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Conflicto y guerra desde el punto...

Raymond Aron 1

*
Conflicto y guerra desde el punto de vista de la sociología histórica

Raymond Aron1

...Cuando pasamos de las tensiones en el interior de la psique individual a las tensiones


en el seno de grupos o entre grupos, hemos de enfrentarnos no solamente con la dificultad de
dar definiciones exactas, ya no sabemos, ni siquiera en términos generales, de qué estamos
hablando. Si consideramos un simple grupo -como una clase de una escuela secundaria, una
compañía o sección del ejército- podemos, si es preciso, trazar las tensiones sociales
observando las tensiones (en el sentido psicológico) existentes en el interior de los individuos
que constituyen el grupo. La falta de autoridad del maestro o del mando militar se externaliza
en su propia ansiedad y en la insatisfacción de los alumnos o soldados. Pero este método de
diagnosticar las tensiones sociales a partir de las individuales no es susceptible de aplicación
general. Toda forma de vida organizada entraña ciertas tensiones en el interior de los
individuos. Para descubrir las tensiones que pueda haber, en el sentido sociológico del término,
sería necesario determinar cuáles son inseparables de la estructura institucional y cuáles son
debidas a las personalidades insertas en esa estructura. Sería necesario hacer una distinción
entre lo que se debe a los individuos que ocupan los diversos puestos de la sociedad y lo que
se debe a los puestos mismos. Las tensiones institucionales se manifiestan en las
individualidades, pero no podemos diagnosticar y definir las primeras estudiando las segundas.
La tensión entre individuos es un concepto totalmente distinto de la tensión en el seno
del alma individual revelada por el psicoanalista. Esta última tiende, sin duda, a explicar las
tensiones entre individuos por las tensiones en el seno de los individuos. La agresividad deriva
de la frustración. Cualquiera que sea el valor de esta tesis -que yo ni puedo ni pretendo
estimar- sería difícil decir que la competición, la rivalidad y el conflicto entre individuos no son
fenómenos normales, tanto desde el punto de vista de la psicología como desde el de la
sociología. Un individuo psicológicamente normal puede ser hostil hacia algunos de sus
compañeros, porque desaprueba su conducta o porque se halle en conflicto con ellos por la
posesión de ciertos bienes o la consecución de ciertos valores. Por eso sería necesario
distinguir, en términos psicológicos, el conflicto entre individuos normales del conflicto entre
individuos que son agresivos a consecuencia de la frustración. No es seguro que esta distinción
sea fácil, ni siquiera como concepto, pero no cabe duda de que en el orden práctico es casi
imposible.
Aun cuando fuese posible hacer esta distinción en el ámbito psicológico, no lo sería en
el sociológico. Lo que es normal o patológico en psicología no corresponde exactamente a lo
normal o patológico en sociología. Un movimiento que constituye el síntoma de una crisis social
no ha de tener necesariamente sujetos neuróticos a la cabeza o en sus filas. En una estructura
social estable un movimiento de protesta normal puede ser dirigido o apoyado por neuróticos.
Casi nos sentiríamos tentados de decir que en la mayoría de los rebeldes sociales ser neurótico
es una prueba de normalidad sociológica, mientras que en individuos “normales” apoyar el
extremismo revolucionario es una prueba de patología social. Hablando en términos generales,

*
The Nature of Conflict (Studies on the Sociological Aspects of International Tensions). Asociación Internacional de
Sociología; págs. 177-203. Reproducido con autorización de la UNESCO. The Nature of Conflict es distribuido en
los Estados Unidos a través del Centro de Publicaciones de la UNESCO, 801 Third Avenue, New York 22, Nueva
York.
1
Texto tomado de: Stanley Hoffman, (comp). Teorías contemporáneas sobre Relaciones Internacionales. Traduc.
M.D. López Martínez. Edit. Tecnos, Madrid, 1963, pp. 239-256.
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yo simplemente repetiría que las tensiones intraindividuales no explican por entero el problema
de la tensión interindividual.

Análisis de los complejos diplomáticos.

Tomemos la definición de la guerra formulada por el profesor Malinowski... “Conflicto


