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Margarita, saludos:
He encendido por sexta vez un cigarrillo, fumé los cinco pensando en ti y este
último no es la excepción. Así empiezo a escribirte. Es curioso que después de
mucho tiempo hayas vuelto a mi cabeza. Mientras miro desde la ventana al sol
escondiéndose, me pregunto, qué motivó que volviera a evocarte; entonces me di
cuenta.
En el trabajo estuve distraído, no hacía otra cosa que pensar en ti, cinco años
después de que me rompiste el corazón. Aunque, es cierto, también me brindaste
una de las grandes felicidades de mi vida: besar tus labios. Debo confesar que
hasta hoy, no me ha vuelto a suceder algo más maravilloso, si de cumplir sueños
inocentes se trata.
Recuerdo perfectamente la primera vez en que nos besamos, cerré los ojos y te
juro: vi el cielo en el cielo. Inmediatamente me abrazaste con fuerza, sentí tus
suaves pechos. Realmente estaba enamorado de ti, por lo tanto el sexo no se me
ocurría.
Una vez entre amigos, hablábamos de las chicas más hermosas del instituto, uno
de ellos, el más entrañable, Fernán, resaltó tus ojos. Yo nunca me habría fijado
en ti, si no fuera por aquella observación. Desde entonces no hacia más que
mirarte. Cada vez que te miraba encontraba una cualidad más: tu sonrisa, tus
gestos, tu piel blanca y cuando por fin decidí acercarme a ti, encontré en tu voz la
paz. Una paz dulce.
Me fui a mi casa con la moral hecha trizas… Caray, quién creería que luego de un
par de semanas te entregarías, voluntariamente, tan fácil como una paloma
herida. Me seguiste en la salida, me pediste que te acompañara a tu casa.
Acepté. Yo estaba dolido aún, me cogiste del brazo y me llevaste hacia una calle
desolada, mi debilidad era tanta que podías hacer conmigo lo que quisieras.
Sucedió. Me besaste. Desde entonces todo fue fantástico. Ahora me río de lo
ridículo y patético que fui. ¡Sentía mariposas en el estómago!
Así transcurrieron, los días, las semanas, los meses, el tiempo. Repentinamente
cambiaste, nunca me expliqué ese cambio, y ya que lo pienso, incluso ahora.
Especulo entonces. Quizás notaste que era inmaduro en nuestra relación, que me
comportaba como un niño enamorado. Era cierto. Y a decir verdad, nadie, de los
que te conocían, lo hubiera sospechado; eras una experta en amores. Un día me
comentaste que leíste El amor en los tiempos del cólera, que te gustaría que tu
vida fuera como la de Fermina Daza. Yo no entendía. Nunca me gustó la literatura,
a mí me gustaba la música, jugar al futbol y besar tu boca. Mi vida era eso.
Una noche estrellada te regalé una rosa, estabas seria, la recibiste y la guardaste
en tu bolso. Esa noche me dijiste que lo nuestro no funcionaba, que ya no podías
seguir conmigo. Un estúpido golpe de orgullo me hizo decirte que, bueno, qué le
hacemos, si no funciona pues terminaremos. Mierda. No sé en que estaba
pensando. Yo esperaba que te opusieras, pero no, me dijiste, está bien. Y
terminamos.
Me despedí de ti con un fuerte y caluroso abrazo. Nunca me abrazaste así,
comentaste, ¿recuerdas? Te reclamé la rosa y me la devolviste. Me fui a casa
caminando. Al principio indiferente a lo que había sucedido, pero, según iba
avanzado, sentí un peso enorme en todo mi ser. Lancé la rosa al piso y la pisoteé.
Instintivamente, me acerqué a una tienda, compré una botella de cerveza y un
cigarrillo, no sabía fumar, qué más daba. El universo entero se me vino encima. Al
llegar a mi habitación cogí mi celular y te llamé. Llorando te reclamé, ¿por qué me
haces esto? ¿Qué te hice? Me respondiste: perdón, que no era yo, que eras tú.
Que estabas enamorada de Miguel, mi hermano menor, qué cobardía la tuya, no
me lo dijiste en persona, no te atreviste.
Lancé el celular contra la pared, lo destruí. Los odié a ti y a mi hermano con toda
mi alma. Me convertí en un ebrio y un fumador, aunque eso no es importante para
ti, lo sé.
Cinco años después, mi vida se ordenó un poco. Todavía siento ese terrible dolor,
a pesar de que estoy casado y tengo dos hijos. Maldición. Tú hiciste lo mismo con
Miguel, quedaste embarazada, aunque ahora eres madre soltera, pues mi
hermano no te valoró y como es joven, te dejó por otra. A tu hija, la conocí hace un
mes, se parece mucho a ti. La odio.
Estoy desquiciado, lo sé. Pero ese no es el motivo de esta carta. Como te advertí,
en realidad solo quiero hablarte del sueño que no pude cumplir cuando estaba
contigo, fui un gil. Bueno… quería acariciar tus tetas, besarlas. Ese era mi gran
sueño. Ya está, ya te lo dije. Y ¿sabes? Ahora es imposible porque eres madre.
Antes tus senos eran adorables, fuente de placer, ahora no.