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Revoluciones que
cambiaron la historia
Sociales, políticas, nacionales, culturales, sexuales

Benoît Bréville,
Dominique Vidal,
Emma Goldman,
Carlos Fuentes,
Serge Halimi
y otros

Textos de:
Jean Genet, Victor Hugo, Victor Serge,
Aimé Césaire, Salvador Allende y otros

Los veintitrés artículos, los nueve textos literarios y


la cronología “Cinco siglos…” que integran este libro
han sido publicados en la edición Nº 118 de la revista
Manière de voir (París, agosto-septiembre de 2011).
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© de la presente edición: Capital Intelectual S. A., 2012


Primera edición en Argentina: agosto de 2012

Capital Intelectual S. A. edita, también, el periódico mensual


Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Director: José Natanson

Coordinador de la Colección Le Monde diplomatique: Carlos Alfieri


Edición y corrección: Alfredo Cortés
Traducción: Víctor Goldstein
Diseño de tapa e interior: Carlos Torres
Imagen de tapa: © Bettmann / Corbis, Comuna de París, 1871 (grabado)
Producción: Norberto Natale

Paraguay 1535 (C1061ABC) Ciudad de Buenos Aires, Argentina


Teléfono: (54-11) 4872-1300
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Suscripciones: secretaria@eldiplo.org
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Pedidos desde el exterior: exterior@capin.com.ar

Edición: 2.500 ejemplares


ISBN 978-987-614-375-2

Hecho el depósito que ordena la Ley 11.723


Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.
Printed in Argentina.

Todos los derechos reservados.


Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

Bréville, Benoît
Revoluciones que cambiaron la historia.
Sociales, políticas, nacionales, culturales, sexuales.
1a ed. - Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012
232 págs.; 22 x 15 cm - (Le Monde diplomatique; 61)
ISBN 978-987-614-375-2
1. Sociología de la Cultura. I. Título.
CDD 306

Fecha de catalogación: 17/07/2012


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Índice

Introducción

“Todo eso no impide, Nicolás…”


Benoît Bréville y Dominique Vidal ……….…………………………… 9

1. En lo más profundo de las sociedades ..………………………… 13

Mother Jones, la madre del sindicalismo norteamericano,


Elliott J. Gorn …………………………………………………………… 15
La tragedia de la emancipación femenina, Emma Goldman …….… 21
Homosexuales y subversivos, Benoît Bréville ….………………….… 31
Los Black Panthers a la conquista de Oakland,
Alain-Marie Carron ………………………………………………….… 41
En la Yugoslavia del socialismo autogestionario,
Georges Chaffard …………………………………………………….… 49
Esas indias que defienden su agua, Anne Vigna ………………….… 61

2. La conquista del poder …..………………………………………… 67

Oliver Cromwell, el mal-querido, Bernard Cottret ..……………….… 69


El 4 de agosto de 1789, abdicación de los privilegiados,
Laurent Bonelli ……………………………………………………….… 77
Retrato del insurrecto como enfermo mental,
Véronique Fau-Vincenti …………………………………………….… 85
Lo que los rusos piensan de 1917, Alexis Berelowitch ….……….… 91
Detrás de la insurrección húngara, una sed de democracia,
Thomas Feixa ……………………………………………………….… 101
El Che Guevara contra el modelo soviético, Michael Löwy ……….… 107
El sueño asesinado de Thomas Sankara, Bruno Jaffré ….……….… 113
Un siglo de socialismos en América Latina,
Maurice Lemoine …………………………………………………….… 123
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3. Por la independencia …..…………………………………………… 135

La risa de Pancho Villa, Carlos Fuentes ….……….……………….… 137


España, cuando los escritores se comprometían,
Emilio Sanz De Soto …..…………………………………………….… 147
El nasserismo en la historia de Egipto, Anuar Abdel-Malek ….….… 159
Dien Bien Phu, el 14 de Julio del Sur, Alain Ruscio ………..…….… 169
La fascinante Revolución Cultural china,
Maria-Antonietta Macciocchi ……………………………………….… 177
Redescubrimiento de Frantz Fanon, Philippe Leymarie ……….….… 187
Argelia, veinte años después de 1962, Paul Balta ……..…….….… 191
Islamistas y zapatistas, la revancha de los marginales,
Dan Tschirgi ………………………………………………………….… 203
Elogio de las revoluciones, Serge Halimi …………..………..…….… 215

Cronología: cinco siglos de revoluciones y contrarrevoluciones


Cécile Marin y Philippe Rekacewicz ……………………………….… 225

Fechas de publicación de los artículos ..………….………..…….… 229

Textos literarios
Guy Hocquenghem, “¡Abajo la dictadura de los ‘normales’!” …….… 39
Jean Genet, “De invisible, el negro se volvió visible” ………….….… 47
Victor Hugo, “Vosotros juzgáis los crímenes de la aurora” ……….… 83
Victor Serge, “Sin abdicación de pensamiento
ni de sentido crítico” ….…………………………………………….… 99
Aimé Césaire, “Pienso en los olvidados” ………………………….… 121
Salvador Allende, “Las grandes alamedas por donde
pase el hombre libre” ……………………………………………….… 129
Georges Bernanos, “La guerra de España es un matadero” ...….… 157
Edgar Snow, “Bandidos rojos” …..………………………………….… 185
Abdelrahman El-Khamissi, “Di adiós” …..………………………….… 201
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Introducción

