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3/4/2018 El silencio de 80 años de racismo y genocidio en Republica Dominicana | Blog Contrapuntos | EL PAÍS

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El silencio de 80 años de racismo y genocidio en


Republica Dominicana
Entre 15.000 y 25.000 personas fueron asesinadas en el país en 1937.
Tantos años después las secuelas de ese odio racial perdura en
diferentes ámbitos, incluso en la política
ELISSA L. LISTER

Medellín - 3 ABR 2018 - 13:08 CEST

Las raíces de la discriminación racial en República Dominicana son profundas. Ellas


pueden
  reconocerse en diversas formas de genocidio, desde los asesinatos en masa
a las estrategias de aniquilación civil promovidas por una legislación racista que niega
el derecho a la ciudadanía a miles de dominicanos y dominicanas. Una nación donde
las élites han promovido el odio hacia los haitianos y hacia todos aquellos que
parecen serlo; en definitiva: hacia los dominicanos y dominicanas más pobres. El
antihaitianismo se ha constituido así en una brutal forma de racismo de Estado. La
presente nota incluye una declaración de CLACSO contra las políticas de odio y

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discriminación en esta isla que para muchos no es otra cosa que un paraíso turístico
en el corazón del Caribe.

Dominicanos con padres haitianos o simplemente pobres son discriminados. El antihaitianismo se


conforma en una forma de racismo de Estado que la legislación legitima.  PABLO TOSCO (OXFAM/INTERMON)

En 1937, República Dominicana fue escenario de un brutal genocidio.

Entre 15.000 y 25.000 personas, en su mayoría de origen haitiano, dominicano y


domínico-haitianos, fueron asesinadas. Los hechos ocurrieron durante la dictadura
de Rafael Leonidas Trujillo (1930-1961). El proceso de exterminio se prolongó por
varios meses, y se desplegó especialmente por las provincias fronterizas. También
se
  cometieron múltiples asesinatos en núcleos urbanos y zonas rurales del centro y
del Norte del país, como Puerto Plata y Santiago, entre otros. Se emplearon
machetes y armas blancas para simular enfrentamientos entre campesinos. El
acontecimiento se justificó instaurando un discurso nacionalista que abogaba por la
defensa de la patria y su soberanía ante una supuesta “invasión pacífica” extranjera,
que corrompía en sus principios, valores y racialidad, la supuesta “dominicanidad”.
Se encubrió así un proceso de colonización interna, con todas sus implicaciones.

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Sobre esto último resulta necesario evidenciar que la construcción y usos políticos en
torno al genocidio sirvieron para acompañar un sistema económico que, desde las
primeras décadas del siglo XX, con el auge de la industria azucarera de capital
estadounidense, basó su rentabilidad en la mano de obra haitiana que laboraba en
condiciones similares a las de la esclavitud. No hubo víctimas dentro de los miles de
cortadores de caña haitianos que vivían recluidos en los campos de los ingenios. En
cambio, perecieron pequeños propietarios, campesinos, trabajadores y jornaleros
que formaban parte de un modelo económico y de sociedad que los sectores
dominantes del país estaban dispuestos a exterminar.

Se han cumplido 80 años de este vergonzoso episodio de la historia insular, sin que
se produjera una manifestación, proclama, mención o acto de repudio desde
instancias oficiales dominicanas. Esta ha sido la constante durante ocho décadas.
Correspondió a ciertas organizaciones sociales, no gubernamentales, entidades
culturales y educativas alternativas efectuar los actos de memoria en torno a los
hechos. Históricamente, las iniciativas que propenden por el reconocimiento de lo
ocurrido en 1937, su inclusión en los relatos del pasado y la reconciliación desde el
reclamo de verdad y justicia, es decir, el derecho de memoria, son criticadas y
hostilizadas. Esta no fue la excepción.

República Dominicana se distancia así del contexto latinoamericano, en el que ciertos


países asumieron el “deber de memoria” desde lo estatal como parte de los procesos
de reconstitución democrática luego de dictaduras, guerras civiles, conflictos y otros
genocidios. Sirven como ejemplos Chile, Argentina, Guatemala y, más
recientemente, Colombia. Esto resulta impensable en el contexto vigente en el país
caribeño, donde el partido que impera desde 1996 (salvo por el paréntesis de 2000 a
2004) llegó al poder y se ha sostenido al pactar, primero, con Joaquín Balaguer, uno
de
  los artífices de la ideología nacionalista antihaitiana durante la dictadura (gobernó
de 1966 a 1996, con la excepción del periodo de 1978 a 1986); y, luego, con Vinicio
Castillo, funcionario del régimen trujillista y representante, junto con sus herederos
políticos, de la actual ultraderecha fascista.

