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1.

Vida y obras de Platón

1.1. Perfil biográfico


Aristocles, apodado Platón (de platos, anchura) a causa de sus
grandes espaldas, nació en Atenas el 427 a.C. De familia noble, concibió
en su juventud el ejercicio de la política como la actividad adecuada a la
que dedicar su vida: su nacimiento, aptitudes personales y la educación
recibida le empujaban en esa dirección. «Antaño, cuando yo era joven,
sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme
a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos» (Carta VII, 324
b). Sin embargo, su larga convivencia con Sócrates y, sobre todo, la
injusta condena a muerte de su maestro cambiaron el rumbo de su vida.

Para comprender mejor la vida de Platón y su decisión por la filosofía,


puede ser conveniente recordar brevemente la situación social y política
de Atenas en su tiempo. Platón nació pocos años después de iniciarse,
en 431, un largo período bélico, la guerra del Peloponeso, que con
algunas interrupciones duró 26 años y puso fin a la edad de oro de
Atenas, comenzada el 478. Platón fue testigo en su juventud del régimen
de los Cuatrocientos (411-410), del régimen oligárquico de los treinta
tiranos (404), en el que participaron algunos parientes suyos, y de la
sucesiva restauración de la democracia (403), período en el que
Sócrates fue juzgado y condenado a muerte (399). Las vicisitudes
políticas de Atenas y las inevitables discusiones sobre la justicia y la
mejor forma de gobierno marcaron seguramente su pensamiento político.
Si bien Platón escribió sus diálogos en el siglo IV a.C., tuvo siempre
presente la experiencia política de la segunda mitad del siglo anterior.

Platón permaneció siempre en Atenas dedicado a la investigación


filosófica y científica y a la educación de los jóvenes, especialmente
desde la fundación de la Academia. Sólo abandonó su ciudad en los
períodos de los viajes, que emprendió con una finalidad casi siempre
política. Únicamente el primero de ellos tuvo motivaciones distintas. En
efecto, el 399, después de la muerte de Sócrates, quizá para evitar
posibles persecuciones, se dirigió junto con otros socráticos a Megara,
donde fue huésped de Euclides. De allí viajó a Creta, Egipto y Cirene,
retornando a Atenas hacia el 396.
Los otros viajes se explican teniendo en cuenta su ideal político
filosófico, que el mismo Platón expone en la Carta VII: «Entonces me
sentí obligado a reconocer, en alabanza a la filosofía verdadera, que sólo
a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de
la vida pública como en la privada. Por ello, no cesarán los males del
género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y
auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser
filósofos verdaderos, gracias a un especial favor divino» (326 a-b).

Platón fue un filósofo que conservó durante toda su vida un gran


interés por la política, entendida –así lo manifiestan sus palabras– como
una actividad estrechamente ligada a la filosofía; la política debe
apoyarse en ella como en su mejor fundamento. Este ideal y las
particulares circunstancias que le llevaron a trabar amistad con Dión,
cuñado de Dionisio I tirano de Siracusa, en su primer viaje a Sicilia (388-
387), explican sus otros dos viajes a la ciudad siciliana con la intención
de convertir a la filosofía, primero, al tirano Dionisio I y, después, a su hijo
y sucesor en el trono, Dionisio II.

Platón fundó la Academia al regreso de su primer viaje a Siracusa, en


387. Volvió posteriormente a Sicilia el 366 y el 361, sin lograr nunca
hacer realidad su proyecto; es más, sus intentos por educar
filosóficamente a Dionisio II fracasaron por completo. En la lucha por el
poder de Siracusa Dión se enfrentó con su sobrino y consiguió vencerle,
pero su victoria fue efímera. Dión murió asesinado el 355. Platón tuvo
noticia sin duda de la triste suerte de su amigo y de las turbulentas
circunstancias que agitaron el reino que había pretendido modelar según
sus ideales políticos. Después de su último viaje a Siracusa, Platón
permaneció en Atenas hasta su muerte, en 347, a la guía de la
Academia.

1.2. Formación filosófica


Aristóteles afirma en la Metafísica que Platón, todavía joven, fue amigo
de Crátilo y seguidor de la doctrina heraclítea (cfr. Met., I 6 987 a 32-33).
La afirmación es verosímil y explica hasta cierto punto la visión platónica
de la realidad física, la condición cambiante e inestable de nuestro
mundo. Además del pensamiento de Heráclito, los diálogos de Platón
testimonian un amplio conocimiento de casi todos los filósofos físicos,
desde Tales hasta Anaxágoras. De todos ellos los que probablemente
mejor conoció, y quienes más influyeron en la formación de su
pensamiento, fueron, junto a Heráclito, Parménides y los pitagóricos,
transmisores los últimos de un pensamiento de fuerte connotación
matemática y de la antigua doctrina órfica, que ponía al centro de su
enseñanza la inmortalidad y la trasmigración de las almas.

Platón, sin embargo, conoce y dialoga sobre todo con los filósofos
contemporáneos, los sofistas y los retóricos, desde una posición cercana
a la de Sócrates.

Sin duda fue Sócrates su principal maestro, de quien recibió su modo


de concebir la filosofía, contrapuesto tanto a la sofística como a la
retórica. La dialéctica practicada por Sócrates necesitaba, sin duda, un
ulterior fundamento, pero estaba decididamente orientada al
descubrimiento de la verdad, que para Sócrates ni puede ser relativa,
como pretendían los sofistas, ni simplemente convencional, como
enseñaba la retórica de Isócrates en su intento de conservar los valores
transmitidos por la tradición cultural griega.

Platón desarrolla el pensamiento socrático dotándolo de un


fundamento metafísico. Platón no se ocupa sólo, como su maestro, de
cuestiones éticas; sus intereses temáticos resultarán notablemente
ampliados, como veremos, y las soluciones que su filosofía propone,
recogiendo los grandes problemas recibidos no sólo de Sócrates sino de
la gran tradición filosófica precedente, van mucho más allá de la filosofía
en buena parte intuitiva de su maestro. Platón, sin embargo, será
siempre socrático por su modo de concebir la filosofía, actividad no sólo
educativa, académica en sentido moderno, sino sobre todo forma de
vida; Sócrates encarna para Platón el ideal del filósofo no tanto por el
conjunto de su doctrina, sino sobre todo por su apasionada búsqueda de
la verdad.

1.3. Escritos platónicos


Platón es el primer filósofo de quien poseemos un conjunto de escritos
completo, en los que abarca áreas distintas del saber y con los que
contribuye a configurar la filosofía como una disciplina específica que
unifica ámbitos de interés y de conocimiento distintos. Platón supera las
limitaciones temáticas de los filósofos precedentes, afrontando y
procurando articular campos del conocimiento cultivados hasta entonces
casi de modo exclusivo; Platón no es, como Sócrates, un filósofo sólo
ético, pero tampoco, como los filósofos presocráticos, un filósofo de la
naturaleza, un físico.
El fuerte influjo que Sócrates ejerció sobre Platón se manifiesta tanto
en el modo de exponer su pensamiento como, al menos al inicio, en su
contenido. Las obras de Platón, los diálogos, no son sino la adaptación
escrita e idealizada de los diálogos que tantas veces escuchó a su
maestro, que por otra parte es el principal protagonista de la mayoría de
ellos. Platón acepta el método de Sócrates, el diálogo, la dialéctica, y
presenta su filosofía como una doctrina viva, no sistemática; si en cada
diálogo hay un tema dominante, eso no impide que aparezcan otros y
que se solucionen cada vez de un modo al menos parcialmente distinto,
aportando nuevas razones. En la explicación de cada cuestión,
susceptible siempre de nueva revisión, es posible, además, emplear,
como en el diálogo hablado, todos los medios útiles que ayuden a su
comprensión: alegorías, comparaciones, fábulas y, en algunas
ocasiones, también el mito. Platón es sin duda un gran escritor, que no
renuncia, sin embargo, al verdadero filosofar sino que quiere servirse de
su arte para hacer más comprensible la verdad que expone. En el caso
del mito, su función filosófica es clara: elevar el espíritu humano a
aquellas esferas a las que la razón no puede llegar. Es, por tanto, el
complemento intuitivo de los argumentos racionales.

