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La fuerza poética de la contradicción.

Todo comienza y acaba en una imagen. En el momento en que se le escapa la vida a Accat-
tone, ese Franco Citti de andar bamboleante, cabeza baja y mirada atravesada, Pasolini le hace
decir: “Aaaah... Mo sto bene!”. Imagen final que aparentemente se funde con otra de 1975 en
que su creador ve cumplidas las palabras del personaje: “O me mata el mundo o lo mato yo a él”.
El mundo los ha matado pero el resultado son imágenes asimétricas: una es poética, la otra es
prosaica, un rostro transfigurado, un cara desfigurada. Las palabras que acompañan a la primera
son contradictorias: cuando se le escapa la vida por la herida en el cabeza verbaliza un pensa-
miento de plenitud mientras que, lejos de la desesperación, el rostro refleja una serena felicidad
de quien por fin, él, todo, está bien. Y, sin embargo, más que satisfacción se percibe en Accattone
el alivio contextual de que, por fin, todo, el sinsentido errante de su vida, ha acabado. La imagen
del cadáver de Pasolini trasmite su evidencia última de que todo solo puede ir a peor. Es una de
las víctimas intolerables de la intolerancia profunda del nuevo fascismo que alumbra la segunda
mitad del siglo XX y plenamente operativo en el XXI: el fascismo de la tolerancia. Con el gesto
anónimo e instintivo de los talibanes en todas las épocas han destrozado su cara, para que no
mire, para que no diga más, después de haberle dejado decir (casi) todo lo que quería, natural-
mente.

Al espectador de la intensa y brutal Saló, al lector de los Escritos corsarios y Cartas lutera-
nas, le invade la sensación de que no hay salida, que se ha llegado al final de un proceso. Pero
esto no quiere decir, en su caso, agotamiento sino plenitud creativa, que todas las energías vita-
les están siendo tensadas hacia lo que ha sido el punto de fuga existencial: esperar sin esperanza.
Él emplea dos palabras para definir el proceso, ese “avanzar a través de oposiciones”: “contra-
dicción” y “oxímoron”. Es la metodología del (auto) excluido que toma de sus arquetipos míticos,
en especial de Edipo. Su actitud de rechazo como temple existencial va más allá de las opciones
concretas respecto a las que se está constantemente pronunciando. Se inscribe, más bien, en
ese 1hecho (no sé si biológico antes que cultural) que refleja Saramago al comienzo de El cerco

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Texto enviado a la revista Shangrila para el monográfico sobre Pasolini.
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de Lisboa: el mundo se divide entre los que dicen sí y los que dicen no. O en sus propias palabras:
“el rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los pocos que han hecho la historia son aquellos
que han dicho no”. ¿Se puede hacer una historia que no sea la de los vencedores o vencidos, sino
de la contradicción y el oxímoron? En otras palabras ¿Cómo es posible una historia entendida
como ejercicio de la libertad pero en la que las cartas están ya marcadas? ¿Cómo seguir siendo
marxista en la conciencia de que se forma parte de las condiciones a eliminar? ¿Cómo ser “au-
téntico” sabiendo que se vive de aquello que se critica y de aquellos a quienes se critica? Todo
ello configura el drama del intelectual burgués de todos los tiempo ya que es precisamente la
burguesía, a la que dice odiar, y no el pueblo, al que se imagina amar, quien le da de vivir, siendo
la única con poder adquisitivo y nivel cultural para comprar su obra. Es difícil responder a este
dilema desde la historia sin caer en una parálisis y de ahí su recurso frecuente a la protohistoria,
al mito.

Esa rabia (biológica y cultural) que mezcla “ideas políticas y sentimiento poético”, que tiran
en direcciones opuestas, se traduce en una sensibilidad extrema por un presente que se niega a
reducir a la actualidad ya que se considera “una fuerza del pasado”. Pero, hay que recordarlo,
una fuerza “revolucionaria” del pasado, so pena de caer en la tentación de la sonrisa cínica de
Orson Welles cuando hace la cita. Merecería la pena un estudio aparte la forma espacial que
cobra esa tensión temporal: su predilección por los espacios vacíos, ese situarse entre lo origina-
rio y lo industrial que tiene uno de sus máximos exponentes en los planos y contraplanos de
Teorema, entre el desierto (telúrico) y la fábrica, en los desiertos de concreto de los nuevos ba-
rrios de la periferia, no en el caos vital y arquitectónico de los arrabales.

Teorema es una película clave como ejemplo de cine intransitivo en Pasolini. La irrupción
de lo elemental, bajo la especie de lo sagrado, implica (como apunta el padre, “viniste para des-
truir”) una forma de destrucción de la vida burguesa para la que no siempre hay alternativa.
Parafraseando a Rilke cabría decir que esa seducción, belleza, del ángel Stamp, es “terrible”. Si-
tuada en una encrucijada de películas los personajes del mito se encarnarán en el padre cuando
lo único que puede hacer en el desierto, desnudo, impotente, es gritar. Pero hay otro elemento
importante, además de estos, y es el apunte icónico de que lo sagrado es erótico y luego lo eró-
tico será sagrado. En Pasolini (en esta película) hay más una fascinación por la cabeza que por el
rostro, por la entrepierna que por el corazón de lo sagrado. Es uno de los resultados de leer a
Rimbaud, el de “hay que ser absolutamente moderno”, pero al hacerlo Stamp (en Pasolini vale
más el nombre del actor que el del personaje) ya avisa de que se trata de una belleza amarga
como las ortigas que ya solo es capaz de comer Betti, la santa.
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Esa tensión temporal se traduce en la importancia que tiene en el cine de Pasolini el espacio
bajo la forma de dos contrastes: los descampados y los rostros. Algo tienen en común: son el
último refugio de un aura deslucida. Los descampados son esas tierras de nadie, del límite en que
se encuentran el campo y la ciudad sin ser ninguno de ellos, como los emblemáticos de Mamma
Roma. Son las formas de la exterioridad horadada desde la que se presenta a Belén y Jerusalén,
a las ciudades africanas amuralladas, las ciudades cueva de los desiertos, siempre desde una dis-
tancia habitada. Junto a ello, su predilección por los espacios escultóricos: la sucesión de prime-
ros planos hace de cada personaje, por breve que sea su aparición, un ser único, recortado en el
encuadre respecto a todo, mirando fijamente al espectador. Así la galería de rostros del pueblo
que miran a la cámara en El evangelio según San Mateo, los aristocráticos de Yocasta y Medea,
Silvana Mangano y María Callas, cual bustos griegos arcaicos policromados.

