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CULTURA URBANA HISPANOAMERICANA Y SUS CONTACTOS CON LA EXPERIENCIA

PORTUGUESA EN BRASIL. MODELO Y HETERODOXIAS.


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Arq. Ramón Gutiérrez

1. Territorios infinitos

Cuando España “descubre” América en 1492, estaba recién reconquistando su propio territorio

después de más de ocho siglos de dominación islámica.

Esa España que había resuelto su propia “cruzada” interna contra los infieles, que aglutinará la

conciencia nacional y territorial en torno a la Corona de Castilla y Aragón, será la que de pronto verá abrirse

un inmenso escenario que culminará con Carlos V en el dominio de buena parte de Europa y en las inmensas

posesiones americanas zanjadas a partir de la distribución de Tordesillas.

Aun más: cuando Felipe II integra a Portugal a su reinado, se ensanchará el imperio con los

territorios ultramarinos bajo dominio lusitano.

El control, manejo y administración de este vastísimo universo, requirió ingentes inversiones en

comunicación, caminos, flotas, defensas y guarniciones que hicieran posible y sustentable la vigencia del

imperio en el que no se ponía el sol.

España debió replantear su mecanismo de organización y defensa en la circulación de los bienes

extraídos de América y naturalmente consolidó al Caribe como el escenario del conflicto, sobre todo a partir

de la conformación de una fortaleza flotante como la que estructuraba con los galeones de Indias.

En este esquema, se mantendría la escala de reaprovisionamiento de las Islas Canarias que

conformaba el puerto preciso para complementar tripulaciones y abastecimientos, pero a la vez, ello fue

cambiando el punto de referencia americano.

En efecto, desde el traslado de la ciudad de Santo Domingo a la otra margen del río Ozama realizado

en 1502 por Nicolás de Ovando, la isla Española había configurado el punto de referencia preciso con la

comunicación metropolitana. Allí se localizaría la Catedral Primada de América, Diego Colón erigiría su

Alcázar y la Torre del Homenaje dominaría el panorama de las murallas que ceñían la ciudad.

Sin embargo, la necesidad de articular un sistema de comunicación más ágil con los territorios
conquistados en la Nueva España a partir de 1520, la necesaria apertura hacia el sur con la conquista del Perú

en el despuntar del segundo tercio del siglo XVI, cambiaron el baricentro geopolítico puntual y privilegiaron

la conformación de una constelación de ciudades que recibirían y distribuirían riquezas y mercancías.

La conexión del istmo de Panamá que vertebró la fachada atlántica con la del Pacífico en un punto

más próximo que el austral estrecho de Magallanes, vino a consolidar al Caribe como el escenario propicio

para articular el nexo entre el continente y la metrópoli imperial.

La Habana, con su espaciosa bahía, asumiría las características de puesto de resguardo y

concentración de la Flota, mientras que el desarrollo de otros puertos fortificados en San Juan de Puerto Rico,

Santiago de Cuba, Cartagena de Indias (Colombia), Portobelo (Panamá) y Veracruz (México) definirían la

línea principal de defensa y concentración de la riqueza en la región caribeña.

La fragilidad del sistema fue evidente durante todo el siglo XVI y todo el XVII, épocas en que el

impulso del sistema de la piratería -organizado y potenciado por la corona inglesa, desde Sir Francis Drake

hasta Morgan- tendría a mal traer no solamente a los puertos americanos, sino también a los de la península,

como habría de suceder con Cádiz a fines del XVI.

La pérdida de islas claves como Jamaica, Tortuga, Barbados, Curazao, parte de Santo Domingo

(Haití) y finalmente Trinidad, evidenciaría el sostenido avance que en estos siglos llevarían adelante ingleses,

holandeses y franceses en la región.

El escenario del combate ya no era el de las potencias extranjeras que manejaban un conflicto a la

distancia, sino de dos sistemas de fortificación, de ataque y defensa, que tenían sus enclaves, guarniciones,

abastecimientos y refugios costeros en los archipiélagos antillanos.

Ha sido habitual considerar con una visión sesgada las operaciones militares y defensivas de las

fortificaciones como gestas unilaterales de la potencia o la obra que se estudian. Resulta sin embargo un

equívoco entender el escenario como un conjunto de construcciones, donde cada una de ellas no sólo se

articula en su propio sistema, sin entender que también responden a una presencia ofensiva del enemigo de -

por lo menos- similar envergadura.

Las fortificaciones portuarias trataban de resolver la capacidad de fuego de las flotas enemigas y, si

bien España juega un papel eminentemente defensivo ya que era quien quería mantener su status quo y

manejar libremente la riqueza generada en Indias, no faltarán expediciones “punitivas” de castigo a otras
“disuasorias” por intentos de recuperar puntos fuertes ya perdidos en el Caribe.

El problema se agravaba cuando la inmensidad de las costas territoriales de América ponía en

evidencia la imposibilidad de control global. La fachada del Pacífico era habitualmente golpeada por piratas

de diversas nacionalidades que saqueaban los empobrecidos establecimientos hispanos de la desértica costa

peruana, obligando a ingentes gastos para fortificar el Callao, Lima y Trujillo a fines del XVII, con

fortificaciones que no resolverán efectivamente las amenazas de los corsarios, pero que servirán de elementos

disuasivos.

2. El Plan de Defensa General del siglo XVI

A mediados del siglo XVI, la situación de las fortificaciones había cambiado notoriamente por efecto

de los adelantos de la artillería. La escuela italiana de fortificación había avanzado en la elaboración de

modelos teóricos a través de notables tratadistas que desarrollaban alternativas geométricas vinculadas a la

defensa de ciudades ideales.

La primera edición de Vitrubio en lengua “vulgar” (Como, 1521) y la siguiente de Florencia (1522)

generaron una rápida escalada en la tratadística clásica, así como notables propuestas -tanto urbanas como de

fortificación- entre las que descuellan las de Pietro Cattaneo (1554), Giacomo Lanteri, Jacopo Castriotto y

Francesco de Marchi, que en 1556 presenta sus diseños a Felipe II.

El manuscrito de “Epítome de Fortificación”, redactado en italiano por Bautista Antonelli en 1560,

se encuadra en esta saga de textos que revelan la transición de los antiguos sistemas de defensa a la

“fortificación moderna”.

Felipe II reunirá a los ingenieros militares italianos para resolver los temas más acuciantes de la

defensa en Indias y de sus propias costas de Andalucía y Canarias, de tal manera que estos rasgos de

modernidad llegarían pronto al nuevo mundo, convertido en el epicentro de la lucha si no del poder, por lo

menos, de la riqueza.

Fueron justamente el Superintendente de Ingenieros del Rey -Tiburcio Spanoqui (1541-1606)- y su

estrecho colaborador Bautista Antonelli los responsables de encarar un Plan estratégico de la defensa de las

Indias, que abarcaría desde la frontera norte de México hasta las tierras australes de Sudamérica.

Esta inmensidad de un territorio, aun sólo parcialmente explorado, no era impedimento para una
visión globalizadora como la que caracterizaba la dimensión imperial de Felipe II. Así, Spanoqui propondrá

dos fuertes con cierre de cadenas para el control del Estrecho de Magallanes y Bautista Antonelli dedicará sus

horas y sus días a fortificar, con la eficaz colaboración de su familia, desde Cartagena hasta La Habana, sin

atemorizarse por su insólito periplo y su naufragio en la Patagonia, en aras de llevar adelante los proyectos de

su amigo Spanoqui.

Concebir la defensa de la fachada del Atlántico y del Pacífico, dominar los mares del Caribe,

controlar los puntos de contacto y los pasos marítimos obligados, fortificar todos y cada uno de los puertos y

plazas fuertes de la región, configurarán un proyecto sobrehumano en el que los ingenieros militares y la

corona de España habrán de invertir denodados esfuerzos a la altura de la importancia estratégica que ello

tenía para las finanzas del imperio.

Junto a los Antonelli, Cristóbal de Rojas -el primer tratadista español de fortificación (1598)- trazaba

y construía las defensas de Cádiz. Mientras Juan Bautista Antonelli, Cristóbal de Roda y los Garavelli

pasaban a América para erigir las defensas del Morro de La Habana, Santiago y San Juan de Puerto Rico, los

baluartes y baterías de Cartagena, Portobelo, las murallas de Panamá, el fuerte de San Juan de Ulúa (en

Veracruz) y las cadenas de cierre de las bahías , baterías, puertos fortificados y hasta el impresionante Castillo

de Araya (Venezuela) que protegerá las salinas próximas sin disparar jamás un tiro, terminando sus días

demolido por los mismos españoles.

Puede entenderse la necesidad de este esfuerzo de abarcar el espacio territorial si pensamos que

recién estaban efectuándose las “Relaciones Geográficas” americanas que permitirían conocer diversas

regiones del continente en tiempos de Felipe II.

Conspiraría también contra la eficacia del sistema la carencia de un organismo técnico militar

estructurado en la formación profesional que posibilitara una acción sistemática y continuada.

En rigor, cada plaza fortificada, aun dentro de un sistema mayor, debía cuidar preferentemente de

resolver su actividad en el contexto inmediato y con cierta autonomía, teniendo fuerte gravitación la opinión

independiente de cada Ingeniero.

El saqueo de Santo Domingo y Cartagena por los ingleses de Drake en 1586 evidenciaba esta faceta

de la debilidad de los eslabones de una presunta cadena, con el agravante de que los pobladores de estas

ciudades quedaban más predispuestos a huir que a financiar fortificaciones, como constataban el Maestre de
Campo Juan de Tejeda y el propio Juan Bautista Antonelli.

El Plan de ambos para la defensa continental contó con su conocimiento directo de Cartagena, Tierra

Firme, Panamá, Portobelo y Cuba, aunque no visitaron, en 1586, Santo Domingo ni Puerto Rico.

El Plan de Antonelli y Tejeda fue aprobado por Real Cédula del 23 de noviembre de 1588

encargándoseles la ejecución del mismo, así como el estudio de las bahías de Fonseca y del Puerto Caballos

para la descarga alternativa de la flota del Perú.

La expedición compuesta por cuatro barcos fue accidentada. Antonelli naufragó en Puerto Rico

perdiendo parte de las herramientas, pero se dedicó a fortificar la isla de tal forma que en 1595 rechazaría un

ataque conjunto de Drake y Hawkins, quien perecería en estas acciones.

Dos años más tarde, el Conde de Cumberland rendiría la plaza de Puerto Rico y ello llevaría a una

mayor inversión en fortificaciones.

Al comenzar el siglo XVII ya se vislumbraba con claridad que una parte no insignificante del oro y

la plata de América debía invertirse en las nuevas fortificaciones que garantizaran la libre circulación de estos

bienes desde las colonias hasta la metrópoli.