El mito platónico requiere, sin embargo, mayores precisiones. Antes,


dos observaciones respecto a los diálogos. La primera, hoy no más
discutida, es que su contenido, aun cuando sea puesto en boca de
Sócrates, es propiamente platónico. De Sócrates es el método que
Platón no sólo pretende reproducir por escrito, sino propiamente revivir,
entablando con el lector un verdadero diálogo y, como antes se ha
señalado, dotarle de un fundamento más sólido. Platón acoge la
dialéctica de su maestro para desarrollarla y darle la solidez que a
aquélla faltaba. Entrar en diálogo con Platón requiere en el lector de sus
escritos, y ésta sería la segunda observación, una actitud activa; es a él a
quien corresponde encontrar en muchas ocasiones la solución que el
diálogo contiene, pero no formula. El saber no se impone desde fuera, el
saber crece en el interior del hombre capaz de dialogar, de pensar con
seriedad.

Respecto a los mitos platónicos, es preciso no confundirlos sin más


con las figuras metafóricas, las comparaciones o cualquier expediente
expositivo inventado por el arte del narrador. Para Platón, aun cuando a
veces se sirve del mito para aclarar algún concepto metafísico o como
narración probable sobre la realidad sensible, en su sentido estricto el
mito tiene un significado bien preciso, distinto de cualquier narración
fantástica, no verdadera. El mito, más allá del lenguaje en que venga
descrito, reproduce una historia con un contenido verdadero; una historia
que se desarrolla entre la esfera divina y la humana, relativa al origen del
hombre y del mundo y al destino final de los seres humanos. Los mitos
transmiten, pues, verdades sobrehumanas, divinas, que se saben no por
propia experiencia ni por reflexión, sino por haberlas oído; en definitiva,
por fe: son verdades que merecen el asentimiento de los hombres, pues
si no fueran oídas, si no hubieran sido transmitidas desde antiguo, no
podrían ser conocidas; no hay otra vía de acceso a ellas. Por tanto, más
que fuga hacia respuestas de tipo fideísta o puramente religioso, el mito
indica la conciencia de que las verdades más altas no pueden ser
demostradas racionalmente. Paradójicamente Platón es muy severo a la
hora de juzgar las narraciones míticas tradicionales y, sin embargo, no
duda en confiar a otros mitos las grandes cuestiones sobre el origen del
mundo, del alma humana y de su destino.

El modo habitual de citar los diálogos de Platón es el establecido por la


edición preparada en 1578 por Henricus Stephanus, que estructura cada
página en cinco secciones, a, b, c, d y e. Ocupando la edición de
Stephanus varios tomos e iniciando la paginación en cada uno de ellos,
no basta citar los textos según el número de la página, la letra
correspondiente y, eventualmente, la línea, sino que se hace necesario
señalar siempre el título del diálogo.

La doctrina platónica, especialmente en sus primeros diálogos, está


estrechamente ligada a las enseñanzas de Sócrates. Sin embargo, con el
paso del tiempo y la reflexión sobre otras doctrinas, Platón va madurando
su pensamiento. A los problemas éticos suceden otros de contenido
epistemológico y antropológico, cosmológico y metafísico, que Platón
buscará solucionar a lo largo de toda su vida con una doctrina que,
distinguiéndose cada vez más de la socrática, constituye su propia
filosofía, reflejada sobre todo en los diálogos de la madurez y de la vejez.

No obstante, aunque sean éstas las líneas generales de la evolución


del pensamiento platónico, establecer con precisión el orden cronológico
de los diálogos no es una tarea fácil, aunque sí importante para
comprender en su conjunto la filosofía de Platón.

Pasando por encima de los múltiples problemas que los intérpretes


han debido afrontar, podemos considerar como bastante rigurosa la
siguiente reconstrucción cronológica de los diálogos y, por tanto, del
pensamiento de Platón.

1.3.1. Diálogos de juventud


Los primeros diálogos de Platón tienen un contenido
fundamentalmente ético y es expuesto, además, desde una posición
enteramente socrática.

A este grupo de diálogos, escritos después de la muerte de Sócrates y


antes del año 390, pertenecen: Apología de Sócrates, Critón, Cármides,
Eutifrón, Hipias Menor, Ion, Laques y Eutidemo. Los temas tratados
hacen referencia a las principales virtudes, como la justicia, la templanza,
la piedad, la valentía y la sabiduría. Igual que su maestro, Platón sostiene
en estos diálogos que la virtud puede enseñarse, como cualquier otra
ciencia, y que la causa de las malas acciones es la ignorancia. Por el
contrario, para obrar el bien se precisa la sabiduría, que constituye la
virtud propia y única del alma.

Después del año 390 y antes del período de madurez, suelen situarse
un grupo de diálogos que, aun manteniendo una temática
preferentemente ética, representan la etapa de maduración y el paso de
la fase juvenil a otra más original. A esta época pertenecen Protágoras,
Gorgias, Hipias Mayor, Lisis, Menéxeno, el libro I de la República,
Menón y Crátilo.

1.3.2. Diálogos de madurez

El segundo período de Platón supone el retorno a los antiguos


problemas metafísicos, cuya solución se hacía necesaria como
fundamento de las cuestiones éticas. Las preguntas sobre el hombre y su
conducta no pueden quedar filosóficamente resueltas si carecen de una
base metafísica. Sócrates construyó una ética apoyándose en una nueva
concepción del alma, pero no supo ir más allá y dejó sin determinar su
naturaleza específica, causa de su inmortalidad y de su primacía sobre el
cuerpo. Sin el fundamento de la metafísica, por otra parte, la dialéctica
socrática resultaba inacabada, capaz sólo de manifestar las
contradicciones de las distintas opiniones, pero incapaz de lograr una
respuesta definitiva a las preguntas éticas que Sócrates incesantemente
proponía; tales respuestas exigían el apoyo de un conocimiento cierto y
verdadero, no sólo de las opiniones. Para defender a Sócrates Platón
tuvo que afrontar cuestiones epistemológicas y metafísicas.

Esta vuelta de Platón a la especulación sobre el conocimiento, sobre el


ser y la naturaleza de las cosas, le llevará a descubrir la realidad
trascendente, suprasensible, las Ideas, punto de apoyo firme de toda su
filosofía.
La realidad que trasciende el mundo sensible, las Ideas, reflejada de
modo distinto en los diálogos de este período, lleva a Platón a revisar los
antiguos problemas planteados por Heráclito y Parménides, a la vez que
le presenta otros nuevos de los que tratará y profundizará tanto en los
diálogos de este período como en los del período sucesivo.

Los diálogos de madurez, escritos entre 387 y 367, son los


siguientes: Fedón, Banquete, República, Parménides, Teeteto y Fedro.

1.3.3. Diálogos de la vejez

Son los diálogos escritos entre los años 367 y 348. En ellos Platón
aborda con más profundidad tres cuestiones: el problema metafísico de
las Ideas: Sofista y Filebo; una cosmología que explique el mundo físico
–Timeo– y los problemas políticos ya tratados en la República, que ahora
reelabora en el Político y en Las Leyes, el último de sus diálogos. A este
período pertenece también Critias, diálogo incompleto en el que Platón
narra el mito de la Atlántida, ya mencionado en Timeo (24 d-25 d).

Platón había separado el mundo sensible del inteligible, cuya realidad


suprema es –según la República– el Bien; la única unión entre ellos la
establecía Platón, de momento, a nivel cognoscitivo. Quedaba por
resolver, en el plano ontológico, la realidad del mundo físico y su relación
con las Ideas.