En esos descampados se funden el remoto futuro y el remoto pasado creando un bucle


espacio temporal que alimenta un extraño presente: arrabales romanos y fragmentos del Tercer
Mundo. Las afinidades que cree descubrir Pasolini no dejan de suscitar perplejidad en sus habi-
tantes y eventualmente en el espectador. Las citas culturales en boca de Accatone suenan fuera
de lugar traicionado, más bien, las obsesiones de Pasolini. La asimultaneidad de tiempos hace
que maneje unas categorías que se están revelando obsoletas: él, hijo confeso de papá, burgués,
no quiere ser como los burgueses sino como los obreros (le molesta que le llamen turista de los
barrios bajos) pero hace tiempo que los obreros no quieren ser obreros sino vivir como los bur-
gueses. El “subproletariado” forma parte del mito por más que sea más actual que nunca la mi-
seria. Atrapado en ese intervalo de 1945 a 1975 la rabia de Pasolini surge de la contradicción de
vivir en un presente intransitivo. Hijo del neorrealismo ya no puede mantener su esperanza pero
toda su creación respira (se inclina en confesión última hacia el entrevistador, pide que corten)
la “nostalgia de la vida”. Es la que lo mantiene y le hace en última instancia escurridizo al tópico.
Quedaría muy bien aplicarle la famosa frase de Benjamin de que solo por amor a los desespera-
dos mantenemos la esperanza aunque ya no sea para nosotros. Quedaría muy bien, solo que no
tiene nada que ver, que uno de los mayores atractivos de Pasolini hoy día sigue siendo su carácter
de figura no ejemplar y, lo que es más llamativo, su nulo interés en suscitar en sus películas em-
patía con las víctimas que se muestran, incluido Saló. Lo que no deja de ser el verdadero escán-
dalo y no aquellos otros formalmente irreverentes, perfectamente asimilados hoy día en que
cuesta encontrar un verdadero escándalo en el arte.

Una de las cosas peores que le puede ocurrir a Pasolini es presentarle como una figura
auténtica dotado de una gran responsabilidad moral en su faceta como director. En la estética
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política de Pasolini los imperativos estéticos son políticos y no al revés: una fuente de confusión
en su momento y quizá todavía ahora. Ciertamente, a veces se presta a ello cuando cae en el
estilo de la época, rastreable hasta Godard y sus historias del cine. Es el caso de la primera parte
de La Rabbia: una penosa voz en off va desgranado en clave impostada, untuosa, clerical de iz-
quierdas, acontecimientos políticos en diversos países del mundo, con trenos de jeremíada. La
emancipación colonial en África, la revolución cubana, son vistas como signos de algo que cam-
bia, pero al “realismo” idealista soviético de las relamidas pinturas opone el desgarro de lo abs-
tracto. Pronto se cansa y se refugia de tanto malestar en una belleza terminal, más allá del “te-
nebroso” pasado y el “cruel” futuro. Esta belleza amable, irónica, de las “cosas”, de amor a la
vida en la más profunda desesperación por su rumbo, incapaz de mentir, de embellecerla, es una
de las claves de esa fuerza poética de la contradicción que anima la obra.

Esa fuerza no está (solo) en el pensamiento. Inútil buscarla en las sutilezas semióticas que
desgrana siguiendo la estela de su admirado Barthes. La contradicción es el horror al vacío del
pensamiento (al menos en la tradición occidental) pero es la esencia de la vida; el miedo a la
parálisis es aquí la evidencia de sentirse vivo: contradecir y contradecirse son la única forma de
desvivirse sin contravivirse. Vivir es contradecirse, avanzar por oposiciones incluso respecto a la
propia vida, la única forma de no restar (ya se encarga el tiempo) sumando instantes. Pasolini
reflexiona por qué ya no podría filmar Accatone, pero no se arrepiente de ello; se distancia, par-
cialmente, de la Trilogía de la vida que ya forma parte de ese consumo por su éxito comercial,
tan denostado. La transgresión del cuerpo desnudo es ya una mercancía. ¿Cómo diferenciarse
del vulgar “destape” que se avecina en las películas de finales de los años 70? Hay que cambiar
sin renunciar.

La vida es poesía en Pasolini, ciertamente, pero a condición de que no se reduzca a un


género literario, es poiein en sentido literal no literario, un hacer que transforma la realidad o su
percepción. ¿Cómo? Mostrándola. Ese es el componente no romántico ni posmoderno, sino mo-
derno, de Pasolini. La vida no es un amor, sino un profundo respeto, por la realidad, por las “co-
sas”, dejándolas que se manifiesten, algo que se impone en el arte ya desde comienzos del siglo
XX. Eso explica el compromiso pero también la distancia (incomprendida): el compromiso político
de Pasolini es un compromiso con lo real. El resultado es una obra entre el documental y la ficción
que sigue fascinando hoy día a los jóvenes directores de cine. Hay mucho director franciscano
hoy día, que filma de rodillas ante la realidad, la que hay, no la que le gustaría que hubiera, des-
pertando buenos sentimientos en la gente.

