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TEMAS ESPAÑOLES

NOVELA ESPAÑOLA
DE POSGUERRA

por

MANUEL GARCIA VIÑÓ

Núm. 521

PUBLICACIONES E S P A Ñ O L A S
Avda. del Generalísimo, 39
M A D R I D , 1971
La Colección «Temas Españoles» responde a un propósito de
divulgación cultural en la más amplia acepción de la palabra. Sus
títulos pretenden introducir a un tema, suscitar el interés, despertar
curiosidad. Su último objetivo, tal vez ambicioso, es cooperar al
mejor conocimiento del pasado y el presente de España y facilitar
la convivencia de una sociedad madura y dinámica.

SERIES COLORES

ECONOMIA MARRON
POLITICA Y SOCIEDAD ROJO
HISTORIA AMARILLO
CIENCIA, ARTE, EDUCACION AZUL
BIOGRAFIAS OCRE
REGIONES Y PROVINCIAS VERDE
VIDA LABORAL Y POLITICA SOCIAL. VIOLETA
INTRODUCCION

«Se ha hablado de una vocación española por la novela. Así lo en-


tendió, en 1925, el mejor de los críticos de entonces, Eduardo Gómez de
Barquero... Pero su libro, El renacimiento de ¡a novela en España, ya
infiere en el título una vocación discontinua, pues sólo renace lo que
ha dejado prácticamente de existir y siempre un renacimiento es la rea-
nudación de un culto perdido... ¿No ocurre que entre Cervantes y Gal-
dós hay una laguna de más de dos siglos? Al nutrido grupo novelístico
de la Restauración sucede el 98, que salvo Baroja y Valle-Inclán ca-
rece de verdaderos narradores. Tampoco el modernismo se emplea en
el género con especial dedicación... Ni nosotros, generación crítica y
vacilante, incorporada a la crisis del mundo después de la guerra del
14, hemos puesto en la novela, ni en ninguna estructura orgánica del
arte, el residuo de fe y empeño de otras incitantes aventuras... Nueva
vez en nuestros días puede hablarse de un renacimiento de la novela,
porque después de la última guerra civil surge un extenso grupo de no-
velistas, quizá superior en número al de la Restauración.»
Con estas palabras iniciaba una conferencia en el Ateneo de Ma-
drid, a fines de 1960, Ramón Ledesma Miranda, novelista perteneciente
a la promoción que, en la década 1920-1930, aplicó a la novela los pos-
tulados del «arte puro», pero que todavía alcanzó a publicar en 1944
la que es considerada por muchos su mejor novela, Almudena, o histo-
ria de viejos personajes y aún a obtener, en 1951, el Premio Nacional
de Literatura, por La casa de la fama.
Respecto a esa cita inicial hay que decir que, efectivamente, Espa-
ña, que inventó la novela moderna con El Quijote, conoce, desde me-

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diados del siglo xvn, cuando se extinguen las últimas manifestaciones
de la picaresca, un vacío novelístico que dura prácticamente hasta la
mitad del siglo xix, en que La Gaviota (1849), de Fernán Caballero,
marca el inicio de la era de los grandes narradores realistas, que vienen
a representar en nuestra literatura lo que Sthendal, Balzac y Flaubert
en la francesa, o Dickens, Thackeray, Trollope, etc., en la inglesa: Alar-
cón, Valera, Pereda, Emilia Pardo Bazán, Palacio Valdés y, sobre todo,
Leopoldo Alas Clarín y Benito Pérez Galdós. Pero hay m á s : la irrup-
ción de estos auténticos novelistas de raza no arregla la situación y,
todavía a partir de ellos, la novela sigue siendo en España un género
en crisis, pese a los brotes aislados de excelentes y originales narrado-
res *. Al contrario de lo que ocurre con la poesía, el teatro y el en-
sayo, «la crisis de la novela, como dice Torrente Ballester, es perma-
nente, y su consistencia no se parece en nada a eso que se llama, en
Europa, la crisis de la novela». Uno de los propios novelistas mencio-
nados, Juan Valera, metido a crítico, verificaba en su día la existen-
cia del problema con las siguientes palabras: «... en lo que llamamos
novela (los españoles) hemos sido estériles, imitadores desmañados y
harto infelices hasta poco ha. Mirando sólo a lo presente, hubiera po-
dido decirse que el genio de nuestra nación no llamaba a ser novelista».
Un rebrote de cierta consistencia, que hace convivir en las vísperas
de la guerra de 1936 a 1939 a los cultivadores del arte puro con los de
un realismo de raíz social, se ve cortado por el conflicto. Después de
éste, el cambio de etapa es evidente, y tras un período de apenas tres
años, que las estructuras del país necesitan para amoldarse a la nueva
realidad histórica, se inicia efectivamente el nuevo renacimiento de que
hablaba Ledesma Miranda. Pero se trata ahora de un renacimiento que,
a nuestro juicio, va a constituir algo más que un brote aislado en el
devenir de las letras españolas. Sin la menor reserva pensamos que el
género narrativo ha venido a tomar carta de naturaleza, definitiva-
mente, en nuestra literatura.
* * *

Una guerra ideológica, como lo f u e en el fondo la española de 1936


a
1939» У m á s si va seguida por una mundial de tipo total hasta en-

* Por e j e m p l o : Valle-Inclán, Baraja, Concha Espina, Ricardo León, Pérez


de Ayala, Gabriel Miró, R a m ó n Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés, Ledesma
Miranda, Wenceslao Fernández Flórez, etc.

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tonces desconocido, y de toda la serie de inventos técnicos, cambios de
estructuras económicas, movimientos sociológicos y corrientes filosó-
ficas y artísticas que caracterizan a la era atómica, no tenía más reme-
dio que significar la liquidación de un período narrativo y la apertura
de otro. Porque los novelistas, aquí como en todas partes, son los por-
tavoces más caracterizados de la conciencia social, y la conciencia na-
cional española de este período, y hasta nuestros mismos días, tiene su
punto de referencia más relevante en el acontecimiento bélico men-
tado y en todo lo que, en los terrenos político, económico, social y
aun religioso se deriva de él.
En este sentido nos hallamos con cuatro tandas perfectamente dife-
renciadas—aparte tendencias estéticas, ideario socio-político o talante
intelectual—por el impacto producido en su formación espiritual por
la gran crisis histórica.

1." La de los que ya eran hombres maduros y aún escritores con-


sagrados con anterioridad a la guerra. De éstos, la mayoría apenas aña-
de nada importante a su obra anterior, como es el caso de Baroja, Azo-
rín, Pérez de Ayala, Concha Espina y Ricardo León, de los que apenas
puede decirse con propiedad que convivieran literariamente con las
promociones posteriores. Otros, como el citado Ledesma Miranda, sí lo
h a c e n : Wenceslao Fernández Flórez, que publica su mejor novela, El
bosque animado, en 1943; Bartolomé Soler, Ramón Gómez de la Ser-
na y, sobre todo, Ramón J. Sénder y Juan Antonio Zunzunegui, acti-
vos todavía en 1971. Zunzunegui, especialmente, publica lo verdadera-
mente importante de su vasta obra con posterioridad a 1943.

2.a La promoción de los que hicieron la guerra, cuya obra empieza


a ver la luz en la inmediata posguerra y hasta mil novecientos cincuen-
ta y algo.

3.a La de los que no hicieron la guerra, pero asistieron a su acon-


tecer ya despiertos los ojos de la conciencia. Es decir, los que sufrieron
las consecuencias de unos sucesos históricos en cuya génesis no ha-
bían tenido la menor participación. Sus obras empiezan a aparecer al-
rededor de 1960 *.

* H a y algunos novelistas que, a u n q u e por su edad pertenecen a este gru-


po, como Ana María Matute, Sánchez Ferlosio y Fernández Santos, la tempra-
na aparición de sus primeras obras—1948, 1951 y 1954, r e s p e c t i v a m e n t e — h a c e

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4-a La formada por aquellos que no conservan recuerdos persona-
les del conflicto y que, aparte algunos casos aislados de precocidad, ape-
nas han pasado de publicar relatos en revistas y alguna que otra nove-
la corta.
Como es natural, son los grupos segundo y tercero los que consti-
tuyen no sólo el grueso de los efectivos vigentes, sino también la re-
presentación más característica del período que queremos reseñar. Jun-
to a ellos, el nada desdeñable equipo de novelistas que ha laborado
en el exilio.

que algunas veces sean estudiados junto a los del anterior, o, al menos, c o m o
pertenecientes a una promoción intermedia, junto con Castillo Puche, Ignacio
Aldecoa y algún otro.

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PERIODO INICIAL

Al intentar trazar u n panorama de la novela española de posgue-


rra, nos encontraríamos primero con un momento de vacío total. Los
novelistas españoles, unos están en el exilio y buscando amoldarse a su
nueva y difícil situación; otros permanecen mudos y otros no han
empezado todavía a publicar. Si algo salió de las imprentas desde el
final de la guerra (1939) hasta 1942, es evidente que no ha hecho his-
toria, que no ha significado gran cosa ni siquiera dentro de la obra de
su propio autor. Durante tres años, el país, que barre los escombros y
abre nuevos surcos en los campos todavía cubiertos de metralla, pa-
rece culturalmente aletargado. En este clima, una novela de corta ex-
tensión suena como un verdadero clarinazo: La familia de Tascual
Duarte, de CAMILO JOSÉ CELA. Las editoriales españolas, q u e h a n i n t e n -
tado llenar el vacío con poca fortuna, han invadido las librerías con
traducciones de novelas de tercera fila —novelas de esas llamadas cos-
mopolitas, a lo Somerset Maugham, Luis Bromfield y Vicky B a u m — y
el autor de La familia de Tascual Duarte tiene la virtud de fijarse en la
realidad española y expresarla de una manera que le sitúa en una línea
de la literatura nacional que va desde la picaresca a Baroja. Se ha di-
cho de esta obra que tuvo trescientos lectores y mil críticos, o algo
parecido; de lo que no cabe duda es de que produjo un choque; y si
luego, estudiada con perspectiva, ha podido ser discutida, y aun dura-
mente, por algún crítico, lo que nadie le discute es su importancia his-
tórica. Por otra parte, el nuevo autor aportaba un estilo lleno de vigor
y expresividad, fresco y jugoso, que forzosamente tenía que brillar en
medio del adocenamiento y mediocridad de la narrativa al uso.

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Con los dos elementos apuntados—la oportunidad de la aparición
y la alta calidad de la prosa—nosotros relacionaríamos o t r o : su en-
tronque, voluntario y consciente, con dos grandes tradiciones litera-
rias españolas: la picaresca y el arte de andar y ver.
Creemos que no ha faltado crítico en el país que no haya repro-
chado en alguna ocasión a Cela el no haber levantado aún un gran
edificio novelesco, en el sentido que tradicionalmente se entiende por
esto. Y es que, efectivamente, a pesar de La familia de Tascual Duarte,
relato corto lineal, y La colmena, que lo es largo, más de tipo orques-
tal, el grueso de la obra narrativa de Cela parece un empeño por elu-
dir la construcción de una de esas ficciones del mundo verdadero por
la que suelen pulular personajes con una psicología típica, que viven
la plenitud de unos acontecimientos con apariencia de plena realidad.
Empeño que alcanza su máximo logro destructor en Mrs. Caidwell
habla con su hijo, pero que se mantiene a alta tensión en el resto de
sus novelas, en las que eso que se llama ambiente o personaje o argu-
mento aparece reducido a su más mínima expresión; como mucho, son
dados a través de pinceladas escuetas, casi impresionistas.
Ahora bien, en esos esbozos o pinceladas impresionistas, en ese to-
que justo, preciso, luminoso, capaz de dejar plasmada una persona o
un lugar, nadie puede negar que Cela es un maestro; y ello se aprecia
bien en sus libros de viaje, género abandonado, que él ha vuelto a po-
ner en boga entre nosotros. Por cierto que no sabemos si se ha seña-
lado alguna vez lo que de libros de viaje tiene la mayoría de sus no-
velas. Dejando quizá aparte la primera, todas las demás son, en cierto
modo, libros de viaje. Lo es La colmena — u n viaje por los más negros
ambientes del Madrid de la posguerra—; lo es La catira; lo son las
Historias de España y Tobogán de hambrientos. Y en todas ellas se dan
esas pinceladas impresionistas que, con m u y pocos elementos, consi-
guen el retrato exacto que el autor se propone. Pero un retrato fugaz,
a veces hasta inconsistente, pues ya hemos dicho que este hombre ocu-
rrente, vivaz, ingenioso, descriptor ameno, imaginativo incluso, que
ha heredado de su ascendencia inglesa un fino sentido del humor, no
parece capaz de mantener unos personajes en una larga andadura, ni
levantar una estructura novelesca de ese tipo en el que los ingleses
son maestros indiscutibles.
De todo ello quizá debamos deducir que en Cela hay que buscar

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más al escritor que al novelista. Su prosa, ya lo hemos dicho, alcanza
una de las más altas cimas de la literatura española contemporánea.
Prosa cuajada en un estilo rico, brillante, quizá el más idóneo para en-
cender esos leves chispazos de ingenio y gracia, que Cela da lo mismo
en un artículo periodístico, en un comentario más o menos crítico y
erudito o en una novela corta.
Más aún, si lo miramos como novelista, ha de ser dentro de eso
que se ha dado en llamar nueva novela, o aun antinovela, y admitir
que su negativa a levantar uno de esos mundos que se le reclaman
obedece a un credo estético producto de un temperamento. Y ver sus
obras como lo que realmente son y quieren ser: a nuestro juicio, como
unas grandes metáforas de la realidad que pretenden, por modo artís-
tico, reflejar.
Entre los antecedentes de Cela, que tiene la virtud indudable de
entroncar en una línea literaria m u y española, se han señalado los más
lejanos de la picaresca y los más cercanos de Baraja y del Valle-Inclán
de los esperpentos. Entre los consiguientes, ese tipo de literatura, ya en
progresivo desuso, que se denominó tremendismo, y que vino presidida
por el gusto por las narraciones cínicas y violentas, cuajadas de voca-
blos duros, y, también, una gran preocupación por la expresión y por
el estilo, que en nuestro autor llega a alcanzar a veces el grado de una
verdadera orfebrería lingüística.
Resumiendo, podríamos decir que nos hallamos ante un escritor do-
tado de un instrumento literario de enorme calidad y fuerza expresiva,
bello, rico y correcto, y de una asombrosa capacidad para describir,
con un mínimo de elementos, la realidad que le rodea. Un escritor, cuya
obra, extensa y variada, se mueve entre el realismo y el esperpento,
por un lado, y un lírico subjetivismo, por el otro, que deja adivinar,
aun en las obras y en los pasajes menos propicios para ello, un alma
de verdadero poeta.
Su última producción, San Camilo 1936 (1970), no nos lleva a va-
riar demasiado este juicio, aun cuando en ella se encuentren nuevos
elementos que haya que señalar. Elementos formales, no sustanciales,
que, aunque en una primera visión sorprendan, un examen detenido de
los mismos lleva a esa ratificación en el juicio que apuntamos. San
Camilo 1936 es exactamente La colmena, sino que sin puntos aparte y
con una construcción sintáctica voluntariamente dislocada, en un in-

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tentó, sin duda conseguido por el autor, de imitar el fluir del pensa-
miento. Nada tenemos que decir contra este procedimiento, de indu-
dable efecto; pero sí apuntar que, al utilizarlo, el autor ha echado mano
de un expediente que, en cuantas ocasiones se le han presentado—al
contestar entrevistas sobre todo— ha afeado a los jóvenes novelistas es-
pañoles; a saber: seguir procedimientos impuestos por narradores fo-
ráneos. En el caso que nos ocupa, el nouveau román francés, si bien
quizá pasado a veces por su versión hispanoamericana. Pero con Michel
Butor siempre al fondo.
No es fácil negar en redondo un libro como éste, dado el carácter
de auténtico escritor de su autor, revelado en muchas de sus páginas.
Afloran el talento y el estilo. Sin embargo, es evidente que el libro
como totalidad no se ha cuajado en un logro completo, por cuanto, a
través de la técnica elegida, el novelista no consigue hacer presente una
realidad novelesca delante de los ojos del lector. Refiere unos hechos,
pero no los novela. En general, los principios de capítulos y algún que
otro párrafo, dan idea de lo que podría haber sido una pieza poemá-
tica o un monólogo interior de gran calibre, si el habitual neocostum-
brismo impresionista de Cela no diera continuos tironazos hacia planos
más bajos. De cualquier forma, el intento da importancia a este libro,
que, como decimos, no se puede negar en redondo fácilmente. Las con-
tinuas alusiones a lo escatológico y, sobre todo, a lo sexual, aunque
también se cuenten entre los recursos habituales del autor, pueden to-
marse aquí, en unión de las alusiones a la violencia, como integrantes
de una gran metáfora que planea sobre toda la obra y refleja la inter-
pretación personal de unos momentos históricos. Hay bastante relleno
para alargar innecesariamente y falta magia. Resalta demasiado el es-
fuerzo. Pese al cristal que, a través del estilo y la técnica, interpone
el autor ante la mirada del lector, éste advierte demasiado claramente
la crónica sobreponiéndose al arte literario, pues aquél no logra refor-
zar la mirada ni presentar la visión «distinta» de la realidad que ha de
tener un escritor de novelas.
* * *

Desde nuestra atalaya de 1971 no podemos ya ignorar que, en 1943,


a p a r e c e Javier Mariño, d e GONZALO TORRENTE BALLESTER, q u e p a s a
casi inadvertida, pero que al lector atento le revela la existencia de

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un escritor importante y dotado de una fibra que en los años subsi-
guientes no ha de abundar en España: la fibra del novelista intelec-
tual, que se aparta del realismo de superficie y profundiza en las simas
de la condición humana, indagando en los porqués de sus tensiones.
Pero Torrente Ballester, que es además crítico teatral y estudioso de la
literatura, a pesar de publicar otros libros, ha de aguardar a la aparición
de su trilogía Los gozos y las sombras (El señor ¡lega, 1957; Donde da
la vuelta el aire, 1960; La pascua triste, 1962) para escalar uno de los
primeros puestos de la narrativa española.
Por su formación y por sus inquietudes. Torrente es un hombre de
nuestros días, y eso se advierte en su problemática y en su manera de
expresarla; como se advierte—especialmente en la trilogía—, su pul-
so de auténtico novelista. Nuestro autor piensa «que el tema deter-
mina la técnica»; «que la técnica no se justifica por sí misma, sino por
las posibilidades expresivas que libera». Y el tema de esta densa serie
narrativa exigía indudablemente una técnica cercana a la tradicional;
una técnica plasmada no sólo en elementos tradicionales, sino tocados
también de manera tradicional: línea argumental, personajes, ambien-
tes, descripciones, diálogos, estructuras, etc. Y al decir sólo «cercana»
queríamos señalar que no se trata, ni mucho menos, como tantas veces
ocurre entre nosotros, de una obra neocostumbrista, epigonal respecto
al siglo xix. Se t r a t a — y ello vale tanto para la trilogía como para Ja-
vier Mariño— de personajes de hoy, de problemas de hoy, presentados
también a la manera de hoy, en un contexto actual, no sólo ideológico,
sino también estético. El autor sabe que «la realidad sirve de material
novelable a condición de que se rebase, por encima o por debajo, la
normalidad», y tiene facultades para ello, es decir, para transmutar en
materia estética, en realidad estética, la pura y simple realidad externa.
Su novela Don Juan (1963) es caso aparte. Es un ejemplo de creación
libérrima, que se sitúa no sólo al margen de las modas, sino también de
las tradiciones. Concebida, según confiesa el propio autor en el prólogo,
tras un «empacho de realismo», Don Juan intenta ser, antes que nada,
una pura obra de arte. Lo que no quiere decir, naturalmente, una obra
de arte puro. Y es por ello, me parece, por lo que el autor, aun a pe-
sar del coherente mundo de ideas sobre el amor, el sexo, la libertad,
la vida, la muerte, la religión y Dios, que ha plasmado a lo largo del
relato, se cuida de desbaratar de un plumazo la posibilidad de que el

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lector crea que ha pretendido sentar una tesis, ni siquiera una inter-
pretación, del universal mito del donjuanismo. Precisamente en la pá-
gina en que el lector espera que le revelen el porqué de la inmortali-
dad de Don Juan; el porqué de la presencia del diablo en su existen-
cia; el porqué de la fascinación que el burlador ha ejercido sobre
Sonia, como sobre otras mujeres, el narrador anónimo «descubre» que
tanto Don Juan como Leporello, como Sonia no son más que unos ac-
tores. Esas pocas líneas convierten en farsa lo que se esperaba que ter-
minase como tragedia. Y uno no sabe, la verdad, si alegrarse o lamen-
tarlo.
Ello, sin embargo, no cambia ni un solo tilde de lo anteriormente
levantado. El prodigioso edificio literario permanece incólume. Como
también la interpretación que, en definitiva, hace el escritor Gonzalo
Torrente Ballester de la figura de Don Juan, desde las atalayas de su
época, su cultura y su experiencia.

