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El liderazgo solía ser, en tiempos previos a los que hoy vivimos, captación de adeptos,
aglomeración de masa, pronunciamiento de discursos ante multitudes, seguimiento
continuo en ocasiones enfermizo hacia el considerado líder. En el ámbito político es
donde surge este tipo de liderazgo. El otro, el de cantantes o actores de cine, ya entrada
la década de 1960, nos puso frente a la antesala de sociedades caracterizadas por la
exaltación de nimiedades.
Por un lado están los reputados miembros de los 24/7: sin descanso aparente, hay una
permanencia constante en las redes sociales. Por el otro lado, tenemos la gente que, con
una percepción que presumiremos no equivocada, exhiben y expanden hacia cualquier
extremo sus elegantes, famosas, exitosas y felices vidas. Claro que no este un intento
por cuestionar la infatigable búsqueda de uno por la felicidad, y menos si la hemos
buscado por naturaleza desde que existimos.
Lo que sucede, en cambio, es que se ha desatado una pretensión por colocarnos modelos
de superación que en nada han sido comprobados como materia que llena vacíos
existenciales. Tampoco es una discusión nueva. Entran así los ingredientes de la vida
perfecta. Todos enfocados en una difusión masiva en búsqueda de aprobación:
gimnasio, pareja, comida, fotografía tomada por sí mismo o ‘selfie’, bebidas
alcohólicas, y una lista interminable.
Hay, como en todo una lucha de contrarios, los del éxito aparente y los del fracaso o ira
ante la exhibición que le hacen desde allá. El blanco y negro.
Brevísimamente tenemos, quienes nos atenemos a observar, como buen agente neutral,
una tarea perfecta para plasmar en las letras los momentos de ‘jalones’ de moños de la
gente que trabaja en el brecherismo y la industria de la felicidad. Las plumas se exaltan
cuando percibimos que están a punto de comenzar las trompadas en el campeonato de
“Quien tiene mejor vida”. Y como buenos árbitros conviene aclarar y concluir con que
no hay nada bueno en ningún extremo.
Yo, en mis paseos solitarios por estas lides hostiles de las redes sociales, camino
despacio por la orillita sin acercarme a las fieras que vociferan su perfección con ánimos
de opacar mi prudencia. Hago, cuando es preciso los zig-zags que me protegen de los
bombazos. Con cara de idiota. Como alguien dijera alguna vez de las verdades de
Eduardo Galeano “hablando como si se hiciera el pendejo”. Anoto en mis neuronas todo
cuanto veo.
Dije en el primer texto que publique que uno no sabe para qué escribe; que García
Márquez lo hizo para demostrarle a un amigo que su generación podía tener escritores;
que escribir por moda es bueno. Esa carga motivacional hace que en mis divertidos
paseos por las redes sociales lleve conmigo una amplia red para que caigan en ella
temas para escribir. Este es el primero. Espero seguir teniendo esa dicha de pescador.
Que caigan en mis redes como en las del barco que llevó a Jesucristo mar adentro. No
pretendo, sin embargo, que toda la esencia me venga de aquí.
Seguiré observando mis presas como buen depredador. Cuando se encienda la chispa,
tiraré mis dedos en el teclado para inmortalizarla. Mientras tanto, dejo en mi
“Diccionario de disparates” un nuevo concepto, conocido de antaño: “brecherismo o
brecheo”. Acción y efecto de brechar. En algún tiempo aquí significaba acechar con
sigilo la intimidad ajena.
Pase lo que pase, si sigue con aires de triunfador el brecherismo, y con él la industria de
la felicidad, yo espero no perder mi empleo –que por cierto no tengo ninguno–, y seguir
como fino pescador. Aunque no haya con qué llenar el estómago, siempre que haya
gente habrá motivos para escribir. No quisiera tener que dar a luz “Brecherismo
cibernético en la industria de la felicidad 2”, pero ya saben cómo es el dominicano de
pedante y chismoso–ojo, no hablo de mis lectores ni amigos–. De seguro me tocará
asistir como buen observador y tirar sutilmente mis dedos sobre un teclado. Ya
veremos.