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FILOSOFÍA ANTIGUA (II)

TEMA 2 ─ FILOSOFÍA GRIEGA: ARISTÓTELES

III ─ LA IDEA DE CIUDADANO


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La ética: éthos y praxis, el concepto de areté


Aristóteles es quien introduce la denominación de Ética para designar lo concerniente a los
principios del bien y del mal. En su obra Ética a Nicómaco hizo la primera exposición sistemática de esta
disciplina.

Para Aristóteles, la ética es (junto con la política) una filosofía práctica. Por ser un saber práctico (y no
productivo) se refiere a la praxis humana, esto es, a las acciones que podemos realizar los hombres y no a la
producción de objetos; no se trata de producir algo bueno, sino de actuar bien. La ética se ocupa de orientar
el comportamiento individual del hombre hacia el bien y la felicidad.

Pero las acciones morales (praxis moral), siendo el elemento más visible del comportamiento moral, no es lo
más importante, porque lo que se juzga en ética no son los actos aislados, sino la conducta global de las
personas. No somos mentirosos porque se nos escape, de vez en cuando, una mentira, sino por nuestra
actitud interior ante la verdad. Y es que los actos están enraizados en las actitudes. (El término actitud es el
equivalente del término clásico hábito). Pero, a su vez, las actitudes o hábitos están enraizados en el carácter
o “modo de ser moral”. El carácter (en griego es êthos; de donde deriva la palabra castellana ética) es, en
definitiva el que importa desde el punto de vista moral: es el hombre bueno (moral, honrado, o como se
quiera decir) al que finalmente apreciamos. En el carácter arraigan las actitudes y él es el origen de los actos.
También la etimología de ética indica que la construcción del carácter es la tarea principal del quehacer
moral. Desde el punto de vista de la génesis, el carácter es el término último y el resultado final
(actos-actitudes-carácter); desde el punto de vista de la fundamentación, el carácter es la raíz, el origen de
toda actividad o praxis moral (carácter-actitudes-actos).

Pues bien, la ética se ocupa de orientar las acciones del hombre hacia el bien y la felicidad.

La felicidad
Igual que acontece con la física, la ética aristotélica es teleológica (Kant criticará esta
concepción tachándola de material). Así, la Ética a Nicómaco comienza afirmando que toda acción humana
se realiza en vistas a un fin, y el fin de la acción es el bien que se busca. El fin, por lo tanto, se identifica con
el bien. Pero muchas de las acciones emprendidas por el hombre son un medio para conseguir, a su vez, otro
fin, otro bien. Por ejemplo, nos alimentamos adecuadamente para gozar de salud, por lo que la correcta
alimentación, que es un fin, es también un instrumento para conseguir otro fin: la salud. ¿Hay algún fin
último al que se subordinen todos los demás? Es decir, ¿hay algún bien que se persiga por sí mismo, y no
como instrumento para alcanzar otro bien? Aristóteles nos dice que sí, que la felicidad es el bien último al
que aspiran todos los hombres por naturaleza. La naturaleza nos impele a buscar la felicidad, una felicidad
que Aristóteles identifica con una vida buena. No se preocupa de demostrar esto, sino que admite que todos
la persiguen mediante sus acciones, su pensamiento y sus sentimientos. Así, la ética aristotélica además de
teleológica es eudemonista, ya que tiene la felicidad (a la que identifica con el sumo bien) por principio y
fundamento de la vida moral.

Pero no todos los hombres tienen la misma concepción de la felicidad: para unos la felicidad consiste en
consiste en el placer, para otros en las, riquezas, para otros en los honores, etc. ¿Es posible encontrar algún
hilo conductor que permita decidir en qué consiste la felicidad, más allá de los prejuicios de cada uno? No se
trata de buscar una definición de felicidad al modo en que Platón busca la Idea de Bien. La ética no es, ni
puede ser, una ciencia, que dependa del conocimiento de la definición universal del Bien, sino una reflexión
práctica encaminada a la acción, por lo que ha de ser en la actividad humana donde encontremos los
elementos que nos permitan responder a esta pregunta.
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III ─ LA IDEA DE CIUDADANO