* * *

El año 1944 asiste a la aparición de Mariona Rebull y de Nada.


Mariona Rebull es la primera obra de una pentalogía: La ceniza fue
árbol, de la que han aparecido también El viudo Ríus, Desiderio y 19
de julio, en la que su autor, IGNACIO AGUSTÍ, se ha propuesto retratar,
a través de la historia de una familia, la vida integral de la Barcelona
de la preguerra, la guerra y la posguerra. Mariona Rebull, que técnica-
mente es una novela tradicional, conoce un gran éxito y se populariza
a través del cinematógrafo; pero es Nada, la otra novela de 1944, la
que viene a dar un clarinazo semejante al que, dos años antes, diera
La familia de Tascual Duarte. Nada llega respaldada por el galardón
del premio Eugenio Nadal, el más antiguo de los premios literarios pri-
vados que se otorgan en España, Y su autora, CARMEN LAFORET, es una
joven de veintiún años que aporta, por primera vez a través de una
obra literaria, la conciencia de la generación de posguerra. Estas cir-
cunstancias hubiesen sido suficientes para provocar el impacto que la
obra produjo, si Nada no hubiese estado dotada además de un lengua-
je brioso y una exposición interesante, que refleja adecuadamente la
candente problemática de choque de conciencias que siempre implica
el relevo de dos etapas históricas. Grandes similitudes formales y de

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contenido con Nada guarda La isla y los demonios, la segunda novela
de Carmen Laforet, quien, en posteriores obras, no ha mantenido el cres-
cendo desgarrado de su ímpetu inicial.
En la obra de Carmen Laforet se perciben claramente dos etapas. La
primera de ellas compuesta por Nada, La isla y los demonios y, en
parte, La mujer nueva. La segunda, por la trilogía titulada Tres pasos
íuera del tiempo, de la que hasta ahora ha aparecido sólo el primer
volumen, La insolación.
La diferencia más patente entre una y otra etapa, de la que tal vez
arranquen todas las demás, viene marcada por una desaparición de la
autora como materia novelesca, paralela a su aparición progresivamente
sensible como tal autora. El hecho de que el protagonista de las tres
primeras novelas sea femenino y el de la cuarta y, según se nos anun-
cia, quinta y sexta, masculino, no es ninguna casualidad. Responde
perfectamente al cambio de actitud.
No haría falta la confesión de la propia autora para que nos diése-
mos cuenta de hasta qué punto Nada, La isla y los demonios y, en gran
parte también, La mujer nueva representan otros tantos aspectos de una
autobiografía afectiva. En ellas, las propias vivencias constituyen in-
gredientes principales de la materia novelesca. Pero, a mayor abunda-
miento, la confesión ha tenido lugar en el prólogo puesto por la autora
al primer tomo de sus Obras completas. La insolación, en cambio, es
ya más bien producto de la observación. En su prólogo se nos dice
que los tres libros de la trilogía que esta novela inicia «marcan tres
momentos de la vida de un hombre y apuntan también tres momentos
de la vida de estos últimos veinte años en España». Ello evidencia un
propósito testimonial que lleva a incluir a la autora en la corriente do-
minante de la novela española contemporánea, frente a la que ante-
riormente había constituido una excepción.
La cualidad primordial de Nada es, a nuestro juicio, su lucidez, su
penetración. Lucidez y penetración que, al horadar los objetos, las per-
sonas, los paisajes, son capaces de ponerlos ante los ojos del lector como
si fueran nuevos; al menos, como si le fuera dable contemplarlos por
primera vez. Ello proviene de que también la autora se ha situado ante
la realidad a recrear como si fuera nueva y la ha contemplado con la
admiración y el asombro de un primer contemplador.
Tanto Andrea, la protagonista de Nada, como Marta, que lo es de

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La isla y los demonios, dejan constancia de su descubrimiento adoles-
cente y juvenil; de ese su darse cuenta de estar en el m u n d o ; de ese
indagarlo por todos sus resquicios; de ese asombrarse ante cada des-
cubrimiento. Una y otra son observadoras agudas, capaces de llamar
la atención no sólo sobre lo que no estaba presente, sino también so-
bre lo que, estando a flor de tierra, no había sido visto o, por lo me-
nos, no con la suficiente penetración. De ahí que, al transcribirnos sus
visiones, lo hagan de manera un tanto deformada: engrandecidas, des-
orbitadas, empequeñecidas, como productos de un sueño o bien de una
vigilia excepcionalmente alerta. En todo caso, el resultado es una des-
realización de la materia, es decir, una transposición artística de la
misma. Y de ahí también, quizá, el carácter de choque y, a la larga, de
inconformismo, de rebeldía, que informa una y otra visión.
La tercera novela ofrece ya un cambio radical de punto de vista.
La autora se aleja en ella de la realidad representada, pero no para
ofrecerla al lector objetivamente, sino para situarse por encima de ella,
como dueña y señora, inmiscuyéndose en la acción, haciendo comenta-
rios sobre su desarrollo y aun adelantando acontecimientos. Pero ya di-
jimos antes que La mujer nueva participa en cierta manera de la pri-
mera etapa de la autora. Ahora decimos m á s : las mejores páginas de
esta etapa, aquellas en las que la exaltación y el brío del estilo resal-
tan con más fuerza, aquellas en la que la fusión de narradora y mate-
ria narrada es más perfecta, pertenecen a esta obra y constituyen el ca-
pítulo en que se refiere la conversión de la protagonista.
La Paulina de la primera parte de la novela es un personaje rebel-
de, inconformista; hermana gemela de las protagonistas de las nove-
las anteriores. Pero, en la continuación, se aburguesa y este aburgue-
samiento suyo tiene su paralelo en el conjunto de la obra de Carmen
Laforet. Su novela corta El piano, recogida en La llamada, es clave para
comprender esta evolución. Encarna, de manera patente, la concep-
ción burguesa del inconformismo. En esta novela, como en la segunda
y tercera partes de La mujer nueva, no se da ya la dura crítica del fa-
riseísmo que alentaba en el fondo de Nada y de La isla y los demonios.
Las primeras novelas llevan implícitas una visión del mundo que,
en la tercera y en algunas de las novelas cortas, intenta ofrecer el natu-
ral viraje producto de la conversión. En La insolación, en cambio, no.
La autora, desapasionada ya, ajena al mundo que describe, acude а 'л

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fórmula, intenta repetir los elementos que, en sus anteriores produc-
ciones, sabe que dieron resultado. Y el logro, en consecuencia, no es
feliz.
* * *

T a m b i é n h a y q u e c o n t a r a RAFAEL GARCÍA SERRANO e n t r e los ini-


ciadores de la etapa de posguerra. Sus dos primeras novelas, Eugenio,
o la proclamación de ¡a primavera y La íiel infantería son de 1938 y
1943. Ambas, que f o r m a n trilogía con Vlaza del Castillo (1951), se ins-
piran en episodios de la posguerra y la guerra de 1936. En la misma
temática inciden, aunque sea marginalmente, sus últimos relatos pu-
blicados : Los ojos perdidos (1958) y La paz dura quince días (1960).

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OTROS NOVELISTAS MAYORES

El discurrir normal de las ediciones y los premios literarios fueron


poniendo en órbita, en la segunda mitad de la década de los cuarenta
y en la de los cincuenta, a una serie de escritores, que constituyen en
su conjunto la que podríamos llamar primera generación de la posgue-
rra. Todos sus componentes van a convivir con los cinco que antes he-
mos nombrado como iniciadores y con algunos otros que, como JUAN
ANTONIO ZUNZUNEGUI y BARTOLOMÉ SOLER, a u n q u e m a d u r o s y a a n t e s d e
la guerra, dan a conocer después de ella parte importante de su produc-
ción. Zunzunegui, sobre todo, es, literariamente hablando, un autor de
esta promoción. Su obra El premio obtiene el Nacional de Literatura
en 1962. Manejando una técnica narrativa tradicional, en la línea del
realismo naturalista, este autor ha dado en largos y documentados rela-
tos su visión de la sociedad moderna y sus problemas. La vida del Bilbao
industrial y del Madrid capitalino, especialmente, pueblan sus novelas
más importantes: La quiebra (1947), El supremo bien (1951) Esa oscura
desbandada (1952), La vida como es (1954), Una mujer sobre la tie-
rra (1960).
Bartolomé Soler, en cambio, es novelista consagrado desde bastan-
te antes de la guerra —su Marcos Villarí es de 1 9 2 7 — a u n q u e publica
después de ella algunas de sus más importantes novelas, como La vida
encadenada (1945), Karú-Kinká (1946) y Tata palo (1949).

* * *

El concepto que mejor sirve para caracterizar lo que novelística-


mente se hace en España desde 1942, como ya hizo ver Melchor Fer-

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nández Almagro, en un artículo publicado en 1950, en la revista Cla-
vileño, es el de «realismo». En efecto, aparte matizaciones más o me-
nos acusadas, impuestas por la temática abordada, y salvo contadas ex-
cepciones que procuraremos señalar en cada caso, el realismo es el de-
nominador común que puede relacionar la obra de un Gironella, volca-
do hacia la recreación histórica, con la de un Delibes, empeñado en la
visión costumbrista de Castilla; a la de un Manuel Halcón, interesado
en retratar la alta sociedad sevillana, con la de un Angel María de Lera
o una Dolores Medio, comprometidos en el planteamiento de una pro-
blemática social en un sentido más crítico y denunciante.
Delibes y Gironella son, probablemente, los novelistas de esta pro-
moción que más alto grado de estimación han merecido por parte de
la crítica de periódico y el público en general. Son, sin duda, junto
con Cela y Carmen Laforet, los que tienen «más nombre»; los repre-
sentantes más caracterizados, según el sentir general, de la novela es-
pañola de posguerra. Ambos iniciaron su carrera ganando el premio
Nadal, como Carmen Laforet, y al igual de Elena Quiroga, Luis Romero,
Sebastián Juan Arbó y Dolores Medio, de quienes también vamos a ha-
blar en este capítulo.
JOSÉ MARÍA GIRONELLA, q u e l o o b t u v o e n 1946 c o n u n a desigual
novela, Un hombre, publicada en 1947, a la que siguió, en 1949, La
marea, es autor de una densa trilogía sobre la historia española más
reciente, que se cuenta entre los acontecimientos novelísticos de más
resonancia tanto en el interior del país como en el extranjero.
Empieza la serie con Los cipreses creen en Dios (1953), que presen-
ta los acontecimientos de la preguerra y se continúa con Un millón de
muertos (1961) y Ha estallado la paz (1966), que aluden, respectiva-
mente, a la guerra y a la posguerra. Aunque Gironella basa su trama ar-
gumental, como Ignacio Agustí, en la historia de una familia, su pun-
to de mira es mucho más abarcador. Por otra parte, es evidente que
Gironella no sólo ha querido captar el influjo de los acontecimientos
históricos sobre los espíritus, sino t a m b i é n — y sobre todo—documen-
tar literariamente un período, a veces con minucia de historiador. Este
intento, especialmente en las dos últimas obras mencionadas, le han
llevado a escaparse de lo estrictamente novelesco para entrar en un
tipo de relato puramente documental. Al querer abarcar prácticamente
todos los sucesos del período, el cúmulo de éstos le ha desbordado y se

17
le ha impuesto sobre la caracterización de los personajes, la creación
de ambientes y el relato del argumento propiamente novelesco. En con-
junto, lo histórico ha desplazado lo estético. La ambición del empeño
y los indudables logros parciales no pueden hacer olvidar que la con-
cepción novelística de este importante escritor español, viajero univer-
sal y concienzudo artesano de sus obras, le lleva a manejar un vehículo
narrativo periclitado con la pasada centuria. Un intento de lo que en
su momento se llamó novela católica—del que fueron maestros los
Bernanos, Julien Green, Graham Greene, Mauriac, Coccioli, etc.—•, Mu-
jer, levántate y anda (1963), demostró que las facultades de Gironella no
apuntan hacia la novela de pensamiento. Quizá su mejor logro sigue
siendo hasta el presente Los cipreses creen en Dios, donde lo narrativo
y lo histórico aparecen más compensados que en las otras dos novelas
de la trilogía.

• • *

Desde que, en 1948, se dio a conocer con La sombra del ciprés es


alargada, MIGUEL DELIBES ha ido dando sus novelas con puntual regu-
laridad. Casi una novela por año. Ello le ha otorgado una posición se-
gura entre los novelistas españoles y le ha granjeado el respeto y aun
el aprecio de la crítica, que le considera unánimemente uno de nues-
tros mejores y más representativos novelistas.
El mundo novelesco de Delibes es el de los medios rurales y pro-
vincianos, poblado de personajes infantiles y elementales, o, cuando
menos, sencillos e ingenuos. La elección de este mundo no obedece a
motivos circunstanciales. Responde a una cuestión de principios. Deli-
bes piensa que en ese mundo está el hombre con sus más auténticas
reacciones.
Con El camino, su segunda novela, Delibes parece encontrar una fór-
mula de novelar, y esta fórmula es la que repite en todas sus novelas
posteriores, con excepción de Mi idolatado hijo Sisí: La hoja roja, Las
ratas. En torno a uno o dos personajes principales, levanta un pequeño
mundo de personajes secundarios, todos con sus anécdotas más o me-
nos chispeantes, y en su mayor parte retrospectivas, y una serie de
descripciones del ambiente provinciano o rural en que se mueven. Son
tipos y ambientes, sin excepción, tomados de la realidad más cruda y

18
presentados con paleta impresionista. Ello hace que estas novelas re-
sulten unas buenas estampas costumbristas, con todo lo que el cos-
tumbrismo entraña de crónica y testimonio, pero que difícilmente al-
cancen el grado de obras de arte. Y no precisamente, como ha señalado
más de un crítico, por la propensión del escritor a novelar el mundo
infantil, provinciano y campestre—la gran novela no es privativa de
la gran ciudad—, sino porque ese mundo, esa realidad, tan novelable
en sí como la que más, se nos presenta corriente y moliente, como foto-
grafiada, pero no trascendida, no potenciada, no elevada a la cate-
goría de símbolo.

En nuestro libro Novela española actual hemos señalado cómo Mi-


guel Delibes minimiza todo cuanto toca —de manera que en sus
obras, por ejemplo, se puede encontrar el campo, pero no la Naturale-
za—, a causa de su visión caricaturesca de la realidad, producto a su
vez de una concepción estética, que también allí dejamos expuesta. Asi-
mismo, la reacción constante ante el progreso, que late en el fondo de
sus contenidos, y su desmedida afición al uso del latiguillo. En el mismo
libro, apuntábamos que, a nuestro juicio, el mejor Delibes está en
La mortaja, primero de los relatos de Siesta con viento sur. El tiempo
de esta narración es perfecto, y exacto y adecuado su lenguaje. Los
personajes, las situaciones, no están minimizados ni deformados carica-
turescamente, sino trascendidos. Vistos desde el sentimiento y expre-
sados con el sentimiento, de forma que no aparecen como un juego,
sino como partes integrantes de un latido que es vital primero y estético
después. Y ello lo ha conseguido el autor sin salirse de su mundo propio.
El protagonista, un niño, en medio de una soledad maravillosamente
comunicada, se enfrenta con la muerte, no con un muerto. Y de ese
binomio soledad-muerte, a través de una forma justa, surge la tensión
que unas gotas de humor no sólo no rompen, sino que, por el contrario,
logran realzar.
Con posterioridad a la época en que exponíamos el citado juicio,
Miguel Delibes ha publicado dos novelas: Cinco horas con Mario, en
la que reincide, con todas sus características, en su mundo habitual, y
Parábola del náufrago, en la que aborda un tema simbólico, a través
del cual quiere expresar una crítica de la autocracia y el culto a la
personalidad.

19
ALEJANDRO NÚÑEZ ALONSO, q u e h a vivido en M é j i c o v e i n t e años, p u -
blicó en aquel país, donde ejerció el periodismo, varias novelas: Konko
(1943), Mujer de medianoche (1945) y Días de huracán (1949). Sólo la
primera, que sepamos, se ha reeditado después aquí. Es con La gota de
mercurio, con la que Núñez Alonso irrumpe en la narrativa española.
Se trata de un intenso relato, en el que se narra, aunque con inevitables
miradas retrospectivas, un solo día, que hubiera podido ser el último,
de la vida de un artista. En él se muestra el autor como un novelista
intelectual, al tanto de la cultura y de las técnicas narrativas de su
tiempo; y con él reclamó un grado de atención de la crítica especiali-
zada, que no se vio defraudado por su siguiente novela, Segunda agonía
(1955), donde asistimos a la aventura interna, si bien percutida de
tensos estímulos externos, de un desterrado voluntario: un antiguo
marino que trata de olvidar o de luchar contra el fracaso de su vida
sentimental, recluyéndose como farero en una isla solitaria. A l l í — y
hay que decirlo en justicia, con plena verosimilitud—va recibiendo la
visita de una serie de personajes, todos ellos dibujados con mano maes-
tra. Otras veces, es la visión retrospectiva la que nos hace asistir a la
peripecia vital del torrero, que, finalmente, es arrancado de su soledad
interna y externa por una mujer. A nuestro juicio, es ésta la mejor
novela de Núñez Alonso, narrador de fuerza indiscutible, junto con
Gloria en subasta (1964), donde el autor vuelve a dar muestras de su
pericia para arracimar, en un espacio y un tiempo reducidos, varias vidas
sometidas al impacto poderoso de una situación límite.
Entre aquélla y ésta, el autor se disgregó en una serie de recreaciones
históricas, tal vez en busca de una comercialización de sus produccio-
nes, de las cuales es la más conocida la pentalogía sobre la historia y
el ambiente de los comienzos del cristianismo, acogida bajo el título
general de Benasur de Judea: El lazo de púrpura, El hombre de Damasco,
El denario de plata, La piedra y el César y Las columnas de fuego.

