubrey Beardsley, Sin título, 1896
EL LECTOR DECADENTE
BAUDELAIRE, GAUTIER,
DUCASSE, BARBEY, RICHEPIN,
VILLIERS DE L’ISLE-ADAM, HUYSMANS,
MORÉAS, SCHWOB, LOUŸS, BLOY,
MALLARMÉ, MIRBEAU, LORRAIN,
LANSDOWN, STENBOCK, BEERBOHM,
WILDE, BEARDSLEY,
CROWLEY

SELECCIÓN Y PREFACIOS:
JAIME ROSAL Y
JACOBO SIRUELA

ATA L A N TA
2017
En cubierta: Invitación a fumar, 1895, Aubrey Beardsley
En guardas: Cinesias suplica y Lisístrata se defiende, 1896;
Los asesinatos de la calle Morgue y La máscara de
la muerte roja, 1894, Aubrey Beardsley

Dirección y diseño: Jacobo Siruela

«Esta obra ha recibido una ayuda a la edición


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© De la traducción de Salomé, de Pere Gimferrer, cedida por


Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
© De la traducción de La felicidad en el crimen, de Angela Selke
y Antonio Barbudo, cedida por Sexto Piso
© De la traducción de El club de los hachisinos,
de Julia Alquézar, cedida por la editorial Sd. Edicions
© EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España
Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34
atalantaweb.com

ISBN: 978-84-947297-1-3
Depósito Legal: GI 1242-2017
Índice

FRANCIA

Prefacio
13

Charles Baudelaire
Pequeños poemas en prosa (1862)
23

Théophile Gautier
El club de los hachisinos (1863)
31

Isidore Ducasse
Los cantos de Maldoror, I (1869)
59

Jules Barbey d’Aurevilly


La felicidad en el crimen (1874)
103

Jean Richepin
La húmeda paja de la mazmorra (1876)
Un emperador (1877)
167

Villiers de L’Isle-Adam
El convidado de las últimas fiestas (1883)
177
Joris-Karl Huysmans
A contrapelo, II y IV (1884)
207

Jean Moréas
El lebrel (1886)
235

Marcel Schwob
Lucrecio, poeta (1892)
243

Pierre Louÿs
Elegías en Mitilene (1894)
253

Léon Bloy
La religión del señor Pleur (1895)
287

Stéphane Mallarmé
Divagaciones (1897)
299

Octave Mirbeau
El Jardín de los Suplicios, 2, V y VI (1899)
311

Jean Lorrain
Los agujeros de la máscara (1900)
357
INGLATERRA

Prefacio
371

William Beckford
Henry Venn Lansdown – Fragmentos de
Memorias del difunto William Beckford de Fonthill,
Wilts, y Lansdown, Bath (1893)
377

Conde Eric Stanislaus de Stenbock


Viola de amor (1894)
393

Max Beerbohm
En defensa de la cosmética (1894)
407

Oscar Wilde
Prefacio de El retrato de Dorian Gray (1891)
Salomé (1894)
Aforismos y filosofías de utilidad para
los jóvenes (1894)
433

Aubrey Beardsley
La historia de Venus y Tannhäuser (1896)
515

Aleister Crowley
Absenta: La Diosa Verde (1918)
571
Odilon Redon, Cabeza de mártir en una copa, 1877
El lector decadente

Francia
Odilon Redon, El aliento guía a las criaturas vivientes, 1882
Prefacio

Jaime Rosal

El movimiento decadentista hunde sus raíces en una Fran-


cia convulsa y presa de la decepción a finales del siglo xix.
Tras la derrota del ejército francés en la batalla de Sedán
durante la guerra franco-prusiana (1870-1871), que propició
la caída de Napoleón III y la proclamación de la Tercera
República –momento en el que se produjo la breve insurrec-
ción de la Comuna de París–, el país desemboca en el estan-
camiento económico que trajo consigo el nacimiento de la
economía capitalista, que preconizaba el enriquecimiento de
la burguesía en aras de una mejora en la condición moral y
material de Francia, pero en detrimento de la recién nacida
clase proletaria. Surge entonces en lo social un sentimiento
de frustración moral que afecta a todos los ámbitos de la
nación francesa y que se refleja especialmente en la litera-
tura fin de siècle –término que en particular se ha venido
aplicando al final del diecinueve francés–, donde irrumpe
con voz propia. Se trata del decadentismo, epíteto peyo-
rativo acuñado por la crítica académica para desautorizar
a aquellos escritores dispuestos a romper con la tradición