“Todo eso no impide, Nicolás…” *


Benoît Bréville y Dominique Vidal

En Une lente impatience, el filósofo Daniel Bensaïd escribe: “Por


supuesto, hemos tenido más veladas vencidas que mañanas triun-
fantes. Y, a fuerza de paciencia, hemos conquistado el derecho pre-
cioso de volver a empezar” (1).
Pero de hecho, ¿cuándo una situación se vuelve revolucionaria?
A esta pregunta, Vladimir Ilich Ulianov –llamado Lenin–, reflexio-
nando acerca de la experiencia de las revoluciones de febrero y de
octubre de 1917, responde: “Sólo cuando los de abajo no quieren y
los de arriba no pueden seguir viviendo a la antigua, sólo así puede
triunfar la Revolución” (2).
Hace veinte años, tales reflexiones habrían parecido obsoletas.
La caída del Muro de Berlín, seguida por la desaparición, en el Este
del continente europeo, del “socialismo realmente existente”, pare-
cía tocar a muerto toda esperanza de transformación radical. Francis
Fukuyama anunciaba el “fin de la Historia”: la victoria del “mundo
libre” en la Guerra Fría debía garantizar el monopolio de la democra-

* Tout ça n’empêche pas, Nicolas… en el original francés. El título remite al estribillo de una
canción de Eugène Pottier (el autor de La Internacional) escrita en mayo de 1886, sobre un
tema musical de Victor Parizot, T’en fais pas Nicolas, en recuerdo de la Comuna de París. A
continuación, el estribillo dice: “¡Que la Comuna no ha muerto!”. [N. del T.]
1 París, Stock, 2004.
2 Lenin, La Maladie infantile du communisme (le “gauchisme”) (1920), Éditions du Progrés,
Moscú, 1971. [Hay versión en español: La enfermedad infantil del izquierdismo en el comu-
nismo, sin indicación de traductor, Buenos Aires, Estación Finlandia, 2009.]

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cia de mercado, horizonte en adelante único e insuperable. Digital,


gerencial, sexual: viva la revolución, con tal de que no sea política.
Las mejores mentes pronosticaban un reinado largo y apacible
para la hiperpotencia norteamericana. Sólo el “choque de civilizacio-
nes”, tan del gusto de Samuel Huntington, parecía poder perturbar la
oleada tranquila de la historia. Y los neoconservadores conocían la
parada: una guerra preventiva contra el terrorismo islamista, desen-
mascarado por el 11 de Septiembre. “Circulen, no hay nada que ver”,
parecían replicar a los nostálgicos de los grandes movimientos en
cuyo transcurso los pueblos pretendían hacerse cargo de su suerte…
Seis meses de revuelta, del Magreb al Máshreq, despertaron a
esos apóstoles de la resignación que la América Latina en movi-
miento de los años 2000 no había logrado sacar de su siesta. Los fra-
casos estadounidenses en Afganistán y en Irak habían trastornado a
los más lúcidos. Más inquietante todavía les parecía el desafío lan-
zado a la hegemonía occidental: del interior, las sacudidas a repeti-
ción, primero financieras, luego económicas y sociales, del capita-
lismo globalizado; del exterior, el irresistible empuje de China, de
India, de Brasil, de Sudáfrica, de Turquía, sin olvidarse del retorno
de Rusia.
Pero la erupción árabe implica otra dimensión: ya no se trata de
dirigentes (del Sur) que se oponen a otros dirigentes (del Norte) para
defender sus intereses, bien o mal comprendidos, en el reparto de la
torta mundial, sino de pueblos que se sacan de encima a sus dirigen-
tes y, quién sabe, por lo menos parcialmente, el antiguo orden…
Los manuales donde habrán de estudiar las generaciones futuras no
se escriben en caliente, y la sangrienta represión llevada a cabo por
los dictadores libio, sirio y bareiní incitan a no escribir la palabra
“fin” antes de que termine el film. Una certeza: la ola no se va a de-
tener ahí.
Pensándolo bien, por otra parte, muy simplemente es la historia
la que retoma sus derechos. ¿Cómo progresó la humanidad desde
hace milenios, si no de revolución en revolución? Económicas, so-
ciales, culturales, científicas, la acumulación de las pequeñas ruptu-
ras cuantitativas preparó las grandes rupturas cualitativas, para que

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el hombre y la mujer aprendan a dominar cada vez más y mejor la


naturaleza… y su propio destino.
A través de los siglos, este camino fue con más frecuencia tortuo-
so que rectilíneo. Retrocesos, temporarios o duraderos, siguieron a
los avances. Algunas experiencias tuvieron éxito, otras fracasaron.
En ocasiones, algunas revoluciones devoraron a sus hijos. Errores y
crímenes jalonaron su historia. No sin trabajo, el hombre sacó de todo
esto la lección de que el fin no puede justificar los medios, y de que,
si bien las tortillas se hacen rompiendo huevos, el gusto de la sangre
no las hace más sabrosas.
En Epilogue (3), Aragon mira de frente esa larga marcha, luces y
sombras. “Piensen que nunca se deja de pelear y que haber vencido
es tres veces nada / Y que todo se vuelve a cuestionar desde el mo-
mento en que el hombre del hombre es un número / Hemos visto ha-
cer grandes cosas pero hubo otras espantosas / Porque no siempre
es fácil saber dónde está el mal dónde está el bien”, escribe. Pero
también prosigue: “No estamos solos en el mundo cantando y el
drama es el conjunto de los cantos / El drama, hay que saber con-
servar ahí su parte y también que una voz se calle / Sépanlo siem-
pre, el coro profundo retoma la frase interrumpida”.