3. Del territorio a la consagración del modelo hispanoamericano.

Las modalidades de ocupación territorial y asentamientos definidas por Portugal y España para sus
colonias americanas fueron sensiblemente distintas.
Portugal venía ocupando un territorio marítimo con enclaves africanos y asiáticos que definían una
espacialidad impresionante para la navegación y que crecería hasta los límites de lo imaginable en el siglo XV
cuando descubre el Brasil. España, concentraría, como hemos visto, sus propios esfuerzos en la
evangelización de los gentiles. Estos hechos, los del armar un sistema de redes comerciales mediante la
navegación o la necesidad de penetrar en profundidad en el territorio fueron determinantes de dos formas de
asumir la conquista del nuevo mundo.

Portugal habría de ceder Capitanías costeras y ocupó con sus asientos fundacionales las costas y
atendió al conttralor territorial con puntos fortificados desde San salvador de Bahía hasta Río de Janeiro.
España, a la vez, atendió por una parte el circuito comercial de su flota de galeones con las ciudades
portuarias, desde donde se proyectaría hacia el interior del territorio con la inmensa tarea colonizadora de
organizar centros de producción y atender la evangelización de los indígenas.
Si algo caracterizó al urbanismo hispano fue la propuesta del “Sueño de un Orden”, como bien la
definiera Fernando de Terán en su magnífica Exposición realizada en 1992. La idea del orden preside todo el
intento planificador del español, colocado en la disyuntiva de ocupar extensivamente el territorio en una
empresa que históricamente sólo es comparable a la del Imperio Romano.

Mientras el portugués o el holandés ocupaban la costa y creaban las ciudades como nexo de
articulación portuaria con la metrópoli, el español imbuido de su “destino manifiesto”, emprendía la cruzada
evangelizadora y pobladora hasta el último confín del territorio.

Al proyecto de “ciudades-estado” con poderosas instituciones municipales y amplias jurisdicciones


de tierra, habría de agregarse un sinnúmero de otros núcleos urbanos que se habrían de consolidar al margen
de la planificación global, pero articulados en el sistema colonial.

Las manifestaciones urbanísticas coloniales surgieron por una parte de la experiencia y por otra de
las disposiciones configuradas en las Ordenanzas de Poblamiento de Felipe II sancionadas en 1573 e incluidas
en las llamadas “Leyes de Indias”, compiladas en 1681, pero que recogen las antiguas disposiciones sobre
fundación y trazados de ciudades.

Las Ordenanzas de Felipe II significaron una recopilación de los antecedentes acumulados del
urbanismo español y americano y, a la vez, un intento de encuadrar definitivamente un proceso de
estructuración urbana, cuya modelística se había consolidado en la práctica fundacional del nuevo continente.

Por su parte la ciudad portuguesa acumuló la sabiduría poblacional de los lusitanos: respetó topografías, se
adaptó a las condiciones del medio y buscó soluciones propias para cada cicunstancia. los españoles,
empeñados en multiplicar sus fundaciones en el inmenso territorio, requirieron rápidamente la formulación
de un modelo.

Es notable la distancia entre el modelo y la definición legal de las disposiciones de Felipe II,
consideradas habitualmente como la fuente precisa de los trazados en damero. Su contenido textual tiñe, sin
dudas, el proceso poblador pero no tiene coincidencia real con el modelo que se aplica en las trazas
coloniales. Aun sin este marco jurídico, es evidente que también varias de las formaciones urbanas
portuguesas tienen vinculación con las traza ortogonales como puede verificarse en el caso de Salvador o Río
de Janeiro.

En este contexto, los puntos de contacto, confluencia y divergencia, entre los modos lusitano y español de
trazar ciudades se habrán de aproximar o distanciar en diversos momentos históricos. Cuando Felipe II reina
sobre ambos territorios hay unidades de acción política y militar, y es posible ver coincidencias en las teorías
de fortificación y de trazados. Si embargo, a partir del siglo XVII las distancias y enfrentamientos territoriales
crecen, generando "fronteras calientes" que determinan urbanismo de control y agresión en toda la región
sudamericana.

Es interesante, de todos modos, verificar que aún en estos tiempos conflictivos del siglo XVIII, la
común mentalidad del iluminismo ilustrado llevaría al marqués de Pombal a adoptar la cuadrícula
generalizada ya en la América hispana, para sus fundaciones en Portugal y Brasil.

En el caso español del XVI, si bien las Ordenanzas tuvieron efecto en lo que hace a las características
de los asentamientos y a la definición de sus emplazamientos, por el contrario sus estipulaciones sobre la
traza urbana no se concretaron taxativamente en una sola ciudad americana.

Las alteraciones más usuales se vinculan a las dimensiones de las Plazas Mayores (habitualmente
cuadradas y no rectangulares) y a las calles que suelen partir de los bordes de la plaza y no de las medianas de
ella. Otros múltiples elementos desde la localización del templo, la vinculación con el núcleo cívico o el
aporticamiento de las calles son temas que suelen distanciar a la letra de la práctica usual de la ciudad
hispanoamericana.

El “modelo fáctico” de la traza americana española se consolida luego de una prolongada experiencia
de más de tres décadas en la formación de núcleos urbanos. Los casos de la Puebla de los Ángeles (México
1533),y el de la ciudad de los Reyes de Lima (Perú 1535), son los primeros en aproximarse al modelo en un
proceso valorable de síntesis y acumulación de experiencias.

Si bien sus propuestas son distintas en algunos aspectos, ya que las manzanas de edificación en
Puebla son rectangulares y en Lima cuadradas, es ya claro el concepto ordenador que la plaza tiene como
elemento generador de la traza y la adopción de calles y manzanas sistematizadas por su tamaño y reparto de
solares.

La curiosa propuesta de las “Ordenanzas de Poblamiento” de que la Plaza Mayor fuera rectangular,
ha sido vista como un intento de mantener en ella ciertas actividades lúdicas medioevales como los torneos,
pero lo cierto es que no se encuadraba en la experiencia urbana ya consolidada en América. Ello surge con
claridad cuando vemos que definir la plaza como un cuadrado de igual tamaño que la manzana a edificar,
facilitaba no solamente el trazado general del poblado sino, muy especialmente, posibilitaba un reparto
igualitario de los lotes urbanos.

Justamente la escasez y el valor de la tierra, rural o urbana, era una de las diferencias substanciales
entre España y el Nuevo Mundo. La densidad de ocupación territorial que había configurado la escasez de
oportunidades de la hueste que acompañaba las campañas pobladoras, se transformaba en América en
potencialidad de grandes extensiones de tierra de labor o urbanizable, disponibilidad de mano de obra y,
muchas veces, recursos naturales de fácil accesibilidad.

Uno de los valores indudables radicaba en el igualitario reparto de los solares urbanos a los vecinos
fundadores. Solamente el poder político y religioso y, en ocasiones, la autoridad de la Capitulación
Fundadora recibían más de un solar en la traza urbana. Esta democrática decisión, y el carácter centralizador
de la plaza como elemento generador, hicieron que la valoración económica y social de la tierra urbana se
diese no por la dimensión del lote sino por su proximidad al centro del poder, es decir, la plaza.

Cualquier modificación de las dimensiones de la plaza o la colocación de las calles en la mediana de


ellas, significaba una alteración del tamaño de las manzanas y a la vez de los lotes (que ya no serían iguales)
destruyendo, por ende, aquella base igualitaria que era uno de los motores de la hueste dentro de la empresa
fundacional.

Las trazas de Santa Clara de Cuba y de Panamá, que tienen calles que salen de la mediana de la
plaza, muestran las dificultades de este ordenamiento del loteo urbano y ponen en evidencia las razones de
porqué triunfa el “modelo fáctico” sobre las disposiciones literarias de la “Ordenanza de Poblamiento” de
1573.

4.- Los urbanismos que se apartan del modelo.

Aun tomando como un bloque el conjunto de ciudades que desde la tercera década del siglo XVI se
forman en la América bajo el dominio español, es preciso acotar la existencia de muchos urbanismos
distintivos a esta presencia hegemónica del damero hispano. Ellos no constituyen per se, un conjunto de
propuestas alternativas capaces de sistematizarse para ofrecer un programa urbano multiplicador, que actuara
en paralelo a la reiterada modelística de la traza del damero.

Solamente el caso de las Misiones de los jesuitas en el Paraguay (actuales territorios de Argentina,
Brasil y el Paraguay) o las de Moxos y Chiquitos (actual Bolivia) ofrecen un conjunto de poblados
importantes formados sobre otras pautas urbanas que las del régimen del damero tradicional.

Hemos analizado en otras oportunidades aquellas trazas urbanas que se apartan claramente del modelo,
aunque no generan un sistema alternativo. Se trata en definitiva de ciudades con características propias desde
el punto de vista fundacional o desde las actividades que en ellas se desarrollan. Sus sistematización nos
propone los siguientes ejemplos:
1.- Semirregulares: Se trata de ciudades formadas con anterioridad al año 1530, cuando ya se instala
pragmáticamente la traza del damero hispanoamericano.

2.- Irregulares: Ciudades donde predominan las adaptaciones a las condiciones topográficas del
terreno. Por ejemplo en las ciudades mineras tiene gran fuerza la organización de los modos de producción.

3.- Superpuestas: Ciudades que se organizan sobre la antigua estructura del asentamiento indígena y
que, por ende, se estructuran a partir de aquel condicionante.

4.- Los Pueblos de indios surgidos a partir del proceso reduccional que reconocen elementos de la
ciudad española pero responden también a los usos y costumbres de las culturas prehispánicas. También se
incluyen aquí los barrios indígenas de ciudades españolas, siguiendo el esquema de "las dos Repúblicas".

5.- El Modelo alternativo está en realidad constituido por las misiones jesuíticas del Paraguay,
Moxos y Chiquitos, que realizan varias decenas de pueblos con similar esquema, configurando un caso
peculiar en la tipología de los poblados indígenas.

6.- Los Poblados de fundación espontánea que testimonian a ciudades estructuradas en torno a
elementos generadores: cruces de caminos, postas de correos, capillas rurales o santuarios, fuertes provisorios,
estancias, haciendas o plantaciones. Muchos de ellos , una vez consolidados son "retrazados" para adaptarlos
al damero.

7.- La Ciudad fortificada, es aquella rodeada de murallas o de un conjunto de sistemas defensivos


que afecta su traza y organización.

5.- El origen urbano hispanoamericano y el proceso fundacional (1502 -1533) Las ciudades
Semirregulares.

Superados los primeros asentamientos en la Isla Española (Santo Domingo), El ejemplo más
relevante fue sin dudas el de la ciudad de Santo Domingo que, en 1502 es trasladada a la otra margen del río
Ozama. Esta fundación tuvo como impulsor a Nicolás de Ovando quien había estado en el campamento de los
Reyes Católicos en Santa Fe de Granada.

Fue allí donde se realizaron las Capitulaciones y este campamento, transformado en la ciudad de
Santa Fe, fue considerado como un modelo organizado de ciudad en pleno renacimiento. Quizás la valoración
de su carácter castrense, su relación con los campamentos romanos y su trazado sobre la base del "cardum" y
el "decumanum" fue lo que le dio singular renombre. Pero lo cierto es que la fuerza axial, la localización de
las puertas de la ciudad y una cierta regularidad en la traza y loteo, ayudaron a crear un imaginario de orden
planificado, que pudo estar presente en la acción de Ovando en Santo Domingo.