La fuerza poética no se traduce en metáforas, en fusiones que se prestan a confusiones,


sino en diferencias. Esa voluntad de diferencia tiene una palabra como estrella guía: libertad. Una
palabra desgastada pero fácil de entender en su biografía: Pasolini no teme contradecirse, es su
método, porque es la única forma de no contravivirse, pero necesita a cada momento la relación
con lo que él llama lo “concreto”. Y lo concreto es para él la imagen. Esa es la razón última de
que, frente a la polisemia, lo abstracto de la palabra, se incline por la poesía de la imagen. En
cierto modo, el cine, al principio un complemento en un mosaico expresivo, acaba representando
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la opción de una huida hacia adelante. Conviene puntualizar que no se trata de resucitar con ello
la ingeniosa pero inútil polémica de cine de poesía versus cine de prosa. Hace tiempo que esa
semiótica se ha revelado inoperante y los creadores actuales simplemente la ignoran. Más bien
se apunta con ello a algo común a esa generación como es el uso de la imagen poética. No es
solo que el cine tenga mediante ella una relación directa con la realidad, a diferencia de la pala-
bra, sino que la crea, en el pleno sentido de la palabra poiein, esta vez no ajena al primer roman-
ticismo. No transfigura la realidad sino que la representa (la trae a presencia, a presente) como
una aparición. Es pura fenomenología. De ahí el carácter de tableaux de muchas de sus escenas.
En ello juega un papel primordial la música, preferentemente barroca: la vulgar pelea entre Ac-
cattone y su cuñado se transforma en una escena sagrada por la música de Bach, mostrando que
lo real es siempre algo más que lo físico, precisamente porque surge de ello. Sus contradicciones
estéticas provienen de su convicción de que el ideal debe surgir de lo real, sin solaparlo, al tiempo
que una y otra vez choca con una realidad, con las “cosas” que van por otro lado. De algún modo
representa la tragedia perenne del destino. En el otro extremo del péndulo, Ninetto, la pura ale-
gría de vivir, en los gestos, en los saltos (sin un porqué, es puro porque, respuesta corporal) se
enreda con las preguntas, declara no haber leído poesía, bueno sí, la que le ha dedicado Pasolini.

La contradicción en Pasolini no viene generada por la presión de la diversidad externa sino


por la ausencia de ella. El fascismo político clásico no genera contradicción ya que provoca la
resistencia ante el ejercicio de la violencia directa, pero el fascismo del consumo sí (piensa él) ya
que suprime al individuo y es la auténtica homogenización total. Presto a satisfacer a todos es-
claviza más que el otro dispuesto a reprimir a muchos. Este no anula la capacidad de resistencia
aquél sí. No son las fuerzas contrapuestas lo que le desgarra sino la concentración de poder que
impide que se manifiesten. Pero este no es el discurso, ni icónico ni literario, habitual sobre el
totalitarismo. Pasolini, tan lejos cuando teoriza, tan cerca cuando filma, ha empezado a observar
impotente las mutaciones del fascismo cuya extensión padecemos ahora: que solo es peligroso
cuando se vuelve tolerante. Esa intolerancia de la tolerancia, cabe suponer, es lo que llevado al
límite parece empujarle en un acto de suprema lucidez desesperada a abandonar la lengua por
el cine e incluso la nacionalidad italiana gesto que, luego, se le antoja excesivo. Pero, al fin y al
cabo, “yo vivo entre las cosas e invento como puedo la forma de nombrarlas”.

Este es el tema principal de su obra escrita, las “cosas”, lo que realmente le preocupa, por-
que, como el destino (al que están sujetos también los dioses) no pueden ser cambiadas, sino
que nos cambian. Y este es el origen último de la contradicción: las “cosas”, no simplemente la
“gente”, han cambiado. Es, en su opinión, el núcleo del “genocidio cultural” que va desde 1945
a 1975. Y es también el motivo que le hace sentirse incómodo consigo mismo, ajeno a la sociedad
en que vive, y también le distancia inexorablemente de nosotros. Su reacción no es el silencio
distante, tampoco es la displicencia crítica del intelectual que dispara su opinión contra todo lo
que se mueve, sino un director poeta de “mala vida” que se mete en todos los charcos de la
política italiana y, puestos a sugerir remedios, recomienda que se elimine la enseñanza secunda-
ria y se cierre la televisión, algo más propio de tertulianos antes o después de una inmoderada
ingesta alcohólica. Y le dejan decirlo, pero es consciente, por otra parte, de que forma parte del
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ardid lampedusiano de los nuevos fascismos que, en el fondo, nunca cambian. Esa fuerza poética
de la contradicción, de la vida, de las cosas, hace que viva entre ellas, llevando una existencia
pendular

En 1975 Pasolini tiene la evidencia de algo que obliga a tomar con mucha cautela los inten-
tos, por lo demás inevitables, en toda conmemoración de destacar la “actualidad” de su obra.
Definitivamente se ha quedado sin futuro, aunque no sin público, se ha quedado sin los jóvenes.
No hay futuro, dice, todo lo más apocalíptico, y solo un pasado que fabula, que nunca existió,
pero por el que siente una irreprimible nostalgia. A juzgar por su trágica muerte podía pensarse
que esa ausencia de futuro se debería a la imposibilidad creciente de mantener esa actitud exis-
tencial de la contradicción. Más bien se trataba ya del comienzo de lo contrario, al ser asumida
por el sistema como parte de su política de tolerancia: un autor de culto, objeto de homenajes
institucionales y disecciones académicas. Pasolini era ya en esas fechas dolorosamente cons-
ciente de su “inactualidad”, precisamente cuando se pronunciaba sobre los acontecimientos más
actuales de Italia, apremiando inútilmente a sus amigos para que tomaran una postura más de-
cidida. Hoy día, esos mantras sobre la sociedad del consumo, a añadir los previsibles sobre la
sociedad del espectáculo, serían recibidos como los de un cascarrabias trasnochado del situacio-
nismo. Pero, también es cierto que hay otras posibilidades en su obra, como apuntaré.