En su plena radicalidad, los comunardos habían sido los primeros en


entonar ese canto, en 1871. Quince años después de haberse lanza-
do “al asalto del Cielo”, Eugène Pottier dedicó a su revolución
aplastada en la sangre por los versalleses este himno de duelo y es-
peranza: “Lo mataron a tiros de Chassepot, / A tiros de ametrallado-
ra / Y rodó con su bandera / Por la tierra arcillosa. / Y la turba de los
gordos verdugos / Creía ser la más fuerte. / Todo eso no impide, Ni-
colás / ¡Que la Comuna no ha muerto!”. n

3 Louis Aragon, Les Poètes, París, Seghers, 1960.

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La tragedia de la emancipación femenina


Emma Goldman *

Encarcelada varias veces en Estados Unidos, Emma Goldman


se exilia en Rusia en 1917. Veinte años más tarde, combate al
fascismo en España. Testigo de las primeras revoluciones
europeas del siglo XX, esta anarquista fue también una
ardiente feminista que, pese a ciertas concepciones caducas,
se anticipó a menudo a sus herederas de la lucha por la
igualdad de los sexos.

Comenzaré con una afirmación: haciendo a un lado todas las teorías


políticas y económicas, las distinciones de clases y de razas, las fron-
teras trazadas artificialmente entre los derechos de la mujer y aque-
llos del hombre, insisto en que existe un punto donde esas divergen-
cias pueden encontrarse y fundirse en un todo perfecto.
La paz o la armonía entre los sexos y los individuos no depende
necesariamente de una nivelación superficial de los seres humanos;
tampoco exige la eliminación de las particularidades y los rasgos in-
dividuales. El problema que tenemos que encarar hoy y que habrá
que resolver es éste: ¿cómo ser uno mismo y sin embargo encontrar-
se en unidad con el otro, cómo sentirse en profunda comunión con
todos los seres humanos y conservar intactas las cualidades propias?

* Escrito en 1906, este texto fue traducido [al francés] en 1914 por el anarquista E. Armand,
y luego publicado por la Revue Agone en 2003.

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Me parece que éste es el terreno en el cual podrían encontrarse sin


antagonismos ni oposiciones tanto la masa como el individuo, tanto
el verdadero demócrata como el individualista verdadero, tanto el
hombre como la mujer. La fórmula no debe ser: perdonarse mutua-
mente, sino en verdad: comprenderse mutuamente. La frase tan a
menudo citada de Madame de Staël –“Comprenderlo todo es perdo-
narlo todo”– nunca me pareció particularmente admisible; tiene re-
sabios de confesional. Perdonar al otro evoca la idea de una superio-
ridad farisaica. Comprender a su prójimo basta, y es esta afirmación
la que en parte encarna mis ideas sobre la emancipación de la mujer
y sus efectos sobre su sexo en su totalidad.
Su emancipación debería dar a la mujer la posibilidad de ser hu-
mana en el sentido más verdadero. Todo cuanto en ella reclama la
afirmación de sí y la actividad debería alcanzar su expresión más
completa; y debería despejarse de todas las huellas de siglos de su-
misión y de esclavitud la ruta que conduce a una mayor libertad.
Éste fue el objetivo original del movimiento en favor de la eman-
cipación femenina. Pero los resultados obtenidos hasta ahora aisla-
ron a la mujer y la despojaron de las fuentes de una felicidad que le
es tan esencial. La emancipación exterior simplemente hizo de la
mujer moderna un ser artificial que hace pensar en los productos de
la arboricultura francesa con sus árboles y sus arbustos fantasiosos
tallados en pirámides, en conos, en cubos, etc. Y es especialmente en
la supuesta esfera intelectual de nuestra vida donde se pueden encon-
trar en gran número esas plantas femeninas artificiales.
¡La libertad y la igualdad para la mujer! Cuántas esperanzas y as-
piraciones despertaron estas palabras cuando fueron pronunciadas
por primera vez por algunos de los corazones más nobles y más va-
lientes de nuestros días. El sol, en toda su gloria y en todo su brillo,
iba a alzarse sobre un nuevo mundo donde la mujer sería libre de
orientar su propio destino: objetivo ciertamente digno del entusias-
mo, del coraje, de la perseverancia, del esfuerzo incesante de la co-
horte de pioneros de ambos sexos que lo arriesgaron todo para alzar-
se contra un mundo podrido de prejuicios e ignorancia.
Mis esperanzas también tienden a ese fin; pero yo insisto en que

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la emancipación de la mujer, tal y como se la practica y se la inter-


preta hoy en día, ha fracasado por completo. La mujer, en la actuali-
dad, se encuentra en la necesidad de emanciparse de la emancipa-
ción, si desea liberarse. Esto puede parecer paradójico, sin embargo
no es sino demasiado exacto.
¿Qué obtuvo ella gracias a su emancipación? El derecho de voto
en algunos Estados. Este resultado, ¿purificó la vida política como
lo habían profetizado numerosos protagonistas del sufragio femeni-
no? Por cierto que no. De paso, realmente ya es tiempo de que las
personas dotadas de un juicio sano y claro dejen de hablar de la “co-
rrupción en el campo de la política” en un tono de salón bienpensan-
te. La corrupción en política no tiene nada que ver con la moral o el
relajamiento moral de diversas personalidades políticas. Su origen
es puramente material. La política es el reflejo del mundo comercial
e industrial cuyas divisas son éstas: “Es mucho mejor tomar que dar”;
“Comprar barato y vender caro”; “Una mano sucia lava la otra”. No
hay que esperar que la mujer provista del derecho de voto purifique
alguna vez la atmósfera política.
La emancipación hizo de la mujer la igual económica del hom-
bre; es decir, que ella puede escoger su profesión o su oficio. Pero
como su educación física pasada y presente no la dotó de la fuerza
necesaria para competir con el hombre, a menudo se ve obligada a
consumir toda su energía, a agotar su vitalidad y a tensar todos sus
nervios en exceso para alcanzar su valor mercantil. Incluso, muy po-
cas lo logran, ya que es un hecho reconocido que las maestras, las
doctoras, las arquitectas, las ingenieras no son recibidas con la mis-
ma confianza que sus colegas masculinos y que a menudo no reci-
ben una remuneración equivalente a la suya. Y para aquellas que al-
canzan esta igualdad engañosa, generalmente lo hacen a expensas de
su bienestar físico y psíquico. En cuanto a la gran masa de las obre-
ras, ¿qué independencia ganaron cambiando la estrechez de miras y
la falta de libertad del hogar por la estrechez de miras y la falta de li-
bertad de la fábrica, del taller de confección, de la tienda o la ofici-
na? Y que se añada a esto para cantidad de mujeres la preocupación
de encontrar un hogar frío, seco, en desorden e inhospitalario, al sa-

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lir de su dura tarea diaria. ¡Gloriosa independencia, en verdad!