La nueva formación de Santo Domingo explicitaba ciertos rasgos de esta “modernidad” de la ciudad
planificada, sustancialmente en lo que se refiere a las calles rectas, aunque no necesariamente paralelas. Es así
como estas convergencias de calles impide sistematizar tamaños de manzanas y por ende definir unos loteos
de solares de diversas dimensiones, donde predominan lotes de escaso frente y prolongado fondo,
persistencias, en definitiva, del orden urbano medioeval. Es curioso este hecho pues en realidad estamos
hablando de dimensiones de espacios urbanos notoriamente diferentes.

En efecto, la ciudad de Santa Fe de Granada era una porción pequeña de lo que pudo ser la traza de
Santo Domingo en esta fase inicial, situación que se prolongaría en el conjunto de las formaciones urbanas
hispanoamericanas desde ese momento. El cambio de escala explicitaba uno de los hechos más notables del
urbanismo americano y por ende limita las posibilidades de comprensión de estos fenómenos que hoy, por
razones de carácter analítico, estamos reduciendo a los aspectos morfológicos de la traza. es importante por lo
tanto relacionar estas variables si pretendemos hacer un estudio más profundo sobre el problema.

También es real que Santo Domingo nos muestra claramente el carácter de eslabón entre el
urbanismo de la península y lo que sería luego el modelo hispanoamericano. Uno de los rasgos distintivos es
la ausencia de la Plaza como generadora de la traza urbano y la presencia de la calle, o los ejes axiales como
puntos de referencia de la estructura urbana. Podemos también visualizar que el sistema de composición
urbana atiende a mantener el sistema de recortes de las manzanas próximas para formalizar los atrios de los
templos. Estas propuestas se perciben en fundaciones tempranas como Cartagena de Indias en Colombia, y
están vinculadas a la experiencia de estructuración parroquial de los moriscos que sucede en Granada poco
después de la reconquista.

Lo interesante es constatar que la ciudad que forma Ovando es sorprendente para los propios españoles no
acostumbrados a vivenciar calles rectas y prolongadas con una larga tradición de pequeñas callejuelas de
formas orgánicas y de sorpresivo recorrido. La ciudad española organicista derivada del "burgo" medioeval, o
la ciudad de impronta musulmana con las calles anulares entre la Medina y los Arrabales, o finalmente los
callejones cerrados, poco tenían que ver con esta sorprendente iniciativa de Santo Domingo.

Desde aquí en más, las ideas renacentistas fueron permeando el pensamiento fundacional, vinculado
pragmáticamente a necesidades defensivas y de fortificación, que implantaban rigurosamente la necesidad de
controlar el uso de la artillería. El retorno a los modelos de "ciudades ideales", fueran ellas de carácter
religioso como las de San Agustín o las de Santo Tomás de Aquino, o los tratadistas de los siglos inmediatos
como Eximenic o Sánchez de Arévalo, conjugaban las vertientes evangelizadoras como el modelo ideal, es
decir próximo a lo divino. Pero no faltarían también las referencias al nuevo código Vitruviano, a la
revaloración de la sabiduría romana que, en definitiva, expresaba el otro momento aúlico del urbanismo de
gran escala territorial.

De estos textos extraerían los fundadores los consejos y previsiones para la selección del
emplazamiento atendiendo a las calidades del sitio, y los recursos disponibles, así como las ventajas
climáticas y funcionales (defensa, abastecimiento, accesibilidad, etc) que se requerirían. Sin embargo en
ningún caso se disponían especificaciones que indujeran a un modelo de traza urbana.

Aunque se ha resaltado la persistencia de los rasgos medioevalistas en la ciudad americana, nos


parece oportuno atender a las consideraciones de Palm cuando explicita la vigencia de un "modelo imperial"
que piensa la ciudad en la cabeza antes de que exista en el papel o en la realidad concreta. ciudades
concebidas como ejes centrípetos lanzados desde la plaza central y que van generando el proceso de
urbanización. este encuadre de Palm es relativamente cierto en las ciudades semirregulares de esta primera
fase donde, como hemos visto, la Plaza no aparece como el núcleo inducidor de la trama como sucedería
luego del primer tercio del XVI. Baste pensar en casos como Asunción del Paraguay (1537) para verificar que
su traza lineal atiende mucho más claramente a los condicionantes de la costa y de la formación del "camino
real" que a su plaza como elemento dominante.

. En este planteo la calle no era el espacio residual del agrupamiento espontáneo de viviendas, sino el
elemento sistematizador, el trazado que alineaba las viviendas, comercio y talleres artesanales, es decir que
introducía el alineamiento de cercos y casas forjando un nuevo orden en la consolidación urbana. Sobre estas
experiencias sería, sin dudas más fácil cohesionar la aceptación del modelo del damero.

Puede parecernos esquizofrénico el pensar que los españoles podrían generar una respuesta de este tipo
cuando su experiencia urbana inmediata, antes de embarcar a América, era la de haber vivido una ciudad
como Sevilla, caracterizada por la organicidad de su traza. Sin dudas estos cambios forman parte de ese
proceso de transformaciones, de síntesis y selección de pautas que el proceso de transculturación genera en el
conquistador. Cambio y apertura serán el resultado de los nuevos programas de expansión territorial.

6.- Asentamientos mineros como expresión de la ciudad irregular.

Si bien las ciudades irregulares de la fundación temprana no tienen similitud entre sí, hay ciertos
rasgos formales como la intencionalidad de calles rectas que les son comunes. Por el contrario las ciudades
originadas en torno a asentamientos mineros tienden a tomar formas más orgánicas basadas en un
aprovechamiento inteligente de la topografía.

Si bien es frecuente que estos núcleos surjan con un alto grado de espontamniedad, como fruto de
una agregación rápida y tumultuosa que nos aproxima ala idea de campamento antes que a la de ciudad, en la
misma medida que ellas se van consolidando los trazos de su asentamiento tienden a responder a un
ordenamiento vinculado a las formas de producción y a la fácil accesibilidad.

A veces, las ciudades mineras se originan sobre antiguos núcleos ya configurados, generalmente de
origen prehispánico, pero en buena parte ellas fueron producto de la verificación de las calidades de las vetas
de oro y plata y de la sistematización de la explotación. La elección del sitio y del asentamiento de la ciudad
no habrá de guardar los recaudos que se exponían en las Ordenanzas de Población, toda vez que el germen del
núcleo está dado en la posibilidad de laborear el mineral. Los aspectos vinculados a las condiciones del
asentamiento, potencialidades climáticas, accesibilidad, defensa, disponibilidad de materiales, etc, todo ello
queda supeditado a las posibilidades funcionales de la producción. Esto explica la localización de ciudades en
condiciones dificultosas de vida, como puede ser Potosí en Bolivia, a más de 4200 metros de altura y la
complejidad de los problemas internos que la topografía plantea a estas ciudades.

Los elementos decisivos en la morfología urbana parte no de la propia estructura de la ciudad (la
plaza por ejemplo), sino de los caminos que marcan la accesibilidad a la boca de mina. La compleja trama de
la producción mineral con sus lagunas, acueductos y canales, ingenios de molienda y canchas de beneficio,
introduce áreas semiurbanas dedicadas específicamente a la producción y caminos que transitan mulas y
porteadores en frenético trajín. Solamente casos especiales como San Luis de Potosí en México presentan las
áreas de extracción del mineral y la primera selección lejos del núcleo urbano que se localiza en zonas de
planicie. Posteriormente sin embargo las canchas de beneficio se adicionarían a la ciudad, condicionando las
modalidades de expansión de la misma. No fueron problemas menores la definición de áreas de trabajo y de
acumulación de material y escorias, ya que también las tareas de lavado y selección requerían espacios
amplios conectados con el núcleo urbano.

En la región andina, como en México, la concentración de población indígena que servía de mano de obra a
las labores, tenía en el comienzo un carácter aluvional. posteriormente la organización de los sistemas de mita
determinaba que se generararán agrupamientos siguiendo las áreas de procedencia o las unidades tribales.
Ellas eran consolidadas habitualmente en barrios en torno a una capilla que servía de parroquia. En realidad
los feligreses tenían una alta rotación, pues los indios mitayos eran llevados en tandas y supuestamente
regresaban a sus caseríos, aunque en la realidad muchos de ellos optaban por radicarse en estas
concentraciones mineras.
Potosí (Bolivia) se configuraría de esta manera con trece parroquias indígenas y una sola (Sagrario)
para españoles, testimoniando una radiografía de distribución poblacional del sur del Virreinato del Perú.
Otro tanto sucedería en Huancavelica al norte donde estaban radicadas las minas de azoque para beneficiar la
plata. La ciudad minera era así un gran campamento consolidado que redistribuía a sus pobladores según la
asignación de áreas de trabajo, ya fuese en los en ingenios o ya en los socavones, sitio éste donde la
mortalidad indígena era enorme por las difíciles condiciones en que debían desarrollar el trabajo bajo tierra.

Si el caso de Potosí con sus cuarenta lagunas y la multitud de ingenios era de extrema complejidad,
otros emplazamientos como Guanajuato (México) se desarrollaron en un vasto territorio que tenía sus
cabeceras próximas a la ciudad que se encontraba en un valle. Las bocas de mina particulares como La
Valenciana, muestran su notable iglesia erigida como agradecimiento por el afortunado propietario de la mina
pero en otros sitios nos quedan los testimonios de los grandes patios de beneficio como en Guadalupe, con sus
notables paredones y contrafuertes. Taxco, también en México, exhibe hoy dominante el templo de Santa
Prisca que también fue también erigido en agradecimiento por el rendimiento de una afortunada veta.

Es probable que la experiencia de estas inversiones realizadas por los mineros españoles llevaran al Marqués
de Pombal en el Portugal a prevenir que no se transfiriesen a la Iglesia Católica buena parte de las riquezas
provenientes de la labor minera. Si bien el Rey controlaba y cobraba el quinto de los impuestos sobre el valor
de la plata es bastante evidente que existía un circuito descontrolado que no era tutelado adecuadamente,
sobre todo a juzgar por la cantidad de piezas de plata que circulan sin la marca del quinto. La prohibición de
instalar conventos de órdenes religiosas en la región minera de Minas Gerais en el siglo XVII,
evidentemente tiene que ver con esta política de cualificar la reinversión de los recursos.

Estas trazas irregulares de las ciudades mineras serán en algunos casos rectificadas, dentro de lo
posible, cuando disminuye la presión de los medios productivos. En Potosí a fines del XVIII, el Intendente
Escobedo apuntará a rectificar la traza de la ciudad, y a consolidar la misma con un orden del cual había
permanecido secularmente al margen.

Lo mismo podemos verificar en asentamientos mineros mexicanos del XVI como Zacatecas,
Pachuca o Guanajuato, en los del XVII como San Luis de Potosí. Asimismo, lo será en los del XVIII como el
Real del Catorce, llamado con anterioridad “Real de Nuestra Señora de la Concepción de Guadalupe de los
Álamos” (1772) y que fuera trazado sobre los espontáneos asentamientos existentes en 1780.

