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12/3/2018 'Wera pa' (mujer falsa): Así viven las indígenas transgénero en Colombia - Univision

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'Wera pa' (mujer falsa): Así viven las indígenas transgénero en


Colombia
Tras escapar de los castigos a los que les sometieron en sus comunidades por vestirse de mujer,
un grupo de adolescentes indígenas transgénero conviven en un pueblo cafetero de Colombia
donde pueden expresar su identidad y se sienten a salvo del machismo y el estigma.

Johana, Eliana y Viviana, son tres de las mujeres de la etnia Embera que encotraron refugio en Santuario. Víctor Galeano

Por: Alba Tobella Mayans


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Publicado: mar 10, 2018 | 09:00 AM EST

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SANTUARIO, Colombia.- Un sorbito de ron. Una raya negra en la mejilla. Una calada de hierba.
La música que intenta arrancar. La casa está incendiada porque hace un par de meses la fiesta
se les fue de las manos. Otro trago de ron. Una sombra morada en el párpado. Los chicos
trepan por las paredes para intentar pasar cables y conectar a la electricidad unas bocinas con
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luces de neón que les llegan a las rodillas. Las chicas hablan, se maquillan, se ríen. Ellos sirven
el trago en los tapones de la botella. Ellas beben. Ellos también. A cada ratito, una pareja se va
atrás del edificio en ruinas. Vuelven acomodándose la falda, el pelo y el maquillaje, ellas. La
bragueta, ellos.

La música hace otro amago de que va a sonar, pero después de dos golpes de algo que intenta
ser reggaeton vuelve a callarse. Se oyen los grillos cantando a pecho por el calor. En el porche,
circula el trago y corre el aire. Bajo el sol, solo aguantan los cafetales. Y Elsa, que llega
corriendo entre las matas para ver si está Johny, que es su novio y que le da miedo que se vaya
con otra. O que ya se haya ido, porque no lo encuentra. Cuando alcanza la casa de cemento
viejo y negro por el incendio, Elsa es la única sobria.

Sandra tiene hace rato los ojos desviados, la cara sudada y el colorete borroso. Angélica con los
brazos en jarra y Viviana, manos en la nuca, posan para una foto. Leidi y Fernanda bailan. En
otra fiesta el año pasado, Elsa sí estaba ida. Le gritaba a Johny, o al Johny de ese momento,
que a ella nadie le pegaba. Estaba empapada, minifalda verde, camiseta roja y rota pegada al
cuerpo, con el pelo chorreando por la tormenta y por el agua que se había tirado por encima
para sacudirse la borrachera.

—¡Qué chimba! ¡Gonorrea! ¡A mí no me pegas!, iba gritando mientras tomaba con rabia de una
botella de plástico.

La primera vez que se vistió de mujer, Elsa tenía nueve años. Frente al espejo, se puso un
vestido azul y un collar de bolitas de plástico rojas y negras que en Colombia se llaman
chaquiras. Mientras empezaba a maquillarse, sola en casa cuando todavía la llamaban José, su
madre entró de repente. La desvistió como quien despluma una gallina. La regañó, la golpeó.

—Tú eres un hombre—, le dijo. Elsa escuchaba, para qué contestar, y se quedó con la idea de
que lo que hacía, aunque le parecía natural, era algo malo. Nunca antes había visto a alguien
que se vistiera como lo que no es.

Pasaron tres años en la comunidad, en el Chocó, una zona de selva profunda y de costumbres
tiranas. A los 12, cuando ya la consideraron mayor, la encadenaron a un cepo, a ver si se le
quitaban las ganas de ser marica. El mismo castigo que la justicia indígena da a ladrones o
violadores.

“Una mujer gay piensa en salir desde muy pequeño porque a uno el papá, la mamá y los
hermanos siempre lo tratan mal. Le pegan, lo echan... Los indios siempre maltratan a los que
son así como nosotros. Cuando estaba allá no pensaba nada... solo pensaba 'me voy a salir de
acá, me voy a salir”, recuerda Elsa. En cuanto la soltaron al fin, escapó.