armado entre dos unidades políticas independientes con utilización de fuerzas militares
organizadas, en persecución de una política tribal o nacional.”
Sería fácil criticar esta definición señalando que las diversas características
mencionadas no siempre se dan juntas y que, por consecuencia, puede resultar difícil la
clasificación de ciertos casos. Una guerra civil no es dirigida por “dos unidades políticas
independientes”; sin embargo, muchas veces implica choques entre dos “fuerzas militares
organizadas”. ¿Ha de incluirse bajo la denominación de guerra? Si respondemos
negativamente cabe decir que dos unidades políticas pueden ser independientes al comienzo,
pero no al final del conflicto... Estas objeciones me parecen al propio tiempo legítimas e
irrelevantes; en la vida real de las sociedades siempre hay casos dudosos, marginales. La
definición describe, por decirlo así, el fenómeno “perfecto”...
En otros términos, los casos marginales que pueden abarcar o no unidades políticas
independientes o fuerzas militares organizadas no invalidan la definición citada, sino que son
simplemente nuevas pruebas de la gradación que siempre se da en los fenómenos sociales. En
el límite, guerra civil y guerra internacional se confunden, como se confunden el choque de
ejércitos y la lucha de guerrillas. No debemos olvidar esta zona dudosa del límite -la tendremos
en cuenta en el curso de la exposición-, pero no nos impide empezar por considerar el
fenómeno en su estado “perfecto”.
La guerra así definida es parte integrante de las relaciones entre unidades políticas.
Estas unidades no están en un estado de guerra continuo, pero los responsables de la
dirección de asuntos de los Estados tienen constantemente en su mente la posibilidad de la
guerra. Diplomacia y guerra son históricamente inseparables, puesto que los políticos siempre
han considerado la guerra como el último recurso de la diplomacia. Partiendo de esta
observación obvia podemos comenzar a estudiar el sistema de las relaciones entre Estados. El
conocimiento de este sistema quizá no nos capacite para determinar las razones de que la
diplomacia vaya acompañada de la guerra y los cambios que habrían de producirse para que la
diplomacia no implicase la guerra, pero, por lo menos, ayudará a explicar el mecanismo del
sistema diplomático y el mecanismo de la guerra relacionándolos entre sí.
Como la guerra es el último recurso de la diplomacia los políticos que toman las
decisiones o los sociólogos que interpretan esas decisiones, al analizar una situación, han de
comenzar por determinar tres factores: ¿Cuál es la esfera de las relaciones diplomáticas?
¿Cuál es la ordenación del poder en esa esfera? ¿Cuál el método de guerra en que piensan,
con mayor o menor claridad, los políticos cuando estiman la importancia de las posiciones o
relaciones? Estos tres factores representan conjuntamente el aspecto de la política
internacional, que, para ciertos políticos, es la única consideración, o más bien que, según
ciertos estudiosos de la ciencia política, es la única consideración que tienen en cuenta los
políticos.
En la práctica entran en juego otros factores, que representan en conjunto al aspecto
ideológico de las relaciones internacionales. ¿En qué medida se reconocen mutuamente los
Estados contendientes, de tal modo que la cuestión debatida sea la de las fronteras y no la
existencia misma de los propios Estados? ¿Qué influencia tiene la política interna sobre las
decisiones de los políticos? ¿Cómo entienden los políticos la paz, la guerra y las relaciones
interestatales?
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Las seis preguntas que acabamos de formular pueden ser aclaradas con ejemplos
históricos. La esfera de las relaciones diplomáticas para Talleyrand o Bismark, Guillermo II o
Delcassé, apenas rebasaba los límites del viejo mundo. Los Estados europeos se extendían a
través de los mares y podrían comprender la cuestión de Oriente o del Extremo Oriente, pero
no esperaban que Estados no europeos desempeñasen un papel importante en el caso de que
se produjese un conflicto general en Europa. El Japón y los Estados Unidos de América no
tenían un puesto en el ámbito de las relaciones diplomáticas en 1913; pero lo tuvieron en 1939
y más evidentemente aún en 1954.
En 1913 las principales potencias estaban unidas por alianzas que podían ser
denunciadas para mantener una especie de equilibrio entre ellas. Varias de ellas pertenecían a
la misma categoría, de modo que las alianzas se hacían casi en pie de igualdad. Actualmente
la concentración del poder militar en manos de dos Estados ha dado lugar a dos bandos, cada
uno de los cuales tiene una cabeza. La característica actual del equilibrio de poder es que es
bipolar, en lugar de ser un equilibrio entre varios Estados de la misma categoría.
La dimensión de los Estados y la dimensión de la esfera de las relaciones diplomáticas
sufren la evidente influencia de la técnica de la guerra, que altera el valor de las distancias y de
las llamadas posiciones estratégicas. A este respecto, el factor que se considera nuevo es el
peligro de aniquilación total que supondría una guerra atómica. La novedad no es tan grande
como se dice, puesto que las guerras de otros tiempos (de la antigüedad griega y romana, por
ejemplo), en la práctica entrañaban el peligro de destrucción total para el vencido. La única
diferencia es que el experimento podría exterminar, casi simultáneamente, a ambos
beligerantes.
La conexión entre estas tres primeras consideraciones es clara -podrían definirse como
los límites, disposición y recursos del poder-, y no lo es menos la conexión entre las tres
siguientes. En 1910 las grandes potencias europeas reconocieron su respectivo derecho a la
existencia, y hasta que se disparó el primer tiro no tenían la menor intención de derribar ningún
régimen concreto ni ningún Gobierno concreto por considerarlo ilegítimo o peligroso para el
equilibrio europeo o para la paz del mundo. La guerra de 1914 se convirtió paulatinamente en
un conflicto ideológico, cuando los aliados se fijaron el objetivo de “liberar” a los grupos
nacionales del Imperio austro-húngaro -y, por tanto, de destruir la monarquía dual- y de instituir
la democracia en Alemania basándose en que la autocracia ponía en peligro la paz. Hay, pues,
muchas clases de no-reconocimiento: Prusia no reconoció la soberanía de Hannover cuando
Bismarck se esforzaba por construir el Imperio alemán; los aliados cesaron de reconocer a
Guillermo II cuando ya no querían tratar con él; cesaron de reconocer a Austria-Hungría cuando
proclamaron que una Hungría independiente y una Checoslovaquia independiente eran
ideológicamente aceptables para ellos y estaban de acuerdo con las finalidades de la guerra;
los europeos no reconocieron a las tribus o reinos de África cuando las convirtieron en colonias
o protectorados; Occidente no otorgó un reconocimiento jurídico a la República popular de
Corea del Norte o de Alemania oriental; no reconocen la legitimidad de los regímenes
comunistas de Europa oriental y, si estallase una guerra total, irremisiblemente habrían de
hacer de la desaparición del comunismo uno de sus fines, al igual que el bloque soviético
instauraría un sistema de gobierno modelado con arreglo al suyo en los países que
conquistase.
Se puede denegar, pues, el reconocimiento a un Estado en muchas circunstancias
distintas: cuando el conquistador considera que la población no merece independencia; cuando
pretende someter al conquistado a su dominación, o, por último, cuando ambos beligerantes
creen que sus respectivos sistemas de gobiernos e ideologías son incompatibles y, en nombre
de la paz del mundo o del rumbo de la historia, tratan de extirpar el sistema de gobierno y la
ideología del enemigo.
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Pueden aclarar esta cuestión del no-reconocimiento dos tipos de estudios, el de la