Nada tiene de sorprendente que centenares de muchachas se
muestren tan urgidas a aceptar la primera oferta de matrimonio que
se presenta, asqueadas y cansadas como están de su “independencia”
detrás de un mostrador, de una máquina de coser o de escribir. Corren
al casamiento tanto como las muchachas de la clase media que aspi-
ran a rechazar el yugo de la autoridad paterna. Una independencia
que desemboca en la ganancia de una subsistencia mediocre no es tan
atrayente ni tan ideal que se pueda esperar de la mujer que se sacrifi-
que a ella. Después de todo, nuestra independencia tan altamente ala-
bada no es más que un método lento de adormecer y de sofocar la na-
turaleza femenina en sus instintos del amor y la maternidad.
La estrechez de la concepción existente de la independencia de la
mujer y de su emancipación; el temor de amar a un hombre que no
es su igual desde el punto de vista social; el temor de que el amor la
despojará de su libertad o de su independencia; el terror de que el
amor o la dicha de la maternidad perjudique el ejercicio de su profe-
sión, todas esas aprensiones hacen de la mujer moderna emancipada
una vestal a la fuerza, ante la cual pasa la vida –con sus grandes do-
lores que purifican y sus delicias profundas que hechizan– sin que su
alma sea tocada o transportada por ello.
La emancipación femenina, tal y como es comprendida por la
mayoría de aquellas que la aceptan o la exponen, ocupa un horizon-
te demasiado estrecho para dejar el sitio a la expansión, en plena li-
bertad, a las emociones profundas de la mujer verdadera: amante y
madre. Ahora bien, si es cierto que la mujer económicamente inde-
pendiente o que atiende sus propias necesidades supera a su herma-
na de las generaciones pasadas en el conocimiento del mundo y de la
naturaleza humana, es precisamente debido a eso por lo que experi-
menta en profundidad la ausencia de lo esencial de la vida: el amor,
lo único que puede enriquecer el alma humana y a falta del cual la
mayoría de las mujeres se han convertido en simples autómatas pro-
fesionales.
Todo movimiento que apunta a la destrucción de las instituciones
existentes y a su reemplazo por algo más avanzado, más perfecto,

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cuenta con partidarios, los cuales, teóricamente, defienden las ideas


más radicales, pero en la práctica de la vida cotidiana no superan al
filisteo medio, simulan ser respetables y buscan la buena opinión de
sus adversarios. Encontramos así a socialistas, y hasta a anarquistas,
que exponen la idea de que “la propiedad es un robo” pero que se in-
dignarían de que alguien les adeude el valor de media docena de al-
fileres.
Encontramos a filisteos del mismo género en el movimiento fe-
minista. Los periodistas amarillos y los literatos sin valor pintaron de
la mujer emancipada cuadros que erizan los pelos del buen ciudada-
no y de su insípida compañera. Se describía a cada adherente al mo-
vimiento como una George Sand bajo el aspecto de su desprecio por
la moralidad. Nada le era sagrado. Emancipación femenina se con-
vertía en sinónimo de una vida de excesos y de lujuria, asocial, irre-
ligiosa, amoral. Las partidarias de los derechos de la mujer se indig-
naron de semejante caricatura; carentes de humor, pusieron toda su
energía en probar que no eran tan malas como se las describía, sino
todo lo contrario. Ciertamente, mientras la mujer había gemido bajo
el yugo del hombre, no podía ser ni buena ni pura. Pero ahora, libre
e independiente, ¡pretendía mostrar cuán buena podía ser y probar
que su influencia tendría un efecto purificador en todas las institu-
ciones de la sociedad!
El movimiento grandioso en favor de una emancipación real no
encontró en su camino a una gran raza de mujeres capaces de mirar
la libertad de frente. Su punto de vista puritano, hipócrita, desterró
al hombre de su vida emocional como un perturbador y un sospecho-
so; apenas si lo toleró como padre de su hijo, porque no era posible
abstenerse mucho de él. Por suerte, los puritanos más rígidos nunca
serán lo bastante fuertes para matar la aspiración innata a la mater-
nidad. Ahora bien, la libertad de la mujer está estrechamente ligada
a la del hombre; y cantidad de mis hermanas supuestamente eman-
cipadas parecen desdeñar el hecho de que un niño nacido en la liber-
tad reclama el amor y la devoción de todos los seres humanos que lo
rodean, tanto del hombre como de la mujer. Por desgracia, es esta
concepción estrecha de las relaciones humanas la que produjo la tra-

