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El discurso teológico sobre el ser humano

EL HOMBRE, OBJETO DE LA TEOLOGÍA:"El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...
Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y
le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et Spes, 22). Estas palabras del Concilio Vaticano II quieren servir
de lema a este libro de Antropología Teológica. Se trata en él de reflexionar teológicamente sobre el ser humano, varón
y mujer.
La antropología teológica, como su mismo nombre indica, es la reflexión sobre el ser humano a la luz del discurso
sobre Dios. Pero como para el cristiano no hay más Dios que el revelado en Cristo, la antropología teológica es un
discurso sobre el hombre a la luz del discurso sobre el Dios revelado en Cristo. Dicho de forma más sencilla y directa:
antropología teológica es la visión cristiana del hombre.
Sin duda, se puede y se debe hablar del hombre desde muchos puntos de vista. La medicina, la biología, la
psicología, la sociología, la filosofía... también hablan del hombre. Nuestra reflexión no niega todas estas aportaciones.
En la medida de lo posible quiere tenerlas en cuenta. Precisamente la adjetivación de nuestra reflexión como teológica
indica que no es la única posible. Debe, por tanto, completarse con otras. La realidad de lo humano es amplia y
compleja y no podemos reducirla a uno solo de sus aspectos, como sería, por ejemplo, considerarlo en clave únicamente
materialista o únicamente espiritualista. Es legítimo hablar de la importancia y hasta de la primacía de los valores
espirituales, pero ello no puede anular las implicaciones materiales, sociológica;;, psicológicas o ecológicas de lo
espiritual, pues ello iría en detrimento de estos mismos valores espirituales. Cualquier punto de vista que se erige en
único y definitivo, excluyendo a los demás, no hace sino erigirse en un sistema dogmático y totalizante que
paradójicamente termina en la auto-destrucción. En lo que a nuestra materia se refiere, es bueno recordar ya desde
ahora, este antiguo axioma teológico que afirma que la gracia no anula la naturaleza, sino que la supone y la
perfecciona'.
La adjetivación de nuestra reflexión como teológica indica, además, una perspectiva. La perspectiva no es una
parcela que se situaría junto a otras, una parte incompleta que debe completarse con otras. Perspectiva es el aspecto que
ofrecen las cosas para un espectador o desde un determinado punto de vista. Desde la posición del espectador, la
perspectiva ofrece una visión completa del todo de la cosa. Si adoptamos una perspectiva nuestro discurso es completo
en sí mismo, aunque no agota todo lo que sobre el ser humano puede decirse. Nuestro punto de vista trata de esclarecer
la entera realidad humana desde aquello que, según la fe, constituye su misma raíz, a saber, la referencia a Dios, pues
"sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta" al problema del hombre2. El misterio de Dios "descubre al hombre el
sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano"3.
Al adoptar una perspectiva no sólo no negamos, sino que afirmamos y respetamos en su propia especificidad las
otras consideraciones que puedan hacerse sobre el hombre desde la filosofía o desde las ciencias. En realidad, la
teología se interesa por las consideraciones que otras ciencias puedan aportarle en la medida en que inciden en su propio
discurso, pues lo que propiamente interesa a la teología es el sentido global de la vida humana. Una afirmación así debe
hacerse desde la humildad. No tiene nada de absolutista y totalitaria, y desde luego no puede invocarse para justificar
ninguna postura inquisitorial. La teología respeta la necesaria autonomía de las antropologías, que tratan de responder a
una cuestión particular y orientar al hombre en este aspecto particular.
Pero la teología muestra —o pretende mostrar o debería mostrar— al hombre así orientado y liberado una vía final.
