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EL Deseo

Cuando el analizante considera que su analista es simplemente una persona como


cualquier otra, esto es, un semejante, puede comenzar a compararse con él, a verse
reflejado en él, a imitarlo y en última instancia a competir con él. Lacan caracteriza la
relación que surge en esta situación como predominantemente imaginaria. Al calificarla
de «imaginaria», no quiere decir que la relación no exista; quiere decir que está
dominada por la imagen que el analizante tiene de sí mismo y por la imagen que se
forma del analista. El analista será amado en la medida en que la imagen que el
analizante tiene de él se asemeje a la imagen que el analizante tiene de sí mismo, y será
odiado en la medida en que sea diferente. Cuando el analizante se mide a sí mismo en
función de la imagen que tiene del analista, la pregunta fundamental es «¿Soy mejor o
peor, superior o inferior?».
Las relaciones imaginarias están dominadas por la rivalidad, el tipo de rivalidad con el
que la mayoría de nosotros estamos familiarizados a partir de la rivalidad entre
hermanos.

Cuando el analista es visto como alguien como el analizante, puede ser considerado
como un objeto o un otro imaginario por el analizante. (Lacan escribe a este otro con
minúscula para indicar que pertenece a lo imaginario) .Cuando el analista es visto como
un juez o un padre, puede ser considerado una especie de objeto simbólico u Otro por el
analizante (lo que se denota con una A, «Otro»). Cuando el analista es visto como la
causa de las formaciones del inconsciente del analizante, puede ser considerado un
objeto «real» por el analizante (lo que se escribe con la expresión «objeto a»).
El analista en posición de causa del deseo para el analizante es, según Lacan, el motor
del análisis; en otras palabras, es la posición que el analista debe ocupar para que la
transferencia conduzca a algo diferente de una identificación con el analista como fin de
un análisis (identificación que ciertos psicoanalistas postulan como meta del análisis).
Un objetivo extremadamente importante del análisis es pasar de la constancia y la
fijación de la demanda a la variabilidad y la movilidad del deseo, es decir, «dialectizar»
el deseo del analizante. Una de las formas de que dispone el analista para lograrlo es
escuchar los potenciales deseos que subyacen a cada dicho, a cada pedido, y a todo lo
que el analizante presenta como demanda «pura y simple».
Interpretar un pedido de un paciente como una simple demanda y acceder a él es anular
cualquier deseo que pueda haber estado escondido tras aquel o aun que pueda haber
estado procurando expresarse.
El deseo no apunta tanto hacia un objeto (deseo -► objeto), sino que más bien es
despertado por cierta característica que a veces puede ser leída en un objeto de amor en
particular: el deseo es empujado, no arrastrado (causa - deseo). Durante un tiempo, se
cree que el objeto «contiene» la causa, «tiene» el rasgo o la característica que incita el
deseo del analizante. Sin embargo, en cierto punto, la causa es abruptamente sustraída
del objeto y el objeto es rápidamente abandonado.
El deseo humano, estrictamente hablando, no tiene objeto. En verdad, no sabe muy bien
qué hace con los objetos. Cuando se obtiene lo que se quiere, ya no se lo puede querer
porque ya se lo tiene. El deseo desaparece cuando alcanza su objeto ostensible.
Obtener lo que se quiere no es la mejor estrategia para mantener vivo el deseo.
Lacan afirma que aun luego de un «análisis exitoso», el deseo esencialmente busca su
propia continuación; sin embargo, debido a una reconfiguración del sujeto en relación
con la causa de su deseo, el deseo ya no obstaculiza la búsqueda, por parte del sujeto, de
la satisfacción.
El objeto a puede tomar muchas formas. Puede ser cierto tipo de aspecto que alguien
tenga, el timbre de su voz, la blancura, la sensación al tacto o el olor de su piel, el color
de sus ojos, su actitud al hablar –y la lista sigue-. Cualquiera que sea la causa
característica de un individuo, es sumamente específica y nada puede reemplazarla
fácilmente. El deseo se fija en esta causa, y solo en ella
Es la fijación del analizante a esta causa la que lo lleva a una crisis de su deseo o en su
deseo. El analista intenta lograr que el deseo del analizante se ponga en movimiento,
que abandone la fijación que hace que el analizante no pueda pensar en ninguna otra
cosa, y que disipe la estasis que se produce cuando el deseo del analizante
aparentemente disminuye hasta un grado irreparable. El analista intenta despertar la
curiosidad del analizante por cualquier manifestación del inconsciente, hacer que se
pregunte acerca del porqué de sus decisiones, sus elecciones, sus relaciones, su carrera.
