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Nos encontramos ante un tema rabiosamente actual: la relación entre razón secular y
fe cristiana. Es un tema frecuente y habitual en el debate de la cultura actual y en los
medios de comunicación. He aquí un ejemplo. Tengo en mis manos en este momento
un señalador de páginas que dice: más de 150.000 ejemplares vendidos. O sea que
estamos hablando de todo un bestseller. En el reverso, con un holograma añade: «El
antiguo secreto vuelve a despertar una batalla entre la fe y la razón».
Estamos aquí pues ante todo un thriller intelectual donde se entabla una auténtica
batalla entre la fe y la razón, entre la ciencia y la creencia, por supuesto esta última
subjetiva e irracional. La religión es la causa de todo fanatismo, de toda violencia y de
todos los males, que solo pueden atajar la razón y la ciencia, tal como nos ha
enseñado la Ilustración. Algo parecido se presentará al gran público en películas como
Ágora, en la que la filósofa Hipatia de Alejandría es asesinada por unos cristianos
fanáticos. Planteamientos parecidos los encontramos también -decíamos- en toda la
Ilustración moderna o en el new atheism, el nuevo ateísmo de Hawking y Dawkins.
Vamos a ver tres puntos en este desarrollo: 1) la razón en los primeros cristianos; 2) la
razón en la modernidad; y, en fin, 3) la propuesta de Joseph Ratzinger, lógicamente
respecto a la razón.
¿Qué podemos decir ante todo esto, ante todas estas acusaciones que se ciernen
sobre el cristianismo? En primer lugar, podríamos acudir a la misma historia y proponer
modelos como santa Catalina de Alejandría, patrona de los filósofos: una joven que fue
martirizada por defender racionalmente la fe. Joseph Ratzinger recuerda otras figuras
de la antigüedad cristiana como san Justino, en su polémica con Celso, quien también
fue martirizado, o san Clemente de Alejandría, san Agustín o tantos otros padres de la
Iglesia que han defendido la importancia de la razón, a pesar de que algunos podrían
considerarla -exagerando un poco- “la peor enemiga de la religión”.
La poesía y la política han sido continuas fuentes de inspiración para las religiones de
todo el mundo. El cristianismo no siempre (o no solo) ha actuado así. Por un lado, el
cristianismo ha luchado siempre por mantener su independencia del poder estatal, de
separar (a pesar de errores, avances y retrocesos) la Iglesia del Estado, para poder dar
así al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. No ha querido convertirse
en una religión civil, en una religión al servicio del poder político.
Es cierto que la fe cristiana asumió la poesía como fuente de inspiración por ser una
constante universal (piénsese en los cantos y en los himnos de la liturgia), pero el
cristianismo fue un poco más allá. El cristianismo desde los primeros tiempos quiso
aliarse también con la ciencia y el pensamiento, además de con el arte, la poesía y la
música. Como acabamos de ver, en el ámbito intelectual la religión cristiana apostó
por lo más difícil: confrontarse con la filosofía pagana, con el pensamiento secular, con
el logos griego, que era entonces la elaboración racional más completa, y que todavía
ahora nos da qué hablar.
Tal vez la presencia de san Pablo en el Areópago de Atenas sea un símbolo en este
sentido: Pablo habla a los atenienses del dios desconocido, de ese dios que tan solo
conocen por la razón, y les anima a tener un conocimiento más completo y pleno a
través de la fe en Jesucristo resucitado. La religión cristiana se ha aliado siempre con la
razón; es lo que Ratzinger ha llamado "la victoria de la inteligencia" en el mundo de las
religiones.
Dicho de otro modo: la verdad tiene derecho de ciudadanía en todos los campos del
saber. También la verdad en plenitud, encarnada en la persona de Jesucristo. «En el
principio era el Logos»: el prólogo del evangelio de Juan es uno de los pasajes más
citados por el teólogo Ratzinger. Él es el Logos divino, origen de todo logos humano y,
por tanto, también de la razón.
Con este mismo título, la verdad cristiana ha de encontrar un acuerdo con las verdades
que se obtienen a través de la ciencia o de la razón.
Que la razón sea algo bueno y necesario no supone ninguna novedad, a no ser que
nos internemos en el irracionalismo de Nietzsche y sus epígonos posmodernos (de los
que sin embargo podríamos extraer algunas enseñanzas positivas, como veremos).
Pero la razón moderna es una razón pequeña, limitada, mutilada, afirma Ratzinger. Así,
por ejemplo, la Ilustración tomará dos elementos típicamente cristianos -la razón y la
libertad- y los interpretará a su manera, de un modo algo reductivo, así como el
romanticismo hará lo propio con el amor, ofreciendo una versión tan solo emotivista y
sentimental.