Ya en el Parménides, Platón se pregunta por la realidad de lo sensible


y la naturaleza de su origen trascendente. ¿Debe afirmarse la unicidad
del ser, como proponían los eléatas, y privar en consecuencia de realidad
a lo sensible o más bien debe reconocerse el ser de lo múltiple y negar
entonces la unicidad parmenídea? Platón resuelve, como veremos, esta
cuestión en el Parménides y en su continuación el Sofista y el Filebo. En
estos diálogos reelabora su doctrina de las Ideas, hasta dar forma a los
géneros supremos o comunidad de las Ideas. Así puede, quizá más en el
plano lógico que real, conservar el mundo de los fenómenos sin
renunciar a las Ideas.

El Timeo contiene la cosmología platónica, explicada desde las


Ideas y sirviéndose de una materia original y del Demiurgo o
Hacedor, agente ordenador de la materia.

1.3.4. Las doctrinas no escritas


Además del contenido de los diálogos hay que tener en cuenta las
doctrinas no escritas de Platón, a las que Aristóteles se refiere en
la Física (IV 2 209 b 14-15) y de cuyo contenido habla sobre todo en
la Metafísica. Tales enseñanzas esotéricas, reservadas a la enseñanza
oral de Platón en la Academia, contendrían una nueva explicación, no
presente en los diálogos, de la doctrina de las Ideas: la doctrina de los
Principios –el Uno y la Díada grande-pequeño– en los que tendrían su
causa y origen las Ideas mismas y toda la realidad.

El testimonio de Aristóteles y otros platónicos no deja lugar a dudas


sobre la existencia de tales enseñanzas platónicas. El problema que los
intérpretes se han planteado es el valor de tales doctrinas, es decir si
constituyen sólo una fase más, la última, del pensamiento platónico o si
forman, como algunos estudiosos han propuesto, su núcleo central,
presente ya en los años de madurez, en base al cual deben leerse los
diálogos de ése y del sucesivo período. En este caso los diálogos no
quedarían invalidados, pero tendrían que ser completados para su cabal
entendimiento con la teoría de los principios y ser considerados, en
consecuencia, no la exposición completa del pensamiento platónico, sino
como una síntesis en cierto modo velada para quienes no hubieran
frecuentado la enseñanza oral. Los diálogos hablarían de modo diverso a
unos lectores y a otros; si para los lectores ajenos a la Academia eran el
instrumento propedéutico y educativo que les disponía al diálogo
filosófico real, a la dialéctica, quienes ya conocían las doctrinas
expuestas oralmente por Platón encontrarían en los diálogos múltiples
referencias y reenvíos a lo no escrito, alusiones a la exposición y
discusiones mantenidas en la Academia sobre las doctrinas que Platón
consideraba de más valor y no susceptibles de ser transmitidas por
escrito.

Esta última interpretación ha sido defendida por la escuela de


Tubinga –H. Krämer y K. Gaiser– y acogida en Italia sobre todo por
G. Reale. El fundamento de su interpretación serían las mismas
afirmaciones platónicas sobre el valor de la escritura (cfr. Fedro 274
b-278 e) y su intención de no escribir sobre las cuestiones centrales
y más abstractas de su filosofía (cfr. Carta VII 341 b-342 a). La
mayoría de los intérpretes, sin embargo, considera excesivo el peso
que se otorga a estas doctrinas y se demuestra reacio a aceptar la
nueva imagen de Platón que emerge de tal interpretación.

3. La metafísica
3.1. Las Ideas
El descubrimiento de la realidad suprasensible, de las Ideas,
constituye el centro de la especulación platónica. Desde esta perspectiva
Platón revisará la filosofía de sus predecesores, también la de Sócrates,
dando nuevas soluciones a sus problemas a la vez que deberá resolver
las cuestiones que las Ideas le plantean.

Es el mismo Platón el primero en considerar la validez e importancia


de su descubrimiento, que a pesar de las múltiples dificultades que le
presenta, no abandonará jamás.

En el Fedón expone Platón su hallazgo. Señala, haciendo hablar a


Sócrates, su preocupación por conocer la causa de lo sensible. «El caso
es que yo, Cebes, cuando era joven estuve asombrosamente ansioso de
ese saber que ahora llaman ‘investigación de la naturaleza’» (Fedón 96
a). Sócrates, después de mostrar el intento de los presocráticos por
comprender la generación de lo sensible y señalar la imposibilidad de
que las causas por ellos indicadas –agua, tierra, aire, fuego…– fueran las
verdaderas, presenta su propia solución, el descubrimiento de la realidad
suprasensible como causa de lo sensible, descubrimiento que denomina
segunda navegación.

¿[Q]uieres, Cebes, que te haga una exposición de mi


segunda singladura en la búsqueda de la causa, en la que
me ocupé? […] Voy, entonces, a intentar explicarte el tipo de
causa del que me he ocupado, y me encamino de nuevo
hacia aquellos asertos tantas veces repetidos, y comienzo a
partir de ellos, suponiendo que hay algo que es lo bello en
sí, y lo bueno y lo grande, y todo lo demás de esa clase. […]
Me parece, pues, que si hay algo bello al margen de lo bello
en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino porque
participa de aquella belleza (Fedón 99 c-100 c).

Para Platón, por tanto, existen dos planos de la realidad, uno sensible,
material, y otro inmaterial e invisible, que sólo puede ser captado por la
inteligencia. El plano suprasensible está compuesto por las Ideas. Sin
embargo, al hablar de Ideas no se refiere Platón al concepto, al universal,
al que estaría otorgando subsistencia; más bien Platón piensa de un
modo opuesto: la Idea no es pensamiento, concepto, sino ser, lo
verdaderamente real, aquello a lo que el pensamiento se dirige cuando
piensa y sin lo cual no habría pensamiento. Idea significa para Platón
esencia, causa, principio de las realidades físicas; una esencia que es
inteligible y como tal puede ser captada por el pensamiento, pero no
producida por él.

Platón comprende que para poder resolver los problemas físicos de los
primeros filósofos, así como las cuestiones éticas que Sócrates
planteaba, era inevitable admitir una realidad necesaria e inmutable,
distinta de la realidad física contingente y mudable que nuestros sentidos
perciben. El mundo físico no se justifica por sí mismo, tiene necesidad de
una causa, pero ésta no puede ser una realidad también física,
contingente y mudable. En el plano epistemológico, la estabilidad que
nuestro conocimiento reclama, exige también un fundamento inmutable.
Prestar atención exclusiva a lo que nuestros sentidos perciben, afirma
Platón, sería actuar de modo semejante a quien mira fijamente al sol
durante un eclipse, es decir correr el riesgo de perder la vista y, de
consecuencia, la posibilidad de conocer la realidad (cfr. Fedón 99 e-100
a).

En nuestro lenguaje y en la común opinión, afirmamos que existen


muchas cosas grandes, pesadas…, muchas cosas bellas, justas…, de
forma cuadrada o triangular… y, sin embargo, somos conscientes de que
no lo son de modo absolutamente pleno; siempre podremos encontrar
alguna otra cosa más grande, más pesada; lo que nosotros
consideramos bello, quizá no lo sea para todos y, además, podría
tratarse de una belleza efímera, pasajera; del mismo modo, quien se
comporta de modo justo hoy, podría comportarse injustamente mañana…
Platón comparte, hasta cierto punto, la visión de Heráclito sobre la
mutabilidad de la realidad física y comprende también el relativismo de
Protágoras. Sin embargo, Platón heredó de Sócrates la profunda
convicción de la inteligibilidad de lo real y de la exigencia para el
conocimiento y la conducta humana de la verdad. Superar la mutabilidad
heraclítea y el relativismo sofista, exigen para Platón anclar la realidad
sensible en una realidad trascendente e inmutable, las Ideas.

Para Platón las Ideas tiene realidad por sí mismas y en sí mismas, y


son la causa de la determinación y de la inteligibilidad de la realidad
sensible; si el mundo físico no es pura indeterminación, como pensaba
Heráclito, si la medida de la realidad no es el hombre, como pretendía
Protágoras, es porque existe una realidad en sí y por sí que causa y
determina la consistencia de la realidad sensible: «[E]s evidente que las
cosas poseen un ser propio consistente. No tienen relación ni
dependencia con nosotros ni se dejan arrastrar arriba y abajo por obra de
nuestra imaginación, sino que son en sí y con relación a su propio ser
conforme a su naturaleza» (Crátilo 386 e).