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Allá es jungla adentro. Se fue de día, vestida de hombre para no llamar demasiado la atención.
“Adiós mamá”. Tenía 13 años. Llegó a la carretera. De ahí, a un pueblo. De ese pueblo alcanzó
otro. No necesitó llevarse nada.

Para llegar a las fincas cafeteras de santuario se debe tomar un jeep que cubre la ruta tres veces al dia. Victor Galeano

Acá es Santuario. Santuario es uno de los municipios más cafeteros del eje cafetero de
Colombia y el único de la zona sin resguardos indígenas, donde reina la autoridad propia. Es el
lugar donde cada cual gasta lo que gana y vive como quiere vivir. Rodeado de faldas infinitas,
verdes y brillantes como el cristal de las botellas de vino. En Santuario hay trabajo para todos.

Para recoger el café colombiano, uno de los más cotizados del mundo, se necesitan muchas
manos ágiles que distingan sin pensarlo los granos verdes de los maduros. Nadie pide
explicaciones a nadie. Los campesinos van y vienen siguiendo la cosecha.

Los indígenas Embera, escuetos, robustos y perfectos para escurrirse entre los palos de café,
salvan la temporada. Los patrones necesitan tanta mano de obra que cuando no pueden
esperar a que lleguen, los buscan cerca de los territorios donde viven y los traen en jeeps
atestados, colgando de una puerta o sentados en el techo.

Elsa es mujer desde que tiene uso de razón, pero vive dedicada a convencer al resto de que es
así. Primero, su familia, luego, su comunidad, y después, a los patrones y al resto de

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recolectores, hombres flacos de manos largas y sombreros de alas anchas, que las miran como
especímenes algo misteriosos, algo incómodos. Las llaman “los gays”. Cada madrugada a las
cinco, antes de desaparecer bajo los arbustos de café a las seis en punto, ya tienen las cejas
dibujadas con lápiz negro y los labios de rojo. Una mañana de mayo, Karen, en lugar de bajar a
trabajar, empacó sus cosas en una bolsita y se fue para otra finca: “Adiós patrona”.

 Son indígenas y son transgénero: Estas mujeres pasaron de los castigos de su


comunidad a la libertad de los cafetales


Mariana es una mujer transgénero indígena Embera. Trabaja junto a varias compañeras de su etnia recolectando granos de caf
de las indígenas Embera son apreciados para la faena de recolección en las haciendas cafetaleras. | Foto: Víctor Galeano | Univ

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Con dos palabras, Elsa también dejó atrás todo lo que conocía y partió a la deriva sin
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documentos. A los 15 años, dice que no tiene fronteras. Su comunidad ahora es un grupo de
adolescentes que pelea cada día con lo que significa ser mujer. Angélica tiene 16. Viviana,
también. Johana, 15. Yulisa, 14. De una veintena, solo dos admiten tener 18 o más. Pero ellas
viven al margen, con su idioma y sus interrogantes y sus novios, también indígenas Embera
porque rara vez alguien en su comunidad se junta con un blanco, un negro o un indígena de
otro grupo. En Santuario, nadie se mete en los temas de los “indios”. Cobran al día o al kilo,
depende de la época, y las cuentas quedan saldadas cada sábado. De ahí pueden volver a
empezar. Con otro nombre o con el mismo. El número de cédula: “no tengo”. Nadie pregunta.
Cuando se aburre, Elsa piensa en irse a la ciudad y vender artesanías o a venderse. La
prostitución es lo que ha visto que hacen las ‘trans’ blancas.

Mientras deciden algo mejor, los sábados se beben lo que ganan. Toman con entusiasmo y
fuman marihuana con sensualidad hasta el delirio, las peleas y el sexo en esas fiestas perdidas
en la montaña que organizan con aburrimiento, con la rutina de quien va a la iglesia. Después
del ron, viene el guaro. Y ya al final el alcohol de farmacia para las heridas. Alcohol antiséptico
Osas a 3,000 pesos (un dólar) la botella. No ingerir, dice la etiqueta. La fiesta se acelera. El
vallenato golpea al fin duro.