El racismo y el antihaitianismo se constituyeron a partir del inicio del siglo XX en uno


de los recursos discursivos e ideológicos más eficaces para la perpetuación de los
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grupos hegemónicos, fueran estos los tradicionales o los conformados dentro del
régimen actual de partido único. Los postulados ideológicos que legitimaron el
genocidio de 1937 se reactualizan constantemente y permanecen vigentes hoy en las
prácticas sociales, en los imaginarios y en los discursos de diversos sectores de la
población dominicana, ya no solo de las élites. A dichas prácticas se suman un
conjunto de leyes, normas ministeriales, sentencias judiciales, decretos
administrativos, la constitución misma y órdenes no escritas en las que se
materializan diferentes formas del racismo desde instancias del Estado.

Como consecuencia se ha generado una normalización y naturalización del


antihaitianismo, de la discriminación y de las múltiples violencias hacia los
dominicanos de ascendencia haitiana, hacia los inmigrantes del vecino país, pero
también hacia dominicanos cuyo fenotipo entra en la categoría de lo que el prejuicio
racial ubica como el “otro” no-dominicano. Es así como se patentiza cotidianamente
la violencia física, verbal, psicológica y simbólica, que muchas veces no adquiere la
categoría de hecho noticioso y queda a la sombra del silencio y la impunidad
generalizada en el país.

Un caso emblemático de manifestación de estas agresiones tuvo lugar en el pequeño


poblado de Hatillo Palma, en 2005, en el que se inició una persecución de
trabajadores haitianos a los que se les atribuían crímenes no comprobados. La
comunidad dominicana del poblado impartió justicia por cuenta propia, asesinando a
machetazos a varios inmigrantes. La ola de violencia se extendió a otros lugares y
tuvo por resultado más de una decena de haitianos muertos, otro tanto de heridos,
viviendas y pertenencias destruidas y cientos de inmigrantes desplazados.

En agosto de 2015, diez años después, se repitieron hechos similares, aunque en


menor
  escala. El alcalde del poblado promovió a través de sus discursos y acciones
varios de los actos violentos contra los trabajadores migrantes. Un caso diferente,
pero en el que subyace la misma ideología, lo constituye el homicidio del ciudadano
haitiano Claude Jean Harri, en febrero de ese año. Su cuerpo apareció colgado de un
árbol de un céntrico parque de la ciudad de Santiago, la segunda en importancia en el
país.

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Los postulados ideológicos que legitimaron el genocidio de 1937


se reactualizan constantemente y permanecen vigentes hoy en
las prácticas sociales, en los imaginarios y en los discursos, ya no
solo de las élites

En estos casos, se recurre a procedimientos discursivos en torno a las víctimas,


similares a los empleados luego del genocidio de 1937: se construye un antecedente
histórico que falsea los hechos y valida la carencia de valores morales y éticos en las
víctimas (“está en su naturaleza”, “siempre han sido así”); se los deshumaniza al
cosificarlos y negarles todo derecho, asumiéndolos como “el enemigo” (“hay que
acabar con ellos”, “nos van a destruir”); se criminalizan (“realizaban actividades
ilícitas”, “son inmigrantes ilegales”), y, por último, se naturalizan las acciones y la
violencia de los victimarios (“fue en defensa propia”, “hay que defender a la patria”),
justificando la impunidad y la continuidad de la violación de derechos.

Es en este contexto, el Tribunal Constitucional dominicano promulgó en septiembre


de 2013 la Sentencia 168-13, que privó de la nacionalidad a cerca de 210.000
dominicanos de ascendencia haitiana (133.000 según estimaciones más
conservadoras). La disposición contravino unos 15 artículos de la Constitución y se
debía aplicar con retroactividad al 1929. Esta retroactividad otorgó un carácter
hereditario a la supuesta ilegalidad de los inmigrantes haitianos de vieja data,
“condición” que le “transmiten” a sus hijos y descendientes por varias generaciones.

No es fortuito, entonces, que este “programa” gubernamental se gestionara en esta


corte, en lugar del Congreso. En este último las leyes son discutidas, negociadas,
 pueden ser aprobadas, modificadas, rechazadas o derogadas. En cambio, los
veredictos del Tribunal son “definitivos e irrevocables” y “vinculantes para los
poderes públicos y todos los órganos del Estado”. De este modo, la sentencia se
erige como un elemento trascendental del blindaje legal que facilita al Estado
dominicano el ejercicio del racismo como política oficial.

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La desnacionalización y la apatridia conllevaron la declaración de no-existencia de un


conjunto de personas al que se despojó del derecho a la ciudadanía. Sin un
documento de identidad, tampoco pueden inscribirse en una escuela o universidad,
acceder a la seguridad social, tener un pasaporte, poseer una cuenta bancaria o
firmar un contrato de trabajo. Como resultado, colocó a esta población en
condiciones de mayor vulnerabilidad y exclusión de la que ya padecía y, por tanto,
sujeta a mayor explotación y desigualdad. Por el gran número de afectados y las
implicaciones en sus vidas, se consideró al proceso derivado de la Sentencia 168-13
como un “genocidio civil”.