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Cada substancia tiene una función propia que viene determinada por su naturaleza: una cama, por ejemplo,
ha de servir para dormir, y un cuchillo, para cortar. Si no cumplen su función propia diremos que son una
“mala” cama o un “mal” cuchillo. Si la cumplen, diremos que son una “buena” cama y un “buen” cuchillo o,
como dirían los griegos, que la cama y el cuchillo tienen areté. La areté, traducida al castellano por virtud
(del latín, virtus), es la excelencia o perfección de la actividad propia de cada cosa, es decir, cuando una
entidad realiza su función propia, pero no de cualquier manera, sino de un modo perfecto, entonces de dicha
entidad decimos que tiene areté o que es virtuosa o buena. (En griego, areté significaba algo más general que
lo que significó posteriormente el término virtud restringido al ámbito de las costumbres y la práctica moral.
Los griegos decían que cualquier cosa podía tener areté: la virtud (areté) de un árbol es dar buen fruto, la de
un gobernante es saber gobernar). Nosotros utilizamos la palabra virtud y bondad en ciertos contextos de un
modo parecido a como utilizaban los griegos la palabra areté griego, esto es, en sentido general, como
cuando hablamos de una “buena” cama o de un “buen” cuchillo para designar la cama en que dormimos o el
cuchillo que corta, es decir, para designar que son capaces de realizar su finalidad propia, pero no de
cualquier manera sino bien.

Del mismo modo que la cama, el árbol o el cuchillo, el hombre tiene una función propia que viene
determinada por su naturaleza: si actúa conforme a esa función será un “buen” hombre o un hombre virtuoso;
en caso contrario será un “mal” hombre. Puesto que la felicidad (o placer) es aquello que acompaña a la
realización del fin propio de cada ser vivo, la felicidad que le corresponde al hombre es la que le sobreviene
cuando realiza la actividad que le es más propia y cuando la realiza de un modo perfecto. La felicidad
consistirá, por lo tanto, en actuar en conformidad con la función propia del ser humano y actuar de un
modo perfecto (actuar con virtud); de otro modo: la felicidad consistirá en el ejercicio perfecto de la
actividad propia del hombre. Ahora bien, cuál es la función propia del hombre. Esta función no puede ser
simplemente vivir (también es propia de las plantas), ni sentir (la poseen los animales). La actividad propia
del ser humano es la racional: la felicidad consistirá, pues, en ejercer bien la racionalidad, es decir, en llevar
con excelencia o perfección una vida conforme a la razón (= el hombre será feliz si se determina con
virtud, es decir, con excelencia, a vivir conforme a la razón).

Ahora bien, la idea de “vivir conforme a la razón” puede entenderse de dos maneras: 1ª) vivir guiado o
gobernado por la razón, y 2ª) vivir dedicado a la razón. Conforme a estos dos sentidos de la idea de vivir
conforme a la razón, habrá que hablar de dos tipos de virtudes: las virtudes éticas, que son las que resultan de
aplicar la razón a la vida, las que resultan de conducirse en la vida razonablemente; y las virtudes dianoéticas
(de dianoia, inteligencia) o intelectuales, que son las que se refieren a la vida de dedicación a la razón. Estos
dos tipos de virtudes apuntan a dos tipos de vida: las éticas se refieren al modo de vida del hombre activo,
que conduce la vida con prudencia (phrónesis); y las virtudes dianoéticas, que se refieren al ideal superior de
vida del hombre contemplativo, del hombre dedicado al saber. Aristóteles da pie a considerar estos dos
modos de vida como alternativos y sostiene que la vida contemplativa es un ideal superior, pero de hecho le
dedica una atención mucho mayor a la vida activa, y la definición que da de virtud es, en efecto, una
definición de la virtud ética.

