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Luis Jáuregui
Instituto Mora
Introducción
[ 245 ]
1. La guerra de Independencia:
desarticulación institucional y económica
Sobre todo en el Bajío, las riquezas generadas por la minería dieron sufi-
cientes recursos para la adquisición de vastas extensiones de tierra, que dedi-
caban su producción al mercado de las ciudades; lo mismo sucedía con las
propiedades en los fértiles valles circundantes a la ciudad de México. Como
la mano de obra era barata y la tierra era extensa y fértil, las posibilidades de
acrecentar una fortuna eran grandes, pero también eran altas las probabilida-
des de que, faltando la mano de obra, un hacendado cayera en la indigencia.
Esto queda claro si se piensa en los grandes hatos ganaderos que se desplaza-
ban desde el norte hacia el mercado más importante: la ciudad de México. Si
no había mano de obra que arreara el ganado, éste se quedaba pastando en
las extensas llanuras del Nuevo Reino de León y Nuevo Santander.
Una situación similar ocurría con la minería. El óxido de plata era extraí-
do y refinado por trabajadores con la ayuda de la fuerza animal y cualquier
posibilidad de utilizar la máquina de vapor se consideraba demasiado costosa
y riesgosa. De la misma manera, los obrajes utilizaban mano de obra y máqui-
nas impulsadas por fuerza humana o animal. El barón de Humboldt decía
que muchos mineros eran conscientes de lo atrasado de su tecnología, pero
consideraban que tales innovaciones eran inaplicables en un pueblo que no
gustaba de las novedades, de ahí la idea común de que los novohispanos de
principios del siglo xix apreciaban más lo bello que lo útil.
En estas condiciones, a finales de 1810 comenzó, en la zona más rica del
virreinato novohispano, una rebelión que pronto se extendió a prácticamen-
te toda la geografía de aquella posesión española. Al principio, el movimien-
to tuvo tanto momentos álgidos como de relativa paz debido a la fuerte repre-
sión de las autoridades virreinales. Después del fusilamiento del caudillo
Morelos a finales de 1815, el movimiento insurgente se convirtió en un con-
junto de guerrillas aisladas, sobre todo en el sur. La alianza en 1821 entre una
parte del ejército realista y el último bastión insurgente fue motivo de un
plan político que propuso la pacificación del reino y la independencia res-
pecto a España. Haciendo a un lado las consecuencias políticas, puede decir-
se que la rebelión de Independencia novohispana fue la puntilla de una
economía que no tenía las condiciones para soportar tal situación de inesta-
bilidad. Los cálculos de los historiadores económicos son elocuentes (véase
el cuadro 5.1).
Una visión general muestra que prácticamente todos los indicadores
tuvieron una fuerte caída entre 1810 y 1812. A partir de entonces se observa
una recuperación, que no llegó al final de la segunda década del siglo. Des-
pués de 1816 o 1817 los indicadores cayeron de nuevo, y fue en 1820 cuando
al parecer volvieron a repuntar levemente. Ante tal evidencia estadística, y
considerando que la guerra como tal sólo duró cinco años, es oportuno pre-
guntarse: ¿qué provocó caídas tan fuertes en los indicadores económicos de
la Nueva España?
les y a la excesiva carga fiscal. Las causas de la guerra eran sin duda más
profundas; sin embargo, un indicador de que las contribuciones estaban pre-
sentes en los reclamos de la rebelión fue que el propio Hidalgo garantizó a
sus seguidores indígenas la eliminación del tributo y otras cargas fiscales. De
manera similar, el asunto ya había sido reconocido, desde antes de que
comenzara la conflagración, por las autoridades virreinales, quienes habían
hecho un tímido intento por eliminar las contribuciones indígenas. La medi-
da no se aplicó por justicia o para aplacar la rebelión, sino para integrar a
indios, negros y castas al sistema alcabalatorio, frente al cual siempre habían
gozado de múltiples exenciones. Es probable que la eliminación del tributo
por parte de las autoridades virreinales respondiera a la necesidad de obte-
ner más recursos originados de impuestos relativamente menos costosos,
como la alcabala.
En los hechos, los insurgentes no tuvieron la oportunidad de eliminar
los tributos, o al menos no completamente; cuando se vieron presionados
por recursos aplicaron una forma de capitación que no dependió ya más de
la condición de indígena, negro o casta, sino del hecho de ser hombre mayor
de 16 y menor de 60 años. Serrano Ortega (2007) señala que el origen princi-
pal de los recursos insurgentes provino de las llamadas “fincas nacionales”,
haciendas y ranchos confiscados a los enemigos de la causa, y de las alcaba-
las. Respecto a este último gravamen, este autor apunta que los rebeldes
buscaron reducir las tasas de contribución con el alegato de que era un
impuesto muy gravoso para algunas actividades de los indios. La realidad era
que en las zonas ocupadas buscaban evidenciar que las medidas fiscales rea-
listas eran más gravosas que las insurgentes, y así hacerse de adeptos a la
causa. En cualquier caso, la medida no fue muy efectiva para los rebeldes,
toda vez que por necesidad tuvieron que mantener estos impuestos indirec-
tos en muchas partes. Seguramente esta fue la práctica común en todas las
zonas insurgentes; se buscaba eliminar cargas, integrar a los indios al sistema
fiscal generalizado, eliminar privilegios y zonas de exclusividad fiscal. Sin
embargo, las realidades del campo de batalla llevaron a mantener la situa-
ción tributaria de manera muy similar a la que por aquellos días dictaba el
bando realista.
