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 28/03/2018 - 19:08 Ι Clarin.

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Clásicos

El eterno retorno de Martínez


Estrada
Se reeditan La cabeza de Goliat y Radiografía de la pampa. Elvio E.
Gandolfo rescata la notable actualidad de un gran ensayista argentino.

Lector agudo. En 1930 Martínez Estrada logró señalar ciertos rasgos del país que resultan recurrentes.

Elvio E. Gandolfo

Una vez más regresan dos libros clásicos de Ezequiel Martínez Estrada:
Radiografía de la pampa (1933) y La cabeza de Goliat (1940). Lo hacen en
dos volúmenes de la editorial Interzona, un tanto extraños, de tapa dura,
impresos y encuadernados en China, con puntas redondeadas de las
páginas, compuestos en tipografía Andralis ND (bien argentina),
impresos en papel Chen Ming Woodfree (ecológico), sólidamente cosidos,
en Hong Kong.
Esta vez el regreso se produce con un aparato ideal de prólogos y notas
de Christian Ferrer, que sabe muy bien de lo que habla, ya que escribió
un libro extenso sobre el autor: La amargura metódica: vida y obra de
Ezequiel Martínez Estrada (Sudamericana, 2014). Gracias a su
conocimiento, ubica a la perfección cada volumen, y le agrega excelentes
apéndices con prólogos sucesivos a lo largo del tiempo, y otros
materiales. También figuran, en cada caso, las ediciones sucesivas.

¿Por qué regresan ambos libros? ¿Acaso nos gustan los autores
metódicamente amargos? ¿Por qué otros libros argentinos paralelos de
la época, como El hombre que está solo y espera (1931) de Scalabrini
Ortiz, regresan menos? O algún libro extranjero, como Casa-Grande y
Senzala (1933), del brasileño Gilberto Freyre (que él mismo cita como
perteneciente al mismo interés por mezclar conocimiento y literatura),
en su traducción al castellano debe ser buscado con lupa en librerías de
usados, en cualquiera de las dos ediciones (1977 y 1983) de la Biblioteca
Ayacucho.

En el momento de su aparición, Radiografía… ya produjo el suficiente


impacto como para empezar a latir con probabilidades ciertas de
repetición a lo largo del tiempo. A su vez existe una manía nacional
(sobre todo bonaerense): ¿qué piensan de nosotros? Incluso, un poco
menos: ¿qué pensamos de nosotros? La repetición de esas mismas
preguntas reaparece con frecuencia, casi siempre con una capacidad
razonable de, a la larga, desaparecer en cuanto a los libros concretos,
para ser reemplazados por otros.

Un buen ejercicio explicativo es comparar Casa-Grande con Radiografía.


Cada capítulo del primero incluye entre 138 y más de 250 notas de
referencia a las fuentes consultadas. Martínez Estrada, en cambio, suele
referirse con orgullo a los más de cuatrocientos libros consultados, pero
nunca los menciona: el texto circula libre de exigencias académicas.
Además el texto de 450 páginas está dividido con rigor, o astucia, en siete
grandes partes (desde “Trapalanda” hasta “Seudoestructuras”), dieciocho
capítulos, y docenas de subdivisiones (en homenaje al principal modelo,
el Facundo de Sarmiento, la última es “Civilización y barbarie”).
Leídos hoy, los dos grandes ensayos (al que cabría agregar el enorme
Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de 1948) produce un doble
asombro. Por una parte la lectura fluye casi sin inconvenientes. Por otra,
la insistencia en la amargura, el pesimismo o incluso el sarcasmo de su
enfoque que hacen sus comentaristas o estudiosos, no parece tan brutal
a esta altura. Apenas transcurridas tres páginas, el lector encuentra este
párrafo: “Capitanear una gavilla de contrabandistas y traficar con
esclavos era más honroso que alzar un muro; vender telas considerábase
mucho más honroso que expender artículos ultramarinos; robar era
mejor que trabajar”. Con algunos ajustes, es el tipo de materia que
circula en cada crisis sucesiva de una Argentina que en el momento de
aparición del libro solo había sufrido el primero de numerosos golpes
militares (Uriburu en 1930), todavía no conocía el peronismo (que se
convertiría en uno de los temas del autor) y que insistiría con pasión
intensa en dedicarse a la destrucción o el desorden una y otra vez, con
entusiasmo.

Esos núcleos hoy parecen lugares comunes. Pero al comienzo de la


década del 30 todavía estaba fresco el país armado por la “generación del
80”: cosmopolita, amontonador de edificios y avenidas de cuño europeo.
Allí es donde clava el bisturí Martínez Estrada: en mostrar una y otra vez
cómo esa especie de visión casi arrebatadora de utopía y dinamismo
ocultaba un esqueleto endeble, apoyado en la dependencia externa. En el
plano expresivo, hay un impulso metafísico, existencialista en la
mostración de lo que no tiene solidez, en la voluntad de engañarse con
casi alucinaciones sucesivas. Para citarlo: “La pampa es una ilusión; es la
tierra de las aventuras desordenadas en la fantasía del hombre sin
profundidad”. Ya denominar un estuario como Río de la Plata indica
algo. Y la obsesión en descubrir supuestas civilizaciones basadas en el
oro va aguantando no sólo década tras década, sino siglo tras siglo. Un
buen rastro del concepto aparece en el reciente film de Lucrecia Martel,
Zama, con un grupo de ladrones y rufianes que no puede creer que la
ilusión de encontrar ocultas gemas en rincones pedregosos de la realidad
sea falsa. Cuando el propio Zama insiste en eso, es mutilado con una
violencia impulsada por la desilusión.
El recorrido comienza con una zambullida muy extensa en la época
colonial y una articulación múltiple de las relaciones entre blancos e
indígenas. Cuando llega a la instalación de las sucesivas oleadas
inmigratorias, no afloja la presión. Los pueblos sucesivos quedan
pegados a la superficie pelada y solitaria del planeta que le toca a
nuestro mapa con la endeblez de caparazones. Lo que mantiene todo en
funcionamiento es la capacidad inagotable de Martínez Estrada para la
frase de choque, el aforismo, el (mal) humor, la síntesis anticolonial, la
condena de la facilidad. En una sola página (la 30) escribe: “La situación
moral de este colono desengañado, era la misma de aquel conquistador
harapiento, famélico, en su harén de indias inmundas”, “Había trabajado
y el arriendo del campo y el transporte lo dejaban sin nada. Tenía ovejas,
vacas, su rancho; él era una res en el cálculo del terrateniente y del
financista”. “El suelo era un valor metafísico: espacio. Podía producir
para el recién venido, sin que conociese el oficio de labrar; con la
fecundidad supliría la asidua dedicación, y no necesitaba de él fatiga ni
inteligencia”.