Además, el respeto que desde la perspectiva del evangelio merecen las otras aportaciones sobre el hombre, no tiene que
impedir que, en ocasiones, la buena noticia del evangelio cuestione otras teorías antropológicas. En este sentido, y
propiamente hablando, el evangelio no es una antropología más; no define qué es el hombre, sino que anuncia la
vocación y destino del ser humano; no se añade como una explicación más a las distintas antropologías, sino que llega
como buena noticia cuestionando todas las teorías antropológicas. Por ello puede resultar ambiguo hablar de
antropología "cristiana" o teológica, aunque aquí mantenemos la expresión, pues entendemos que con las matizaciones
hechas, resulta legítima esta terminología.
Finalmente, la adjetivación de nuestra reflexión indica también una metodología. Nuestro punto de partida es la
revelación cristiana. En ella quieren apoyarse nuestras consideraciones. A partir de ella buscamos el sentido del mundo
y del hombre. Prestaremos, pues, una especial atención a los datos de la fe, a los testimonios de la Sagrada Escritura, al
pensamiento de la Iglesia. Ahora bien, la fidelidad al método teológico no termina ahí. Debemos también buscar una
comprensión de los datos de la fe que sea asequible al hombre de hoy; y responder a los nuevos problemas que hoy se
plantean, en parte al menos, de forma distinta a los del pasado4. Se trata de hacer un discurso teológico vivo, de modo
que los datos de la fe respondan a las preguntas que se plantea el hombre de hoy y le ayuden a comprenderse mejor.
Lo dicho supone que no sólo Dios es el objeto de la teología y el hombre su destinatario, sino también que el
misterio del hombre es objeto de la revelación y, por tanto, de la teología, ya que el conocimiento del Dios revelado en
Cristo descubre la definitiva vocación del ser humano con una profundidad que, de otro modo, no nos hubiera sido
nunca accesible. Bien claro lo indica el texto del Vaticano IT citado al inicio de este capítulo: Cristo, al revelar el
misterio de Dios, manifiesta quién es el hombre y le descubre la maravilla a la que ha sido llamado. Otros textos del
Vaticano II van en la misma dirección: "la Revelación divina puede dar la respuesta que perfile la verdadera situación
del hombre, de explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la
vocación propias del hombre" \ "Al manifestar a Cristo, la iglesia revela con ello a los hombres la auténtica verdad de
su condición y de su vocación entera'6. En la línea trazada por el Concilio está este texto, entre otros, de Juan Pablo II:
"Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre... El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo
de sí mismo debe acercarse a Cristo"7.
¿Por qué la revelación de Dios es, en definitiva, el descubrimiento del hombre? Porque Dios, ai revelarse, hace
patente al hombre la dimensión más auténtica del hombre, su dimensión religiosa: el hombre ha sido creado por Dios y
para Dios; más aún: lleva una huella de Dios en el fondo de su ser. Dios define lo que es y lo que debe ser el ser
humano. Y hace esto revelando el fundamento absoluto del ser humano, es decir, Dios mismo. El se revela a Sí mismo
dejando al descubierto, revelando al hombre, la dimensión profunda del mismo hombre. Por eso se ha escrito, a mi
entender con mucha razón: "Revelación de la salvación y clarificación divina de la auto-comprensión humana son
correlativas" 8. En efecto, ¿cómo puedo conocerme a mi mismo fuera del único que me mantiene en mi ser, fuera del
único que ofrece sentido pleno a mi vida y le otorga un futuro absoluto?
LA DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA DE LA ANTROPOLOGÍA
Debemos profundizar un poco más en nuestro texto de partida: "El misterio del hombre se esclarece en el misterio
de! Verbo encarnado. Cristo, al revelar el misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre".
No se trata sólo de que al revelarse el misterio de Dios se desvele la más profunda dimensión del hombre. El texto
del Concilio hace una importante precisión, a saber: el misterio del Dios que se revela es el de Dios como Padre
amoroso. Al manifestar a este Dios, Cristo descubre el profundo amor de Dios a todos los hombres, un amor como el de
un Padre que siente ternura por sus hijos. Cristo nos descubre a todos como hijos de Dios.