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gedia que se juega en las vidas de las mujeres y los hombres contem-
poráneos.
Una inteligencia cultivada y un alma bella son generalmente con-
sideradas como los atributos necesarios de una personalidad noble y
bien templada. Por lo que respecta a la mujer moderna, estos atribu-
tos sirven de obstáculos a la completa afirmación de su ser. Hace
mucho más de un siglo que la antigua y bíblica fórmula del matrimo-
nio “hasta que la muerte los separe” fue denunciada como una insti-
tución que implicaba soberanía del hombre sobre la mujer, sumisión
absoluta de esta última a sus caprichos y a sus órdenes, su dependen-
cia completa tanto para el apellido como para la manutención. Innu-
merables veces se probó irrefutablemente que las viejas relaciones
matrimoniales reducían a la mujer a las funciones de criada del hom-
bre y de madre de sus hijos. Y sin embargo, encontramos a cantidad
de mujeres emancipadas que prefieren el matrimonio, con todas sus
imperfecciones, al aislamiento de una vida de celibato: vida restrin-
gida e insoportable a causa de los prejuicios morales y sociales que
mutilan y atan a la naturaleza femenina.
La explicación de semejante inconsecuencia por parte de muchas
mujeres adelantadas proviene del hecho de que nunca comprendie-
ron verdaderamente lo que significa la emancipación. Ellas se ima-
ginaron que habían cumplido con todo volviéndose independientes
de las tiranías exteriores. Dejaron que las convenciones éticas y so-
ciales y los tiranos interiores, que son mucho más peligrosos para la
vida y el crecimiento individuales, se las arreglaran solos. Y estos pa-
recen ocupar un lugar tan considerable en las cabezas y los corazo-
nes de las más activas de nuestras propagandistas feministas como
en las cabezas y los corazones de nuestras abuelas.
¿Qué importa que estos tiranos interiores se presenten en la for-
ma de la opinión pública o de qué dirá de esto mamá o mi tía, o los
vecinos, el padre, el pudor, el patrón o el consejo de disciplina?…
Hasta que la mujer haya aprendido a desafiar a todos esos gruñones,
a todos esos “detectives” morales, a todos esos carceleros del espíri-
tu humano; hasta que ella haya aprendido a permanecer firme en su
terreno y a insistir en el ejercicio de su propia libertad, sin restriccio-

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nes, a escuchar la voz de su naturaleza, ya sea que la llame a lo que


es el mayor tesoro de la vida: el amor por un hombre; ya que la invi-
te al ejercicio del más glorioso de sus privilegios: el derecho a poner
un niño en el mundo, hasta entonces no puede llamarse emancipada.
En uno de sus libros, un novelista moderno intentó describir a la
mujer ideal, bella, emancipada. Este ideal se encarna en una joven,
una doctora. Ella discurre con mucha habilidad y sabiduría sobre la
manera de educar a los niños; es caritativa y suministra gratuitamen-
te medicamentos a madres pobres. Conversa con un joven a quien co-
noce sobre las condiciones sanitarias del porvenir y explica cómo los
bacilos y los gérmenes serán exterminados por el uso de los pisos y
paredes de piedra, por la desaparición de los tapices y las cortinas.
Naturalmente, está vestida muy simplemente, muy prácticamente,
de negro. El joven, que en su primer encuentro se había sentido inti-
midado por el saber de su amiga emancipada, gradualmente apren-
de a comprenderla y un buen día se da cuenta de que la ama. Son jó-
venes; ella es buena y bella y, aunque esté rígidamente vestida, un
cuello blanco inmaculado y unos puños suavizan su aspecto severo.
Uno esperaría que le hable de su amor, pero no se trata de alguien que
cometa insensateces románticas, claro que no. Hete aquí que impone
silencio a la voz de su naturaleza y sigue actuando con corrección.
Del mismo modo, ella sigue mostrándose exacta, razonable, bien
educada. Mucho me temo que, de haberse unido, el joven hubiese co-
rrido el riesgo de congelarse vivo. Confieso que no veo nada de gran-
dioso en esta “nueva belleza”, tan fría como las paredes y los pisos
con los que ella sueña. Prefiero las baladas amorosas de los siglos ro-
mánticos, Don Juan, los raptos al claro de luna, las escalas de cuerda,
las maldiciones paternas, los gemidos de la madre y los comentarios
de los vecinos indignados, a esta corrección y a esta claridad traza-
das con regla. Si el amor no sabe cómo dar y tomar sin restricciones,
no es amor, sino una transacción que nunca deja de considerar en pri-
mer lugar la ganancia o la pérdida que debe resultar de la operación.
La salvación reside en una marcha enérgica hacia un porvenir
más brillante, más claro. Lo que nos falta es liberarnos de las viejas
tradiciones, de las costumbres anticuadas, y luego ir para adelante.

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El movimiento feminista no dio más que el primer paso en esta direc-


ción. Hay que esperar que gane la suficiente fuerza para dar un se-
gundo paso. El derecho al voto, el derecho a las capacidades cívicas
iguales, pueden constituir buenas reivindicaciones, pero la emanci-
pación real no comienza ni en la urna ni en el tribunal. Comienza en
el alma de la mujer. La historia nos dice que es por sus propios es-
fuerzos por lo que en todas las épocas los oprimidos realmente se li-
braron de sus amos. Es absolutamente necesario que la mujer reten-
ga esta lección: que su libertad se extenderá hasta donde se extienda
su poder de liberarse a sí misma. Por lo tanto, es mil veces más im-
portante para ella comenzar por su regeneración interior; dejar caer
la carga de los prejuicios, de las tradiciones, de las costumbres. La
reivindicación de los derechos iguales en todos los campos de la vida
es equitativa y justa pero, en suma, el derecho más vital es el de amar
y ser amada. Si la emancipación femenina parcial debe transformar-
se en una emancipación completa y verdadera de la mujer, es a con-
dición de que haga caso omiso de la noción ridícula de que ser ama-
da, ser amante y madre, es sinónimo de ser esclava o subordinada. Es
preciso que se libere de la absurda noción del dualismo de los sexos,
en otras palabras, que el hombre y la mujer representan dos mundos
antagonistas.
La mezquindad separa; la amplitud reúne. Seamos amplias y ge-
nerosas. Una concepción verdadera de las relaciones sexuales no ad-
mite ni vencedores ni vencidos; no reconoce más que una cosa: el
don de sí, ilimitado, con el objeto de resultar más rica, más firme,
mejor. Sólo esto puede colmar el vacío y transformar la tragedia de
la emancipación femenina en una dicha, una dicha sin límites. n

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La risa de Pancho Villa


Carlos Fuentes *

Estados Unidos no aprecia mucho los levantamientos


populares. Cuando los mexicanos, a partir de 1910,
emprenden la ardua tarea de imponer una transformación
social y democrática, Washington no tarda en intervenir.
Ocupación militar de Veracruz, incursión en el Norte, apoyo a
los contrarrevolucionarios: para denunciar esta injerencia,
Carlos Fuentes se vale de la literatura.

