Me di cuenta de que era Domingo de Ramos cuando vi pasar a un hombre con un
ramito y recordé que el día anterior había visto pasar a otro señor con medio chango de supermercado lleno de ramas de olivo, cosecha que seguramente ofrecería en la escalinata de alguna iglesia para complacer a los citadinos feligreses y, al mismo tiempo, hacerse de unos manguitos. Una hermosa caminata en familia en un mediodía fresco y soleado para comenzar un domingo promisorio coronado con una obra de teatro. ¡Qué combinación, ramos y conflictos familiares! Me acuerdo de mi tío regalando ramas de olivo sin bendecir a todo el barrio y bendecidas a toda la familia. ¡Qué familia! Los juntás a todos y no hacés nada. Nada bueno, quiero decir. En realidad mi familia agrandada es una excelente muestra de lo que es nuestra sociedad: una manga de hijos de puta que hacen bendecir ramas de olivo mientras avalan golpes de Estado, desapariciones de personas, gobiernos neo-liberales y tantas otras mugres tan nuestras. Pero, eso sí, seguro que tienen un cristo o una virgencita colgando de una cadena de oro o de plata, a la vista de todos para demostrar su bienaventurado cristianismo. Revolcándose de horror estaría Cristo de ver tantas miserias en lugar de disfrutar de su victoria. ¡Qué desperdicio ofrendar la vida por ellos! ¿Quién se acuerda de algo tan conocido como los diez mandamientos? Mi abnegada admiración infantil por lo que representa la Santa Iglesia fue tornándose cada vez más escéptica al confrontar los símbolos con la realidad. La obra de teatro “El uno sin el otro” me hizo recordar las roñas familiares personales que también dejaron muertos en el camino. Indiferencia, odio, traición, engaño, codicia, robo, falso testimonio eran eco de una historia familiar equivalente en su esencia a la que me tocó en desgracia. Uno de los personajes dijo la consabida sentencia “la familia no se elige”. Sencillamente, aunque sin ramos, ser tan diferente de ellos y de la mayoría de mis conciudadanos era para mí una legítima victoria.