naturaleza de las comunidades y la influencia de las diversas fuerzas en el seno de cada nación
sobre la dirección de la diplomacia y el de la concepción que tienen los políticos de las
funciones de la política exterior. Los dirigentes de la Unión Soviética pudieron negociar
secretamente el pacto con Hitler y asegurar su aceptación por una opinión pública dócil, pero,
en época de paz, los dirigentes de una democracia parlamentaria no podrían hacerlo. Los
dirigentes de la Unión Soviética contemplan los conflictos con otros Estados sobre el fondo de
una doctrina concreta, y su comportamiento es una transacción entre la lógica del sistema y la
conveniencia histórica. Talleyrand o Bismarck veían las alianzas y las rupturas, las hostilidades
y las negociaciones como evolución normal de los asuntos políticos y trataban de alcanzar
ciertos objetivos combinando la fuerza y la astucia, la potencialidad militar y la negociación.
Woodrow Wilson era contrario a la diplomacia secreta y a la guerra por principio, y creía que
era posible lograr una paz duradera, y quizá la paz universal, extendiendo la democracia por
todo el mundo... Los dirigentes de la Unión Soviética probablemente creen que la paz quedaría
asegurada si todos los Estados fuesen Estados comunistas. No cabe duda de que atribuyen el
imperialismo a las contradicciones del capitalismo monopolístico, y lo consideran inevitable en
un cierto estado del desarrollo histórico.
Si queremos conceptuar los hechos de la política internacional por referencia a la
antítesis situación-decisión, la “situación” cubrirá no sólo las relaciones de fuerzas dentro de
una cierta zona diplomática dada, con respecto a una determinada técnica bélica, sino también
la forma de gobierno, los tipos de presión a que están sometidos los políticos y la oposición o
compatibilidad de los sistemas de gobierno e ideologías implicados. Con respecto a los
políticos, sería un error considerar sus decisiones como meros cálculos destinados a lograr un
equilibrio, o suponer que estas decisiones no se modifican porque los intereses nacionales
siguen siendo los mismos. La perspectiva sobre el mundo, el sistema de valores y las normas
estratégicas y tácticas adoptadas por los grupos dirigentes influyen sobre la conducta de los
políticos.
Debido a su efecto sobre la psicología de gobernantes y gobernados y a los inevitables
choques entre regímenes que suscriben principios políticos opuestos, la ideología es un factor
con el que hay que contar en las relaciones internacionales. Quizá sea deseable, como afirma
la escuela “realista”, que los diplomáticos abriesen sus ojos a la realidad y aceptasen la
constante rivalidad de los Estados como esencia del sistema internacional. En eras en que los
dioses adorados por los pueblos no pueden ser reunidos en el mismo Panteón ni los estudiosos
ni los políticos pueden suprimir las ideologías y volver a la actitud prudente del compromiso
realista. Las situaciones ideológicas no pueden ser moldeadas a voluntad, como no pueden
serlo las formaciones geográficas o los armamentos. Pedir a los dirigentes soviéticos que no se
comporten como si creyesen en el marxismo o pedir a los dirigentes occidentales que
consideren a los actuales ocupantes del Kremlin como representantes de la Rusia eterna es
pedir a los primeros que se nieguen a si mismos y a los últimos que cierren sus ojos a ciertos
hechos. Esto no quiere decir que sean imposibles compromisos realistas entre los dos bandos;
significa que ninguno de los dos puede- y quizá no es deseable que lo hiciese- esforzarse por
olvidar los factores que han determinado la oposición entre ellos.

El enfoque interdisciplinario

El anterior esquema conceptual, que requiere un análisis más detenido (en cada uno de
los seis epígrafes podrían formularse cuestiones subsidiarias para aclarar los diversos tipos de
situaciones), tiene por objeto únicamente dar forma a los estudios que ya se están realizando
no tanto por sociólogos como por historiadores o por estudiosos de la ciencia política. Algunas
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personas se niegan a ver la conexión entre este análisis de complejos históricos y los estudios
psicológicos, psicoanalíticos y sociológicos de las tensiones. Pero yo pretendo demostrar que
ningún estudio de los conflictos internacionales, ni psicológico, ni psicoanalítico, ni sociológico,
puede dar resultados realmente informativos mientras los ejemplos considerados no se
contemplan contra el fondo de un complejo político real.
Tomemos por ejemplo los intentos hechos para explicar la política exterior de un país
por el método de análisis de la comunidad utilizado por la antropología cultural. En un extremo,
en caricatura, estos intentos conducirían a explicar la actividad rusa por los efectos de una
determinada manera de vestir a los niños. La agresividad diplomática, sin agresión militar, sería
considerada como consecuencia de la mentalidad rusa. Este ejemplo, que es un resumen
apresurado de un método de estudio que es en sí mismo apresurado, no significa que haya que
condenar a toda la escuela; que la escuela propenda a basar su obra sobre premisas falsas,
aun cuando sea lo bastante cauta para dar apariencia de verosimilitud al error.
La investigación de la base cultural de una determinada política exterior en una
comunidad dada cae bajo nuestros epígrafes 5 y 6. Los políticos piensan con referencia a un
determinado sistema de valores, una concepción de su comunidad y del mundo que refleja la
individualidad especifica de la nación. Es perfectamente legítimo -y necesario- determinar, en
cada serie de circunstancias y en cada país, el sistema ideológico que suscriben los políticos y
las influencias a que están sometidos en forma de tradición y opinión pública. Pero lo mismo
que los exponentes de la teoría del equilibrio de poder deforman los hechos de la política
internacional cuando consideran a todos los jefes de Estado como Talleyrands o Bismarcks,
calculando de nuevo cada día el equilibrio de fuerzas, así también el antropólogo cultural que
pasa más o menos directamente del patrón cultural y de la interpretación psicoanalítica de ese
patrón a la dirección de la diplomacia, cae en un error. Las comparaciones históricas pueden
permitirnos descubrir ciertos rasgos comunes a la política exterior de un determinado país en
periodos distintos, siempre que el país en cuestión conserve sus características peculiares;
estos rasgos comunes se refieren probablemente a un planteamiento y actitud generales, y no
determinan realmente el contenido de las decisiones, las cuales son siempre dictadas, al
menos parcialmente, por el equilibrio de poder.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Todos los estudios psicológicos, psicoanalíticos y antropológicos sobre los factores


determinantes de la política exterior enraizados en las comunidades mismas son, por lo menos
en las civilizaciones complejas y en la época contemporánea, complementarios del estudio
político propiamente tal. Separados de este último no pueden proporcionar datos para una
formulación de causa y efecto. En cierto sentido esta afirmación representa simplemente la
aplicación a un caso concreto de la idea de Max Weber de que el historiador comienza por
aplicar el esquema zweckrational e introduce otros factores que expliquen los fines
seleccionados y cualesquiera desviaciones de los métodos empleados. Para empezar una
determinada política es contemplada sobre el fondo del complejo de fuerzas, y los métodos, los
objetivos y los instrumentos de esa política son explicados con referencia a factores internos y
a la situación general. Todo estudio limitado a uno u otro tipo de explicación es incompleto,
pero la limitación con respecto al primer tipo (factores internos) es más peligrosa que la
referente al segundo.
La explicación por referencia a la situación general es superficial, pero no esencialmente
falsa; en realidad, liga un hecho histórico con circunstancias históricas. La explicación en virtud
de los factores internos, por el contrario, puede llevar en ocasiones a la explicación de un
hecho ocurrido en una fecha determinada por circunstancias, sacadas también de la historia,