La promulgación esta sentencia fue ampliamente cuestionada, produjo una gran


movilización en su contra y una polarización al interior de la sociedad dominicana.
Diversas entidades y organizaciones de incidencia nacional e internacional
reclamaron el reconocimiento y el respeto de los derechos de los dominicanos de
ascendencia haitiana, mientras se exacerbaron los sectores nacionalistas que
justificaban la medida como un asunto de soberanía y lealtad nacional. El odio racista
se extendió a los dominicanos solidarizados con la defensa de derechos, a los que se
denominó “traidores a la patria”. Simultáneamente, se propagó la idea que las
gestiones para restituir el derecho a la nacionalidad de los afectados ejercidas por
organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el ACNUR, la
ONU, el CARICOM y Human Rights Watch hacían parte de un “complot internacional”
para hacer desaparecer el Estado dominicano.

En medio del conflicto, el gobierno respondió a las presiones internas y externas con
la promulgación en 2014 de la Ley 169 (o Ley de Naturalización) y el Plan Nacional de
Regularización de Extranjeros. Se trata de entelequias legales que, en lugar de dar
solución al problema, ahondan las desigualdades y reafirman la política estatal de
considerar
  extranjeros a los dominicanos provenientes de padres, abuelos o
bisabuelos haitianos, aun cuando hayan nacido y crecido en territorio dominicano y
los amparara la legislación del momento. Estas nuevas disposiciones lograron
confundir a la sociedad y a la opinión pública al colocar en el mismo plano a los
dominicanos desposeídos del derecho a la nacionalidad con la inmigración haitiana
más reciente, carente de permisos legales.

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Además de acallar las protestas y las movilizaciones que motivó la Sentencia, la ley
de 2014 recurre en su interpretación y aplicación a procedimientos que reproducen la
vulneración de derechos, en lugar de garantizarlos. Uno de estos consiste en la
clasificación y jerarquización en grupos de quienes se adscribieron al procedimiento
para obtener sus documentos de identidad. Otro, se verifica en la ausencia de
respuesta por parte de las autoridades luego de tres años, encontrándose la mayoría
de las personas con tan solo un carnet provisional y viviendo diariamente la amenaza
de la deportación.

Un retroceso importante en la lucha de los derechos estriba en que, mientras la


sentencia puso en evidencia el racismo estructural y estatal, motivando la
organización y la lucha colectiva, la promulgación de la ley y el plan llevan al plano de
lo individual, es decir, al estudio caso por caso, ya no del derecho a la nacionalidad de
toda una comunidad, sino del cumplimiento de requisitos que cada persona debe
efectuar para obtenerla. Adicionalmente, se propaga la falsa idea que la problemática
se encuentra en vías de solución.

Finalmente, es preciso señalar que, si bien el racismo de Estado que se practica en


República Dominicana va dirigido de forma más obvia contra los dominicanos de
ascendencia haitiana y los inmigrantes haitianos, también lo padecen los
dominicanos, aunque esto se reconozca menos. En el país la escala socioeconómica
se organiza en proporción de la mayor “blancura” o “negrura” de la piel. La pobreza,
la exclusión, la violencia y la injusticia social tienen una connotación racial,
constituyéndose en “genocidios de baja intensidad”. Las víctimas son cientos de
miles de dominicanos y dominicanas, de todas las edades, que padecen, y en muchos
casos perecen, por la negligencia y corrupción del Estado para garantizar el derecho
a la vida, las atenciones médicas básicas, viviendas adecuadas, el acceso al trabajo, la
protección
  laboral y la seguridad ciudadana.

Elissa L. Lister es profesora asociada de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la


Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Coordinadora del Grupo de Trabajo CLACSO
Afrodescendencia, Racismo y Resistencias en el Caribe.

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RACISMO, ODIO Y AMENAZA A LOS DERECHOS HUMANOS EN


REPÚBLICA DOMINICANA
DECLARACIÓN DEL COMITÉ DIRECTIVO Y DE LA SECRETARÍA EJECUTIVA DE CLACSO

República Dominicana ha sido un referente en las luchas por la libertad y los derechos
humanos en América Latina y el Caribe. Patria de las Hermanas Mirabal, de la
resistencia contra dos invasiones norteamericanas en el siglo XX, contra golpes de
Estado y tiranías que atravesaron su historia. Cuna de grandes comunidades de
migrantes de muchas partes del mundo, cuyo trabajo y sacrificio han contribuido
enormemente a la prosperidad del país, a pesar de las inmensas dificultades
económicas y de las persistentes condiciones de pobreza y de desigualdad que han
marcado el desarrollo de esta isla del Caribe, cuyo territorio comparten dos naciones
separadas por algo más profundo que una frontera de 380 kilómetros de extensión.
Las élites de República Dominicana y de Haití han intentando, muchas veces con
éxito, que ambos países vivieran enfrentados y parecieran estar unidos sólo por el
odio mutuo que éstas pretendían instalar en sus sociedades.

