Vous êtes sur la page 1sur 2

Los que se van: cuentos del cholo y del montubio

En 1930 tres jóvenes nacidos en Guayaquil sorprendieron a los lectores nacionales y extranjeros con la publicación de
34 relatos breves, en los que se perfilaba con crudeza la vida del campesino costeño del Ecuador. Los autores eran
Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert, quienes con José de la Cuadra y Alfredo Pareja
Diezcanseco conformarían, en esa sola década, el denominado Grupo de Guayaquil, de larga y prolífica presencia en
las letras ecuatorianas. Cada uno de los tres aportaban ocho cuentos a la colección, pero, más allá de en la igualdad
numérica, todos coincidían en haber dotado a aquel libro de un lenguaje, un ambiente y una intención comunes. Como
ellos mismos afirmaron en las primeras páginas de su obra, “ésta tiene tres autores: no tiene tres partes. Es una sola
cosa. Pretende que unida sea la obra como unido fue el sueño que la creó. Ha nacido de la marcha fraterna de
nuestros tres espíritus.”
Este sueño compartido estaba inspirado en los cholos, en los montubios y en los negros, habitantes de la costa, que
desde entonces dejarían de presentársenos como curiosos elementos del paisaje nativo para invadir el arte con su
realidad violenta, sensual y marginada. Son Los que se van. Y con ellos, con sus historias plasmadas en un volumen
modesto, incluso desaliñado, la literatura ecuatoriana cambiaría de rumbo definitivamente para caminar por los cauces
de la denuncia y la protesta, o del llamado realismo social, donde se mantendría durante las dos décadas siguientes
amparada en el lema “la realidad y nada más que la realidad”. Pero como las aportaciones más valiosas adscritas a
dicha corriente, Los que se van, además de un rechazo más o menos explícito del sistema socioeconómico imperante,
supone una cala en las raíces de la identidad nacional, un asalto de “el habla” popular al terreno literario y una
apreciación honesta del vivir de una buena parte, siempre descuidada, de la población del Ecuador. Por eso este libro,
en el cual ya no hay temas prohibidos para la literatura, pronto ganó el aprecio internacional.

Naturalmente Los que se van no nació desvinculado de los procesos políticos y culturales que habían marcado al
Ecuador en los últimos años. Las constantes luchas en el seno del liberalismo, triunfador en la Revolución de 1895,
aunque incapaz de llevar a cabo las reformas económicas prometidas y de crear una industria nacional; la temprana
alianza del gobierno con los terratenientes y la creación de una fuerte oligarquía bancaria, guardiana de los intereses
extranjeros en el país; su incapacidad para redimir a las clases populares, que habían combatido en sus filas, y para
ofrecer un lugar a las capas medias, cuya educación había favorecido, en una sociedad aún rígidamente estratificada,
no tardaron en provocar un clima de acusado malestar social, tanto en la región serrana como en la costeña. La
manifestación más elocuente de este descontento sería el producto de una larga serie de huelgas provocadas por la
caída de los precios del cacao. El encarecimiento de los artículos propios e importados, la congelación de los salarios,
las plagas en los cultivos agrícolas, que expulsaron numerosos campesinos al torrente de desocupados que soportaba
Guayaquil, hicieron que el 15 de noviembre de 1922 esta ciudad presenciara la primera huelga organizada del
proletariado nacional, así como su brutal represión: más de 1500 cruces flotaban al día siguiente en el río Guayas, en
recuerdo de los tantos masacrados por “las fuerzas del orden”.

El pueblo había salido a las calles para protestar. Volvería a hacerlo muchas veces durante los años 20 y 30 en todas
las zonas del país. Ahora iba a irrumpir en el arte con el mismo propósito: que se le tomara en cuenta como parte viva y
sufriente de la nación. Pero, desde luego, esta incursión no podía realizarla por sus propios medios. La expresión se la
prestarían los jóvenes intelectuales hijos de la clase media baja, a la que pertenecían -por cierto- Gallegos Lara y
Aguilera Malta, o de familias acomodadas, más o menos empobrecidas por la crisis, como es el caso de Gil Gilbert.
Jóvenes que, vinculados a los partidos de izquierda, en proceso de constitución o recién constituidos, reclamaban la
formación de una cultura y de una conciencia nacional en las que ellos también pudieran reconocerse. Así, los
escritores de la que se llamaría “generación del 30” se dedicaron a la tarea de explicarse los contenidos culturales de la
nación dominada a través de la literatura. Una labor que lucía tintes sociológicos, pues como ha señalado Abdón
Ubidia, en ella tal si hubiera habido un acuerdo previo, la sociedad ecuatoriana fue disectada. Cada quién tomó el
sector social de su interés, y la investigación se puso en marcha.
Los primeros frutos de este empeño comienzan a hacerse palpables a partir de 1925, cuando la “revolución Juliana”
instaura un gobierno militar de corte progresista, pero incapacitado para mejorar condiciones reales de vida de los más
pobres. Con la excepción de quienes, con Pablo Palacio como su mayor y más lúcido representante, inician una
escritura introspectiva centrada en los problemas de la clase media, los demás narradores de la nueva tendencia
saldrían de sí mismos para hacer de sus obras un reflejo del ser de las mayorías desheredadas. En la sierra el
protagonista será el indio, y los mejores precursores del indigenismo que culminaría con Huasipungo (1834), deIcaza,
saldrían a la luz en 1927. Se trata de Plata y Bronce, de Fernando Chávez, y de Humo en las Eras, de Eduardo Mora.
En la costa los primeros sondeos en el mundo del montubio con miras a denunciar y protestar se los debemos a
algunos relatos sueltos de José de la Cuadra, publicados desde 1223, y al cuento La mala hora (1927), de Leopoldo
Benítez.