Y esta filiación supone la fraternidad humana, puesto que todos somos hijos del mismo Padre. Así se manifiesta como
constitutivo del ser humano una doble dimensión indisoluble: la de la filiación divina y la de la comunión fraterna de
alcance universal. En la relación con Dios y en el encuentro con los demás hombres se muestra un modo de ser hombre
en el que encontramos nuestra más lograda identidad.
Aún más: en Cristo encontramos el modelo más logrado de esta filiación y fraternidad, o sea, el modelo más logrado
de hombre: "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado", pues "Cristo manifiesta
plenamente el hombre". Por esta razón los documentos conciliares califican a Cristo de "Hombre perfecto"9, o sea, no
sólo que tiene una verdadera naturaleza humana (perfecto hombre), sino que además ha llevado al ser humano hasta su
total y plena capacidad (hombre perfecto), hasta su más alta cota de humanización, que es el encuentro y la comunión
con Dios. Por el contrario, el pecado, que es alejamiento de Dios, deshumaniza, degrada: "el pecado rebaja al hombre,
impidiéndole lograr su propia plenitud" 10. Si en Cristo se encuentra la humanidad más lograda, esta humanidad resulta
paradigmática, ejemplar. De ahí que su seguimiento es crecimiento en humanidad, permite la plena realización personal:
"el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre" ". En el segui-
miento de Cristo "la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido" '2.
En esta perspectiva se comprende la respuesta de Jesús al joven rico: "si quieres ser perfecto... ven, y sígueme" (Mt
19, 21). Jesús no instituye aquí una categoría de "perfectos", superior a la de los cristianos corrientes. La perfección que
se contempla aquí es la de la nueva economía, que se inaugura con la llegada de Cristo y a la que todos son llamados:
"vosotros sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Por esta razón "si quieres ser perfecto", o
sea, si quieres ser un hombre logrado, "sígueme a mí". ¿Por qué? Precisamente porque Jesús es el Hombre perfecto, el
que realiza la perfección a la que el Padre nos llama y en el que el hombre encuentra su realización más plena, y es
además el que señala el camino para que los demás hombres podamos conseguirla. La respuesta de Jesús se comprende
mejor si se sitúa a la luz de la pregunta que hace el joven: "¿qué he de hacer para conseguir vida eterna?" (Mt 19, 16). El
joven no pregunta por el más allá. Su pregunta tiene un sentido más amplio. Lo que en realidad pregunta es cómo vivir
de tal forma que merezca la pena vivir; o dicho de otro modo: ¿cómo ser feliz? Ser feliz aquí y ahora. ¿Cómo encontrar
la vida, esta vida dichosa que sólo el Eterno, Dios mismo posee y puede dar? Jesús responde: la vida eterna,
participación de la dicha de Dios, la perfección del hombre, se encuentra en mi seguimiento, pues en mí se realiza la
perfección de lo humano y así muestro el camino para que todos puedan conseguirla15.
También podemos situar en esta perspectiva el texto de Rm 8, 29: Dios nos "predestinó a reproducir la imagen de su
Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos". Todos estamos destinados a producir de nuevo la
imagen de Jesús, a ser otro Cristo en definitiva. Hablar, pues, del Hijo de Dios, es algo que no sólo afecta a Jesús de
Nazaret, sino que también nos afecta a nosotros. Todo hombre ha sido creado para llegar a ser lo que es Cristo: hijo de
Dios. Quiere esto decir que lo divino es la verdadera dimensión de lo humano, que el hombre es algo más que hombre.
Tal como escribió Pascal, "el hombre supera infinitamente al hombre" 14. El hombre tiene una dimensión que le per-
tenece intrínsecamente y que es una dimensión divina. Hay en el hombre un dinamismo que siempre le empuja más allá
de sí mismo y que hace que nunca se sienta satisfecho con lo que tiene ni con lo que es, una pasión que es posible
calificar de "inútil" (Sartre), pero que —desde una perspectiva creyente— también es posible calificar de pasión de
divinidad. Jesús es quién ilumina este dinamismo típico del hombre al decirnos que es un dinamismo hacia la filiación
divina.