En el pueblo tratan de evitar que los indígenas se emborrachen demasiado porque arman
escándalo. Es un pacto tácito entre las autoridades y los dueños de las cantinas que poco a
poco se fue también extendiendo a las fincas para poner orden. El patrón dice que el año
pasado hasta mataron a uno de tan borrachos y que le quemaron los genitales a otro. La idea
de que el alcohol desata una cierta locura entre los indígenas no es nueva. Históricamente, en
Colombia se les prohibió la chicha, una bebida a base de maíz fermentado que en muchas
culturas, la Embera, se toma con un sentido ritual pero que las clases dominantes
interpretaron como una forma de posesión. A principios del siglo XX, los médicos en Bogotá
llegaron a acusar a la sífilis y al “chichismo” de la degeneración del pueblo.

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A los 12 años, a Elsa la ataron a un cepo por vestirse de mujer, el mismo castigo que se les da a ladrones o violadores en su
comunidad. A los 13 años huyó. Víctor Galeano

“Son unos indocumentados”, lanza un paisa, como llaman a los blancos, que responde por
Restrepo. Se lo dice al pesador que registra en una libreta cuántos quilos de café ha cogido
cada uno al final de la jornada. Luego tira sus granos por un embudo gigante hacia el camión.
Por la tarde, sentados encima de la cosecha suben todos los trabajadores para evitar caminar
la loma hasta el alimentadero, como llaman a la barraca donde comen, duermen y pasan el
tiempo libre. También le llaman cuartel. Hay tres comidas al día y unos cuartos con literas de
madera y colchones de paja. “Por la noche no necesitan nombre”, añade Restrepo con una
carcajada sobre sus compañeras.

Cuando hablan de “las primas” o “los compañeritos gay”, los demás recolectores siempre dejan
ir media sonrisa. Que las escuchan gemir y coger con “los primos”... Elsa, como Viviana o como
Angélica, está cansada de que esos hombres le toquen las nalgas o se le acerquen entre los
arbustos o en medio de la noche. No es impotencia porque no se deja. Es un fastidio.

De madrugada, antes de cargarse a la cintura el cubo de plástico que llenarán varias veces
en todo el día, las chicas también dejan la casa barrida. Sus madres lo hacían así: se
levantaban a las cuatro para preparar desayuno y atender el hogar antes de salir al campo. Los
patrones dicen que las ‘trans’ llegan a representar uno de cada tres indígenas que laboran en
las fincas de la zona: Santuario, Belén de Umbría y Apía, los primeros municipios con los que
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topa quien sale de las selvas de Chocó hacia el este, donde empieza a extenderse el eje
cafetero.

“Son muy buena gente. A veces pueden ser más listos que uno y todo”, dice Nancy ‘La Mona’,
cocinera y matrona de la finca La Judea desde la puerta del salón donde pasa las tardes viendo
novelas.

“Dios los soltó en este mundo al libre albedrío. Dios los hizo hombre, pero ellas quisieron ser
así. Dios no la hizo a ella gay, desde ahorita quiso ser así. Ellas quieren ser mujeres porque
como se ponen aritos, tienen senos y la mujer es muy linda, entonces ellos quieren ser eso... y
casi todos se están volviendo así”, continúa. “El que se fue ahorita, Karen, ¿no?, yo lo conocí
varoncito y ahoritica que se fue con el marido... Aquí había una que se llamaba Maryeli, pero
esa sí tenía cuerpo y cara de mujer. Se aplicaba inyecciones para que le creciera la cola, iba a
Pereira a esas gentes que saben aplicar inyecciones... esa vieja es un hombre pero con las
inyecciones, eso ya es una mujer…”

“Mire que los cabildos han venido, las han empelotado y las han motilado (rapado)”, añade La
Mona haciendo el gesto de cortar el pelo. “Y se las han llevado y ellos vuelven y hacen lo
mismo. Una vez en el parque vinieron varios cabildos y cogieron a todos los gays, les trajeron
ropa de hombre y los motilaron a todos. Y de allá se escaparon y regresaron. Para ellos esto no
está permitido”.