* * *

No se suele colocar a MANUEL HALCÓN entre los iniciadores de la


novela de posguerra, aun cuando uno de sus relatos más apreciados, Las
aventuras de Juan Lucas, sea de 1944. Y es que Manuel Halcón, escri-
tor polifacético—periodista, ensayista, biógrafo, cuentista, narrador—,

20
se ha mantenido al margen de la actividad novelística profesional—y
la profesión marca puntos frente al «hobby», en este como en todos
los aspectos de la vida—, hasta la aparición exitosa (más de veinte
ediciones) de su Monólogo de una mujer iría (1960), a la que siguen,
con regularidad propia ya de novelista «en ejercicio», la segunda edi-
ción de Los Dueñas (la primera es de 1956), Desnudo pudor, Ir a más
y Manuela. Ello ha hecho que su personalidad de novelista se imponga,
por fin, a todas las demás.
En todas las novelas mencionadas, y en La gran borrachera, Halcón
presenta un cuadro de la sociedad —alta sociedad— a la que pertenece,
de latifundistas andaluces, pero no con un sentido crítico, como la
problemática social de la época parecía reclamar. Mejor observador
que creador de situaciones, sus mejores páginas son tal vez aquellas
en que canta e interpreta el campo, el arraigo del hombre en la tierra.
Aunque no propiamente novela, su mejor libro narrativo es quizá el
titulado Recuerdos de Fernando Villalón, en el que hace la semblanza,
en el marco de la Andalucía ganadera, de aquel gran poeta, primo suyo.
La última producción del autor, Manuela, adolece, a nuestro juicio, de
un exceso de despreocupación por la técnica narrativa, por hacer arte
narrativo. Pensamos que contar sencillamente una historia no es ya
de por sí novelar.
* * *

Tres etapas, o mejor tres estilos, se pueden advertir en la obra


novelística de ELENA QUIROGA. Una primera de tanteo, y dominada,
tanto en la f o r m a como en el contenido, por un costumbrismo matizado
por una visión romántica de los sentimientos y los aconteceres. La
componen la novela primeriza titulada La soledad sonora (1948), Viento
del Norte (1950), donde se advierten cualidades innegables de escritora
todavía tocada de influencia decisivas, y La sangre (1952), la mejor, sin
duda, de las tres. Las siguientes etapas, que quizá no lo sean propia-
mente, puesto que no se dan en sucesión temporal, sino que se interfie-
ren, vendrían dadas, una de ellas por aquellas novelas en que Elena
Quiroga centra su preocupación en la técnica narrativa—La careta
(1955), La última corrida (1958) y Tristura (1960)—; preocupación que
llega a ser excesiva en la última obra mencionada; y, la otra, por
aquellas en que, dueña la autora ya de un vehículo novelístico propio

21
de su tiempo, aborda una problemática social y humana palpitante, no
eclipsada por virtuosismos estilísticos esterilizantes y perturbadores. La
enferma (1955) pertenece a este grupo, en el que se integran los, a
nuestro juicio, frutos más granados de la producción de esta novelista;
a saber: Algo pasa en la calle (1954), los relatos acogidos bajo el título
general de Vlácida la joven (1956) y Escribo tu nombre (1965).
• * *

La amplia Y variada producción de TOMÁS SALVADOR nos lo muestra


como un novelista «de oficio». NO es para él la novela—lo ha decla-
rado expresamente— un quehacer intelectual *; por eso es inútil bus-
c a r — c o m o es posible hacer en cualquiera de los grandes novelistas
modernos—, a través del conjunto de su obra, una concepción del mun-
do. El lo que pretende es dar rienda suelta a su necesidad expresiva
—sin ni siquiera una preocupación marcada por el lenguaje—, contar
una historia. Y las ha contado de aventuras (Garimpo, 1952; La virada,
1954), policíacas (El charco, 1953; Los atracadores, 1955), bélicas (Di-
visión 2£0, 1954), cosmopolitas (Hotel Tánger, 1955), de ciencia-ficción
(La nave, 1959; Marsul, vagabundo del espacio, 1960), políticas (El agi-
tador, 1960; El atentado, 1960), etc.
Narrador nato, Salvador acierta en la pintura de tipos—pintura
impresionista y externa, sin sutilezas psicológicas—; en la recreación
de ambientes, en la descripción de paisajes. Es buen observador de la
realidad y sabe dotar de interés sus relatos. Son libros, los suyos, de
fácil lectura, y que, por tanto, resultan del agrado del lector que no
busca en la novela otra cosa que el entretenimiento. Sus mejores logros
no hay que buscarlos en aquellas obras donde, contradiciendo su «poé-
tica» personal ha intentado el buceo en profundidades filosóficas o
técnicas, sino en aquella en que recrea una realidad conocida y bien
observada: Cuerda de presos (1953), Los atracadores (1955), El haragán
(1956) y Cabo de Vara (1958).
* * *

De novelista social no comprometido cabría calificar a Luis ROMERO,


pues sus más representativas •—y más logradas— novelas denuncian con

* Según Alborg, T o m á s Salvador dijo en u n a entrevista d e p r e n s a : ... «El


aitista d e b e buscar la f u e r z a expresiva, q u e es m á s p a t e n t e en la fealdad. Casi
me atrevo a decir q u e el escritor d e b e ser primitivo, grosero en su i m p u l s o ; el
exquisito, el intelectual, n o tiene n a d a que h a c e r en la novela.»

22
valentía y vigor lacras, injusticias sociales, pero no sobre el fondo de
una intencionalidad política, ni siquiera religiosa —aunque algunos crí-
ticos lo hayan entendido así, basándose especialmente en una de sus
novelas, La noche buena—, sino desde una actitud personal, indepen-
diente, de solidaridad con el hombre. Hay testimonio de una época, sin
duda, en estos relatos, pero hay también un buceo más allá de la su-
perficie externa de las cosas —lo que hace que el efecto de la denuncia
sea mayor— y hay transfiguración poética de la realidad observada—,
lo que hace que lo que pudo ser simple documento se transforme en
obra literaria.
Aparte el interesante experimento técnico de La noria (1952), llena
de aciertos parciales y reveladora de un novelista de fibra, con la que
Luis Romero se dio a conocer, esos mejores logros a que nos refería-
mos son: Los otros (1956), El cacique (1963) y La noche buena (1960),
tal vez la más profunda novela del autor. Se trata, aunque sólo en parte,
de una transposición del nacimiento de Cristo a nuestros días, hecho
con habilidad narrativa y con autenticidad humana. La poesía y la
fuerza dramática se imponen en este relato a la fría literatura que po-
día haber reclamado la simple transcripción del hecho bíblico y el
resultado es un retablo humano convincente y emocionante.

* * *

SEBASTIÁN JUAN ARBÓ inicia su c a r r e r a de n o v e l i s t a c o n u n a serie d e


obras escritas en catalán, y más tarde traducidas al castellano, de am-
biente campesino: Tierras del Ebro, que, con ser la primera, se sigue
contando entre las suyas más conocidas y apreciadas; Caminos de
noche y Tino Costa. Pero se trata no de novelas del campo, sino de
novelas en el campo. Su motivación principal son las pasiones huma-
nas —las amorosas concretamente, descritas con intensidad no exenta
a veces de melodramatismo—, pero que no serían bien entendidas —ni
explicables, tal vez— sin ese fondo de violencia telúrica de las tierras
del delta del río Ebro, m u y bien evocadas por el autor.
Sobre las piedras grises (1949), María Molinari (1954) y Nocturno
de alarma (1957), escritas en castellano, son novelas de la ciudad. El
cambio de ambiente, sin embargo, aunque aporta una novedad temá-
tica, no significa un cambio de rumbo en el estilo ni en la estética del

23
novelista, que con su última novela, La espera (1968), vuelve literaria-
mente a su primitivo solar.
No es Arbó autor preocupado por las nuevas técnicas del narrar, y
se conforma con los esquemas heredados de un naturalismo romántico,
veteado de ciertos matices costumbristas.
Para muchos, su mejor producción es Viejas y nuevas andanzas de
Martín Caretas (1959), primitivamente publicada como Aventuras de
Martín Caretas y ampliadas, como el nuevo título indica, después. No-
vela relacionable con la vieja picaresca por lo que tiene de itinerante,
pero no por su fondo ni por una intención. Como ha escrito Juan Luis
Alborg, se trata, «esencialmente, de una novela de costumbres injerta-
das de picaresca, con muchas gotas de novela sentimental».

* • *

Abunda mucho en la novelística española de nuestros días el escri-


tor que se desentiende del aspecto técnico de la novela y profesa el
elemental credo estético de que novelar es contar una historia; todo
lo más utilizando para ello un lenguaje expresivo y armonioso. Expresa
o tácitamente, sustentan estos autores la opinión de que el quehacer
narrativo es propio de juglares y no de intelectuales o de artistas. La
humanidad de los sentimientos, el reflejo exacto de la vida, el testimo-
nio de la época, la creación de personajes «tipo» o de ambientes, la
crítica de la sociedad, son los objetivos perseguidos primordialmente
en sus obras, ninguno de los cuales, como se ve, tiene que ver ni poco
ni mucho con el arte. No postulamos ni por asomo un arte puro —aun-
que tampoco nos importa confesar que, si de novela se trata, lo prefe-
rimos al n o - a r t e — y creemos que todo lo enumerado puede, y casi
estamos por decir que debe, ser ingrediente de una obra narrativa; pero
lo que en definitiva da su ser a una novela son los valores estéticos.
Viene este inciso a cuento en cualquier punto del presente capítulo,
pero sobre todo a la hora de hablar de un escritor, como ANGEL MARÍA
DE LERA, que no desperdicia ocasión para proclamar su despreocupa-
ción por el aspecto técnico de la novela y su apego por las formas na-
rrativas del pasado siglo, suficientes, a su manera de ver, para descu-
brir la conciencia del hombre; suficiente, también, para que, lo que
haya que decir, se diga de la «manera más clara, lógica y convincente».

24
En un artículo suyo titulado Novela nueva, al que pertenecen las pala-
bras entrecomilladas, decía t a m b i é n : «la literatura es más bien arte
de contenido, sin que ello quiera decir que sea insensible a las formas,
sino que lo es en menor grado y más accidentalmente».
Soslayando de momento el problema de la imposibilidad de una
separación entre f o r m a y contenido, sólo admisible a efectos didácti-
cos, digamos—repitamos—únicamente, que si se admite que la lite-
ratura es un a r t e — y no creo que sea cosa de poner esto, a estas
alturas, en e n t r e d i c h o — h a y que admitir también que lo que presta
a una obra de arte su carácter ontológico son los valores estéticos, no
los sociales, ni los morales, ni los religiosos ni los de ningún otro tipo.
A base de, como señala Eugenio G. de Nora, un realismo puro y
simple y una expresión sobria, directa, como métodos de captación y
comunicación de la realidad, y sin aportar ninguna novedad técnica ni
de enfoque, Angel María de Lera consiguió dos relatos vigorosos, que le
granjearon la estimación de los lectores y la situación en un риеьсо de
excepción entre los novelistas españoles del momento. Me refiero a
Los clarines del miedo (1958) y La boda (1959), a mi juicio, lo mejor
de su producción. En obras posteriores, como Bochorno (1960), Hemos
perdido el sol (1963), reportaje novelado más bien, sobre la vida de los
trabajadores emigrados a Alemania, y Las últimas banderas (1968), cuyo
tema es la guerra civil española, da la impresión de que el autor ha
ido demasiado derecho a la captura de un tema, lo que le presta un
cierto tufo a literatura de encargo. Tomando como ejemplo Hemos
perdido el sol, quizá se vea más claramente cuál es nuestra postura
respecto a este interesante escritor, si decimos que, a la novela, preferi-
mos los reportajes, auténticos reportajes, que, bajo el título general de
Con la maleta al hombro, publicó el escritor en torno al mismo tema
sobre el que poco después, demasiado poco después, pues no tuvo
tiempo de que sus vivencias se decantasen y pusiesen a punto de trans-
formarse en materia estética, escribiría aquélla.

* * *

Un largo etcétera de escritores completa la nómina de novelistas


nacidos antes de 1920. Es nuestra intención dar noticia del mayor nú-
mero posible de ellos, pues entendemos debe ser así en un folleto des-

25
tinado a informar, sobre la novela española de nuestros días, a lectores
no especializados, pero sí interesados por la misma.
Queremos por lo mismo advertir que el grado de atención que aquí
se presta a los autores no es indicativo forzosamente—aunque sí en
algunos casos, que el propio lector advertirá—de la valoración que
personalmente le otorgue. Imperativos impuestos por la índole de este
trabajo me han llevado a hablar de novelistas a quienes he estudiado
detenidamente, al objeto de escribir sobre ellos en libros y ensayos
más o menos monográficos, relativos a parcelas que me han reclamado
con particudar interés, y a novelistas a los cuales he atendido única-
mente como lector atento a la narrativa española de nuestros días.
Es evidente que, en tales casos, al no disponer de notas ni de fichas
tomadas al compás de la lectura, mi juicio ha de ser fozosamente más
impresionista y general que en los otros. Sin embargo, actúo con el
convencimiento de que, como orientación, vale; y, en todo caso, al
final de la obra encontrará el lector que quiera ahondar más profun-
damente, una lista bibliográfica que bastará y sobrará para ponerle
en la pista de cuanto particularmente le interese.
Aunque autores de una sola novela, pero que destaca sobre el tono
un poco agrisado, característico del período, merecen quedar citados
a q u í MIGUEL VILLALONGA (Miss Giacomini, 1941); RAFAEL SÁNCHEZ MA-
ZAS (La vida nueva de Tedríto de Andía, 1951); SAMUEL ROS, autor, con
otros libros de cuentos y un par de relatos cortos, de Los vivos y los
muertos, publicada en España después de su fallecimiento, en 1947 (an-
tes lo había sido en Santiago de Chile); FERNANDO GUTIÉRREZ, autor
de una novela corta, La muerte supitaña (1961), por su lenguaje y por
su invención, verdaderamente excepcional; como excepcional es tam-
bién La puerta de paja (1953), de VICENTE RISCO, una de las piezas más
originales e interesantes de la novela española contemporánea, digna de
ser parangonada, como lo ha sido, con el Narciso y Goldmundo, de
HERMÁN H E S S E .

Aunque no autor de una sola obra, DARÍO FERNÁNDEZ FLÓREZ debe


particularmente su nombradla a ese interesante aguarfuerte que es
Lola, espejo oscuro (1950), uno de los éxitos editoriales más resonantes
del período a que nos referimos. Ninguna de sus otras novelas ha al-

26
canzado tanto éxito, pero vale la pena recordar algunas de ellas, como
Zarabanda (1944), Frontera (1953), Alta costura (1954), Memorias de un
señorito (1956) y Yo estoy dentro (1961).
RICARDO FERNÁNDEZ DE LA REGUERA, a u t o r , e n c o l a b o r a c i ó n c o n s u
esposa, la poetisa Susana March, de una serie de Episodios nacionales
contemporáneos, alcanza sus más altas cotas con Cuerpo a tierra (1954),
novela de tema bélico, pero en la que resalta la peripecia humana del
protagonista, y Perdimos el paraíso (1955), evocación al mundo infan-
til. Interesantes también, y necesarias para completar la visión de este
autor, resultan Cuando voy a morir (1950) y Bienaventurados los que
aman (1957).

Dentro del realismo tradicional se mueven también novelistas como


DOLORES MEDIO, relatora atenta de las capas más grises de la sociedad
actual en Funcionario público (1956), El pez sigue flotando (1961), etc.;
DOMINGO MANFREDI, escritor de variados registros—poeta, ensayista,
articulista, biógrafo— que alcanza sus mejores logros novelísticos con
La rastra (1956), La piedra (1958), A los pies de los caballos (1959);
JOSÉ LUIS SAMPEDRO, p r o f e s o r de E c o n o m í a , q u e , s o b r e t o d o en El río
que nos lleva (1961), ha demostrado ser un novelista de recia fibra;
FRANCISCO GARCÍA PAVÓN, crítico y e s t u d i o s o del t e a t r o , q u e d e s t a c ó
como cuentista (Cuentos de mamá, 1952; Cuentos republicanos, 1961;
Historias de Plinio, 1968), antes de imponer sus novelas largas, basadas
en las aventuras policial-costumbristas de esa especie de Simenón man-
chego, como se le ha llamado, que es el personaje aludido en el último
título mencionado. Dos nuevas novelas de la serie, El reinado de Witiza
(1968) y Las hermanas coloradas (1970), han granjeado a su creador el
a p r e c i o del p ú b l i c o y d e la crítica, y TORCUATO LUCA DE TENA (La otra
vida del capitán Contreras, 1953; Edad prohibida, 1958; La mujer de
otro, 1961; Pepa Niebla, 1970); PEDRO DE LORENZO (La quinta soledad,
1943; La sal perdida, 1947; Una conciencia de alquiler, 1952; Cuatro
de familia, 1956; Los álamos de Alonso Mora, 1970); ENRIQUE NÁCHER
(Guanche, 1957; Los ninguno, 1958; Cerco de arena, 1961); CARMEN
KURZ (La vieja ley, 1956; El desconocido, 1956; Detrás de la piedra,
1958; Al lado del hombre, 1961; En la punta de los dedos, 1968); Y
u n segundo largo etcétera de periodistas, profesores, diplomáticos y poe-

27
tas que se han asomado circunstancialmente a la novela, como EUSEBIO
GARCÍA LUENGO, JOSÉ MARÍA SOUVIRÓN, JUAN ANTONIO CABEZAS, CONCHA
CASTROVIEJO, GABRIEL CELAYA, SALVADOR GARCÍA DE PRUNEDA, RAMÓN
EUGENIO DE GOICOECHEA, JOSÉ MARÍA PEMÁN, MANUEL POMBO ANGULO,
EMILIO R O M E R O . . .

28
NOTICIA DE LA NARRATIVA DEL EXILIO

Dada la orientación cronológica que estamos dando a este trabajo,


sobre todo en su primera p a r t e — m á s adelante abordaremos tenden-
cias—, nos parece perfectamente justificada la presentación en bloque
de los narradores del exilio, aun a sabiendas de que esa situación, de
carácter histórico, sociológico y político no tiene nada que ver con los
criterios estéticos, que son los que deben presidir una visión de la
novela.
Pero es que además la circunstancia especial de estos narradores
respecto a su lenguaje p a t r i o — a u n q u e la mayoría de ellos haya ido
a parar a tierras fraternas hispanoparlantes—y respecto a la realidad
de la que un escritor suele arrancar sus materiales de trabajo —la propia
experiencia, la historia de su entorno vital—aportan una serie de ele-
mentos comunes que hacen también que no sea disparatada tal pre-
sentación. Como hemos de ver, son muchos, casi todos, los que nutren
sus mejores creaciones del pasado reciente español, con la preguerra,
la guerra, las consecuencias de la guerra y la situación existencial del
exiliado.
La mayor parte de estos autores también, como hemos de ver, per-
t e n e c í a — o al menos se sintió inmerso en su c o m e n t e durante los
años de su f o r m a c i ó n — a l sector de la novela experimental, de la
literatura deshumanizada, esteticista, que encontró su más claro cauce
de publicación en la colección «Nova novarum» de la Revista de Occi-
dente. El drama bélico y la expatriación, incidiendo de lleno en sus
espíritus, en sus sentimientos, en su visión del mundo, les llevó a una
humanización, casi siempre por las vías de un regreso a la narrativa

29
tradicional, que es asimismo, por alcanzar a la casi totalidad de los
casos, un bastante sólido lazo aglutinante.
De cualquier forma, aunque es posible la referencia de la obra de
estos novelistas a la literatura española de anteguerra y también es
posible su conexión con el desarrollo del género novelístico en general,
lo que sin la menor duda no parece viable es su conexión con las
escuelas —de haberlas— narrativas del interior.