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que existían ya antes de que se explicase el fenómeno y continuaron después de él. El patrón
cultural es más duradero que una política exterior agresiva o pacífica, imperialista o defensiva.
Además, si nos limitamos a estudios psicológicos o psicoanalíticos, corremos el riesgo
de tomar por una causa algo que es simplemente un efecto. Para descubrir si los estereotipos
nacionales influyen en la determinación de las decisiones de los políticos o simplemente
reflejan esas decisiones pasados unos meses o años, sería necesario seguir los cambios que
producen los hechos, la propaganda y las circunstancias diplomáticas en estos estereotipos.
De igual modo es extremadamente difícil para el psicólogo determinar si la expectativa
de guerra es un factor que puede provocar la guerra. No es imposible investigar esta cuestión
en un caso dado. Se puede demostrar con cierta plausibilidad que en un país dado, en un
momento dado, la convicción de que la guerra era inevitable ha contribuido a provocarla
(induciendo a los responsables de los asuntos del país a tomar ciertas decisiones). Pero la
expectativa de guerra fue producida, a su vez, por hechos reales y no imaginarios. Si nos
limitamos al punto de vista psicológico, ¿cómo podemos evitar la confusión de causa y efecto,
tomando la expectativa de guerra por la causa cuando esa expectativa deriva simplemente de
la existencia de conflictos insolubles entre los Estados y de una bien fundada creencia en que
las naciones, o los que las gobiernan, están preparándose para resolver estos conflictos
mediante las armas? No hay pruebas de que la “expectativa de la guerra”, como causa
secundaria, no haya tenido escasa importancia en ciertas circunstancias (por ejemplo, antes de
1939), aunque la tuvo considerable en 1910-14. Desde 1936-37 en adelante todo observador
inteligente podía ver que, por una serie de causas objetivamente observables, era probable que
se produjese una guerra europea en los años próximos; los hechos confirmaron esta
expectativa, y cualquiera que hubiese intentado defender la paz suprimiendo la expectativa de
guerra hubiera trabajado en vano, porque no habría logrado cambiar ni a Hitler ni las
reacciones de los franceses, los ingleses y los rusos frente a la actuación de Hitler.
Este segundo ejemplo nos lleva a la segunda especie de conclusión que cabe extraer
de este análisis: cualesquiera medidas recomendadas para “mejorar el entendimiento
internacional”, basadas en un estudio abstracto de uno de los muchos factores implicados,
pueden producir, en una situación histórica real, resultado contrarios a los deseados.
Supongamos que el antropólogo considera la estricta disciplina de los impulsos,
inseparable del patrón de cultura japonés, como origen de la agresividad nacional o de los
repentinos estallidos de violencia por parte de los individuos japoneses. Supongamos que la
alta estima otorgada a la obediencia y al culto de los valores heroicos son interpretados como
una de las causas del militarismo y que se sostiene que esto, a su vez, es una de las
principales causas del imperialismo que condujo a la guerra contra China en 1895, a Pearl
Harbour y a la capitulación. Los americanos ocupantes tratarán de cambiar el patrón cultural,
de “emancipar” a las mujeres, de reducir las limitaciones que impiden el desarrollo espontáneo
del individuo, de suprimir el carácter “divino” del emperador, de atacar los valores heroicos, etc.
El Japón, una vez que quede más o menos americanizado, sería notablemente menos “militar”
o “militarista” si el proceso de americanización ha sido efectivo. El Japón pudiera no haber
provocado la guerra de 1939 si hubiese sufrido antes ese mismo proceso (es difícil asegurar
que la situación no hubiese alentado a la agresión incluso a un pueblo menos militarista: la
situación fue suficiente en 1940 para producir agresión por parte del pueblo italiano, que estaba
muy lejos de ser militarista, a pesar de su forma de gobierno). Pero un pueblo puede servir de
instrumento para provocar una guerra concreta por debilidad como por fuerza, por pasividad
como por exagerada violencia. Mientras los políticos sigan pensando en función de las
relaciones de poder un vacuum de poder es tan peligroso para la paz como un poder
irresistible. Si el Japón o Alemania, una vez “democratizados” continuasen afirmando que no se
defenderían con la fuerza armada, ¿conduciría este pacifismo absoluto a la paz o a la guerra?
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Lo menos que se puede decir es que la respuesta, en uno u otro sentido, suscitaría discusiones
entre los científicos.
Podemos aceptar como hipótesis que el antropólogo puede atraer la atención hacia
aquellos cambios de la estructura psicológica y social de la comunidad que la harían menos
hostil al mundo exterior, más dispuesta a la conciliación y menos convencida de la superioridad
de las virtudes militares sobre las cívicas. Evidentemente, el antropólogo no puede prever las
consecuencias históricas de esta conversión: puesto que el militarismo del agresor de ayer sólo
era peligroso en el contexto de una situación pasada determinada, la “civilización” de ese
agresor, en las circunstancias de mañana puede ser una cosa buena o mala. En términos
generales, estas conversiones suelen ser inoportunas. Se hacen esfuerzos por convertir al
vencido cuando es ya, al menos temporalmente, inofensivo, por la derrota sufrida, cuando lo
necesario es “convertir” a uno u otro de los vencedores. Es más fácil tomar medidas efectivas
contra la guerra de ayer que contra la de mañana2.
La misma idea podría expresarse en la siguiente forma: a lo largo de la historia ha
habido pocas grandes potencias capaces de hacer alto o dispuestas a hacerlo. Las actitudes de
los pueblos, las pasiones de las masas, el sistema político y la presión demográfica han
ejercido su influencia sobre la dirección de la política exterior. Los fenómenos de las relaciones
internacionales son fenómenos globales que reflejan el cuerpo y el alma el equipo material y los
valores de la comunidad. Pero, al menos en la época moderna3, la disposición de las fuerzas es
un factor tan significativo en política internacional que todo intento de influir sobre factores
intracomunitarios sin referencia al complejo diplomático podría dar lugar a imprevisibles
consecuencias.

Sociología histórica.