El deseo es una pregunta, y al hacer que el analizante se pregunte acerca de sus cosas, el
analista lo lleva a querer saber, a encontrar algo, a imaginar lo que su inconsciente le
está diciendo, lo que el analista ve en sus lapsus, sus sueños y sus fantasías, y lo que el
analista quiere decir cuando puntúa, escande, interpreta y demás. El analista, al atribuir
significación a todas estas cosas, se convierte en la causa de sus interrogaciones, sus
reflexiones, sus cavilaciones, sus sueños y sus especulaciones -en suma, se convierte en
la causa del deseo del analizante-.
En la medida en que ha cedido algo de la fijación que funcionaba como causa al
comienzo de sus análisis, el analizante comienza a tomar el análisis y, por extensión, al
analista, como causa. De este modo, se establece una nueva fijación, pero es una
fijación que, como Freud nos indica, es «de todo punto accesible a nuestra intervención
»
Una vez que el analista ha maniobrado con éxito en el lugar de la causa del analizante -
ubicándose no como otro imaginario para el analizante (alguien como él) ni como Otro
simbólico (juez o ídolo), sino como la causa real del deseo del analizante- comienza el
verdadero trabajo: el «trabajo de transferencia» o elaboración. El analista se aboca a
deshacer la fijación del analizante a la causa.
Lentamente se torna evidente para loa analizantes que lo que quieren está estrechamente
vinculado a lo que los otros significativos en su vida quieren o alguna vez quisieron.
Llegan a vislumbrar que están «alienados»» que sus deseos no son propios, como
habían pensado; incluso se encuentran con que sus deseos más secretos a menudo eran
los de otro antes de convertirse en los de ellos, o parecen haber sido fabricados, en el
inicio, para satisfacer o apoyar a otra persona.
El objetivo de separar al sujeto del deseo del Otro tampoco parece estar a la orden del
día en otros casos -cuando, por ejemplo, el analizante se queja esencialmente de estar
inhibido o de ser tímido: «Sé lo que quiero pero no puedo hacer nada para lograrlo.
Cada vez que lo intento, me siento culpable; siento que estoy traicionando a alguien, o
que sucederá algo terrible»
La subjetivación es el objetivo del análisis: la subjetivación de la causa -es decir, del
deseo del Otro como causa-.
Lo que el fantasma pone en escena es la forma en que el sujeto se imagina en relación
con la causa, con el deseo del Otro como causa?
La forma en que reaccionamos a la escena (real o imaginada) cuando somos niños tiñe
toda la existencia, y determina nuestras relaciones con nuestros padres y personas
amadas, nuestras preferencias sexuales y nuestra capacidad de satisfacción sexual
La noción del analizante de lo que el Otro quiere es proyectada y reproyectada, pero el
analista continuamente la conmueve o la perturba al no estar donde el analizante espera
que esté. El analista encarna el deseo del Otro como causa, hace sus veces en el
dispositivo analítico, pero ello no implica cumplir con las expectativas del analizante en
su modo de conducirse, sus respuestas o sus intervenciones.
El analista debe evitar que el análisis se convierta en algo rutinario y que el fantasma -la
defensa del analizante frente al deseo del Otro- afecte el trabajo que allí se lleva a cabo.
El interés, la curiosidad y el deseo del analista deben ser, para el analizante, difíciles de
leer, difíciles de desentrañar; de este modo, el analista logra no estar donde el analizante
espera que esté. De lo contrario, el fantasma fundamental nunca llega a ser puesto en
cuestión, conmovido, y reconfigurado (atravesar el fantasma fundamental).
Lacan sugiere que hay un solo fantasma -un fantasma inconsciente para la mayoría de
nosotros- que es absolutamente fundamental (fantasma que escenifica la satisfacción
implicada en el principal síntoma del analizante). Esta noción se relaciona con la teoría
de Freud de una «escena primaria», una escena que desempeña un papel fundamental en
la constitución de la sexualidad y la vida en general del analizante.
Cuando el analista se ubica como causa en el fantasma del analizante, este fantasma
puede ser modificado.