* * *

Sin duda alguna es ARTURO BAREA el escritor exiliado cuya obra ha


tenido más repercusión en el extranjero. Su famosa trilogía, La forja
de un rebelde (Buenos Aires, 1951), apareció en otras lenguas antes que
en español. Hay que decir, sin embargo, que el hecho enunciado ha
obedecido a motivaciones extraliterarias. Concretamente, al tema del
libro y a la postura del escritor ante él. Por eso, aunque también hubo
un momento en que dentro de España era Barea el escritor más re-
nombrado del exilio, hoy día puede decirse que ha sido justamente
desplazado por Ayala, por Max Aub y por algunos otros—especial-
mente por Ramón J. Sénder—, todos ellos mejores novelistas que él;
más aún, todos ellos auténticos escritores—en el sentido de artistas
y de profesionales de las letras—, cosa que él, por su formación, no fue,
aunque a juzgar por las muestras quizá hubiese podido ser. El f u e un
escritor circunstancial, impulsado a serlo por una necesidad íntima de
explayar una justificación, un testimonio personal, y en este sentido
su producción no carece de valor. Que alentaba en él la vocación de
escritor es indudable, puesto que escribió otra novela, La raíz rota
(1952, en inglés; 1955, en castellano), un libro de relatos, Valor y miedo
(1939), y, después de su muerte, ha podido recogerse otro tomo de re-
latos que, con el título de uno de ellos, El centro de la pista, se publicó
en Madrid en 1960.
Los tres tomos de la trilogía que le han hecho famoso se titulan
La forja, La ruta y La llama. Constituyen en conjunto una autobiogra-
fía no disimulada, puesto que el autor se presenta con su nombre pro-
pio. En el primero, evoca su niñez y juventud. En el segundo, su es-
tancia como soldado en Africa. En el tercero, la guerra civil tal como
él la vivió por razones de salud; es decir, no como combatiente, sino

30
desde la retaguardia. Aunque da a su narración aspecto novelesco, en
ningún caso trata de recrear ambientes ni situaciones que no vivió
o conoció de cerca. Es lo que da mayor interés al libro, discutible en
muchos aspectos como obra literaria, pero interesantísimo como docu-
mento. Junto a esto hay que decir también que las evocaciones de Barea
—especialmente en el primer tomo, donde maneja recuerdos más leja-
nos y, por consiguiente, más elaborados—poseen garra y fuerza na-
rrativa.
Cuando Barea trata de hacer una auténtica novela, La raíz rota (en
cierto sentido, continuación de la trilogía, puesto que en ella relata el
regreso de un exiliado, su desengaño y su nueva voluntaria expatria-
ción) se aprecia con mayor bulto la endeblez de su técnica narrativa.
Llevan razón, pues, quienes, como Torrente Ballester, niegan a Barea
como novelista, pero más la llevan aún, a nuestro juicio, quienes, como
Eugenio de Nora y Juan Luis Alborg, aceptando su trilogía como lo
que es, una autobiografía novelada, alaban su fuerza y su interés;
valores más de tener en cuenta, en un libro como el suyo, que los
indudables deslices gramaticales y la ausencia de una sólida estruc-
tura narrativa.
* • •

Contemplando la figura colosal de RAMÓN J. SÉNDER, es como más


se llega a sentir cuánto de rémora y de sangría supuso la diáspora para
la novela española de la época a que nos referimos en esta obra. No es
difícil suponer el aliento que sus novelas, junto con las de Aub, Ayala,
Serrano Poncela y algunos otros, hubiesen insuflado a una novelística
que durante bastantes años adoleció del defecto de tener m u y bajo
techo y m u y estrechos horizontes. Casi cuarenta novelas, algunas de
ellas de valor excepcional, pueden dar idea de una capacidad, máxime
si se tiene en cuenta que quien las publicó no descuidó el ensayo, el
reportaje, el libro de viajes, y cuenta por miles los artículos salidos de
su pluma. Un caso excepcional en nuestra literatura, cuyo ejemplo, por
ignorado prácticamente hasta hace m u y pocos años, no ha podido servir
de estímulo a las jóvenes generaciones.
Se han señalado repetidamente los altibajos que se dan en la obra
senderiana. Existen, no cabe ignorarlo. Pero con quienes no estamos
de acuerdo es con los que piensan que una mayor contención por parte

31
del escritor los hubiese evitado. Hay escritores desbordantes, como los
hay a los que m u y pocas obras les basta para decir todo cuanto
tenían que decir. Camus era de estos últimos. Sénder lo es de los pri-
meros, y lo que tenemos que hacer es juzgarle no por la corriente im-
petuosa de todo su río narrativo, sino por aquellos remansos donde se
aquietó lo suficiente como para apuntar con cuidado y hacer diana;
por Mr. Witt en el Cantón (1936), por El lugar de un hombre (1942),
por Epitalamio del prieto Trinidad (1942), por Crónica del Alba (1942),
por El rey y la reina (1947), por El verdugo aíable (1952), por Réquiem
por un campesino español (1960) y algunas otras más. Personalmente
he de reconocer que, casi tanto o más que con su arte narrativo, m e
ganó este escritor por el prólogo que puso a su novela Los cinco libros
de Ariadna (1957), modelo de valentía, sinceridad, honradez, libertad,
independencia y españolismo auténtico y emocionante.
La trayectoria literaria de Sénder, hasta —exclusive— Mr. Witt en el
Cantón, último Premio Nacional de Literatura que se otorgó antes de
la guerra, es la del escritor comprometido. Los problemas políticos y
sociales de su país y de su momento le preocupan y los lleva a sus
novelas, a sus reportajes, a su artículos. La guerra de Africa, en la que
el novelista participó; la cárcel, en la que estuvo; la prerrevolución, en
la que se comprometió, aparecen en Imán, su primera novela, publicada
en 1930 (muy joven el autor, que nació en 1902, en un pueblo de la
provincia de Huesca); en O. P. (1931), en Siete domingos rojos (1932).
Viaje a la aldea del crimen (1934) es un reportaje sobre los sucesos de
Casas Viejas, y La noche de las cien cabezas (1934), una fantasía maca-
bra que ha podido ser comparada a los Sueños de Quevedo. Tiene razón
quizá Nora al negar el carácter de auténticas novelas a todas las de
esta etapa, como la tiene al enunciar, teniendo presente la obra toda
de Ramón J. Sénder, que el simple dictado de «novelista social» referido
a él resulta inadecuado, pues «por arriba del interés y de la atención
dedicada a los conflictos sociales, y a lo que en el individuo está prima-
ria y ostensiblemente engranado a lo social, domina en Sénder la pre-
ocupación y la inquisición del hombre "en sí", de lo humano intuido
o supuesto como perennemente subyacente y "eterno" b a j o la cáscara
del hombre social histórico».
Su primera auténtica novela es, pues, la aludida Mr. Witt en el
Cantón, en la que se narran los sucesos históricos subsiguientes a la

32
Elena Quiroga Juan Antonio Zunzunegui

Cinco novelistas galardonados con el premio Nadal:


Juan Sebastián Arbó, Ana María Matute, ¡osé María Mendiola, Luis Romero y Luisa Forrellad
f- /
4
/ 2*
f
Carmen Laforet
Miguel Delibes Alejandro Núñez Alonso
A/fonsn C,rnsso Andrés Bosrh
proclamación del Cantón de Cartagena, en las postrimerías de la Pri-
mera República.
En Contraataque (1938), El rey y la reina (1947), Los cinco libros
de Ariadna (1957) y Réquiem por un campesino español (1960), es la
guerra civil la que sirve de fondo a la trama novelesca, centrada siem-
pre en una problemática humana, interesantísima en la última obra
mencionada, pero sobre todo, a nuestro juicio, en El rey y la reina, don-
de asistimos a la transformación de las relaciones entre una duquesa y
su jardinero, a través de un drama propio de una época conflictiva.
Otra serie novelística importante la constituyen aquellas novelas
en que Sénder elabora sus recuerdos de infancia y adolescencia arago-
nesa, a través de un personaje, José Garcés, tal vez trasunto literario
del escritor, que, sin llegar a hacer autobiografía, sino pura novela,
aprovecha indudablemente acontecimientos de su vida, pues son mu-
chas, por lo que sabemos, las coincidencias que, en andanzas, oficios,
situaciones y relaciones humanas del personaje se dan con las del autor.
De ellas, tal vez sea la más valiosa, la más poética, la primera, Crónica
del alba, a la que seguirían Hipógrifo violento, La quinta Julieta, El
mancebo y sus héroes, La onza de oro, Los niveles del existir, Los tér-
minos del presagio, La orilla donde los locos sonríen y La vida comienza
hoy, todas ellas publicadas en tres volúmenes en 1965-1966.
En la obra de Sénder, novelista de amplio espectro, aparte la multi-
plicidad temática que podría dar lugar a una variada clasificación, se da
— y no en una época determinada, sino simultáneamente, a todo lo largo
de su trayectoria—una doble vertiente, desde el punto de vista de la
forma narrativa: la de un escueto, recio, aunque poéticamente elaborado
realismo, y la de un alegorismo, simbolismo o como quiera llamarse,
que, a juicio de Juan Luis Algorg, acertado a nuestra manera de ver,
le emparenta con Gracián. Parentesco que, como escribe el autor men-
cionado, «rebasa la mera similitud temperamental y la comunidad de
tradición para aproximarse hasta en estrechas peculiaridades de escuela
literaria. Sénder, más directo y elemental que el autor de El Criticón,
como lo pide su condición de novelista, tiene también, como aquél,
una vena profunda de conceptismo ideológico para cuya expresión le
gusta servirse frecuentemente de alegorías. En varias ocasiones se ex-
tienden éstas a la totalidad de un libro. El autor abandona entonces su
habitual andadura realista y monta su obra en torno a un juego de

33
ideas, para lo cual descoyunta la realidad rompiéndola y recomponién-
dola en sarcasmos caricaturescos, en sátiras violentas, en aventuras
fantásticas libérrimamente manipuladas. Lo real se transfigura entonces
para convertirse en símbolo de filosófica pretensión».
Ello nos muestra a un Sénder doblemente precursor. Precursor del
realismo, cuando empieza a escribir novelas como Imán, en medio de
la moda de la deshumanización del arte, de la novela pura y experi-
mental, y precursor de una novela de alcance metafísico, cuando el
simple realismo empieza a empachar y se convierte en un callejón sin
salida. Por supuesto que, tanto en una como en otra vertiente, el subs-
trato último es la realidad, como en todo arte verdadero, y que, por vía
directa o por vía alegórica o simbólica, el novelista alude en definitiva
a problemas del hombre de su tiempo.

• • •

Algo parecido a lo que dijimos de Sénder podríamos decir referido


A MAX AUB, el otro gran novelista español fuera de España, que lo es
tanto por la intensidad como por la extensión de su obra.
Poeta, ensayista, autor teatral con un considerable número de obras,
como narrador ha producido media docena de novelas largas y una
serie de libros de relatos—dejando aparte otras prosas de tipo casi
o francamente poemático—, que van desde la pincelada escueta de unas
pocas páginas a la extensión de auténticas novelas cortas. Con algunas
de las primeras y muchos de los segundos, ha compuesto el autor la
serie, acogida bajo el título general de El laberinto mágico, que com-
pone un retablo de la historia española o, casi sería mejor decir, de los
españoles, entre los que se contó el autor. Preguerra en Campo cerrado
(1943), guerra en Campo abierto (1945) y Campo de sangre (1951) y cua-
dros de más estrechos límites de aquélla, de ésta —en diversos ambien-
tes, en circunstancias distintas—y de los campos de concentración
franceses, en una serie de cuentos o novelas cortas repartidos por otros
libros del autor—-No son cuentos (1944), Cuentos ciertos (1955), Ciertos
cuentos (1955)—, pero que, al parecer, van a recibir, si no han recibido
ya, una definitiva—cronológica—ordenación.
Como hemos de ver que ocurre a otros novelistas exiliados, en la
obra de Max Aub pueden distinguirse claramente dos etapas, cuya se-

34
paración coincide casi exactamente con el doloroso tajo de la guerra
civil. Una primera, en la que se muestra inserto en la corriente de los
istmos, de la literatura vanguardista, y una segunda, con todas las ver-
tientes que se quiera, en la que la problemática humana —doblemente
humana, si puede decirse, por lo que comporta de tragedia— se inserta
en la obra con toda su profundidad.
Cierto que en Aub el viraje se produce antes, pues su novela Luis
Alvarez Tetreña, publicada en 1934, es ya una obra humanizada, hasta
pasional. Está compuesta nada menos que de las cartas de un fracasado
—como hombre y como escritor—, que ha de terminar suicidándose,
a su amante, y de las escritas por otros personajes sobre él.
La serie de los Campos, a que ya nos hemos referido, se puede con-
siderar como el mejor testimonio novelesco—decimos novelesco—de
lo acaecido en España —repito que cabría mejor decir en los españoles—
en torno a 1936. No se trata de relatos históricos que pretendan hacernos
conocer lo que podemos encontrar en libros especializados, sino de ha-
cernos ver, sentir, asistir a los conflictos humanos en que una época de
excepción, como aquella, tan rica tuvo que ser.
Es autor Max Aub también de unos libros de cuentos mejicanos
y varias novelas largas m á s : Las buenas intenciones (1954), La calle de
Valverde (1961) y Jusep Torres Campalans (1958). En ellos se aparta ya
el autor del tema central de su famosa serie, aunque en Las buenas in-
tenciones la guerra sirve de marco a la última parte. Sin embargo, no
puede decirse que éste sea un relato de la guerra. Lo que interesa en
ella sobre todo es la peripecia del personaje; por excepción en la obra
de Aub, un personaje sencillo y tímido. Y decimos por excepción porque,
efectivamente, todos los personajes de este novelista, que no soslaya
su condición de intelectual, con cosas que decir, con ideas que comu-
nicar, son gente culta que, en diálogos m u y bien trabados, pasan revista
a todos lo divino y lo humano. Es esta una de las características más
acusadas del novelista, junto con su prosa riquísima, conceptista, rebus-
cadamente culta a veces, que no disimula ser vehículo de una obra li-
teraria, ni siquiera cuando el autor, que ha hecho la defensa de la
palabrota en la novela tanto en algún prólogo como a través de la opi-
nión de alguno de sus personajes, acude al lenguaje grueso cuando lo
que tiene que decir lo requiere.
Si interesante resulta, tanto por sus valores literarios como por su te-

35
mática, la serie de El laberinto mágico, La calle de Valverde y Jusep
Torres Campalans resultan de indispensable conocimiento, junto con
sus piezas de teatro, para medir la talla literaria de este autor. En aqué-
lla, recrea un variopinto Madrid de la década de los treinta; en ésta,
crea la figura de un pintor, al que hace vivir todo el proceso heroico
del arte contemporáneo; una mezcla de Picasso y Gauguin, tan bien
levantada, que hubo quien llegó a creer que se trataba de un ser que
realmente había existido. Como en otras obras hiciese con el tema
político, en ésta demuestra el autor cuánto tiene que decir en los planos
de la historia pictórica o de la estética general.
Por sumaria que sea la información que aquí damos de este gran
escritor, no creemos que en ella deba faltar la relativa a su nacionalidad.
Max Aub nació en París, en 1902, de padre alemán y madre francesa. El
estallido de la Primera Guerra Mundial empujó a la familia hacia España,
concretamente a Valencia, adonde el f u t u r o escritor llega a los once
años. En España se educa, en España trabaja y, aunque conoce perfec-
tamente el francés y el alemán, cuando llega el despertar de su vocación
literaria, se expresa única y exclusivamente en español. A los veintiún
años tiene oportunidad de elegir entre las tres nacionalidades. Según
propia confesión, elige la española sin dudar.

* * *

SEGUNDO SERRANO PONCELA tenía sólo veinticuatro años cuando aban-


donó España. Toda su labor, tanto la narrativa como la ensayística, es
posterior a su forzada emigración. Estudiante de Derecho y Filosofía
y Letras en la Universidad de Madrid, ejerce luego la docencia en las
Universidades de Santo Domingo, Río Piedras de Puerto Rico y Caracas.
Toda su obra revela su carácter universitario y lo sólido de su for-
mación.
Hasta 1953, es decir, catorce años después de su salida de España,
no aparece su primer libro: un ensayo sobre el pensamiento de Unamu-
no. En 1954, Seis relatos y uno más, su primera incursión en el género
narrativo, en el que habría de seguir manifestándose con regularidad:
La venda (1956), La raya oscura (1959), La puesta de Capricornio (1960),
Un olor a crisantemo (1961), Habitación para hombre solo (1963) y El
hombre de la cruz verde (1969).

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Personalmente, encontramos en Serrano Poncela una de las voces más
actuales y más universales, si no la más, entre los novelistas del exilio.
Aun gustando su fresco, preciso y limpio lenguaje; aun reconociendo su
indudable españolismo en el tono, en el talante, en su visión de las
cosas, algo hay en él que le libra de ese tufillo de costumbrismo de que
adolecen la mayoría de nuestros narradores, tanto de fuera como de
dentro.
El tiene la idea, que expresó en un ensayo publicado en la revista
Insula, de que una de las misiones del verdadero novelista es la de hacer
natural lo desacostumbrado. Esto, por supuesto, no lo consigue nunca
el costumbrismo, que consiste precisamente en todo lo contrario. Sí lo
consigue Serrano Poncela que, en algunas de sus narraciones — U n olor
a crisantemo, Habitación para hombre solo m e parecen paradigmáticas
a este respecto—, sin dejar de mostrarse español en su visión del mun-
do ni de abordar una problemática histórica de hombre español, nos
sumerge en una atmósfera literaria que tiene algo de exótica, algo de
cosmopolita, a la vez que mucho de personal.
Desde el punto de vista de la técnica novelística es uno de nuestros
escritores más avanzados. Utiliza un objetivismo más allá de la fría
y matemática objetividad, que lo es incluso cuando representa al propio
yo. Más bien podríamos hablar, pues, de una mezcla de subjetivismo
y objetivismo, mediante la cual el escritor realiza esa fórmula estética
a que ya hemos dicho que se atiene y que es, a nuestro juicio, condición
ineludible de la creación artística.
Como casi todos los novelistas de este grupo, Serrano Poncela ha
tocado el tema de la g u e r r a — d e las consecuencias de la guerra más
bien, en su c a s o — y de la situación del exiliado. Relatos como Prisio-
neros de guerra y Los cirios rojos se encuentran entre los mejores refe-
ridos a aquella temática. Su novela más larga, Habitación para hombre
solo, es toda ella una meditación —por modo novelístico, hay que ad-
vertirlo— sobre el peregrinar del exiliado, sobre su incurable soledad,
inadaptación y desraizamiento. El atinado empleo de la segunda persona,
es una especie de diálogo del protagonista consigo mismo, el hábil
juego de tiempos diversos, hacen que sea una de las más actuales y no-
vedosas de nuestra narrativa, esta novela en la que, en el ámbito del
contenido, aparecen, en su más granada elaboración, dos de los más
importantes basamentos de la concepción del mundo de este a u t o r : eros

37
y memoria. Sobre estos dos ejes gira el protagonista; y no sólo el de
esta particular novela: el protagonista único de toda su producción,
que, es, en el fondo, el propio autor, convertido en ente de ficción
y situado en todas aquellas circunstancias que fueron en la realidad, que
fueron en el deseo o que pudieron ser. Como pocas, la narrativa pon-
celiana se nos presenta como una indagación en torno al yo personal
del artista. Lo que, en definitiva, es todo gran arte. Sobre la técnica
narrativa de este autor, sobre su personal visión del mundo narrativa-
mente expresada, prometemos volver.