El problema de la inactualidad de Pasolini está precisamente en que han cambiado nueva-


mente las cosas. Se trata de sociedades complejas que requieren análisis complejos, mientras
que él todavía se mueve, inevitablemente, en el esquema de las sociedades simples: burguesía,
capitalismo, fascismo…Toda una serie de etiquetas que no valen ya para comprender sociedades
que las han asumido convirtiéndolas en publicidad comercial. Sociedades en las que la contradic-
ción es su entraña misma. Pero sí queda algo que se suele pasar por alto, generalmente, en esos
esfuerzos de actualización: el estilo.

Si hay algo que reivindica constantemente Pasolini, al mismo tiempo que su carácter de
fuerza del pasado, es su condición del más moderno entre los modernos. Quizá este énfasis se
debe a que reúne las dos modernidades: la clásica
y la estética, tradicionalmente opuestas. En ambos
casos esta palabra no tiene aquí nada que ver con
la novedad y el cambio sino con algo mucho más
profundo para él. Interesa detenerse en ello ya que
puede parecer que es simplemente un crítico del
presente en evolución con una añoranza del pa-
sado. Pero, y esto es lo decisivo, Pasolini no intenta recuperar el mito que fue sino explorar el
mito que somos y del que venimos. Por ello, lo vamos a ver, siempre procura situarse en sus
películas sobre los grandes mitos en esa tierra de nadie que es el espacio entre el pasado y el
presente. Ahí reivindica lo que a su juicio es el auténtico espíritu de la modernidad: unir desarro-
llo y progreso. Su disociación es lo que critica una y otra vez y es uno de los mayores legados al
cine contemporáneo cuya influencia se puede rastrear (lo ha reconocido él mismo) en directores
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aparentemente tan alejados como Wang Bing. Esto es lo que constituye el “estilo” Pasolini: un
modo peculiar de sentir a través del cine lo que empieza a ser ya muy difícil precisar a través del
concepto: lo real. Ese estilo tiene un método que consiste en seguir varios caminos. Uno lleva a
otro.

¿Qué camino empieza cuando el viaje ha terminado? Es quizá la pregunta que el espectador
se hace cuando acaba Uccellacci e Uccellini. El cuervo plasta (un intelectual de izquierdas) reco-
noce mohíno que “ha pasado ya la época de las ideologías”. Insiste en querer conocer adónde
van. No es la pregunta correcta. Ya no es la meta ni el horizonte lo que define un viaje devenido
en camino. Esta película escenifica la transición que no solo está viviendo Italia sino la sociedad
europea: ya no se trata del viaje a un mundo mejor sino del camino en que a la gente le vaya
bien. La ideología buenista franciscana se corta cuando intentan lo imposible: reconciliar halco-
nes con gorriones. Acabará pagándolo el cuervo. El cielo infinito no es ya el marco de la plenitud
sino del ir tirando aprovechando las alegrías de la vida, como la generosidad de la puta amable
al borde del camino, tras lo que deciden, muy sensatamente, comerse al cuervo. Esa es la parte,
de confianza última en la vida (la que permanece en el fondo, a pesar de todas las dictaduras) los
saltos de Ninetto, su cascabeleo alegre aliviando la tragedia de Edipo, el coito gozoso en la Trilo-
gía de la vida, a pesar de la Iglesia y los poderes, la risa estruendosa de los muchachos de los
arrabales casi siempre sin blanca. No hay futuro, no hay esperanza, pero queda presente. Pasolini
es latino, mediterráneo, y junto a la tragedia siempre queda Rabelais, el placer primario de la
vida.

Esa voluntad de presente es conse-


cuencia de un fatalismo social cuya raíz es
intemporal y ha sido narrado por el mito.
Mamma Roma es un ejemplo de ello. Ana
Magnani funde su rostro con el de las
grandes actrices trágicas Silvana Man-
gano y María Callas. Pero ellas, como la
Pentesilea de Kleist, no quieren la trage-
dia grata al público sino las alegrías do-
mésticas, que les son negadas. ¿Qué es lo que quieren las tres? Una familia, solo eso. Por ello el
emblema de la película no acaba siendo el rostro crispado de la actriz, tantas veces repetido, sino
algo más humilde y que Pasolini se demora filmando: un zapato, el zapato, cuna, casa, barco,
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tumba. Puesto en el pie es el camino, la calle; quitado, el descanso, que todo al final está bien.
No se le concede. Por eso lo convierte en débil arma arrojadiza. Los nuevos pisos en el bloque de
viviendas deshumanizado son el futuro, pero el escenario preferido acaban siendo los descam-
pados entre los nuevos edificios de la ciudad al
fondo y un campo que se adivina; en medio, por
donde deambulan, unas ruinas gigantescas. Son
lugares de nadie donde pueden ir y estar, tierras
baldías. Es la intemperie de donde se viene y de
la que no consigue resguardar el nuevo piso.
Ante el destino no cuentan ni las buenas inten-
ciones ni las obras. Ettore es como Edipo un hijo
del destino, maldito por sus orígenes, toma el mal camino aunque no quiera, simplemente por-
que no ha tenido a nadie desde pequeño a su lado, se lamenta su madre. En una emotiva escena
Pasolini le presenta como un Cristo atado en las cuatro extremidades y extendido sobre una
mesa. Mientras agoniza llama a su madre, promete portarse bien, mira desesperado a la ventana
con rejas y muere. Suena Vivaldi. Es la película que gustó a todos: final trágico, buenos sentimien-
tos, morbo de los bajos fondos, un casi inocente raterillo muere por culpa de la situación, en
general, todos, nadie, tienen la culpa.