El monólogo de La Mona sigue. Puede hablar sin parar porque dice que ya lleva años
conviviendo con las primas mientras las otras se ríen nerviosas al verse retratadas en las
palabras pesadas y torpes de la patrona. No son todo eso que ella dice, pero tampoco merece
la pena explicárselo. Aunque viven en la misma casa y comen lo mismo tres veces al día, la
diferencia entre haber nacido en un pueblo de 8,000 habitantes o en la selva es como estar en
la orilla y el fondo del océano. Es la distancia que separa a una mujer blanca bien casada con el
administrador de esa finca y con presupuesto para un televisor y una visita al ginecólogo de vez
en cuando de una joven indígena y transgénero que solo se hace preguntas.

“En esta finca no se emplean a menores de 18 años”, lee un cartel pegado a la pared en la parte
exterior de la cocina. Está firmado por Comercio Justo, aunque el organismo que garantiza las
condiciones laborales y ecológicas de la agricultura sostenible, asegura que nunca ha
registrado una irregularidad relacionada con asuntos de personal en ese municipio. Con ese
sello de responsabilidad social, el municipio de Santuario, a través de una cooperativa de
campesinos regional, exporta su grano orgánico principalmente a Estados Unidos. Starbucks o
Dunkin Donuts son los principales compradores de ese café, que llena miles de tazas de cartón
en Nueva York o San Francisco cada año. El alcalde Everardo Ochoa, de familia de
terratenientes cafeteros, también sabe muy bien cuál es la situación con los indígenas: “Tienen
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menos papeles que un marrano robado”. Sabe que hay menores, aunque a los niños no los
aceptan si no vienen con sus padres. Pero si se ponen a mirar demasiado fino, la cosecha se
pierde.

Eliana se maquilla en una litera del ‘cuartel’, el cuarto que comparte con sus compañeras en la hacienda cafetera. Víctor
Galeano

El fantasma de que las autoridades indígenas vendrán a buscarlas para llevarlas de vuelta
a la comunidad siempre está ahí. Que van a cortarles la melena que tanto les costó hacer
crecer, que llegarán los paramilitares a hacerles daño. Que se las llevarán amarradas o les
quitarán la ropa. Todo el mundo recuerda alguna escena, o le contaron que alguno de estos
terribles castigos ocurrió en el pasado o escuchó el cuento en boca de alguien.

En el pasado, Santuario fue el escenario de peleas sangrientas entre liberales y conservadores,


algunas, matanzas; otras, riñas de taberna. Hoy, aunque es un lugar apacible y su himno canta
a sus “colinas de placeres y encantos, refugio de esperanzas y amor”, las tabernas se calientan
con aguardiente los fines de semana, bombillas de colores y rancheras. La plaza de mercado
tiene las cuatro esquinas selladas por el salón de juego, el bar, una casa donde pagan los
salarios y una iglesia desproporcionadamente grande y blanca, La Inmaculada. También hay
casa de apuestas, tienda de ropa con maniquís tetonas y culonas, farmacia, discoteca, carro de
pollo asado, dulces y muchos jeeps que bajan y suben desde las fincas. Un sábado de marzo de

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2015, Fernanda, que tiene 14 años y uno independizada, hablaba con dos amigas en el balcón
en el primer piso del centro comercial del pueblo.

Un púber con la camiseta amarilla del equipo de Colombia le silba desde la calle. Ella baja
corriendo para ir a desayunar con él. Fernanda corta el pollo suavemente y mueve el tenedor
con delicadeza y sin hacer fuerza. Uñas de manos y pies llevan exactamente el mismo
tratamiento: rojo intenso con una capa de escarcha, desconchadas y llenas de tierra en las
cutículas.