» * »

También MANUEL ANDÚJAR ha hecho toda su literatura en el des-


tierro. En el aspecto que a nosotros nos concierne, cuatro novelas y un
libro de relatos. La parte más sobresaliente de esta obra narrativa la
constituye la trilogía Vísperas, compuesta por Llanura (1947), El ven-
cido (1949) y El destino de Lázaro (1959). Son, respectivamente, las no-
velas del campo, la mina y el puerto de mar, y en ellas lleva a cabo la
recreación de los paisajes donde transcurrió su vida española.
Es Manuel Andújar un novelista de corte tradicional, costumbrista
muchas veces, cuyas principales preocupaciones son describir ambientes
y paisajes, recrear situaciones, levantar personajes de cuerpo entero.
Y esto es cosa que, sin lugar a dudas, consigue.
Como a casi todos los escritores que estudiamos en este capítulo,
le ha tentado el tema de la guerra civil y lo ha desarrollado en su
primera novela larga, Cristal herido (1945). El libro de relatos a que
aludimos antes se titula Partiendo de la angustia, y se publicó en 1944.
De Manuel Andújar tenemos noticias de que regresó a España en
1967, y de que trabaja en Madrid en la sucursal de una casa editora
mexicana.
* * •

No es frecuente en las letras españolas la figura del profesor, del


intelectual en el más amplio sentido de la palabra, que sea a la vez
creador de obras de imaginación. Sólo por responder a ella, y aunque
no tuviera otras cualidades, como las tiene, se nos aparece la de FRAN-
CISCO AYALA como una de las más sugestivas. Profesor de Derecho Po-

38
lítico, sociólogo, notable publicista en ambos campos, este granadino de
1906 ha mantenido una trayectoria interesantísima de novelista desde
su juventud hasta la actualidad.
Iniciado en la estética experimental del grupo afecto a la colección
«Nova Novarum», de la Revista de Occidente, vira después en redondo
y, tras un paréntesis de casi diecinueve años, reemprende el camino
narrativo, conservando su sentido intelectual, profundo, del género (al
que dedica incluso algún ensayo, como La estructura narrativa, 1970),
pero humanizando y enraizando históricamente sus contenidos. En efec-
to, al intemporal artificio, al juego literario de sus primeros libros
—Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925), Historia de un ama-
necer (1926), El boxeador y un ángel (1929)—va a suceder, en su
etapa reciente, una preocupación por los problemas del hombre inserto
en la circunstancia histórico-social que el propio autor le tocó vivir: la
del conflicto bélico y la subsiguiente expatriación, en primer lugar, y la
propia de la nueva sociedad, sur y norteamericana, con la que ha con-
vivido después. En medio queda ese precioso poema narrativo que es
Cazador en el alba (1930), donde un soldado, hombre sencillo y cam-
pesino, rememora su vida durante una noche de insomnio que pasa
en una enfermería, en una mezcla de instrospección psicológica y expe-
rimento estilístico, propio de sus primeros libros.
Como ha escrito Marra López, Ayala «pertenece a la generación
que, a su manera, adoró el concepto de intelectual, y su obra posterior
es la más clara demostración de lo que verdaderamente puede ser tal
actitud cuando se rectifica a tiempo y se adquiere una visión clara y un
sentido de la responsabilidad profesional». Y suponemos interpretar
rectamente este juicio al entender que la «rectificación se refiere al
hecho de dejar de considerar lo intelectual como algo alambicado, des-
humanizado y aséptico, de espaldas a la realidad viva y palpitante. Algo
m u y distinto a esto es lo que hace Ayala en sus últimas novelas, donde
pone al servicio de un esquema narrativo —de manera latente, claro
está, y no expresa— todos sus conocimientos de intérprete lúcido de la
sociedad y de su historia.
Tres novelas largas—Muertes de perro (1958), El fondo del vaso
(1962), El rapto {1955)—y tres libros de relatos—La cabeza del cor-
dero (1949), Los usurpadores (1949), El as de bastos (1963)—componen

39
por el momento esta última y decisiva etapa de la obra narrativa de
Francisco Ayala.
* * *

A ESTEBAN SALAZAR CHAPELA, m a l a g u e ñ o d e 1900, e n s a y i s t a y p r o f e -


sor de español en Cambridge, hemos de juzgarle por dos solas novelas,
pues de la primera que publicó, Pero Sin hijos (1931), no es fácil encon-
trar ejemplares, y una cuarta, El milagro del Támesis, que en 1963 anun-
ciaba Marra López como de próxima aparición, no sabemos siquiera si
ha llegado a salir.
Perico en Londres (1959) acomete el problema de los exiliados es-
pañoles en Inglaterra, adonde muchos fueron, como a Francia, en espera
de dar el salto a las fraternas tierras hispanoamericanas. Resulta más
interesante como testimonio que como novela en sí. Ni siquiera su
prosa resulta m u y artística. Claramente se advierte que el escritor está
más preocupado en ella por decirlo todo (a través del protagonista, in-
dudablemente su portavoz), que por hacer arte literario. Pero ya en ella
se advierte la tendencia del autor al humorismo, a mirar la realidad
a través de un prisma irónico, que se hace patente en Desnudo en
Piccadilly (1959), obra en que Salazar Chapela demuestra dotes de ob-
servación e ingenio de verdadero novelista. La ironía, en ella más inte-
lectualizada, fluye sin embargo naturalmente; al contrario de lo que
ocurre en la otra novela, en la que llega a resultar ingenua, de puro
preparada.
Desnudo en Piccadilly, retrato agudo y ameno de la sociedad inglesa,
aborda aspectos m u y profundos de la condición humana, a través de
la historia de un hombre tímido y víctima de cuantos le rodean, que
aprovecha el haber cambiado de aspecto físico a causa de unas heridas
para cambiar también de nombre y de personalidad. Ello da lugar a un
entramado de acciones que el escritor maneja con gracia y habilidad.

* * *

Nacida en Valladolid, en 1898, ROSA CHACEL, escultora y pintora


en su juventud, tenía ya dos novelas publicadas antes de abandonar
España en 1939—Estación. Ida y vuelta (1927) y Teresa, novela de
amor (1929)—, ambas dentro de la manera intelectualista y deshuma-

40
nizada, propia de la generación de narradores del 25; especialmente la
primera, pues Teresa, que es una recreación novelesca de la vida de
Teresa Mancha, la amada de Espronceda, aunque m u y intelectualizada,
no ofrece en su prosa tantos rasgos experimentales como aquélla. En
el fondo se trata de un pretexto para ahondar en la psicología feme-
nina adulta —especialmente frente al amor—, como su siguiente novela,
escrita ya — y publicada— en la República Argentina —Memorias de Li-
ticia Valle (1945)—, lo es para introducirse en la psicología infantil. Es
evidente en ella la materia autobiográfica. La sinrazón (1960), novela,
y un interesante libro de relatos, acogidos bajo el título general de Sobre
el piélago (1952), completan la bibliografía de esta escritura, fiel, a través
de los años y de sus escasas obras, a las normas de una literatura que
hoy queda ya m u y a trasmano. Sin embargo, desde la primera a las
últimas novelas ha habido una evolución, siendo más importantes en
éstas el contenido humano.
* • *

También en el capítulo del exilio el etcétera de autores es consi-


derable. Según informa Rafael Conté en el prólogo a su antología Na-
rraciones de la España desterrada, la nómina completa sobrepasa los
setenta nombres. Aunque ahora se están publicando en España obras de
algunos de estos autores, o, al menos, están empezando a llegar en
ediciones hispanoamericanas, la consulta es difícil todavía. Eugenio G.
de Nora, José R. Marra López y, en menor medida, Torrente Ballester,
dan noticia de bastantes de ellos en los libros que reseñamos en la
bibliografía de éste. La formación de muchos ha tenido lugar plenamente
en el país de su nueva residencia, ya que salieron siendo todavía niños
del propio. Otros, como BENJAMÍN JARNÉS, aunque publicaron cosas
después de la guerra (La novela del viento, 1940; Eufrosina o la gracia,
1948), no creo que puedan considerarse novelistas de posguerra.
Imposibilitados de dar noticias de primera mano de todos, no que-
remos dejar de hacer siquiera mención de aquellos que, por el volumen
de su obra, parecen más asentados ya en la parcela de la narrativa
española. Por lo mismo, no tenemos en cuenta a autores que, como
SALVADOR DE MADARIAGA, LUIS CERNUDA O PEDRO SALINAS, d e s t a c a r o n
en otros campos, a los que en realidad pertenecen.
De JOSÉ BLANCO AMOR recordamos haber leído hace años dos buenas

41
novelas, Duelo por la tierra perdida, en la que se pintaba el ambiente
de los exiliados españoles en Buenos Aires y otra, cuyo título no recor-
damos, en la que llevaba a cabo una graciosa sátira de un congreso en
Río de Janeiro. Otras novelas de este autor s o n : La vida que nos dan
(195:3), Todos los muros eran grises (1956) y Antes que el tiempo muera
(1958).
N o s a b e m o s si es h e r m a n o del a n t e r i o r EDUARDO BLANCO AMOR,
autor de La catedral y el niño (1956), magnífica recreación de un am-
biente, según Torrente Ballester.
Un solo libro narrativo, pero de gran interés, ha publicado RAFAEL
DIESTE, ensayista, autor teatral y profesor de español en Cambridge:
Historia e invenciones de Félix Muriel (1943), conjunto de relatos uni-
ficados por el protagonista común y el fondo legendario de Galicia,
y tocado por ese halo mágico y misterioso que tantas veces ha envuelto
la literatura de los más representativos creadores de aquella tierra, desde
Valle-Inclán, hasta Risco o Cunqueiro.
Una de las mejores novelas sobre la guerra, considera Eugenio G. de
Nora El diario de Hamlet García (1944), del periodista y dramaturgo
leridano PAULINO MASIP; que también ha publicado una divertida no-
vela titulada La aventura de Marta Abril (1953), y un libro con cuatro
narraciones bajo el título de La trampa (1954).
En el reciente pasado histórico-político de España, ha basado su
producción novelística el periodista CLEMENTE CIMORRA: El bloqueo
del hombre (1940), novela del drama de España; Gente sin suelo (1940),
novela del éxodo civil; La simiente (1942), novela de los hijos de la
guerra, según informa Marra López, son tres de ellas. Pero su novela
más significativa es, según el crítico mencionado y según Torrente
Ballester, Cuatro sobre la piel de toro, visión de conjunto de la historia
política española desde la boda de Alfonso XIII, a través de las aven-
turas de cuatro niños.
Y JOSÉ HERRERA PETERE (Niebla de cuernos, 1 9 4 0 ; Cumbres de Ex-
tremadura, 1942); JOSÉ RAMÓN ARANA (El cura de Almuniaced, 1950,
sobre el tema de la guerra); PABLO DE LA FUENTE (Sobre tierra prestada,
1946; Los esfuerzos inútiles, 1949; Este tiempo amargo, 1953); MARÍA
TERESA LEÓN (Juego limpio, 1 9 5 9 ) ; L u i s AMADO BLANCO, VIRGILIO BOTE-
LLA, MANUEL LAMANA, e t c .

42
UNA GENERACION INTERMEDIA

Echando una ojeada a lo que se estaba haciendo desde 1942, ya de-


cíamos que Melchor Fernández Almagro afirmaba, en 1950, que el con-
cepto realismo era el que mejor servía para caracterizar la novela es-
pañola del momento. Diez años después, cuando ya ha irrumpido en el
campo de la novela española una nueva promoción, el profesor Baquero
Goyanes puede constatar que la tónica no ha variado. En sus palabras,
sin embargo, se advierte ya un cierto matiz de disgusto ante el hecho
de que las cosas sigan igual: «Parece innegable —escribe— que en nues-
tra novela actual, con más o menos acierto y sinceridad, encontramos
reflejadas zonas de la vida española de la posguerra y de hoy, en las
que no han sido soslayados los aspectos y ambientes más sórdidos y mi-
serables sino, al revés, manejados una y otra vez con reiteración casi
morbosa. Los suburbios, la prostitución, los barrios bajos, los negocios
sucios, el estraperlo y los mercados negros, las actividades de los núcleos
clandestinos comunistas, las más flagrantes injusticias sociales, la mise-
ria y el atraso de algunas regiones campesinas, los problemas de inqui-
linos y realquilados, los apuros económicos de la clase media son, entre
otros muchos, motivos cultivados hasta la saciedad en la novela española
contemporánea.»
Sin embargo, algo ha cambiado en el transcurso de los diez a quince
años que separan la entrada en escena de una y otra promoción. Ambas
parecen tener como común denominador el sentido de la novela como
testimonio, pero así como la primera carga este testimonio de tintes
sombríos, de detalles violentos, y lo ofrece con un cierto desenfoque,
con una cierta exageración, tal vez por razones estéticas, la segunda

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intenta que sea un fiel reflejo de la realidad circundante y de lo que
lo carga es de un confesado compromiso político-social. Así, alrededor
de 1950, se habla sobre todo de tremendismo; alrededor de 1960, de
novela social. El espécimen del primero es La familia de Pascual Duarte,
de Camilo José Cela; el de la segunda, El Jarama, de Rafael Sánchez
Ferlosio, que se publica en 1955. Coincidente con una y otra tendencia
es un realismo costumbrista que hinca sus raíces formales en la narra-
tiva del siglo xix y que, con el tremendismo y la novela social, se une
—en lo que éstos tienen de realistas— en la pretensión de considerarse
en exclusiva inserto en la tradición literaria nacional. Pretensión injusta,
a nuestro juicio, pues estamos seguros de que lo peculiar español radica
más bien, como hace tiempo hizo ver Dámaso Alonso, «en la concilia-
ción de lo real—asimilable al popularismo y localismo—y lo ideal
—que asimismo toma las formas de lo universal y selecto—, en el pro-
ducto de esos dos contrarios, en ese dualismo y en su debatir fecundo».
Tanto el costumbrismo como la novela social ignoran la más mí-
nima problemática metafísica y es difícil hallar un autor, dentro de una
y otra tendencia, que ofrezca una concepción coherente del mundo y de
la vida. El hombre no parece interesar a los de la primera sino como
sujeto de una anécdota, que puede tener implicaciones morales, o re-
ligiosas, o políticas, o no tener implicaciones de ninguna clase; a los
de la segunda, como objeto de las tensiones económico-sociales. Una
cierta preocupación por el lenguaje, que a veces llega a ser incluso ex-
cesiva y empalagosa, e s — a p a r t e ciertos intentos de objetivización a
través de la forma de presentación de la materia literaria—la única
relación que establecen estos relatos con la estética narrativa. Por todo
ello, no resulta difícil comprender que los novelistas más interesantes
de este período son aquellos que en a l g u n a — a veces considerable—
medida se apartan de los esquemas que p a r e c e n — y en muchos casos
lo son—preestablecidos.
Antes de abordar el estudio de la generación de los sesenta, com-
puesta por tres bloques de novelistas nacidos entre 1925 y 1932, los so-
ciales, los que pudiéramos llamar intelectuales o del realismo total, y
los que, más o menos expresamente, sustentan el credo estético de que
novelar es contar una historia, sin mayores preocupaciones técnicas;
antes de hacer esto, decíamos, vamos a estudiar la obra de media doce-
na de interesantes escritores que, por su edad o por la temprana apari-

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ción de sus primeras obras, no parecen fácilmente encajables, desde un
punto de vista cronológico, ni en la generación de la inmediata posgue-
rra ni en la de los sesenta. Son ellos José Luis Castillo Puche, Alvaro
Cunqueiro, Rafael Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Ignacio Alde-
coa y Jesús Fernández Santos.
* * *

JOSÉ LUIS CASTILLO PUCHE h a p u b l i c a d o seis n o v e l a s , c u a t r o d e las


cuales se pueden contar entre las mejores de la posguerra. Me refiero
a Sin camino (1956), Con la muerte al hombro (1954), El vengador (1956)
y Paralelo 40 (1963). Es sobre ellas, sobre la fuerza creadora que evi-
dencian, su temática, su estilo y su carga de ideas, sobre las que se
puede asentar la categoría excepcional de este autor. Hicieron partes
(1957) y Oro blanco (1963) son algo elaborado, construido, pero no gri-
tado o llorado, en una palabra, profundamente sentido, como es propio
y reclama el temperamento lírico y emotivo de su autor. En ellas,
aunque se advierte la misma mano que levantara las otras cuatro gran-
des creaciones, no se advierte el mismo corazón, y, por supuesto, se
echa de menos en sus páginas el aire arrebatado, obsesivo, incluso irreal a
fuerza de ser lúcido, que en las otras agita a los personajes y las co-
sas, los escenarios y cuanto en ellos acontece. Tanto en una como en
otra, el tema aparece en gran medida como algo ajeno al autor; algo
ante lo que él se sitúa y que contempla como espectador, no como
parte interesada. Y en el mismo fluir del estilo se nota que su trata-
miento no ha obedecido a un impulso biológico o intelectual insosla-
yable.
No obstante lo dicho, sería erróneo deducir, por parte de quien
no conozca su obra, que nos encontramos ante un novelista pura y
exclusivamente intuitivo. A nuestro juicio, la obra de Castillo Puche
constituye un equilibrio entre la novela intuitiva y la novela inte-
lectual.
El realismo de Castillo Puche parte de la realidad, a diferencia del
que abunda en la novela española actual, que o es un realismo ins-
pirado en la literatura realista—y que, por lo mismo, desemboca en
la exageración caricaturesca—o un mero trasunto fotográfico y mag-
netofónico. El selecciona y elabora, es decir, se sitúa por encima de
la realidad y no frente a ella. No se propone el retrato fiel, el docu-

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mentó escueto; sin embargo, me atrevo a afirmar que pocos autores
dejarán un testimonio más verídico y valedero que el suyo de la pro-
blemática española, histórica, política, social y aun religiosa de nues-
tra época.
Junto al apuntado tratamiento de la realidad, hay que señalar, en la
obra de Castillo Puche, un acentuado lirismo. Es de notar, efectiva-
mente, el carácter de autorretrato afectivo que tienen sus cuatro no-
velas clave, y ello como algo que desborda la simple recreación de
unos ambientes, aunque también como algo distinto al ensamblaje de
unas memorias más o menos reelaboradas. No es la materia de estas
novelas un anecdotario, sino unos estados anímicos, unas conviccio-
nes, unos problemas psicológicos, religiosos, patrióticos, éticos, pues
se trata de una autobiografía espiritual.
Castillo Puche ha hablado de un «impacto de desencanto» como
informador de su obra, si bien referido únicamente al hecho de la gue-
rra. Se ha quedado corto. El desencanto es tal vez la nota dominante
de su obra, pero ésta abarca un cúmulo de realidades más varias; y o
diría que toda la realidad. Enrique, el protagonista de Sin camino; Ju-
lio, que lo es de Con la muerte al hombro; Luis, el de El vengador,
son el mismo personaje—idéntica psicología, idéntica concepción de
los valores—, y los tres son unos desencantados. Forzando m u y poco
las tramas, el alférez que, terminada la guerra, llega a su pueblo en
busca de venganza, podía haberse convertido, una vez vencido aquel
deseo, y quizá por causa de este vencimiento, en el seminarista que,
fuera del seminario, arrastrara hasta morir el fardo tremendo de una
enfermedad imaginaria. Hasta las familias de estos tres personajes
son las mismas. El mismo personaje, sí, en tres novelas que podrían
haber formado trilogía; el mismo personaje reencarnado años más
tarde en el Jenaro de Paralelo 40, vuelto al mundo de la ficción para
protestar, para pedir cuentas por las causas de todo aquel desencanto.
Pero ya hemos dicho que el autor se quedaba corto al hablar de
desencanto. Efectivamente, la actitud de sus personajes no se queda
en esto. El desencanto es, si acaso, el punto de partida. Un punto de
partida hacia la rebeldía, hacia el inconformismo sin el que, proba-
blemente, no es posible escribir una buena novela, y que lo mismo
puede ser fiero y ruidoso, como el de Jenaro —Paralelo 40—, que
dulce y pacífico como el de Luis—El vengador—, un hombre qi

