Es posible transformar un lugar leyendo en él. Durante las vacaciones de
verano, una vez que el resto de la familia había salido para dar su paseo matutino, el joven Proust volvía a escondidas al comedor confiando en que sus únicos acompañantes, “muy respetuosos con la lectura”, serían “los platos pintados que colgaban de las paredes, el calendario donde la página del día anterior acababa de ser arrancada, el reloj y el hogar de la chimenea, que hablan sin esperar respuesta y cuyos balbuceos, a diferencia de las palabras de los seres humanos, no tratan de reemplazar por otro distinto el significado de las palabras que estás leyendo”. Dos horas completas de felicidad perfecta hasta que aparecía la cocinera, “demasiado pronto, prontísimo, para poner la mesa; y ¡si por lo menos la pusiera sin hablar! Pero se sentía obligada a decir “No puede estar cómodo así; ¿Y si le trajera una mesita?” Y para contestar una cosa tan trivial como “No, muchas gracias”, tenías que detenerte por completo y hacer volver desde muy lejos tu propia voz, que, escondida detrás de los labios, repetía sin sonido y muy de prisa todas las palabras leídas con los ojos; tenías que detener tu propia voz, sacarla fuera y, para decir como es debido “No, muchas gracias”, darle una apariencia de cotidianidad, una entonación de respuesta que había perdido. Sólo mucho más tarde de noche, muy después de la cena y cuando apenas le quedaban por leer unas pocas páginas del libro volvía Proust a encender su vela, exponiéndose al castigo si lo descubrían, y al insomnio, porque una vez terminado el libro, la pasión con que había seguido el argumento y sus héroes le impedía dormir y tenía que pasear por el cuarto o tumbarse, jadeante, y deseaba que la historia continuase, o deseaba saber al menos algo más acerca de los personajes que tanto había amado.
PROFESORA: MIRELLA R. ARROYO BARRIOS
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