Las Ideas son, por tanto, realidades inmutables, en sí y por sí


(cfr. Fedón 65 d; 74 c), esencias idénticas a sí mismas; en ellas no está
presente el más y el menos, el antes y el después. Cambian las cosas
sensibles, pero la Idea que es su causa, no.

– Admitiremos entonces, ¿quieres? –dijo–, dos clases de


seres, la una visible, la otra invisible.

– Admitámoslo también –contestó.

– ¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que


la visible jamás se mantiene en la misma forma?

– También esto –dijo– lo admitiremos (Fedón 79 a).

La concepción platónica de las Ideas recuerda, al menos parcialmente,


el pensamiento de Parménides, pues, como para él, el ser, lo
propiamente real, las Ideas, son, a diferencia del mundo físico,
inmutables, inmóviles e inaccesibles a los sentidos.

Platón presenta, por tanto, una visión dualista de la realidad. Además,


a partir sobre todo del Fedón, se detiene a considerar el aspecto
trascendente de las Ideas, el mundo inteligible, ontológicamente distinto
del sensible, despreocupándose casi por completo de la realidad física.
No puede olvidarse, sin embargo, la otra característica que Platón
atribuye a las Ideas –remarcada más en los primeros diálogos–, el hecho
de ser causa de las cosas y, como tales, presentes en ellas haciendo que
sean aquello que son.

Es precisamente la dimensión trascendente de las Ideas lo que


plantea a Platón las más graves dificultades que deberá afrontar. Porque
si las Ideas trascienden el mundo físico, ¿de qué modo pueden ser su
causa? ¿Cómo lo inmóvil puede ser causa del devenir, lo idéntico causar
lo diverso, lo eterno lo efímero? Es claro que entre la causa y lo causado,
inteligible y sensible, debe haber algún punto de contacto, pero ¿cómo
entender la tangencia entre los dos planos sin comprometer la dimensión
trascendente de la causa? Platón lo explicará sirviéndose de diversos
conceptos que aparecen modificados en los sucesivos diálogos; aludirá,
a veces, a una relación de imitación o participación entre lo sensible e
inteligible; en otras ocasiones hablará de comunidad y de presencia. De
todos modos, como veremos, las diversas soluciones propuestas
resultarán siempre problemáticas.

3.2. El sistema de las Ideas


Platón con su doctrina de las Ideas ha podido solucionar, al menos en
parte, algunas de las aporías presentes en la filosofía de sus
predecesores. La multiplicidad del mundo físico debe ser reconducida,
como a su causa, a la unidad de cada Idea. Sin embargo, todavía le
queda una tarea por realizar: unificar la multiplicidad de las Ideas, de otro
modo su doctrina resultaría, como después criticará Aristóteles, un inútil
desdoblamiento de la realidad sensible.

Las Ideas para Platón son múltiples; hay Ideas de valores morales,
estéticos, de todo lo sensible y también de las cosas artificiales. Existe
una Idea de todo lo que es, pero entre ellas debe haber una jerarquía, un
orden, una primera de las que las demás procedan. Al establecer tal
orden, Platón no podía sin embargo ignorar la doctrina eleática, que en
base a un único principio, el ser, inmutable e ingénito, anulaba la
multiplicidad de lo sensible.

El orden que Platón establece entre las Ideas no es siempre el mismo,


cambia en los diferentes diálogos y tiene siempre como fondo la
problemática suscitada por Parménides: ¿cómo de lo uno puede
proceder lo múltiple? ¿Cómo una identidad puede causar la diversidad?

La estructura de la realidad suprasensible deberá ser necesariamente


racional, pues de ella depende la estructura inteligible del mundo
sensible y nuestra misma capacidad cognoscitiva. El hombre no impone
su pensamiento a la realidad, sino, al contrario, es la realidad con su
propia estructura la que determina su pensamiento. El pensamiento
alcanza la verdad en la medida en que es capaz de penetrar la
estructura, el orden y las relaciones de lo real, de las Ideas. Para Platón
tal estructura obedece al criterio de la identidad: cada Idea es una
identidad universal que unifica la multiplicidad de las cosas sensibles que
causa. No todas las identidades tienen, sin embargo, la misma
universalidad; entre ellas existe una jerarquía, una dependencia de unas
respecto de otras.

Platón señala en la República un orden jerárquico entre las Ideas. En


la cumbre de todas ellas sitúa el Bien, principio incondicionado de todo,
fuente de verdad y de ser de las demás Ideas. La imagen que Platón
emplea es elocuente.

– Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles


y otorga al que conoce el poder de conocer, puedes decir
que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia y de la
verdad, concíbela como cognoscible; y aun siendo bellos
tanto el conocimiento como la verdad, si estimamos
correctamente el asunto, tendremos a la Idea del Bien por
algo distinto y más bello que ellas. Y así como dijimos que
era correcto tomar a la luz y a la vista por afines al sol pero
que sería erróneo creer que son el sol, análogamente ahora
es correcto pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia,
son afines al Bien, pero sería equivocado creer que una u
otra fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho
más digna de estima. […] Pienso que puedes decir que el
sol no sólo aporta a lo que se ve la propiedad de ser visto,
sino también la génesis, el crecimiento y la nutrición, sin ser
él mismo génesis.

– Claro que no.

– Y así dirás que a las cosas cognoscibles les viene del Bien
no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el
existir y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo
que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a
potencia (República VI 508 e-509 b).

Sin embargo, con la imagen del sol, señalando la función del Bien
respecto a las demás Ideas, Platón no expone cómo tal función es
efectivamente realizada, no explica la relación entre las Ideas, ni su
dependencia de una primera. Quizá más que la solución concreta, Platón
transmite en este texto la presencia del problema, que se hará más
agudo en los posteriores diálogos.

En el Parménides Platón no habla del Bien, sino del Uno. En la


primera parte del diálogo presenta los problemas que quiere resolver.
Sócrates, todavía joven e inmaduro, opone a la defensa que Zenón hace
de su maestro, Parménides, la doctrina de las Ideas. El problema de la
unidad y de la multiplicidad, tal como lo presenta Zenón, no es un
problema serio; es evidente que la realidad física puede ser, a la vez, una
–en cuanto conserva su propia identidad– y múltiple, en cuanto
compuesta de partes distintas. La doctrina de las Ideas sirve a superar
esta dificultad; admitida la existencia de Ideas opuestas, como la
semejanza y la desemejanza, no existe dificultad en aceptar que una
misma realidad participe en dos Ideas distintas y sea, a la vez, semejante
y desemejante (cfr. Parménides 128 e-129 c). El problema de la unidad-
multiplicidad adquiere su verdadera dimensión cuando se pone en ámbito
metafísico; la verdadera dificultad es entender en qué modo el Uno
puede ser a la vez múltiple: «si pudiese mostrarse que los géneros en sí
o las Formas reciben en sí mismos estas afecciones contrarias, eso sería
algo bien sorprendente; pero si alguien demostrara que yo soy uno y
múltiple, ¿por qué habría de sorprendernos?» (Parménides 129 c).

Parménides hace ver a Sócrates que la doctrina de las Ideas, tal como
él la expone, si bien soluciona algunas cuestiones, da origen a otras más
graves, pues ¿qué significa participar? ¿Cómo debe pensarse la
presencia de las Ideas en las cosas? (cfr. Parménides 130 e-131 a). En
esta parte del diálogo Platón presenta, en boca de Parménides, una dura
crítica a la doctrina de las Ideas que, de todos modos, no le impide
reafirmar su convicción en el valor de su propuesta.