Así, la razón y la religión han permanecido alejadas durante toda la modernidad, tal
como se puede ver en un rápido repaso por el pensamiento moderno alemán. Por
ejemplo, Lutero defendió una teologia crucis en la que la fe no tuviera nada que ver
con la razón, a la que dirigió terribles palabras. Kant confirmó más adelante en sede
filosófica este abismo entre la fe y la razón, a la vez que elaboraba un concepto
determinado de razón: la razón pura separada de la razón práctica. Por otra parte, el
filósofo de Königsberg encerraba la religión dentro de los límites de la razón, como
buen ilustrado que era.
Hegel por su parte pondrá a la razón por encima de la religión, a la vez que mantenía
esa separación entre misterio y racionalidad. El también berlinés Schleiermacher
enunciará su teoría de la religión como expresión del sentimiento, en la que no cabe la
más mínima interferencia racional. Lo emotivo y sentimental será sinónimo de lo
religioso. Nietzsche y Heidegger seguirán en esta línea, hasta el punto de que este
último filósofo decía que la filosofía cristiana es un hierro de madera, es decir, un
círculo cuadrado, una contradicción en términos. En esta misma tradición de
separación entre fe y razón se encuentran también Kierkegaard, Harnack, Bultmann,
Barth y otros tantos pensadores y teólogos de origen sobre todo protestante. (Por
cierto, sobre esto iba el discurso de Ratisbona, y no sobre el islam).
Cuando Ratzinger realiza sus primeros estudios, se encuentra con este ambiente
intelectual que domina en Alemania. Por el contrario, él mismo ve cómo en los «tres
grandes maestros» (así llamaba a san Agustín, santo Tomás y san Buenaventura) se da
también esta armonía entre razón y religión que se encontraba ya en los padres de la
Iglesia y en el pensamiento de los primeros cristianos. Entre sus lecturas de juventud,
se encuentra por ejemplo la figura de John Henry Newman, quien encontró este
equilibrio entre fe y razón -superando el empirismo inglés- en su búsqueda de la
verdad.
Se trata por tanto de una superación de la mera razón matemática, como vendrá
después repitiendo nuestro teólogo una y otra vez. El Dios de los filósofos ha de entrar
en diálogo con el Dios de la fe. Si el cristianismo ha rechazado el gnosticismo y el
pensamiento hermético, opta entonces claramente por la razón, el diálogo y la
universalidad. También los sabios deben ser evangelizados. El cristianismo se muestra
abierto y permeable a la razón. De este modo, las relaciones entre fe y ciencia
escogerán el camino de la armonía final, a pesar de sus evidentes diferencias y
divergencias (y en esto Ratzinger recordará la armonía entre ambas que había
propuesto Tomás de Aquino).
«La filosofía seguirá siendo una cosa distinta con su propia entidad, a la que se refiere
la fe para expresarse en ella como esa otra cosa y poder así hacerse comprensible». La
filosofía será entonces una excelente colaboradora de la teología. La diferencia y la
armonía entre fe y razón es, por tanto, posible. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob será
un Dios apelable con el que podemos hablar y al que podremos acceder -tal vez de un
modo más lejano pero real- por medio de la razón. No hay pues un abismo, sino un
puente (quizá bastante largo y algo arriesgado de cruzar, pero puente al fin y al cabo)
entre la fe y la razón, entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. El Logos divino
quiere contar con el logos humano.
III. La propuesta de Joseph Ratzinger
Este era uno de los primeros textos sobre este controvertido tema, pero desde
entonces, Ratzinger no ha parado de recordar la importancia de la razón en el
cristianismo. Esta alianza entre razón y religión no es sin embargo una exclusiva de lo
cristiano. Por ejemplo, Ratzinger recuerda cómo en la misma traducción de los Setenta
se unen fe y razón, el logos griego con el dabar bíblico, como se suele decir. Atenas y
Jerusalén pueden convivir juntas. A esas ciudades se unirá después Roma, cuando surja
el cristianismo.
Pero es lógico que esta síntesis entre fe y razón -entre lo griego y lo bíblico- sea
posible, pues todo acto de fe tiene un momento racional. El creer no implica dejar de
pensar. Nuestra fe no es un credo quia absurdum, un salto al vacío, hacia lo irracional:
no es tirarse de un avión sin paracaídas. Como decía Antoni Gaudí en una ocasión,
cuando le preguntaban unos canteros cómo debían representar la fe: «¡Con los ojos
cerrados no: con los ojos abiertos! La fe no nos impide el pensar».
¿A qué? Ampliada y abierta al mundo del arte, de la ética, de la religión e incluso de los
sentimientos. Eso sí, sin dejar de ser razón, de ser plenamente racional, valga la
redundancia. En este sentido, el concepto de razón que proponía el cardenal Ratzinger
-como decía el también cardenal alemán Walter Kasper- es más posmoderna que
moderna. Esta nueva razón puede traer consigo una nueva Ilustración, una nueva
síntesis entre razón y religión, razón secular y fe cristiana. Y en estas estamos, sostenía
Ratzinger.