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6.

Desarrollo
de la personalidad
y del rol de género
David Cantón Cortés
José Cantón Duarte
M.ª del Rosario Cortés Arboleda

1. Perspectivas teóricas

La investigación sobre el desarrollo de la personalidad ha estado guiada


fundamentalmente por tres perspectivas: teorías de rasgos, teorías de esta-
dios y modelos contextuales del ciclo vital. El rasgo es una característica
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de personalidad que se mantiene estable en el tiempo y constante en dife-


rentes contextos; puede tener una base genética, y se manifiesta en el tem-
peramento temprano. La personalidad sería la expresión de estos atributos
inherentes; el modelo más conocido e investigado sobre su estructura es el
de los cinco factores o de los Cinco Grandes. Las teorías de los estadios se
basan en el desarrollo continuado y el cambio, dividiéndose el ciclo vital en
periodos de edad cronológica asociados a una determinada tarea evolutiva.
La personalidad consistiría en un proceso de maduración a través de una
serie secuenciada de fases en las que diversas fuerzas internas y externas
interactúan dando lugar a un comportamiento; el modelo más conocido es
el de Erikson. Finalmente, los modelos contextuales consideran la persona-
lidad como la expresión conductual de la interacción entre atributos inter-
nos y contextos históricos y socioculturales. Estaría influida además por las
transiciones a los roles propios de la edad, momento histórico e influencias
no normativas.
McAdams y Pals (2006) distinguían entre rasgos disposicionales (di-
mensiones de personalidad como extraversión), características adaptativas

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(patrones cognitivos y motivacionales derivados de los rasgos disposicio-


nales y de transacciones con el ambiente) e identidad narrativa integradora
(historias usadas para dar sentido a la vida). Es decir, que las diferencias en
personalidad se refieren a rasgos; a objetivos sociales, estrategias de afron-
tamiento, estilos defensivos, motivaciones y patrones de apego; y, final-
mente, a identidades (e.g., identidad narrativa) (Bates, Schermerhorn y
Goodnight, 2010; Rothbart y Bates, 2006). Siguiendo un enfoque de ciclo
vital, la investigación sobre el desarrollo de la personalidad se ha llevado a
cabo desde tres perspectivas diferentes: rasgos (estructura/contenido), siste-
ma del yo (dinámicas) y autorregulación (procesos autoevaluativos, rela-
cionados con objetivos, afrontamiento, creencias de autocontrol y autoefi-
cacia o regulación emocional).
El enfoque del ciclo vital pretende integrar estos campos de investiga-
ción, considerando que el desarrollo de la personalidad durante la etapa
adulta se caracteriza tanto por la estabilidad como por el cambio. Además,
las ganancias y pérdidas en el desarrollo de la personalidad y del yo se pue-
den abordar desde una perspectiva de evaluación de los cambios evolutivos
en cuanto a adaptabilidad y funcionalidad o bien en términos de modelos
de crecimiento (e.g., madurez del yo, integridad, generatividad) (Baltes,
Linderberger y Staudinger, 2006).
La perspectiva de los rasgos caracteriza a las personas en términos de
atributos fundamentales y disposiciones conductuales. Los rasgos disposi-
cionales son características amplias, internas y comparativas de individuali-
dad psicológica que explican la consistencia de la conducta, pensamientos
y sentimientos a través del tiempo y de las situaciones. Basados en la ob-
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servación y autoinformes, describen las dimensiones más básicas y genera-


les en que se perciben diferencias entre las personas (McAdams y Olson,
2010). La investigación se centra en la identificación de la estructura de la
personalidad, en las diferencias interindividuales y en la estabilidad longi-
tudinal. Es decir, concede gran importancia a la emergencia, mantenimiento
y transformación de la estructura de la personalidad y a las condiciones de
constancia y de cambio en las diferencias interindividuales.
La perspectiva del sistema del yo también se interesa por la estructura y
el contenido, pero su interés fundamental es llegar a comprender las diná-
micas de la personalidad. La persona se considera compuesta por diversas
estructuras dinámicas de autoconcepciones relativamente estables, como
creencias o cogniciones que constituyen componentes fundamentales del
yo. Diferentes contextos o situaciones activan subconjuntos distintos de
esta estructura de autoconcepciones.
Finalmente, la perspectiva de los procesos autorregulatorios hace referen-
cia a las capacidades y habilidades requeridas para supervisar la conducta
y la experiencia. Las conductas regulatorias para promover el crecimiento y

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la consecución, mantenimiento y recuperación del equilibrio psicológico en


un contexto de pérdidas relacionadas con la edad (el sentimiento de cohe-
rencia, continuidad y propósito en condiciones de cambio).
La discrepancia entre el número cada vez mayor de riesgos con la edad
y el mantenimiento de un funcionamiento adaptativo del yo (estabilidad
hasta una edad muy avanzada de los indicadores de bienestar, como autoes-
tima, control o felicidad y bienestar subjetivo) probablemente sea la prueba
más evidente del poder del sistema de la personalidad para enfrentarse a la
realidad. Para explicar esta discrepancia se han formulado tres argumentos
principales (Baltes et al., 2006). En primer lugar, el yo aplica diversos me-
canismos protectores que reinterpretan o transforman la realidad en benefi-
cio del mantenimiento o recuperación de los niveles de bienestar. En segun-
do lugar, el yo está muy interesado tanto por la continuidad como por el
crecimiento; se adapta incluso a circunstancias adversas como si nada hu-
biera ocurrido o no tuviera mucha importancia. Por último, los cambios de-
bidos al aumento de los riesgos podrían ser más crónicos que agudos y, por
consiguiente, no afectar repentinamente al yo, sino de una manera gradual.
En definitiva, la teoría e investigación actuales van más allá de la con-
traposición rasgos versus cambio, considerando que los propios rasgos
forman parte del sistema de la personalidad dinámica. Además, una carac-
terística básica del desarrollo de la personalidad que es la emergencia de la
estructura y de un sistema asociado de mecanismos de autorregulación que
intervienen en la adaptación. Se considera que la organización estructural y
la coherencia de la personalidad, el yo y los mecanismos autorreguladores
son una precondición necesaria para el ajuste adaptativo y el crecimiento.
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La personalidad asume una función ejecutiva o de orquestación en el mane-


jo de las ganancias y las pérdidas durante el desarrollo genético. Tiene una
gran capacidad para negociar las oportunidades y limitaciones del desarro-
llo debidas a la edad, el contexto histórico o las condiciones idiosincráticas.
Pero aparte de su estructura y contenido protector, es la disponibilidad de
una serie de mecanismos autorregulatorios lo que contribuye al fuerte po-
der adaptativo de la personalidad (Baltes et al., 2006).

2. Estructura de la personalidad

2.1 Rasgos temperamentales

El temperamento se refiere a diferencias individuales en reactividad y autorre-


gulación, determinadas biológicamente. Los rasgos temperamentales apa -
recen pronto, aunque dependen del desarrollo (e.g., la emotividad negativa
de los primeros meses se diferencia en miedo y cólera a finales del año) y

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conforman un elemento central de la personalidad relativamente estable,


sobre todo a partir de los 3 años. La base genética le confiere un mayor
nivel de estabilidad, mientras que la organización y actividad cerebral le
darían una estabilidad moderada, y los patrones temperamentales de con-
ducta se asociarían a una mayor probabilidad de cambio.
Después del concepto pionero de temperamento difícil (bajas ritmicidad
y adaptabilidad, estado de ánimo predominantemente negativo, alta reacti-
vidad emocional y baja distraibilidad a los estados negativos), se han pro-
puesto otros rasgos temperamentales más precisos, obtenidos a partir de
cuestionarios contestados por los padres. Los factores más generales en la
infancia son emotividad negativa, surgencia o extraversión, placer de alta
intensidad, autorregulación o control voluntario, y agradabilidad o adapta-
bilidad (Bates et al., 2010; Caspi y Shiner, 2006; Rothbart y Bates, 2006).
Los estudios basados en cuestionarios, tareas de laboratorio o la obser-
vación han informado de siete rasgos temperamentales de orden inferior
en niños de hasta 3 años (Caspi y Shiner, 2006): emociones positivas/placer
(tendencia a expresar emociones positivas y placer y excitación en las inte-
racciones), miedo/inhibición (retraimiento y expresión de miedo en situa-
ciones nuevas o estresantes), irritabilidad/cólera/frustración (excitación,
cólera y escasa tolerancia a la frustración y las prohibiciones), disconfort
(grado de reactividad emocional negativa a estímulos sensoriales irritantes
o dolorosos), atención (a los 4-8 meses nivel de atención a los estímulos
ambientales; mantenimiento de la atención y persistencia en la tarea a los
2-3 años), nivel de actividad, y tranquilización/adaptabilidad (capacidad
para tranquilizarse cuando se le reconforta; respuesta emocional moderada
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o adaptación rápida y tranquila a sucesos ambientales potencialmente estre-


santes).

2.2 Rasgos disposicionales de personalidad

El temperamento es el marco temprano en el que se desarrollan los rasgos


de personalidad. Con el desarrollo, las características temperamentales se
transforman en otras más diferenciadas y complejas de personalidad, aun-
que conservando una estructura similar. Investigadores y teóricos han ido
enlazando las dimensiones temperamentales, basadas sobre todo en valora -
ciones de la madre y observaciones de laboratorio, con los rasgos autoinfor-
mados de personalidad adulta incluidos en los Cinco Grandes u otras taxono-
mías (McAdams y Olson, 2010). Por ejemplo, Caspi, Roberts y Shiner (2005)
propusieron que la surgencia (afectividad y aproximación positiva) estaría en
la base de rasgos adultos incluidos en el etiquetado de extraversión y en el área
de la emotividad positiva; las dimensiones temperamentales de estrés miedo-

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so/ ansioso e irritable darían lugar al desarrollo del neuroticismo o emotivi-


dad negativa (con la irritabilidad también como posible precursora de la baja
agradabilidad); y, finalmente, las capacidades infantiles de centración de la
atención y control voluntario, y diversos aspectos de la inhibición conduc-
tual infantil, estarían subyaciendo al desarrollo de rasgos como la responsa-
bilidad, restricción y algunos aspectos de la agradabilidad.
Aunque escasos, los resultados longitudinales apoyan la relación entre
temperamento infantil y rasgos de personalidad adulta (McAdams y Olson,
2010). Por ejemplo, Caspi, Harrington, Milne, Amell, Theodore y Moffitt
(2003) informaron de relaciones significativas entre rasgos temperamen-
tales a los 3 años de edad y rasgos de personalidad a los 26. Los niños sub-
controlados (impulsividad, negatividad, distraibilidad) después era más
probable que presentaran niveles superiores de neuroticismo y baja agra-
dabilidad y responsabilidad. Por el contrario, los que eran muy inhibidos a
los 3 años (reticentes socialmente y miedosos) eran restrictivos y muy poco
extravertidos de adultos. Asendorpf, Denissen y Van Aken (2008) encontra-
ron que los niños evaluados por sus padres como inhibidos cuando tenían
4-6 años, diecinueve años después se autoevaluaban como muy inhibidos,
con problemas internalizantes y atrasados en la asunción de roles laborales
y de relaciones íntimas. Los niños varones evaluados por sus padres como
especialmente agresivos después tenían unos niveles superiores de activi-
dad delictiva.
Desde la perspectiva de los rasgos disposicionales, el constructo de los
Cinco Grandes ha sido el más investigado y el que ha aportado más claridad
a la estructura de orden superior de la personalidad (McAdams y Olson, 2010;
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McCrae y Costa, 2008). Incluye la extraversión (sociabilidad, cordialidad,


actividad, entusiasmo, asertividad), neuroticismo (miedo, vulnerabilidad, irri-
tabilidad, impulsividad, ansiedad, depresión, hostilidad), agradabilidad
(confianza, franqueza, altruismo, modestia, sensibilidad hacia los demás, es-
píritu conciliador), responsabilidad (sentido del deber, orden, autodisciplina,
orientación a la tarea, planificación) y apertura a la experiencia (curiosidad,
autoconciencia, exploración). Cada uno de los cinco factores abarca diversos
rasgos más específicos, o facetas en la terminología de McCrae y Costa
(2008). Por ejemplo, su versión de la extraversión incluye las dimensiones
de afectuosidad, gregarismo, asertividad, actividad, búsqueda de excitación
y emotividad positiva.
La implicación activa en el mundo (extraversión) y su percepción como
estresante y amenazante (neuroticismo) se corresponden con los factores de
emotividad positiva y negativa del modelo conocido como de los Tres
Grandes (Clark y Watson, 2008). El control de los impulsos (modulación de
su expresión o retraso de la gratificación —la responsabilidad—) coincidi-
ría con el factor restricción (versus desinhibición) de los Tres Grandes.