Pero, sin embargo, Sócrates –prosiguió Parménides–, si


alguien, por considerar las dificultades ahora planteadas y
otras semejantes, no admitiese que hay Formas de las
cosas que son y se negase a distinguir una determinada
Forma de cada cosa una, no tendrá adónde dirigir el
pensamiento, al no admitir que la característica de cada una
de las cosas que son es siempre la misma, y así destruirá
por completo la facultad dialéctica (Parménides 135 b-c).

El problema que la segunda parte del Parménides afronta es el antes


señalado: ¿de qué manera pensar el Uno, la identidad, para que sea
posible la multiplicidad, la diferencia? Platón se opone de una manera
directa al Uno eleático. Si se quiere mantener la multiplicidad de lo
sensible, y por tanto de las Ideas que lo causan, el ser de Parménides –
convertido ahora en el Uno– no puede existir de manera absoluta,
incomunicado e incomunicable con lo múltiple; es necesario romper su
unidad. Para ello Platón se sirve de una argumentación lógica. Afirmar la
subsistencia del Uno, y evitar que quede encerrado en una identidad
vacía e irreal, exige que el Uno comunique con el ser y, como
consecuencia, con lo múltiple; el Uno, el principio, no puede ser pensado
si no en relación a lo múltiple, del mismo modo que lo múltiple no puede
pensarse si no a partir del Uno.
Rota de esta manera la identidad del ser, del Uno parmenídeo, Platón
puede afirmar la multiplicidad de las Ideas: las Ideas son muchas y todas
dependen de una primera que, sin embargo, no puede ser pensada al
modo del ser de Parménides. Queda, sin embargo, otro problema por
resolver, el del movimiento. Aun siendo múltiples, las Ideas gozan de una
inmutabilidad no menor que la del ser parmenídeo. ¿Cómo explicar
entonces la articulación entre las Ideas y, en ámbito físico, el
movimiento?

Platón continúa en el Sofista su intento de superar a Parménides; para


ello deberá modificar su propia doctrina, introduciendo ahora los géneros
supremos de las Ideas. Es precisamente el Extranjero de Elea,
protagonista del diálogo, quien después de investigar las opiniones de los
antiguos filósofos sobre el ser, se enfrenta con los amigos de las Ideas.

– ¿Decís que el devenir está separado de la esencia, no es


así?

– Sí.

– ¿Y que nosotros, gracias al cuerpo, comunicamos con el


devenir a través de la sensación, y gracias al alma, a través
del razonamiento, con la esencia real. Vosotros decís que
ésta es siempre inmutable, mientras que el devenir cambia
constantemente?

– Así decimos (Sofista 248 a).

Del examen de la doctrina platónica y los problemas que presenta,


surge la necesidad de admitir los géneros supremos de las
Ideas: Ser, Reposo y Movimiento. El Ser, para ser aquello que es –lo
mismo que el Reposo y el Movimiento– debe ser idéntico a sí mismo y
distinto de los demás géneros. Para que sea de este modo, Platón
introduce dos nuevas Ideas: lo Idéntico y lo Diverso. Cada una de estas
Ideas es diferente de las demás por participar de lo Diverso, e idéntica a
sí misma por su participación en lo Idéntico.

De esta manera, mediante la participación en estos cinco géneros


supremos, Platón da cabida al movimiento. El Movimiento es, por
participar en el Ser, pero a la vez, por su participación en lo Diverso, se
distingue del Ser –como de las otras Ideas– y, por tanto, de algún modo
no es, es no-ser.
– ¿No es acaso evidente que el movimiento es realmente
algo que no es, aunque también sea, pues participa del ser?

– Es evidentísimo.

– Es, entonces, necesario que exista el no-ser en lo que


respecta al movimiento, y también en el caso de todos los
géneros. Pues, en cada género, la naturaleza de lo diverso,
al hacerlo diferente del ser, lo convierte en algo que no es, y,
según este aspecto, es correcto decir que todos ellos son
algo que no es, pero, al mismo tiempo, en tanto participan
del ser, existen y son algo que es (Sofista 256 d-e).

Sin embargo, no todo participa de todo. La participación entre las


Ideas es limitada, como las letras del alfabeto que no pueden unirse de
cualquier modo. Sólo al filósofo corresponde conocer el modo en que se
produce la comunicación entre las Ideas.

Platón vence a Parménides –«nos atrevemos a afirmar que el no-ser


existe» (Sofista 258 e)– dialécticamente; la unicidad del ser parmenídeo
es superada con la admisión junto al Ser de los otros géneros supremos,
que participando del Ser son, a la vez que por distinguirse del Ser no
son, son no-ser; y de este modo desaparece también su inmovilismo,
porque el Movimiento es. Además, la participación entre las Ideas hace
que éstas pierdan la estabilidad e inmovilidad que antes les
caracterizaba.

Sin embargo, no es ésta la última configuración de las Ideas. En


el Filebo, y bajo el influjo de las doctrinas pitagóricas, Platón habla de
lo Ilimitado y del Límite. El Límite delimita lo Ilimitado en virtud de
una causa inteligente, y de ello se origina una mezcla, un mixto de límite
e ilimitación. De este modo toda la realidad aparece ahora agrupada en
cuatro géneros supremos (cfr. Filebo 27 c).

Las doctrinas no-escritas de Platón, tal como nos las ha transmitido


Aristóteles, ponen como principios el Uno y la Díada grande-pequeño.
Todo ser –en cada uno de los ámbitos en que el ser se presenta: Ideas,
Ideas Números y realidad sensible– procederá de los dos principios,
constituyéndose en ser a través del Uno y de la multiplicidad ilimitada de
la Díada. El mundo sensible, como el inteligible, quedaría explicado en
base a la Díada, que podría ser considerada como el principio material, y
el Uno, principio de determinación formal. Todo lo que es, es un algo
concreto, determinado, distinto de lo demás, idéntico a sí mismo y
permanente, en cuanto participa de la Unidad originaria, pero para poder
ser algo y uno mediante la participación en la Unidad, salvando a la vez
la multiplicidad y evitando así el monismo parmenídeo, necesita también
participar en el principio opuesto de la multiplicidad ilimitada.

Si tales doctrinas no fueran el último estadio del desarrollo de la


metafísica platónica, sino su núcleo teórico, podría entenderse mejor el
contendido de los diálogos de la madurez y de la vejez. Así, el Bien de
la República –cuya esencia Platón no revela– no sería sino el Uno de las
doctrinas esotéricas, explicándose mejor su función de causa del ser, de
la esencia, de la verdad y de la cognoscibilidad de las Ideas.
El Parménides, con su admisión de lo múltiple junto al Uno, del no-ser
junto al ser, indicaría la necesaria dualidad de los principios.
El Sofista non trataría, como el Parménides, de los primeros principios,
sino de algunos problemas más concretos que, no obstante, supondrían
la admisión de tales principios. Los géneros supremos de las Ideas, en
cuanto limitados, hacen pensar que por encima de ellos deben
encontrarse los géneros verdaderamente supremos, esto es, el Uno y
la Díada que, en consecuencia, estarían más allá del ser. También detrás
de lo Ilimitado y el Límite del Filebo sería fácil ver la sombra de los
principios supremos.

En consecuencia, la doctrina de los principios –protología– haría la


filosofía platónica mucho más sistemática. Más que revisiones críticas de
una misma teoría inconclusa y no concluyente, expresión de la parábola
evolutiva del pensamiento de Platón, los diálogos presentarían la
exposición a niveles diversos, desde perspectivas y con objetivos
distintos, la doctrina de los principios, que constituiría la segunda etapa
de la segunda navegación, más allá de las Ideas y presente ya desde el
período de la madurez. Tal doctrina, explicando la estructura ontológica
de todo lo real como unidad en la multiplicidad, como de-limitación,
fundaría también la gnoseología y la axiología platónicas. Sólo lo que es
determinado es cognoscible; la unidad es fundamento del ser y, por ello,
del conocer y de la verdad; y esa misma unidad es causa del orden y de
la estabilidad, de la armonía de las cosas, de su bondad y belleza.