Muchos cambios de importancia se originaron en la metrópoli. A pesar
de casi dos años de invasión napoleónica, quedaron establecidas en el puerto
de Cádiz las Cortes que definirían formalmente el cambio ideológico que se
venía dando en todo el mundo atlántico desde el siglo anterior. Las discusio-
nes que llevaron a la Constitución de 1812 y las leyes aledañas reflejan la
forma de pensar de los hombres de la época tanto en España como en Amé-
rica. En el ámbito fiscal se generalizaron diversas ideas que no eran del todo
nuevas pero que venían con un nuevo espíritu; por ejemplo, las ideas sobre
el establecimiento de las contribuciones directas, la eliminación de los mono-
con las Provincias Internas del Norte, la península de Yucatán y, por algunos
meses, la capitanía de Guatemala; tenía una población reducida y concentra-
da en la zona central del país; una economía basada fundamentalmente en
la agricultura; una actividad minera que requería fuertes inversiones para
salir del abandono. Había pocos capitales con qué echar a andar ésta y otras
actividades manufactureras, y las instituciones eran viejas y poco orientadas
al crecimiento económico y a la defensa de los derechos de propiedad; y los
grupos regionales reclamaban sus posiciones logradas durante la guerra. Por
otra parte, las naciones europeas no reconocían la independencia del nuevo
país y España amenazaba con la reconquista. No había gobierno: el libertador
Iturbide formó una junta que pronto fue copada por intereses militares, ecle-
siásticos y burocráticos. Cómo se financiaron éste y los gobiernos que siguie-
ron es el tema de la siguiente sección.
Guerra y marina
48% Hacienda
36%
40
30
20
Millones de pesos
10
–10
–20
–30
1822
1823
1824
1825
1825-1826
1826-1827
1827-1828
1828-1829
1829-1830
1830-1831
1831-1832
1832-1833
1833-1834
1834-1835
1835-1836
1836-1837
1837-1838
1839
1840
1841
1842
1843
1844
1845
1846
1847
1848-1849
1849-1850
1850-1851
1851-1852
1852-1853
1853-1854
1854-1855
1855-1856
Fuente: Memoria (1870).
1
En las primeras décadas del periodo independiente, la capitación fue un impuesto que
se aplicó a todos los hombres mayores de 18 años y de forma independiente de sus ingresos. La
capitación rescata el principio de igualdad en el pago del impuesto pero elimina toda aspira-
ción de proporcionalidad (Serrano Ortega, 2007). Aplicar la capitación en las entidades con una
gran población indígena resultaba conveniente para las autoridades, pues se trataba de una
carga ya conocida, en la forma de tributo, desde tiempos coloniales.
Una de las razones por las que el gobierno general no pudo recibir la
totalidad del contingente responde a la situación económica del país en sus
primeros 15 años de existencia. El asunto se trata en otro capítulo de este
volumen. Aquí se debe destacar el aspecto relacionado con la relativa debili-
dad del gobierno general frente a los intereses de los estados. Y es que, quizá
como resultado de una negociación política orientada a evitar la división del
antiguo virreinato, aquel primer confederalismo fiscal adoptó un esquema
de reparto de impuestos entre estados y federación, lo que impidió que ésta
última interviniera fiscalmente en la actividad económica de las personas
(excepto en el caso del Distrito y Territorios Federales), y cuando mucho
logró gravar la economía de los estados. La situación se hizo evidente cuando
en 1829 el Ministerio de Hacienda pretendió gravar a los habitantes de los
estados por la vía de una contribución directa federal. Inmediatamente sur-
gió la oposición a que el gobierno interviniera en los erarios estatales por la
vía de un impuesto a las personas. La medida, argumentaban, significaba
“uniformar a la República”, que en la época significaba la antípoda del fede-
ralismo: una república central.
pués, las aduanas marítimas y de frontera así como las alcabalas continuaban
siendo los soportes principales de la hacienda nacional. Las contribuciones
directas apenas alcanzaban una décima parte del total de recursos; esto ade-
más incluía las contribuciones personales (una especie de tributo pero con
otro nombre) que se cobraban en los departamentos de Yucatán, Chiapas,
Tabasco y Oaxaca.