Los estudiosos de la ciencia política tienden a simplificar en dos sentidos, ambos


peligrosos. La primera simplificación es la de la escuela histórica, que acabaría describiendo las
vicisitudes de las relaciones internacionales sin explicarlas; mientras que la segunda es la de la
escuela “realista”, que tiende a hipostasiar los Estados y sus llamados intereses nacionales, a
atribuir a estos intereses una especie de patencia o permanencia, y a considerar los hechos
como simple expresión del cálculo de poder y el compromiso necesario para lograr un
equilibrio.
La mera narración de los acontecimientos no nos enseña nada si no se le da forma y
sentido por referencia a conceptos; si no supone un esfuerzo por distinguir lo esencial de lo
subsidiario y las tendencias profundas de lo accidental, y si no trata de comparar los medios,
que difieren de una época a otra, con los cuales se dirigen las relaciones internacionales y las
guerras. La simplificación realista propende a deformar la psicología verdadera de los
gobernantes y a pasar por alto ciertos factores que a veces son de decisiva importancia como
la influencia de los sistemas de gobierno e ideologías sobre la dirección de los asuntos
diplomáticos y el carácter de los conflictos o guerras. La función del sistema de preguntas que
esbocé con anterioridad es suprimir estas simplificaciones y reemplazarlas por las diversas
formas de estudio que se están llevando a cabo actualmente o que son posibles. La sociología,

2
No es necesario decir que esta observación no es susceptible tampoco de aplicación general. Existen numerosos
ejemplos de países “militaristas” que, habiendo fracasado una vez, se han embarcado de nuevo, tras un breve
intervalo, en una nueva agresión.
3
En cierto sentido este aspecto era más evidente en otros tiempos, cuando el peligro de exterminación se extendía a
la comunidad toda en caso de derrota; pero no había complejos cálculos de las respectivas fuerzas o del equilibrio
existente; sólo una lucha elemental por la vida.
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la antropología, la psicología y el psicoanálisis no ocupan el puesto de la ciencia política; hacen


posible llenar los huecos del esquema que esta última trazó, pero dejó parcialmente vacío.
Consideremos, por ejemplo, el quinto y sexto epígrafes -la influencia de la política
interna de los Estados sobre la exterior y la concepción que los gobernantes tengan de la
política exterior-. Todas las ramas de la ciencia social pueden desempeñar su papel en la
aclaración de estas cuestiones. Si tratásemos, por ejemplo, de aclarar la situación actual
empezaríamos por investigar cómo se toman las decisiones relativas a la política exterior en un
determinado país y bajo un determinado sistema de gobierno (por ejemplo, en los Estados
Unidos de América). Naturalmente, no nos limitaríamos a explicar las normas constitucionales,
sino que trataríamos de conocer el verdadero cargo y la verdadera influencia del presidente, de
sus consejeros, del Consejo de Seguridad Nacional, las fuerzas armadas, la prensa, la opinión
pública -o, al menos, lo que se conoce con ese nombre-, etc. Este tipo de estudio está dentro
de la esfera de la ciencia política (o de la sociología política, pues el nombre poco importa) ;
evidentemente, es más fácil de realizar en un país democrático que en un país autoritario o
totalitario (sólo a posteriori supimos cómo se tomaban las decisiones en el tercer Reich). La
información que proporciona sólo nos da parte del cuadro y quizá no tenga una validez
indefinida. El papel que desempeña el presidente de los Estados Unidos de América es
cambiante según los individuos que ocupan este rango. Cuanto más concreto y detallado sea el
estudio más probabilidades habrá de llegar a la verdad, pero la verdad a que se llegue puede
estar formada por tantas partículas inconexas que se inútil a efectos prácticos.
Cuando consideramos la política exterior de la Unión Soviética se nos ocurren dos tipos
de investigación. Podría intentarse analizar el proceso a través del cual se llega a las
decisiones, las relaciones entre las diversas autoridades (¿qué influencia ejerce la autoridad
militar, en el caso de que ejerza una influencia? ¿Qué influencia individual ejerce un miembro
particular del Politburó o del Praesidium?). Este tipo de análisis, aplicado a los fenómenos
contemporáneos en la Unión Soviética, es más o menos inútil, porque la información que
tenemos es muy escasa. Por otra parte, podemos hacer un análisis del sistema de
pensamiento y acción característico de los comunistas desde 1917. Podemos descubrir este
sistema estudiando los escritos de los comunistas y su conducta, y este análisis nos permitirá
predecir con una probabilidad y una exactitud razonables cómo actuarán los dirigentes de la
Unión Soviética en determinadas circunstancias (los especialistas explicaron de antemano, por
ejemplo, por qué los dirigentes de la Unión Soviética rechazarían inmediatamente la oferta del
Plan Marshall, por qué no intentarían invadir Europa occidental en un momento en que esa
parte del continente estaba totalmente desarmada, etc.). Como la predicción ha sido
considerada siempre como uno de los criterios de éxito científico, hay que admitir que los
estudios que hagan posible esta predicción tienen un valor científico.
¿Podrían emprenderse estudios semejantes sobre otros países? Sin duda los resultados
no serían exactamente semejantes, puesto que los políticos americanos no siguen una doctrina
tan rígida como los soviéticos. No existe una doctrina común suscrita por toda la clase política
americana; hay escuelas con ideas distintas acerca del papel que ha de jugar Estados Unidos
(en la Unión Soviética lo más que cabe decir es que hay “tendencias” dentro del partido
bolchevique, pero estas tendencias están subordinadas siempre al mismo cuerpo de doctrina).
Por consiguiente, no es posible determinar con certeza las líneas generales de la política
exterior de los Estados Unidos. En 1914 no se pensaba que los americanos interviniesen en
1917; en 1939 los alemanes temían que interviniesen, los franceses y los ingleses esperaban
que lo hiciesen, pero ni uno ni otro bando estaba seguro. Una decisión menos importante,
como lo fue la intervención americana en Corea, constituyó, probablemente, una sorpresa para
los miembros de los Gobiernos más directamente interesados.

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El grado de predicibilidad de la política exterior de un país es una cuestión de hecho que