EL MISTERIO DEL HOMBRE
Fijémonos ahora en que lo que se ilumina a la luz de Cristo es "el misterio del hombre". Iluminar o esclarecer un
misterio no significa dominarlo totalmente. El misterio siempre sigue siendo misterio por mucho que se ilumine. Por
eso, el misterio siempre es objeto de fe. Nunca la razón lo abarca totalmente a la manera como alcanza sus propios
objetos. También en Cristo se ilumina el misterio de Dios, y no por eso Dios deja de ser el ser misterioso y trascendente
que nunca acabamos de agotar y que nunca podemos encasillar en nuestros esquemas conceptuales. Igualmente, el ser
humano siempre resulta misterioso, nunca acabamos de conocerlo del todo. Más que como tema, el hombre se nos
manifiesta como problema, como el problema de los problemas, como pregunta nunca resuella del todo. El hombre es
para sí mismo un enigma. Lo más profundo de cada uno de nosotros está oculto incluso para nosotros mismos. ¡Cuánto
más para los demás!
Las palabras de san Pablo: "ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido" (1 Cor
13, 12) pueden aplicarse, más que a ninguna otra realidad, al ser mismo del hombre. Sólo Dios nos conoce a fondo.
Nosotros ahora nos conocemos parcialmente. En la escatología, cuando se manifieste con la mayor plenitud posible
para el hombre el misterio de Dios, también entonces nos conoceremos a nosotros mismos tal como Dios nos conoce
ahora, o sea, con una profundidad que actualmente nos resulta imposible. Si a la luz del misterio de Dios se ilumina el
misterio del hombre, es lógico que nunca acabemos de entender totalmente al ser humano, puesto que nunca acabamos
tampoco de entender totalmente a Dios (Cf. Eclo 43, 27-33). Para entender totalmente al hombre sería preciso
comprender también del todo la razón que lo ilumina, a saber, Dios mismo.
De ahí que siempre permanece la pregunta: ¿qué es el hombre? Esta pregunta se la planteaba ya el libro de los
Salmos (en el salmo 8) con un matiz importante para la perspectiva en la que nos situamos nosotros: "¿qué es el hombre
para que Dios se acuerde de él y se ocupe de él?". Lo que desconcierta al salmista es que Dios se acuerde y se ocupe del
hombre. ¿Tan importante soy yo para Dios? ¿Cómo es posible que yo sea la realidad anclada en la memoria divina?
Acordarse permanentemente de uno es señal de una predilección sin igual, de un interés enorme. El amor de Dios hacia
el hombre es lo que hace que Dios se acuerde siempre de él. El salmista no responde a esta pregunta ofreciendo una
definición del hombre. Tan sólo indica que la razón de un amor tan grande es que el hombre es "casi como un dios". La
posible respuesta se sitúa, pues, en el plano de lo misterioso. Puesto que el hombre es casi como un dios, sólo a la luz
de Dios resulta posible una respuesta. Pero puesto que Dios es un misterio, la respuesta nunca resulta clara del todo.
Interesa notar que el Nuevo Testamento indica explícitamente que este salmo se realiza en Jesucristo (Heb 2, 9). En
él la respuesta a ¡a pregunta por el hombre encuentra una explicación no superada: hijo amado de Dios, que se identifica
libremente, sin servilismo ni sumisión, con la voluntad del Padre. El secreto del hombre, lo sepa o no lo sepa, es que
siempre lo embarga el amor de Dios. Sólo cuando el hombre ha descubierto este misterio puede comprender toda su
grandeza: objeto del amor de Dios, destinado a acoger este amor que se revela en Jesucristo. En Cristo aparece una luz,
una orientación, que alcanza al hombre en lo más íntimo de su ser, en unas profundidades inaccesibles a la psicología y
al psicoanálisis, en donde la ciencia y el discurso se callan. Cristo es la clave del enigma humano, la asunción y supe-
ración de toda antropología. De este modo el hombre, aunque no resuelva del todo el enigma que es él mismo,
encuentra un sentido a su realidad, y este sentido le permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte.