—Tengo las manos arruinadas de trabajar en el campo —, dice. Fernanda López habla más que
el resto. Ha cobrado 380,000 pesos por los 500 kilos de café de esta semana. Compra champú
de caballo que dice que le hace crecer el cabello más rápido. Lo lleva por los hombros pero
quiere que le cubra la espalda. —Vamos a rumbear—, apresura con el último bocado.

—A mover las caderitas y a tomar—, la apoya la que se hace llamar Leidi Johanna con voz de
chico imberbe suavizada con toda la intención.

—¿Sabes algún truco para que me engorden las piernas?—, pregunta Fernanda. Las suyas se
asoman flacas debajo de una mini vaquera ajustada sobre una cadera recta, estrecha. En la
parte de arriba, un top ceñido de rayas rosas y blancas.

Tres años después, Fernanda está mucho más flaca. Sigue yendo con Leidi, que también ha
perdido los cachetes que todo el mundo pierde cuando crece. Van en manada detrás de los
chicos, que compran el alcohol y lo necesario para la fiesta rutinaria del sábado. Después de
dar vueltas durante un par de horas en ese pueblo casi vertical, dos docenas de adolescentes
buscan el jeep para irse adonde nadie los molesta.

En este tiempo, Leidi encontró el coraje de volver a su comunidad, pero le fue más o menos. Su
mamá y ella lloraron. Su padre volvió a gruñir. Y ella le dijo: “Papá, no me regañe porque si hace
así no van a volver a verme”.

—No quiero decir el nombre de la comunidad porque allá lo castigan a uno.

—¿Es una cosa de familia o de los líderes?

—Los líderes.

Fernanda dice que también ha regresado, que pasó allí el 24 y el 31 de diciembre, pero no
quiere contar por qué no ha vuelto. Ella, que hablaba mucho, ahora prácticamente no abre la
boca.

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Angelica, de 16 años, contó que su madre le permitió usar ropa de mujer con la condición de que fuera un vestido
tradicional de su etnia. Víctor Galeano

Geraldine acaba de bañarse porque ya no soportaba el calor. Lleva un vestido negro y


apretado, la melena lacia y húmeda y la cara cubierta de una capa de polvos blancos. Vive en
Medellín, tiene una carrera universitaria y es secretaria del gerente de una empresa que hace
pruebas de paternidad con análisis de ADN. En los siete años que lleva en la ciudad escuchó
muchas palabras: gay, hombre, transformista, mujer… Entendió que tenía derechos y
descubrió que había más gente como ella. Ahora se considera transgénero y forma parte de un
colectivo LGTBI.

Cuando supo de Fernanda, de Elsa, de Angélica y de Leidi, quiso ir a conocerlas. Nunca había
imaginado que había tantas niñas trans también Embera.

—Una toma la decisión de tener una vida alternativa. Cuando tenía 18, reuní a toda mi familia
para contarles quién era yo y ver quién me apoyaba. Ver si me quieren o no. Fueron mi abuelo y
mi tío mayor los que no me aceptaron, pero el resto, sí. Pero igual me salí de mi comunidad—,
cuenta Geraldine. Un hombre, cuenta, la apuntó con un revólver y le dijo que se fuera,
calladita, para no dejar en riesgo a su familia. Ella no quiso que mataran a nadie por su
culpa, así que arrancó.

—El papá de uno dice que no se puede vestir así…—, susurra Leidi.
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—El papá de uno tiene que entender —, responde Geraldine.

—Unos ven solo la ropa, pero es más que la ropa, es la personalidad de uno, ¿no?

—Sí. Uno tiene que salir y contar a la sociedad y el territorio tiene que respetar nuestra
condición. Si la comunidad no lo acepta, uno tiene que hacer una tutela o presentar una opción
alternativa... son muchas cosas. Cuando llegué a Medellín empecé a estudiar, a buscar una
solución, a buscar cuáles eran nuestros derechos, qué era la población LGTBI (lesbianas, gays,
bisexuales, transexuales e intersexuales)… Bueno, tú también fuiste muy fuerte al decir a tu
papá que no ibas a cambiar, aunque fuera sin abogados y sin la ley porque estuviste seis años
sin regresar. ¿Y no regresaste por miedo?