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como el otro, tiene que luchar contra las incitaciones del medio; por
imponer frente a los otros, y cueste lo que cueste, su íntima verdad.
¿Y qué es lo que queda, además, detrás de estas rebeldías y aun
por encima de ellas? Poco han visto los que han señalado Paralelo 40
como una novela documento; como la novela de los americanos en
España. Bastante más ha visto quien ha señalado que el precipitado
dramático de dicha novela es «la protesta», añadiendo que «los ame-
ricanos por una parte y la acción terrorista por otra cumple una la-
bor puramente funcional. Ambos ingredientes hacen visibles y enmas-
caran, al mismo tiempo, las alusiones concretas del escritor». Esto es
certísimo, pero la protesta constituye sólo una parte del contenido de
la obra; la otra constituye un canto a la amistad. Pues bien, eso es
lo que queda después y aun por encima a veces de la rebeldía: la
amistad, el perdón, la honradez, la verdad... Pero no una amistad, un
perdón, una honradez, una verdad concreta, sino la amistad, el per-
dón, la honradez, la verdad metafísica. Mensajes positivos integra-
dos en los valores lógicos de estas novelas, que, afortunadamente, no
quedan en eso.
* * *

En el panorama de la novela española actual, donde no abunda


precisamente la inventiva, la obra de ALVARO CUNQUEIRO supone una
poderosa, extraordinaria compensación. Quien se haya adentrado con
los ojos un poco abiertos por cualquiera de sus creaciones, habrá com-
probado, como Vicente Risco, que Cunqueiro «no sólo es un escritor
de primera calidad, sino caso aparte, sin parecido ni semejanza», y
que esto no es una frase gratuita más, sino el reconocimiento de un
hecho cierto, de unos méritos que a m u y pocos escritores, de todos
ios tiempos y latitudes, se ha podido hacer.
Hablar a propósito de él de literatura fantástica, de idealismo, de
realismo mágico, de prosa poética, etc., sería quedarse sólo al princi-
pio del camino, atisbar desde lejos, reconocer algo que es tan evidente
que no merece la pena reconocer. Cunqueiro es mucho más. Y sus
libros son tan plenos, tan inagotables, que para cada lector, en cada
lectura, tendrán muchas cosas iguales, pero también muchas cosas
distintas que decir. Hablar de literatura fantástica, de idealismo, de
poesía, al referirse a la obra de Cunqueiro, es disponerse a hablar al

47
minuto siguiente de evasión, de falta de contenido, de literatura me-
nor. Y nada más disparatado, más alejado de la realidad.
Lo primero que llama la atención en la obra de Cunqueiro, aparte
el bello lenguaje, es lo que pudiéramos llamar su mundo o, también,
su materia literaria. No es cierto que la prosa de Cunqueiro tenga
un sabor ni siquiera voluntariamente arcaizante. Su clasicismo es su
perfección; no le viene dado por conexiones con maneras expresi-
vas de épocas pretéritas. Lo que pasa es que, ante ellas, el lector acusa
una lejanía. Pero no la lejanía que pueda haber entre los medios ex-
presivos a que está habituado y los de la obra que lee, sino la exis-
tente entre el ámbito en que se halla situado y la instancia superior,
aparte, a que la obra le llama.
¿De qué tiempo es su Ulises? De ninguno. De todos. Por medio del
tratamiento literario, Cunqueiro intemporaliza la acción, las cosas,
los personajes. Cualquiera de sus páginas puede referirse lo mismo a
ios años medios del siglo x x que a la Grecia clásica; a un tiempo
f u t u r o que a la Edad Media o al Renacimiento. Se habla en él de cris-
tianismo, sí, pero también de costumbres paganas; se habla en él de
relojes de sol, de plumas de ganso, de túnicas, de navegar a vela y de
encender el fuego con pedernal, pero también de la vista que se puede
tener de las playas de Itaca desde un reactor en vuelo.
En el terreno de la geografía, los lugares más alejados se acerca
hasta distancias de m a p a ; o los más cercanos se separan y se pier-
den en las lejanías del misterio. Tiempo y espacio juntos se barajan
igual; entre sí y con la fábula. Y así se va desde una ciudad real a
una ciudad inventada; desde un lugar histórico a un imperio legen-
dario. Y los muertos dialogan con los vivos y las sirenas con los hom-
bres. Y un diablo tropieza contra la técnica y un simple mortal hace
prodigios.
Que los personajes puestos en pie por Cunqueiro hasta hoy sean
el mago Merlín, Ulises, Simbad, Orestes y los fantasmas gallegos y
bretones no autoriza a descartar la posibilidad de que el próximo sea
un astronauta. Encajaría perfectamente en el contexto de su obra.
Lo que éste sí nos reclama es no un astronauta hijo de familia des-
conocida, sino un pariente de Verne, de Wells o del barón Mün-
chausen.
Cunqueiro, como Рое, tiene fe en los sueños como si éstos fueran

48
las únicas realidades. El, que sabe mucho de la vida, lo sabe, en tan-
to escritor, por dos caminos exclusivamente: sus sueños y los sueños
de los otros; pero no de unos otros cualesquiera, sino de unos otros
poetas. Debajo de aquéllos está sin duda su vida. Pero, como materia
directa de observación, como materia literaria, están sólo la vida puri-
ficada por el sueño y los libros, las historias, los cuentos, las leyen-
das, el anecdotario popular; las diversas plasmaciones, en fin, del sue-
ño de los otros.
Sería tonto pensar que Cunqueiro necesita echar mano de Merlín,
de Orestes o de Münchausen por falta de recursos imaginativos. Sería,
más bien, imposible, después de haber leído cualquiera de sus obras.
Cunqueiro funde lo que sueña con lo que han soñado otros, por lo
mismo que funde historia con leyenda o establece relaciones y compa-
raciones no sólo de sucesos y personajes de una época con sucesos y
personajes de una época anterior, lo que sería natural, sino también
con sucesos y personajes de épocas f u t u r a s : para lograr esa impre-
sión totalizadora, de actualidad y permanencia y, aún diríamos, eter-
nidad de su mundo.
Sabe mucho Cunqueiro. Casi podría decirse que lo sabe todo. Es
mucho lo que ha leído y mucho lo que ha soñado. Nunca, hasta él,
creemos que se haya dado una fusión tan perfecta de erudición e in-
ventiva, de esoterismo y sencillez. Porque el teólogo, o el filósofo des-
cubrirán, en algunos de sus pasajes, matices que no puedan descubrir
quienes no lo sean, e igualmente el jurista, el astrónomo, el político,
el médico, el botánico, el historiador; pero nada echará de menos el
amante sencillo de una historia bien contada.
Como el más revolucionario de los escritores sociales, Cunqueiro
expresa su inconformismo ante el mundo actual. El echa de menos
—quiere para el hombre— un mundo paradisíaco —como luego dire-
mos, preternatural—; un mundo más espiritual que el presente y, por
lo mismo, más feliz. Quizá ese mundo tuvo un momento la posibilidad
de nacer; pero esta posibilidad se perdió. Se está perdiendo, en rea-
lidad, continuamente, diariamente, ante nuestros propios ojos. Y, fren-
te a esta destrucción continua del ser del mundo, la llamada de Cun-
queiro es: «Es urgente poner fin a la obra de demolición y restaurar
creando. Y soñando, claro está.»

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Creando, soñando, levanta Cunqueiro ese mundo en el que las co-
sas aparecen en su belleza primitiva y fuera del cual queda todo lo
que ha sido ensuciado o complicado por el hombre. Ese mundo de
cosas, de hechos, de seres que él ve como recién nacidos, pero sin re-
nunciar a una sabiduría de siglos, a todo cuanto es cultura e incluso
erudición. Mundo, decimos, paradisíaco, sin pecado, en el que los sen-
timientos son puros y todo se produce según los dictados de una na-
turaleza sin corromper. El estado en que viven los personajes de Cun-
queiro es, pues, cabe decirlo, preternatural. Por eso las referencias a
lo sexual y aun a lo escatológico aparecen en sus obras exentas de
grosería. Por eso, lo que en definitiva priva en ellas es un gesto de
reconocimiento de las bellezas del mundo y de la vida. Y ese es el
mundo para él verdadero. Aquel que sólo podemos poseer soñando,
y que tal vez, a fuerza de soñarlo, consigamos concretar.
Sueño y vida no son para él dos ámbitos contrarios, irreductibles.
Son dos aspectos de una misma realidad. Sueño, para Cunqueiro, no
es —al menos no solamente— lo fabuloso, lo inverosímil, lo fantásti-
co, aunque, naturalmente, su juego dialéctico, a través de la ideali-
zación, le lleve a presentar un mundo con apariencia de total ficción,
exento casi por completo de necesidades cotidianas. En realidad, esta
es su terapéutica; su contribución a la consecución de la verdad. Pero
Cunqueiro no ignora la realidad desnuda, y que, aun siéndolo, es bella.
La realidad verdadera no mancillada por el error o la mentira. Que
él sabe que existe; que existió, mejor dicho —de ahí la melancolía
que impregna roda la obra cunqueiriana—, y que debe volver a exis-
tir. Una realidad para vivir en la cual no haría ya falta la profilaxis
del sueño. Que ella misma, ya, sería sueño. Las obras más importantes
de Alvaro Cunqueiro son: Merlín y familia (1957), Las crónicas del
sochantre (1959), Las mocedades de Ulises (1960), Cuando el viejo
Simbad vuelva a las islas (1962), El hombre que se parecía a Ores-
tes (1969).

* * *

Quizá ninguna novela de nuestra posguerra haya suscitado un ma-


yor número de ensayos, artículos, discusiones verbales, conferencias
y coloquios que El Jarama. Es por esta novela —una de las dos que
ha escrito, o, al menos, que ha publicado—por la que su autor, RA-

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FAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, está c o n s i d e r a d o c o m o u n o de los m á s i m -
portantes novelistas españoles actuales. El Jarama y las Industrias y
andanzas de Alfanhuí constituyen dos aspectos complementarios de
la visión estética de un escritor excepcional que quizá sólo haya ne-
cesitado dos obras para decir en literatura todo cuanto tenía que decir.
Industrias y andanzas de Alfanhuí trata de un niño al que le ocu-
rren las más fantásticas aventuras, o lo que sea, difíciles de contar
pues a veces se apoyan en hechos insignificantes, sólo enriquecidos
por tener su trasunto en un lenguaje rico, sugerente, formado por pa-
labras que, en su mágico contexto, dan la impresión de estar recién
creadas. Efectivamente, el modo de expresión es, en esta obra, fun-
damental. Es la f o r m a en que se nos transmiten esas aventuras, y no
las aventuras mismas, lo importante. Por eso, y pese a la sensación
que produce la lectura de este libro de imaginación desbordada, de
sueño, de irrealidad, nos cuidaremos mucho de aludir a la literatura
fantástica al comentarlo. No se trata en él de, a partir de la realidad,
crear una nueva realidad, la realidad artística, aunque, en definitiva,
en eso consista su proceso, pues otra cosa no es posible. Pero nos re-
ferimos al intento; y el intento es el de llevar a cabo todo lo con-
trario : de, a partir de una no-realidad, crear una apariencia de no-
realidad, como tal vez sólo podría conseguirse con un instrumento
expresivo que fuera semejante a la flauta del mendigo del que habla
el maestro de Alfanhuí: una flauta que «era al revés que las demás,
y que había que tocarla en medio de un gran estruendo, porque en
lugar de ser, como en las otras, el silencio fondo y el sonido tonada,
en ésta el ruido hacía de fondo y el silencio daba la melodía». En
una misma frase de esta prosa, formada generalmente por una cadena
de metáforas, una engendrando a la otra, hasta producir casi una
desintegración del sentido, se entremezclan diversas líneas dialécticas
y el resultado es la sensación de estar en presencia de una especie de
superlógica, producto de una lucidez superior incluso a la del sueño,
puesto que es algo así como un sueño voluntario, un sueño guiado
por la inteligencia. No se trata, pues, de unas visiones inconscientes y
luego recordadas (no es surrealismo), ni del resultado de un pensa-
miento formado en la boca (tampoco, pues, dadaísmo), sino de una
suerte de radiografía sutilísima de las más poéticas invenciones de
una razón poderosa. En una palabra: vemos aquí el sometimiento de

51
la fantasía a la razón y no lo contrario. A la razón, o a otra facul-
tad capaz de ver más allá de las cosas, de enriquecer con un conoci-
miento que no es el que procura la razón ni tampoco la experiencia.
Ninguna manifestación artística, por muy nueva que parezca, deja
de tener raíces más o menos visibles en manifestaciones anteriores.
Por ser una casi total reducción de la narración a la metáfora, por el
uso que en ella se hace de las imágenes múltiples y polivalentes, la pro-
sa de este libro es descendiente directa del ultraísmo, del que hereda
también su intento destructor. Como ha señalado Juan Luis Alborg,
es ésfa una obra «que nace y muere en sí misma»..., un logro de
excepción que ni el mismo autor podría repetir sin caer en el auto-
plagio. ¿Podría imaginarse—se pregunta el mismo a u t o r — u n arte
novelesco sostenido que prosiga los mismos pasos? Evidentemente,
n o ; como tampoco podría imaginarse un mundo novelesco consisten-
te en una prolongación de la línea de El Jarama. Es ésta una novela
destructora que, como dice Torrente Ballester, «impone la reconstruc-
ción de un arte y de un género». El hecho de que Sánchez Ferlosio
no haya vuelto a escribir después de estas dos obras no me parece
casual.
El Jarama es la narración de un domingo de verano a la orilla del
río de dicho nombre. Casi todo en esta novela es diálogo (el espejo
de Stendhal lo encontramos en ella sustituido por el magnetófono),
salpicado por justas y siempre m u y bellas descripciones, que sitúan
perfectamente el ambiente y crean adecuadamente el clima. El calor
del mediodía, el sopor de las horas subsiguientes están exactamente
descritos y comunicados. Y aunque no pase nada; aunque nada haga
presentir que va a pasar algo; aunque, a cierta altura del relato, ya
pueda estar uno seguro de que nada va a pasar, el novelista tiene la
habilidad suficiente, la fuerza creadora suficiente, para presentarnos
las cosas de forma que pasemos cada página esperando que algo ocu-
rra, que lleguemos al final esperando que algo ocurra. Y ocurre, en
efecto: la muerte de uno de los personajes femeninos. Por eso yo no
estoy de acuerdo con quienes han dicho que este episodio era una
concesión y que, hecho lo difícil —que era mantener casi trescientas
páginas sin que tuviera lugar nada relevante—, podía haberse mante-
nido en el mismo tono hasta el final, como si se tratara de un mala-
barismo. Yo creo que este episodio valora la novela. Que hace de ne-

52
cesario contrapunto y dota lo que antes nos ha parecido de una ex-
tremada insignificancia, de un dramatismo impresionante. Que cual-
quier vida es importante, parece ser la demostración de esta muerte
accidental.
Para que El Jarama fuera realmente una epopeya creo que hacía
falta esta muerte coronándola. Si no, hubiera quedado en un cuadro
impresionista; quizá la mejor obra producida por un momento de
nuestra literatura en que se creyó que lo único importante del arte
narrativo era dejar constancia documental de lo que acontecía alre-
dedor. Es una prueba más, por tanto, de que las obras buenas, las
obras bien hechas, escapan a su ismo, a su escuela, a la pequeña par-
cela de su nacimiento, para pasar a otro plano superior; el plano
donde entra todo lo que es arte y no entra lo que no lo es.
El Jarama nos presenta, desde luego, los problemas de una parte de
nuestra sociedad. Es un magnífico documento. Por otro lado, nos los
presenta de forma que nos hace solidarizarnos con ellos, sentirlos, com-
prenderlos y aun valorarlos. Nos descubre la poesía escondida que hay
en el pueblo. En fin, dentro de su innegable realismo—un mucho
idealista, a pesar de todo—, logra elevar a símbolos las situaciones y
los personajes. Por eso es algo más que un documento; por eso es
una obra de arte.
La manera de expresarse de los habitantes de El Jarama es, si
bien conservando los giros típicos del habla popular, literaria, poética.
En ocasiones, muy poética, como es el caso de una conversación que
mantienen a solas uno de los muchachos con la chica que al final se
ha de ahogar; y ello quizá no tanto por lo que los personajes dicen
cuanto por el clima romántico y dramático del que el autor ha sa-
bido dotar cada situación.
• » *

Con la temprana muerte de IGNACIO ALDECOA, las letras españolas


han perdido no sólo a uno de sus más señeros representantes contem-
poráneos, sino también a uno de los poquísimos novelistas que, en
pleno predominio de un tipo de narrativa, cuyos cultivadores—la ma-
yoría de los existentes— consideran la voluntad de arte como una es-
pecie de traición y estimaban el testimonio —en su absurdo sentido de
fotógrafo de las apariencias— como un valor absoluto, superior a

53
cualquier intento de profundización en la condición h u m a n a ; en un
momento así, iba a decir, se mantuvo en sus trece de escritor pre-
ocupado por el hombre en su dimensión personal, es decir, integral
—no meramente política—, y por el instrumento que manejaba, en
sus aspectos artísticos, artesano e intelectual.
La obra de Ignacio Aldecoa se inscribe en la línea, tradicional-
mente española, de un realismo literario, es decir, artístico, por con-
traposición a ese otro de la novela llamada testimonial, y, dentro de
ella, representa el paso siguiente al dado por Baraja. Y al decir «paso
siguiente» queremos significar que su situación no es epigonal res-
pecto a la de este gran escritor, vasco como él. La narrativa de Al-
decoa es de una gran modernidad y, especialmente en sus cuentos y
en sus últimas novelas—Gran Sol (1957), Los pájaros de Baden-Ba-
den (1965) y Tarte de una historia (1967), producto de una concepción
del género cuya existencia la generación de don Pío no pudo ni sos-
pechar.
En el avance le acompañan Jesús Fernández Santos, Ana María Ma-
tute y el Rafael Sánchez Ferlosio de El Jarama.
La misión del realismo tomado como corriente estética es la de
sacar literatura de la vida, y no vida otra vez de la vida—caso del
costumbrismo, de la novela testimonial—ni, mucho menos, literatu-
ra de la literatura. Las obras de Ignacio Aldecoa, como las de sus com-
pañeros de grupo, transfiguran la realidad; arrancan de una obser-
vación, incluso minuciosa, del entorno vital y palpitante, pero son,
y quieren serlo, obras de arte. Si en el caso de Ana María Matute la
lente que se interpone entre lo visto en la realidad y lo plasmado en
la obra está compuesta, sobre todo, de una fuerte carga de subjetivi-
dad, en la que Ignacio Aldecoa viene formada por tres elementos que
s o n : primero, el lenguaje, exprimido hasta el fondo de sus posibili-
dades expresivas; exacto no sólo en el sentido funcional, sino tam-
bién en el del logro de una armonía musical que sería destrozada por
el simple cambio de una sílaba. Segundo, el tratamiento intelectual
del género, a partir de un planteamiento previo riguroso de cómo
contar una cosa para lograr el máximo de expresión, el máximo de
belleza. Y este «cómo» no se refiere aquí al lenguaje, sino al modo de
presentación de la realidad: elección del tiempo narrativo; selección
de la materia (qué cosas van a ser dichas en diálogo y cuáles a tra-