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Los análisis factoriales de los informes de padres y profesores han en-


contrado factores similares a los Cinco Grandes desde los tres años de edad
hasta la adolescencia tardía; al igual que los análisis de autoinformes de ni-
ños (9-10 años) y adolescentes (Caspi y Shiner, 2006). Por ejemplo, Roth-
bart y colaboradores identificaron una estructura factorial compuesta por
tres rasgos de orden superior en niños de hasta tres años: Surgencia (apro-
ximación positiva; reactividad vocal en el primer año, sociabilidad en los
mayores; expresión de emociones positivas, disfrute, actividad), afectividad
negativa (tristeza, irritabilidad, frustración, miedo, incapacidad de tranqui-
lizarse después de una alta activación), y control voluntario (en el primer
año tranquilización, mantenimiento de la atención y placer en situaciones
de baja intensidad). Estos mismos rasgos de orden superior los encontraron
entre los 3-7 y 10-15 años. En la adolescencia temprana apareció la afilia-
ción, con algunos componentes similares a la agradabilidad. Estos rasgos
son similares a los del modelo de los Cinco Grandes: surgencia (extraver-
sión), afectividad negativa (neuroticismo), control voluntario (responsabili-
dad) y afiliación (agradabilidad).

3. Consistencia y cambio en temperamento y personalidad

3.1 Tipos de cambio

El cambio intraindividual (normativo o de nivel medio o discontinuidad) se


refiere al grado en que los valores promedio (niveles medios) de las pun-
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tuaciones en un rasgo dentro de un grupo suben o bajan a lo largo del ciclo


vital (tendencias evolutivas). Por ejemplo, «¿Las personas de cuarenta
años, como grupo, como promedio, son más responsables que las de veinte
años?». Por el contrario, la estabilidad o continuidad diferencial o consis-
tencia de rango-orden (versus inestabilidad diferencial) implica comparar a
las personas entre sí y analizar cómo cambian con el tiempo las diferencias
entre ellas (patrones interindividuales de cambio intraindividual). En este
caso, la pregunta sería: «¿Mantiene la persona su posición relativa en la dis-
tribución de puntuaciones de un rasgo en distintas evaluaciones?». La esta-
bilidad o continuidad ipsativa consiste en un patrón o configuración persis-
tente de características de una persona (e.g., elevada extraversión,
afectividad negativa y baja responsabilidad, en preescolar y en la adolescen-
cia). Cuando esta configuración es a nivel grupal se la conoce como conti-
nuidad estructural (consistencia en las interrelaciones entre características
de personalidad de la población).
Mientras que unos autores enfatizan la consistencia como característica
central del temperamento y de la personalidad, otros defienden el cambio y

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el desarrollo. La consistencia conductual a través del tiempo y de los con-


textos se debería a la interacción entre persona y ambiente. Se producirá si
el contexto no cambia, aunque también cuenta el esfuerzo del individuo por
seleccionar determinados ambientes (e.g., desafío mínimo) que contribuyen
a una mayor estabilidad. Además, algunos niños experimentan estrés en si-
tuaciones de amenaza moderada, un argumento favorable a la consistencia
del temperamento independientemente del contexto. En general, es más
probable que se produzcan cambios en rasgos de personalidad cuando se
analizan periodos extensos de tiempo que en periodos cortos (Bates et al.,
2010; Caspi y Shiner, 2006).
La continuidad diferencial tiende a aumentar con la edad. En general,
los estudios transversales y longitudinales sobre rasgos disposicionales in-
dican que los adultos se van sintiendo cada vez más cómodos consigo mis-
mos conforme pasan de los primeros años de adultez a los de mitad de su
vida, más responsables, más centrados en tareas y planes a largo plazo, y
menos dispuestos a asumir riesgos extremos o impulsos internos desen-
frenados. Algunos resultados metaanalíticos indican que los coeficientes
de estabilidad de los rasgos disposicionales son más bajos en la infancia,
aumentan en los adultos jóvenes y alcanzan su máximo entre los 50-70 años.
Terraciano, Costa y McCrae (2006) concluyeron en su revisión de los estu-
dios longitudinales que la estabilidad máxima se producía a una edad ante-
rior, en los 30 o en los 40. Es lo que Caspi et al. (2005) denominaron «prin-
cipio de madurez» en las disposiciones de personalidad: la tendencia
normativa a ir haciéndose más dominante, responsable, agradable y emo-
cionalmente estable (menos neurótico) conforme se avanza desde la adoles-
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cencia hasta finales de la adultez intermedia).

3.2 Cambios en los Cinco Grandes

A nivel intraindividual o normativo, la extraversión aumenta durante el pri-


mer año, para luego disminuir entre la infancia temprana y media. En la
adolescencia aumenta el aspecto de dominancia social (entre los 10-18 años),
y disminuye la timidez (entre la adolescencia temprana y media), mientras
que el nivel de actividad y la sociabilidad no cambian. La extraversión dis-
minuye durante la etapa adulta, especialmente a principios de la década de
los 20 años, pero también en los mayores. En general, durante la adultez
aumenta la adherencia a las normas (autocontrol, buena impresión) y dis-
minuye la flexibilidad. Roberts, Walton y Viechtbauer (2006) concluyeron
en su metaanálisis que la vitalidad social aumentaba entre los 18-22 años,
disminuía entre los 22-30, y luego se mantenía bastante estable hasta los 60,
para volver a a disminuir en mayor medida entre los 60-70. Por el contra-

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rio, la dominancia social continuaba con el aumento experimentado en la


adolescencia, incrementándose progresivamente entre los 18-40 años.
En general, los estudios sobre la consistencia rango-orden indican que
la extraversión y diversos aspectos relacionados con ella (emotividad posi-
tiva, actividad) son bastante consistentes desde la infancia temprana a la
tardía (entre los 4-6 años y los 12) y durante la adolescencia (12-17 años).
Por ejemplo, Vaughan Sallquist et al. (2009) encontraron que se producía
un declive normativo en la intensidad de la emotividad positiva entre prees-
colar y tercer curso, mientras que se mantenía la estabilidad de orden-rango
durante ese mismo periodo. Los estudios indican que la extraversión, afecto
positivo y timidez presentan una consistencia de modesta a moderada entre
los 18-30 años, mientras que la de la emotividad positiva es considerable
en la adultez media y tardía.
La intensidad de la emotividad negativa experimenta un declive nor-
mativo desde la infancia temprana hasta la media, disminuyendo también
el neuroticismo entre los 10-11 años. Los resultados sobre neuroticismo
durante la adolescencia no han sido consistentes, aunque varios estudios
indican que el neuroticismo de las chicas puede aumentar en la adolescen-
cia temprana. Desde finales de la adolescencia o principios de la etapa
adulta disminuye progresivamente incluida la transición a la adultez madu-
ra (aunque se ha detectado un cierto incremento en una etapa muy tardía de
la vida (a partir de los 80 años) (e.g., Allemand, Zimprich y Martin, 2008;
Terracciano, McCrae, Brant y Costa, 2005). Tanto la emotividad negativa
(e.g., irritabilidad) como el neuroticismo se mantienen estables (consisten-
cia rango-orden) durante la infancia, adolescencia y adultez.
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La agradabilidad se caracteriza por la continuidad entre los 4-12 años,


cambiando poco durante la adolescencia, y aumenta linealmente en la etapa
adulta, especialmente entre los 50-60 años. En general, los mayores de di-
versos países y culturas tienen una mayor agradabilidad que los jóvenes
(adolescencia media y tardía) (e.g., Roberts y Mroczek, 2008; Terracciano,
McCrae, Brant y Costa, 2005). Los niveles de estabilidad son altos en la in-
fancia, adolescencia y adultez. Por ejemplo, en un estudio de niños con una
edad media de 6 años, Eisenberg et al. (2003) encontraron que la emotivi-
dad positiva observada y valorada por los padres en las interacciones con el
niño se mantenía estable durante dos años.
El control voluntario aumenta durante la infancia; la responsabilidad,
en general, va disminuyendo durante la adolescencia (desde los 12 a los
16 años), para luego aumentar a finales de la adolescencia y en la etapa
adulta, en la que parece haber una relación curvilínea, con un pico superior
entre la adultez media y ancianidad temprana (70 años) (Donnellan y
Lucas, 2008; Terracciano et al., 2005). Los resultados indican que el con-
trol voluntario cada vez es más estable entre los 2-4 años; que tanto el control

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voluntario como la responsabilidad son consistentes durante la infancia me-


dia y que la persistencia en la tarea tiene un alto nivel de estabilidad entre
los 2-8 años de edad. La responsabilidad se mantiene estable durante la
adolescencia y etapa adulta (18-30, 30-42 años).
Finalmente, las evidencias sobre la apertura a la experiencia indican
que, en general, se incrementa durante la adolescencia y en los primeros años
de adultez, disminuyendo al final de esta etapa (a partir de los 60 años). Va-
rios estudios han demostrado su consistencia entre los 4-12 años, durante la
adolescencia y entre los 18-24, los 20-30 y los 33-42 años (e.g., Donnellan
y Lucas, 2008; Roberts et al., 2006).
En definitiva, las evidencias empíricas indican que tres de los Cinco
Grandes (extraversión, neuroticismo y apertura a la experiencia) dismi-
nuyen a lo largo del ciclo vital, mientras que los otros dos (agradabilidad
y responsabilidad) tienden a aumentar. Lucas y Donnellan (2009) llegaron
a esta misma conclusión en un estudio con una muestra representativa aus-
traliana compuesta por 12.618 adolescentes y adultos (entre los 15-84 años
de edad). Además, informaron que el tamaño de las diferencias entre jóvenes
y mayores era muy amplio, como resultado de la acumulación de pequeñas
diferencias de edad entre una década y la siguiente. Las diferencias no eran
mayores antes de los 30 años que después de esa edad, excepto en el caso
de la responsabilidad (y en cierta medida la extraversión de los hombres).
De hecho, los descensos en neuroticismo y apertura eran más pronunciados
entre los grupos de los mayores.
Los resultados coinciden con los de otros dos estudios realizados por es-
tos mismos autores a nivel nacional en Gran Bretaña y Alemania (Donne-
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llan y Lucas, 2008). Los tres sugieren que la extraversión se relaciona de


forma negativa con la edad y la agradabilidad positivamente, siguiendo un
patrón que suele ser lineal. Además, esta investigación y la británica en-
contraron una relación negativa entre edad y neuroticismo, también bastan-
te lineal. Los tres estudios informaron que la apertura a la experiencia se re-
lacionaba negativamente con la edad, y el australiano y el alemán
encontraron que las diferencias de edad eran especialmente pronunciadas
en los grupos de los mayores. Al final, el nivel medio de responsabilidad en
los tres se asociaba positivamente con la edad desde la adolescencia tardía
hasta principios de la década de los 30, siendo menos pronunciadas las di-
ferencias en los últimos años.
Los resultados sobre cambios normativos pueden estar enmascarando la
existencia de diferencias individuales en el desarrollo de las rasgos disposi-
cionales (McAdams y Olson, 2010). Por ejemplo, no todas las personas se
vuelven más responsables con la edad; además, unas cambian más que
otras, y algunas lo hacen en la dirección contraria a la tendencia general de
la población. Es decir, se producen diferencias interindividuales en el cam-

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bio intraindividual. Las personas que menos cambian con el tiempo suelen
ser las que ya tienen un perfil disposicional de madurez, es decir, un bajo
neuroticismo y elevadas agradabilidad, responsabilidad y extraversión. En
las diferencias en cambio intraindividual pueden influir también algunas
experiencias familiares y sociales. Por ejemplo, los adultos jóvenes que se
comprometen en relaciones serias de pareja tienden a disminuir en neuroti-
cismo y aumentar la responsabilidad, unos cambios que son más fuertes
que las tendencias normativas. El éxito profesional y la satisfacción pueden
aumentar la extraversión. Asimismo, cambios no normativos en los rasgos
pueden dar lugar a problemas. Por ejemplo, un elevado nivel de neuroticis-
mo o su incremento predicen niveles superiores de mortalidad en los hom-
bres mayores (McAdams y Olson, 2010).

