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5:55 am

era demasiado temprano para desayunar


un par de huevos cocidos pero tampoco
teníamos ganas de hacer el amor

salí, entonces, al balcón de tu departamento


y fume mientras veía las ventanas del edificio de enfrente
se trata, creo, del Hotel Imperial –o El Ejecutivo-
no estoy seguro. el caso es que a esa hora
en que es demasiado temprano para desayunar
se podía ver un poco a través de los vidrios
de las habitaciones. sobre todo o más bien
sólo en aquellas habitaciones que tenían la luz prendida.

vi cómo un hombre enderezaba en la cama


y otro hombre también se enderezaba en la cama
y una mujer y un hombre también se enderezaban de la cama
-habían dormido juntos- y como era demasiado temprano
para desayunar un par de huevos cocidos
y tampoco tenían ganas de hacer el amor se quedaban sentados
en el borde de la cama haciendo algo que no alcancé a ver bien
porque no tengo buena vista
sobre el fracaso

te acomodas en la silla
del modo más elegante
que puedes y ordenas
los cubiertos
te conmueve la blancura
del plato del restaurant
miras también
las servilletas y piensas
que en un rato
habrán perdido
esa limpieza que
por lo pronto
parece imperturbable
juegas un momento
con los pliegues del mantel
luego
te levantas
vas al baño
y frente al espejo
te mentalizas
hablas contigo una vez más
el señor que entra te sorprende
bajas la cabeza
y te diriges
de vuelta a tu silla
el mesero se acerca
te le quedas viendo
pides marlín
porque no puedes aceptar
que no sabes cómo
comerte una langosta
Me acabas de preguntar por qué estoy triste mientras te vestías.

Mira, digamos que son las 12 de la noche. Y, digamos, que ya se durmieron mis
papás y mis dos hermanos también y que entonces puedo salir de puntitas, bajar las
escaleras sin hacer ruido, cuidándome de ese tercer escalón que siempre rechina.
¿Si?, bueno, ese es un recuerdo de mi adolescencia. En él prendo la televisión,
la pongo en mute y comienzo a cambiar los canales hasta que llego al bloque de
películas. Y ahí me quedo, aguardando pacientemente por un estímulo visual lo
suficientemente adecuado para poder masturbarme. En mi casa teníamos cable,
pero mis papás nunca contrataron los canales Premium. Por eso tenía que esperar a
que en la noche se colara alguna escena porno en una película, y por porno quiero
decir una teta, unas nalgas, o estacionarme a los canales bloqueados donde sólo se
podían ver escenas distorsionadas de sexo entre la estática.
Digamos que lo descubrí por accidente. En algún momento fui pasando de
uno en uno los canales, seguramente buscaba alguna caricatura, hasta que lo que
parecía el torso distorsionado de una mujer rubia se quedó serpenteando en una
imagen difícil, mucho, de hecho, de comprender. No entendía muy bien pero aquella
experiencia (esperar a que se durmieran, bajar las escaleras sin hacer ruido,
prender la televisión y quedarme mirando un montón de líneas discontinuas que
eventualmente componían una forma que yo podía identificar como un cuerpo) me
excitaba más, incluso, que las pocas imágenes nítidas, fijas, que había visto de
desnudos. No sé si era un adolecente precoz o un degenerado.
Desde luego, ya me había masturbado viendo el apartado de lencería de un
catálogo de Avón que encontré en el cuarto de mi mamá. Pero algo había en la
desviación de la imagen, del cuerpo torciéndose y, sobre todo, en el hecho de tener
que retenerla en la mente el tiempo suficiente para alcanzar el orgasmo, que
resultaba tristemente satisfactorio.
A veces perdía la imagen y tenía que esperar a que apareciera otra. Podía
tardar horas. Era cuestión de un descuido y ya estaba: esa sombra que me había
parecido una cucaracha, un ruido en la cocina, la esquina despostillada del mueble
de la tele me arrebataban la imagen de los primeros cuerpos que descubría. Todos
discontinuos, indiferentes, terriblemente fugaces.
Desde entonces he relacionado el sexo con esa sensación de pérdida.
La educación sentimental de los dinosaurios

Me dices que es un hecho por todos conocido que la causa más probable de la
extinción de los dinosaurios es el impacto de un meteorito en la costa yucateca hace
65 millones de años. Y sí, tienes razón, pero lo que más me sorprende es que te estás
vistiendo en la cama y tienes la delicadeza de darme la espalda mientras reflexionas
sobre aquellos reptiles cubiertos de escamas doradas o plumas doradas. Las
verdades, a veces, sólo se pueden decir así, ignorando la realidad, lo que te viene de
enfrente. Sin embargo, lo haces con un encanto solo equiparable al de un surfista
que acaba de alcanzar la ola más alta y saluda a sus espectadores satisfechos. No sé
por qué ahora estoy pensando en surfistas y olas, quizá por Yucatán o por los lomos
puntiagudos de algunos de esos gigantes.
Lo sabemos muy bien, continuas, mientras buscas entre las sábanas tu ropa;
los dinosaurios eran criaturas ovíparas que se apareaban con amor y de todas
formas se extinguieron, y no debemos de sentir vergüenza de ello. Y yo pienso en si
los dinosaurios supieron o no supieron que aquella bola de fuego iba a terminar con
sus amores en un museo. Si el estegosaurio amaba al triceratops, por poner el
ejemplo de dos especies herbívoras, o si sólo se amaban entre estegosaurios y
estegosaurios, y las relaciones interespecie estaban prohibidas. Y no puedo evitar
pensar también en Shakespeare, Romeo y Julieta, y lo idiota que es la literatura
cuando por más que lo ignores una piedra del espacio está por colisionar con el
planeta tierra.
Imagina, me pides, su hambre después del meteorito. Porque no fue, y eso
también es de sobra conocido, el choque, la explosión del choque, la que los mató.
No, fue algo mucho más trivial, casi nada, como el polvo y el cambio climático que
acabó primero con las plantas y luego con los herbívoros que se comían las plantas y
por último con los dinosaurios más grandes y carnívoros, como el tiranosaurio rex
que era mi favorito, pienso, cuando era niño y jugaba a ser dinosaurio.
Y pienso también en el vacío de un cielo jurásico sin dinosaurios. Pero no
todos se murieron, los más famosos sí, me aclaras, como estos que decimos:
brontosaurio, estegosaurio, iguanodonte y así, en estricto orden alfabético hasta
llegar de nuevo al tiranosaurio rex. Hubo otros que se fueron encogiendo hasta que
se convirtieron en aves y volaron. Encuentras por fin la calceta que te faltaba.
Terminas de vestirte y giras para decirme adiós y yo también entreabro la boca para
decirte adiós. Te levantas de la cama. Veo cómo tu cuerpo crece y luego se hace
ligeramente más chico. Me da la impresión de que tu cabello es un poco más rojo y
sólido a contraluz. Ya estás por cerrar la puerta y pienso en si entonces tú y yo no
seremos como esos dinosaurios extinguiéndonos por cosas nada importantes, como
un cambio en la atmósfera; encogiéndonos, volviéndonos cobardes al despedirnos.

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