En la «subjetivación» el analizante pasa de ser el sujeto que demanda (y de estar sujeto
a la demanda del Otro) a ser el sujeto que desea (y a estar sujeto al deseo del Otro), y
luego a ser el sujeto que goza (que ya no está sujeto al Otro).
A1 reactualizar constantemente el encuentro del analizante con el deseo del Otro que
dejó la fijación tras de sí, el analista espera introducir cierta distancia retroactivamente.
A veces puede ser un proceso angustiante, hay que admitirlo, pero efectivo, de acuerdo
con muchos relatos. De hecho, es el único abordaje que muchos analistas consideran
efectivo para ir más allá de lo que Freud llamó la «roca viva» de la castración.
El deseo, que se expresa y se sostiene en el fantasma fundamental, está determinado y
condicionado por la satisfacción que ha sido prohibida y a la que se ha renunciado.
Vemos aquí por qué la prohibición es tan importante para el deseo: condiciona el deseo,
al fijarlo en aquello que está prohibido. Como dice Lacan, «La ley y el deseo reprimido
son uno y el mismo». También vemos la íntima relación que existe entre el deseo y la
castración en tanto que pérdida de satisfacción: deseo precisamente lo que he
sacrificado.
Las mujeres nunca dejan de reprocharles a sus madres el haberlas privado de un pene; el
amor y la estima que reciben en compensación de esa pérdida imaginaria siempre les
parecen insuficientes. Los hombres nunca superan su angustia de castración frente a lo
que perciben como decisiones fundamentales en su vida, y sienten que, hagan lo que
hagan, nunca podrán satisfacer a sus padres -sus expectativas, requerimientos, pautas e
ideales-. Siempre consideran que la aprobación de sus padres está supeditada a los
logros que obtengan y, no importa cuánto logre, un hombre nunca puede descansar.
Según Freud y muchos otros analistas, el psicoanálisis rara vez puede llevar al
analizante más allá de esa posición. La protesta del neurótico contra la castración,
contra el sacrificio realizado, generalmente es irremediable, insalvable.
Sin embargo, Lacan no está de acuerdo. Su respuesta a lo que se interpretó como la
monolítica «roca viva de la castración» es el atravesamiento del fantasma, que es
posibilitado por la confrontación con el deseo del analista. Las intervenciones del
analista, incluyendo la escansión de la sesión, pueden llevar a una nueva configuración
del fantasma fundamental del analizante, y por lo tanto a una nueva relación (posición
adoptada en relación) con el Otro -el deseo del Otro y el goce del Otro-. La fijación
inicial del deseo del analizante es conmovida, y el deseo del analizante ya no funciona
como satisfacción sustitutiva o como obstáculo a la búsqueda de satisfacción.
La última batalla en el análisis -la que lleva al analizante a asumir su responsabilidad
por su castración en lugar de demandar una compensación al Otro- se libra entre el
analizante y el analista, quien hace las veces del Otro (y del objeto perdido al mismo
tiempo). El analizante debe ser llevado hasta el punto en el cual ya no culpe al analista
(como objeto u Otro) por sus problemas, y ya no busque compensación o resarcimiento.
Al mismo tiempo, el analizante, confrontado al deseo constante del analista de que
continúe el análisis, debe llegar a un punto en el que los deseos de aquel ya no tengan
influjo sobre él.
Si esta es verdaderamente la conjunción de fuerzas que opera al final del análisis -y
Freud y Lacan ciertamente parecen indicar que así es-, entonces no debería
sorprendernos que algunos análisis terminen con una suerte de lucha o batalla en la que
la actitud del analizante respecto de la castración, del goce sacrificado, de los cambios y
del objeto perdido finalmente es abandonada. Y no lo es tanto por resignación como por
lo que Lacan llama «precipitación», una repentina inversión de las cosas: una
reconfiguración del fantasma fundamental.
Es muy probable que el proceso sea alborotado, desmañado, «caliente», y en modo
alguno tibio, calmo y controlado. Como señala Freud: una vez que se ha hecho y dicho
todo, «nadie puede ser vencido in absentia o in effigie», y el objeto no es una excepción.
La separación se produce en el presente, y pone en juego lo real mismo
La amistad no está vedada por sí misma, suponiendo que se ha superado la etapa de
culpar al Otro por los propios problemas o por el propio destino. Pero sugiere que
posiblemente cierta demanda al Otro -una demanda de reconocimiento y aprobación, en
suma, de amor ha quedado sin resolver. La «terminación» pacífica no parece congruente
con la inversión de la posición respecto de la renuncia económica requerida para ir más
allá de la castración.