—Sí, por miedo.

—No importa tu condición, tú tienes que tener muy claro esto. A mí cuando fui allá también me
querían cambiar y dije: “Qué pena, un momento, mi condición soy yo. No es de usted. Respete
mi condición como yo respeto la suya”.

Alrededor de Geraldine se forma un grupito de chicas que la miran con sorpresa por su forma
de hablar. Atrás, siguen maquillándose, bailando, fumando y coqueteando con los chicos. “¿Tú
eres gay o mujer verdadera?”, le preguntan. Su cuerpo es femenino y robusto. Charlan sobre
la hormona, se miran las tetas. Geraldine le pregunta a Erika si lo que tiene es de verdad o es
solo un sujetador. Es por la inyección, dice. Evolucionan bien, por fortuna, porque Erika
tampoco sabe que tiene derecho a la salud pública y ni siquiera sabe lo que es.

—¿Tú sabes la diferencia entre un gay y un transexual?, pregunta Geraldine.

—No, le responde Erika.

—El gay es un hombre que actúa como un hombre. Se motila. Aparenta como un niño, aunque
le gusta un hombre. Las niñas trans somos nosotras. Nosotras nos estamos hormonizando.Si
usted va a un centro de salud, ¿quieres que te llamen Jair o Erika?

—Erika.

Geraldine saca de su monedero dos carnets de identidad: el nuevo, que la identifica con este
nombre y sexo femenino, y el viejo, con nombre, género y cara de hombre.

—¿Y usted está operada?— le pregunta alguien.

—No. Yo en los genitales no tengo operación. Es una decisión. La operación puede afectar y
puede que no vaya a sentir nada cuando tenga relaciones. Yo prefiero que la persona que me
va a querer me quiera como soy.
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Miran fotos de vergas gigantes y hablan de chupar nalgas y pichar (tirar) y del condón.

—Nosotras tenemos que prevenir para evitar enfermedades de transmisión sexual. Yo cuando
estoy con alguien, de una le meto condón. Para chupar, también le meto condón. Y cuando la
van a meter, también. Porque nunca se sabe. ¿Tú sabes lo que es el VIH?

Los transgénero corren 50 veces más peligro de contraer el Virus de la Inmunodeficiencia


Humana, según Amnistía Internacional, en parte por el estigma que sienten al acudir al
médico. También las tasas de suicidio son insólitas entre ellos.

Ser una “mujer verdadera”, una “mujer completa”, eso es lo que anhelan. Cuenta Ivana Fred en
el documental ‘Mala mala’ que de lo que no tienen, las mujeres trans quieren el doble. Simone
de Beauvoir instaló la idea de que el género es un camino, no un lugar, que una no nace
mujer, sino que llega a serlo. Así debió entenderlo Elsa el día en que a los nueve años, por
primera vez se puso un vestido y una gargantilla. Y cada día desde entonces.

Supo que su vida sería una construcción, un camino cubierto de pestañina, de tacones, de
hormonas. Que para ser mujer —o para que la reconozcan así— debería usar labial, cierto tono
de voz, dejarse invitar por un hombre y barrer la casa antes de salir a trabajar de madrugada,
como lo haría su madre. También un día empezaría a usar hormonas y, si Dios quiere, lograría
operarse. En Guatemala y en el Amazonas, las indígenas ‘trans’ celebran un certamen de
belleza que imita al de las misses, un concurso de una influencia enorme para las mujeres en
Colombia, aunque cada vez divide más y ya existen iniciativas para relativizar su importancia y
cambiar el modelo de mujer que perpetúa.