Nuestro ateos son gente piadosa decía el genial Stirner y así ocurre en esa forma que tiene
Pasolini de tratar lo religioso de forma laica y lo laico de manera sacra. Pero la ecuación sería
armónica a no ser porque El evangelio según San Mateo tiene como contrapartida la astracanada
de La ricota. Si el primero es recomendado hasta por la Iglesia, quizá por los numerosos textos
sagrados recitados sin descanso, por la rara piedad, el segundo roza la blasfemia en sus compo-
siciones de la crucifixión y el descendimiento para diversión de una burguesía ociosa, cediendo
todo el protagonismo a un extra buen ladrón que acaba muriendo en la cruz... de indigestión. Lo
que le interesa a Pasolini del cristianismo originario en la película es su carácter social y popular
potenciado con la presencia de actores no profesionales y figurantes recién sacados de sus rús-
ticos oficios. En Teorema la aparición de ese Jesús del sexo cambia la vida de todos. Las dos pelí-
culas comparten, más que la esperanza, la nostalgia de una venida que cambie, si no la sociedad,
la vida individual. El método icónico de Pasolini no consiste en sacralizar lo popular sino en en-
contrar lo sagrado en lo popular. Un punto de intersección de ambos se encuentra en la esplén-
dida secuencia de los Reyes Magos. Acostumbrados a la magnificencia de los personajes en la
tradición, al exotismo en el atuendo con que Pasolini viste a las figuras de la realeza, aquí no
encontramos nada del tópico, ni siquiera en la convencional representación de razas, solo unos
hombres a lo que les ha cabido la inmensa suerte, no solo de ver lo divino en una cueva, sino de
tomarlo en su brazos. Una muestra más de ese catolicismo arcaico, desmitificador, sobre el que
ironiza su escudero de ocasión Orson Welles.

Edipo es, a su manera, otro Cristo sufriente. Pasolini se representa como uno de los figu-
rantes que piden audiencia a Edipo, el personaje, la máscara por excelencia de la contradicción
en la tragedia griega: huyendo de su destino lo cumple, realizando su voluntad se hace acreedor
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de una culpa que decidieron otros pero que asume. Edipo es el exiliado de sí mismo, incluso
cuando cree saber quién es aunque, como le dice su madre Yocasta, “pobre Edipo puede que
nunca sepas quién eres”. Egoísta, incluso narcisista, se ciega cuando sabe la verdad que no re-
suelve el enigma de su existencia, se exilia asumiendo la condición del ser contradictorio: un errar
consentido sinsentido. Y lo hace, no por él, sino por amor a una sociedad en la que siempre será
un extraño de acogida temporal.

Edipo Rey tiene la estructura del bucle espacial que es la forma de la errancia temporal.
Comienza y acaba en dos presentes cuyo flashback es la narración del mito: panorámica de los
árboles, desierto y prado, luz cegadora que mana de una oscuridad ominosa. Este mito alberga
toda la modernidad ya que expresa la causalidad de la casualidad, la intencionalidad de efectos
inintencionales. Esa contradicción, esa voluntad absurda de existencia que se vuelve contra sí
misma tiene en Edipo una expresión corporal en el pasado y el presente: morderse a sí mismo.
A diferencia del expresionismo decisionista, del pathos existencialista, del radicalismo sesentero
(memorable en los diálogos la carnicería que hace en Porcile de La Chinoise) no corta el nudo
gordiano de la contradicción sino que la muestra palpitante alimentándose de su corazón en Me-
dea: “los problemas no se resuelven, se viven”, dice en Apuntes para una Orestíada africana.

El recurso de Pasolini al mito en su cine, trenzado a lo largo de su filmografía con otras


películas, presenta una singularidad notable desde el punto de vista filosófico, estético y político.
Pasolini no se limita a filmar sino que los personajes hacen al comienzo toda una declaración de
principios. Tal sucede en Medea. Se entiende mejor por contraste. Lo habitual en la generación
del 14 en el siglo XX es el giro al mito desde el pensamiento por la crisis de la modernidad enten-
dida como época de la razón. De esto se nutrirá luego el tópico posmoderno. La singularidad de
Pasolini es que, desde el comienzo, elige el mito, no como crítica o huida de la modernidad sino
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precisamente por ser moderno. Lo que para él implica la pasión de la realidad, es decir, de la
contradicción. Las palabras del sabio centauro al comienzo de Medea así lo atestiguan: “solo el
mítico es realista y solo el realista es mítico”. Lo que narra el mito y expresa el rito son, dice
Pasolini, experiencias concretas de la vida cotidiana. De ahora y de entonces. En su imaginario se
funden los arrabales de Roma con los exteriores de las ciudades africanas del desierto. Esa fusión
espacial es la manifestación de un bucle temporal: mito y presente no se anulan sino que se
retroalimentan. El mito no es, entonces, solo (porque también lo es) un refugio de huida román-
tica sino un ideal que introduce un elemento idealista en su posicionamiento crítico respecto al
presente. Pasolini no documenta el mito en sus películas sino que introduce variantes sustancia-
les respecto al mismo impuestas por las necesidades del presente, por su propia condición exis-
tencial de la contradicción, que le impide acabar con un final feliz. Así con Medea, que perece en
el incendio por ella provocado, en vez de alejarse en el barco una vez consumada la venganza,
como refiere el mito clásico.

