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D om André Louf falleció el 12 de Julio de 2010. Dos días más tarde fue enterrado
en la Abadía donde ingresó a los 18 años. Sabíamos que, habiendo vuelto desde
el sur de Francia, se encontraba desde hacía tiempo en una clínica de Bailleul,
próxima a la Abadía de Mont des Cats. Su fin se aproximaba. Ya ha sucedido.
Hace algunos años, Stéphane Delberghe publicó algunas entrevistas hechas a Dom
André Louf (Por la gracia de Dios, Fidelidad, en 2002). Fueron rápidamente traducidas al
holandés. Y Leo Fijen (de la TV holandesa Kruispunt) consiguió entrar con su equipo de
cameraman en la ermita de Dom André para otra entrevista. Por eso hay imágenes muy
recientes de él: dejó que se viera todo, muy sencillamente. Pero lo que nadie ha podido
filmar ha quedado oculto. Cada noche se levantaba para orar –cuenta él- con o sin libro, con
o sin palabras, durante dos o tres horas. Secretum meum mihi: Mi secreto es para mí.
El camino interior seguido por esta figura excepcional del paisaje espiritual de
Occidente, cayendo y levantándose, amando y sufriendo, marcado por decepciones y
combates, tanto en el exterior como en el interior, permanece más oculto que público. Era
un buscador que animaba a otros a serlo, ser buscadores.. En nuestra generación nosotros
nos encontramos al comienzo del camino. “También nosotros, los Trapenses, no sabemos
lo que es la vigilia nocturna, debemos redescubrirla, con ensayos y errores”. Como
buscador –él, que se levantaba de noche y gozaba de la música del órgano en la iglesia del
monasterio- más de una vez, debido a su generosidad, encalló en su proyectos y tuvo que
dar marcha atrás. Su primera representación de la vida trapense era heroica: siempre más
esfuerzos, sudor y lágrimas. Hasta que su cuerpo le dio algunas señales de agotamiento
total. Este fue el origen de algunos planteamientos profundos: ¿Recibiría la gracia una
oportunidad en una insignificante vida tan generosa? La contrapartida fue una
reconciliación radical en primer lugar con lo que hay de más pobre en el ser humano: “No
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Estas palabras de Jesús inspiraron en
Dom André una vida nueva con una fuerza mayor que en cualquier otra persona de nuestra
generación. Sus numerosas aportaciones al acompañamiento espiritual parten siempre de
esta noción primordial: no confíes más en tus esfuerzos, sino déjate amar por el Amor
primero. A partir de tal intuición, la puerta se abrió hacia los Padres sirios, sobre todo hacia
Isaac el Sirio, luego, más tarde, hacia Simón de Taibouteh. Hace dos años, en Gante,
disertó sobre Simón y la última cita de sus escritos, cita que él puso como un sello sobre el
conjunto de su contribución relativa a esta temática que le era tan querida:
“La oración de un pecador tiene el corazón partido y dolorido, cuya conciencia se humilla
cuando recuerda sus faltas y debilidades; es mejor que la oración de un justo presuntuoso,
lleno de sí mismo, orgulloso, cuya vanidad le hincha y le hace creer que ya ha alcanzado un
grado espiritual. Cuando un pecador es consciente de sus debilidades y comienza a sentir la
contrición, entonces es un justo. Pero cuando un justo, en su conciencia, está convencido de
su justicia, entonces es un pecador”.
Sus numerosos talentos podían jugarle malas pasadas. Lo reconocía él mismo. Fue
enviado a Roma para cursar estudios bíblicos. Si hizo exegeta, pero su formación exegética,
junto con su conocimiento de varias lenguas antiguas, hizo de las Escrituras un libro de
estudio lleno de enigmas lingüísticos. Se “atascó”. Ya no le era posible la verdadera lectio
divina de los monjes. Por suerte recibió entonces el cometido de Redactor de la revista
Collectanea Cisterciensia. Esto le condujo al mundo interior de San Bernardo y de
Guillermo de Saint-Thierry. Descubrió de nuevo ese otro modo de acercarse a la Escritura
como revelación, como acontecimiento. La lectura de la Dogmática de Karl Barth ya le
había preparado para la sorpresa: la Palabra de Dios abre un surco en el corazón, una
siembra que da fruto en el corazón de quien escucha. Muchas de sus meditaciones y
contemplaciones sobre la Palabra de Dios encontraron su fuente en la potente intuición de
esa época. Su primera publicación –Señor, enséñanos a orar, Bruselas 1963-, traducida a
más de diez lenguas, es el testimonio de ese descubrimiento. Él mismo reconoce que, como
Abad, no tenía mucho tiempo para lecturas exegéticas. Cada domingo predicaba la homilía
a la comunidad. Era la costumbre de Mon des Cats (no las fiestas, sino los domingos). “Lo
preparo muy bien. Me pongo ante la Palabra y comparto con mis hermanos dónde estoy
desde el punto de vista espiritual”. Esta es para mí una de las mejores definiciones de lo que
debe ser una homilía. Muchos amigos han recogido y publicado sus homilías, que han sido
traducidas entre otras lenguas al holandés.
Fue elegido Abad justo a mitad del Vaticano II. La Orden entera y cada abadía
recibieron la invitación de dotarse de una liturgia nueva en lengua vernácula, con música
también nueva. Él estuvo en medio de ese “fuego”. Reflexionó mucho sobre qué es la
liturgia y lo que puede representar en la vida de un monje de hoy. Ha escrito mucho al
respecto. También aquí le han servido de inspiración algunos textos siríacos, sobre todo los
que hablan del templo del corazón. Su pensamiento giraba en torno al tema de la
interioridad, de la inhabitación del Espíritu y de sus inspiraciones, de la celebración con un
espíritu apaciguado hasta que la oración misma se acopla a la respiración y se transforma
en un musitar constante en un corazón pobre y humilde. Conocía la tradición hesycasta
oriental, pero también había encontrado antiguos textos de Occidente que hablaban de la
presencia de Dios en el corazón, sin pensamientos o preocupaciones del exterior. En su
presentación más sintética de la vida monástica –El camino cisterciense. En la escuela del
amor- desarrolla esos temas y cita todo un diálogo anónimo del siglo XII sobre la
“presencia interior” (de domo interiori seu conscientia). Su última conferencia, publicada
en Gante en junio de 2008, abordaba este gran tema: La liturgia del corazón. El hombre
interior. La tarde que la presentó lo hizo con una fuerza especial, como si se tratase de su
testamento o su discurso de despedida (ver Heiliging 2008, pp.80-96).