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30/3/2018 Huellas - Huellas N.

1, Enero 2012 - El mayor espectáculo después del BIG BANG

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Huellas N.1, Enero 2012 ARCHIVO

CULTURA / Ciencia y fe PÁGINA UNO

El mayor espectáculo después del BIG BANG EDITORIAL

BÚSQUEDA AVANZADA
Marco Bersanelli REDACCIÓN

SUSCRIPCIONES
Los cielos pregonan la gloria de Dios. Toda la realidad alaba al Creador, desde el
resplandor primordial al imponente perfil de las montañas. ¿Y el hombre? Una PUBLICIDAD
Regresa al sumario nada minúscula, pero «coronada de gloria y dignidad». Un astrofísico, cuyo oficio
Huellas N.1, Enero 2012 es investigar sobre el origen del universo, interviene en el Pontificio Consejo para
los Laicos sobre el tema «¿Quién es Dios?», hablando de sí mismo, de su trabajo
y de esas motas de polvo sobre la mesa…

La pregunta “¿Quién es Dios para ti?” implica la vida entera: la familia, las
amistades, los deseos, los intereses, el trabajo. Como se me ha pedido, partiré de
la experiencia de mi trabajo cotidiano para tratar de responder a esta pregunta.
Mi trabajo es algo peculiar. Me dedico a la investigación científica en el campo de
la cosmología, la ciencia que estudia la estructura y la evolución del universo en
su conjunto. Desde hace años, con muchos compañeros y amigos diseminados
por todo el mundo, estamos estudiando “la primera luz aparecida en el universo”:
se trata de la luz primordial emitida en los momentos iniciales de la expansión
cósmica, antes de la formación de las galaxias, de las estrellas, de los planetas, y
de los propios átomos que constituyen nuestro cuerpo. Desde hace veinte años
estoy involucrado en el proyecto más ambicioso en este sector, el satélite Planck
de la Agencia Espacial Europea, lanzado al espacio el 4 de mayo de 2009, y que
se encuentra en una órbita a un millón y medio de kilómetros de la Tierra. Gracias
a instrumentos de altísima sensibilidad, enfriados a temperaturas cercanas al cero
absoluto, Planck observa este débil resplandor que proviene de los confines del
espacio-tiempo, que llega a nosotros después de un viaje de casi 14 millardos de
años y que nos permite reconstruir una imagen del universo recién nacido con un
detalle sin precedentes.
La vastedad del universo, que la ciencia contemporánea nos pone frente a los
ojos, nos deja sobrecogidos: millardos de galaxias, cada una compuesta por
millardos de estrellas, distribuidas en un espacio cuya profundidad se mide en
millardos de años luz (¡y cada año luz es de alrededor de diez mil millardos de
kilómetros!). Pero mucho antes de la llegada de la cosmología moderna, el
hombre ya vivía una relación extraordinaria con el universo.

Una fascinación misteriosa. Todas las civilizaciones antiguas han estado


profundamente marcadas por la fascinación misteriosa del cielo, y han advertido
en la esfera estrellada el vértigo, la inmensidad, la belleza de lo creado. También
nuestra tradición bíblica es riquísima en símbolos y referencias astronómicas: “los
cielos” se citan a menudo cuando se habla de Dios. Así hoy, ante los espacios
inconmensurables de la cosmología moderna, objeto de mi cotidiano trabajo de
investigación, no puedo dejar de preguntarme: en este universo inmenso, ¿quién
es Dios? Y, ¿quién es el hombre? ¿Cómo nos introduce en estas preguntas y las
ilumina nuestra tradición judeo-cristiana? Al escrutar la bóveda celeste con la
simple mirada, el antiguo pueblo hebreo se dio cuenta muy bien de la
desproporción que subsiste entre la naturaleza humana y la inmensidad del