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del naturalismo. Sin embargo, sus miembros lo adoptan sin
reservas, más bien con cierto orgullo, el de saberse conside-
rados diferentes a los naturalistas, cuyo imperio comenzaba
a declinar.
Al respecto cabe destacar que en 1886 Anatole Baju fun-
da el periódico Le Décadent littéraire et artistique –llamado
simplemente Le Décadent a partir de 1889–. Sobre la elec-
ción de la cabecera de la publicación, Baju puntualiza en su
ensayo L’École décadente (1887):

Era un verdadero contrasentido, que nos vino impuesto.


Por ello lo adoptamos. Hacía un tiempo que los cronistas pa-
risinos, en particular Félicien Champsaur, motejaban a los es-
critores de esta nueva escuela como decadentes. Para evitar el
mal propósito que esta palabra poco afortunada podía generar
en nuestra estima, preferimos tomarla como bandera.

El propio Baju, junto a Luc Vajarnet, redactor jefe de Le


Décadent, en el editorial del primer número, titulado «Aux
Lecteurs!» (10 de abril de 1886), deja bien claro cuáles son
los propósitos de la publicación:

Disimular el estado de decadencia al que hemos llegado


sería el colmo de la insensatez.
Religión, costumbres, justicia, todo se desmorona, o mejor:
todo sufre una transformación ineludible.
La sociedad se descompone bajo la acción corrosiva de una
cultura delicuescente.
El hombre moderno está hastiado.
Refinamiento de apetitos, de sensaciones, de gustos, de
lujos, de placeres; neurosis, histeria, hipnotismo, morfinoma-
nía, charlatanería científica, schopenhauerismo a ultranza: tales
son los patrones de la evolución social.

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Sobre todo es en la lengua donde se manifiestan los prime-
ros síntomas.
A necesidades nuevas corresponden ideas nuevas, infini-
tamente sutiles y matizadas, y la necesidad de crear palabras
inéditas para expresar tal complejidad de afectos y sensaciones
fisiológicas.
Solamente nos ocuparemos de este proceso desde el punto
de vista de la literatura.
La decadencia política nos deja fríos.
Por lo demás, ésta avanza en su propio tren movido por esa
secta de políticos cuya aparición sintomática era inevitable en
estas horas exangües.
Nos abstendremos de la política como de una cosa ideal-
mente infecta y abyectamente despreciable.
El arte no tiene partido; de hecho, es el único punto de
integración de todas las opiniones.
Es el arte del que vamos a ocuparnos; lo seguiremos en
todas sus fluctuaciones.
Dedicamos esta publicación a las innovaciones venenosas,
a las audacias estupefacientes, a las incoherencias, a las treinta
y seis atmósferas en el límite más comprometido de su com-
patibilidad con las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el
nombre de moral pública.
Seremos las divas de una literatura prototípica, precurso-
res del transformismo latente que carcome los estratos super-
puestos del clasicismo, del romanticismo, del naturalismo; en
una palabra, seremos los profetas clamando por siempre el
credo elixirizado, el verbo quintaesenciado del decadentismo
triunfante.

Respecto a la necesidad de crear palabras nuevas, Paul


Bourget va más lejos al afirmar: «Un estilo decadentista es
aquel en que la unidad de la obra se descompone y deja lugar