Una noche, Angélica recorría las casas más cercanas a La Toscana, su finca, casi a oscuras, de la
mano de su novio buscando a la señora que sabe aplicar la inyección porque para ella ponerse
la hormona es también de vida o muerte en ese camino. Después de mucho rato dando vueltas
y salir corriendo de varias casas escapando del perro bravo, la encuentra tomando el fresco
sentada en una silla en medio de la calle con sus vecinas. Angélica entra, se tumba sobre unas
sillas boca abajo, se aparta el short verde fluorescente de la nalga izquierda y esconde la cara
en un cojín. La hermana Laura, la única santa de Colombia y reconocida por El Vaticano por su
labor en la evangelización de los indígenas, observa la escena desde un cuadro al fondo de la
sala. Otras mujeres de la vereda miran con curiosidad, sin saber cuál será el mal de esa
muchacha que necesita, a esas horas de la noche, una enfermera improvisada.

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Angélica al momento de prepararse para salir. Cuenta junto a sus compañeras que está cansada de que algunos hombres
las toquen o se les acerquen entre los arbustos o en medio de la noche. Víctor Galeano

A la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichi, una profesora le dijo que el feminismo no es
africano, que ella era feminista porque había leído demasiadas novelas occidentales. Los
teóricos del poscolonialismo le podrían dar la razón porque creen que no hay esquina del
mundo que se libre de la influencia de occidente, aunque las investigaciones demuestran que
la lucha de género está lejos de ser solo cosa de blancos. Según Walter Lee Williams, un
estudioso estadounidense del género entre los indígenas de América, hay registros de que las
poblaciones ancestrales americanas no concebían el género como un concepto binario. Desde
que llegaron de Asia hace alrededor de 20,000 años, las comunidades desde Alaska hasta Chile
expresaron muchas versiones del hombre y la mujer, pero hoy en día queda poco rastro de esta
porosidad que permitían a las casillas de lo masculino y lo femenino.

Quedan algunas huellas. En el sur de México, por ejemplo, las muxes (identificadas como
hombres al nacer pero que eligen ser educadas como mujeres y asumir roles femeninos en la
cultura prehispánica zapoteca) son aceptadas y deseadas por sus familias porque tienen el

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mandato de cuidar a los padres cuando envejecen, ya que el resto de hermanos y hermanas se
casan y se van.

En Estados Unidos, un gran encuentro en los años 90 acuñó a los indígenas LGTBI el término
“dos espíritus”. Hay registros de transexuales en dos centenares de comunidades nativas
americanas y solían tener atributos místicos o roles de liderazgo. Cuenta John Matthews en
su Biblia del chamanismo que esos indígenas creían que, al ser representación del alma, los
cuerpos que compartían atributos de hombre y de mujer se veían más poderosos que el resto y
elegidos, por ejemplo, para enseñar el arte de la cerámica, el tejido y la creación de
herramientas de piedra. El jesuita Jacques Marquette escribió en sus memorias en el siglo XIX
que el poder de los dos espíritus era tan fuerte en las comunidades de Norteamérica, que era
imposible tomar cualquier decisión sin su consentimiento. Los europeos empezaron a
despojarlos de ese poder, pero según la mitología Hocak, el cambio de género era una
bendición de la luna, que daba al joven la orden de “tomar la falda” e incluso existían “los
cambiantes” que estaban en un constante tránsito.

También en el sudeste asiático la fluidez entre géneros se manifiesta desde la antigüedad. Los
hijras eran personajes públicos de gran prestigio hasta la llegada de los británicos, en 1897. La
colonia los arrinconó a sus propias comunidades y nunca volvieron a desprenderse del
estigma, pese a que hoy son reconocidas legalmente en India.

Un abanico de matices sobre el género puede haberse perdido en América Latina tras varios
siglos de colonia durante la etapa más dura de la Inquisición española. Las selvas donde
estaban los Embera fueron conquistadas a lo largo del siglo XVII, primero por la fuerza y
después a través de la evangelización.