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cosmos. Las palabras del Salmo 8 – a mi parecer – siguen siendo hoy
insuperables a la hora de dar voz a esta desproporción, incluso dentro de la
sensibilidad que nos otorga nuestra visión actual del universo:
«Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has
creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para darle
poder?» (Sal 8, 4-5).
¿Qué soy yo?, ¿qué es el hombre en este “desmedido espacio” de la creación?
Una mota de polvo. En esta inmensidad del cosmos el hombre es “apenas nada”.
La ciencia moderna, bien lejos de redimensionar esta desproporción, la amplifica
formidablemente. Pero el Salmo 8 evidencia enseguida la otra vertiente de la
paradoja propia de la condición humana:
«Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,
6).
El hombre es una partícula infinitesimal en el universo, sin embargo cada ser
humano, el yo de cada uno de nosotros, es el punto vertiginoso en el que el
universo se hace consciente de sí. Sobrecoge pensar en la pequeñez del hombre
y al mismo tiempo en la grandeza de su naturaleza, comparable solo con el
infinito. El hombre es la autoconciencia del cosmos.
Me impresionan estos pasajes del Antiguo Testamento en los que la inmensidad
del cielo se usa como imagen de la grandeza de Dios, como signo de la
desproporción estructural entre Dios y el hombre, como emblema de Su
misericordia infinita:
«Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los
vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,9).
La enormidad de las dimensiones cósmicas que emergen hoy de la ciencia
realzan más aún la fuerza de esta comparación. Si bien maravilloso, el universo
en el Antiguo Testamento es siempre indicado como un “signo”, una “imagen”,
una “analogía” de su Creador. Hay una distinción fundamental entre la creación
(el universo) y el Creador (Dios). Las cosas, de hecho, no se hacen por sí
mismas.

¿Cuestión de equilibrio? Recuerdo que una vez, hace muchos años, pasaba
por una situación difícil. Acababa de regresar a Italia después de unos años de
estudio en EEUU y había iniciado junto a otros el proyecto que después se
convertiría en el Plank. El trabajo era muy intenso, a menudo tenía que viajar y
estar lejos de mi casa largos periodos de tiempo. Mi mujer y yo teníamos un niño
pequeño, nacido en América, y al regresar a Italia nació nuestra segunda hija.
Entre tanto, había empezado a dar clase en la universidad. En resumen, no me
veía capaz de responder a todo lo que la vida me pedía. Un día tuve la suerte de
ver a don Giussani, al que le conté mi situación y le pedí que me aconsejase
sobre cómo encontrar un equilibrio, un justo compromiso entre mi responsabilidad
familiar, las exigencias de la investigación, la enseñanza, etc. Al cabo de unos
segundos de silencio, me miró y me dijo: «No, no es un problema de equilibrio.
Tienes que darte cuenta de que, cuando te relacionas con tus hijos y tu mujer,
cuando te relacionas con tu trabajo y tus investigaciones, con tus alumnos, con
tus amigos, te relacionas con Cristo». Luego se sacó un pañuelo del bolsillo, lo
pasó por la mesa y me lo enseñó diciendo: «¿Ves estas motas de polvo? Hasta
estas motas de polvo, en última instancia, vienen de Él».
Aquel diálogo me impactó profundamente. No resolvió de golpe mis problemas
(de hecho, con el paso del tiempo la complejidad de la vida ha ido en aumento),
pero me ofreció una mirada nueva sobre las cosas, introdujo una mirada que
poco a poco fue creciendo en mí. «Todo, en última instancia, viene de Él». La
realidad no se hace por sí misma, cada cosa es dada, es creada ahora. Entender
esto marca la diferencia. Nuestra razón accede más fácilmente a la naturaleza de
la realidad como “creada”, “dada” ahora, cuando parte de una experiencia
sensible, que todos podemos experimentar: mi yo existe en este instante.
Utilizando otra vez las palabras de don Giussani: «En este momento yo, si estoy
atento, es decir, si soy una persona madura, no puedo negar que la evidencia
mayor y más profunda que percibo es que yo no me hago a mí mismo, que no me
estoy haciendo ahora a mí mismo. Yo no me doy el ser, no me doy la realidad que
soy, soy algo “dado”. ...yo soy Tú que me haces» (El sentido religioso, Encuentro
1998, p 152).