54
véb de la narración; qué parte ocupará el relato, las descripciones,
etcétera); juego de alusiones y elusiones; estructura de la obra. Ter-
cero, la búsqueda de valores poéticos, muy notable en su caso por
cuanto se trata las más de las veces de buscarla —y encontrarla— en
las cosas y sucesos más sencillos e insignificantes. Aldecoa era •—es,
puede decirse— un experto en extraer poesía de lo insignificante; de
lo aparentemente insignificante, habría que decir, pues, descubiertas
por su mirada, las cosas nimias, pequeñas, sin importancia, pasan a
cobrar toda la significación de ese pequeño tornillo de una gran ma-
quinaria que, si minúsculo en comparación con el todo, es clave para
su funcionamiento.
Por la obra de Aldecoa pulula una humanidad «cruda y tierna»,
como él la llamó, toda una legión de pequeños seres, de hermosa gen-
te, que diría Saroyan, palpitantemente viva, sí, pero deliciosamente
poetizada. Aunque afirmemos esto sin olvidar esas dos rotundas excep-
ciones del mundo beatnik, del mundo burgués y del mundo medio
burgués y medio artista de las diversas historias que componen Los
pájaros de Baden-Baden y el ambiente de dolce vita de Tarte de una
historia, obras que se cuentan entre lo más logrado de su producción,
no por paradoja, sino porque el mundo de Aldecoa ha ido creciendo,
como estoy seguro se podrá ver claramente si llegó a terminar, y se
publica, su anunciada novela Años de crisálida. En ella, según decla-
raciones suyas a la revista Indice, se proponía «levantar acta de la
amargura concentrada de su generación. Del letargo forzoso a que la
condenaron. De los obstáculos que le fueron colocando para impedir
un normal desarrollo ideológico».
Pulula en sus obras todo ese mundo, decíamos, todo un sector de
la vida española que él conocía y en el que se fija con minucia para
trasladarlo fielmente a las páginas de sus relatos. Pero fielmente, in-
sistimos, no quiere decir tal como parecen ser, ni sólo en sus aspec-
tos curiosos o pintorescos. No, la obra de Ignacio Aldecoa no es cos-
tumbrista. El costumbrismo es superficial, y la visión de Aldecoa es
en profundidad, porque su intención no es, aunque a veces—Gran
sol, sobre t o d o — l o parezca, la de hacer un reportaje, sino la de ha-
cer el canto, lírico o épico, de aquello que contempla y ofrece a la
contemplación.
Este canto poético, este transfigurar la realidad en literatura, es lo

55
que verdad le interesa a Aldecoa. Toma un trozo de ella, la acota, y
le extrae todo su jugo. Literatura entre paréntesis, podríamos decir,
en la que un presente en primerísimo plano nos da las claves del pa-
sado y el futuro. No hay sorpresa en ninguno de los cuentos ni nove-
las de Aldecoa. Ni rotundidad en sus finales. Todo sigue. O, por lo
menos, parte sigue siempre. La impresión del lector es la de que todos
sus relatos son, como su última y gran novela, Parte de una historia.
Aldecoa capta el latido de un trozo más o menos largo de vida. Un
trozo sin principio ni fin, abierto por ambos extremos. En la mayo-
ría de sus piezas, cortas o largas, es difícil hablar de argumento. A Al-
decoa no le interesa la t r a m a ; hasta el punto de que elude cuidado-
samente todo lo que podría oler a tal. En Los pájaros de Baden-Baden,
la acción se interrumpe cada vez que algo que podría ser auténtica-
mente peripecia va a tener lugar. Es como si, tratándose de un com-
bate de boxeo, nos tuviéramos que enterar, a través de la descripción
de lo que ocurre en los momentos de descanso, de qué es lo que ha
ocurrido durante los momentos de pelea. Para conocer bien la obra de
Aldecoa, no hay que olvidar sus libros de cuentos. Ni sus dos prime-
ras y ya maduras novelas: El fulgor y la sangre (1954) y Con el viento
Solano (1956).

* * *

Dominado por una esencial sobriedad, lo primero que se advierte


e n el l e n g u a j e de JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS es su c a r á c t e r f u n c i o n a l .
Las descripciones no se extienden ni una línea más de las necesarias
para hacer ver lo que se quiere hacer ver, y los personajes general-
mente se definen por sus propias palabras, actitudes y hechos, y aun
por sus pensamientos, pues aunque su manera de narrar es en bas-
tante medida objetiva, y en ella puede advertirse claramente la dis-
tancia establecida por el autor entre él y sus criaturas, aquél dista
mucho de profesar ningún purismo y echa mano de cuantos proce-
dimientos narrativos tiene a su disposición, si bien, como en el caso
del lenguaje, sólo en la medida estrictamente necesaria.
Pero el funcionalismo del lenguaje, evidente, por ejemplo, en la
precisa descripción del pueblo que hace en las primeras páginas de
Los bravos, no excluye un cierto expresionismo escenográfico; ni la

56
creación de un clima poético en el que se funden cosas y personas,
sentimientos y ambientes; ni, finalmente, una auténtica trasposición
de ámbitos, con auténticas incursiones en lo surreal.
Aparte las pinceladas, verdaderamente magistrales, en cuanto al-
canzan plenamente la meta propuesta, de los relatos que integran
Cabeza rapada (1958), el decir personal del novelista Jesús Fernández
Santos se ha volcado, en una primera etapa, sobre todo en Los bra-
vos (1954), Laberintos (1963). En las dos primeras el autor acota un
espacio de tiempo —un verano, en la primera; una semana santa, en
la s e g u n d a — y , dentro de él (sin excluir, por supuesto, el pasado,
revivido a través de los recuerdos), nos da la total dimensión no sólo
de unas individualidades independientes, sino también, y sobre todo,
de un determinado grupo social. Con ser dos ambientes totalmente
distintos —campesino el primero, intelectual el segundo—, la visión
estética es la misma. El mismo aparato es el empleado para hacer la
radiografía de uno y otro.
Claramente se advierte que Fernández Santos conoce la realidad
que maneja (ciertas concomitancias en los recuerdos de sus perso-
najes sobre su vida infantil y los años de la guerra evidencian incluso
la materia autobiográfica) y que el cariz que de ella nos presenta se
corresponde con unas preocupaciones personales y con el ángulo de
enfoque de una cámara personal. Por lo demás, él está dotado de esa
facultad de observación para los detalles, privativa del verdadero no-
velista, y la visión de la realidad que nos ofrece es una visión esté-
tica, seleccionada, montada, potenciada, impregnada de su persona-
lidad.
Pese a aquel distanciamiento de que hablábamos —que es, más
bien, de perspectiva, de enfoque—, el autor, que seguramente no está
de acuerdo con lo que simbolizan todos sus personajes, se muestra
compenetrado cordialmente con ellos como tales elementos literarios.
Es lo que le distingue de tantos que, situados en un plano aparente-
mente semejante al suyo, y aún imitándole en las estructuras, han
terminado por hacer novelas de buenos y de malos. No es un realista
social al uso.
Una mirada superficial a los temas y problemas, así como al mé-
todo expresivo, manejados por autores como Jesús Fernández Santos
y Rafael Sánchez Ferlosio, podría situarles en esta corriente. A nuestro

57
modo de ver, fuera de ellas les coloca el tratamiento culto de los
temas. Tratamiento culto que, en autores como ellos, no viene dado por
el manejo de personajes y ambientes cultos, sino por el hecho de
traslucirse en la obra un conocimiento del hombre y de la realidad
acusadamente superior al que tiene el común de la gente —producto,
sin duda, de una observación reflexiva, que excluye la transcripción
fotográfica—, y por una preocupación técnica de más largo alcance
que el que tienen los preciosismos idiomáticos: la de expresar el
contenido en una forma que en sí lleve insertos esos mismos conte-
nidos, haciendo de la mera construcción de la novela un objetivo pri-
mordial, como es el caso del objetivismo francés, con el que se ha
equiparado a veces algunas de estas novelas, sobre todo El Jarama,
de Rafael Sánchez Ferlosio. Pese a ello, en el caso de Jesús Fernández
Santos, se advierte, más que una preocupación por la técnica literaria,
una forma de mirar.
Al cabo de seis años de silencio, durante los cuales Fernández San-
tos ha expresado sus inquietudes a través de sus realizaciones para
el cine y la televisión (un largometraje y más de un centenar de
cortos) publica una novela, El hombre de los santos (1969) y el tomo
titulado Las catedrales (1970), integrado por una serie de relatos, am-
bientados en otros tantos templos catedralicios, en los que los perso-
najes, su vida y sus psicologías aparecen determinados por el espacio
histórico, artístico y sagrado en que se mueven.
Ha confesado en alguna ocasión Fernández Santos haber encon-
trado la inspiración para estos relatos, así como para El hombre de
lo santos, en el deambular por las tierras y las viejas ciudades de
España que le impone su menester de realizador de documentales. «El
hombre de los santos» es el restaurador que recorre las antiguas igle-
sias a causa de su oficio. En la narración confluyen tres ámbitos, que
presentan un acusado paralelismo en sus motivaciones con los pre-
sentados en obras anteriores del a u t o r : el presente inmediato, situado
en torno a la vida del pueblo castellano y su gente; el presente me-
diato, que gira sobre la ciudad y las circunstancias familiares que el
protagonista evoca, y el pasado, que lo hace sobre el amor frustrado
de éste por una prima suya, sobre el fondo de la guerra civil. Son los
mundos de Los bravos, Laberintos y Cabeza rapada, fundidos hábil-

58
mente por el autor, que con ésta ha conseguido su más densa novela,
en la que su estilo se muestra en plena granazón.
Posteriormente, en 1971, Fernández Santos ha publicado otra no-
vela larga, premio Eugenio Nadal del año anterior. Su título es Libro
de ¡as memorias de ¡as cosas, y en ella se trata de la vida y de la his-
toria de una comunidad protestante en un pueblo español.

* * *

El profesor Benítez Claros, en su ensayo Carácter de ¡a novela


nueva, recogido en su tomo Visión de la literatura española, en el que
critica el limitado objetivo del realismo testimonial, que domina en
cierto momento la novela española de posguerra, hace notar la pre-
sencia de una nueva conducta, de una desviación interesantísima, en
la línea de este realismo, representada por la obra de ANA MARÍA MA-
TUTE. El elemento que, según el citado profesor, incorpora esta autora
es «una fuerte carga de subjetividad, la suya propia, que se interpone
continuamente entre el mundo observado y el recreado en su obra»;
este logro se traduce por el «abandono de la técnica fotográfica» y el
«enfrentamiento con ámbitos de mera creación, con pasiones inven-
tadas y convencionales, con ficciones literarias puras, en las que el
aire fresco de la imaginación despeja la viciada atmósfera del vivir
cotidiano».
Sin duda es Ana María Matute la más interesante de nuestras no-
velistas actuales y aquella que posee un estilo más personal, enten-
diendo por estilo no la simple belleza del lenguaje, como se suele
hacer, sino todo aquello que, según define Dámaso Alonso, «individua-
liza a un ente literario», trátese de una obra, una época, una literatura
o un autor. Estilo que, aunque progresivamente evolucionado y per-
feccionado a lo largo de su nada exigua obra —doce novelas y varios
tomos de relatos—, es claramente perceptible desde sus primeras rea-
lizaciones, pese a ser éstas productos de una verdadera precocidad.
Y es el caso que las perfecciones de sus últimos libros, especialmente
Trímera Memoria (1960) y Los hijos muertos (1958), nos llevan a des-
cubrir y ratificar virtudes ya insertas en Vequeño Teatro (1954), en
Fiesta al noroeste (1953) y aún en Los Abel (1948).
Ya en estas obras nos mostraba la autora esa visión potenciada,

59
profundizada, penetrante, a veces insólita, que es constante de su es-
tética y que la faculta para elaborar su materia de un modo, y ofrecer-
la a través de una lente, capaz de hacernos ver hasta los hechos más
insignificantes como misteriosos.
A realizar el misterio contribuye la selección cuidadosa de la ma-
teria, su no menos estudiado montaje y el medio expresivo a través
del que se nos comunica, elaborado con primor. Y es de notar que,
a pesar de la perfección formal indiscutible de los mejores logros de
Ana María Matute, es en ellos, quizá, donde también se vislumbra
más claramente la ardua lucha, honradamente artesana, que eviden-
cia no sólo el deseo de decir bellamente, sino también el de encontrar
la fórmula técnica más a propósito en cada caso para desentrañar la
realidad hasta el fondo, para mirarla y presentarla por todos sus cos-
tados. Diferentes ritmos narrativos, tiempos diversos, acciones simul-
táneas, puntos de vista distintos para la misma acción... Todo lo
necesario, en fin, para que nada se escape. Y ello no al margen del
contenido, sino requerido por él, porque todo este mundo certísimo,
erguido, luminosamente palpable, se nos quiere hacer ver tan vigoro-
samente, para que con el mismo vigor podamos apreciar cómo acaba
en la muerte, en el olvido, en la desesperanza o en la nada.
Como todo el que tiene cosas que decir, Ana María Matute insiste
en un núcleo de ideas homogéneas a lo largo de su obra. Es constante
en ésta el tono elegiaco, pero no en el sentido de que se llore la
pérdida de algo que era apetecible, bueno y bello, sino más bien en
el de lamentar la imposibilidad de que exista algo así.
De una visión pavorosa, resentida incluso, de la niñez arranca toda
una actitud ante la vida, en la que el odio, el recelo, la desconfianza,
la incomprensión y la desesperanza son otros tantos hilos de la tela
en la que se enredan las relaciones entre los seres. Frente a todas ellas
parece levantarse, en cada caso, sólo el individuo de excepción que,
con ser el mejor y quizá por ello, siempre lleva las de perder en el
reparto de la vida.
Ante un mundo dibujado con tan negras y, a la vez, tan idealizadas
tintas, el mecanismo moral de la autora reacciona de dos maneras,
una positiva y otra negativa —desde el punto de vista de su acción,
no de nuestra valoración—, o, por mejor decir, una de defensa y otra
de crítica.

60
Vemos en primer lugar una crítica del fariseísmo. La abuela (Trí-
mera Memoria), Isabel y Gerardo (Los hijos muertos), Juan Medinao
(Fiesta al noroeste) son representantes de un falso orden que se denun-
cia y acerbadamente se zahiere. Ahora bien, frente a este orden que
se condena no se levanta un orden nuevo, distinto, sino sólo la pureza
de los seres, no diré elementales, sino independientes, libérrimos,
pero no buenos precisamente, porque en todos ellos anida un odio
feroz que toda la obra de Ana María Matute intenta y no logra jus-
tificar, aunque sí explicar. En cada caso, estos personajes son víctimas
de ese odio, de esa libertad e independencia absoluta, sobre todo, que
les suele arrastrar a sacrificios inútiles.
Vemos también una defensa de la moral natural; pero frente a lo
establecido en las leyes, más que, como hubiera podido esperarse,
frente al falso orden de que hemos hablado. A todo lo que respecta
a las convenciones entre los hombres, a los pactos y reglas, Ana
María Matute antepone la libertad absoluta de los sentimientos, las
inclinaciones y, a veces, hasta los instintos más primarios. Y ello,
sin duda, por un escepticismo invencible ante la posibilidad de que
el hombre arregle las cosas para el hombre. La confianza a este res-
p e c t o — q u e no falta del t o d o — s e basa en el individuo de excepción
y no traspasa los límites del círculo de su influencia. Jamás toca, ni
de lejos, a la sociedad políticamente organizada.
Se puede decir que es unánime la apreciación de Ana María Ma-
tute como una novelista prometedora, pero todavía sin cuajar, a la
que a veces pierde su facilidad. Sin que estimemos del todo rechaza-
ble esta opinión, sí nos parece que con los elementos de juicio que
ya poseemos y tras las aparición de las dos primeras novelas de la
trilogía Los mercaderes, es hora ya de modificar su enfoque. No se
puede negar que Trímera Memoria es una obra perfecta, en la que
una escritora de extraordinario talento y sensibilidad ha logrado reali-
zar la plena fusión de los elementos externos e internos de su rico
mundo novelesco, ya patentes en tantas vigorosas páginas de Fiesta al
noroeste y Los hijos muertos, como se puede apreciar en sus últimas
obras publicadas. Como en el caso de Aldecoa, es imprescindible, para
completar la visión de esta escritora, conocer sus libros de cuentos.