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Cada sábado se gastan lo que han ganado en celebraciones intensas que son parte de su rutina. Toman alcohol con
entusiasmo y fuman marihuana con sensualidad hasta el delirio. Víctor Galeano

—De gays o de homosexuales, si te pones a hablar con los mayores es muy poco lo que te
van a decir, porque eso no tiene ese nombre. Occidente lo encasilla pero ese encasillamiento
es netamente occidental. —Dokera Domicó, también conocida como Dayana, es Embera Katío,
tiene 23 años, es antropóloga y está investigando para su tesis sobre el género en las
comunidades Embera porque una profesora de la universidad en Medellín le preguntó en tercer
semestre cómo era eso del género entre los indígenas y ella se dio cuenta de que nunca se lo
había planteado. No sabía de qué le estaba hablando. “Es cuando usted se sumerge en el
mundo occidental cuando se hace la pregunta”, explica.

En Embera no existe la palabra “transexual” o “transgénero”. Lo más cercano, según el dialecto


de cada zona, sería mukira pa, hombre falso, o wera pa, mujer falsa. Pa es lo falso, mostrar lo
que no es.

Durante su investigación, Dayana escuchó a familias decir que si el hijo mayor había salido así,
también el resto se iban a corromper. Y que por eso los echaban de la comunidad. Que suelen
utilizar un término genérico y casi siempre despectivo de “marica” porque no conocen la
diferencia entre un transexual o un homosexual.

https://www.univision.com/noticias/america-latina/wera-pa-mujer-falsa-asi-viven-las-indigenas-transgenero-en-colombia 15/21
12/3/2018 'Wera pa' (mujer falsa): Así viven las indígenas transgénero en Colombia - Univision

Los líderes insisten en que “eso” no existe entre los indígenas, que qué significa eso de L, G, T…
que como mucho se puede acudir a los cuentos ancestrales y buscar paralelismos. Una vez, las
autoridades le dijeron a Dayana que “eso” se puede curar y en seguida ella pensó que si tiene
cura, entonces es porque lo tratan como una enfermedad. Y entonces, los líderes respondían
que no una enfermedad como tal, pero sí “algo que brota del cuerpo”.

—En nuestros cuentos, varios géneros no hay. En la ley de origen Karagabí, el creador de
nosotros, hace a una mujer y a un hombre. Y luego hace a los animales, que tienen unas
funciones. Cada cosa tiene una función. Este escritorio. Este tarro tiene una función de
recipiente para el agua, este es un esmalte y su función es de maquillaje para tus uñas.

—¿Y qué pasa si este lápiz está hecho para escribir, pero lo uso para agarrarme el pelo?

—Pasa que le estás quitando la función que debe tener.

Dayana dice que tal vez algo así está pasando con el género y que las trans, más que ser
perseguidas, tal vez deberían sentarse con los ancianos para entender qué pasa.

Angélica lleva un vestido celeste de esos que trajeron las monjas y que le enseñó a coser su
madre. “Si vas a ser mujer, al menos serás como nosotras”, le dijo tres años después, cuando
decidió regresar a su comunidad de visita. También lleva el okamá, su collar tradicional que en
Embera significa tejer el camino y que todas visten como una forma de aferrarse a lo que son,
de hilar su regreso. Angélica y Elsa se quieren ir ya. Mañana. A cualquier parte. O de regreso a su
comunidad, porque la nostalgia les puede. Fernanda, al día siguiente de esa parranda, no
podía pensar ni en el sancocho levantamuertos.

"Hay veces que queremos dormir todo el día", resopla Elsa. Yo no tengo nada, voy andando
así", añade. Y hace el gesto del vacío. "Ya estoy pensando en regresar. Uno no puede estar tanto
tiempo lejos, sin visitar a su mamá. Yo no quiero morir acá".

Ver también:

 Son indígenas y son transgénero: Estas mujeres pasaron de los castigos de su


comunidad a la libertad de los cafetales

https://www.univision.com/noticias/america-latina/wera-pa-mujer-falsa-asi-viven-las-indigenas-transgenero-en-colombia 16/21
12/3/2018 'Wera pa' (mujer falsa): Así viven las indígenas transgénero en Colombia - Univision

Mariana es una mujer transgénero indígena Embera. Trabaja junto a varias compañeras de su etnia recolectando granos de caf
de las indígenas Embera son apreciados para la faena de recolección en las haciendas cafetaleras. | Foto: Víctor Galeano | Univ

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