3.3 Desarrollo de la personalidad positiva: adaptación


y madurez

Desde una perspectiva de ciclo vital, el desarrollo de la personalidad implica


ganancias y pérdidas, aunque la ratio global se va haciendo cada vez me-
nos favorable con la edad. Los recursos tienen que invertirse cada vez más
en tareas de mantenimiento del funcionamiento, retorno a niveles previos
después de una pérdida o funcionamiento a niveles inferiores cuando no es
posible el mantenimiento o la recuperación. El desarrollo positivo consiste
en la maximización de las ganancias y la minimización de las pérdidas
(Staudinger y Bowen, 2010).
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La adaptación de la personalidad (bienestar subjetivo socioemocional,


sentirse bien; o más objetivamente, negociar con éxito y dominar las exigen-
cias sociales) se refiere a la medida en que una persona es capaz de manejar
oportunidades e impedimentos cambiantes surgidos en un determinado
contexto evolutivo (logro, mantenimiento o recuperación del bienestar y
calidad de vida). El crecimiento de la personalidad (maduración) se refiere
a cambios en el sistema de la personalidad que persiguen la trascendencia
de determinadas circunstancias (en uno mismo, los otros, la sociedad) para
conseguir lo mejor para uno mismo y los demás). Adaptación y crecimiento
representan formas positivas de desarrollo; sin embargo, mientras que el
crecimiento exige un cierto umbral de adaptación, las ganancias en adapta-
ción no implican necesariamente ganancias en sabiduría personal. La dis-
tinción entre ambos conceptos tiene sentido sólo después de haber desarro-
llado un sentido del yo y la capacidad de elegir entre distintas prioridades
de la vida, es decir, en la adolescencia tardía.
Según Staudinger y Bowen (2010), la investigación sugiere que los pro-
cesos relacionados con la edad producen una optimización normativa de la

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adaptación, pero no del crecimiento. Además, el cambio de personalidad


depende en gran medida de influencias contextuales o sociales. Los resulta-
dos sobre los Cinco Grandes indican que los rasgos se relacionan con la
adaptación y con el crecimiento de forma diferente. La disminución del
neuroticismo y el aumento de la agradabilidad y responsabilidad reflejan
una mejor adaptación (menos imprevisible y más en sintonía con las de-
mandas sociales); estos cambios se producen con independencia del sexo,
generación o contexto cultural. Por el contrario, la apertura a la experiencia
representa la búsqueda de contextos desafiantes, es decir, de situaciones y
experiencias que estimulan el crecimiento de la personalidad. La investiga-
ción ha relacionado este rasgo con diversos constructos de crecimiento per-
sonal (e.g., complejidad emocional, sabiduría general y personal).
De manera similar, los estudios realizados desde la perspectiva del bienes-
tar psicológico han encontrado que la autonomía y el dominio del ambiente
aumentan entre las etapas de adulto joven y madurez media, para luego esta-
bilizarse. Por el contrario, el propósito en la vida y el crecimiento personal se
relacionan negativamente con la edad (los adultos mayores puntúan menos).
Quizá se deba a la combinación de mayores expectativas de vida y falta de
oportunidades para encontrar objetivos significativos que permitan seguir
contribuyendo a la sociedad.
El constructo «sabiduría personal» (esencia del crecimiento de la perso-
nalidad) se define por cinco criterios, dos básicos sobre habilidades necesa-
rias para adaptarse (conocerse a sí mismo, sentido de la vida; disponer de
estrategias de crecimiento y autorregulación) y tres más específicos y difí-
ciles de adquirir (comprensión de la conducta, de los sentimientos, y de la
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dependencia del contexto y del propio historial; autorrelativismo o evalua-


ción distante de uno y de los demás, criticándose y aceptándose, y toleran-
do los valores y estilos de vida de los otros; y tolerancia de la ambigüedad,
es decir, reconocer que nunca se llega a comprender totalmente el pasado y
el presente, y que la vida está llena de acontecimientos incontrolables e im-
predecibles) (Staudinger y Bowen, 2010).
Mientras que la adaptación requiere un nivel moderado de autoconoci-
miento y de estrategias (sin necesidad de los otros criterios), el crecimiento
exige puntuaciones elevadas en las cinco dimensiones. Mickler y Staudin-
ger (2008) demostraron que el rendimiento en sabiduría general (descrip-
ción de conductas, y puntos fuertes y débiles; cómo y por qué actúa así en
situaciones difíciles; en qué le gustaría cambiar) era similar en adultos
jóvenes (20-40 años) y mayores (60-80 años). Sin embargo, el rendimiento
de los mayores fue mejor que el de los jóvenes en los criterios básicos (rela-
cionados con la adaptación) y peor en los otros tres, confirmándose la hipó-
tesis de que la edad optimiza la adaptación, pero no el crecimiento.

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

4. Correlatos del temperamento y de la personalidad

4.1 Antecedentes

4.1.1 Principales enfoques

Las dos perspectivas principales sobre el origen de las diferencias en los


Cinco Grandes son la teoría de los cinco factores de McCrae y Costa (2008;
Costa y McCrae, 2006) y la de la inmersión social de Roberts et al. (2006).
La primera afirma que los cambios de personalidad con la edad se deben
fundamentalmente a procesos biológicos, de manera que a partir de los
30 años serían moderados. Costa y McCrae (2006) explicaban las tenden-
cias como resultado de la maduración biológica, sugiriendo que el ser hu-
mano está genéticamente programado para madurar en la dirección que
apuntan los estudios de los rasgos. El incremento en agradabilidad y res-
ponsabilidad, efectivamente, correlaciona con la asunción de determinados
roles sociales. Sin embargo, ambas tendencias evolutivas (rasgos y asunción
de roles) se deberían a un programa biológico encargado de asegurar que
los adultos asuman los cuidados de la generación siguiente y las responsa-
bilidades que demanda la vida en grupo de los seres humanos.
Roberts et al. (2006) argumentaban que la mayor responsabilidad y agra-
dabilidad y menor neuroticismo desde la adolescencia hasta mediados de la
vida reflejaban una involucración cada vez mayor del adulto en roles sociales
normativos relacionados con la familia, el trabajo y la involucración cívica. Los
rasgos cambian cuando la persona asume roles acordes con determinados ras-
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gos. Por ejemplo, cuando comienza a trabajar realiza más conductas relaciona-
das con la responsabilidad o la agradabilidad; a su vez, las conductas influirían
en los rasgos, y el individuo se haría cada vez más responsable y agradable.
Los cambios normativos se deben a que la asunción de roles se produce más
o menos al mismo tiempo en la mayoría de las personas. Según estos autores,
la investigación ha demostrado que la mayoría de los cambios ocurre entre los
20-40 años, coincidiendo con la inmersión social de este periodo (carrera, fa-
milia, comunidad). Sin embargo, una vez tomadas las decisiones (carrera a
seguir, elección de pareja, convertirse en padres, hogar en que vivir), es me-
nos probable que las personas se vean expuestas o se expongan a nuevos con-
textos y, por tanto, a experiencias que contradigan sus expectativas.

4.1.2 Evidencias empíricas

Las emociones positivas, sociabilidad, nivel de actividad, tolerancia a la


frustración, menor tiempo de latencia para agarrar objetos y menor tenden-

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

cia al miedo predicen la extraversión en la infancia. Por el contrario, el


miedo y el bajo nivel de emociones positivas y de tolerancia a la frustra-
ción predicen la tristeza. La cólera predice una mayor ansiedad y estrés;
por ejemplo, los preescolares irritables y subcontrolados es más probable
que se conviertan en adultos neuróticos (Caspi y Shiner, 2006). Braungart-
Rieker, Hill-Soderlund y Karrass (2010) demostraron que la capacidad de
autodistracción del niño (regulación de la atención) durante la aproxima-
ción de un extraño o cuando le sujetaban las manos se relacionaba después
con un menor nivel de reactividad (miedo, cólera) a los 16 meses.
La emotividad positiva de los padres se relaciona con la del niño, y la
asociación se va haciendo más fuerte con la edad. Por ejemplo, Sallquist,
Eisenberg, Spinrad et al. (2009) encontraron que la relación entre emotivi-
dad positiva de la madre y del hijo se establecía alrededor de los 18 meses
de edad y se mantenía estable durante cuatro años. Además, los hijos de
madres más sensibles experimentaban un incremento más lento de la reac-
tividad miedosa entre los 4-16 meses de edad. De manera similar, se ha
comprobado que las conductas maternas sensibles (caricias, vocalización)
mientras vacunaban a sus hijos de 2 meses reducían la reactividad negativa, o
que la implicación parental durante una tarea con un juguete potencialmen-
te evocador de miedo facilitaba la reducción de la reactividad (Crockenberg
y Leerkes, 2004; Jahromi, Putnam y Stifter, 2004). Asendorpf y Van Aken
(2003) encontraron que los adolescentes con un nivel alto de responsabili-
dad decían que su padre (no la madre) los había apoyado más entre los
12-17 años; quizás el padre valorara la responsabilidad del hijo por su im-
portancia para el logro académico.
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Los resultados también indican que la sensibilidad materna puede mo-


derar la reactividad negativa. Por ejemplo, Crockenberg y Leerkes (2006)
encontraron que la reactividad negativa temprana (6 meses) predecía la
conducta ansiosa a los 2 años y medio de edad, pero sólo en los hijos de
madres poco sensibles. Por el contrario, cuando las madres son muy sensi-
bles disminuye el nivel de reactividad fisiológica durante los dos primeros
años de vida, incluso cuando existe predisposición genética a una menor
capacidad de regulación (Propper et al., 2008). Gartstein et al. (2010) infor-
maron que la frecuencia y gravedad de la sintomatología depresiva de la
madre se asociaba a un incremento más fuerte del temperamento miedoso
del niño entre los 4-12 meses, probablemente debido a la falta de respuesta
asociada a la depresión.
A pesar de la universalidad del temperamento y de la personalidad, pue-
de haber diferencias interculturales por diversos motivos: diferente percep-
ción y respuesta a una misma conducta; instituciones y/o costumbres favo-
recedoras de determinadas características temperamentales; adaptación al
contexto cultural para desempeñar los papeles prescritos; rasgos similares

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

pueden tener consecuencias distintas en cada cultura (mejor adaptación


cuando hay «bondad de ajuste» entre socialización y temperamento)
(Braungart-Rieker et al., 2010; Matsumoto, 2007).

4.2 Efectos directos e indirectos de la personalidad

Las variables de personalidad predicen la conducta, sobre todo cuando tie-


ne lugar en distintas situaciones y momentos, pero también importantes as-
pectos de la vida como la calidad de las relaciones personales, la adaptación
a los desafíos vitales, el éxito profesional, la implicación en la comunidad,
la felicidad y la salud o mortalidad (McAdams y Olson, 2010). En su revi-
sión de estudios longitudinales, Roberts et al. (2007) concluyeron que los
rasgos de personalidad predicen la mortalidad, el divorcio y los logros pro-
fesionales en la misma medida que pueden hacerlo el cociente intelectual y
la clase social.
Se han formulado tres modelos diferentes, aunque complementarios, so-
bre cómo la personalidad afecta, directa o indirectamente, a la adaptación
psicológica: el modelo de la vulnerabilidad o predisposición (los rasgos au-
mentan la exposición a factores que contribuyen al desajuste; los efectos
serían directos e indirectos), de la resiliencia (los rasgos moderan la sus-
ceptibilidad a los factores de riesgo, como los conflictos destructivos; efec-
to interactivo) y el del mantenimiento (influyen en la manifestación y curso
del desajuste, pero no están directamente involucrados en su etiología;
efecto directo).
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4.2.1 Efectos directos

En su revisión de los estudios sobre los efectos de la personalidad, Bates


et al. (2010) concluyeron que la extraversión de niños y adolescentes se
relacionaba con más conductas externalizantes y un menor riesgo de depre-
sión, no estando claros sus efectos sobre el logro académico. Durante la
etapa adulta se asocia a buenas relaciones y funcionamiento profesional;
estrategias de afrontamiento eficaces para reducir el riesgo de depresión;
estimulación cognitiva y prácticas de crianza afectuosas; y, por último, a un
alto nivel de satisfacción vital en los adultos mayores.
En cuanto a la emotividad negativa y neuroticismo, la irritabilidad se re-
laciona positivamente con las conductas externalizantes, y el miedo lo hace
negativamente; ambas dimensiones predicen un elevado nivel de problemas
internalizantes en la infancia y adolescencia. Por ejemplo, Lengua (2006)
encontró que unos niveles altos de irritabilidad, y sobre todo de miedo, pre-