Con motivo del bloqueo francés conocido como “la guerra de los paste-
les”, en 1838 se volvió a intentar poner en práctica otro paquete de contribu-
ciones directas el cual tuvo resultados similares al anterior. Dos eran los pro-
blemas que presentaban este tipo de contribuciones. Por una parte, y no
obstante que se equiparaba a las alcabalas y otros impuestos indirectos inter-
nos con el atraso, el pasado español, y con todo lo antieconómico, las autori-
dades nunca se encargaron de “preparar” la aplicación de las contribuciones
directas. Así, siempre se aplicaron sin suficientes datos estadísticos y con
recaudadores incompetentes. Una vez aplicadas debían enfrentarse a la opo-
sición de los contribuyentes, sobre todo de los propietarios. Situación más
grave, señalada por Sánchez Santiró (2009), es que, en el caso de las cargas
a la propiedad rural y urbana, ni siquiera se definía con claridad el sujeto
fiscal, es decir, se dictaban nuevos gravámenes pero no se decía quién los
debía pagar: ¿los individuos?, ¿las corporaciones?, ¿quién en las corporacio-
nes? Ante una serie de contribuyentes como la Iglesia, establecimientos
sociales, las propiedades comunales, tierras de repartimiento, etc., sólo que-
daba una salida: la excepción. ¿Y cómo se hizo frente a los recursos que no
se obtuvieron por tantas exenciones? Aplicando impuestos —muy impopu-
lares— a los campesinos, específicamente las capitaciones y las “contribucio-
nes personales”.
En parte para paliar el descontento contra los impuestos directos, en
parte como una medida modernizadora, los conjuntos de contribuciones
directas aplicados en la segunda mitad de los años treinta, fueron acompaña-
dos de reformas importantes en las contribuciones indirectas. Por ejemplo, se
eliminó el derecho de extracción que en tiempos difíciles aplicaran algunos
estados a sus productos. Por otro lado, también se redujo la alcabala a produc-
tos de consumo básico y a los textiles. Esto último respondía a una política de
fomento característica del régimen de Anastasio Bustamante, que además
continuó con el proteccionismo a las manufacturas textiles nacionales. El
arancel de 1837 es levemente menos proteccionista que su antecesor de 1827;
la diferencia es que el de los años treinta define de manera clara cómo debían
operar las aduanas marítimas y fronterizas. Este ordenamiento fue un impor-
tante salto cualitativo en la administración de las finanzas del gobierno. Su
promulgación en marzo de 1837 responde a un proceso de construcción de
las instituciones del Estado mexicano, pero también obedece a situaciones
coyunturales como el aumento del contrabando. En este sentido, la Pauta de
nar una cierta cantidad de sus recursos más importantes, como los ingresos
aduanales, para hacer frente a los compromisos de deuda contraídos con
ciudadanos de España, Inglaterra y Francia. Las convenciones diplomáticas
ayudaron a restaurar el maltrecho crédito de México principalmente porque
reconocían y legitimaban los créditos contra el erario mexicano. Además,
fueron sumamente ventajosas para los acreedores y, en el caso de la conven-
ción española de 1853, se incorporaron créditos que no eran de origen espa-
ñol. Estas operaciones fraudulentas fueron uno de los pretextos para la inter-
vención española en México de 1861.
En términos de financiamiento del déficit, los últimos años del periodo
se caracterizaron por una serie de proyectos sin futuro, como la creación de
un banco nacional, arrendamiento de aduanas marítimas y fronterizas y la
puntilla a la ley de crédito público. Lo que más destaca en este sentido es la
venta del territorio norteño de La Mesilla, claro ejemplo del desorden finan-
ciero y político del país. Los años siguientes fueron de guerra civil. La situa-
ción no se corrigió, pero se generó la conciencia que las finanzas del gobier-
no debían cambiar de forma radical.
Conclusiones generales
Las primeras seis décadas del siglo xix mexicano están inscritas en la pro-
nunciada caída de un ciclo económico secular, que va de las penúltimas
décadas del siglo xviii a los años setenta de la siguiente centuria. La larga
extensión cronológica de tal caída, en una economía con múltiples recursos
naturales, aunque con escasa población, lleva a diversas conclusiones. La
fuerte expoliación de la que fue objeto la Nueva España borbónica determinó
en muchos sentidos las limitantes de ese espacio para recuperarse de una
caída del ciclo, la cual se explica, ya en la primera década del siglo xix, por el
atraso tecnológico y una pertinaz sequía. Ambos elementos, aunados a la
política de la monarquía española, excesivamente proteccionista y descuida-
da de las posibilidades de riqueza que ofrecía el espacio colonial, trajeron
como consecuencia costos de producción sumamente elevados.
Una población que, amén de un conjunto de agravios sociales, ve pocos
beneficios económicos en su actividad cotidiana, protesta por todos los medios
si la autoridad muestra signos de debilidad. La invasión napoleónica a España
y las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en 1808 fueron tal signo, y
dieron inicio a una conflagración que no sólo duraría 11 años, sino que deter-
minaría la conformación de las instituciones y el pobre desempeño de la
economía mexicana en las primeras décadas del periodo independiente.
Las finanzas públicas de los primeros gobiernos independientes fueron
una víctima de ese desempeño. Los ingresos del gobierno federal siempre
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