Pancho Villa entró a Camargo una luminosa mañana de primavera,


su cabeza de cobre oxidado coronada por un gran sombrero borda-
do de oro, no un lujo sino un instrumento de poder y un símbolo de
lucha, un sombrero manchado de polvo y sangre; igual que sus an-
chas manos callosas y sus estribos de bronce azotados por el viento
de la montaña: la pátina de pólvora, espina y roca, senderos pinos e
inmensas llanuras ciegas se colgaban a su tosco traje de campo co-
lor de ante, sus polainas de gamuza, su marrazo de acero y su acica-
te de plata, su chaquetilla y sus pantalones abrochados con plata y
oro, todo brillante de oro y plata, pero no la especie atesorable sino
los metales que nos visten para la guerra y para la muerte: un traje
de luces.

* Escritor mexicano (fallecido en 2012). Últimas obras traducidas al francés: Le Bonheur des
familles (2009), En inquiétante compagnie (2007), Les Deux Rives (2007), La Desdichada >>

Revoluciones que cambiaron la historia 137


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Era un hombre del norte, alto y robusto, con un torso más largo
que sus cortas piernas indias, con brazos largos y manos poderosas
y esa cabeza que parecía cercenada hace tiempo del cuerpo de otro
hombre, hace mucho y muy lejos también, una cabeza cortada del
pasado aleada como un casco de metal precioso a un cuerpo mor-
tal, útil pero inútil, del presente. Los ojos orientales, risueños pero
crueles, rodeados de un llano de divertidas arrugas, la sonrisa pron-
ta, los dientes salidos brillando como granos de maíz muy blanco,
el bigote raído y la barba con tres días de crecimiento: una cabeza
que había estado en Mongolia y Andalucía y el Rif, entre las tribus
errantes del norte americano y ahora aquí en Camargo, Chihuahua,
sonriendo y parpadeando y angostando la mirada contra los emba-
tes de la luz, con vastas reservas de intuición y ferocidad y genero-
sidad. La cabeza había venido a reposarse sobre los hombros de
Pancho Villa.
Los terratenientes habían huido y los prestamistas se habían es-
condido. Villa rió frenando apenas su caballo castaño en las calles
empedradas de Camargo, donde su columna central de la División
del Norte se reunía con las de los demás generales antes del asalto
sobre Zacatecas, el empalme comercial de las haciendas devastadas
que él había saqueado para liberar al pueblo de la esclavitud y el
agio y las tiendas de raya. Entró pisando fuerte sobre el empedrado,
encabezando un séquito de rumores metálicos en contrapunto a la
oquedad extraña de las calles de piedra: chocaban los frenos de hie-
rro, las barbadas de argolla, los cabestrillos y los frenos de cobre;
chasqueaban los vaquerillos con crin de caballo y los acicates y los
fuetes.
Todo el pueblo estaba allí, tirando confeti desde los balcones de
hierro forjado, serpentinas desde los postes de luz, apaciguando el
encuentro de metal y piedras con la marea color de rosa, azul y es-
carlata de las fiestas mexicanas, desbordada en los grandes garrafo-

<< (2007), todas en las ediciones Gallimard, París. [Respectivamente, Todas las familias feli-
ces; Inquieta compañía; Las dos orillas; La desdichada. El texto que aquí se ofrece no es una
traducción, sino el original de Carlos Fuentes. (N. del T.)]

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nes de vidrio con aguas frescas, las rebanadas de dulces de colores


y las anchas cazuelas burbujeantes con salsas negras, rojas y verdes.
También estaban allí los reporteros, los periodistas y fotógrafos
gringos, con una nueva invención, la cámara cinematográfica. Villa
ya estaba seducido, no había que convencerlo de nuevo, ya enten-
día que esa maquinita podía capturar el fantasma de su cuerpo aun-
que no la carne de su alma –ésta le pertenecía sólo a él, a su mama-
cita muerta y a la revolución–; su cuerpo en movimiento, generoso
y dominante, su cuerpo de pantera, eso sí podía ser capturado y li-
berado de nuevo en una sala oscura, como un Lázaro surgido no de
entre los muertos sino de entre el tiempo y el espacio lejanos, en
una sala negra y sobre un muro blanco, donde fuera, en Nueva York
o en París. A Walsh (68), el gringo de la cámara, le prometió:
—No se preocupe, don Raúl. Si usted dice que la luz de las cua-
tro de la mañana no le sirve para su maquinita, pues no importa.
Los fusilamientos tendrán lugar a las seis. Pero no más tarde. Des-
pués hay que marchar y pelear. ¿De acuerdo?
Ahora los periodistas yanquis reunidos en Camargo lo asaltaron
a preguntas antes de que él se moviera a asaltar a Zacatecas para de-
cidir la suerte de la revolución contra Huerta y de paso la suerte de
la política mexicana de Wilson.
—¿Espera que el gobierno de los Estados Unidos lo reconozca
si gana usted?
—Ese problema no existe. Yo estoy subordinado a Carranza, el
primer jefe de la revolución.
—Todo el mundo sabe que usted y Carranza no se llevan, general.
—¿Quién lo sabe? ¿Usted lo sabe? Pues dígamelo por favor.
—Interceptamos un telegrama que su general Maclovio Herrera
le mandó a Carranza ahora que le negaron a usted el derecho de