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

decían fuertemente la conducta internalizante. Gartstein et al. (2010) pidie-


ron a madres que informaran del temperamento miedoso del hijo cada dos
meses entre los 4-12 meses de edad. Un nivel inicial elevado de miedo y su
incremento predecían una sintomatología ansiosa más grave durante el se-
gundo año de vida. Engle y McElwain (2010) demostraron que la emotivi-
dad negativa a los 2 años predecía en gran medida la conducta internalizante
a los 3 años. Durante la etapa adulta, la emotividad negativa y el neuroticis-
mo suponen un mayor riesgo de depresión y de ansiedad, escasa satisfac-
ción en las relaciones, y unas prácticas de crianza caracterizadas por el
afecto negativo y la intrusión. Finalmente, se asocian a un peor funciona-
miento social y de la vida cotidiana de los adultos mayores.
La baja agradabilidad (e.g., frialdad emocional, falta de empatía) se re-
laciona con la aparición temprana y persistente de formas graves de com-
portamientos externalizantes; también predice un bajo rendimiento académi-
co durante la infancia y adolescencia. Es la variable que mejor predice el
comportamiento antisocial durante la etapa adulta, asociándose también a la
falta de cercanía y a la conflictividad familiar (De Pauw, Mervielde y Van
Leeuwen, 2009; Laidra et al., 2007; Prinzie, Van der Sluis, De Haan y De-
kovic, 2010; para revisión ver Frick y White, 2008).
La responsabilidad (autorregulación) predice el logro académico de ni-
ños y adolescentes, y se relaciona negativamente con la conducta externa-
lizante. Durante la etapa adulta se asocia a un menor riesgo de compor-
tamiento antisocial y de conflictividad familiar, y con buen funcionamiento
profesional; las personas mayores responsables experimentan menos tras-
tornos en su vida cotidiana. Por ejemplo, Pursell, Laursen, Rubin, Booth-
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LaForce y Rose-Krasnor (2008) informaron que la responsabilidad se asocia-


ba a una menor agresión e implicación en actividades delictivas. Y O’Connor
y Paunonen (2007) concluyeron en su metaanálisis que la responsabili-
dad era el rasgo que mejor predecía el éxito académico. Finalmente, la
apertura a nuevas experiencias se relaciona con una menor probabilidad
de elegir profesiones muy convencionales, reguladas por reglas; no se ha
llegado a una conclusión definitiva sobre su valor predictivo del logro aca-
démico.

4.2.2 Efectos interactivos

Analizando el papel moderador de la personalidad, Prinzie et al. (2003) de -


mostraron que los niños con baja benevolencia (similar a agradabilidad)
expuestos a prácticas sobrerreactivas o coercitivas de disciplina presen -
taban unos niveles superiores de comportamiento externalizante. Gardner,
Dishion y Connell (2008) encontraron que juntarse con iguales desviados

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

aumentaba el riesgo de comportamiento antisocial, pero sólo en los jóvenes


con un nivel de autorregulación bajo o medio.
Numerosos estudios han demostrado el papel mediador de las prácticas
de crianza en la relación entre personalidad y adaptación. Por ejemplo,
Manders, Scholte, Janssens y De Bruyn (2006) encontraron que la calidad
de las relaciones entre padres e hijos adolescentes mediaba la relación de la
agradabilidad, responsabilidad y estabilidad emocional con la conducta ex-
ternalizante. Los adolescentes irritables y dominantes pueden tener dificul-
tades para regular sus emociones y conductas, provocando interacciones
coercitivas y sobrerreactivas. Por el contrario, la agradabilidad y el buen
humor facilitan la obediencia a los padres, y ayudan a crear un ambiente de
crianza positivo. Prinzie, Van der Sluis, De Haan y Dekovic (2010) analiza-
ron longitudinalmente la relación entre personalidad y problemas de con-
ducta durante la transición a la adolescencia (9-13 años). La personalidad
se relacionaba directamente con la conducta externalizante tres años des-
pués. Los niños que según sus profesores eran poco benevolentes (agrada-
bilidad) y muy extrovertidos tenían niveles superiores de conducta externa-
lizante. La responsabilidad sólo se relacionaba indirectamente con la
conducta, a través de las prácticas de crianza autorizadas del padre; los ni-
ños más responsables era más probable que experimentaran una crianza au-
torizada que, a su vez, se asociaba a menos conductas externalizantes. Por
otra parte, los poco benevolentes era más probable que sufrieran unas prác-
ticas de crianza sobrerreactivas que, a su vez, llevaban a una mayor con-
ducta externalizante.
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5. Desarrollo del yo

5.1 El yo emergente

Desde una edad muy temprana el niño observa cómo actúan los demás,
y comienza a imitar, actuar y asumir un rol social rudimentario. La obser-
vación repetida de su conducta en diversas situaciones hará que se vaya
formando una idea sobre sí mismo. El temperamento también influirá en
el yo, porque afecta a la forma de trabajar sobre sí mismo (autorregulación)
y porque al observar la conducta resultante el niño comprende sus disposi-
ciones temperamentales y las incorpora a su yo (McAdams y Cox, 2010).
El desarrollo de la conciencia de sí mismo se produce a través de una
secuencia de cuatro niveles (Rochat, 2003). Hasta el segundo mes el niño
tiene un sentido rudimentario de su cuerpo como entidad diferenciada
(e.g., respuesta más fuerte ante estimulación externa). Al cumplir los 2 me-
ses manifiesta una comprensión implícita creciente sobre cómo está situado

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

su cuerpo con respecto a otros objetos o cuerpos del ambiente. Entre los
4-6 meses decide alcanzar objetos a diferentes distancias o lugares en fun-
ción de su sentido de la situación y capacidad postural. En el aspecto social
comienza a sonreír y buscar el contacto ocular, implicándose en interaccio-
nes cara a cara. Entre los 5-6 meses reconoce características de su cuerpo
cuando se mira en un espejo o se ve en un vídeo (e.g., reacciona de forma
diferente ante una grabación suya que cuando aparecen niños de su misma
edad), aunque no comprende que se está viendo a sí mismo (es como si re-
conociera una gestalt facial familiar por haberla visto reflejada en otras
ocasiones).
Cuando realmente reconoce su reflejo visual es a los 18 meses; al mirar-
se en el espejo y verse una mancha roja en la nariz o una pegatina en la
frente, puesta sin que se diera cuenta, su reacción (e.g., borrando o qui-
tándosela) denota que comprende perfectamente que lo que está viendo es
un reflejo de su cuerpo. Además, durante el segundo año aparecen las pri-
meras palabras autorreferenciales (yo, mío), y emociones autoconscientes
(orgullo, azoramiento) que suponen reconocerse como actor evaluado por
otros. Por tanto, el sentido del yo como actor cuyas acciones son evaluadas
surge poco antes o alrededor del segundo cumpleaños. Sin embargo, los co-
mentarios de los niños de hasta 3 años cuando se ven en un vídeo tomado
minutos antes («Es Beatriz... es una pegatina... pero ¿por qué llevaba mi
gorra?») demuestran que ese yo resulta inestable e inconsistente. Es en el
cuarto nivel, a partir de los 3-4 años, cuando la mayoría dice yo en vez de
su nombre propio; es decir, cuando se consolida el sentido del yo a tra-
vés del tiempo (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010).
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5.2 Representaciones del yo y autoconcepto

5.2.1 Infancia

Las autodescripciones de los niños de 3-4 años sólo contienen representa-


ciones concretas de características observables del yo (e.g., «vivo en una
casa grande; con mis padres y mi hermana; tengo un muñeco de Spider-
man»). Suelen referirse a su conducta (e.g., «soy muy rápido») u objetos
tangibles (casa, muñeco). Se trata de identificaciones categóricas, de mane-
ra que el yo se entiende como atributos independientes, físicos (e.g., «ten-
go el pelo rubio»), activos (e.g., «corro muy rápido»), sociales («no tengo
nada más que un hermano») o psicológicos («estoy contento»). Las refe-
rencias a habilidades concretas suelen ir acompañadas de demostraciones
(«tengo mucha fuerza, mira cómo levanto esta silla»). El yo se define tam-
bién por las preferencias (e.g., «me gustan mucho los helados») y posesiones

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

(«tengo muchas pegatinas»). En cuanto a su organización, las represen -


taciones están muy diferenciadas o aisladas entre sí; el niño no puede inte-
grarlas (Harter, 2006).
Las autoevaluaciones (autoconcepto) suelen ser irrealísticamente positi-
vas, debido a su dificultad para diferenciar entre la competencia que le gus-
taría tener y la que realmente tiene; además, no es capaz de autovalorarse
comparándose con otro. Por otra parte, su pensamiento de «blanco o negro»
le impide comprender la coexistencia de atributos de valencia opuesta (e.g.,
bueno y malo). Además, aunque la representación del yo puede incluir emo-
ciones, no reconocen que puedan ser igualmente positivas que negativas
(«yo nunca me he asustado»), y sobre todo su posible simultaneidad.
Las autorrepresentaciones del niño de 5-7 años (infancia temprana a me-
dia) siguen siendo muy positivas y continúa sobrestimando sus capacida-
des. No puede evaluar su yo de forma crítica y, además, sigue sin desarro-
llar un concepto global de autoestima. También persiste su pensamiento de
«blanco o negro», impidiéndole integrar atributos opuestos o emociones
de valencia contraria. De hecho, el desarrollo cognitivo y lingüístico hace
más firmes sus creencias al respecto, apoyadas además por la socialización
(«¡no se puede ser bueno y malo!»).
No obstante, ya sí comprende que puede experimentar dos emociones de
la misma valencia (e.g., «feliz y excitado por su cumpleaños»), y comienza
a coordinar conceptos que estaban compartimentalizados. Desarrolla un
concepto rudimentario del yo como bueno en diversas habilidades (e.g.,
«soy bueno corriendo, sacando notas y haciendo amigos en el colegio»),
y, aunque no lo admite en su caso (por la contraposición bueno versus
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malo), reconoce que otros puedan ser malos en esas actividades. Se da


cuenta que los otros lo evalúan, pero no puede interiorizar esas evaluacio-
nes; sí compara ya su rendimiento actual con el anterior, lo que unido al
rápido desarrollo de sus habilidades le lleva a una autoevaluación muy
positiva (Harter, 2006).
Entre los 8 y los 11 años (infancia media a tardía) las autorrepresentacio-
nes incluyen atributos que representan rasgos en forma de generalizaciones
de orden superior, que integran características de conducta más específicas
(popular, atento, listo, egoísta, torpe). A finales de la infancia continúan
describiéndose en términos de competencias, pero cada vez más referidas
a las interacciones. Otro tanto ocurre a nivel emocional, desarrollándose
un sistema representacional que integra emociones positivas y negativas,
es decir, admite la posibilidad de dos emociones de valencia opuesta. Al
principio, en la infancia media, sigue sin comprender que un mismo suce-
so puede provocar emociones contrarias; las autorrepresentaciones inclu-
yendo emociones positivas y negativas simultáneamente se refieren a obje-
tivos diferentes (e.g., «estoy en la clase preocupado por mi perro, pero

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

estoy contento por las notas que me han puesto»). Es en la infancia tardía
cuando asocia simultáneamente emociones positivas y negativas a un mis-
mo suceso (e.g., «estoy contento porque me hayan hecho un regalo, pero
mal porque no es lo que yo quería»).
Un avance cognitivo importante consiste en la capacidad de construir
una autoestima global, frente a las autovaloraciones en dominios específi-
cos. Sin embargo, otros avances cognitivos podrían explicar, paradójica-
mente, el que las autopercepciones normativas en la infancia media sean
más negativas. Las expectativas de padres y profesores, su capacidad para
diferenciar entre representaciones del yo real y del ideal, y sus mayores ha-
bilidades de toma de perspectiva que le permiten comparar sus resultados
de objetivos perseguidos en diversos dominios (e.g., deporte, estudios,
morales) con los de otros les harían ser más conscientes de los estándares
e ideales y verse de forma menos positiva y más realista. Además, el senti-
miento de autoeficacia (creencia de que puede realizar con éxito una con-
ducta dirigida a un objetivo, sobre todo en circunstancias desafiantes) lo
estimula para plantearse objetivos y estándares superiores, y esforzarse y
persistir más. Sin embargo, la incorporación al yo de objetivos y aspiracio-
nes conlleva evaluar los progresos conseguidos, de forma global o en deter-
minados campos (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010).