Esta singularidad filosófica tiene su trasunto


en la estética. Reconoce Pasolini, al advertir la esté-
tica bizarra de las indumentarias, su tendencia al es-
teticismo, al encontrar, fabricando, lo bello. Está os-
cilando continuamente al mostrar lo moderno que
hay en el mito y el mito que hay en lo moderno, te-
niendo como emblema la metamorfosis de la figura
del centauro: fuerza de la naturaleza y divino razonador. La naturaleza, según él, desaparecerá
cuando solo sea algo natural, pero la razón solo será razonable cuando se siga alimentando de lo
originario, de la desnudez del desierto en la que ambienta estas películas. La imponente arqui-
tectura de esas ruinas habitadas, hechas de la tierra, que gusta filmar, se confunde con las mo-
radas en las cuevas de la roca. Ahora bien, en la eterna dualidad de physis y nomos Pasolini pre-
fiere reunir las dos sin optar exclusivamente por una de ellas. El mito es naturaleza y razón. No
hay tampoco huellas del tópico consistente en el paso histórico del mito al logos.

En el mito busca el origen de una democracia que no acabe en tragedia. En sus Apuntes
para una Orestíada africana se encuentra uno de los mejores ejemplos que resume lo anterior a
la vez que apunta a la dimensión política del mito en Pasolini, sus posibilidades pero también sus
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límites. La narración mítica actualizada tiene los caracteres


de un rito en el que la verdad se cumple, es, gracias a la poe-
sía, a su poder transfigurador, a su carácter de poiein: la ver-
dad que actúa. Los límites de este documental poético no
están solo en las posibles reservas del espectador ante esa
narración “democrática” de la Orestíada, de la interpreta-
ción ritual de las Furias transformadas en Euménides por
mediación de Atenea (lo irracional en lo racional) como
oportunidad de la democracia para África, de tomar a Kampala como Atenas y la Universidad
como el templo de Apolo, sino de que, a pesar de su intención de hacer una película “profunda-
mente popular”, los futuros artífices de esa democracia no dejan de mostrar su perplejidad ante
esa relación entre mito europeo y realidad africana. ¿No os sentís un poco como Orestes?
Bueno… la cortesía incómoda ante ese europeo que les explica lo que es África precisamente a
ellos se palpa en el ambiente. Pasolini reconoce que en el progreso democrático de esos países
africanos anida también el neocapitalismo. La diferencia con las sociedades complejas es que
aquí mito y rito están disociados.

Pero el intento de Pasolini va más allá de lo que fue esa dialéctica negativa con que lo
abordó la izquierda y busca transformarse (con toda la ingenuidad que se quiera) en una pro-
puesta afirmativa: la democracia está enferma pero es lo mejor que hay. En cierto modo es una
réplica a través de las imágenes de la Dialéctica de la ilustración de Horkheimer y Adorno cuando
afirman “el mito es ya Ilustración; la Ilustración recae en mitología”. En las películas de Pasolini
se busca conciliar, sin una síntesis que anule, la contradicción del ser humano entre lo irracional
y lo racional, sin poder desprenderse de uno u otro, a riesgo de dejar de ser humano, aprove-
chando lo mejor de ambos. El intelectual no debe cometer la “traición” del conformismo negando
o resolviendo la contradicción a costa de uno de sus ingredientes. Y eso es lo que, paradójica-
mente sucede en alguno de aquellos intelectuales de izquierdas. Aunque pueda haber una crítica
a la razón instrumental, sin embargo, la razón, simbolizada por Atenea está en Pasolini indisolu-
blemente unida a la democracia y es quizá uno de los motivos por los que, a diferencia de otros,
el retorno de y a lo originario, a lo elemental, no está asociado peligrosamente al totalitarismo.

Si tenemos en cuenta todo esto, la considerada gran alegoría del totalitarismo, Saló, puede
ser vista de otra manera complementaria; si se permite inscribirla en el conjunto de su obra,
introducir el motor de la contradicción en ella y no condicionarla solo a una recepción paralizada
por el impacto del asesinato y, sobre todo, los comentarios del propio Pasolini que la han con-
vertido en un texto simbólico hermenéutico; si se tienen en cuenta las declaraciones de algunos
actores que en modo alguno advertían un Pasolini angustiado y tenso, ellos mismos encantados
de comer la mierda que, obviamente, era chocolate; si escuchamos que el ambiente de rodaje,
con tanto adolescente, estaba lleno de bromas y risas; si rescatamos, en fin, esa secuencia
desechada que según algunos abría o cerraba la película: el baile de todo el elenco, Pasolini in-
cluido, teniendo como fondo la canción “Il pinguino innamorato” del Trio Lescano; si esto es así
deberíamos admitir, al menos, que el plano oficial de la alegoría trágica tenía un contraplano
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(menos evidente pero con igual presencia) de comedia bufa. Algo, por otra parte, habitual en el
conjunto de su obra.

Reflexionar sobre todo esto es esencial ya que constituye un punto de contacto, no habitual
en otros casos, sobre la forma, no ya de recepción, sino de producción de las películas en aquella
época y esta: finaliza en los medios de comunicación, periódicos, televisión, entonces, redes so-
ciales, hoy día. De esta forma se enhebra un discurso icónico y literario homogéneo del que la
película, las imágenes, son solo una parte. El montaje no se reduce ya a la sala de montaje sino
que se continúa en la de prensa. Si se tiene en cuenta esto hay que reconocer que ahora jugamos
con ventaja y ayuda a mantener una distancia en la que no tiene lugar la proyección de lo literario
en lo icónico o, dicho en otros términos, no tiene lugar esa “fusión de horizontes” en que se
apoya la hermenéutica tradicional de raíz romántica.

