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Amanecer desesperado

Despierto y me dueles, mujer,


me dueles con una canción
que me persigue y me acosa...
y tú no lo sabes,
sonríes como una bandada de pájaros al vuelo,
y al vuelo escapas,
dejándome solo otra vez.

Niña bonita, mi dulce sueño,


cada día estás más lejos,
más lejos tus ojos, tu boca, tu pecho...
ese cuerpo que anhelo entre mis sábanas y no tengo.

Escucho tu voz en invierno


y en primavera tu aliento
se acerca hasta mí
y me susurra al oído deseo y más deseo,
aun sabiendo que estas manos ansiosas
siempre quedarán solas,
solas de ti.

No sé qué tienes, amor,


pero eso quiero,
ese misterio infinito,
ese nido negado en tu corazón...
y te lloro, te lloro entre suspiros entrecortados,
heridas abiertas que no paran de sangrar
y van llenando la copa de mi tristeza,
una tristeza cada vez más larga, profunda y oscura.

De vez en cuando una luz,


un destello como una risa en un horizonte lejano,
al final de un camino que no acierto a encontrar,
que escapa con el viento del norte
y me deja tendido en el hielo de la angustia
que suena y resuena en esta triste balada que no me abandona,
águila cruel que me aprieta entre sus garras,
esperando el momento de dejarme caer entre peñascos y romperme,
romperme entero...

Y mientras tú estás ahí,


en ese paraíso soñado y perdido,
yo vivo tu recuerdo,
muero tu ausencia
y repito tu nombre en secreto.

—Karlos Gimenez

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