5.2.2 Adolescencia

La adolescencia temprana se caracteriza por la proliferación de rasgos y


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por la construcción de múltiples versiones del yo, acomodándose a una


ecología social cada vez más compleja (puede actuar de forma distinta se-
gún la situación). Las representaciones del yo se centran en los atributos in-
terpersonales y habilidades sociales («soy tímido con los mayores, y tam-
bién con las chicas»), competencias (e.g., «no soy muy inteligente») y
afectividad («me siento despreciado»). Surge un yo más diferenciado de-
pendiendo del contexto (e.g., sarcástico con unos y amistoso o tímido con
otros). Muchas autodescripciones representan abstracciones sobre el yo, re-
sultantes de integrar rasgos en autoconceptos de orden superior (e.g., un yo
inteligente derivado de listo, curioso y creativo). Sin embargo, estas abs-
tracciones están muy compartimentalizadas (25-30% de solapamiento de
atributos en contextos diferentes, descendiendo al 10% entre adolescentes
mayores). Esa compartimentalización le impide ver posibles contradiccio-
nes en sus atributos, aunque también es menos probable que atributos nega-
tivos en un área se generalicen a las otras.
La mayoría de los adolescentes tempranos informa que su autoestima
varía en función del dominio relacional, debido a su sensibilidad a las opi-

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

niones y estándares de las personas significativas en cada contexto y a las


comparaciones que realizan. El autoconcepto se basa en abstracciones y so-
bregeneralizaciones, de manera que es más difícil de verificar y suele ser
menos realista que cuando se basaba en conductas concretas. Surge y co-
mienza a utilizarse el concepto del «yo falso» para valorarse a uno mismo
y a los demás. Los resultados indican que los adolescentes capaces de com-
paginar el apoyo de los padres y la aprobación de los iguales se autovaloran
más positivamente; aunque la importancia de los iguales para la autoestima
aumenta desde finales de la infancia, los efectos del apoyo parental no dis-
minuyen (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010).
Durante la adolescencia media las autodescripciones son más extensas
e introspectivas, y denotan una preocupación cada vez mayor por lo que los
otros puedan pensar de uno. La autoaceptación irreflexiva se relega, inicián-
dose la búsqueda del yo (qué o quién se es) dificultada por una multiplici-
dad mayor de «yoes» (diferenciación más refinada: yo con amigo versus
con grupo de amigos; yo con el padre versus con la madre). La incapacidad
para coordinar atributos opuestos le provoca conflicto, confusión y estrés,
sobre todo entre atributos de roles diferentes; las chicas detectan más atri-
butos contradictorios y experimentan más conflicto («no entiendo cómo
puedo pasar tan rápido de ser... con mis amigos a mostrarme tan... con mis
padres, ¿cómo soy realmente?»).
La opinión y expectativas de las personas significativas en los diferentes
contextos le preocupan mucho. Sin embargo, aunque conoce los estándares
y atributos a interiorizar en sus diferentes roles, los mensajes contradicto-
rios de unos y otros lo confunden y estresan («tendría que sacar mejores
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notas para agradar a mis padres, pero no quedaría precisamente bien con
mis amigos»), contribuyendo al descenso de la autoestima global. Además,
la dificultad de utilizar los avances cognitivos provoca distorsiones sobre los
demás. Ejemplos al respecto son lo que Elkind denominó «audiencia imagi-
naria» (todo el mundo está pendiente de su apariencia y conducta; es decir,
no diferencia sus preocupaciones mentales de las de los demás) y otra for-
ma contraria de egocentrismo, la «fábula personal» (sus pensamientos y
sentimientos son únicos, nadie los ha experimentado con esa intensidad y,
difícilmente podrán comprenderlo). En fín, se trata de procesos normativos
no persistentes, ni intencionados o patológicos, que deberían verse con
empatía y comprensión, y no provocar la exasperación o la cólera de los
padres (Harter, 2006).
La autorrepresentaciones del adolescente tardío en gran medida refle-
jan creencias personales, valores y estándares morales que han interioriza-
do o que han construido a partir de sus experiencias (e.g., «quiero ser inge-
niero informático, pero para aprobar la selectividad tengo que disciplinarme
y adquirir hábitos de estudio»). Ahora le preocupa menos lo que los demás

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

puedan pensar y tiene una perspectiva más realista sobre sus «yoes» fu-
turos, aunque se echa en falta referencias a los orígenes de sus objetivos
(e.g., estimulación parental, sus propias expectativas sobre la carrera, o si
su elección coincide o no con los deseos de los padres). La contradicción
entre atributos y el conflicto generado los soluciona creando abstracciones
de orden superior que integran las simples (e.g., un yo adaptativo explica que
se pueda ser introvertido y extrovertido) y normalizando la contradicción
(hay que ser diferente en función del contexto, lo raro sería lo contrario)
(Harter, 2006).
Los objetivos del adolescente se corresponden con determinadas catego-
rías de identidad en diversas áreas (ocupación, ideología y relaciones). En
la quinta fase del desarrollo psicosocial según Erikson (identidad vs. confu-
sión), los adolescentes deben establecer su identidad social y ocupacional
o permanecerán confusos sobre su papel como adultos. Marcia analizó cómo
adolescentes y adultos jóvenes exploraban opciones y se comprometían con
objetivos de identidad, distinguiendo entre cuatro posibles estados. El ado-
lescente en moratoria explora diversas posibilidades de tipo ideológico, ocu-
pacional e interpersonal buscando identificarse, pero sin haber llegado aún
a comprometerse totalmente. Cuando después de haber pasado por este es-
tado al final se compromete con unos objetivos en esas áreas, entonces
habría logrado su identidad. Por el contrario, el que se limita a comprome-
terse con unos objetivos que le vienen impuestos por personas significati-
vas, pero que él no ha buscado, estaría en un estado de identidad hipote-
cada. Finalmente, puede no haber iniciado siquiera la búsqueda de opciones
ni haberse comprometido, presentando un estado difuso de identidad.
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5.2.3 Etapa adulta

A. El yo posible y los objetivos

El adulto intenta construir un patrón coherente con todo lo que ahora abar-
ca el yo, que además debe sentirse como verdadero y auténtico. Además,
otras personas significativas validan las elecciones de su nueva identidad.
Los roles y rasgos son los dos elementos principales, pero mientras los pri-
meros es más probable que cambien (e.g., esposo, padre, abuelo), los ras-
gos son más estables (se hacen cosas distintas, de la misma manera). Los
adultos más jóvenes tienden a describirse en términos de rasgos (e.g., «soy
una persona amistosa») y los mayores a mencionar su edad, salud, intere-
ses, aficiones y creencias. No obstante, las autorrepresentaciones de rasgos
continúan siendo centrales incluso en las personas muy mayores. Aunque
se van haciendo más positivas con el tiempo, el deterioro de la salud y

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

otros cambios negativos pueden alterarlas de forma impredecible (e.g.,


Allemand, Zimprich y Hertzog, 2007).
El adulto afronta la tarea de identificarse teniendo en cuenta también sus
«yoes posibles»: muchos tienen una idea muy clara y detallada sobre lo
que podrían haber sido. Se ha comprobado que estas personas experimen-
tan cambios más positivos en el desarrollo de su yo. La madurez psicológi-
ca implica la capacidad de llegar a comprender cómo ha llegado uno al pre-
sente real y cómo podría haber sido la vida si se hubieran dado otras
contingencias. Además, la satisfacción vital se relaciona con la capacidad
para dejar a un lado lo yoes perdidos y centrarse en los objetivos del mo-
mento.
El ser humano es un agente autodeterminante y autorregulador que orga-
niza su vida en torno a la consecución de objetivos. No se limita a actuar de
manera más o menos consistente en distintas situaciones y momentos, sino
que realiza elecciones y planifica su vida. Los estudios evolutivos sobre los
constructos de objetivos investigan sus cambios de contenido y estructura,
así como en la forma de pensar sobre, plantearse, perseguir y renunciar a
ellos. Los objetivos van cambiando desde la adultez temprana (educación,
intimidad, amistades y profesión), a la adultez intermedia (futuro de los
hijos, asegurar lo ya conseguido, propiedades), a la adultez tardía (salud,
jubilación, ocio, comprensión del mundo actual). Los que tienen que ver
con implicación prosocial y generatividad, involucración cívica y mejora
de la comunidad reciben más prioridad desde mediados de la vida hasta
bastante tiempo después de la jubilación. Además, mientras que los objeti-
vos de los adultos jóvenes se centran en la expansión del yo y en la obten-
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ción de nueva información, los mayores de esa edad se centran más en la


calidad emocional de las relaciones (McAdams y Cox, 2010; McAdams y
Olson, 2010).
La forma de manejar la existencia de objetivos múltiples y contradicto-
rios puede cambiar con el tiempo. Los adultos jóvenes toleran más la con-
flictividad entre objetivos diferentes; además, suelen utilizar «estrategias de
control primario» (intentan activamente cambiar el ambiente). Por el contra-
rio, los de mediana edad y mayores es más probable que recurran a «estra-
tegias de control secundario» (cambiar el yo para adaptarse a las limitacio-
nes y restricciones del ambiente). Suelen ser más realistas y prudentes en
sus objetivos, comprenden sus limitaciones y conservan sus recursos, cen-
trándose sólo en los objetivos que consideran más importantes. También son
más capaces de desimplicarse de objetivos bloqueados; muchas personas re-
visan y se replantean la vida a los 40 o los 50 años. Se ha comprobado que
las mujeres que actúan así y cambian sus prioridades presentan un mayor
bienestar que las que se limitan a pensar una y otra vez en las oportunida-
des perdidas (McAdams y Cox, 2010; McAdams y Olson, 2010).

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

B. La identidad narrativa

La identidad narrativa tiene como objeto darle a la vida un sentido de uni-


dad, finalidad y significado. Es una reconstrucción narrada del pasado auto-
biográfico y del futuro anticipado, compuesta de capítulos, escenas clave
(puntos álgidos, momentos bajos, puntos de inflexión) y personajes princi-
pales. Implica algo más que contar una historia sobre algo que ocurrió ayer
o hace un año; supone visionar toda la vida en una secuencia significativa
de sucesos vitales (historia vital integrada) que explica cómo se ha desarro-
llado esa persona hasta convertirse en lo que es y en quién puede llegar a
ser (McAdams y Olson, 2010).
Requiere tres habilidades cognitivas que no se desarrollan plenamente
hasta la adolescencia: el concepto cultural de biografía (expectativas nor-
mativas sobre cómo se suele estructurar la vida), la coherencia causal
(cómo un suceso personal llevó a sucesos posteriores; por ejemplo, explicar
de forma coherente por qué es tan tímido con las chicas, seleccionando y
reconstruyendo experiencias personales) y la coherencia temática (identifi-
car un tema, valor o principio que integre muchos episodios diferentes de
su vida). La coherencia causal y la temática son explicaciones autobiográfi-
cas relativamente raras en la infancia y adolescencia temprana, mientras
que aumentan de forma sustancial en adolescentes tardíos y adultos jóvenes
(McAdams y Cox, 2010).
La identidad narrativa se construye sobre momentos álgidos, bajos o de
replanteamiento vital; sin embargo, mientras que unas personas se olvidan
de los sucesos negativos, otras intentan darles sentido. El razonamiento au-
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tobiográfico sobre sucesos negativos implica un proceso de dos pasos. En


primer lugar, la exploración de la experiencia negativa, analizando los sen-
timientos, cómo se produjo, qué pudo provocar y su papel en la compren-
sión del yo. Los estudios han demostrado que la exploración detallada, la
descripción de transiciones en términos de aprendizaje y transformación
personal positiva, las explicaciones sofisticadas dando sentido a momentos
de replanteamiento vital se relacionan con una mayor madurez psicológica.
El segundo paso consiste en la construcción de un significado o solu-
ción positiva al suceso negativo. La investigación ha demostrado que se
relaciona con la satisfacción vital y con indicadores de bienestar emocio-
nal. Interpretar positivamente sucesos negativos forma parte del concepto
del «yo redentor», que consiste en la reconstrucción de experiencias nega-
tivas en positivas, viendo la parte positiva de la vida y del yo a través de la
autotransformación o del aprendizaje sobre el yo.
McLean y Breen (2009) analizaron la identidad narrativa de adolescen-
tes de ambos géneros pidiéndoles que escribieran sobre un momento de
replanteamiento vital (un episodio en que experimentaran un cambio signi-

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

ficativo). El proceso de narración redentora predecía la autoestima mejor


que el simple aprendizaje sobre el yo. Mientras las de los chicos con alta
autoestima se centraban en objetivos, acciones personales o independencia,
las de las chicas lo hacían en las relaciones.