El orden parece entonces, para las ciudades mineras, una fase terminal donde nuevamente la ciudad
adquiere mayor relevancia que el rendimiento de la producción de la mina. A fines del XVIII el hecho tiene
que ver también con la mentalidad ordenancista de la ilustración que intenta encuadrar nuevamente a una
sociedad colonial que ha realizado su propio camino luego de aquellas duras, febriles y tan discontinuas o
efímeras extracciones de la riqueza.

.
.
7.- Las ciudades superpuestas. México-Tenochtitlán, Cuzco-Cosqo.

La persistencia de las dos ciudades capitales de los grandes imperios indígenas, azteca e incaico,
serán una señal inequívoca del proceso de apropiación de valores y símbolos que ejercitan los conquistadores.
Ello sin embargo no fue una situación premeditada, ni un mandato de la autoridad real, sino que la
construcción de la nueva México sobre la destruida Tenochtitlán azteca, fue decidida por Hernán Cortés luego
de analizar la conveniencia de trasladar la capital a la antigua población indígena de Cholula, junto a la cual
habría de erigir luego la española Puebla de los Ángeles.

En el caso del Cusco incaico, la situación fue distinta. Aunque los españoles habían formado nuevas ciudades
en el norte, la toma de la capital del imperio les permitió consolidar este punto. Sin embargo, la localización
de dificultoso acceso en la sierra, movió a privilegiar la comunicación con la metrópoli y por lo tanto fundar
en 1535 la nueva Ciudad de los Reyes (Lima) próxima a la costa del Pacífico, instalando allí la capital
virreinal que habría de consolidar los lazos marítimos con España.

Más allá de concebir esta superposición de la ciudad española sobre la indígena como un acto de
dominio político y como una apropiación de los sitios sacrales de las culturas indígenas, debemos considerar
que también es, a la vez, es un reconocimiento a los valores simbólicos de estos sitios para las comunidades
indígenas y una admisión del espíritu del lugar. Estos elementos configuran una parte importante en las
decisiones de Cortés a efectos de mantener a la ciudad de México en su antiguo asentamiento..

también es cierto que el relato cortesiano y la reproducción del plano de Tenochtitán por Durero
había llamado poderosamente la atención en Europa. El mundo de fantasías y realidades que describían los
cronistas como Bernal Díaz del Castillo, enfatizaban el orden de la ciudad y se maravillaban con el
espectacular mercado de Tlatelolco. Todo ello ayuda a entender las razones por las cuales la superposición
tenía la lógica de aceptar y potenciar valores preexistentes a pesar de lo costos que significaría la
reconstrucción de la ciudad que había sido objeto de prolongadas batallas.

El historiador Roberto Moreno de los Arcos alertaba sobre el hecho de que la persistencia de las
parcialidades indígenas en sus lugares integraba las modalidades simbólicas aztecas (la flor en dinámica
rotación dialéctica) con el nuevo orden de la evangelización expresado por las parroquias. Esta estructura
religiosa tuvo también permanencia en el tiempo, hasta comienzos del siglo XX, lo que testimonia la fuerza
de estos enraizamientos.

En el Perú la capital incaica del Cusco, sufriría inicialmente el desplazamiento de los indígenas de la
zona central de la ciudad hacia la periferia donde el Virrey Toledo consolidaría las parroquias “reduccionales”
a fines del siglo XVI. Si bien los conquistadores reutilizaron sitios sacrales e inclusive movilizaron
importantes masas de piedra desbaratando andenes de cultivos y huacas, la recolocación de los grupos
indígenas no desactivó el sistema de distribución geográfica que tenía la antigua capital del Tahuantisuyu. Sí
se adicionarían nuevas barriadas que integraron otras parcialidades externas, tal el caso de los indios Cañaris
que acompañaron a los españoles desde Ecuador para ayudarlos en la toma del Cusco. Ellos fueron ubicados
en la zona de la Carmencca, hoy parroquia de Santa Ana. Los nuevos centros parroquiales fueron los de
Santiago, Belén, San Sebastián y San Gerónimo, estos dos últimos "extramuros" de la ciudad, y
posteriormente en el siglo XVII se adicionaría la parroquia de la Almudena.

La movilización interna de los indígenas y el vaciamiento de las zonas centrales para formar los
distritos residenciales de los españoles iban acompañadas en los espacios públicos. La gran plaza incaica, a
través de la cual corría el río Guatanay, fue fragmentada recurriendo a la construcción de un bloque de casas,
que pertenecieron, varias de ellas, al Mayorazgo de Selliorigo, definiendo de esta manera las plazas de Armas
y la del Regocijo donde se ubicó el Ayuntamiento. Entre la del Regocijo y la de San Francisco, se definió otro
espacio mediante la colocación de otro cuerpo de viviendas y comercios cerrando el espacio el templo de San
Francisco con su Convento y su Colegio de San Buenaventura..

La reconstrucción en México, no alteró las dimensiones amplísimas de la Plaza cuyo contorno se fue
modificando con las grandes obras de la Catedral y el Palacio de los Virreyes. En el siglo XVIII la adición del
templo del sagrario, junto a la Catedral definiría la fuerte presencia del hito religioso. Próxima a la plaza la
formación del antiguo mercado (El Parián) acercaba el bullicio de la populosa capital de la Nueva España,
cuya vasta plaza sigue siendo, hasta nuestros días, el escenario calificado de la vida urbana..

Los españoles debieron, con la supersposición, aceptar la persistencia de rasgos esenciales de la


ciudad indígena. Por una parte se vieron en la necesidad de respetar la traza existente de las dos ciudades, por
lo cual su ordenamiento se limitó inicialmente al ensanche urbano.

Así, Cusco creció en el XVI sobre áreas de labor agrícola, desmontando las andenerías incaicas
(Piccho) y reutilizando sus piedras canteadas, mediante una autorización expresa de Carlos V. La calidad y el
costo del trabajo en piedra de los canteros incaicos, fue sin dudas decisivo para que lograran mantenerse parte
de las construcciones indígenas sobre las cuales se emplazarían edificaciones de españoles. Sobre el templo
del sol (Coricancha) se erigiría el convento y templo de Santo Domingo, sobre el Aycllahuasi, la Compañía de
Jesús y así sucesivamente. También las antiguas viviendas incaicas, “las canchas”, que concentraban cuatro
unidades en torno a un gran espacio abierto, fueron y adaptadas a la tipología de la casa de patio mediterránea
cuya estructura privilegió el conquistador. Los indígenas fueron localizados en las parroquias de la periferia y
bajaría la población en las áreas centrales del Cuzco por la circunstancia de este cambio.

Hemos mencionado como ciudades generadas por la superposición a los dos grandes capitales, pero
este fenómeno urbano se daría en otras partes del continente. Fue frecuente que santuarios y pequeños
poblados indígenas fueron reutilizados, algunos, como en el caso de Ollantaytambo en la sierra peruana, con
escasas modificaciones. En otras oportunidades fragmentos de estos pueblos fueron aprovechados para los
nuevos desarrollos urbanos jerarquizando las manifestaciones culturales, como los de Vilcashuaman o
Chinchero en Perú y Cholula en México. Centros importantes del mundo indígena como Teotihuacan, Machu
Picchu o Piquillacta no fueron utilizados o conocidos por los españoles, mientras que en otros casos como en
Tiahuanaco (Bolivia) o Chan Chan (Perú) se erigieron pueblos y ciudades próximas sin recuperar las
preexistencias que quedaron simplemente como testimonios arqueológicos.

Como puede apreciarse los poblados superpuestos simplemente legitiman la variedad de alternativas
urbanas que tuvo el urbanismo hispanoamericano de algo que se ha considerado des un punto de vista
simplista como monótona y reiterativo.

8.- De los pueblos de indios al proceso reduccional.

Hacia fines del siglo XVI la corona española necesitó reorganizar totalmente el territorio bajo su
dominio. Por una parte la caída demográfica, originada en las guerras de conquista pero sobre todo por la
mortalidad de las epidemias había afectado y desequilibrado la economía. Por otra la dispersión de los
indígenas limitaba la evangelización y los cobros de tributos y a ello se unía una presión de los españoles por
acceder a extensiones de tierras que estaban en manos de las comunidades indígenas.

En este contexto se formularía la política reduccional, de "reducir" a los indígenas a "policía", es decir a
"polis", a vida urbana, concentrándolos en nuevos poblados que aglutinaban comunidades de una misma
región. este concentración "liberaba" tierras de labor de las comunidades que pronto fueron entregadas para la
formación de las haciendas latifundistas desde México a la región andina.

Sin embargo, hubo pueblos de indios que persistieron en su traza inicial, manteniendo las antiguas
estructuras. fueron en general aquellos cuya dinámica productiva o fuerza de concentración de mano de obra
desaconsejó su traslado.
Es evidente que el proceso reduccional fue notoriamente traumático para el mundo indígena pues significaba
el abandono de sus sitios específicos, del diálogo con sus ancestros y con su paisaje, y esto aceleró, según
algunos autores, el desgano vital y la movilidad que pronto poblaría de "forasteros" a los nuevos poblados
reduccionales.

La política reduccional se ha sustentado con argumentaciones que se relacionan con la dispersión de


la población indígena, pero la nueva concentración traería aparejados conflictos interétnicos y tribales de no
poca envergadura. En la región andina fue necesario mantener las formas de articulación simbólica y social
entre los pobladores del Alto y del Bajo, aunque se proveyese un solo cabildo indígena y un solo templo
cristiano para todo el pueblo.

Las decisiones reduccionales se basaron en la comprobación de la desestructuración de la economía


indígena y en los estudios territoriales realizados por funcionarios como el Oidor Juan de Matienzo en el Perú
(1567), quien proponía la persistencia de las ideas urbanas hispánicas adecuadas a las estructuras funcionales
y simbólicas de las comunidades indígenas.

La historiografía urbana española a ceñido la explicación de estos poblados a la simple continuidad


del modelo e la ciudad hispana. Esta reducción nace de una lectura desde lo morfológico de la traza, sin
atender a las formas de uso y vivencia del poblado. Es cierta la existencia de una plaza central, de un
agrupamiento en manzanas y de un reparto de solares, pero estos predios son en general mucho más pequeños
y densos marcando la diferencia entre la tierra urbana asignada al español y el indígena.

En otra oportunidad he analizado el caso de "un poblado reduccional, como el pueblo de Yanque, en
el valle del Colca (Arequipa. Perú), encontraremos que, a pesar de estas circunstancias se mantienen fuertes
rasgos de la cultura prehispánica. El pueblo sigue dividido, 430 años después de la reducción, entre los del
Hurin y el Hanan (los de arriba y los de abajo), que ocupan zonas específicas del poblado. Las parcialidades
de unos y otros ingresan a la plaza por sus propias calles que estuvieron encuadradas por arcos puntuales. La
plaza está dividida por una línea invisible que nace de la portada lateral de la iglesia y que define el espacio de
las dos comunidades cuyos miembros ni siquiera se casan entre ambas. El propio templo tienen dos torres,
cada una con las campanas de una comunidad y tres patronos: el de cada parcialidad y uno que es el titular de
la iglesia y abarca a todo el pueblo".