La Perversión

El psicótico sufre debido a una invasión incontrolable de goce en su cuerpo, y la


neurosis es una estrategia frente al goce -sobre todo, para su evitación-. La perversión
también es una estrategia frente al goce: implica el intento de ponerle límites.
El perverso ha pasado por la alienación -en otras palabras, la represión primaria, una
escisión entre conciencia e inconsciente, una aceptación o admisión del Nombre del
Padre que prepara el terreno para un verdadero advenimiento del sujeto al lenguaje (a
diferencia del psicótico)- pero no ha pasado por la separación.
El perverso, como sujeto, desempeña el rol de objeto: el objeto que colma el vacío en la
madre. Para el perverso se ha producido una primera división; para decirlo en términos
gráficos: el Otro no es completo, a su madre le falta algo, carece de algo. A la pregunta
«¿Qué soy?», el perverso responde, «Soy eso», ese algo que a ella le falta. Así, para el
perverso, no hay una pregunta persistente por el ser -en otras palabras, una pregunta
persistente respecto de su raison d’étre-.
Si él es el falo para su madre, nunca accederá a una posición simbólica –asociada con la
castración simbólica-. En lugar de convertirse en alguien de quien la madre pueda estar
orgullosa, permanece como alguien a quien la madre acuna, acaricia y tal vez incluso
alguien con quien la madre alcanza el clímax sexual. No puede salirse de allí para
«hacerse un nombre» en el mundo, pues no es prestigio simbólico lo que le es dado
buscar. Se queda detenido en el nivel de hacer y ser todo para su madre.
El perverso prefiere ser la causa de la angustia y el deseo del analista antes que dejar
que este se convierta en la causa de sus propias cavilaciones. Por lo tanto, es bastante
difícil llevar a cabo un trabajo genuinamente analítico con los perversos, lograr que se
pregunten por las formaciones del inconsciente y por lo que el analista subraya de ellas,
y poner su deseo en movimiento. Como dice Lacan, el sujeto debe situar el objeto a en
el Otro, Otro que aquí es el analista, para que la transferencia sea posible.
Hay dos momentos de la metáfora paterna. El acto de nombrar el deseo/la falta de la
madre es el segundo momento (lógico). Si el primer momento de la metáfora paterna es
la prohibición emitida por el padre de que el niño mantenga un contacto placentero con
su madre (prohibición de goce), en cuyo caso le Nom-dii’Pére asume la forma del
«¡No!» del padre, el segundo momento implica la simbolización de la falta de la madre -
es decir, su constitución como falta debido a que se le da un nombre (aquí vemos
le Nom-du-Pére como el nombre provisto por el padre, o el padre mismo como nombre
del deseo de la madre).
Aunque el perverso ha pasado por la alienación (primer momento), no ha atravesado la
separación. El psicótico no ha atravesado ninguna de ellas, mientras que el neurótico ha
atravesado ambas.
Una de las afirmaciones paradójicas que Lacan realiza acerca de la perversión es que
mientras que a veces puede presentarse como una búsqueda irrestricta de goce, su
objetivo menos evidente es procurar poner a operar la ley: hacer que el Otro de la ley (o
el Otro que impone la ley) exista.
El perverso parece saber, en cierto nivel, que siempre hay algo de goce en relación con
la enunciación de la ley moral (voz de la conciencia o superyo).
En realidad, parecería que el perverso acepta las invocaciones en lugar de la ley
simbólica misma, pues no logra obtener esta última, que la venganza y la crueldad
constituyen la cara oculta de la ley.
Mientras que el psicótico puede sufrir lo que experimenta como una invasión de goce en
su cuerpo, y el neurótico intenta sobre todo evitar el goce (manteniendo un deseo
insatisfecho o imposible), el perverso goza con el intento mismo de poner límites a su
goce. En tanto que en la psicosis el Otro no existe (ya que su principal punto de anclaje,
el Nombre del Padre, no está instaurado), y en la neurosis el Otro existe de manera
demasiado masiva (el neurótico desea sacarse al Otro de encima), en la perversión es
necesario hacer existir al Otro: el perverso debe poner en escena la existencia del
Otro mediante el apuntalamiento del deseo o la voluntad del Otro con la suya propia.