Mi momento de cambio fue la llegada al instituto. En la escuela no era muy popular, no


tenía muchos amigos, ni sabía quién era yo verdaderamente. Después, al entrar en el
instituto, me encontré de repente con un montón de amigos. Incluso estaba de delegada
en octavo curso (2.º de ESO). Tuve que competir con otros cinco, y cuando gané y
comprendí que las gente realmente me apreciaba, creció mi confianza. Creo que durante
esos tres años fui capaz de encontrarme a mí misma gracias a amistades verdaderas, y
conseguí confianza.

Aunque la narración incluye el papel agente del yo (gana una elección),


la chica enfatiza más el hecho de que los demás la apreciaran.
Los adultos que puntúan alto en generatividad (compromiso con la pro-
moción del bienestar de las generaciones siguientes) tienden a construir
historias vitales redentoras (del sufrimiento a un estado fortalecido), de
sensibilidad en la infancia al sufrimiento o a las injusticias sociales, de es-
tablecimiento de un sistema de valores claro y firme durante la adolescen-
cia y, finalmente, de persecución de objetivos que beneficien a las ciudad
en el futuro. Sus historias reflejan el intento agradecido de devolver a la
sociedad lo que han recibido, cómo su sacrificio se verá recompensado con
el bienestar de las generaciones futuras, y confiriendo legitimidad moral a
su vida (la identidad, el sentido de la vida, exige una orientación hacia el
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bien).
La vida supone nuevas experiencias, de manera que las historías pueden
cambiar sustancialmente con el tiempo. McAdams et al. (2006) pidieron a
estudiantes universitarios que recordaran y describieran diez escenas clave
de su vida en tres momentos distintos. Sólo el 28% de los recuerdos epi-
sódicos descritos la primera vez se repitieron tres meses después, descen-
diendo al 22% tres años después. Sin embargo, se encontró una notable con-
sistencia en ciertas cualidades emocionales y motivacionales de las historias
(tono emocional positivo, esfuerzos orientados al poder/logro) y nivel de
complejidad narrativa. Las explicaciones iban ganando en complejidad e in-
corporaron más temas, sugiriendo crecimiento personal e integración.
Por otra parte, los estudios transversales han demostrado que las narra-
ciones de los adultos de mediana edad y mayores (versus adolescentes y
adultos jóvenes) son más complejas y coherentes. Su razonamiento auto-
biográfico sobre momentos de inflexión (conclusiones resumen sobre el yo
a partir de episodios) es más sofisticado psicológicamente, y sus narraciones
tienen un tono más positivo, integrador, y sus recuerdos son más generales

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

y centrados en el aspecto emocional. La revisión de la vida (recuerdo de


sucesos significativos) parece mejorar la satisfacción vital y aliviar los sín-
tomas de ansiedad y de depresión de las personas mayores. La tarea de
la última fase del desarrollo según Erikson consiste precisamente en la
integridad del yo (versus desesperación), es decir, en la aceptación del his-
torial vital (aspectos positivos y negativos) y de la muerte (McAdams y
Cox, 2010).

5.2.4 Cambios normativos en autoestima

Las evidencias empíricas sobre el cambio normativo indican que a princi-


pios de la infancia media disminuye la autovaloración, probablemente por
la comparación social y por el feedback externo que les hacen ser más rea-
listas. Aparecen diferencias sexuales (inferior autoestima de las niñas) que
persisten durante el ciclo vital; son especialmente significativas en la in-
fancia media y entre los 15 y los 18 años. En la adolescencia temprana
(11-13 años) se produce otro declive, seguido de una mejora progresiva
(global y en dominios específicos) durante la adolescencia (posibilidad de
elegir materias, mayor habilidad de toma de perspectiva asociada a mejor
conducta y aceptación por los iguales). Durante la etapa de adulto joven
hasta alrededor de los 60 años sube de forma lenta pero continuada; después
de los 70 disminuye, sobre todo en los varones durante los últimos años de
vida. Los resultados se mantienen con independencia del sexo, estatus
socioeconómico o nacionalidad (Harter, 2006; McAdams y Cox, 2010).
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Muchos cambios coinciden con la transición a la educación secundaria,


de manera que podrían deberse a este cambio de ambiente (comparaciones
sociales, competición, más control y menos atención personal). Además,
los cambios físicos, cognitivos, emocionales y sociales pueden entorpecer
aún más el sentido de continuidad, amenazando la autoestima. Las chicas
suelen presentar una menor autoestima que los chicos, y el descenso es ma-
yor en chicas de maduración temprana. Se ha argumentado que los esque-
mas de orden superior (autoestima global) deberían ser más estables al ha-
berse adquirido a edades más tempranas y mediante experiencias
significativas emocionalmente. Parece haber acuerdo en las fluctuaciones
del yo adolescente motivadas por la problemática de los atributos contra-
dictorios o la socialización (preocupación por lo que piensa el otro; mensa-
jes contradictorios de las personas significativas).
Sin embargo, estos cambios normativos pueden enmascarar diferencias
individuales. Los más competentes en áreas importantes y los que se sien-
ten apoyados por personas significativas es más probable que aumenten
su autoestima durante las transiciones, mientras que la falta de competencia

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

y de apoyo percibido se asocia a una disminución de la autovaloración. Los


resultados indican que unos adolescentes mantienen estable su autoestima,
otros la fortalecen y en otros se produce un declive. Se ha informado del
papel que desempeñan determinadas variables (e.g., importancia concedida
a la aprobación de los demás; contexto relacional específico) en la variabi-
lidad. También se ha comprobado que los rasgos de personalidad (extraver-
sión, agradabilidad, responsabilidad, estabilidad emocional y apertura) se
mantienen más estables que la autoestima durante la transición a la secun-
daria (Harter, 2006).

6. Desarrollo del rol sexual

6.1 Actitudes y conductas típicas del sexo

El sexo es una categoría social importante (los futuros padres ya preparan


la venida de forma diferente según esperen niño o niña), de manera que se
han investigado los procesos que conducen a la conducta típica del hombre
y de la mujer. Los bebés de 3-4 meses distinguen entre categorías de caras
de hombre y mujer en paradigmas de mirada preferencial. A los 6 meses
discriminan caras y voces en función del sexo, y realizan asociaciones
intermodales entre caras y voces. Hacia los 10 meses forman asociaciones
estereotipadas entre caras de mujeres y de hombres y objetos típicos, sugi-
riendo una forma primitiva de estereotipos. Sobre los 27-30 meses la mayo-
ría coloca correctamente su foto entre las de su mismo sexo (Martin y Ru-
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ble, 2010).
Los primeros estudios sobre la edad en que los niños reconocen su sexo
y el de los otros concluyeron que lo etiquetaban y comprendían alrededor
de los 30 meses; sin embargo, investigaciones más recientes apuntan a
una edad más temprana (Martin y Ruble, 2010). Por ejemplo, Zosuls et al.
(2009) analizaron etiquetados de género (e.g., niña, niño, mujer, hombre)
en el habla natural desde los 10 meses; también analizaron vídeos de niños
jugando a los 17 y a los 21 meses. El 25% utilizaba etiquetados de género
a los 17 meses, y el 68%, a los 21. Las niñas, como grupo, realizaban eti-
quetados a los 18 meses, un mes antes que los niños. Los que conocían y
utilizaban etiquetados de género era más probable que se implicaran en
juegos con muñecos típicos de su sexo (coches y muñecas). En general, los
resultados sugieren que la mayoría desarrolla la capacidad de etiquetar y
utilizar esos etiquetados de género entre los 18 y los 24 meses. Es decir,
que desarrollan una conciencia del yo sobre los 18 meses, y después ini-
cian una búsqueda activa de información sobre el significado de las cosas y
sobre cómo deben comportarse. A los 3 años realizan el etiquetado sexual

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

diferenciando al hombre por la cara y la silueta y a la mujer por el peinado


(Hines, 2010; Ruble, Martin y Berenbaum, 2006; Stennes, Burch, Sen y
Bauer, 2005).
Muchos niños desarrollan estereotipos básicos sobre los 3 años de edad
(Martin y Ruble, 2010). Primero comprenden las diferencias sexuales aso-
ciadas a posesiones adultas (e.g., vestido y corbata), apariencia física, roles,
juguetes y actividades, y reconocen algunas asociaciones abstractas con el
género (e.g., dureza el hombre; suavidad la mujer). Desde los 12 meses
prefieren los juguetes típicos de su sexo (el niño mira más los coches y
armas, y la niña, las muñecas). Alrededor de los 2 años tienen ya cierta
comprensión de los estereotipos sexuales. Por ejemplo, las niñas (no los
niños) de 18-24 meses emparejan juguetes típicos y caras de niños o niñas
(en el paradigma de la mirada preferencial). A los 24 meses les llaman más
la atención los dibujos en que las actividades no están en consonancia con
el sexo (e.g., niño poniéndose maquillaje).
Sobre los 4 años y medio creen que las niñas cometen más agresiones
relacionales que los niños (Giles y Heyman, 2005). Desde preescolar y has-
ta 4.º o 5.º de Primaria se ve a las niñas como delicadas, poniéndose vestidos
y gustándoles las muñecas, y a los niños con el pelo corto, divirtiéndose con
juegos activos y siendo más brutos (Miller, Lurye, Zosuls y Ruble, 2009).
Con la edad se amplía el rango de estereotipos sobre deportes, ocupaciones,
tareas escolares y roles adultos, haciéndose más sofisticada la naturaleza de
la relación (e.g., Sinno y Killen, 2009). Concretamente, en la infancia tempra-
na se hacen asociaciones verticales entre etiquetado («niñas», «niños») y cua-
lidades (e.g., «a los niños les gustan los coches»). Las inferencias horizonta-
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les (e.g., reconocer que coches y aeroplanos se asocian a «masculinidad») se


inician sobre los 8 años. Los resultados metaanalíticos indican que los este-
reotipos se van volviendo más flexibles con la edad. Trautner et al. (2005)
encontraron que la rigidez de los estereotipos era mayor entre los 5 y los
6 años, aumentando la flexibilidad dos años después.
La preferencia por los contactos con los iguales del mismo sexo (segre-
gación sexual) surge a los 27 meses en las niñas y a los 36 en los niños,
pudiendo apreciarse a esta edad los primeros indicios del trastorno de identi-
dad del género. La fuerte orientación de género (típica o atípica) a los 2 años
y medio progresivamente se va extremando hasta los 8 años. A los 4 años y
medio los niños de ambos sexos pasan el triple de tiempo con iguales
de su mismo sexo que con los del otro, y a los 6 años y medio diez veces
más. Alrededor del 80-90% de los compañeros de juego son del mismo
sexo. Además, los niños son más activos físicamente y sus juegos más
«brutos», como jugar a pelearse (Golombok, Rust, Zervoulis, Croudace,
Golding y Hines, 2008; Hines, 2010; Ruble, Martin y Berenbaum, 2006).
Los estudios con historias hipotéticas sobre exclusión de actividades este-