Podemos concluir pues que estamos ante un urbanismo cuya lectura reductiva a lo morfológico está
planteada en forma no solo incompleta sino equívoca, lo que surge de proyectar otras experiencias urbanas y
pretender identificar con ellas comportamientos, usos y funciones que en definitiva son distantes del modelo
teórico del urbanismo hispano y tienen más vinculación con las estructuras urbanas prehispánicas.
La estructura reduccional se aplicaría también a la generación de barrios indígenas en las ciudades
españolas. Hay casos extremos como el de Potosí en Bolivia, donde los indios de mita conformaban la base
poblacional de la ciudad con sus 13 parroquias frente a una sola de españoles y mestizos. También en el
Cuzco, el Virrey Toledo formó a partir de 1569 una serie de parroquias indígenas en la periferia para
reorganizar internamente la población. Cada una de estas parroquias tiene obviamente su templo con su atrio-
plaza y agrupan en su torno a indígenas de diversas parcialidades e inclusive de similares oficios. Estos
indígenas se mantenían desde la antigua ocupación incaica pero otros habían sido trasladados posteriormente
como los Cañaris que acompañaron a los conquistadores desde el Ecuador y que ocuparon la "Carmencca"
(Santa Ana).

En las parroquias indígenas de Chuquiabo (La Paz. Bolivia) cada doctrina-reduccional tiene su atrio-
templo como centro organizador del espacio parroquial y configura el barrio. Es notable verificar la
gravitación del templo como elemento nucleador de estas nuevas estructuras urbanas tanto en la región andina
cuanto en los poblados mexicanos. Las "Relaciones Geográficas" que manda realizar Felipe II en el último
tercio del siglo XVI muestran los dibujos indígenas que George Kubler ha analizado. Particularmente en el
caso de Cholula (México), se verifica la persistencia de la dualidad social interna de los grupos indígenas y la
existencia de dos conventos franciscanos en la ciudad para atender tal situación.

Podemos por lo tanto señalar las coincidencias y divergencias que este urbanismo reduccional tiene
respecto del modelo hispano de trazado en cuadrícula, pero sobre todo de las formas de uso de los poblados.
9.- El caso de un urbanismo alternativo. Las misiones Jesuíticas del Paraguay, Moxos y Chiquitos
.
Ha sido habitual entender que los sistemas misionales de los jesuitas respondían a unos patrones de

asentamiento, traza y organización que eran bastante uniformes. Ello, sin dudas tiene que ver con el claro

predominio que en el conocimiento y difusión ha tenido el sistema de las Misiones del Paraguay (hoy

territorios de Argentina, Brasil y el Paraguay) respecto de los otros conjuntos urbanos formados por la orden.

A medida que avanzamos en un conocimiento más detallado es posible percatarse de la enorme

riqueza de alternativas que ofrece el universo de asentamientos que los jesuitas formalizaron en América del

Sur y llegamos a la convicción de que ello respondía con certeza a las modalidades operativas de su propia

estrategia de aproximación y organización de las comunidades indígenas para la evangelización.

Hay ciertos rasgos que me parece esencial señalar como específicos del accionar jesuítico en la

formulación de sus propuestas urbanas y que hacen a la propia modalidad del accionar operativo de la

Compañía de Jesús.

Aunque puedan parecer contradictorios dos de estos elementos son sin duda la capacidad de
planificación y a la vez, el convincente pragmatismo en la definición de sus proyectos.

La planificación jesuítica no se quedaba, como sucedía con otras empresas contemporáneas,

meramente en los aspectos jurídicos institucionales, aunque ellos alcanzaran relevancia en términos de las

decisiones y, sobre todo, con la articulación con todo el sistema colonial. Por el contrario la sustentabilidad

económica de sus proyectos implicaba una cuidadosa planificación de la gestación de recursos

complementarios y hasta de fórmulas para hacer operativo el trueque interno como ha verificado Pablo

Macera para las haciendas jesuíticas del Perú.

La planificación lleva sin dudas a los jesuitas a ir perfeccionando un modelo de ocupación territorial,

a la definición de una traza modélica y a criterios de organización. Pero, sin embargo todo ello es fruto de un

largo proceso de ensayo-error-corrección, que pasa por diversas fases hasta definirse aquello que puede ser un

modelo apto para su utilización en escala generalizable.

De aquí que podemos verificar el pragmatismo de una planificación que no nace como un modelo

impuesto a-priori, sino como consecuencia de una decisión madurada y experimentada previamente en

diversos contextos. Esto no quiere decir que no exista una fuerte “Voluntad de forma” o la adscripción a los

modelos prestigiados de la misma orden jesuítica, tal cual verificamos con las trazas de sus iglesias

referenciadas con el Gesú de Vignola en Roma o con las propuestas que en su momento el Padre Sepp

formulara para la misión de San Juan Bautista. Ellas sin embargo son alternativas catalizadas también en un

sistema de desarrollo de ideas de largo alcance que subyace en el pensamiento de la Orden, donde se valora el

hecho referencial histórico frente a la mera innovación vanguardista.

Sin embargo, en el contexto colonial hispanoamericano, esta actitud reflexiva sobre la propia historia

cultural, significaba una fuerte innovación en si misma y cualifica la experiencia misional jesuítica

en el contexto de otras experiencias similares.

Una medida de este pragmatismo es la actitud iniciática del proceso fundacional de las misiones del

Paraguay cuando en las instrucciones del jesuita Diego de Torres se recomienda hacer los poblados

reduccionales como los quisieren los indios o como surgían de sus propias experiencias misionales de Perú.

Evidentemente las opciones planteadas por Torres no nos llevan a una misma propuesta sino por el

contrario afectan a dos órdenes diferentes de problemas. El primero encontrar el espacio común de

aceptación por parte del indígena, para lo cual la definición del sitio del emplazamiento reduccional,
la trazas del mismo y otros aspectos organizativos estaba claramente vinculado a la voluntad del indígena.

Esto haría más fácil la aproximación, suavizaría la transición del sistema de vida tribal a la

experiencia reduccional y finalmente crearía un habitat “reconocible” e “identificable” por la nueva

comunidad así integrada.

Si los indígenas no tenían puntos de convergencia, ni experiencias de asentamientos consolidados,

eran más flexibles a adaptarse a una propuesta externa ya estudiada. Para ello el Padre Torres

transfería su propia experiencia en el poblado de Juli, ubicado a orillas de Lago Titicaca en el

altiplano peruano.

En esta transferencia se integraban, como ya hemos analizado en otro trabajo, no solamente los

aspectos físicos espaciales, sino sobre todo la acumulación de experiencia que el contacto diario

entre la reducción indígena y el sistema colonial español había posibilitado detectar en Juli.

Aunque más no sea de una manera enunciativa, la importancia de la experiencia de lo que se pensó

en Juli como un “Seminario de lenguas” para misionar entre los indígenas, terminó demostrando la

necesidad de radicar a los nativos en sus comunidades, evitando la mita y la encomienda que

facilitaban el desarrraigo y generaban la decadencia económica de los poblados. La abolición de la

encomienda para los indígenas de las misiones facilitaría, a la vez, la adopción de unos modos de

producción colectivizados que posibilitaron un excedente para afrontar el pago equivalente del tributo real.

Fue sin dudas ésta una de las medidas centrales que facilitó, por una parte, la consolidación

poblacional de las misiones, pero que generó, a la vez, un profundo rencor en los sectores hispanos y

criollos que perdieron de esta manera su hegemonía sobre una cuantiosa mano de obra. Los jesuitas

debieron, al mismo tiempo, apuntar a la organización de un complejo sistema de producción con su

red de comercialización para generar los recursos que atendieran no solamente al tributo real sino al

abastecimiento de los poblados mediante el trueque del excedente disponible.

Todo esto tiene también íntima relación con la peculiar circunstancia de que, en los pueblos

misioneros, era prácticamente inexistente un mercado interno, razón necesaria, para los economistas,

de la existencia de una calidad “urbana”. El mercado funcionaba entre los sistemas de pueblos (30 en

el Paraguay) y tenía activa participación en los centros económicos urbanos de la región: Asunción,
Corrientes, Santa Fe, Buenos Aires, etc.

Sin embargo no se podría dudar de la calidad “urbana” de muchos de estos pueblos cuya población,

por ejemplo, podía duplicar la de las propias ciudades de españoles y, a veces, tenían servicios y

equipamientos más adecuados que ellas.

Esto, sin dudas, nos pone ante una especificidad de los poblados misionales que señala no solamente

la singularidad de su trazado y modos de vida, sino también la peculiaridad de su base económica,

división del trabajo y conformación de un sistema interno que luego se articula con la economía

global colonial.

9.1.- El trazado de las misiones.

Aunque el “modelo” de traza adoptado en el Paraguay en el siglo XVII tiene coherencia en su propio

sistema y se proyecta sobre los conjuntos jesuíticos de Chiquitos y Moxos, dependientes estos últimos de la

Compañía de Jesús del Perú, es evidente que no fue la única alternativa que implementaron los jesuitas.

En el propio Paraguay podemos encontrar poblados reduccionales tardíos del siglo XVIII como San

Estanislao, San Joaquín y Belén, realizados por los jesuitas entre los indios mbyas y monteses como avanzada

de un plan que pretendía la conexión entre las misiones del Paraguay y las de Chiquitos. Estos pueblos

organizados cuando ya el modelo de guaraníes estaba institucionalizado, estaban sin embargo integrados con

ranchos “sembrados sin formar calle”, es decir de una manera totalmente orgánica y aparentemente casuística.

Esto no significa que no existiera planificación, porque en realidad los jesuitas habían intentado

adoptar parcialmente el modelo, pero expresaba más bien la respuesta pragmática ante el comportamiento

cultural de los indígenas.

El cronista español Juan Francisco de Aguirre, de las Partidas Demarcadoras de Límites escribía a

fines del XVIII al respecto: “Aunque esta disposición parezca bárbara es precisa, porque la

experiencia ha manifestado que cuando los indios desertan y van a incorporarse con los bárbaros al

bosque, pegan fuego a su rancho y, si tuvieran los demás contiguos se comunicaría el incendio y

consumiría el pueblo en una noche”.

Es decir que la respuesta, cargada de pragmatismo, implica atender a un estadio previo de

consolidación poblacional que probablemente haya sido similar al que tuvieron los guaraníes durante

la etapa inicial de formación de las misiones en el siglo XVII, ya que los hábitos de comportamiento
de tribus cazadoras recurrían con frecuencia al mismo sistema de incendio cuando se desplazaban de

un lugar a otro.

Tampoco podemos pensar en un sistema tan estructurado como el modelo cuando los jesuitas

adoptan otra estructura de acción evangelizadora. Tal el caso de la llamada “misión circulante” de la

Compañía de Jesús en el archipiélago de Chiloé. Allí la estructura organizativa es la Iglesia misional,

generalmente realizada en madera, y en cuyo entorno se estructura un caserío sin un patrón de

asentamiento modélico, aunque coincidente en la organización de los elementos principales (plaza y

templo).