puede ser observada objetivamente. Este hecho, a su vez, requiere explicación. Las
investigaciones pueden seguir dos cursos distintos: ¿se puede atribuir el hecho a las
características especiales de la nación o a su sistema de gobierno? ¿En qué medida se puede
atribuir a la nación y en qué medida a la democracia? Es imposible responder a estas dos
preguntas sin recurrir al método más característico de la sociología histórica: el estudio
comparado. Se puede comparar la forma de determinar la política exterior en los Estados
Unidos de América o en Gran Bretaña, los distintos papeles representados por el Congreso y el
Parlamento, y la influencia de la prensa. De igual modo podemos mostrar -o, al menos, tratar
de mostrar- las condiciones especiales que impone a la dirección de la política exterior una
forma democrática de gobierno (probablemente los políticos tienen menos libertad táctica).
Finalmente, se puede hacer una investigación, sobre la base de la historia anterior, de las
concepciones de interés nacional, de las que tanto oímos hablar. ¿Es cierto que el interés
nacional es siempre el mismo, por mucho que cambie la forma de gobierno? ¿Hasta qué punto
es semejante la diplomacia soviética, a la larga, a la de la Rusia zarista o a la que hubiese
seguido una Rusia democrática? El método de la comparación histórica puede y debe usarse
para probar la exactitud de las teorías propuestas para explicar los fenómenos por referencia a
la geografía, a la población o a la economía.
Existen tradiciones diplomáticas en todos los países, que se suponen basadas en las
enseñanzas de la historia. Al analizarlas vemos que estas enseñanzas no representan más que
la respectiva permanencia o la repetición de ciertas agrupaciones de poder características.
Partiendo del supuesto de que tenemos un campo diplomático de extensión determinada y que
permanecen en este campo los mismos Estados, evidentemente ciertas situaciones han de
repetirse. Francia buscará el apoyo de la potencia situada al este de la potencia rival vecina, y
así se desarrolla la tradición de la alianza tenaza. En una política de equilibrio esta tradición
sólo es buena si se cumplen ciertas condiciones. El campo diplomático no ha de ser alterado
(cuando Europa se convierte en parte de un campo mundial las constantes de ayer dejan de
ser aplicables), la fuerza de las partes principales debe ser aproximadamente la misma (si el
país situado al este se torna tan fuerte, por sí mismo, como todos los demás juntos la alianza
tenaza es indeseable por las mismas razones que antes la hacían recomendable). Las reglas
de precaución basadas en la experiencia suelen ser peligrosas, pues son formuladas sin definir
con exactitud las condiciones en que son aplicables.
La misma crítica puede hacerse a las pretendidas proposiciones generales científicas.
Las afirmaciones generales acerca de los factores determinantes de la política exterior son
erróneas por dos razones: tienden a fijar “causas” donde hay, todo lo más, tendencias, y no
tienen en cuenta todos los factores que intervienen, pero exageran la influencia de los
estudiados.
Tomemos, por ejemplo, los determinantes geográficos de la política exterior. Los
usuales clisés acerca de la “necesidad de una salida al mar” o el “dominio de los mares y el
equilibrio europeo en relación con una posición insular” resumen ciertos factores contingentes.
La importancia atribuida por los rusos al libre acceso al mar depende de consideraciones
estratégicas que se modifican al cambiar los métodos de lucha, y de la importancia dada a los
problemas de la guerra en comparación con los de la paz. La Rusia zarista estaba mucho más
interesada por Constantinopla y los Dardanelos que la Rusia soviética (la primera consiguió
garantías en 1915, la segunda no pidió tales garantías durante las hostilidades de 1941-45).
No sería difícil demostrar que el hecho de ser una isla enfrenta a un país con varias
posibilidades, entre las cuales los pueblos eligen unas u otras por diversas razones; pueden
aislarse en su isla y no interesarse por el resto del mundo; pueden alcanzar la supremacía
dejando a los pueblos del continente que luchen entre sí o conserven un equilibrio; pueden
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tratar de conquistar posiciones en el continente, o emprender conquistas ultramarinas; cada