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a la autonomía de la página, la página a la autonomía de la
frase y la frase a la autonomía de la palabra». Paul Valéry, en
una carta dirigida a Pierre Louÿs en 1890, precisa: «Deca-
dente para mí quiere decir artista ultrarrefinado, protegido
por una lengua sana contra el asalto de la vulgaridad, aún
virgen de los besos del profesor de literatura, gloriosa en el
desprecio al periodista, pero elaborada para uno mismo y
algunas decenas de amigos».
Si en el origen de los movimientos literarios anteriores
a la belle époque –romanticismo, realismo y naturalismo–
hallamos una necesidad histórico-cultural de ruptura, el
decadentismo eclosiona obedeciendo al impulso de cono-
cer el alma humana a través de sus extraños desvaríos. Esta
cuestión se pone de relieve sobre todo en el aspecto sexual,
donde, en busca exclusivamente del placer frente a la orto-
doxa propagación del género humano –en una época, sea
dicho de paso, en la que los medios de contracepción eran
prácticamente inexistentes–, se describen sin ambages toda
clase de ambigüedades y parafilias –un terreno escabroso
vedado hasta la fecha en el ámbito literario–, dando origen
a una sexualidad malsana que puede conducir incluso a la
muerte.
Sin embargo, no es ése el tema principal que abordan
los escritores decadentes; su afán común es despreciar la
sociedad burguesa, que a su juicio lastra la concepción del
arte, especialmente la literatura. En este sentido, adoptan
una postura nostálgica, vuelta hacia un pasado glorioso,
que, salvando las distancias, resulta similar a la adoptada
en España por la generación del 98; y aunque sus premisas
sean bien distintas, advertiremos en ambas una misma sen-
sación de pesimismo, que surge del drama de una sociedad
que se enfrenta a su declive, privada de cualquier esperanza
en el futuro, algo que ocurre siempre en el transcurso de la

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historia de las civilizaciones y cuyo epítome, para que nos
entendamos, bien pudiera ser el Imperio romano, como se-
ñalaría Joséphin Péladan en La Décadence latine. Mientras
que en la pintura surgen artistas de un raro talento, como
Odilon Redon, Gustave Moreau –frente a cuyos cuadros el
exquisito Des Esseintes, el protagonista de A contrapelo, de
Huysmans, puede pasar horas extasiado–, Charles Auguste
Mengin o el belga Félicien Rops, en la literatura son muchas
las voces que se suman a este movimiento.
En cuanto a su origen, debido tal vez a la diversa ads-
cripción de sus miembros a las diferentes estéticas que
coexistieron en Francia en el momento de su génesis, el de-
cadentismo, no sin cierta razón, se ha vinculado al parnasia-
nismo y al simbolismo. Bastará echar un vistazo a cualquier
enciclopedia para comprobar que la mayoría de los autores
incluidos en nuestra antología han sido indistintamente cali-
ficados como parnasianos o simbolistas, de modo que parece
como si los decadentistas se moviesen entre dos aguas. Nada
menos exacto. Como señaló Anatole Baju, «los decadentis-
tas son una cosa, los simbolistas son la sombra de esa cosa».
En el dominio de la estética, el decadentismo es una manera
de vivir y, como tal, abarca diversos aspectos que incluyen,
obviamente, la literatura.
Su irrupción se pone definitivamente de relieve con la
novela A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans, naturalista
y discípulo de Zola en sus inicios, que bien puede con-
siderarse el mejor ejemplo de la estética promulgada por
el decadentismo. En efecto, en el prólogo a la segunda edi-
ción de A contrapelo, publicada en 1904, veinte años des-
pués de la primera, Huysmans recuerda como durante un
paseo en Médan, en la finca de Zola, éste le acusó de atacar
el naturalismo:

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Una tarde, cuando dábamos un paseo los dos por el campo,
[Zola] se detuvo bruscamente y, mirándome con mucha serie-
dad, me echó en cara este libro diciéndome que con él asestaba
un golpe terrible al naturalismo, que me desviaba de la escuela,
que con semejante novela quemaba mis naves, que ningún tipo
de literatura era ya posible con este género que quedaba ago-
tado en un solo volumen, y en un tono de amistad, pues era
una excelente persona, me incitó a que volviera al camino ya
trazado y que me dedicara al estudio de las costumbres. [...]
Había muchas cosas que Zola no podía comprender: en pri-
mer lugar, esa necesidad que yo sentía de abrir las ventanas, de
escapar de un ambiente que me asfixiaba; luego, el deseo que
yo experimentaba de romper los límites de la novela, de hacer
entrar en ella el arte, la ciencia, y de no servirme de esta forma
literaria nada más que como marco para insertar en él trabajos
más serios.