El concepto de areté
Para conseguir la felicidad, Aristóteles dice que se debe practicar la virtud, y ofrece dos
concepciones, no diferentes sino complementarias, de virtud. En primer lugar, la virtud entendida como un
hábito. Que sea un hábito quiere decir que aparece no por naturaleza, sino como consecuencia del
aprendizaje, y más exactamente de la práctica o repetición. La práctica o repetición de una acción genera en
nosotros una disposición permanente o hábito ―de ahí que la tradición aristotélica hable de una segunda
naturaleza para referirse a los hábitos― que nos permite de forma casi natural la realización de una
tarea. Los hábitos pueden ser buenos o malos; son malos aquéllos que nos alejan del cumplimiento de

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nuestra naturaleza y reciben el nombre de vicios, y son buenos aquéllos por los que un sujeto cumple bien su
función propia y reciben el nombre de virtudes. La vida virtuosa se entiende como la búsqueda de la
perfección, hacer bien lo que se hace, lo cual se consigue cuando hay un hábito, porque lo que se juzga en
ética no es cada acción, sino la disposición permanente y preferencial para actuar en un cierto sentido; no
basta con obrar bien una vez ni dos para ser calificado de virtuoso, sino que es necesario llegar a formar un
hábito.

En segundo lugar, Aristóteles se refiere a la virtud como término medio que debe determinar cada individuo
en cada situación. ¿Quién es entonces el virtuoso? Combinando estas dos concepciones podríamos decir que
es aquella persona que tiene la costumbre, el hábito de decidir y hacer siempre lo bueno, y que es capaz de
hacerlo de un modo habitual. La ética de Aristóteles no comparte, así, el intelectualismo moral de Sócrates y
Platón (virtud = conocimiento): para hacer el bien no basta con saber, con conocer, sino que es necesario
querer hacerlo y actuar en consecuencia. (No me porto bien, porque sea bueno, sino que soy bueno porque
me porto bien).

Las virtudes dianoéticas

Las virtudes dianoéticas se refieren a la función intelectual propia del alma racional. Son debidas
al proceder del intelecto (nous, para Aristóteles), es decir, son virtudes intelectuales. Implican el puro
ejercicio de la razón, del entendimiento o intelecto y lo llevan a la plenitud y perfección en relación al
conocimiento de la verdad. Son hábitos que facultan para la realización del apetito natural del hombre hacia
el saber. (Que sean hábitos quiere decir que no son innatas, sino que deben ser aprendidas a través de la
educación o la enseñanza). Y puesto que la felicidad superior consiste en la actividad intelectual, la
disposición permanente a esa actividad intelectual (a esa vida de dedicación al saber) es una forma de virtud,
y, como consecuencia, los distintos modos de actividad intelectual son los distintos tipos de virtudes
dianoéticas o intelectuales:

─ el arte (tékhne): habilidad para la creación y modificación de las cosas;

─ la prudencia (phrónesis): consiste en saber dirigirse correctamente en la vida; nos permite distinguir lo
que es bueno de lo que es malo y encontrar los medios adecuados para nuestros fines verdaderos.

─ la ciencia (episteme): aptitud para la demostración de las relaciones necesarias existentes entre las cosas;

─ la inteligencia (nous): consiste en la habilidad para captar intuitivamente la verdad de los primeros
principios de las ciencias;

─ la sabiduría (sophía): capacidad para avanzar hasta los últimos y supremos fundamentos de la verdad.
Es, junto con la prudencia, la virtud suprema en cuanto que el que la posee (el sabio) sabe cómo actuar
en cada situación; el sabio sabe “todo”, pues posee el conocimiento de todas las ciencias. Por eso su
única actividad es ya la pura contemplación de su propio conocimiento; algo que, de alguna forma, le
hace casi divino.

Las virtudes dianoéticas o intelectuales son teóricas y tienen un valor por sí mismas; y es precisamente en su
ejercicio donde radica el ideal superior de vida y la posibilidad de máxima felicidad. Una persona que
no ejercite estas capacidades deja de realizar la más genuina actividad humana. Por lo tanto, está como
incompleta y es poco probable que pueda ser realmente feliz.