68 NDLR. Carlos Fuentes se refiere aquí al cineasta norteamericano Raoul Walsh –autor, en-
tre otros, de: El ladrón de Bagdad (1924), Al rojo vivo (1949), Los desnudos y los muertos
(1958), Una trompeta lejana (1964)– que efectivamente realizó en 1915 en México un film
sobre Pancho Villa, Life of Villa, siguiendo las campañas del general revolucionario. Walsh
describió las peripecias de ese rodaje en su libro Un demi-siècle à Hollywood y, más particu-
larmente, en un capítulo titulado “¡Viva Villa!”. [Hay versión en español: La vida de un hom-
bre, traducción de Marta Pessarrodona, Barcelona, Editorial Grijalbo, 1982.]

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lanzarse contra Zacatecas, general Villa. El texto es muy lacónico.


Sólo dice: “Es usted un hijo de puta.”
—Ay compañerito, yo no sé decir esas palabrotas en español. Le
juro que sólo me salen en inglés: You son of a bitch. En todo caso,
el señor Carranza ha tenido a bien mandar a los hermanos Arrieta
a tomar Zacatecas.
—Pero usted está aquí con toda una división, artillería y diez
mil hombres…
—Al servicio de la revolución, señores. Si los hermanos Arrie-
ta, como es su costumbre, se atrancan en Zacatecas, yo llegaré allí
en cinco días a darles una manita. No faltaba más.
—Por último, general Villa, ¿qué opina de la ocupación ameri-
cana de Veracruz?
—Que el arrimado y el muerto a los dos días apestan.
—¿Puede ser un poco más específico, general?
—Los marinos llegaron a Veracruz bombardeando la ciudad y
matando a jóvenes cadetes mexicanos. En vez de hundir a Huerta,
lo fortalecieron con el fervor nacionalista del pueblo. Dividieron la
conciencia de la revolución y permitieron que el borracho Huerta
impusiera la infame leva nacional. Los jóvenes que creían que iban
a luchar contra los gringos en Veracruz fueron enviados a luchar
contra mí en el norte. Yo no sé si eso es lo que buscan ustedes, pero
a mí se me hace que los gringos cuando no se pasan de listos, se pa-
san de tontos.
—¿Es cierto que mató usted por la espalda a un oficial ameri-
cano, un capitán del ejército de los Estados Unidos, asesinado a
sangre fría por uno de sus propios hombres, general?
—¿Quién carajos…?
—La opinión responsable en los Estados Unidos lo está califi-
cando a usted nada menos que como un bandido, general Villa. La
opinión pública se pregunta si usted puede ofrecer garantías aquí en
México. ¿Respeta usted la vida humana? ¿Puede usted tratar con
las naciones civilizadas?
—¿Quién carajos dijo todo esto?
—Una señorita eh, Harriet Winslow eh, de Washington, D. C.

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Dice que ella fue testigo de los hechos. A su padre se le había dado
como perdido en acción desde la guerra en Cuba. Parece que sólo
quería evadir las obligaciones familiares, pero luego quiso ver a su
hijita ya crecida antes de morirse. Ella vino aquí a verlo. Acusan a
un general de su ejército, general. ¿Cómo dices que se llama, Art?
—Arroyo es el nombre, general Tomás Arroyo. Ella dice que lo
vio balacear a su papá hasta matarlo.
—Con todo respeto, general, le recordamos que los cuerpos de
los ciudadanos de los Estados Unidos matados en México o en
cualquier parte del mundo tienen que ser regresados a solicitud de
sus familiares para recibir un entierro cristiano y decente.
—¿Eso dice la ley? –gruñó Villa.
—Exactamente, general.
—Muéstreme dónde está escrito.
—Muchas de nuestras leyes no están escritas, general Villa.
—¿Una ley que no está escrita en papel? ¿Entonces para qué de-
monios aprender a leer? –dijo con una sonrisa de sorna asombrada
Villa, luego rió y todos rieron con él y le abrieron paso al hombre
que representaba a la revolución y que se preparaba a demostrarle al
mundo que no era Carranza, un viejo senador perfumado, parte de
la llamada gente decente de México, quien merecía esa representa-
ción, sino precisamente lo que Carranza más odiaba, un campesino
descalzo, iletrado, bebedor de pulque y mascador de tacos llegado
de las colinas inquietas de Durango, que fue azotado por los mismos
hacendados que violaron a sus hermanas.
—No –se rió y le aseguró a su distinguido artillero el general
Felipe Ángeles, graduado de la academia francesa de St. Cyr–, no
lo digo por usted, don Felipe, sino por ellos, los acaba de ver: los
gringos nunca se acuerdan de nosotros como si no existiéramos y
un buen día nos descubren, ay nanita, y somos el mero diablo en
persona que los vamos a despojar de vidas y haciendas, ¿pues por
qué no darles un susto de a de veras –sonrió Pancho Villa–, por qué
no invadirlos una vez nomás, pa que vean lo que se siente?
Luego le entró una cólera espantosa de que hubiera quienes no
entendían la situación. […]