En suma, Cristo es el exegeta del hombre y de sus problemas; su misterio hace eco al misterio del hombre y lo
alcanza en lo más profundo de su ser. De modo que Cristo sigue siendo un misterio, pero es un misterio iluminador,
fuente siempre viva de sentido.
LOS CONTENIDOS DE LA ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA
A la luz de Cristo se clarifica lo que es el hombre y todas las dimensiones de lo humano. ¿Cuáles son estas
dimensiones, que van a ser objeto de nuestra reflexión?
En primer lugar consideraremos la dimensión básica que hace posible todas las demás: el ser creatural del hombre.
Pudiera parecer que esta dimensión no tiene por qué ser objeto especial de la teología, pues nuestra propia realidad
creatural es un dato que conocemos por experiencia. Sin embargo, la comprensión de la creaturidad humana está en la
base de muchas cuestiones teológicas que suelen ser objeto de preocupación para los creyentes: la realidad del mal, la
oscuridad de la revelación, el silencio aparente de Dios, el hecho del pecado. Todo esto se explica, entre otras razones,
porque el hombre es finito, limitado; de ahí que no lo puede todo, se cansa, muere; o que su captación de Dios es
necesariamente parcial, a la medida de su limitación. Pero la creaturidad no es algo malo. Al contrario, la teo-lo2Ía
considera a la criatura humana, que en cuanto tal criatura no es previamente necesaria ni encuentra explicación en parte
alguna de este mundo, como don y regalo de Dios. Yo soy ío que soy y estoy donde estoy porque Dios, en sus designios
de amor, así lo ha querido. Considerar lo creado como don no niega su consistencia propia. Más bien la reafirma, pues
la consideración del mundo y del hombre como don nos obliga a valorarlos y respetarlos por sí mismos como signo de
respeto al dador de tales dones. No cuidar el don sería una falta de respeto y una desconsideración con el dador.
Ahora bien, esta criatura que es el hombre es una criatura especial: ha sido creada como imagen de Dios. Esto
manifiesta su dignidad sin igual. Esta dignidad estaba al servicio de un proyectó de Dios para el hombre: el de ofrecerle
su mayor riqueza, a saber, su gracia, su amistad. Ya desde el principio, desde siempre, el hombre ha sido destinado al
encuentro con Dios y al gozo de su amor. En Dios está la definitiva vocación del hombre. O lo que es lo mismo: el
hombre ha sido creado para el amor, la vida y la felicidad. Esto explica por qué la criatura vive inquieta hasta que se
encuentra con Dios, Dicho de forma más secular: todo hombre está en busca de sentido, de una razón para existir. El
cristianismo responde que sólo Dios puede colmar totalmente esta búsqueda.
El hombre ha sido creado, además, con libertad y responsabilidad, con consistencia propia. Por este motivo la
antropología teológica debe considerar la posibilidad y la realidad de la infidelidad del hombre a su vocación.
Clásicamente, este realidad se conoce con el nombre de pecado original: ya desde el principio, el ser humano no
respondió adecuadamente a la oferta divina, y esta respuesta negativa no sólo tuvo repercusiones para los primeros
hombres, sino para el resto de los humanos que han venido después. Con todo, el que el hombre respondiera
negativamente al proyecto de Dios no hizo que Dios desistiera de su proyecto. A pesar de todo, Dios mantiene su oferta
e intenta por todos los medios que pueda llevarse a cabo. Quién responde a esta oferta de Dios, entra en una dinámica
de gracia y salvación y vive una vida nueva, animada por el Espíritu de Dios. Finalmente, la antropología teológica
debe indicar que la posibilidad de gracia y salvación es una realidad que puede vivirse ya aquí y ahora en nuestro
mundo, pero que esta realidad apunta a un encuentro pleno y definitivo con Dios en la vida eterna.