Hay sin embargo una intencionalidad de ocupar los lugares que constituían puntos de referencia

sacral de las comunidades indígenas y a la vez aquellos que concentraban una población estable a

quien misionar. Muy probablemente este esquema, basado en el sistema de comunicación acuática se

reitera en la viabilización fluvial de las misiones de Maynas en el Virreinato del Perú, donde se

aprovecharon antiguos asentamientos indígenas para la formación de las aldeas misionales, sin llegar

a definir un modelo uniforme de implantación.

Lo propio podríamos verificar en la estructuración de los poblados jesuíticos de los Llanos del

Casanare en Colombia donde se constata una proximidad mayor con la modalidad de los pueblos

doctrineros de la región de Boyacá y Cundinamarca que con la intencionalidad de proponer una

respuesta modélica local o acercada a la del sistema paraguayo.

Esto demuestra, en definitiva, que los avances de los jesuitas si bien son planificados, en cada caso

responden a las circunstancias en que les toca actuar y por ende no existió una actitud autoritaria de

imposición de un modelo que ellos consideraran podría haber resultado válido para todas las

circunstancias.

En este contexto nos parece oportuno analizar cuales fueron los elementos estructurales que operaron

para la definición del modelo en el Paraguay, su proyección y matices a Moxos y Chiquitos y

finalmente hacer mención a los casos misionales de la región sur del continente que nos pueden

servir de referencia.

9.2. La jurisprudencia, la legislación indiana y las Ordenanzas de Población.

Es evidente que todo el marco de decisiones fundacionales y de poblamiento está actuando en el


proceso de selección del lugar, modo de emplazamiento y atención a las características geográficas,

climáticas, de disponibilidad de mano de obra, de materiales y de capacidad de autosustentatividad

productiva.

El Padre Diego de Torres en sus instrucciones a los misioneros Cataldino y Mazeta de 1609 les decía

que eligieran parajes donde “tengan agua, pesquerías, buenas tierras y que no sean todos anegadizos

ni de mucho calor sino de buen temple y sin mosquitos, ni de otras incomodidades y en donde

puedan sembrar y mantenerse...”

En ello no se apartan los jesuitas de la experiencia acumulada por la legislación indiana hasta su

publicación en 1681 y tampoco de las resoluciones de la Ordenanza de Felipe II de 1573 en lo

atinente a estos aspectos.

Sin embargo el sistema misional debe atender también al esquema reduccional que, desde México al

Perú, se vino implementando a fines del siglo XVI para reorganizar la población, colocarla en

“policía” (de la antigua “polis” griega) es decir bajo control y por ende sujeta al pago de tributación y

concentrada para la evangelización. Tenía también como trasfondo, sobre todo en las áreas centrales

de los virreinatos el objetivo de redistribución y composición de tierras que quedaban vacantes de la

movilidad de la población indígena y que permitiera la formación de grandes haciendas.

Como sucedería con buena parte de las ciudades de españoles, la localización de los pueblos no fue

siempre la más acertada. Muchos de ellos debieron mudarse y trasladarse en diversas oportunidades,

aunque es justo señalar que en el caso de las misiones jesuíticas estas mudanzas tuvieron que ver más

con su carácter de antemural del avance portugués en la región que con fallas en la elección del

emplazamiento.

Hay con todo pueblos que se trasladan varias veces en 150 años y otros que tienen problemas de

“reestructuración” interna, mudando aún los elementos más importantes como sucedía en el

momento de la expulsión con Santa María La Mayor (Aregentina) o en Jesús (Paraguay). Otro

pueblo como el de los Santos Cosme y Damián (Paraguay) trasladado en 1760 no alcanzó a

completarse en los siete años de vida que tuvo en su nuevo emplazamiento.

9.3.- Referencias sacrales indígenas.

Los jesuitas se caracterizaron por la búsqueda de un proceso de integración cultural con el indígena
que partió del respeto de todos aquellos elementos de su cultura que no fueran contradictorios con su

visión cristiana. En este sentido buscaron que la transferencia de valores se hiciera dentro de un

contexto donde el indígena mantuviera sus identidades, aunque debiera modificar otros elementos

habituales de su comportamiento religioso, social y laboral.

En Juli ya se habían percatado, a fines del siglo XVI, de la importancia que tenía para la cosmovisión

indígena la relación con el medio natural, no meramente en su presencia física sino también como

elemento esencial de su vida espiritual.

Se trataba de una relación que tenía que ver con las mismas raíces de la sobrevivencia, con los ciclos

de producción agrícola, con la disponibilidad de la caza y la pesca, en definitiva con una fuerte

relación mecánica, que se proyectaba en creencias míticas y mágicas que estructuraban esta

vinculación sacral.

La implantación de un poblado implicaba un nuevo orden sobre el orden natural, una jerarquización

de áreas dentro del mismo poblado, y una presencia escénica del paisaje. A la vez los jesuitas

introducían su propia ideología del reino teocrático, de la ”Ciudad de Dios” y la vinculaban a las

utopías de la comunidad justa en una sociedad plenamente cristiana.

En las misiones ambas cargas simbólicas tienen a integrarse en un sistema sincrético que deviene en

la sacralización del poblado y en la formulación de pautas de ritualización y comportamiento para las

actividades de la vida cotidiana, desde los juegos, danzas y cantos, o de las tareas comunitarias

cívicas o religiosas que constituían la forma emblemática de participación.

9.4.- La Misión Jesuítica de Juli en el Perú.

No dejó de ser conflictivo el acceso de los jesuitas al sistema de poblados estables para misionar que

comenzaría justamente en el pueblo de Juli en el altiplano peruano junto al Lago Titicaca.

Los jesuitas entendían que el sistema de evangelización adecuado para una población indígena

dispersa era el de las “entradas” misionales anuales y la conformación de un sistema de “fiscales” de

la propia comunidad que ayudara con la persistencia de las devociones y sacramentos a los

conversos.
El sistema reduccional que impone el Virrey Toledo en el Perú, implica un cambio estructural de la

localización de la población indígena y la necesidad de generar un nuevo mecanismo que consolide

estas poblaciones de indígenas traumáticamente desarraigados. Por lo tanto conmina a los jesuitas a

hacerse cargo de reducciones bajo amenaza de solicitar al Rey su retiro de América en caso de

insistir en su política de misiones ambulatorias.

Los jesuitas aceptarán instalarse en Juli, un antiguo poblado atendido por los dominicos,

concibiéndolo como un “laboratorio de lenguas” donde sus misioneros aprenderían los diversos

idiomas nativos para salir a predicar. Pero Juli sería un sitio de excepcional aprendizaje para la

Compañía de Jesús pues develaría las imposibilidades que presentaba el mundo indígena para

superar las contradicciones a que lo sometía el sistema colonial.

Fue así que los jesuitas vislumbraron allí la necesidad de aislar al indígena de los sistemas esclavistas

de la mita y la encomienda, de mantener al idioma como elemento sustantivo de la identidad

indígena, de evitar la inserción del indio en el sistema comercial y de asumir la representación del

mismo ante la demanda fiscal ( pagos de los llamados “indios de faltriquera” en la mita y abono del

tributo real sin encomienda).

Los jesuitas tomaron Juli en 1576 y pronto lo convirtieron, por su capacidad organizativa, en el

centro más importante de la región. El Virrey Conde del Villar solicitaba una década más tarde que

los jesuitas tomaran nuevas reducciones y los caciques indígenas hacen lo propio en 1591 visto el

espectacular resultado de Juli y la defensa del indígena que habían desarrollado.

Con 10.000 indígenas Juli superó la población que pudo tener luego cualquiera de los pueblo de las

misiones y ello marcó también la idea de los límites de habitantes que sería oportuno manejar por

poblado. Como Juli no fue una fundación jesuítica se adaptó también en los aspectos físicos a las

persistencias de los sistemas simbólicos-sociales de las comunidades de origen incaico. Así las

cuatro iglesias aparecían articuladas entre las del “alto” y las del “bajo” (Hanan y Hurin), formando

una relación cruzada de parroquias y viceparroquias donde se predicaba en idiomas diferentes a cada

una de las comunidades (quechuas, aymaras, mojos, puquinas, etc)

Fue también útil para verificar la inconveniencia de la localización del poblado próximo al camino

real que posibilitaba abusos de los españoles sobre los indígenas, introduciéndoles servidumbres para
la carga y transporte, estafas en el comercio y otros delitos sociales. De allí la premisa de aislamiento

que caracterizará a las fundaciones misionales de la Compañía de Jesús

Fue también en Juli que los jesuitas establecieron imprenta para la realización de textos en los

idiomas indígenas y además los Vocabularios y Catecismos que les permitieran afrontar la doctrina y

formar a los catequistas indígenas. Lo propio harían luego en el Paraguay formando la primera

imprenta del Río de la Plata mas de medio siglo antes de que llegara a una ciudad española de la

región, ciudades donde ya había Universidades y Seminarios, pero no imprenta.

El padre Blas Valera impulsó a la luz de estas experiencias el respeto de los valores propios de la

cultura indígena, pero fue seguramente el Padre Diego de Torres, que estuvo de superior en Juli,

quien trasmitió los aciertos y correcciones a los misioneros que envió al Paraguay a formar los

primeros pueblos misionales.

9.5.- Las misiones del Paraguay, Chiquitos y Moxos. Coincidencias y singularidades de sus trazados.

9.5.1. La definición de la traza “paraguaya”.

Los treinta pueblos que culminaron el sistema de las Misiones de guaraníes en 1767, ubicados hoy en

territorios de Argentina (15), Brasil (7) y el Paraguay (8), fueron realizados sobre un mismo patrón de

asentamiento pero, como se ha dicho, ello no fue fruto de una imposición inicial sino de la consolidación y

transferencia de experiencias

Aunque más tempranas, las reducciones franciscanas del Paraguay - que no forman entre sí un

sistema homogéneo - no parecen haber tenido una incidencia clara en la estructuración del modelo

jesuítico. La localización de la Iglesia en el centro de la plaza que es muy propia del área guaranítica

parece tener que ver más directamente con la experiencia franciscana que con la jesuitica según se

desprende del plano del pueblo de San Francisco de Atirá que recogiera Félix de Azara.

En anterior trabajo señalamos que “la tendencia a cerrar la plaza y una jerarquización puntual de la

iglesia, en contraposición con el sistema axial misionero son signos evidentes de una falta de

coincidencia conceptual en el trazado”. El Colegio y Residencia franciscana ocupa sí todo un lateral

de la plaza.

Conocemos las transformaciones que los jesuitas tuvieron que introducir en la “casa grande” o
maloca guaraní para ir conformando la unidad espacial de la familia monogámica, pero estos

cambios se fueron integrando en un proceso de varias décadas hasta la definición del modelo.

El testimonio del padre Sepp para el diseño de San Juan Bautista (hoy Brasil) en 1697 explícita

varias de las premisas que presidirían el modelo misional y, aunque tiene un discurso “fundacional”

que posibilitaría creer que estamos ante un decisión novedosa, creemos más bien que integra

experiencias y propuestas ya ensayadas. Sepp dice “no aprendí con ningún arquitecto como hay que

trazar un pueblo”, lo que tiende a subrayar el carácter vanguardista de su presencia al negar la

experiencia teórica o práctica previa.