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Las virtudes éticas o morales

Se refieren a las funciones sensitivas del alma sensible o a las funciones volitivas del alma
racional. Implican el ejercicio de la razón, pero para dominar las tendencias irracionales del alma y
perfeccionar la voluntad. Las virtudes dianoéticas coinciden con la práctica del conocimiento intelectual, las
virtudes morales consisten en someter nuestra conducta a esa práctica (aunque de un solo tipo de
conocimiento, la phrónesis). La virtud moral es una disposición adquirida de la voluntad a través de la
costumbre o el hábito, consistente en un término medio relativo a nosotros, determinado por la recta razón tal
y como lo haría un hombre prudente. Este punto medio, que no es lo mismo que mediocridad, es un punto
óptimo entre dos extremos viciosos (por exceso y por defecto); no es un absoluto, ni igual para todos, sino
relativo a nosotros y a la situación que se presente (aquí se contiene el viejo ideal de que en el medio está la
virtud). Su determinación es una cuestión de tacto o prudencia. Será la prudencia (phrónesis) la que aconseje
en cada caso sobre qué es lo conveniente, pues no hay una medida objetiva para definir el justo medio en
cada situación. Del hombre que posee la prudencia puede decirse que tiene todas las demás virtudes morales,
porque es precisamente la prudencia la que determina el justo medio entre un exceso y un defecto, en que
consiste cada una de las virtudes morales. El hombre prudente sabe cómo actuar en cada caso, no porque
tenga mucha ciencia como el hombre sabio, sino porque tiene mucha experiencia; ha vivido muchas
situaciones.

¿Por qué la prudencia es la que ha de regir nuestras acciones morales, y no los otros tipos de saber: tékhne,
episteme, nous, sophía? Porque, como las acciones que realiza el ser humano no tienen el carácter de ser
absolutamente necesarias (por eso podemos elegir actuar bien o no), el tipo de saber que las ha de regir no
será conocimiento de lo necesario (ni episteme, ni nous, ni sophía), tampoco será tékhne porque no se trata
de producir cosas, sino de dirigirse correctamente en la vida.

Aristóteles no propone clasificación alguna de las virtudes morales, pero por las descripciones que hace de
los hombres que las poseen, podríamos hablar de valor, templanza, liberalidad o generosidad, magnanimidad,
mansedumbre, justicia y equidad. El valor, que es el justo medio entre la temeridad y la cobardía, determina
lo que debemos o no debemos temer. La templanza, que es el justo medio entre la intemperancia y la
insensibilidad, se refiere al uso moderado de los placeres. La liberalidad, justo medio entre la avaricia y la
prodigalidad (despilfarro), atañe al uso prudente de las riquezas. La magnanimidad, que es el punto medio
entre la vanidad y la humildad, atañe a la recta opinión de sí mismo. La mansedumbre, que es el justo
medio entre la irascibilidad y la indolencia, atañe a la ira.

La virtud ética principal es la justicia. No es una virtud particular, sino la virtud que comprende a todas las
demás, pues ella es el fundamento del orden y de las relaciones de unos ciudadanos con otros: la justicia es lo
que hace que reine la armonía en el conjunto social, asignando a cada parte lo que "justamente" le
corresponda. Ateniéndonos a la fórmula aristotélica, la virtud de la justicia consistiría en el justo medio
entre dos situaciones injustas. Ahora bien, como no todos los hombres tienen la capacidad racional adecuada
para saber determinar en cada caso cuál es el término medio, ha sido necesario, para preservar la armonía
social, elaborar leyes objetivas, de forma que la virtud de la justicia, para la mayoría de los hombres,
consistirá, simplemente, en el respeto a la ley, en la disposición permanente a acatar las leyes y a
cumplirlas. Una virtud complementaria de la justicia es la equidad, que es la disposición habitual que debe
tener el encargado de administrar justicia y que consiste en la capacidad para interpretar y aplicar la ley,
determinando lo que es justo en cada caso particular. Su característica principal es la flexibilidad, es decir,
saber corregir y templar la rigidez y firmeza de la ley a la hora de aplicarla en las circunstancias concretas.

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La idea de polis y la condición de ciudadano


La Política es una de las obras de madurez de Aristóteles que refleja también el carácter
empírico de su filosofía: antes de redactarla, el pensador griego estudió las Constituciones de diferentes
polis. Esto marca ya una distancia clara entre la propuesta de Aristóteles y la de Platón: éste entiende la
política como una ciencia teórica, e intenta describir un modelo ideal de Estado; Aristóteles, sin embargo,
expone una política pragmática, basada en la realidad y en las circunstancias de cada sociedad.