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

reotipadas (e.g., clases de ballet o deportes duros) han informado de dife-


rencias de edad en función de la situación. Cuando se trata de un solo niño
que quiere entrar en el grupo no se ve bien su exclusión, aunque sean cons-
cientes de los estereotipos (Killen, McGlothlin y Henning, 2008). No obs-
tante, la flexibilidad es mayor con la edad: 60% de los preescolares y 90%
de los niños mayores desaprueban la exclusión.
Las descripciones libres de los preescolares suelen hacer referencia a
muñecas y al aspecto físico (e.g., vestidos, complementos) cuando hablan
de niñas, y a juguetes y conductas (golpes, jugar a los héroes) para referirse
a los niños. Los de ambos sexos quieren vestir la ropa típica, aunque esta
tendencia a la vestimenta estereotipada es especialmente fuerte en las ni-
ñas. Entre los 4 y los 7 años aumenta drásticamente el conocimiento sobre
patrones de habla y roles de género. Utilizan voz más grave y hablan más
fuerte para imitar al padre, y voz aguda, entonación exagerada y vocabu-
lario estereotipado (e.g., «adorable») cuando imitan a la madre.
Se acentúa la preferencia por los juegos típicos (80% a los 4 años, 100%
a los 7 años), y las actividades son tan diferentes que parecen dos culturas
distintas (e.g., las niñas con muñecas en juegos imaginativos sobre hogar,
glamour y romance; los niños con juguetes que se transforman o de cons-
trucción, en juegos de fantasía sobre héroes, agresiones y peligros). Ade-
más, el estilo de juego también es diferente, permaneciendo los niños más
alejados de los adultos (por tanto, menos supervisado y más orientado a los
iguales) y en grupos mayores (promoviendo la competición y los conflic-
tos). Los niños (versus niñas) evitan más las actividades estereotipadas del
otro sexo (Ruble et al., 2006).
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Muchos entienden la constancia del género, relacionan características de


personalidad y género, presentan sesgos positivos intragrupales (asignan
características más positivas a los del mismo sexo) y esperan que sus com-
pañeros de juego sean del mismo sexo (sólo el 25% de interacciones con
ambos sexos, descendiendo al 15% en los primeros años escolares). Los
preescolares (y escolares) dicen experimentar sentimientos más positivos
con los de su mismo sexo. No obstante, Kowalski (2007) demostró que las
interacciones implicaban comentarios evaluativos entre niños y niñas, pero
que rara vez suponían animosidad. La creencia de ser igual a los del mismo
sexo y diferente a los del otro predice la segregación sexual.
Durante la etapa escolar primaria se producen cambios importantes (Ru-
ble et al., 2006). En los primeros años, los niños empiezan a ocultar las
emociones negativas (e.g., tristeza) y las niñas a mostrar menos sentimien-
tos que puedan herir a los demás (e.g., ira o decepción). Aumenta la gama
de ocupaciones, deportes o materias escolares que asocian a uno u otro
sexo. Sobre los 6 años comprenden que los trabajos típicos del hombre
tienen un estatus superior; por ejemplo, Bigler, Arthur y Hughes (2008) en-

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

contraron que el 87% de los niños de entre 5 y 10 años sabía que la presi-
dencia de Estados Unidos sólo había sido ocupada por hombres, atribu-
yéndolo un 30% a la discriminación (los hombres no votarían a una mujer).
Neff, Cooper y Woodruff (2007) informaron que entre los 7 y los 15 años
aumentaba la creencia de que los varones tienen más poder que las muje-
res. En general, los resultados indican que los niños comprenden el estatus
diferente y la discriminación sexual a finales de la escuela elemental (antes
lo entienden cuando las desigualdades son patentes). Por ejemplo, los niños
de 5 a 7 años, y en mayor medida los de 8-10, percibían el trato discrimi-
natorio del profesor en la evaluación de niños y niñas cuando se les decía
expresamente que podía estar sesgado, pero no cuando la situación era am-
bigua (Brown y Bigler, 2005).
Los iguales suelen reaccionar negativamente a la transgresión de las
normas de género. Por ejemplo, Kowalski (2007) informó que, según los
profesores, los preescolares respondían corrigiendo («dale esa muñeca a
una niña»), ridiculizando o negando la identidad («Víctor es una niña»).
Además, según McGuire, Martin, Fabes y Hanish (2007) (informado en
Martin y Ruble, 2010), eran capaces de identificar a los niños que forzaban
el cumplimiento de las reglas de género e imponían la segregación, y que
los más expuestos a la influencia de esos «policías de género» era más pro-
bable que jugaran sólo con los de su mismo sexo. Los estudios con niños
mayores indican que los que respetan estos estereotipos son más populares
y los que tienen conductas no normativas extremas de género son rechaza-
dos. Sin embargo, algunos resultados sugieren una disminución drástica de
los juicios negativos entre los 5-7 años, probablemente porque ya compren-
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den la constancia del género (Ruble et al., 2007).


Las puntuaciones superiores de los niños en percepción espacial se pue-
den deber a su mayor práctica con los videojuegos; aunque tienen un ma-
yor rendimiento en matemáticas y comprensión científica, existen diferen-
cias culturales (es menos probable que haya diferencias donde hay más
igualdad de género). Además, el mantenimiento de la ventaja en matemá-
ticas y capacidad espacial se puede deber al estereotipo (expectativa de
bajo rendimiento). Las niñas son superiores en música, lectoescritura, flui-
dez verbal, velocidad perceptiva y competencia social. Sin embargo, a pe-
sar de sus mejores resultados en esas áreas, no se creen más capacitadas
(Hines, 2010).
La autoestima del niño es mayor que la de la niña alrededor de los 10 años,
y tiende a aumentar durante la adolescencia. En primer curso todos reco -
nocen las normas sobre cómo vestirse y peinarse en función del sexo, y
en tercero las normas estereotipadas del juego. Las niñas tienen más este-
reotipos sobre la apariencia, y las descripciones de ambos contienen más
estereotipos cuando se refieren a niñas. Hasta los 5 años, la autoimagen

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

corporal es similar en ambos sexos, pero entre los 6 y los 8 años las niñas
se sienten más insatisfechas con su imagen (centrada en el peso) que los
niños (musculatura); la insatisfacción continúa en la adolescencia. El estilo
de comunicación es diferente ya en preescolar, pero las diferencias aumen-
tan en los primeros años escolares. Las chicas tienen un discurso afiliativo
e intentan mostrar atención, responsabilidad y apoyo; los niños, llamar la
atención, controlar y dominar. No obstante, el sexo del interlocutor desem-
peña un papel moderador, siendo más evidente el estilo cuando es del mis-
mo sexo (Leaper y Smith, 2004; Ruble et al., 2006).
Los adolescentes (versus chicas) son menos flexibles en sus preferencias
por el juego y las actividades. Durante la adolescencia media ambos sexos
prefieren las actividades e intereses estereotípicos en diversos contextos.
Las chicas se interesan por temáticas de aventuras, fantasmas/terror, anima-
les, escuela, relaciones/historias de amor y poesía. Los adolescentes prefie-
ren la ciencia ficción/fantasia y los cómics. En comparación con finales de
la escuela primaria, las actividades de los chicos son ahora más estereotipa-
das, y las adolescentes dedican más tiempo a su cuidado personal y tareas
del hogar, y menos al deporte. Por otra parte, las relaciones de las chicas se
centran en la intimidad y el amor, y las de los chicos, en el poder y la exci-
tación. Desaparece la tendencia a relacionarse principalmente con personas
del mismo sexo, de manera que a mediados de la etapa el 40-50% ha man-
tenido una relación romántica (Ruble et al., 2006).

6.2 Perspectivas teóricas


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Desde el enfoque de la socialización, la teoría cognitivo-social destaca el


aprendizaje como el mecanismo por el que se adquiere la conducta típica
del sexo, ya sea mediante refuerzos (respuestas positivas ante este tipo de
comportamiento) o por observación (los niños modelan la imagen reflejada
sobre su sexo y se comportan de acuerdo con la etiqueta «es de niños» o
«es de niñas»). No imitan a un único modelo (aprenden de varios que reali-
cen una misma actividad asociada al género). Además, construyen nocio-
nes sobre apariencia, ocupación o conducta «apropiados» observando los
modelos de ambos sexos; a partir de estos estereotipos desarrollan un con-
cepto más amplio sobre la conducta apropiada para cada género. Su puesta
en práctica dependerá de incentivos y sanciones, que le harán desarrollar
expectativas y sentimientos de autoeficacia en relación con su conducta de
género, que lo motivarán y ayudarán a regularla.
Los padres pueden crear un ambiente típico de género que encauce las
preferencias y actividades (e.g., juguetes, mobiliario, respuesta a determi-
nadas actividades) que, a su vez, se relacionan con futuras diferencias en

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

habilidades cognitivas y sociales. Además, sus creencias y expectativas in-


fluyen en las percepciones y conducta que tienen con los hijos. Por ejem-
plo, el padre suele dar más explicaciones de tipo científico al hijo varón
(e.g., en un museo), y la madre habla más con la hija, incluidas las emocio-
nes (repercutiendo en la expresividad y autorregulación emocional) (Gel-
man y cols., 2004; Hines, 2010; Ruble et al., 2006).
Ya en preescolar los maestros tienden a animar a los niños a que jueguen
a actividades típicas de su sexo. Por otra parte, las conductas contrarias al
estereotipo suelen ser objeto de burla por los iguales, especialmente si el
autor es un niño. Los medios de comunicación también contribuyen: los
programas infantiles de televisión suelen presentar imágenes más estereoti-
padas que los de adultos, y las revistas de chicas se centran más en el as-
pecto físico, peso o relaciones (Ruble et al., 2006).
Desde una perspectiva cognitivo evolutiva, Kohlberg entendía el de-
sarrollo del rol de género como una construcción activa. La comprensión
de la constancia del género se desarrolla en tres fases. Antes de los 3 años
aprenden a identificar su propio género (identificación básica o etiquetado),
entre los 3 y los 5 años comprenden la estabilidad a través del tiempo (jus-
tificación basada en detalles irrelevantes para la consistencia: «sigue te-
niendo cara de niño», en vez de «es lo mismo que lleve vestido, sigue siendo
un niño»), y, finalmente, entre los 5 y los 7 años adquieren la constancia
del género (permanece a pesar de cambios superficiales del aspecto físico o
realización de actividades no típicas). Una vez adquirido el sentido de iden-
tidad sexual, se implica activamente en la socialización del género, cada
vez más motivado para comportarse como los demás de su mismo sexo.
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Los teóricos cognitivos afirman que los esquemas del género o sistemas
de conocimiento relativos al género desempeñan un papel fundamental en
la adquisición de la conducta típica del sexo. Distinguen entre esquemas de
orden superior (listado de las características de ambos sexos) y esquemas
sobre el sexo del individuo (información detallada sobre las acciones rele-
vantes para esa persona). Una vez identificado como chico o chica, co-
mienza a buscar los detalles y guiones sobre la actividad propia de su sexo,
volviéndose más sensible a las diferencias. Los esquemas difieren entre las
personas (complejidad, accesibilidad), influyen en su forma de pensar y ac-
tuar, y se utilizan para evaluar y explicar el comportamiento de los demás.
Por ejemplo, los niños tienen mayor riesgo de lesiones que las niñas; sin
embargo, los de 6-10 años piensan que los varones es menos probable que
se lesionen (esquema de «las niñas son débiles») (Hines, 2010; Ruble et al.,
2006).

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

Resumen
El temperamento se refiere a diferencias individuales en reactividad y autorregula-
ción, determinadas biológicamente. Con el desarrollo, las características tempera-
mentales se transforman en otras más diferenciadas y complejas de personalidad,
aunque conservando una estructura similar. Las diferencias en personalidad se re-
fieren a rasgos, pero también a objetivos sociales, afrontamientos, motivaciones e
identidades. El constructo de los Cinco Grandes rasgos (extraversión, neuroticismo,
agradabilidad, responsabilidad y apertura a la experiencia) ha sido el más investiga-
do.
La extraversión, neuroticismo y apertura a la experiencia disminuyen a lo largo
del ciclo vital, mientras que la agradabilidad y la responsabilidad tienden a aumen-
tar. Esto sugiere una optimización normativa de la adaptación, pero no del creci-
miento. La «sabiduría personal» (crecimiento) exige puntuaciones elevadas en cinco
dimensiones: conocerse a sí mismo (sentido de la vida), estrategias de crecimiento y
autorregulación, comprensión de la conducta y de la dependencia del contexto, eva-
luación distante y tolerancia de la ambigüedad. Numerosos estudios han demos-
trado la influencia directa e indirecta de la personalidad sobre el desarrollo, así como
el papel mediador que pueden desempeñar las prácticas de crianza en la relación
entre personalidad y adaptación.
El desarrollo de la conciencia de sí mismo culmina a los 3-4 años cuando se
consolida el sentido del yo. Sin embargo, las autodescripciones de los niños de esta
edad sólo contienen representaciones concretas de características observables, y sus
autoevaluaciones suelen ser irrealísticamente positivas. Paradójicamente, los avan-
ces cognitivos de la infancia media podrían explicar que las autopercepciones nor-
mativas se vuelvan más negativas.
La adolescencia temprana se caracteriza por la proliferación de rasgos y por la
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construcción de múltiples versiones del yo. Durante la adolescencia media las auto-
descripciones son más extensas e introspectivas, y denotan una preocupación cada
vez mayor por lo que los otros puedan pensar. La autorrepresentaciones del adoles-
cente tardío reflejan creencias personales, valores y estándares morales construidos
a partir de sus experiencias. Los objetivos del adolescente se corresponden con de-
terminadas categorías de identidad (lograda, moratoria, hipotecada y difusa) en di-
versas áreas (ocupación, ideología y relaciones).
El adulto intenta construir un patrón coherente del yo, que debe sentir como
verdadero y auténtico. Los roles y rasgos son los dos elementos principales del yo,
siendo más probable que cambien los primeros. También se identifica en función
de sus «yoes posibles». La identidad narrativa requiere visionar la vida y narrarla
en una secuencia de sucesos vitales. El razonamiento autobiográfico sobre sucesos
negativos implica su exploración y la construcción de un significado positivo; la
generatividad de los mayores se ha relacionado con la construcción de historias vi-
tales redentoras.
La teoría cognitivo-social explica la adquisición de la conducta típica del sexo
por el aprendizaje, mediante refuerzos o por observación. Los padres contribuyen
creando un ambiente típico de género que encauce las preferencias y actividades de

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6. Desarrollo de la personalidad y del rol de género

los hijos; los maestros orientándolos hacia determinadas actividades, los iguales
con sus reacciones ante determinadas conductas, y los medios de comunicación re-
saltando comportamientos estereotipados. Kohlberg entendía el desarrollo del rol de
género como una construcción activa en tres fases, de manera que la constancia del
género no se adquiere hasta los 5 o los 7 años. Según la perspectiva cognitiva, los
esquemas del género desempeñan un papel fundamental en la adquisición de la
conducta típica del sexo, influyendo en la forma de pensar y actuar y utilizándose
para evaluar la conducta de los demás.