Asegura “tuve que asignar a cada grupo de casas el mismo número de pies a lo largo y a lo ancho

como a los otros” señala la visión unificadora de la planificación que proyecta al núcleo central

cuando dice “en el centro debí alinear la plaza dominada por la Iglesia y la casa del párroco. De aquí

deben salir todas las calles siempre equidistantes unas de otras”. El plan modélico parece claramente

inserto no solo en la resultante sino también en el procedimiento de la traza.

Evidentemente que si la circunstancia del modelo estaba madura hacia fines del XVII es muy

probable que ello explique la fáctica adscripción del mismo a los poblados de fundación

contemporánea de Moxos y Chiquitos.

La plaza de las misiones del Paraguay se aproxima más a las disposiciones de Felipe II en sus

“Ordenanzas” que lo que lo hacen las plazas mayores de las ciudades españolas en América ya que

mantienen la idea de una rectangularidad frente al predominio de la traza cuadrada hispánica, a la

que se aproximan las de Chiquitos.

Quizás, sin embargo, los aspectos más importantes sean los de la forma de uso del espacio abierto ya

que si bien, como en las plazas españolas la misión mantiene todos los usos lúdicos, cívicos y

obviamente religiosos, la modalidad de su organización y funcionamiento le pone un acento barroco

desde su inicio.

Para entenderlo debemos tener en cuenta el imaginario barroco del poblado como un Gran Teatro del

Mundo, donde el núcleo principal (templo-colegio-cementerio) actúa de telón de fondo de una

escenografía que convierte a la Plaza en el centro de la vida de la comunidad.

9.5.2. La traza en Moxos y Chiquitos.


En la traza de estos poblados hay coincidencia con los pueblos guaraníes en la presencia de los

elementos esenciales como la Plaza, y el núcleo principal (templo, colegio y cementerio) aunque existen

variaciones y caracterizaciones que entiendo interesante analizar en el contexto de esta primera aproximación

al tema.

Estas variaciones se producen en la configuración de las viviendas indígenas, que en las misiones de

guaraníes son unidades iguales fragmentadas y que en Chiquitos donde originariamente se hicieron

así (como vemos en Santa Ana y San Miguel), luego suelen ser largos “tirones” de casas de galería,

como era usual en los pueblos de indios de la región paraguaya y el oriente boliviano.

También las iglesias de Chiquitos y Moxos se aproximaban más a los templos paraguayos de

estructura portante de madera, pero la imagen final de los templos guaraníes no debe hacernos

olvidar que ellos fueron también de madera en la primera fase de su construcción y la mayoría de

ellos (San Ignacio Miní, Argentina, por ejemplo) tenían la estructura soportante de madera y los

muros de piedra eran de simple cerramiento.

No quisiéramos con ello caer en el esquema fácil de que el ciclo guaraní se estaría reiterando en

Moxos y Chiquitos, porque en estas obras del XVIII ya se incorporaron variables notorias respecto a

la experiencia guaraní.

Desde la simple disponibilidad de maderas de mayor porte que permitió los expresivos tratamientos

de las columnas salomónicas de los templos chiquitanos, hasta la presencia masiva de la pintura

mural, algo que es muy probable que haya existido en algunos templos guaraníes pero de los cuales

solo encontramos los fragmentos de Santa Rosa y los testimonios posjesuíticos del templo de San

Ignacio Guazú ambos en el Paraguay.

Es evidente que el ciclo chiquitano siguió su propia andadura, pero parecería que el proceso tendía en

todos los casos a desembocar en un paulatino reemplazo de esta arquitectura de raíces locales,

integrada a propuestas, por una arquitectura mas “académica” a medida que las posibilidades

tecnológicas lo facilitara,

Tal el conocido caso de San Miguel en el Brasil, Trinidad, Jesús y San Cosme y Damián en el

Paraguay y obviamente la muy interesante e innovadora propuesta de San José de Chiquitos donde el
uso de la cal, ladrillo y piedra viene a modificar las concepciones espaciales y las posibilidades

expresivas de la arquitectura jesuítica de la región.

Hace tiempo insistí en ver estos cambios dentro de un proceso de modificación “europeizada” de la

producción misionera, que debería analizarse en el contexto de otras potenciales transformaciones

culturales que se estuvieran generando en las misiones. En nuestro concepto no se trata meramente

de una alteración de las tipologías inducidas por la disponibilidad de la cal, sino más bien que dicha

disponibilidad tecnológica permite introducir las modificaciones que cierto sector de la Compañía de

Jesús propiciaba. Los debates acerca del proceso de construcción de la iglesia de Trinidad en el

Paraguay, estudiados documentalmente por Darko Sustersic y su equipo parece confirmar esta línea

de pensamiento, en la cual inscribimos las innovaciones presentadas en San José de Chiquitos.

Esto no significa el desconocimiento del potencial local y del proceso de “mestización” cultural. La

presencia de un ejemplar del libro de “La Carpintería de lo blanco” del sevillano López de Arenas

(1727) en la habitación del Padre Sánchez Labrador en el momento de la expulsión muestra la

vigencia de la adaptación teórica y el uso de la tecnología apropiada hasta el último momento.

Plantearnos hacia donde evolucionaría el modelo urbano y la arquitectura de las misiones jesuíticas

en una fase más avanzada del siglo XVIII es un tema de interés para comprender en sus atisbos los

horizontes que pudo tener el proyecto jesuitico. La integración de elementos “ilustrados” como las

alamedas y paseos arbolados son reconocidos por Fray Pedro José de Parras en la misión franciscana

de Caazapá (Paraguay) hacia 1750 y los encontramos en los relevamientos de los pueblos tomados

por Brasil, realizados por José María Cabrer en 1801 y que actualmente se encuentran en el Archivo de

Itamaraty en Río de Janeiro.

Los elementos complementarios de las grandes estructuras urbanas, que son vitales a efectos de la

caracterización de cada pueblo también reconocen variaciones entre las estructuras de las misiones

de guaraníes y las de chiquitanos. En su origen en la propia plaza había en sus ángulos cruces

catequísticas que servían a la vez de “posas” en los recorridos procesionales. Esto lo encontramos en

testimonios literarios de los pueblos de guaraníes y en el plano “tipo” de Candelaria (Argentina) que

publica Peramás y lo recoge para el caso de Moxos y Chiquitos el dibujo de D’Orbigny.

Un importante aporte al estudio urbano de las misiones ha sido el de la identificación de la capilla de


“Betania” en los poblados chiquitanos, ya que ella no existe con el mismo carácter en los poblados

de guaraníes. Si bien podemos encontrar capillas en el acceso al pueblo, ellas parecen haber tenido

advocaciones específicas de San Isidro Labrador o de Santa Tecla (San Miguel. Brasil), pero son

estructuras cerradas similares a los oratorios urbanos.

Por el contrario las capillas “Betania” son abiertas, probablemente más próximas a lo que serían las

capilla de “caridad” o “miserere” dispuestas para velar a los difuntos y que se encontraban sobre la

plaza de la misión en el punto de arribo de la calzada de acceso. Para Hans Roth ellas constituyen “el

punto extremo del eje regulador que termina pasando por el centro de la plaza” y eran utilizadas

como punto iniciático de la procesión del Domingo de Ramos. No descartamos tampoco su uso como

capillas de velatorio antes de la realización de un entierro procesional.

A la vez no existen en los pueblos chiquitanos las capillas de la Virgen de Loreto que por los relatos

y alguna evidencia (subsiste la de Santa Rosa en el Paraguay) tenían los pueblos de guaraníes dentro

de su traza.

Deberíamos en el futuro prestar más atención al estudio de estos elementos urbanos y arquitectónicos

complementarios. Es probable que el mayor desarrollo y accesibilidad de las misiones de guaraníes

los llevara a desarrollar “tambos” para el alojamiento de visitas y de españoles (que no podíann

permanecer más de tres días) y que por el intento notorio de aislamiento con los indígenas debían

alojarse o en el Colegio o en una construcción apartada.

Lo propio pasaría con los hospitales sobre todo en tiempos de epidemia donde sabemos que entre los

guaraníes llegaban a construirse pueblos provisorios destinados para los infectados y

preventivamente para sus familiares. Cardiel relata la interesante conformación de un “pueblo-

hospital” : con “un buen número de cabañas fuera del pueblo en su cercanías y otras más bien

formadas más lejos. Cuando uno caía enfermo lo llevábamos a las segundas cabañas y se quemaban

las primeras y se hacían otras nuevas”.

Carnicerías y “rastros” o mataderos se ubicaban en la periferia de los pueblos y a veces tras la huerta

de los padres. Exigían corrales y otros elementos y por sus características de olores y suciedad eran

localizados hacia la periferia de la misión. En el plano de San Juan Bautista del Archivo de Simancas

hay por lo menos dos corrales de ganado para el consumo del pueblo, uno junto a la huerta y otro en
el acceso del pueblo.

Otras edificaciones como molinos, atahonas, olerías para fábricas de ladrillos y tejas, depósitos y

trapiches existieron sin dudas en la mayoría de los pueblos tanto de guaraníes como de chiquitanos.

Sabemos poco de ello y tenemos que avanzar en aclararnos estos aspectos que, conjuntamente con un

análisis más refinado de las características de los edificios principales (templo, colegio, viviendas

indígenas y espacios públicos) nos permitan crecer en el conocimiento de esta fase esencial de la

arquitectura de nuestra región. Una tarea que, pese a todo lo avanzado, aun está pendiente

9.5..3.- Otras modalidades de asentamientos jesuíticos.

Cabría en este campo analizar particularmente lo sucedido en las misiones del Casanare (Colombia),

Maynas (Perú) y en Chiloé (Chile) que conforman otros conjuntos de interés dentro de la proyección

misional de los jesuitas en América.

En el caso de Chiloé los jesuitas plantean las llamadas “misiones circulares” con el antiguo sistema

de las “entradas” a los grupos indígenas que habían adoptado inicialmente hasta la instalación de

Juli.

La modalidad consistía en construir una capilla donde congregar a una feligresía dispersa y atender,

de acuerdo a la disponibilidad de religiosos, las tareas pastorales. Tratándose de un conjunto amplio

de islas e islotes, las capillas realizadas por los jesuitas en madera fueron muchas, aunque la mayoría

de ellas han sido renovadas durante el siglo XIX o formadas por los franciscanos de Propaganda Fide

que se hicieron cargo de las tareas misionales luego de la expulsión de los religiosos.

El ejemplo más interesante que ha pervivido desde el período jesuítico es el de la Iglesia de Achao,

cuya construcción data del siglo XVIII aunque ha sufrido modificaciones importantes el siglo

pasado. El desarrollo de una tecnología de madera, la amplitud de los ambientes y la solución de las

tres naves con continuidad espacial recuerda a los templos de la región guaranítica aunque el tipo de

madera y la forma de trabajarla son diferentes.