Cuando publicó su radiografía, Martínez Estrada solo había difundido


cinco libros de poemas (que le habían valido un premio nacional y el
apoyo de grandes figuras) y una recopilación de obras para teatro de
títeres. Los dos grandes ensayos, sin embargo, impulsan también su
condición de literatura sin cesar. Y la recopilación de sus cuentos
completos se ha editado más de una vez, la última en la colección de
rescates que dirigió Ricardo Piglia.

Permite deducir además a menudo que parte de las cuatrocientas


fuentes no citadas tuvo que ver con la geología, la antropología, las
placas tectónicas, la modificación de los continentes antes de que
existieran hombres. De pronto establece un cruce entre los pueblos
adheridos, solitarios y aislados, a la superficie, y sus nombres: “Este es el
apellido de un guerrero extranjero que hizo campañas, arrastrado de
aquí para allá, y que no figura siquiera en los manuales de historia; ese
otro apellido, de distinto origen, lo llevaba un buhonero que enriqueció y
obtuvo una condecoración de su país; aquel expresa sin duda algo en
guaraní o en quechua o en tehuelche, pero no sabemos qué, ni interesa:
es una palabra”.

En gran parte del territorio la piedra, el salitre, el clima áspero producen


ciudades rodeadas de desierto. Tal vez a punto de sentirse ahogado por
su propia visión, recurre al propio mapamundi, para descubrir que esta
tierra figura en el hemisferio destinado a la soledad. En cambio “el
hemisferio boreal aparece como un plano homogéneo de vida. La estepa
rusa, los desiertos de India y China semejan escamas de planeta
intercaladas en una pulpa pensante y doliente”. En su visión, el Sur, la
Patagonia, tienen un papel especial. Mucho antes de que el gobierno de
Alfonsín tuviera su visión de Biedma como capital, él pensó en Bahía
Blanca, donde de hecho pasó unos últimos años de una vida para nada
aislada, siempre entregada a proyectos y concreciones contrapuestos a
su visión de profeta bíblico.

Entre “Las fuerzas psíquicas” y “Miedo”, se sitúa la parte dedicada a


Buenos Aires, a la que le llama Argirópolis. La agudeza para el fichaje de
arquetipos o paisajes figura allí en una serie de subtítulos: “El guarango”,
“Florida”, “La noche”, “El tango”, “Carnaval y tristeza”, “El político”. Ya
en Radiografía… se imagina degollando al gigante de piernas enclenques
y cabeza desmesurada. Cuando escribe sobre esa “cabeza de Goliat” en
1940, acentúa el tono de alto periodismo ensayístico. De entrada nomás
describe las cuatro ciudades sucesivas y elige la de Garay (posterior a la
“ciudad primera”, que se refugia en las pesadillas de inseguridad): “Nada
la simboliza mejor que la estatua del fundador, con su gesto despótico,
señalando con todo el brazo hasta el índice la tierra en que debemos
residir. Aquí. El fundador es un guardián que nos prohíbe alejarnos. Con
el dedo nos indica dónde está el ancla”. A continuación menciona las
otras dos: “la ciudad de la Emancipación, que coincide con algunas
formas vivas del interior, y la ciudad de 1880 que viene creciendo por
encima de la planta edilicia de un piso: la ciudad de todos y de nadie”.
En particular Radiografía de la pampa, para emplear una metáfora
digital, se reinicia una y otra vez. Hasta cierto punto basa el vigor de su
relación con el lector en la condición de combate cuerpo a cuerpo que
tiene la lectura. Cuando figura en planes de estudio, esa condición
seguramente disminuye, para convertirse en gran parte en obligación,
como ha pasado incluso con el Quijote. La lectura concreta, elegida, en
cambio, cuesta pero se continúa con decisión, mientras el lápiz para
marcar señala una frase o un párrafo genial tras otro, agudo, reinstalado
con capacidad resistente (faltan apenas quince años para que el libro
cumpla un siglo).

Jocoso, uno podría preguntar: ¿existirá entonces Argentina con la misma


capacidad de generar el caos y la intriga a despecho de los
autodenominados grandes gestores del futuro? ¿Se estarán reeditando,
en ese momento, Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat?
¿Impresos y encuadernados dónde? ¿Aquí, o en Asia o en las grandes
islas del Pacífico?

La cabeza de Goliat, E. Martínez Estrada. Interzona, 352 págs.

Radiografía de la pampa, E. Martínez Estrada. Interzona, 490 págs.

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