5.1. Conocimiento
Como ya ha quedado señalado, Platón considera que sólo el
conocimiento de lo permanente y estable, las Ideas, genera ciencia; la
realidad sensible puede causar sólo opinión. Ahora bien, ¿cómo puede el
hombre entrar en contacto con lo invisible y eterno, con las Ideas? Sólo
en virtud de su alma, que antes de su unión con el cuerpo tuvo
conocimiento de ellas.

El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas


veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto las de
aquí como las del Hades, no hay nada que no haya
aprendido (Menón 81 c).

Por lo tanto, el conocimiento sería sólo un recuerdo, anámnêsis, sacar


a la luz aquello que desde siempre estaba presente en el interior del
alma. Esta doctrina del conocimiento, fundada en la creencia de la
trasmigración de las almas, no puede dejar de recordar la doctrina órfico-
pitagórica, así como la mayeútica practicada por Sócrates.

Las nociones que poseemos, argumenta Platón en el Fedón, son


exactas, precisas, y no pueden, por tanto, proceder del conocimiento
sensitivo, pues en el mundo de los fenómenos nunca se dan con tal
exactitud. En nuestra inteligencia hay algo más que en la realidad
sensible, algo que para Platón sólo puede tener origen en una primera
contemplación de las Ideas.

Sin embargo, Platón considera que en nuestro conocimiento, además


de distinguir la opinión y la ciencia, es posible introducir ulteriores
subdivisiones, cada una de las cuales en correspondencia con los
diversos grados de realidad, que irían desde las sombras de los objetos
sensibles hasta las Ideas y el principio. De un modo gráfico, sirviéndose
de una línea subdividida en diversos sectores, explica Platón
en República VI 509 d-510 b los diversos grados de la realidad y los
correspondientes tipos de conocimiento que originan: la doxa u opinión,
que comprende la imaginación y la creencia, y la epistêmê o ciencia, que
incluye la dianoia o conocimiento de los objetos matemáticos y
la noêsis o intelección de las Ideas y del principio.

Más allá de la exposición de la gnoseología platónica, puede ser útil


detenerse a remarcar sus líneas centrales. Y, en primer lugar, la estrecha
dependencia que guarda con su ontología. Siendo la realidad sensible
causada y enteramente dependiente de las Ideas, el conocimiento
sensible no refleja sino una realidad derivada, relativa. La experiencia
sensible no es suficiente para el conocimiento del ser verdadero; éste
sólo puede ser aprehendido por el alma, capaz de alcanzar la realidad
objetiva, idéntica e inmutable. La verdad, pues, para Platón no es sino el
conocimiento de la realidad íntima de las cosas, las Ideas de las que las
cosas sensibles dependen ontológicamente. Y sólo una vez conocida la
Idea podrá comprenderse la realidad sensible: lo múltiple no puede
explicarse y conocerse sino desde la unidad que lo causa.

Platón continúa recorriendo el camino abierto por Parménides, que


establecía una estrecha afinidad entre el ser y el pensamiento: el
pensamiento es del ser y el ser es adecuado al pensamiento. Sólo
separándose de los sentidos y permaneciendo en sí misma, puede el
alma elevarse al conocimiento de lo idéntico e inmutable, las Ideas. Es
entonces cuando se logra la ciencia, el conocimiento pleno, la
inteligibilidad más profunda de la realidad. La perfección del saber, la
ciencia, más que del método depende de su objeto. Si el ser no fuera
idéntico en sí e inmutable, no sería cognoscible; el ser mudable y
perecedero, la realidad sensible, puede sólo generar opinión,
conocimiento que no es ciencia, saber verdadero.

La ciencia es para Platón el conocimiento propio del filósofo, que


alcanza su meta cuando es capaz de descubrir, después de un largo
entrenamiento, el principio anhipotético, «el principio del todo, que es no
supuesto [anhupothétos]» (República VI 511 b), la última causa, más allá
de toda hipótesis, más allá de las Ideas. El camino que conduce al
principio tiene para Platón un nombre: dialéctica. «Por consiguiente, el
método dialéctico es el único que marcha, cancelando los supuestos
[hupótheseis], hasta el principio mismo, a fin de consolidarse allí»
(República VII 533 c). Una vez alcanzado el principio supremo podrá el
filósofo, también dialécticamente, descender a considerar las Ideas y la
realidad sensible que de ellas depende. El principio primero, el Bien o el
Uno, además de principio ontológico, constituirá el fundamento de la
ciencia, la raíz última de la verdad, anterior a las Ideas mismas, pues el
Bien-Uno es siempre anterior a lo múltiple y las Ideas son muchas. El
primer principio, concebido por Platón como identidad, es principio formal
de todo conocimiento y de toda verdad, más allá él mismo de toda
verdad, como la luz que permite conocer todo.

Para Platón la ciencia, el verdadero conocimiento, es la filosofía, que


él identifica con la dialéctica, esto es, el conocimiento de la realidad
trascendente, de su estructura y de las relaciones que existen entre las
diversas Ideas y, por último, del principio.

5.2. Inmortalidad del alma


Platón debió adquirir una convicción profunda sobre la inmortalidad del
alma siguiendo las enseñanzas de Sócrates y su trágica muerte; sin
embargo, Sócrates, desconociendo la naturaleza del alma, difícilmente
podía dar una respuesta mejor que su propia muerte a su creencia en la
inmortalidad.

Sócrates, en lo demás a mí me parece que dices bien, pero


lo que dices acerca del alma les produce a la gente mucha
desconfianza en que, una vez queda separada del cuerpo,
ya no exista en ningún lugar, sino que en aquel mismo día
en que el hombre muere se destruya y se disuelva, apenas
se separe del cuerpo, y saliendo de él como aire exhalado o
humo se vaya disgregando, voladora, y que ya no exista en
ninguna parte. Porque, si en efecto, existiera ella en sí
misma, concentrada en algún lugar y apartada de esos
males que hace un momento tú relatabas, habría una
inmensa y bella esperanza, Sócrates, de que sea verdad lo
que tú dices. Pero eso, a la vez, requiere de no pequeña
persuasión y de fe, lo que el alma existe, muerto el ser
humano, y que conserva alguna capacidad y entendimiento
(Fedón 69 e-70 b).

Platón intenta demostrar la inmortalidad del alma, presente ya a nivel


de creencia en otros filósofos anteriores. Las pruebas que aduce se
encuentran en Fedón (70 c-80 b), Fedro (245 c-e) y República (X 608 d-
611 a), y casi todas ellas tienen como fundamento la doctrina de las
Ideas. No nos detendremos en su examen; baste señalar, en continuidad
con cuanto ya dicho sobre la teoría del conocimiento, que para Platón el
alma, por su capacidad de conocer las cosas inmutables y eternas, debe
tener una naturaleza afín a ellas. Si prescindimos del hecho de que, para
Platón, las Ideas son subsistentes y nos fijamos sólo en su universalidad,
el argumento adquiere notable consistencia, pues efectivamente debe
existir una cierta proporción entre la naturaleza del alma y su capacidad
de concebir y conocer entidades universales, de por sí incorruptibles.

Pero Platón no se conforma sólo con demostrar la inmortalidad del


alma; se ocupa también de su destino ultraterreno, que describe de
diversos modos, pero haciendo intervenir siempre un juicio, un premio y
un castigo en conformidad con la vida transcurrida en esta tierra
(cfr. Gorgias 523 a-527 e; Fedón 113 d-115 a; República X 614 a-621 d).
De este modo concluye el Fedón su discurso sobre la suerte de las
almas una vez separadas del cuerpo:

Desde luego que el afirmar que esto es tal cual yo lo he


expuesto punto por punto, no es propio de un hombre
sensato. Pero que existen esas cosas o algunas otras
semejantes en lo que toca a nuestra alma y sus moradas,
una vez que está claro que el alma es algo inmortal, eso me
parece que es conveniente y que vale la pena correr el
riesgo de creerlo así –pues es hermoso el riesgo–, y hay que
entonar semejantes encantamientos para uno mismo, razón
por la que yo hace un rato ya que propongo este relato
mítico (Fedón 114 d)

7. Ética
Las dificultades que Platón encuentra cuando quiere explicar la
relación entre las dos clases de realidad, sensible e inteligible, se
agudizan en el caso del hombre y su doble componente inmaterial y
sensible, debido en buena parte a los elementos órficos pitagóricos que
hace intervenir. Alma y cuerpo constituyen para Platón dos elementos no
sólo distintos, sino opuestos e irreconciliables.