En la localización d los templo también los jesuitas atendieron a la calidad sacral del sitio, definido

por los adoratorios indígenas. Se apuntó en esto a la valoración de los lugares venerados que

facilitaban la capacidad persuasiva de la nueva religión. La conformación del poblado se hacía a

partir del templo, definiendo la plaza-atrio y la localización del caserío, aunque en este caso no
podemos hablar de una planificación de asentamientos de traza similar.

En rigor la instalación de la iglesia y su atrio parecen haber sido los elementos conformadores del

espacio urbano, signado seguramente por usos funcionales como el mercado a cielo abierto. El

caserío se localizó disperso y recién se ha ido configurando como poblado consolidado en el siglo

XIX. Aun, hasta nuestros días, existen capillas rurales aisladas con sus cementerios mientras las

casas están “sembradas” en la comarca rural.

En el Casanare la presencia de los jesuitas tiene rasgos de discontinuidad. Si bien varios de los

pueblos de misiones fueron conformados en el siglo XVII, lo cierto es que la movilidad de las

poblaciones por un lado y el reemplazo de las distribuciones territoriales entre las órdenes religiosas

y el propio clero secular, quitó continuidad y eficacia a esta acción de la Compañía de Jesús.

Algunos de los pueblos, ubicados en zonas alejadas y de difícil acceso, como Morcote, fueron

atendidos posteriormente por los agustinos ermitaños, quienes procuraron instalar un convento rural

de gran magnitud proyectado en España a fines del siglo XVIII.

Los pueblos del Casanare, testigos gravitantes de las acciones bélicas de la independencia, tuvieron

una lánguida evolución, donde no quedan rasgos claramente marcados de los modos de ocupación

del espacio de las antiguas misiones jesuíticas. En los últimos años la localización de importantes

yacimientos petroleros han determinado el crecimiento de la ciudad de Yopala, mientras que la

violencia se ha apoderado de la región afectando a los antiguos pueblos misionales como

Labranzagrande.

En Maynas tampoco quedan vestigios del período jesuítico pues los pueblos parecen haber tenido

una estructura de aldeas ribereñas, aprovechando el antiguo asentamiento indígena. El medio de

comunicación predominantemente fluvial, aproximó a estos enclaves a la estructura de Chiloé,

aunque en este caso tuvieron permanencia en el tiempo y no se trataba de “misiones circulantes”. Los

testimonios gráficos del Ingeniero Militar Francisco Requena de principios del siglo XIX nos

indican las modalidades de unas arquitectura efímeras muy distantes de las obras concretadas por la

Compañía de Jesús en el Paraguay o en Chiquitos.

En todo caso no se trata de una carencia de profesionales de la misma orden pues en Maynas actuó

durante muchísimos años el ,jesuita alemán Leonardo Deubler a quien se atribuye nada menos que la
finalización de la fachada del templo de la Compañía de Jesús en Quito.

Las diversas actitudes de los jesuitas respecto de sus misiones nos evidencia, una vez más, el carácter

pragmático de sus decisiones y a la vez, la importancia que daban a los condicionantes del medio

geográfico y a las modalidades de asentamiento de las propias comunidades indígenas.

No existió pues un “Plan Maestro” al cual sujetar los conjuntos misionales sino mas bien una

acumulación de experiencias que posibilitaba una tendencia evolutiva y transformadora de acuerdo a

las disponibilidades de nuevas tecnologías y de verificación de una exitosa forma de organización

espacial.

10.- Poblamientos espontáneos.

Si bien las ordenanzas de poblamiento eran muy explícitas sobre el ritual fundacional de la ciudad,
marcando la presencia del "rollo" (pelourinho) como hito y formas protocolares de demostrar el dominio,
hacer las trazas, repartir tierras y formar autoridades, lo cierto es que hubo muchas ciudades en América que
crecieron sin una explícita intención de consolidarse como núcleos urbanos. Ello no devienen obviamente de
las capitulaciones fundacionales, ni de los programas administrativos de los funcionarios de la corona, sino de
procesos vinculados a las formas de producción, a la presencia de elementos simbólicos convocantes
-generalmente de carácter religioso- o a empresas particulares en torno a la trazas viales.

Es frecuente que ellos respondan a elementos generadores de diverso carácter que son reconocidos
en una valoración funcional por una población dispersa. En algunos casos las ciudades nacen acompañando
un fuerte o presidio de frontera y su población está integrada originariamente por las familias de la tropa que,
una vez consolidada la circunstancia belicista se asientan con carácter permanente.

En otros casos se trata de capillas u oratorios formados por algunos vecinos para atender a los
servicios religiosos de una población rural. La capacidad de convocatoria de estas concurrencias dominicales
arrastra la formación de otra serie de servicios como ferias, localización de un almacén de ramos generales o
pulpería, o también la organización del espacio lúdico del baile y la música. Así notablemente estos centros de
congregación de actividades sociales se fueron consolidando, sin acta fundacional, como génesis de ciudades
de importancia como Rosario en la Argentina.

Los puntos de encuentro vial, los cruces de camino, son en la larga carrera de las postas de correo o
del trajín de las recuas de mulas de los arrieros y comerciantes, los puntos de consolidación y referencia en el
vasto territorio rural. En torno a los antiguos "tambos" incaicos, donde alojamiento y recambio de caballos
obligan a permanencia, habrían de formarse otros núcleos urbanos. Un papel similar gestarían antiguos cascos
de estancias y haciendas con las habitaciones patronales y las de sus peonadas, sobre todo cuando se vinculan
a tareas de transformación agroindustrial o a formas de producción y de transformación avanzadas como
pueden ser los telares textiles en la sierra andina.

En el período colonial muchos de estos poblados quedaron esbozados y con un vecindario estable,
pero sin tomar las formas urbanas propias de un reparto de tierras sistematizado. Las modalidades de estos
asentamientos espontáneos seguían a veces las trazas del camino real como eje de la composición a cuyo
extremo se ubicaba la plaza (San Carlos del Valle Calchaquí en Salta) y en otros el caserío pivotaba sobre
elementos emblemáticos como la casa patronal y la capilla (Molinos en Salta). Buena parte de estos pueblos
fueron retrazados y “ordenados” geométricamente por los Departamentos de Agrimensores en el siglo XIX,
para asegurar la metodología cartesiana de ocupación territorial. tampoco en ello debemos buscar la
reiteración del modelo hispano sino simplemente poner el orden del ángulo recto y facilitar el parcelamiento y
otorgamiento de títulos de propiedad..

Pero en estos pueblos espontáneos, sobre todo los que se salvaron de los topógrafos, campearía la
libertad de su trazado, que atendía más a la presencia del elemento generador que a las disposiciones
administrativas del poblamiento español. Esto no significa la ausencia de elementos jerarquizados como la
plaza o que las calles fueran siempre irregulares, sino que la espontaneidad atendió preferentemente a una
apropiación de tierra urbanizable no sujeta a la autoridad sino a la necesidad.

Ellos no conforman un grupo de poblamientos específicos, sino una realidad pragmática que, sin
constituir una alternativa planificada a las ordenanzas vigentes, dejan huellas precisas en los vastos territorios
que la administración metropolitana o local no alcanzaba a manejar.

11.- Las ciudades fortificadas.

Parece importante señalar los efectos que tuvieron las fortificaciones sobre las ciudades cuyas
necesidades defensivas implicaron en algunos casos modificaciones al modelo de poblamiento. Podemos
encontrar en los primeros trazados fortificados la presencia de recintos amurallados, lo que constreñía la
expansión urbana potencial. También es frecuente que en las zonas próximas a las murallas y bastiones se
limiten las alturas para evitar interferencias a la artillería, se tracen calles más anchas en los accesos a
baluartes, o se definan caminos de ronda (como se observa aún hoy en las murallas de Campeche)

Si bien muchas de estas murallas son desbordadas en los siglos XVII y XVIII por las expansiones
urbanas, una nueva red de sistemas defensivos, de baterías y castillos protegían a los asentamientos urbanos
en expansión como podemos ver en Cartagena de Indias (Colombia). Muchas ciudades, como La Habana,
rebasaron luego sus murallas en el XIX y llevaron finalmente a la demolición de las mismas en 1863. Las de
Lima, nunca utilizadas, fueron demolidas en 1872, permitiendo un ágil modelo de especulación inmobiliaria
impulsado por el empresario Meiggs que loteó parte de la zona.

Hay casos donde el diseño de la fortificación fuerza la traza de la ciudad, como sucede Trujillo en el
Perú, una obra diseñada por un ingeniero militar italiano en el último tercio del siglo XVII. En este caso prima
el modelo ideal de óvalo y la muralla ciñe al poblado, condicionando las formas del trazado de las manzanas
próximas a la misma, que se consolidan como elementos residuales antes que responder a una definición
explícita de formas urbanas predefinidas. No es frecuente, de todos modos, encontrar estos trazados "ideales"
realizados con tal pulcritud que condicionan el desarrollo del soporte urbano. En general la traza de las
murallas se va adaptando al desarrollo de la ciudad o es una envolvente de tal magnitud que permite englobar
hasta áreas de cultivo como en el caso de Lima.

Hay casos más impactantes, cuando realmente muralla y traza urbana son parte unívoca de un
proceso de diseño y donde, la definición militar - teñida del formalismo retórico de la geometría defensiva-
condiciona definitivamente la idea fuerza del proyecto. Tal es el caso de Nacimiento en Chile, uno de los
proyectos del Virrey Amat en el siglo XVIII, donde la forma de las manzanas acompaña forzadamente la
composición trapezoidal de la muralla poniendo en evidencia la prioridad del argumento militar frente al del
poblamiento. En las fortificaciones de campaña, líneas de fortines y presidios, fue frecuente adoptar figuras
geométricas regulares desde triángulos y cículos, a otras más complejas como las estrelladas y las
trapezoidales. De ellas surgirían muchos poblados que atendieron antes a la propuesta geométrica que
determinaron complejos parcelamientos y condicionaron las resultantes funcionales de los elementos urbanos.

Estas características pueden también vislumbrarse en ejemplos brasileños donde fortificación y traza
van íntimamente unidos, como el de Nuestra Señora de los Placeres de Igatimí, en la frontera con el Paraguay
que, a pesar de ser realizado con materiales precarios muestra una geometría con voluntad de permanencia
siguiendo las trazas habituales de la fortificación abaluartada. por el contrario alguno de los otros fortines
como el instalado frente a los pueblos de las misiones jesuíticas de Moxos, presentan una solución de largas
pareces y baluartes circulares más próximos a los sistemas de fortificación pasajera y tradición medioeval.

Los sistemas más complejos de fortificación, incluyendo los que aprovechan integralmente las
condiciones topográficas del emplazamiento como los Morros de La Habana, Santiago y San Juan de Puerto
Rico, tienen una relación parcial con los fenómenos de definición de la traza urbana. lo mismo podemos decir
de los complejos sistemas de baterías altas y bajas, castillos y fortalezas que en Cartagena de Indias o
Portobelo (Panamá) atienden más a una estrategia territorial que estrictamente urbana.
Es este un tema que, de todos modos exige profundizar en los análisis para captar con claridad la
gravitación de las soluciones de diseño urbano en el contexto de una fuerte definición de logística militar.

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