Desde la perspectiva actual (no entonces) es un error trasladar, no la obra de Sade a 1944,
sino ambos a 1975, cuando se trata de tiempos y sociedades diferentes. El propósito es en lo
ideológico una tesis: el fascismo político tiene su continuidad en el fascismo de consumo que
conforma, a su vez, un fascismo cultural. El resultado en todas las fases del proceso es el mismo
según Pasolini: la anulación del individuo. En la película se pondría de manifiesto a través de la
tortura y aniquilación del cuerpo, la famosa tesis del consumidor consumido. Pero, ya a la altura
de 1975 (ahora es un disparate) es problemático hablar de “cultura de masas”, una categoría
sociológica acuñada en los años 20, pues comienza a ponerse en práctica lo que es una caracte-
rística de las sociedades complejas, es decir de las industriales aceleradas y posindustriales: el
“individualismo de masas”, para el que el máximo valor es el individuo “en la época de su repro-
ductibilidad técnica”, en la que el original es la copia. Es decir, ha cambiado, la sociedad, las “co-
sas”, pero parece que no cambian las etiquetas. Y, sin embargo, nunca hemos tenido tanto diseño
“personalizado”.

Ahora bien, si hay una obsesión que permanece inalterable en la obra de Pasolini, expre-
sada de una u otra manera, es la asociada, más que a la palabra, a las imágenes de libertad.
Libertad, lo hemos visto, para lo real, sin realismo. Pasolini tiene libertad para pensar, para escri-
bir, pero se está quedando sin libertad para mirar porque empieza, se queja, ya no haber libertad
para qué mirar. Este es el verdadero problema de esa generación. Todo es uniforme a la mirada
como conforme a la conducta. Esta ausencia de contenido tensa la forma hasta el punto de ha-
cerle incompatible géneros expresivos que hasta el momento lo han sido para él. Y este me pa-
rece que empieza a ser su verdadero drama desde hace años. Más allá de las “nuevas olas” y su
cine de la mirada, comienza a plantearse en el cine europeo (por la hegemonía de lo audiovisual)
la necesidad de salir del bucle de imágenes de imágenes y no de cosas; se postula el imperativo
de volver al mundo originario de la mirada no contaminada. Ya no encuentra en la juventud de
los 70 la mirada fresca de la juventud de los años 60 y vagabundea por un mundo viejo sin ser
antiguo. Este mantra de la vuelta a lo originario en el cine, a La mirada de Ulises (Angelopoulos),
se va a repetir de distintas formas en varios directores durante un par de décadas. Otro mito.
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Pasolini comienza a experimentar el tormento de Sísifo, de Edipo, de que en adelante solo


va a ser posible la experiencia de la libertad en la pérdida de la misma. Pero no por oposición
cerrada sino por asimilación. En otras palabras, lo que a Pasolini le aterra es que vislumbra una
sociedad mediocre en la que, confiesa, el artista es también un ser mediocre. Y él no va a ser una
excepción. Su fijación por el consumismo como su mayor enemigo tiene un componente personal
importante de cara al (su) futuro: no es un enemigo directo, simplemente pasa de él, consume
otra cosa, es el final de un cine, de una manera de hacer las cosas. El consumista no lucha contra,
va a otro sitio, consume otra cosa. Es lo peor que le puede pasar a ese tipo de intelectual, que le
ignoren, le orillen, pasen de lado, sin molestarse siquiera porque no se dan por aludidos. Es la
forma de actuar del capitalismo “salvaje”.

Bien es cierto que la película no puede separarse de los escritos de esa época donde deja
bien claras sus intenciones. Otra cosa es que lo perciba el público. Porque, aunque acaba de elegir
el cine como medio de mostrar la realidad (sin realismo) lo cierto es que la película tiene un
trasfondo literario indudable, y no solo el de Sade o Baudelaire sino su propia obra periodística.
Lo que Pasolini explica en las entrevistas es un panfleto, lo que las imágenes muestran es otra
cosa. Pero lo que las imágenes ofrecen entra en contradicción con la intención a la que supues-
tamente obedecen. El resultado es una gran ambigüedad que no se compadece con los propósi-
tos declarados de clara denuncia. Esto es de sumo interés no solo para entender su cine sino un
tipo de cine contemporáneo. El propio Pasolini confiesa que no intenta despertar un sentimiento
de piedad hacia las víctimas; que, de hacerlo, la gente se hubiera salido rápidamente del cine.
Todo lo contrario, se asiste el proceso de su degradación (connivencia, delaciones) antes de su
eliminación. Godard tildó de pornografía ese método en el que se muestra al mismo nivel el amor
y lo horroroso para despertar sentimientos edificantes en el público. Pasolini lo comparte con los
riesgos añadidos sobre cuáles sean sus verdaderos propósitos. El público reacciona ante la trans-
gresión formal de diversas maneras: escandalizado entonces, indiferente ahora. La “mierda de
artista”, ya sea en lata o en plato, no es que sea de mal gusto, sino que aburre, de puro repetida.
Saló, la película más emblemática de Pasolini, se ve con dificultad ahora, excepto para someterla
a una disección para una lección de anatomía académica, pero quizá eso también significa que,
de alguna manera, está muerta.