El cuerpo sería la cárcel del alma, su tumba –como afirma


en Gorgias 492 e-493 a–, y mientras el hombre permanezca ligado al
cuerpo, se encontrará como muerto, pues la esencia del hombre es su
alma. La raíz de todo mal –pasiones, luchas, ignorancia…– es el cuerpo.
La ética platónica, al menos en sus primeros diálogos, está condicionada
por estos presupuestos y mirará a liberar al alma del cuerpo, a buscar la
purificación de lo sensible, a vivir con la mirada puesta en la muerte, que
permite iniciar la verdadera vida (cfr. Fedón 66 c-e).

El Fedón es el diálogo en el que Platón manifiesta de modo más


radical su antihedonismo, rechazando todo placer sensible por
considerarlo la antítesis del bien.

Platón, como hemos señalado, parte de la ética de Sócrates y como él


se opone al positivismo de Isócrates; el hombre persigue la felicidad y la
felicidad requiere la virtud, que Sócrates, como Platón en sus diálogos de
juventud, identifican con el conocimiento. Con el pasar del tiempo, sin
embargo, Platón introduce importantes cambios matizando el fuerte
intelectualismo socrático. Como hemos visto, Platón deja espacio en el
alma humana, junto a la razón, a las instancias desiderativas y afectivas.

Tampoco acepta Platón la tesis socrática de la unidad de la virtud.


En República IV distingue las cuatro virtudes después llamadas
cardinales: fortaleza, templanza, sabiduría y justicia (427 e-428 a). Sólo
la sabiduría es una virtud de la parte racional del alma; la otras tres
requieren, además del conocimiento, la buena disposición de las otras
partes del alma, concupiscible e irascible. Es más, la virtud más completa
es para Platón la justicia, porque logra la armonía del alma en cada una
de sus partes (cfr. República IV 443 c-444 a). En su búsqueda de la
felicidad el hombre no sólo se guía por la inmediata promesa de felicidad
del bien presente, sino que gracias a su capacidad racional puede y debe
concebir el bien de la vida en su conjunto para perseguirlo después con
sus acciones.

Ser justo, y más en general ser virtuoso, requiere por tanto no sólo la
educación de la parte racional, sino también de las partes concupiscible e
irascible; no basta pues para ser feliz el conocimiento, sino también la
conformidad e incluso la cooperación de las otras partes del alma con la
razón.

Por consiguiente, cuando el alma íntegra sigue a la parte


filosófica sin disensiones internas, sucede que cada una de
las partes hace en todo sentido lo que le corresponde y que
es justo, y también que cada una recoge como frutos los
placeres que le son propios, que son los mejores y, en
cuanto es posible, los más verdaderos (República IX 586 e).

Platón identifica en diversas ocasiones la persona justa con el filósofo;


sería el filósofo la persona más adecuada para gobernar la ciudad,
manifestando de este modo que la virtud no confiere simplemente una
felicidad egoísta, sino que implica también una preocupación positiva por
el bien ajeno. Como veremos, el fin de la política es la felicidad, la virtud,
de los ciudadanos.

Todo esto significa que el antihedonismo de los primeros diálogos es


posteriormente corregido. Platón se ocupa expresamente del placer en
el Filebo, donde entre otras cosas distingue los placeres buenos y malos.
Es claro que el placer no constituye nunca para Platón el máximo bien,
pero tampoco puede reducirse la felicidad sólo a conocimiento: la
felicidad no puede prescindir del placer. Es más, la felicidad, la vida
virtuosa, será para Platón la vida más placentera, porque guiada por la
razón sabe integrar los placeres puros y buenos.

En Leyes III Platón confiere a la virtud soberana –la


prudencia, phrónêsis, inteligencia o facultad racional– la capacidad de
regular los placeres y las penas, mediante lo que en el libro I del mismo
diálogo llamaba, con una imagen, «el hilo de oro sagrado» (Leyes I 645
a).

No puede, sin embargo, olvidarse que el ideal ético de Platón es, a la


vez, un ideal religioso. Platón sitúa la divinidad en la esfera de lo
trascendente; las Ideas, como también el Demiurgo y el alma, tienen
carácter divino y la vida más feliz es para él la vida más propiamente
divina.

Ahora bien, según nosotros, la divinidad ha de ser la medida


de todas las cosas y en el mayor grado posible; mucho más
que el hombre, como suele decirse por ahí. Así, pues, para
llegar a ser amados por este dios es necesario que uno se
haga a sí mismo, en la medida de sus propias fuerzas,
semejante a él […] Como consecuencia de este
razonamiento hemos, pues, de llegar a esta norma, la más
bella y la más verdadera, a mi modo de ver, de todas las
normas: para el hombre de bien el sacrificar a los dioses, el
estar en continua relación con ellos por medio de sus
oraciones, de sus ofrendas y de todas las cosas que forman
parte del culto divino, es lo más hermoso, lo mejor, el camino
más seguro para la felicidad y, al mismo tiempo, es lo que
más especialmente le corresponde (Leyes IV 716 c-e).

8. Política
Sócrates no quiso dedicarse a la política activa; en cambio, Platón se
sintió siempre atraído hacia ella, aunque los acontecimientos políticos de
su tiempo y la muerte de su maestro le hicieron desistir de ello. No
obstante, el interés por la política permanecerá durante toda su vida,
ligado eso sí a su pensamiento filosófico.

Para él los auténticos políticos sólo pueden ser los filósofos, que por
tener el verdadero conocimiento pueden llevarlo a la práctica. Platón
expone sus ideas políticas en República, Político y en las Leyes.

En República diseña lo que debería ser el verdadero estado para


poder formar al hombre perfecto. En la descripción de tal estado señala
las distintas clases de ciudadanos –trabajadores, guardianes y políticos–
que se corresponden a las tres partes del alma. Del mismo modo que el
hombre justo es quien consigue armonizar las partes distintas del alma,
bajo la guía de la razón, la ciudad justa será aquella en la que las tres
clases de ciudadanos conviven armonizadas, realizando cada ciudadano
la tarea que le corresponde.

Los guardianes deberán tenerlo todo en común, renunciando a la


familia y a toda forma de posesión privada. Este punto ha llamado
siempre la atención de los intérpretes y ha sido entendido de muy
distintas maneras. Obviamente es criticable y fue desde el inicio muy
criticado. El error de fondo de Platón en estas páginas no es otro que el
de someter al individuo al interés del grupo, de la raza, de la sociedad.

En los diálogos posteriores Platón atenúa la visión de República que


también a sus ojos se presentaba como un ideal utópico. En las Leyes el
poder de la ciudad estaría no en manos del filósofo, sino del Consejo
nocturno que debería legislar en vista de la felicidad de los ciudadanos:
«El criterio que inspiraba nuestras leyes era el siguiente: que todos los
ciudadanos pudieran gozar de la máxima felicidad y de la máxima
concordia recíproca» (Leyes V 743 c).

Tanto en las Leyes como en el Político, Platón continúa pensando que


el verdadero político puede ser sólo el filósofo, aquél que gobierna según
la virtud y la ciencia. Pero como no es fácil contar siempre con tales
hombres extraordinarios, la supremacía reposará en las leyes. La ciencia
del legislador deberá en consecuencia tener como ideal la ciencia política
del filósofo. En base a ella estudia Platón los distintos tipos de
constituciones e instituciones políticas, así como la legislación más
oportuna para la educación de los ciudadanos y la regulación de las
principales cuestiones que afectan a la vida de la polis.