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El general Tomás Arroyo recibió la orden de desenterrar al grin-


go dondequiera que fuera y de traerlo hasta Camargo. No, le min-
tieron a propósito, ninguna familia reclamó el cuerpo, sino un pe-
riódico, el Washington Star, le dijeron.
Pero cuando esta orden por fin arrancó a la brigada flotante de
la hacienda incendiada de los Miranda, Arroyo sabía bien el nom-
bre de la persona que reclamaba el cuerpo. La vio en sus sueños
mientras arrullaba la cabeza muerta del viejo entre sus manos y lo
miraba a él de pie a la salida del carro como si hubiera matado algo
que le pertenecía a ella pero también a él, y ahora los dos estaban
de nuevo solos, huérfanos, mirándose con odio, incapaces ya de ali-
mentarse el uno al otro a través de una criatura viva y de colmar las
ausencias angustiadas que ella sentía en ella y él en él:
—Mira lo que tienes en la mano. Mira lo que tienes agarrado en
la mano –Arroyo no fue capaz de decir otra cosa. Ella miró los peda-
zos de papel calcinado y Arroyo dijo que el gringo le quemó el alma
y ella admitió que quemó algo más: la historia de México, pero ésa
no era excusa para el crimen porque la vida de un individuo valía más
que la historia de un país y Harriet Winslow se convenció de que a
pesar de todo con ella gritaba todo el desierto de Chihuahua:
—Asesino, cochino, grasoso, hediondo cobarde –dijo ella en
voz alta–, me tuviste a mí pero tuviste que matarlo a él.
—Vino a provocarme –jadeó Arroyo–, igual que tú. Los dos vi-
nieron aquí a provocarme. Gringos hijos de su chingada madre. […]
Tomás Arroyo ya no entendía nada. Mató al gringo viejo. No pudo
imaginar que a Harriet Winslow le quedaba pelea adentro: debía es-
tar tan vaciada como él. El gringo viejo y los papeles quemados.
—Lo acepté todo de ustedes los gringos. Todo, menos esto –dijo
Arroyo mostrándole la ruina de los papeles.
—No te preocupes –le contestó Harriet Winslow, con los restos
que le quedaban de humor y compasión–. El creía que ya estaba
muerto.
Pero Arroyo esa tarde quería quemar su propia alma:
—¿Qué es la vida de un viejo al lado del derecho de toda mi
gente?

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—Acabo de decirte que mataste a un muerto. Da gracias. Te


ahorraste el gasto de un fusilamiento de ordenanza.
Esto es lo que Villa le exigía ahora a Tomás Arroyo cuando vio
el cuerpo acribillado del viejo y retuvo su famosa cólera, con la que
dominaba tanto a sus propios hombres como a sus enemigos, este
hombre Pancho Villa que tocó la espalda acribillada del gringo vie-
jo y se acordó de algo que le dijo uno de los reporteros yanquis
cuando lo entrevistaron en Camargo.
—Tengo un dicho para usted, general Villa. Lo que usted llama
morirse no es más que el último dolor.
—¿Quién dijo eso?
—Lo escribió un viejo amargo.
—Ah, entonces quedó escrito.
—Por un viejo amargo, cómo no.
—Ah que la…
Villa ordenó el fusilamiento para esa misma noche, a las doce.
Advirtió que sería una ejecución secreta; nadie sabría de ella salvo
él, Villa, el general Arroyo y el pelotón.
—Que mister Walsh y su camarita se frieguen, esto no es para él.
El gringo viejo fue puesto de pie con dificultad contra el pare-
dón de cara a los fusiles, con la cabeza colgándole sobre el pecho,
el rostro algo desfigurado por los ácidos de su primer entierro en el
desierto y las rodillas chuecas.
La orden fue dada en el patio detrás del cuartel de operaciones
de Villa, iluminado por las linternas colocadas en el suelo, que en-
sombrecían extrañamente los rostros. Se escucharon los disparos y
el gringo viejo cayó por segunda vez en brazos de su vieja amiga la
muerte.
—Ahora está legalmente fusilado de frente y de acuerdo con la
ley –dijo Pancho Villa.
—¿Qué hacemos con el cuerpo, mi general? –preguntó el co-
mandante del pelotón.
—Lo vamos a mandar a los que lo reclaman en los Estados Uni-
dos. Diremos que murió en una batalla contra los federales, lo cap-
turaron y lo fusilaron.

Revoluciones que cambiaron la historia 143


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Villa no miró a Arroyo pero dijo que no quería andar cargando


cadáveres de gringos que le dieran pretextos a Wilson para recono-
cer a Carranza o para intervenir contra Villa desde el norte.
—Ya mataremos unos cuantos gringuitos –dijo Villa con una
sonrisa feroz–, pero en su momento y cuando yo lo decida.
Se volvió a Arroyo sin mudar de expresión.
—Un hombre valiente, ¿no es cierto?, un gringo valiente. Ya me
contaron sus hazañas. Ejecutado de frente, no por la espalda como
un cobarde, pues no lo era, ¿verdad, Tomás Arroyo?
—No, mi general. El gringo fue el más valiente.
—Anda, Tomasito. Dale el tiro de gracia. Ya sabes que tú eres
como mi hijo. Hazlo bien. Hay que hacerlo todo bien y de acuerdo
con la ley. Esta vez no quiero que te me andes equivocando. Hay que
estar siempre preparados. Tú se me hace que ya descansaste bastante
en esa hacienda donde alargaste tu tiempo y hasta te hiciste famoso.
—Arroyo –le dijo el periodista yanqui–, Arroyo es el nombre.
—Sí, mi general –dijo simplemente Arroyo.
Caminó hasta el cadáver del gringo viejo frente al paredón, se
hincó junto a él y sacó la Colt. Disparó el tiro de gracia con preci-
sión. Ahora ya no salió sangre del cuello del gringo. Entonces el
propio Villa dio la orden de disparar contra el desgraciado Arroyo,
cuyo rostro era la viva imagen de la incredulidad adolorida. Sin em-
bargo, alcanzó a gritar:
—¡Viva Villa!
Arroyo cayó al lado del gringo viejo y Villa dijo que no tolera-
ría que sus oficiales jugaran jueguitos con ciudadanos extranjeros y
le crearan problemas innecesarios; para matar gringos, sólo Pancho
Villa sabía cuándo y por qué. n

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