En la clasificación aristotélica de las ciencias, la política es (junto con la ética) una ciencia práctica, no
teórica. Por ser un saber práctico (y no productivo) su finalidad es la acción y no la producción de objetos; no
se trata de producir algo bueno, sino de actuar bien. La política se ocupa de organizar la vida y orientar el
comportamiento colectivo del hombre para asegurar el bien común.

El primer rasgo que se debe destacar de la política aristotélica es la relación que se establece con la ética. Si
la ética se ocupa del fin del individuo, la política tiene como objeto el fin de la ciudad. Si la ética habla sobre
la felicidad del individuo, no nos podemos olvidar de que dicha felicidad tan solo se logra en la polis
(la ciudad─Estado griega), en la compañía de otros seres humanos. El hombre griego es íntegramente un
ciudadano, un hombre que vive y participa de los asuntos de la ciudad (del latín civitas, que traduce la
palabra griega polis). El desarrollo de la virtud sólo es posible dentro de la polis, las virtudes son públicas,
porque la acción es siempre pública. La ciudad constituye el marco en el que el ser humano consigue la
felicidad y el buen gobierno de la ciudad es una garantía (y casi se podría decir una condición) para la vida
feliz, el mejor Estado será el que hace más felices a los ciudadanos.

El punto de partida de la política es claro: el ser humano es por naturaleza un ser político. La prueba de su
sociabilidad natural es que, a diferencia de los animales que poseen voz, el ser humano posee la palabra. Para
Aristóteles, el hombre es el animal que tiene logos. El logos (razón, pensamiento, discurso, palabra) se
convierte así en la diferencia específica del ser humano, aquello que nos separa del resto de los animales. El
hombre es el animal que habla, que tiene un lenguaje, que es capaz de expresarse, de compartir sus ideas y
sentimientos con los demás. La naturaleza no hace nada en vano, por lo que sería absurdo que la naturaleza
nos dotara de palabra si no fuese porque el hombre se realiza dentro de la sociedad. La palabra permite al
hombre hablar de lo justo y de lo injusto, de la verdad…, le permite expresar valoraciones, no sólo las
emociones, como en el caso de los animales. Esta dimensión comunicativa hace del ser humano un animal
político ((zoon politikon), término que hoy deberíamos entender como social. El ser humano al margen de
los demás, llegará a decir Aristóteles, no puede ser más que una bestia o un Dios. El ciudadano vive por y
para la ciudad; participa en los foros públicos, en la toma de decisiones comunes, acude a la Asamblea. Este
tipo de actividades son las que lo caracterizan y lo separan de los animales, que pueden vivir en grupo sin
participar del mismo.

La sociabilidad natural del ser humano lleva a Aristóteles a entender la polis como la esfera específica de la
vida buena, el espacio propio de la felicidad, y, en consecuencia, el fin de la ciudad no debe ser otro más que
poner las condiciones para que el ser humano se realice. Esto implica que no es posible pensar que el
individuo sea anterior a la sociedad, o que la sociedad sea el resultado de una convención (pacto) establecida
entre los individuos que vivían independientemente unos de otros en un “estado de naturaleza”. La polis, el
Estado, es por naturaleza anterior a la familia y a cada uno de nosotros porque el todo, argumenta Aristóteles,
es anterior a las partes; destruido lo corporal, nos dice, no habrá ni pie ni mano a no ser en un sentido
equívoco. El ejemplo que toma como referencia sugiere una interpretación organicista de lo social, en la que
se recalca la dependencia del individuo respecto a la sociedad. Así frente a la opinión de los sofistas de que el
Estado es una creación convencional, Aristóteles defenderá que es natural. (Recordad las “Teorías acerca del

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origen de la sociabilidad humana” que habéis estudiado en primero de bachillerato). Esta incardinación del
hombre en la sociedad se realiza a tres niveles:

1º. La familia, que existe para posibilitar la continuidad de la especie y satisfacer las necesidades primarias,
las necesidades reproductivas, por ejemplo.

2º. La aldea. Responde a la necesidad de cooperación entre familias para conseguir beneficios comunes. Las
razones de tal asociación suelen estar en un parentesco más o menos cercano.