9. Consideraciones conclusivas
La conocida narración de la República, la alegoría de la caverna,
puede servir para retener la visión de conjunto del pensamiento
platónico.

Represéntate hombres en una morada subterránea en forma


de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su
extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas
y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer
allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les
impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos
se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre
el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al
cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el
biombo que los titiriteros levantan delante del público para
mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

– Me lo imagino.

– Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan


sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de
hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de
diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros
callan.

– Extraña comparación haces, y extraños son esos


prisioneros.

– Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que


han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que
las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la
caverna que tienen frente a sí? (República VII 514 a-515 b).

De esta manera alegórica describe Platón los diversos grados de la


realidad, desde las sombras de las imágenes, reflejadas en la pared de la
caverna, hasta el sol que brilla fuera de ella. En correspondencia con
ello, representa también los diversos grados de conocimiento, desde la
vida de los prisioneros, basada en las apariencias, hasta la visión del sol,
cuyo acceso presupone el conocimiento de los demás objetos: es la
dialéctica. A la visión del sol, la ciencia, no puede llegarse sino después
de haberse liberado de las cadenas que aprisionan, indicando así su
concepción ética, que implica la liberación del dominio del cuerpo y de
sus pasiones. Por último, quien ha contemplado el sol, no puede sino
volver a la caverna con el intento de liberar a los demás prisioneros,
mostrándoles la verdad y su error. Ésta es la función del filósofo
gobernante, aunque tal tarea pueda suponerle un grave riesgo e incluso
la muerte, como a Sócrates o como en la narración alegórica, en la que
los prisioneros intentan matar a quien busca liberarles de su cómoda
pero falsa existencia.

– Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara


su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las
tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

– Sin duda.
– Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en
ardua competencia con aquellos que han conservado en
todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que
sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran
en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a
que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se
había estropeado los ojos, y que no siquiera valdría la pena
intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y
conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo
en sus manos y matarlo? (República VII 516 e-517 a).

Las líneas sucesivas se limitarán a señalar, brevemente, las


principales novedades de su filosofía, así como los problemas que de
ellas se desprenden.

La grandeza de la filosofía platónica radica sobre todo en su profunda


convicción de la existencia de una realidad trascendente, suprasensible,
como causa y explicación del mundo sensible. Tal convencida
afirmación, defendida con fuerza desde enfoques distintos en sus
diálogos, supuso una revolución para la historia del pensamiento y marcó
la posterior comprensión filosófica de la realidad: el mundo sensible,
también el hombre y su alma, es entendido desde una nueva
perspectiva, porque causado, derivado de la realidad trascendente; el
problema del conocimiento adquirió una dimensión más precisa y
también la felicidad humana, la ética y la política se vieron notablemente
enriquecidas; Dios y lo divino son pensados, por primera vez, como
realidades inmateriales.

Si éste fue el gran descubrimiento de Platón, muchos son también los


problemas que de él se originan y que Platón afronta sin conseguir
resolver de modo completamente satisfactorio. Tales problemas tienen
como núcleo común la relación entre sensible e inteligible, entre el
mundo físico y las Ideas, y se manifiestan en los diversos ámbitos de su
filosofía: cosmología, antropología, gnoseología, ética y política.

Hemos hecho alusión a la interpretación que desde las doctrinas no


escritas, tal como las presenta sobre todo Aristóteles, se da del
pensamiento platónico. Considerar los principios, la protología, el Uno y
la Díada, el núcleo de su pensamiento maduro desde el cual leer los
diálogos, ayuda sin duda a dotar de mayor unidad y coherencia a su
filosofía. Se ha dicho también que buena parte de los intérpretes
consideran forzada esta lectura de Platón. Sin pronunciarnos sobre la
veracidad de la reconstrucción del pensamiento platónico desde las
doctrinas no escritas, sí aparece con claridad no sólo en tales doctrinas
sino en buena parte de sus diálogos, la tendencia platónica a la unidad
del saber, la aspiración –como última etapa del recorrido dialéctico– a un
saber del principio, del anhipotético, en el que se resuelve cualquier otro
saber. La tendencia, en definitiva, a recapitular en la filosofía cualquier
otro conocimiento. El político, el artista, el justo… se identifica siempre
con el filósofo, con el dialéctico que ha logrado elevarse y conocer el
principio del que todo depende.

Junto a esta tendencia señalábamos al inicio la otra dimensión del


espíritu y de los escritos platónicos, la dimensión erótica, es decir el
anhelo de verdad y de infinito que resulta siempre insatisfecho. Detrás de
ella y como su representante paradigmático se entreve la personalidad
filosófica de Sócrates.

La filosofía de Platón parece oscilar entre estos dos polos, o más bien
mantener un ambiguo equilibrio entre ellos; subrayar sólo uno de estos
aspectos no haría justicia a su compleja figura.

Por otra parte, la resolución de su entera filosofía en la dialéctica


presenta serios problemas de orden teórico que Platón no podía ignorar.
Una vez que Platón concibe el ser como identidad –las Ideas–, resulta
ciertamente problemático alcanzar un primer principio que trascienda
toda la realidad, también el ser, las Ideas, por él causada. En efecto, si el
ser en sí, las Ideas, son pensadas como identidad, como consistencia, el
primer principio y la causa de todo, el Bien o el Uno, deberá, en
consecuencia, ser la identidad máxima. La verdad y el pensamiento
exigen para Platón la perseidad, la identidad del ser, y el primer principio
deberá dar razón de su identidad y multiplicidad, excluyendo, sin
embargo, de sí mismo toda alteridad. Ahora bien, tal identidad primera no
podrá trascender la multiplicidad de las Ideas a no ser que venga situada
–como Platón afirma en República VI 509 b– más allá del ser y de la
esencia, a no ser que su identidad sea no determinada, no limitada, y sea
pensada, por lo tanto, como no-Idea, arriesgándose así a convertirse en
una realidad inefable, pero sin contenido, sin espesor ontológico o, al
contrario –y ésta parece ser la vía seguida por Platón–, concebir el
principio, el Bien o el Uno, como totalidad que incluye en sí todo lo
demás, las diferencias, la multiplicidad o, al menos, en relación necesaria
con el principio de la multiplicidad: lo Diverso del Sofista,
lo Ilimitado del Filebo o la Díada de las doctrinas no escritas. Pero de
este modo la trascendencia del principio queda comprometida, pues no
escapa al condicionamiento de lo múltiple y no puede decirse
verdaderamente incondicionada, anhipotética, y, por tanto, trascendente.

La dificultad de entender la naturaleza y el conocimiento del principio


primero, y la exigencia de su condición trascendente, explican también,
sin necesidad del recurso a una doctrina esotérica, el silencio de Platón
al respecto y la presencia, junto al empeño dialéctico, de la tensión
erótica, del anhelo siempre insatisfecho de un conocimiento del principio
primero que en esta vida no es posible lograr. Precisamente porque el
primer principio trasciende el ser, trasciende también el pensamiento; el
hombre puede desear y buscar conocerlo, pero debe también aprender a
reconocer sus propios límites y no olvidar la gran lección socrática, la
sabiduría de quien es consciente de la propia ignorancia.

El problema de la naturaleza del primer principio y su relación con la


realidad por él causada, continuará vivo en la filosofía sucesiva. Y aun
cuando Aristóteles critique a su maestro por su manera de pensar el ser,
la posterior tradición filosófica preferirá durante siglos la vía abierta por
Platón que no las correcciones introducidas por Aristóteles. El
pensamiento de Platón, en efecto, revivirá siglos más tarde, en los
albores de nuestra era y en la tarda antigüedad, con los autores
medioplatónicos y neoplatónicos, y será también el pensamiento más
influyente en los primeros autores cristianos. En la filosofía y teología
cristianas dominará, sin duda, la tradición platónica al menos hasta la
recepción, en el siglo XIII, del aristotelismo. En los siglos posteriores la
filosofía platónica volverá a adquirir nueva actualidad sobre todo en el
renacimiento italiano y en la moderna metafísica alemana.

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