Para comprender estos reproches, cabrá señalar que en


1880, a instancias de Zola, Huysmans había colaborado
con su relato «Con el petate a cuestas» en un volumen que,
bajo el epígrafe de Las veladas de Médan, reunía, junto a
Huysmans y al propio Zola, los nombres de Guy de Mau-
passant, Henry Céard, Léon Hennique y Paul Alexis. Vale
la pena recordar de paso que, con su narración «Bola de
sebo», Maupassant logró un clamoroso éxito (alcanzó las
diez ediciones), se consagró como un gran autor.
Volviendo a la novela de Huysmans, A contrapelo es
una suerte de manifiesto del decadentismo, o mejor dicho,
el manifiesto del decadentismo por excelencia. Su prota-
gonista, Jean Floressas des Esseintes, paradigma del dandi,
ocioso amante de las artes inspirado en la figura del poeta
Robert de Montesquiou-Fézensac, gran amigo de Marcel
Proust, se enfrenta al conformismo moral y a los prejuicios

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sociales mientras juzga la hipocresía de los valores de la li-
bertad y el progreso de sus días, que considera un simple
medio para la explotación de las clases humildes. El colec-
cionista Des Esseintes es un exquisito degustador de rarezas
que, sin embargo, no pierde de vista el pasado cultural de su
país para remontar el río de la cultura francesa en busca de
sus orígenes, en busca del placer objetivo primordial de su
existencia. Y en su búsqueda los principios de la moral bur-
guesa se subvierten –lo mismo le ocurre a Clara, la perversa
inglesa protagonista de El Jardín de los Suplicios, de Octave
Mirbeau, otra de las obras maestras del decadentismo, para
quien no rige ninguna norma ética.
Zola, uno de los padres del naturalismo, no podía conce-
bir otra forma de hacer literatura y se negó a aceptar que su
momento comenzaba a declinar, a pesar de que Huysmans le
reconocía los valiosos servicios prestados al arte, así como la
precisión de su estilo, que a su juicio permanecerían como
fundamentales en la literatura francesa. Habían surgido
otros escritores con ideas nuevas, herederos del romanti-
cismo y el parnasianismo, que, a través de sus creaciones,
volviendo la mirada hacia las culturas antiguas, se dejaban
llevar por el barroquismo dentro de un marco netamente in-
telectual en el que imperaban la perversidad y el pesimismo.
El decadentista era un escritor de vuelta de todo, carac-
terizado por una enfermiza sofisticación en lo artístico, el
equivalente al dandi en lo social, uno de cuyos modelos
será Oscar Wilde. Habría que añadir el elemento fantástico
aportado por Edgar Allan Poe y sus alucinantes creaciones,
producto de sus coqueteos con las drogas y su alcoholismo,
otro tema afín que los entronca con Baudelaire –uno de los
«poetas malditos» de Verlaine–, por cierto gran traductor y
defensor de Poe, cuya obra contribuyó a difundir entusiás-
ticamente en Francia. Convendría asimismo señalar que, en

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el prefacio de Las flores del mal, Théophile Gautier, refi-
riéndose a Baudelaire, su autor, nos advierte de que cuando
las civilizaciones alcanzan un punto de envejecimiento, un
punto de madurez, generan un «estilo decadente», algo en lo
que Huysmans insiste al referirse a la poesía latina después
del Imperio de Augusto.
Si Baudelaire anuncia la profunda unidad natural que
existe entre colores y sonidos bajo el prisma de la sineste-
sia, Rimbaud preconiza la alucinación que se alcanza a base
del desarreglo de los sentidos, franqueando el umbral de
los paraísos artificiales mediante el uso de estupefacientes.
Según este modelo, que a simple vista resulta de una ardua
complejidad, el escritor decadentista debe romper moldes,
huir de la retórica tradicional creando su propio lenguaje,
sin atenerse más que a la estricta belleza de los vocablos y
rehusando cualquier norma sintáctica. Esto confunde a los
no iniciados y se convierte en el reverso de la medalla de
los parnasianos, para quienes el ideal de «el arte por el arte»
era su primordial divisa.
Por otro lado, el decadentismo no puede definirse como
un movimiento literario propiamente dicho, sino más bien
como una forma de sentir, de ahí la ristra de autores que
pueden sumarse a sus filas, algunos de los cuales, como he
señalado, se hallan englobados a su vez entre los simbolistas
y los parnasianos. Poco importa mientras participen de ese
sentimiento de provocación, producto de su desconfianza en
el porvenir y de su fascinación por lo artificial, y renieguen
del naturalismo y de sus largas e incluso pesadas descripcio-
nes, que actúan como el árbol que no deja ver el bosque. Los
decadentistas arremeten contra la moral y las costumbres
burguesas, y se evaden de la realidad cotidiana buscando de
manera enfermiza el refinamiento entre lo oculto, lo que les
inclinará hacia el esoterismo e incluso hacia el satanismo.