3º. La polis (la ciudad─Estado griega). Resulta de la unión de varias aldeas, pero no se convierte en el mero
agregado de ellas. No basta la mera convivencia, o estar asociados o convivir en un mismo lugar. Lo que
define a una comunidad es el hecho de que persiguen juntos un mismo fin. Es, para Aristóteles, la
agrupación más perfecta. Lo suficientemente grande para que pueda autoabastecerse, pero lo
suficientemente pequeña para que los ciudadanos se conozcan y puedan establecer auténticas relaciones.

Aunque ésta sea la secuencia temporal (familia-aldea-polis), no debe olvidarse que la polis, el Estado, es
superior, es decir, anterior antológicamente, en relación al individuo, la familia y la aldea ya que constituye
el fin de todos ellos. El Estado, aunque surge (como los anteriores) para la satisfacción de las necesidades de
la vida, sigue existiendo en razón de que proporciona al individuo una vida buena y conduce al hombre al
logro de la felicidad; la ciudad se convierte en el lugar propio de la vida buena, nadie puede ser feliz fuera de
la ciudad.

En definitiva, de la misma manera que la ética está subordinada a la política, también el individuo estará
subordinado a la ciudad. La ciudad es autárquica, el individuo no, mientras que el hombre no puede vivir
sin la ciudad, dice Aristóteles, ésta sí que pude vivir sin aquél. Como señalábamos antes, la ciudad es un
cuerpo o todo social, del cual el individuo es tan solo una de sus partes. La vida moral, la vida virtuosa,
conduce al logro de la felicidad, pero ésta, insistimos, sólo puede conseguirse en la polis, en el Estado, por
eso el Estado es, desde un punto de vista ontológico, anterior al individuo.

Las formas de gobierno

La concepción de Aristóteles de que el fin del Estado es garantizar el bien supremo de los
hombres, su vida moral e intelectual, coincide con la de Platón, de ahí que tanto uno como otro consideren
injusto todo Estado que olvide este fin supremo; de ahí también la necesidad de que un Estado sea capaz de
establecer leyes justas, encaminadas a garantizar la consecución de su fin.

En el estudio de diversas Constituciones de las ciudades─Estado de su época nos propone una teoría de las
formas de gobierno basada en una clasificación que toma como referencia si el gobierno procura el interés
común o busca su propio interés. Cada una de estas clases se divide, a su vez, en tres formas de gobierno, o
tres tipos de constitución: las buenas constituciones y las malas o desviadas.

Las consideradas buenas formas de gobierno son:

 La monarquía, el gobierno del más noble con la aceptación del pueblo y el respeto de las leyes, se
opone a la tiranía.

 La aristocracia, el gobierno de los mejores y del mejor linaje, se opone a la oligarquía.

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 La democracia moderada o politeia, el gobierno de todos según las leyes establecidas, se opone a
la demagogia.

Las consideradas malas formas de gobierno y que representan la degeneración de las buenas son:

 La tiranía, donde uno se hace con el poder violentamente y gobierna sin respetar las leyes.

 La oligarquía o gobierno de los más ricos, que actúan en su exclusivo beneficio.

 La democracia extrema o demagogia, el gobierno de todos sin respeto por las leyes, donde
prevalece la demagogia sobre el interés común.

La democracia moderada o politeia es considerada por Aristóteles la mejor forma de gobierno, tomando
como referencia la organización social de la ciudad─estado griega; una sociedad, por lo tanto, no
excesivamente numerosa, con unas dimensiones relativamente reducidas y con autosuficiencia económica y
militar, de modo que pueda atender a todas las necesidades de los ciudadanos, tanto básicas como de
diversión o educativas. Lo que le hace rechazar, o considerar inferiores, las otras formas de gobierno es su
inadecuación al tipo de sociedad que imagina, considerándolas adecuadas para sociedades o menos
complejas y más rurales o tradicionales; pero también el peligro de su degeneración en tiranía u oligarquía,
lo que representaría un grave daño para todos los intereses comunes de todos los ciudadanos. Le parece
preferible una sociedad en la que predominen las clases medias y en la que los ciudadanos alternen en las
distintas funciones de gobierno, entendiendo que una distribución más homogénea de la riqueza elimina las
causas de los conflictos y garantiza de forma más adecuada la consecución de los objetivos de la ciudad y del
Estado.

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