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La sorpresa de la realidad. Esta es nuestra condición, la misma que
compartimos con todas las cosas a nuestro alrededor. Las motas de polvo, las
estrellas del cielo, cualquier galaxia o partícula del universo, el tiempo y el
espacio, cualquier criatura que pudiera pensar debería decir: «Yo soy Tú que me
haces». En última instancia, todo arraiga en el Misterio que llama a ser cada cosa
instante tras instante. De aquí proviene el asombro ante la presencia de la
realidad, sin el cual todo se daría por descontado, se reduciría a pura apariencia y
se vaciaría de sentido:
«Vanos por naturaleza todos los hombres que ignoraban a Dios y no fueron
capaces de conocer por las cosas buenas que se ven al Artífice, sino que al
fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las
lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo. Si,
cautivados por su belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja su
Señor, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó» (Sab 13, 1-4).
Uno de los aspectos más fascinantes que emergen de la astrofisica actual es la
evidencia de que la vida y nuestra misma existencia requieren el concurso de la
historia entera del universo para poder subsistir. Ya los antiguos sabían que la
vida humana depende del sol y de la lluvia, de la fertilidad de la tierra, del día y de
la noche, del sucederse de las estaciones. Hoy sabemos que la vida depende
también de los ciclos estelares, de las explosiones de supernovas, del ritmo de la
expansión cósmica, del contraste de densidad en el universo primordial, de la
estructura de las leyes físicas, del valor de las constantes fundamentales. Sin
todos estos factores (y otros muchos), sin una historia cósmica de 14 millardos de
años, no se daría la vida. Cuanto más conocemos el universo, tanto más
comprobamos que todos sus factores parecen contribuir a la posibilidad de que la
tierra albergue nuestra existencia.
En el Antiguo Testamento se encuentran referencias sublimes al universo (no sólo
a la la Tierra) como el lugar que alberga la vida, el ambiente creado para hacer
posible nuestra existencia.
«Él extiende los cielos como un manto, los despliega como una tienda para morar
en ella» (Is 40, 22).
El universo entero es el regazo de la vida que culmina en la milagrosa unicidad de
la criatura humana. Dios llama a cada uno por su nombre y le da una forma única
e irrepetible, plasmando su figura desde la profundidad del cosmos, en lo secreto
de sus entrañas, en el vientre materno.
«No desconocías mis huesos cuando, en lo oculto, me ibas formando, y
entretejiendo en lo profundo de la tierra» (Sal 138, 15).
A partir de mi experiencia, he tratado de decir cómo la relación con Dios alegra mi
trabajo cotidiano y la percepción de su objeto, que es el estudio del universo.
Pero a decir verdad, en mi vida la familiaridad con Dios no es en primer lugar fruto
de la investigación científica que tanto me apasiona. Es más bien el fruto de un
encuentro humano que tuve y que sigo experimentando hoy. “Dios” sería para mí
una palabra abstracta si no lo hubiera encontrado en Jesucristo mediante el
encuentro con testigos creíbles, fiables, fascinantes, en el seno de la Iglesia. Sin
el acontecimiento de esta humanidad cambiada, que continuamente me
sorprende y me corrige, ¿en qué quedaría mi mirada al universo? Sería quizás
más cínica, más insegura, más presuntuosa... ¿Y en qué quedaría mi relación
con mis colegas, mis colaboradores y mis estudiantes?, ya que cualquier trabajo,
incluso el mío, consiste sobre todo en la relación con las personas con las que se
trabaja. Y todavía más: ¿En qué quedaría el amor a mi mujer, a mis hijos y a mis
amigos? ¿Qué sería de mí?

El misterio y nosotros. Es conmovedor pensar que el Misterio eterno que crea


de la nada el universo a cada instante se haya interesado por nosotros hasta
hacerse una compañía humana para nuestra vida. Y, en esta perspectiva
cósmica, qué sobrecogedor es escuchar a Jesús, Rey del universo, decir: «Hasta
los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Lc 12, 7). ¡Qué ternura infinita!
¡Qué vertigo! Es este el carácter de Dios, el verdadero abismo: el cuidado que Él
tiene con cada uno de nosotros. «Para nosotros Dios no es una hipótesis lejana»,
ha escrito Benedicto XVI a los seminaristas el pasado 18 de octubre de 2010, «no
es un desconocido que se ha retirado después del Big Bang. Dios se ha
manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En
sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla».

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30/3/2018 Huellas - Huellas N.1, Enero 2012 - El mayor espectáculo después del BIG BANG
Intervención en la XXV Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos
sobre “La cuestión de Dios hoy”. Roma, 25 de noviembre de 2011

«Para nosotros Dios no es un desconocido que se ha retirado después del Big


Bang. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el
rostro de Dios»
Benedicto XVI

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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