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4/4/2018 Teatro de insignificancias | ELESPECTADOR.

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Miércoles 04 De Abril

3 Abr 2018 - 10:00 PM


Por: Pascual Gaviria

RABO DE AJÍ

Teatro de insignificancias
La estupidez se ha convertido en un escándalo lucrativo. Ahora los medios la
persiguen como algunos locos persiguieron la genialidad. Ya ni siquiera es
necesario que la tontería sea ejercida por celebridades o poderosos. Cualquiera
que haga un buen papelón podrá ser reseñado para su escarnio y su dicha. Todo
termina en una especie de masturbación entre el público y el señalado: la
audiencia se deleita con el ultraje y el menosprecio al tonto de poner, mientras la
figura de la torpeza disfruta del ruido a su alrededor, al fin y al cabo entre los
aplausos y las rechiflas no hay grandes diferencias. Y la aguja de los decibeles es
la única que certifica la existencia. De modo que un lagarto que cometió una
infracción de tránsito, tres charlatanes que juegan con esvásticas como si fueran
catapiz, un pastor que busca escandalizar con sus excesos de santidad, un matón
que busca meter miedo con sus tatuajes y su hoja de vida, o un funcionario de
pueblo con herencias formales españolas pueden ser protagonistas de las
noticias durante varios días.

Extraño la sangre de la vieja prensa amarilla, su olfato para trivializar los


grandes dramas, su fuerza para desgarrar con el pico. Al menos lograba causar
miedo y repugnancia. Una parte de la prensa de hoy, y su triste rezago tras la
cola de rata de las redes sociales, termina en tareas contrarias a las de esa vieja
prensa sangrante. Ya no se trata de banalizar lo grave, de minimizar lo trágico,
sino de agrandar lo banal, de alardear con lo inexistente. Ya no estamos frente a
las fotos de Lady Di en el Mercedes destrozado bajo un viaducto en París ni
frente a las hazañas pornográficas de Bill Clinton, ni siquiera ante la reja de Villa
Certosa donde trabajaba el lúbrico Berlusconi. También los escándalos
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mojigatos, desde cuando hace 120 años el juicio a Oscar Wilde ocupó páginas
enteras en los diarios de Londres, han venido perdiendo importancia y
audiencia. Basta una riña entre profesores, una foto filtrada de algún flirteo, una
pedantería cualquiera frente a un teléfono celular. En su momento Wilde
advertía sobre los riesgos de la prensa jalada de la ternilla por el gran público:
“En Inglaterra el periodismo es aún un gran factor, una potencia
considerabilísima. La tiranía que trata de ejercer sobre la vida privada de la
colectividad se me antoja, realmente, algo extraordinario. El hecho es que el
público siente un afán insaciable de saberlo todo, menos aquello que vale la pena
saberse. El periodismo, consciente de ello, y con sus costumbres comerciales,
atiende y provee a la demanda”.

Ahora el público no solo es quien demanda, sino quien provee la oferta. Las
redes sociales, el tráfico digital, los chistes virales, la afrenta contra la tontería
anónima, el gozo de la risa colectiva sirven hoy en día como abono para la
prensa, la televisión, la radio. De modo que los medios muchas veces se dedican
a barrer hasta su recogedor las trivialidades que ha dejado la jornada en redes
para armar un pequeño resumen que pueda amplificar ante su público. El mismo
que se siente orgulloso de haber entregado algún pequeño fragmento para armar
la reseña oficial. Pero no todo pueden ser males de nuestro tiempo cuando a la
prensa de hoy le cabe una crítica de Georg Christoph Lichtenberg al menos hace
230 años: “Los periodistas se han construido una capillita de madera a la que
también denominan Templo de la Gloria y en la cual se pasan todo el día
colgando y descolgando retratos, en medio de un martilleo tan fuerte que no
deja oír ni la propia voz”.

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