Hace casi cinco años, la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional dominicano
oficializó una política de limpieza racial que venía aplicándose desde hacía años. La
decisión, le arrebató la nacionalidad, la ciudadanía y los derechos fundamentales a
decenas de miles de dominicanos y dominicanas que contaban con documentos de
nacimiento e identidad legales. Así, convirtió a miles y miles de dominicanos y
dominicanas en extranjeros o apátridas en su propio suelo. La sentencia afectó,
especialmente, a miles de hijas e hijos de haitianos nacidos en el país, confiscándoles
la posibilidad de estudiar, trabajar, registrar sus propios hijos o casarse legalmente.
Los exterminó jurídicamente.

La ley 169-14, aprobada en 2014, fruto de un pacto impulsado por el gobierno


nacional, logró reparar en parte, y sujeto a múltiples tergiversaciones e informaciones
manipuladas, el atropello cometido con la sentencia 168-13. Desde 2015, grupos que
hacen del ultranacionalismo y del racismo antihaitiano su bandera política, han
querido boicotear esa ley y, el lunes 26 de marzo de 2018, han vuelto a la carga
presentando un nuevo recurso de inconstitucionalidad para destruir lo poco que se
ha conseguido en favor de las víctimas de esta brutal violación a los derechos
humanos. La ley 169-14 que pretende derogarse, favoreció a cientos de miles de
inmigrantes que lograron regularizar su estatus en el país con un mecanismo legal y
 
acorde a todas las convenciones internacionales.

Esto ocurre en medio de un panorama oscuro y peligroso. Grupos extremistas nunca


han dejado de amenazar a las personas y a las organizaciones que cuestionan la
legalidad de la sentencia 168-13. El pasado 21 de marzo de 2018, agentes del Estado
reprimieron a quienes se manifestaban conmemorando el Día Internacional de la
Eliminación de la Discriminación Racial. Agredieron a artistas, y se intentó impedir el
derecho a la libre expresión y libre reunión.

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Hoy, en República Dominicana, cunden las amenazas de muerte e insultos de toda


índole en las redes sociales. Los llamamientos al linchamiento contra dirigentes,
activistas o contra la población inmigrante, como ocurrió en el municipio de
Pedernales, agitan la división y los enfrentamientos fanatizados.

Por otra parte, autoridades provinciales y municipales han intentado prohibir


ilegalmente manifestaciones culturales y artísticas tradicionales, que señalan como
"peligrosas" por su raigambre popular y por su influencia de la inmigración
afrocaribeña y haitiana.

Reina la más absoluta impunidad.

CLACSO expresa su profunda preocupación con esta situación.

En el mundo crecen y se expanden el racismo, los nacionalismos totalitarios y la


xenofobia en un contexto de fragilidad e inestabilidad democrática. Defensores,
líderes y activistas de derechos humanos son asesinados o desaparecidos en países
como Brasil, México, Colombia y Honduras. República Dominicana transita un camino
del cual será muy difícil regresar. Más allá de las maniobras y de los artificios
jurídicos, por detrás de esta ofensiva no hay otra cosa que un inaceptable acto de
racismo y de discriminación contra la población dominicana más pobre y contra los
inmigrantes haitianos que hace décadas viven pacíficamente en el país.

El gobierno y las instituciones dominicanas deben asegurar la vigencia plena de las


garantías democráticas. Deben garantizar el pleno ejercicio de las libertades civiles y
políticas, y deben asegurar que nadie pueda promover el odio, la discriminación e
incitar a la violencia. Asimismo, se debe bloquear todo intento por imponer, mediante
la manipulación del orden jurídico, leyes y sentencias que anulen los derechos
fundamentales y promuevan políticas de discriminación y segregación racial.

Expresamos nuestra solidaridad y apoyo incondicional a las organizaciones y


movimientos que luchan por hacer de República Dominica una tierra generosa, justa y
diversa, democrática y acogedora. Una República Dominicana libre de las políticas de
odio y racismo que han llevado a negar derechos fundamentales a miles de sus
ciudadanos y ciudadanas.

Comité Directivo y Secretaría Ejecutiva. Consejo Latinoamericano de Ciencias


Sociales, CLACSO. Buenos Aires, 30 de marzo de 2018
 

ARCHIVADO EN:

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· Política migración · Derechos humanos · Migración · Racismo · Discriminación

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