Importa hacer varias observaciones a propósito de esta enumeración de temas indicados y que iremos tratando a lo
largo de nuestra exposición. La primera es que las perspectivas enumeradas que la Revelación ofrece (creación, destino
al amor, pecado, gracia, vida nueva, camino hacia la vida eterna), no hay que entenderlas de forma cronológica, como si
fueran etapas sucesivas llamadas a superarse unas a otras. Son aspectos que se encuentran unidos inseparablemente en
todo hombre y en todas las etapas de la historia de la salvación: el hombre llamado a la gracia sigue siendo una criatura
y está constantemente amenazado por el pecado; y el hombre pecador tiene permanentemente ante sí el amor de Dios
como oferta, como llamada y como meta, estando además sostenido en su ser por el amor de Dios que nunca le
abandona. Se trata, pues, de hablar no tanto de creación, pecado y gracia, sino del hombre como criatura, como pecador
y como agraciado en Jesús.
La segunda observación se refiere a la iluminación cristológica de todas estas perspectivas. Cristo no sólo ilumina
la dimensión de gracia y salvación del ser humano. También ilumina su dimensión pecadora y su dimensión creatural.
En efecto, todo ha sido creado para Cristo, pero también por medio de Cristo: "todo se hizo por él y sin él no se hizo
nada de cuanto existe" (Jn 1, 3). Todo tiene en él su origen, su consistencia y su meta. En nuestro capítulo siguiente
aparecerá explícitamente desarrollada esta dimensión cristológica de la creación. Y también Cristo ilumina la realidad
pecadora del hombre. Sólo a la luz de la gracia y de la misericordia de Dios manifestadas en Cristo es posible hablar del
pecado. Además, el pecado no es más que el rechazo de la meta crística a la que desde siempre está llamado el hombre.
No es un buen método comenzar por hablar del hombre como criatura o como pecador o como agraciado por Dios, para
después hablar de que en Cristo hemos sido perdonados y agraciados, sino que va desde el principio debemos colocar a
Cristo en el centro de nuestra reflexiones sobre la creaturidad, el pecado o la gracia, pues él ilumina el misterio del
hombre, de todo hombre que ha sido llamado a ser como Cristo.
La última observación se refiere al diferente nivel en que se sitúan las perspectivas que hemos mencionado. La
dimensión creatural es constitutiva del hombre. La llamada al amor, a la gracia, a la salvación y a la vida eterna,
responden al designio de Dios sobre el hombre. La dimensión pecadora de la humanidad es histórica y, en realidad, no
debería haber sobrevenido. Es una dimensión real, que pertenece a nuestra condición existencial humana, pero que Dios
no ha querido. Parece fundamental destacar la prioridad de la gracia. Sólo así el pecado puede comprenderse.
UN ESTUDIO ANTROPOLÓGICO COMPROMETIDO
Si el hombre es objeto de la revelación, y la revelación responde a los intereses del hombre, lo que la revelación nos
diga sobre el hombre tiene que comprometernos personalmente. Tan importante como lo que se nos dice es la respuesta
que damos a lo que se nos dice. La respuesta, por tanto, es implicativa. La teología no estudia al hombre fríamente, en la
distancia, sin sentirse comprometida con lo que estudia, como sí el objeto de su estudio no cambiase al estudioso.