una de estas cuatro actitudes han sido adoptada por el Japón y Gran Bretaña. La primera fue la
actitud adoptada por el Japón bajo el Shogunato de Tokugawa (en la historia inglesa no hay
equivalente desde la formación del Reino Unido); la segunda ha sido la actitud de Gran Bretaña
durante la época moderna (la posición en Asia la hacía imposible para el Japón); la tercera fue
la actitud de Inglaterra en la época de la guerra de los Cien Años y del Japón después de 1931,
y la última, unida a la segunda, ha sido la actitud de Gran Bretaña en la época moderna, y,
unida a la tercera, la del Japón en el siglo XX.
En términos más abstractos se puede decir que los factores geográficos explican ciertas
características relativamente constantes de la situación de cada país en el campo diplomático y,
por consiguiente, en el esquema de relaciones de poder y potencialidad militar. El desarrollo de
la técnica militar introdujo modificaciones en esta situación: en 1954 Gran Bretaña estaba más
cerca del continente que nunca. Además, la posición geográfica influye indirectamente sobre la
política exterior de un país en la medida en que sirve de instrumento para determinar modos de
pensar y sistemas políticos. Las instituciones del Estado ruso y la mentalidad rusa (sea cual
fuere el significado exacto de este vocablo) son atribuibles en parte a la influencia de la enorme
extensión del país, sin fronteras delimitadas o líneas de demarcación visibles, que ha sido
conquistado y organizado paulatinamente por el pueblo ruso. La influencia de las circunstancias
geográficas cae también dentro de nuestro quinto epígrafe.
De modo semejante, cuando tratamos de delimitar la influencia del “factor económico”
veremos que entra dentro de nuestra primera serie de epígrafes, como una de las causas de
cambio en la técnica de lucha, la fuerza respectiva de las partes (puesto que el progreso o la
decadencia económica lleva consigo un incremento o una disminución de la fuerza de las
naciones) o cambio en el sector de las relaciones diplomáticas, cuya posible extensión es
determinada en parte por los medios de transporte de que se dispone. Desde otro punto de
vista se puede y se debe intentar descubrir hasta que punto influye el sistema económico y,
más concretamente, los que tienen a su cargo la economía, sobre la dirección de la diplomacia.
En todo caso, las proposiciones generales han de confrontarse con la experiencia.
El método de comparación histórica es bastante sencillo en teoría, pero en la práctica
presenta complicaciones. Teóricamente se trata de prestar atención a las semejanzas y
diferencias entre dos situaciones dadas; esto exige un sistema conceptual en virtud del cual se
pueden reconocer los principales determinantes. Una comparación estricta entre la dirección de
la política exterior de Gran Bretaña y la de los Estados Unidos de América, por ejemplo,
presupone un conocimiento de los principales factores que ejercen una influencia en los dos
países. Pero este conocimiento ha de estar basado tanto en el estudio de los hechos como en
la teoría. Hemos, pues, de pasar constantemente del estudio de los hechos al análisis
estructural o investigación de los determinantes principales, y viceversa.
No hay comparación alguna que pueda abarcar todo el campo; en otros términos,
siempre pretendemos determinar las consecuencias de un fenómeno particular y concreto,
como la existencia de una cierta relación entre las fuerzas respectivas de los países. ¿Cuáles
son los efectos de una estructura bipolar? ¿En qué medida hallamos la misma evolución en la
guerra del Peloponeso y en el actual conflicto entre el bloque soviético y el mundo libre? O ¿en
qué medida hallamos semejanzas entre los períodos en que las guerras entre Estados han
presentando un carácter religioso o ideológico?
El peligro de estas comparaciones -y más aún de las conclusiones que podamos
pretender extraer de ellas- es que las semejanzas se hallan sólo en ciertas características, y las
diferencias son tan considerables que no hay muchas probabilidades de que nuestras
previsiones o nuestros consejos sean acertados. Hay casos en que dos grandes coaliciones se
han enzarzado en una guerra a muerte, y otros en que se han resignado a coexistir en un
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estado de guerra más o menos efectivo. Ha habido siglos en que guerras de religión han
acabado con paces de compromiso que obligaban a hombres de convicciones o creencias
fanáticas aparentemente incompatibles a tolerarse recíprocamente dentro de las fronteras de
un Estado, definiendo al propio tiempo las regiones o naciones en que triunfaba una u otra
doctrina. Las analogías no faltan, pero el programa está en saber si las diferencias no merman
el valor de las analogías.
Dejando aparte las reservas inseparables del hecho de que las comparaciones son
incompletas, hay otra dificultad relacionada con la determinación del mejor nivel para llevar a
cabo la investigación. Suponemos que queremos descubrir la influencia ejercida por la presión
demográfica sobre la política exterior de los Estados. Los historiadores propenden a decir que
el imperialismo japonés fue, si no causado, al menos agravado por el escaso espacio de que
disponía el país y el aumento de su población - opinión que a primera vista parece razonable -.
Pero la India sufre actualmente una superpoblación semejante sin mostrar la más leve
tendencia a la agresión o la menor beligerancia. Esto no quiere decir que sea falso afirmar que
existe una conexión entre las tensiones demográficas y la agresividad (o tendencias
beligerantes). El contraste entre el Japón y la India indica que debemos investigar las
circunstancias en que el aumento de la población o el incremento del número de jóvenes
contribuye a aumentar la agresividad de las naciones.
En 1931 el paro impulsó a Alemania al rearme, pero no tuvo el mismo efecto en los
Estados Unidos de América, donde, en la misma época había millones de parados. El Japón
fue incitado, al parecer, por el rápido crecimiento de su población a buscar mercados o fuentes
de abastecimiento más allá de sus fronteras, mientras que la India no se lanzó por el mismo
camino. Existen demasiadas diferencias entre la India y el Japón para que podamos determinar
con precisión lo que en un caso provocó belicosidad y en el otro pacifismo. La primera fase de
la investigación debe ser estudiar las diferencias en el comportamiento de los dirigentes:
durante este siglo los dirigentes japoneses han fomentado el aumento de la población mientras
que los indios han procurado generalizar el control de la natalidad. Los primeros pensaban en
función del número y la fuerza, mientras que los segundos se interesaban primordialmente -o
pretendían interesarse primordialmente- por las condiciones de vida del pueblo. Ni el paro ni la
superpoblación conducen directamente a una política de agresión; la condición esencial es un
determinado modo de pensar o actuar por parte de la clase dirigente.
¿Es este modo de pensar del pequeño grupo dirigente una consecuencia casi inevitable
de fenómenos psicosociales atribuibles a la superpoblación? No puedo dar una respuesta
dogmática: en ciertos casos no hay signos de la efervescencia que parece apoderarse de la
clase dirigente, pero sería necesario hacer un examen general del pasado para confirmar o
refutar la realidad de los efectos de la superpoblación. Este examen daría quizá una visión de
conjunto “a vista de pájaro” de un cierto período. Si el observador presta demasiada atención a
los detalles de los hechos es obvio que los efectos de una causa permanente se le escaparán.
Los fenómenos demográficos, entre otros, suelen escaparse de la mirada del historiador
porque no son visibles para quien sigue día a día los actos y hechos de los hombres. Las
comparaciones generales entre períodos distintos quizá sean necesarias para revelar la función
desempeñada por estos factores permanentes.
¿Cuál es el modo lógico de plantear el problema de la causalidad? En primer lugar, a mi
juicio, podemos buscar la causa inmediata o suficiente de una guerra concreta en fenómenos
demográficos. En la mayor parte de los casos la causa demográfica, suponiendo que exista, no
es la única, sino que está reforzada o debilitada por la psicología de los dirigentes y del pueblo,
expresada de un modo peculiar en una situación histórica dada. Las guerras que parecen ser
debidas directamente a factores demográficos son aquellas en las que fundan colonias unos
hombres que ya no tienen en su país de origen los recursos necesarios para vivir.
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En segundo lugar podemos comparar la política exterior de una nación en épocas en


que su población ha sido numerosa en relación con sus recursos, y la política exterior de esa
misma nación en épocas en que esta relación no es tan desfavorable. Este tipo de comparación
nos dará resultados que quizá sean algo dudosos, pues, partiendo del supuesto de que los
países superpoblados siguen políticas más agresivas que los subpoblados -supuesto que se
verifica con frecuencia-, el estado de cosas puede explicarse tanto en función de la situación
general y los cálculos relativos al equilibrio de poder como en función de la situación
demográfica.
Podemos considerar también un período histórico concreto -un siglo determinado de
una determinada civilización- y calcular la frecuencia de las guerras y el tono de las relaciones
internacionales por referencia a la presión demográfica. Es posible -y probable según ciertos
estudios, aunque no se ha confirmado todavía la veracidad de las conclusiones extraídas- que
las guerras sean más frecuentes en períodos de superpoblación y menos frecuentes en
períodos de relativa despoblación, pero, en este caso, parece que las guerras, en sentido
estricto, habrían de ser estudiadas en conjunción con las guerras civiles y las manifestaciones
de violencia. Se verían que las manifestaciones de violencia aumentan en períodos de
superpoblación y el aumento de la frecuencia de la guerra coincide a veces con el aumento de
la frecuencia de las luchas civiles. Si es así, los períodos en que ha habido grandes guerras
podrían coincidir con los períodos de trastornos internos, morales o políticos. Estos trastornos
son a veces, pero no siempre, consecuencia de la superpoblación. La superpoblación sería,
pues, una de las posibles causas, pero no la única posible, de “un alto índice de guerras”.
Finalmente, podemos preguntarnos si la desaparición de la superpoblación puede ser
una condición esencial (pero no suficiente) para que exista la paz en las relaciones
internacionales. Mientras exista superpoblación en alguna parte del mundo ¿no tendrá la guerra
una función que cumplir y no se dará en la forma de guerra civil, si la guerra internacional
resulta imposible al crearse un Estado mundial?
Estas son, en líneas generales, las preguntas que se pueden hacer a la historia acerca
de una causa como la demografía. Es indudable que sería conveniente evitar estas múltiples
investigaciones y comparaciones y relevar relaciones que representasen algo más que meras
tendencias. Esta complejidad de la investigación y la incertidumbre de los resultados sólo
podrían superarse si hubiese unidades enormes y relativamente independientes en cuya
evolución pudiésemos hallar testimonios de regularidad en la repetición de los fenómenos en
períodos de desarrollo comparables. En otros términos: si hubiese entidades, conocidas con el
nombre de civilizaciones o culturas, que fuesen susceptibles de comparación y que mostrasen
fases de desarrollo típicas, la comparación sería más sencilla y más exacta. Como diría
Spengler, se compararía civilización con civilización, la Roma de los Césares con el mundo
occidental del siglo XX, o el período de crisis de la antigüedad con el nuestro.
Pero ¿son las veintitrés civilizaciones de Toynbee conceptos intelectuales o entidades
reales? ¿Hasta qué punto son conceptos intelectuales y hasta qué punto realidades? Todavía
no se ha demostrado que estas abarcadoras unidades sean realidades y por ahora la ciencia
política no puede decretar que hay un nivel, y sólo uno, en el que se puedan hacer
comparaciones.