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Soslayadas sus pretensiones de formar una escuela en el
sentido estricto del término, los decadentistas disfrutan de
una serie de rasgos comunes: la búsqueda de lo aristocrático,
lo pretencioso y lo oriental como epítome de lo exótico
–El Jardín de los Suplicios es una muestra excelente de ello–;
sus desmedidos empeños por alcanzar una estética alta-
mente refinada, enfermiza; su artificiosa originalidad, que
los aparta de los modelos clásicos, pues, a su entender, no es
posible continuar inspirándose indefinidamente en ellos; su
tremenda erudición, que se manifiesta en la descripción de
los más nimios detalles de las sensaciones experimentadas, y
la creación de un lenguaje de características propias gracias
al cual el artista logre transmitir al lector su voluntad rup-
turista. Este último rasgo resulta para la crítica institucional
una manifestación inequívoca de sus carencias en el dominio
de la lengua. Nada más falso: el escritor decadentista bucea
en el idioma para conseguir un sello propio que le distinga
de sus predecesores. Huysmans –sí, otra vez Huysmans–
será un buen ejemplo de ello.
Estas características comunes se hallan más o menos en
todos los autores reunidos en esta antología, que, por seguir
una pauta, hemos ordenado en atención a las fechas en que
se publicaron los fragmentos seleccionados. La proximidad
temporal resulta evidente, pues el decadentismo se desarrolló
en un breve intervalo, entre finales del siglo xix y principios
del xx, y la mayoría de sus miembros estuvieron, como se
verá, en mayor o menor medida relacionados.

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Ars brevis

Con la caída de Napoleón III en 1870, Francia vive sumida en un clima


de decepción, estancamiento económico y convulsión política. Este
sentimiento de frustración social, que afecta notablemente a la litera-
tura del llamado fin de siècle, cristalizó en un movimiento literario que
rompió con la tradición del naturalismo para continuar la senda abierta
por Baudelaire, primer impulsor de las ideas seminales modernas.
Aunque fueron llamados peyorativamente por la crítica de la época
los décadents, en realidad son los primeros escritores auténticamente
modernos, que se apartaron de los usos literarios del pasado. En 1890,
Paul Valéry los definió como unos artistas ultrarrefinados, de vocación
minoritaria, que se protegían «contra el asalto de la vulgaridad».
En efecto, tanto Théophile Gautier como Isidore Ducasse, Barbey
d’Aurevilly, Jean Richepin, Villiers de L’Isle-Adam, J.-K. Huysmans,
Jean Moréas, Marcel Schwob, Léon Bloy, Pierre Louÿs, Stéphane
Mallarmé, Jean Lorrain y Octave Mirbeau, cada uno a su manera, se
rebelaron contra las normas sociales burguesas, su vulgar utilitaris-
mo, hipocresía y rancia apetencia de realismo, para reafirmarse en
unas pautas estéticas nuevas, modernas.
Pero si fue París la urbe que inauguró y fecundó esta nueva sen-
sibilidad artística, Londres se sumaría a ella en la última década del
siglo xix, aunque William Beckford ya hubiese anticipado rasgos muy
similares a finales del xviii. Inspirados en la fórmula del art pour l’art,
florecieron nuevos modos de expresión artística, capitaneados por
Oscar Wilde –y seguidos muy de cerca por Max Beerbohm y Aubrey
Beardsley–, que desafiaron las convenciones del gusto y la moral
victorianas, y que tendrían su más perfecto colofón a principios del
siglo xx en el siempre desmesurado Aleister Crowley.

Prologada, seleccionada y anotada por Jaime Rosal y Jacobo Siruela,


esta antología presenta por primera vez en nuestra lengua una cui-
dada recopilación de textos –ilustrados por Odilon
Redon y Aubrey Beardsley– que harán las delicias
de todo buen lector «decadente».

www.atalantawe b .com

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