61
LA GENERACION DE 1960

Desde el punto de vista del hito histórico que señalábamos como


marcador del inicio del período todavía hoy vigente, la generación
del 60—así llamada porque es alrededor de esta fecha cuando apa-
recen los primeros libros de los autores que la integran, nacidos todos
ellos entre 1925 y 1932—es aquella cuyos componentes asisten al
acontecer de la guerra de 1936 a 1939 con ojos infantiles, pero con
la conciencia ya despierta, y sufren después las estrecheces de la pos-
guerra en toda su intensidad y desde el momento mismo de su incor-
poración a la vida.
Su peculiar situación histórica hace que esta generación sea crítica
y revisionista; por haber sufrido en su carne las consecuencias de
la gran crisis histórica, no olvida el pasado; pero por ser todavía
joven cuando las circunstancias del país se abren a un f u t u r o más
esperanzador, mira también hacia adelante, intentando, en lo literario,
asentar sus propias bases, ya que, por brotar a raíz de un momento
que es más bien de tanteos aislados—pero aislados no sólo en el
sentido de que se produzcan autores independientes de cualquier ten-
dencia o escuela, sino también en el de que cada obra, salvo en
contadas excepciones, representa un tanteo por camino distinto dentro
de la producción de cada autor-—•; por brotar en un momento así,
iba a decir, tiene escaso magisterio cercano al que acudir. Unos, por
ello, buscan entroncar con la última gran generación literaria españo-
la, la del 98, que no es rica, sin embargo, en narradores; otros se
acercan a las escuelas novelísticas de fuera, especialmente la genera-
ción perdida americana, el neorrealismo italiano y el objetivismo fran-

62
cés; otros, en fin, buscan sus fuentes fuera incluso de la narrativa:
en la filosofía, en el ensayo, en la poesía o en el cine.
Casi unánimemente, la crítica ha caracterizado a esta generación
por ese realismo social que parte de una concepción de la novela
como testimonio del tiempo en que se vive—entendiendo, a su vez,
el testimonio literario como trasplante fotográfico al libro de lo que
ocurre en el inmediato y superficial alrededor—y como portadora de
un alegato directo a la sociedad, en virtud de un compromiso previo.
Sin embargo, simultáneamente se produce otra tendencia narrativa,
surgida entre miembros de la misma generación, atenta a lo intrahis-
tórico más que a lo histórico; que considera como real no sólo lo que
se ve, sino también lo que no se ve, y que no por ello deja de
representar con autenticidad la conciencia histórica de aquella ju-
ventud.
Aparte estas dos tendencias, claramente señaladas ya en ensayos
dedicados a su estudio, cabe advertir la vigencia de otras corrientes
que permitirían encuadrar a algunos autores en apartados que, para
utilizar términos ya consagrados en la historiografía literaria, podría-
mos titular de novela existencia!, novela católica, novela experimen-
tal y, sobre todo, realismo puro, más o menos costumbrista, en el que
no dejarían de darse rasgos de la novela social o de la novela inte-
lectual.
Tratándose de un ámbito todavía en plena efervescencia creacio-
nal es arriesgado establecer en él clasificaciones tajantes. Por otro lado,
numerosos autores hay que, con facilidad, y según la obra suya que
considerásemos, podrían ser incluidos en una u otra selección.
Nadie negaría la etiqueta de novelista social a autores como Ar-
mando López Salinas, Antonio Ferres, Lauro Olmo, Jesús López Pa-
checo, Francisco Candel y Juan García Hortelano. Sin embargo, a la
hora de hablar de Alfonso Grosso, Juan Marsé, José Manuel Caballero
Bonald y el propio Juan Goytisolo, frecuentemente estudiados entre
los novelistas sociales, ya habría que pensárselo más. Y el que en
manera alguna puede ser incluido en esta tendencia, aunque lo sea
siempre, es Luis Martín Santos, autor de una sola novela, Tiempo de
silencio, pero de carácter tan excepcional que marca un hito en la
narrativa española del período. Igualmente sociales, por el carácter

63
dominante en sus obras, pueden ser considerados Daniel Sueiro, Ramón
Nieto y, quizá, también Jorge Ferrer-Vidal.
Entre los novelistas que, frente a la tendencia social de signo rea-
lista, luchan por una novela en la que, sin desdeñar, por supuesto, ni
muchísimo menos, la problemática más candente y actual, predomi-
nen los valores estéticos e intelectuales, la imaginación creadora y
una nueva forma de presentación de la realidad, más allá del testi-
monio de lo conocido por los meros sentidos externos, mediante la
fórmula bautizada por Andrés Bosch como «realismo total»; entre los
novelistas, iba a decir, encuadrables en esta tendencia cabe citar al
mencionado Andrés Bosch y a Carlos Rojas, Manuel San Martín, An-
tonio Prieto, José Vidal Cadellans y, quizá, Manuel García Viñó. Aun-
que también de signo intelectual, y realista en un sentido profundo
y abarcador, es también la obra de José Tomás Cabot, Antonio Fer-
nández Molina, Pedro Sánchez Paredes, Miguel Buñuel, José María
Castillo Navarro, Claudio Bassols, Rafael Benet, Héctor Vázquez Az-
piri y Jorge Cela Trulock.
Dentro de un realismo templado que, como ya hemos apuntado,
podría adscribirse a las directrices de la novela católica, la novela psi-
cológica, la novela existencial y aún la novela histórica o la novela
satírica o de humor, se han expresado autores como José Luis Martín
Descalzo, Julio Manegat, Ramón Solís, Luis Berenguer, Víctor Alperi,
Juan Mollá, Luis de Castresana, Alfonso Albalá, José Gerardo Manri-
que de Lara, Manuel Barrios, Manuel Ferrand, Manuel Arce y Fran-
cisco Umbral.
No es posible, en un folleto de tipo informativo, dar noticia por-
menorizada de todos los componentes de esta generación con la que,
a mi juicio, empieza a poder hablarse, definitivamente, de una no-
velística española. En ella se dibujan ya, como hemos dicho, ten-
dencias definidas, y en ella se producen fenómenos de tanta relevancia
como esa obra excepcional, única de su autor, Luis Martín Santos, que
es Tiempo de silencio, y el conjunto de la obra narrativa de Andrés
Bosch, el más importante autor, a nuestro entender, surgido en España
después de la guerra civil.
Ante esta imposibilidad, vamos a limitarnos a hacer la nómina
de esta nutrida generación, que nos proponemos estudiar ampliamente

64
en un próximo libro, señalando, para el lector interesado, las obras
más características de cada uno de sus componentes.
ALFONSO ALBALÁ: El secuestro, Los días del odio.
VÍCTOR ALPERI : Como el viento, Cristo habló en la montaña (en
colaboración con Juan Mollá), La batalla de aquel general.
MANUEL ARCE: Testamento en la montaña, Tintado sobre el vacío,
1a tentación de vivir, Anzuelo para la lubina, Oficio de muchachos.
TERESA BARBERO: El último verano en el espejo.
MANUEL BARRIOS : El crimen, La espuela.
CLAUDIO BASSOLS : El carnaval de los gigantes, Los hijos de Cam.
RAFAEL BENET: Una meditación, Volverás a región.
MARÍA BENEYTO : El río viene crecido.
LUIS BERENGUER: El mundo de Juan Lobón, Marea escorada.
JUAN BONET: Un poco locos francamente, Historia para unas ma-
nos, La prole.
ANDRÉS BOSCH: La noche, Homenaje privado, La revuelta, La es-
tafa, Ritos profanos, El mago y la llama.
MIGUEL BUÑUEL: Narciso bajo las aguas, Un mundo para todos,
Un lugar para vivir.
JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: DOS días de setiembre.
FRANCISCO CANDEL: Donde la ciudad cambia de nombre, Han ma-
tado a un hombre han roto un paisaje, Temperamentales, Elite, Tueblo.
JOSÉ MARÍA CASTILLO NAVARRO: La sal viste de luto, Con la len-
gua fuera, Las uñas del miedo, Manos cruzadas sobre el halda, Caridad
la negra, El grito de la paloma, Los perros mueren en la calle.
Luis DE CASTRESANA: Gente en el hotel, La posada del bergantín,
Un puñado de tierra, La muerte viaja sola, La frontera del hombre, El
otro árbol de Guernica, Retrato de una bruja.
JORGE CELA TRULOCK: Las horas, Blanquito peón de brega, Com-
pota de adelfas, Trayecto Circo Matadero, Inventario breve.
ANTONIO FERNÁNDEZ MOLINA: Solo de trompeta, El caracol en la
cocina, El león recién salido de la peluquería.
MANUEL FERRAND: Con la noche a cuestas, La sotana colgada.
JORGE FERRER VIDAL : El trapecio de Dios, El cerro de los caballos
Blancos, Sábado esperanza, Diario de Albatana, Historia de mis valles.
ANTONIO FERRES : La piqueta, Los vencidos, Con ¡as manos vacías
El segundo hemisferio, Tierra de olivos.

65
JUAN GARCÍA HORTELANO: Nuevas amistades, Tormenta de verano,
Gente de Madrid.
MANUEL GARCÍA VIÑÓ: Nos matarán jugando, El infierno de los
aburridos, La pérdida del centro, Construcción 55, El pacto del Sinaí,
El escorpión, La granja del Solitario.
JUAN GOYTISOLO: Juegos de manos, Duelo en el paraíso, Fiestas,
El circo, La resaca, La isla, Fin de fiesta, La chanca, Señas de identidad.
ALFONSO GROSSO: La zanja, Un cielo difícilmente azul, El capi-
rote, Testa de copo, Germinal, Los días iluminados, Inés Just Coming,
Guarnición de silla.
JESÚS LÓPEZ PACHECO: Central eléctrica.
ARMANDO LÓPEZ SALINAS : La mina, Año tras año.
JULIO MANEGAT: La ciudad amarilla, La feria vacía, El pan y los
peces, Spanish Show.
JUAN MARSÉ: La otra cara de la luna, Encerrados con un solo ju-
guete, Ultimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima Montse.
JOSÉ GERARDO MANRIQUE DE LARA: Confesión de parte, El borra-
cho del nimbus, Pasaje de primera.
JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO : La frontera de Dios, El hombre que
no sabía pecar.
CARMEN MARTÍN GAITE: El balneario, Entre visillos, Las ataduras,
Ritmo lento.
L u i s MARTÍN SANTOS : Tiempo de silencio.
ALFONSO MARTÍNEZ GARRIDO: El miedo y la esperanza, El círculo
vicioso.
JUAN MOLLA: Segunda compañía, Cristo habló en la montaña.
RAMÓN NIETO: La cala, La fiebre, El sol amargo, Vía muerta, La
patria y el pan.
LAURO OLMO: Ayer 27 de octubre, El gran sapo.
ANTONIO PRIETO: Tres pisadas de hombre, Buenas noches Argue-
lles, Vuelva atrás Lázaro, Encuentro con Ilitia, Elegía por una espe-
ranza, Trólogo a una muerte.
CARLOS ROJAS : De barro y esperanza, El futuro ha comenzado,
El asesino de César, La ternura del hombre invisible, Adolfo Hitler está
en mi casa, Auto de fe, Aquelarre.
RODRIGO RUBIO : La tristeza también muere, Equipaje de amor para
la tierra, La espera, La sotana, La feria.

66
PEDRO SÁNCHEZ PAREDES: D i o s ha pasado sobre los bosques, La
ley viva, Siete apocalipsis, La gran apostasía, Sphairos.
MANUEL SAN MARTÍN : La noticia, El borrador, El insolente, La luz
pesa.
RAMÓN SOLÍS : Los que no tienen paz, Ajena crece la hierba, Un
siglo llama a la puerta, El canto de la gallina, La eliminatoria, El
dueño del miedo.
DANIEL SUEIRO : La rebusca y otras desgracias, La criba, Estos son
tus hermanos, La noche más caliente, Solo de moto, Corte de corteza.
JOSÉ TOMÁS CABOT: El piquete, La reducción, Cántico en la noche.
J E S Ú S TORBADO: Las corrupciones.
MARIANO TUDELA: El torerillo de invierno, El hombre de las tres
escopetas, Más que maduro, El techo de Lona.
FRANCISCO UMBRAL : Travesía de Madrid, Si hubiésemos sabido que
el amor era eso, El Giocondo.
HÉCTOR VÁZQUEZ AZPIRI : Víbora, Fauna.
MANUEL VICENT: Pascua y naranjas.
JOSÉ VIDAL CADELLANS : No era de los nuestros, Cuando amanece,
Balada para una infanta.
JOSÉ ANTONIO VIZCAÍNO : El suceso, Caminos de la Mancha.

67
BIBLIOGRAFIA

LIBROS

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EUGENIO G. DE NORA: La novela española contemporánea, 2 tomos, Gredos,
Madrid, 1962.
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Madrid, enero 1967.
Luis NÚÑEZ LADEVEZE : Tolémica sobre la novela española, «Nuestro Tiempo»,
n ú m e r o 200, Pamplona, febrero 1971.

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INDICE DE AUTORES

Agustí, I g n a c i o : 12, 17. B e r n a n o s : 18.


A l a r c ó n : 4. Blanco A m o r , E d u a r d o : 42.
Alas, L e o p o l d o : 4. Blanco A m o r , J o s é : 41.
Albalá, A l f o n s o : 64, 65. Bonet, J u a n : 65.
Alborg, J u a n Luis: 22, 31, 33, 52, 69. Bosch, A n d r é s : 64, 65.
Aldecoa, I g n a c i o : 6, 45, 53-56, 61. Botella, Virgilio: 42.
Alonso, D á m a s o : 44, 59. B r o m f i e l d : 7.
Alperi, V í c t o r : 64, 65. Buñuel, M i g u e l : 64, 65.
A m a d o Blanco, L u i s : 42. Butor, M i c h e l : 10.
A n d ú j a r , M a n u e l : 38.
A r a n a , José R a m ó n : 42.
A r b ó , Sebastián J u a n : 17, 23-24. Caballero Bonald, José M a n u e l : 63,
Arce, M a n u e l : 64, 65. 65.
A u b , M a x : 30, 31, 34-36. Cabezas, J u a n A n t o n i o : 28.
A y a l a , F r a n c i s c o : 30, 31, 38-40. C a m u s : 32.
A z o r í n : 5. Candel, F r a n c i s c o : 63, 65.
Castellet, José M a r í a : 70.
Castillo N a v a r r o , José M a r í a : 64, 65.
B a l z a c : 4. Castillo Puche, José L u i s : 6, 45-47.
B a q u e r o Goyanes, M a r i a n o : 43, 70. Castresana, Luis d e : 64, 65.
Barbero, T e r e s a : 65. Castroviejo, C o n c h a : 28.
Barea, A r t u r o : 30-31. Cela, C a m i l o J o s é : 7-10, 12, 17, 44.
Barrios, M a n u e l : 64, 65. Cela T r u l o c k , J o r g e : 64, 65.
B a r o j a : 3, 4, 5, 9, 54. Celaya, G a b r i e l : 28.
Bassols, C l a u d i o : 64, 65. C e r n u d a , L u i s : 41.
B a u m , V i c k y : 7. C e r v a n t e s : 3.
Benet, R a f a e l : 64, 65. Cimorra, C l e m e n t e : 42.
Beneyto, M a r í a : 65. C l a r í n : V. Alas, Leopoldo.
Benítez Claros, R a f a e l : 59, 70. Conté, R a f a e l : 41, 68, 70.
Berenguer, L u i s : 64, 65. C u n q u e i r o , A l v a r o : 42, 45, 47-50.

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Chacel, R o s a : 40-41. Green, J u l i e n : 18.
Greene, G r a h a m : 18.
Grosso, A l f o n s o : 63, 66.
Delibes: 17, 18-20. Gutiérrez, F e r n a n d o : 26.
Dickens: 4.
Dieste, R a f a e l : 42.
Halcón, M a n u e l : 17, 20-21.
Herrera Petere, J o s é : 42.
Espina, C o n c h a : 4, 5. Hesse, H e r m a n n : 26.
Espronceda: 41. Horia, Vintila: 70.

Fernán Caballero: 4. Iglesias Laguna, A n t o n i o : 68.


Fernández Almagro, M e l c h o r : 16, 43,
70.
Fernández Flórez, W e n c e s l a o : 4, 5. Jarnés, B e n j a m í n : 4, 41.
Fernández Flórez, D a r í o : 26-27.
Fernández Molina, A n t o n i o : 64, 65.
Fernández de la Reguera, Ricardo: 27. Kurz, C a r m e n : 27.
Fernández Santos, Jesús: 5, 45, 54,
56-69.
Ferrand, M a n u e l : 64, 65. Laforet, C a r m e n : 12-15, 17-
Ferrer Vidal, J o r g e : 64, 65. Lamana, M a n u e l : 42.
Ferreras, Juan Ignacio: 68. Ledesma Miranda, R a m ó n : 3, 4, 5, 70.
Ferrés, A n t o n i o : 63, 65. León, María T e r e s a : 42.
F l a u b e r t : 4. León, R i c a r d o : 4, 5.
Fuente, Pablo de l a : 42. Lera, Angel María d e : 17, 24-25.
López Pacheco, J e s ú s : 63, 66.
López Salinas, A r m a n d o : 63, 66.
Galdós: 3. Lorenzo, Pedro d e : 27.
García Hortelano, J u a n : 63, 66. Luca d e Tena, T o r c u a t o : 27.
García Luengo, Eusebio: 28.
García Pavón, Francisco: 27.
García de Pruneda, Salvador: 28. Madariaga, Salvador d e : 41.
García Serrano, R a f a e l : 15. Manegat, J u l i o : 64, 66.
García Viñó, M a n u e l : 64, 66, 68, 70. Manrique de Lara, José G e r a r d o : 64,
G a u g u i n : 36. 66.
Gil Casado, Pablo: 68. Marsé, J u a n : 63, 66.
Gironella: 17-18. Marra López, José R a m ó n : 39, 40, 41
Goicoechea, R a m ó n Eugenio: 28. 42, 69.
Gómez de Barquero, E d u a r d o : 3. Martín Descalzo, José Luis: 64, 66.
Gómez de la Serna, R a m ó n : 4, 5. Martín Gaite, C a r m e n : 66.
Goytisolo, J u a n : 63, 66. Martín Santos, Luis: 63, 64, 66.
G r a c i á n : 33. Martínez Garrido, Luis: 66.

72
Masip, Paulino: 42. Salvador, T o m á s : 22.
Matute, Ana M a r í a : 5, 45, 54, 59-61. Sampedro, José Luis: 27.
Manfredi, D o m i n g o : 27. Sánchez Ferlosio, R a f a e l : 5, 44, 45,
M a u r i a c : 18. 50-53, 54, 57-
Medio, Dolores: 17, 27. Sánchez Mazas, R a f a e l : 26.
Miró, Gabriel: 4. Sánchez Paredes, P e d r o : 64, 67.
Mollá, J u a n : 64, 66. San Martín, M a n u e l : 64, 67.
S a r o y a n : 55.
Sénder, R a m ó n J . : 5, 30, 31-34.
Nácher, Enrique: 27.
Serrano Poncela: 31, 36-38.
Nieto, R a m ó n : 64, 66.
Sobejano, Gonzalo: 69.
Nora, Eugenio G. d e : 31, 32, 41, 42,
Soler, B a r t o l o m é : 5, 16.
69.
Solís, R a m ó n : 64, 67.
N ú ñ e z Alonso, A l e j a n d r o : 20.
Somerset M a u g h a m : 7.
N ú ñ e z Ladeveze, Luis: 70.
Sthendal: 4.
Souvirón, José M a r í a : 28.
Olmo, L a u r o : 63, 66. Sueiro, D a n i e l : 64, 67.

Palacio Valdés: 4.
T h a c k e r a y : 4.
Palomo, María del Pilar: 69.
Tomás Cabot, J o s é : 64, 67.
Pardo Bazán, Emilia: 4.
Torbado, J e s ú s : 67.
Pemán, José M a r í a : 28.
Torrente Ballester, Gonzalo: 4, 10-12,
P e r e d a : 4.
31, 42, 52, 69.
Pérez de A y a l a : 4, 5.
Trollope: 4.
Pérez Minik, D o m i n g o : 69.
Tudela, M a r i a n o : 67.
Picasso: 36.
Р о е : 48.
Pombo Angulo, M a n u e l : 28. Umbral, Francisco: 64, 67.
Prieto, A n t o n i o : 64, 66. U n a m u n o : 36.

Q u e v e d o : 32. Valera: 4.
Quiroga, Elena: 17, 21-22. Valle-Inclán: 3, 9, 42.
Vázquez Azpiri, H é c t o r : 64, 67.
Verne, 48.
Río, Emilio d e l : 69.
Vicent, M a n u e l : 67.
Risco, V i c e n t e : 26, 42, 47.
Vidal Cadellans, J o s é : 64, 67.
Rojas, Carlos: 64, 66, 69.
Villalonga, Miguel: 26.
Romero, Emilio: 28.
Vizcaíno, José A n t o n i o : 67.
Romero, Luis: 17, 22-23.
Ros, S a m u e l : 26.
Rubio, Rodrigo: 66. W e l l s : 48.
Werrie, Paul: 70.
Salazar Chapela, E s t e b a n : 40.
Salinas, P e d r o : 41. Z u n z u n e g u i : 5, 16.

73
INDICE

Página

Introducción 3

Período inicial 7

Otros novelistas mayores 16

Noticia de la narrativa del exilio 29

Una generación intermedia 43

La generación de 1960 62

Bibliografía 69

Indice de autores 71

75
E d i t a : PUBLICACIONES ESPAÑOLAS
Portada y m a q u e t a : Pedro Rodríguez
Depósito legal: M 24101/1971
IMPRENTA NACIONAL DEL BOLETIN OFICIAL DEL ESTADO

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