Actividades propuestas
1. Analizar similitudes y diferencias en los Cinco Grandes rasgos en preescolares,
escolares y adolescentes, y posibles diferencias sexuales.

2. Investigar el autoconcepto y autoestima de niños y niñas de preescolar, educa-


ción primaria, secundaria y bachillerato.

3. Estudiar la identidad narrativa de adultos jóvenes y mayores, hombres y muje-


res, y su posible relación con su nivel de bienestar psicológico.

4. Analizar el surgimiento de la identidad de género, estereotipos y discrimina-


ción en función del sexo en preescolares y escolares.

Lecturas recomendadas
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Fierro, A. (1999): «Desarrollo social y de la personalidad en la adolescencia», en


M. Carretero, J. Palacios y A. Marchesi (eds.), Psicología evolutiva. 3. Adoles-
cencia, madurez y senectud, Madrid, Alianza Editorial, pp. 95-138.
Martin, C. L. y Ruble, D. N. (2010): «Patterns of gender development», Annual Re-
view of Psychology, 61, 353-381.
McAdams, D. P. y Olson, B. D. (2010): «Personality development: Continuity and
change over the life course», Annual Review of Psychology, 61, 517-542.
Palacios, J. (2008): «Desarrollo del yo», en F. López, I. Etxebarria, M. J. Fuentes y
M. J. Ortiz (coords.), Desarrollo afectivo y social, Madrid, Pirámide, pp. 231-245.

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7. Desarrollo moral y de la
conducta prosocial y agresiva
M.ª del Rosario Cortés Arboleda
José Cantón Duarte

1. Perspectivas sobre moralidad

Las teorías e investigación sobre la moral se han centrado en tres compo-


nentes básicos: afectivo (sentimientos despertados por las acciones correc-
tas o incorrectas), cognitivo (forma de entender lo correcto y lo incorrecto)
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y conductual (comportamiento real). La moralidad del individuo se ha de-


terminado mediante criterios como la prestación de ayuda, interiorización de
las normas, comportamiento acorde con ellas, experimentación de empatía
y/o culpabilidad, razonamiento sobre la justicia o la anteposición del bien
ajeno al propio. Aunque cada uno de estos indicadores es importante para
comprender la moralidad, ninguno la define completamente (Rest, 1983).

1.1 Psicoanálisis y conductismo

Ambas perspectivas atribuyen el desarrollo moral al control social de las


necesidades, intereses e impulsos del individuo. Según Freud, el superyó
(3-6 años) significa la interiorización de las normas y coerciones. Una au-
téntica conciencia moral que vigila los pensamientos, deseos y acciones del
niño, y ante la que el yo se siente responsable (aunque nadie lo vea, premie
o castigue). La influencia de la familia hace que la gratificación inmediata
vaya siendo sustituida por estándares interiorizados y por el mecanismo in-

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

terior de las emociones que regulan el comportamiento (ansiedad, miedo,


amor y apego). La aprobación/rechazo de los padres (moral heterónoma) se
sustituye por la aprobación/desaprobación de la propia conciencia moral
(moral autónoma); una vez interiorizada, la moralidad sería invariable e in-
flexible (Etxebarria, 2008; Turiel, 2006).
Según Skinner, la moralidad refleja comportamientos reforzados (positi-
va o negativamente) mediante juicios de valores asociados a las normas
culturales. Las acciones no son intrínsecamente buenas o malas, sino que
su significado se adquiere y se ejecutan debido a contingencias de reforza-
miento. Las contingencias basadas en la moralidad de grupo tienen que ver
con las relaciones y se gobiernan mediante refuerzo verbal (e.g., bien, mal,
correcto, malo). El control social resulta especialmente fuerte cuando lo
ejercen fuerzas institucionales (e.g., religiosas, gubernamentales o educati-
vas). Las conductas aprendidas así, al mantenerse el reforzamiento, no
cambian. No se consideran obligaciones y deberes, sino simplemente una
consecuencia de la planificacion de contingencias sociales eficaces.

1.2 Enfoque cognitivo evolutivo

1.2.1 Teoría de Piaget

Utilizando dos métodos de investigación, la observación del juego (crea-


ción, modificación y omisión de las reglas) y la presentación de dilemas
morales sobre cuál de dos personajes actuaba peor (e.g., niña intentando
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ayudar hace una mancha grande en el mantel versus un niño que hace una
mancha pequeña jugando con la pluma, a pesar de tenerlo prohibido), Pia-
get elaboró un modelo del desarrollo moral centrado en el seguimiento de
las reglas.
Consideraba que las relaciones recíprocas y las características de la ex-
periencia social eran los determinantes del desarrollo, analizando la morali-
dad desde la perspectiva de cómo la experiencia genera juicios sobre las re-
laciones, reglas o autoridad. Por otra parte, la transmisión social no se
limita a una mera reproducción de lo transmitido, sino que también da lu-
gar a su reelaboración. En el desarrollo moral influyen diversas experien-
cias, incluidas las emocionales (e.g., simpatía, empatía, respeto) y las rela-
ciones con iguales y adultos.
El concepto de moralidad va cambiando con el desarrollo de la cogni-
ción social, distinguiendo Piaget entre moralidad heterónoma y autónoma.
Cada estadio lo integra un sistema coherente de ideas sobre la moralidad,
del que depende el juicio moral; la organización y dinámica son diferentes,
aunque no hay unos límites claros entre ellos. Los dos tipos de moralidad

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7. Desarrollo moral y de la conducta prosocial y agresiva

constituyen el inicio y final del desarrollo moral, que implica pasar al más
apto para la toma de decisiones morales, es decir, al que considera más as-
pectos importantes de la realidad.
La moralidad basada en normas fijas y obediencia a la autoridad se con-
sidera menos avanzada que la fundamentada en el respeto mutuo y la coo-
peración, así como en la garantía de la justicia y equidad, reglas, leyes y
obligaciones. Estos conceptos son obligatorios, pero se aplican con flexibi-
lidad dependiento de la situación, intenciones y perspectivas. Además, el
cambio a la moralidad autónoma conlleva la participación del indivíduo en
la elaboración de las normas en vez de limitarse a aceptar las ya elaboradas.
Por lo que respecta a la estructura y organización, los niños de la etapa
premoral (0-5 años) no tienen una concepción real de la moralidad; hay
poca conciencia de las reglas, de manera que o no existen o no son coerciti-
vas. Durante la etapa de moralidad heterónoma (5-10 años) adquieren cier-
to número de reglas de los adultos, que deben obedecer y que consideran
inmutables, independientemente de las circunstancias. Evalúan las situacio-
nes morales en función de las consecuencias físicas y objetivas de la trans-
gresión (responsabilidad objetiva), sin importar la intencionalidad de los
actos (son peores los que causan más daño). Los adultos tendrían un cono-
cimiento absoluto de la conducta moral, creyendo el niño en la justicia
inmanente, es decir, en que toda mala conducta (violación de las normas)
sufrirá un castigo invariablemente (e.g., si coge una galleta sin que lo vean y
después se cae pensará que ha sido en castigo por lo que hizo). Finalmente,
entiende el castigo como expiatorio, sin importar su relación con la natura-
leza del acto prohibido.
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La moralidad autónoma (a partir de los 10-11 años) se basa en la igual-


dad de estatus, cooperación, negociación y coordinación de planes buscan-
do el beneficio común. El niño se va dando cuenta de que las reglas son
acuerdos arbitrarios que se pueden cambiar consensuadamente, y que se
obedecen por una decisión autónoma de cooperar. Se basa en la equidad
(ser tratado según las necesidades y circunstancias particulares), de mane-
ra que no se deben aplicar a todos las mismas sanciones (circunstancias ate-
nuantes). La sanción se basa en la reciprocidad (comprensión de las con-
se cuencias de la transgresión). Las interacciones con los iguales,
caracterizadas por la igualdad, el respeto mutuo y la colaboración, se consi-
deran cruciales para el desarrollo moral. A diferencia de cuando se limitaba
a cumplir las órdenes del adulto, la igualdad le obliga a comunicar sus
intenciones y argumentar su conducta, y por tanto a reflexionar sobre ella.
Según Piaget, los niños no son moralmente responsables de sus actos hasta
la fase de moralidad autónoma; antes no tienen conciencia moral de haber
violado las normas. La investigación ha respaldado supuestos piagetianos
como el de la heteronomía moral en los niños pequeños, la relación entre

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Desarrollo socioafectivo y de la personalidad

desarrollo cognitivo y moral, y la influencia de la interacción con los igua-


les (Turiel, 2006).

1.2.2 Teoría de Kohlberg

Su metodología de trabajo consistía en pedir la mejor solución a diversos


dilemas morales, indicando cómo se debería actuar en esa situación y por
qué. Sirva como ejemplo su dilema más conocido:

En Europa, una mujer estaba a punto de morir de un tipo especial de cáncer. Sin embar-
go, existía el medicamento que los médicos pensaban que podía salvarla. Era un tipo de
radio recientemente descubierto por un farmacéutico de la misma ciudad. La fabricación
resultaba cara pero el farmacéutico cobraba diez veces más de su costo, por una dosis
pequeña (que quizá le salvara la vida). Heinz, el esposo de la enferma, pidió prestado
todo el dinero que pudo, reuniendo la mitad de lo que necesitaba. Le dijo al farmacéuti-
co que su mujer se estaba muriendo y que se lo vendiera más barato o que le permitiera
pagárselo después. El farmacéutico le dijo que no, que lo había descubierto y que ahora
iba a ganar dinero. Ante esa respuesta Heinz se desesperó e irrumpió en el laboratorio
para robar el medicamento. ¿Debió Heinz haber actuado así? ¿Por qué sí o por qué no?

Al igual que Piaget, Kohlberg consideraba que el razonamiento moral se


basa en la estructura cognitiva y no en el aprendizaje de reglas morales, di-
ferenciando entre una moralidad básica (nivel concreto) y otra profunda
(nivel más abstracto). El paso de un estadio al siguiente también depende
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del nivel de desarrollo cognitivo, aunque su descripción del desarrollo mo-


ral (seis estadios) es más precisa. Los dos autores conciben el desarrollo
moral como un avance hacia relaciones equilibradas y dependiendo más de
las interacciones con iguales que con adultos, pero Kohlberg enfatiza más
la importancia de las situaciones (e.g., participación en la toma de decisio-
nes). Los niños son auténticos «filósofos morales» que, a partir de sus ex-
periencias, construyen formas de pensamiento sobre conceptos como justi-
cia, derechos, igualdad o bienestar. En el desarrollo moral intervienen
emociones como la simpatía, la empatía, el respeto, el amor y el apego,
como parte de un proceso de adopción del punto de vista del otro. Basándo-
se en los razonamientos de niños y adolescentes sobre situaciones hipotéti-
cas de conflicto moral formuló una teoría sobre el desarrollo moral en seis
estadios, distribuidos en tres niveles de razonamiento moral. Cada estadio
supone una forma distinta de pensar sobre los dilemas morales, más que un
tipo de decisión moral.
El razonamiento del nivel preconvencional (4-10 años) es egocéntrico y
se respetan las reglas para evitar el castigo o para obtener recompensas

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