Los que se van es, así, producto de una inquietud y de una necesidad que se habían ido fraguando en el Ecuador de
los años 20. En los relatos de Gallegos Lara y de Gil Gilbert asistimos al desenvolvimiento de la vida del nontuvio,
habitante de las orillas de los grandes ríos litorales, por cuyas venas corre sangre india, negra y, en menor medida,
blanca. Pero esa vida se nos ofrece de manera totalmente novedosa. Superando las amables historias del costumbrista
José Antonio Campos, sujetas a una intención sentimental, pintoresca y humorística, los dos jóvenes guayaquileños
nos brindan una visión que quiere ser veraz y hasta fotográfica de la realidad montubia. Igual propósito anima a
Aguilera Malta en relación con el cholo de la costa, que en Los que se van entra por primera vez en el mundo de la
ficción. El cholo proviene de grupos aborígenes anteriores a la invasión inca y habita las terrenos áridos de la ribera del
mar y de los pequeños desiertos interiores, arcillosos o arenosos, próximos a los esteros salados.

Escritura libre de eufemismos y de tabúes, en la choza de lodo montubio y de arena chola, que al decir de José de la
Cuadra es Los que se van, el lector encontrará personajes violentos, dominados a menudo por un irrefrenable impulso
sexual y movidos por el afán de hacer cumplir sus códigos instintivos de justicia; conocerá la relación panteísta que
establecen con el paisaje y con los animales (El Guaraguao, El cholo de la atacosa) y la superstición que engendra en
ellos el atroz sentimiento de la culpa (El malo, Juan el diablo); notará, asimismo la perplejidad de estos personajes ante
las leyes civilizadas que los maltratan y marginan (Tren, Era la mama, El cholo que se fue para Guayaquil, Montaña
adentro). Y no dejará de estremecerse ante unos caracteres que vibran con la música y la poesía que muestran (Él sí,
ella no, El cholo que se vengó, Al subir el aguaje) y que, atados a la tierra como el matapalo, el árbol emblemático del
litoral, que se agarra al subsuelo con raíces profundas y tenaces, se ven obligados, sin embargo, a emigrar a la ciudad
en busca de unas mejores condiciones de vida.

Crueldad y ternura que asoman también en el lenguaje directo, inusitado para la época en que se expresan los
personajes y los narradores de estos relatos. Con la rudeza, la “mala palabra”, la falta de respeto por normas
gramaticales y la brevedad sintáctica, que nos acercan al habla real del cholo y del montuvio, se alían las repeticiones
sugerentes, las reticencias, las voces en coro de los cuentos de Gil Gilbert y las metáforas poéticas que aúnan los
elementos del paisaje costeño con el sentir de los corazones. Todo ello, forma y contenido, resultaba demasiado
irreverente como para que los prestigiosos intelectuales ecuatorianos no manifestaran su desaprobación. No dudarían
en acusar al libro de “excesiva crudeza, de lenguaje brutal y de exageración en la pintura de los caracteres y las
pasiones” ni de tildarlo como el producto de un plan político que buscaba producir el escándalo internacional, el
desprestigio de nuestro medio retrasado, revelando imprudentemente detalles vergonzosos de la explotación del
hombre campesino y describiendo a éste como una especie de sub hombre movido por la lujuria, los celos, el alcohol y,
a ratos, por el instinto homicida”.

Pero la fuerza de Los que se van fue decisiva. “Como la realidad montuvia es tremenda, la literatura que la muestra
resulta áspera, repulsiva”, afirmaría José de la Cuadra. Esa literatura que se propuso mostrar a los hombres y mujeres
del Ecuador sumidos en la tragedia de la pobreza y la explotación, de la ignorancia y del imperio de los instintos,
terminó imponiéndose en los años 30 y 40. Estos cuentos que rechazaban las envolturas estilísticas y preferían “el
habla” al lenguaje de las academias mostraron las nuevas y riquísimas posibilidades que hasta ahora ha venido
desarrollando la moderna narrativa ecuatoriana.

Hoy el cholo, el negro y el montubio siguen cultivando el agro costeño del Ecuador en condiciones adversas y cada vez
más se van a las ciudades en busca de un presente y de un futuro mejores. Por eso, después de casi 70 años, estos
24 cuentos no sólo tienen el interés de haber inaugurado el nuevo relato nacional, sino que continúan siendo un punto
de referencia ineludible en la búsqueda y definición, todavía inacabadas, de la identidad ecuatoriana.

Vous aimerez peut-être aussi