¿Queda todo entonces en una crítica intelectual y alegórica? Sin embargo, el cuerpo es
predominante aunque solo sea desde la perspectiva del placer de la tortura como forma, imper-
fecta, de satisfacer la tortura del placer. En ese momento la relación con el fascismo y el nazismo
ya se está sometiendo a una revisión en el cine. Baste citar el escándalo provocado por la película
Il portiere di notte (1974) de Liliana Cavani donde la relación sadomasoquista entre verdugo y
víctima es replanteada. No muy lejos de la frase pronunciada en Saló: “el refinamiento del liber-
tinaje es el ser al mismo tiempo verdugo y víctima”. El esteticismo acaba siendo una de las claves
de la película y las escenas del patio pueden considerarse como una recreación de El Bosco; las
paredes interiores están recargadas de pintura, incluso de “arte degenerado” como las de Léger,
en un sincretismo que no esconde la contradicción, de lo que ama Pasolini, los fascistas y lo que
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les disgusta. La escena del joven puño en alto antes de ser abatido es una réplica de la estatuaria
clásica.

Como he apuntado antes, la carga de reflexiones ideológicas sobre el fascismo capitalista


del consumo, la razón instrumental tecnológica, el futuro apocalíptico, no tienen ya cabida en la
dinámica intelectual de las sociedades complejas, tampoco las oposiciones entre concepto e ima-
gen, literatura y cine. Pertenecen al pasado. Pero, cabe insistir, su estilo sigue deparando sorpre-
sas. Pasolini era un superviviente para quien el elemento cómico era el contrapunto ineludible
de lo trágico. Lo que raramente se encuentra en los partidos de izquierda, no desde luego en el
puritanismo del partido comunista. Pasolini es siempre interesante cuando describe las contra-
dicciones de una vida y una obra de las que saca la fuerza creativa. El peaje a la época es la
dificultad del artista comprometido al que el compromiso con su arte le pone en contra de la
exclusividad que le reclama la ideología.

En ese sentido Pasolini, como Penélope, tiene que ser conocido a través de lo que teje,
pero también está destejiendo conti-
nuamente. El resultado es un Pasolini
que siempre busca estar a la altura de
su tiempo tomándole el pulso. Un
ejemplo puede ser muy ilustrativo y
revela cómo un motivo puede generar
en su órbita una diacronía en una sin-
cronía. Una de las obras más singula-
res, por minimalista, sigue siendo El
evangelio según San Mateo (1964). Aislada, es una cumbre en un cine de picos, pero es diferente
en un cine de teselas, un mosaico sin mapa previo, como es la obra de Pasolini. En su órbita ya
no está solo el esperpento de La Riccotta (1962), sino la otra película que genera mientras busca
localizaciones para ella: Comizi d'amore (1965). Es, probablemente, su película más interesante
para un tipo de cine actual en el que destaca el máximo de documental y un mínimo de ficción.
Lo que se busca en Saló ya está conseguido diez años antes con una calidad superior. Es la fuerza
de lo que Moravia llama “cine verdad” siguiendo el ejemplo francés. Pero es, sobre todo, la ex-
presión cumplida del estilo Pasolini: mostrar la contradicción como (en términos heideggerianos)
puesta en obra de la verdad. La encuesta que realiza en ella pone de manifiesto dos Italias anta-
gónicas, la del Norte y del Sur; una burguesía irónica pero que tomando a broma los asuntos más
serios, diciendo una cosa y dando a entender otra, buscando no comprometerse, ser confor-
mista; un mundo campesino de postales de Millet, en el que Angelus viene sustituido por la firme
convicción del labriego de que la mujer debe llegar virgen al matrimonio, porque así es la cos-
tumbre; que es bueno que sea un poco, al menos un poco, inferior al hombre, apostilla el gran-
jero; esas Italias contradictorias forman, sin embargo, se aegura, una única Italia.

Es la Italia, concluye Pasolini, de 1965 en la que el milagro económico no permite observar


trazas de un milagro cultural correspondiente por ninguna parte, a no ser los amigos y amigas
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ilustrados del director. La valentía de Pasolini está en preguntar no solo sobre lo que le interesa
sino sobre lo que le afecta personalmente, implicándose, pero como si no existiera, con ese pa-
réntesis moderno del sujeto a pesar de la voz en off. Son brutales por su ingenuidad las escenas
en las que tiene que escuchar las palabras “asco”, “repulsión”, “compasión” cuando pregunta
por los “anormales”, los “invertidos”, no emplea la palabra homosexual. Incluso desea a una mu-
chacha que cuando tenga hijos no le salgan así, es decir, como él. De vez en cuando aparece en
la pantalla la palabra AUTOCENSURA por las opiniones demasiado explícitas de alguno de los
entrevistados. El resultado, concluye, no puede ser sino “negativo”, “desmitificador”. Es el re-
sultado de la encuesta, pero finaliza poéticamente con un canto a esa vida alegre, inocente e
ignorante, sin piedad, absurda, que sigue generando vida, deseando lo mejor a una pareja que
se casa. Este tipo de vida simplemente se alegra de ser, de existir, y constituye el fondo inalterado
de su vida y su producción que impide, por muy gratificante que sea, condenarle al malditismo.
Lo último que Pasolini hubiera deseado es ser compadecido como víctima, él que no compadeció
icónicamente a ninguna. Si su actitud última pudo ser caracterizada como nihilista no hay que
olvidar (como afirmara de este tipo de nihilismo Camus) que se trata de un nihilismo latino, más
precisamente mediterráneo, no de la oscuridad anglosajona, sino de los países del Sur cegados
por la luz.

He comenzado con unas imágenes de


muerte. Acabo diciendo que lo más importante
ahora no es cómo murió sino cómo lo enterra-
mos. Al igual que Accatone, es posible que Pa-
solini tuviera también un sueño en el que veía
pasar el coche fúnebre llevando su féretro. Si se
le acompaña en una conmemoración quizá ha-
bría que tener, al menos, la atención de corres-
ponder a su súplica: enterrarle un poco más le-
jos de la tapia hermenéutica, al sol, no en la
zona de sombra. Siempre Citti, pero acompa-
ñado de Ninetto, su guía.
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