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Paz y guerra.

Como todas las civilizaciones que conocemos han sufrido guerras éstas parecen estar
en conexión con ciertas características, no de la naturaleza humana investigada por los
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psicólogos, sino de la naturaleza de las comunidades. Todo especialista, después de


concentrarse en aspectos particulares de la sucesión histórica que provocan una determinada
guerra o guerras frecuentes, naturalmente se inclina a creer que la supresión del factor cuya
influencia ha estado estudiando evitaría la guerra. Pero el hecho de que los sociólogos no
hayan establecido todavía una enumeración exhaustiva de estos factores, y, aún más, que la
sociología no haya llegado a una teoría de la civilización sin guerra, aceptada por unanimidad,
significa que cualquier opinión que se dé ha de estar basada en probabilidades y, por lo
general, ha de ser ambigua y dudosa.
También aquí la única vía media entre la topificación moral (“Si las naciones se
conociesen mejor...”, “Si se desarrollase la educación y todos los pueblos aprendiesen a
liberarse de sus prejuicios y a ver a los demás como realmente son...”, etc.) y el cinismo
conservador (“Siempre ha habido guerras y, por consiguiente, no cabe esperar otra cosa”).
Desde que acabó la última guerra mundial ha habido guerras en el sentido usual (entre
Israel y los países árabes y en Corea), y guerras semi-civiles y semi-internacionales (en China
e Indochina). No hay razones para preguntarnos si se producirán guerras en el futuro; es un
hecho que, en el momento en que escribimos, las guerras progresan. Por otra parte, la idea de
“guerra fría” introduce un elemento de confusión porque parece indicar que la Unión Soviética y
los Estados Unidos de América -el bando de las llamadas naciones democráticas o capitalistas-
están en guerra, y de hecho no es así. Hay un conflicto entre estas dos potencias o grupos de
potencias. Este conflicto es más agudo que la rivalidad ordinaria entre naciones en época de
paz, e implica el uso de ciertos métodos que en otras coyunturas históricas sólo se empleaban
en época de guerra, pero no es lo mismo que una guerra en el sentido tradicional del término.
Los ejércitos ruso y americano no se hallan en lucha en ninguna parte.
La utilización de nuestros seis epígrafes principales sería provechosa en un análisis de
la situación actual: el ámbito de las relaciones diplomáticas abarca, por lo menos, las Américas,
Europa, Asia, el Oriente Medio y África del Norte; hay un equilibrio bipolar; la técnica militar está
sufriendo rápidos cambios, e incluye las armas convencionales (las utilizadas en el último
conflicto), armas de destrucción en masa y de lucha de guerrillas; un gran número de pueblos
están logrando la independencia y creando Estados que obtienen el reconocimiento
internacional, pero los Estados más poderosos niegan la legitimidad de las bases ideológicas
de sus respectivos regímenes; las relaciones entre la política interior y la exterior varían de un
país a otro, pero los dos extremos hay que buscarlos en la Unión Soviética, donde el Gobierno
tiene una influencia máxima sobre la opinión pública, y en los Estados Unidos de América,
donde las fuerzas que contribuyen a configurar la opinión pública son legión, y con frecuencia
discordes; finalmente, en ambos casos la política exterior une a la ambición del poder la
defensa de una ideología, pero las líneas generales de las relaciones internacionales no son
más fáciles de entender porque la expansión nacionalista suele ir acompañada de slogans
nacionalistas, y el deseo de difundir una ideología suele estar en contradicción con la utilización
de los métodos clásicos de la diplomacia.
Sería posible hallar precedentes históricos del mayor número de estos factores, el más
nuevo de los cuales es probablemente la existencia de armas de destrucción en masa. Por otra
parte, cuando consideramos todos los factores conjuntamente, la actual situación es única. Las
comparaciones históricas podrían proporcionar sugerencias para tratar algunos de sus
aspectos (¿Cuándo y cómo han coexistido los Imperios? ¿Cuándo y en qué circunstancias han
sido suavizados los conflictos ideológicos?, etc.), pero estas sugerencias siempre llevarían
consigo un elemento de incertidumbre inseparable del hecho de que la combinación de todos
los factores de la serie estudiada es única.
Desde este planteamiento el objetivo no sería acabar con las guerras, sino tratar de
evitar una guerra concreta que aparezca como posibilidad. No sugiero que la sociología
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histórica pueda decir con certeza lo que se debe hacer para tener la seguridad de que no
estallará la tercera guerra mundial en los próximos años o decenios. Simplemente digo que
sólo la sociología histórica -y no los análisis parciales ni las teorías abstractas- puede plantear
el problema en la forma en que han de afrontarlo los políticos. Sólo un sociólogo que utilice el
método histórico puede llegar a ser el Consejero del Príncipe.
Si el Príncipe o su Consejero acariciaban más altas ambiciones y soñaban con
establecer para siempre la paz en el mundo tendrían que diagnosticar primero las causas
fundamentales, ligadas a la estructura misma de las civilizaciones conocidas, que han hecho
imposible una paz duradera y universal. No creo que esta tarea sea científicamente infructuosa,
pero no estoy seguro de que la ciencia la aliente. Temo que la conversión que las comunidades
habrían de sufrir para no recurrir nunca a la violencia organizada no es considerada por la
ciencia como inminente ni, a la larga, como probable.

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