El perverso y el psicótico intentan suplementar la función paterna que hace existir al
Otro simbólico -el perverso, mediante la puesta en escena o la puesta en acto de la
enunciación de la ley; el psicótico, fomentando una metáfora delirante-. Incluso ciertas
fobias, en las que un objeto fóbico es puesto en el lugar del Nombre del Padre, implican
una forma de suplementación de la función paterna. No obstante, la suplementación del
psicótico apunta a la alienación, en tanto que la del perverso y el fóbico apunta a la
separación.
la madre imaginaria o real. En la psicosis nunca es barrada por el Nombre del Padre, y
el psicótico nunca emerge de ella como sujeto separado; en la neurosis es efectivamente
barrada por el Nombre del Padre, y el neurótico sí emerge como un sujeto separado; en
la perversión es necesario hacer existir al Otro para que la madre pueda ser barrada y el
perverso pueda emerger como algo diferente de un objeto imaginario de su deseo.
La psicosis implica que no ha habido una prohibición efectiva del goce del niño en su
relación con su madre -es decir, que no ha habido inscripción del «¡No!» del padre- ya
sea debido a que el padre está ausente o a que no ha logrado imponerse como padre
simbólico, por un lado, o a que el niño se ha rehusado a aceptar esa prohibición, por el
otro (o a una combinación de ambas cosas). La perversión implica la incapacidad de
nombrar algo que tenga relación con el deseo de la madre (el padre no parece ser lo que
ella quiere), de nombrar o simbolizar algo que tenga relación con el sexo -la falta de la
madre-, y el resultado es que el perverso se enfrenta con la falta de la falta, lo que le
genera angustia. La neurosis implica la incapacidad de gozar debido a todos los ideales
del Otro -es decir, la incapacidad de separarse del Otro como lenguaje-.
Los neuróticos a menudo tienen muchas dudas respecto de lo que quieren y lo que los
hace gozar, mientras que los perversos suelen estar bastante seguros al respecto. Aun
cuando los neuróticos lo sepan, muchas veces padecen muchas inhibiciones referidas a
su capacidad para conseguirlo; los perversos, en cambio, generalmente tienen muchas
menos inhibiciones en su búsqueda. Los neuróticos con frecuencia tienen fantasías
perversas en las que actúan en forma desinhibida, pero esto no los convierte en
perversos desde un punto de vista estructural.
En la alienación, el Otro predomina, ya que el niño adviene como sujeto del lenguaje (el
niño, podríamos decir, es inducido hacia el lenguaje, es seducido para realizar la
«elección forzada» entre el placer y el lenguaje, entre el principio de placer y el
principio de realidad); esto no ocurre en la psicosis. En la separación, el objeto a como
deseo del Otro se pone en primer plano y adquiere precedencia sobre el sujeto o lo
subyuga; esto no ocurre en la perversión, pues el perverso mismo ocupa la posición de
objeto a, y por lo tanto no permite que el deseo del Otro funcione como causa de su
propio deseo: él es el objeto real que colma el deseo de la madre. En el atravesamiento
del fantasma, el sujeto subjetiva la causa de su existencia (el deseo del Otro: el objeto
a), y se caracteriza por el estado de deseo; esto no ocurre en la neurosis.
La diferencia entre la perversión y la psicosis es la alineación, y la diferencia entre la
neurosis y la perversión es la separación. Si no hay alienación, hay psicosis; la
alienación sin separación lleva a la perversión; y la alienación y la separación sin el
atravesamiento del fantasma llevan a la neurosis. El atravesamiento del fantasma
conduce al sujeto más allá de la castración, más allá de la neurosis, hacia un territorio en
gran medida inexplorado.
En términos del deseo de la madre, todo el ser y el cuerpo del psicótico son necesarios
para colmar a la madre (el psicótico es devorado por la madre); para completar la misma
falta se requiere el pene real del perverso; y para cumplir la misma tarea se requieren los
logros simbólicos del neurótico, pero estos nunca son suficientes: la madre del neurótico
siempre quiere algo más.
La función paterna que este último cumple tiene su fundamento en la lingüística; su
función es simbólica. Su rol esencial no es dar amor -como la mente popular
políticamente correcta tiende a sostener, excluyendo todo lo demás-, sino representar,
encarnar y nombrar algo acerca del deseo de la madre y su diferencia sexual:
metaforizar eso. En la medida en que cumple una función simbólica, no necesita ser el
padre biológico, ni siquiera un hombre. Lo esencial es la función simbólica misma.

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