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Y por el extenso valle de la libertad se fue. Con ella, no se fue nadie. Ningún otro ser
decidió atarse a las cadenas de su destino. Era contrasentido ir a lo desconocido. Por
eso, para los demás era como lanzarse por el precipicio. Así como en la concepción
planetaria del medioevo. Con una tierra plana y gobernada en los extremos por
monstruos enormes, ningún mortal desafiaba esa realidad aun no conocida, pero sin
necesidad de examen, absoluta.
Se sentía como águila frente a gaviota. Nunca con vuelo bajo. Toda analogía tendía
acertar. Del tipo fuera. Y tratándose de una presumida loca, aceptó cualquier
comparación. Con cualquier amenaza sus esquivos a las fieras de la libertad, ella se
defendía. No le fue como al “libre”, de Nino Bravo. Ella sí tenía casi veinte años, o ya
los tendrá, no me acuerdo. No cayó “tendida en el suelo”, y escuchaba la voz que la
llamaba. Pero desde su destino. No desde el camino que había dejado.
En el trayecto, quedaba yo, como un obrero de compañía eléctrica. Aunque la ataba, las
cuerdas sujetaban toda su cintura. Y ella, pensaba haberla cortado. Pero no. Nunca se
quebró el vínculo de sujeción. Preciso, de una sujeción de nobleza, no de apremio. De
tal modo que soltaba del hilo invisible entre los dos. Avanzaba inconsciente hacia su
territorio. A pesar de toda lo que había andado, seguía siendo objeto de un contacto
invisible.
¡Ah! ¡No! ¡Me equivoqué! Son dos cuerdas: una la ata a ella; la otra, a mí. Yo también
avanzaba, y también estaba sujeto. Y ¡Qué tal! Justo cuando bajaba el telón; justo
cuando el relato acariciaba el ocaso, un dedo. No, mentira, dos dedos, suavemente
tocaron mi hombre. Giré y ahí estaba: ella. Su saludo fue: ¡Sorpresa! el contacto no es
invisible. Ambos estamos unidos, y ¿Adivina qué? Te llevé hacia mí. Ya no estás en el
teatro! Tu cuerda, más bien mi cuerda, te trajo aquí: A la libertad.