Resultan oportunas, al respecto, unas palabras que Unamuno escribió en su Diario: "¡Conócete a ti mismo! Repítese
esto mucho y como a principio de filosofía lo tiene la sabiduría mundana. Pero entiende por ello estudiarse como a ser
extraño, como a mero ejemplar de la humanidad, como a asunto científico, psicológicamente. El conócete a ti mismo lo
reducen a fría fórmula de conocimiento puramente intelectual, a ciencia de anatomía y nada más. Pero no a conocerse
como a tal individuo concreto y vivo, como al yo individual y concreto, vaso de miserias y de pecados, de grandezas y
de pequeñeces" 15.
Al estudiar al hombre, el teólogo auténtico debe pensar también —y en cierto sentido, en primer lugar— en sí
mismo, no puede hacer abstracción de su persona, debe sentirse tremendamente comprometido y en permanente
contacto con el "objeto" de su estudio. Pues en definitiva, se trata de su propia salvación.
Así se comprende algo que ya hemos notado: la antropología teológica es "más" que una antropología, "más" que una
definición o descripción del ser humano. La antropología teológica quiere llegar al núcleo fundamental de la persona y,
aunque respeta este misterio y nunca acaba de desvelarlo en su totalidad, ayuda a cada persona a comprenderse mejor.
1. Cf. TOMÁS DI: AQUINO. Suma de Teología, I,8,l,ad 2.
2. Gaudíam et Spes, 21.
3. Gaudium et Spes, 41.
4. Cf. Optatam totius, 16.
5. Gaudium et Spes, 12.
6. Ad Gentes, 8.
7. Redemptor Haminis, 10.
8. E. ScHrLi.F.EEECKX, Función de la fe en la autocomprensión humana, en Las cuestiones urgentes de la teología actual, Razón y Fe, Madrid. 1970, 82.
9. Gaudium et Spes, 22, 38. 41 y 45.
10. Gaudium et Spes, 13.
11. Gaudium et Spes, 41.
12. Gaudium et Spes, 22.
13. Un amplio y detenido análisis teológico de este texto evangélico, en M. GELABERT, Encontrar la vida en el seguimiento de Cristo, en Teología
Espiritual, 1993, 173-205. Texto reproducido en el libro coordinado por E. PÉREZ DELGADO, ¿Servicio o servilismo?, edit. San Esteban, Salamanca, 1993, 73-109.
14. Pensées, n" 438 (ed. Chevalíer), 434 (cd. Brunschvicg).
15. MIGUEL DE UNAMUNO, Obras Completas, Escélicer, Madrid, 1966, i. VIII,
El hombre, criatura en busca de sentido
Nuestra antropología comienza por lo más básico y esencial, no sólo por lo que está al inicio de todo, sino por lo que
hace posible y sustenta todo lo demás: ¡Dios como creador del ser humano. Visto desde la fe cristiana, el hombre es ante
todo un ser creado, lo que implica una referencia ineludible al Creador. Por esta razón, el primer artículo del Credo de
nuestra fe se refiere a Dios como Creador y no a la creatura. Creer que Dios es creador es afirmar que todo procede y
depende de él, incluido el ser humano. Decir que el ser humano es creatura no es sólo afirmar que es finito, limitado,
racional y libre; es sobre todo afirmar que depende de Dios. Quién no cree en Dios también afirma la limitación del
hombre y del mundo, pues esto es un dato de experiencia. El hombre es contingente y está en el mundo aparentemente
sin motivo alguno. Ahora bien, en el hombre que piensa surge la pregunta de si la contingencia no reclama una causa o
fundamento, ya que lo contingente se define como aquello que en sí mismo no tiene razón de ser y, por tanto,
abandonado a su propia suerte estaría suspendido en el vacío o en la nada absoluta. ¿No resulta al menos razonable
pensar que la existencia humana es una existencia sustentada por y recibida de Alguien personal?
La fe responde a esta pregunta, al interpretar e iluminar este dato de la limitación, explicando que el hombre no es
Dios, pero está sostenido por Dios, pues ha salido de Dios y de Dios depende en todos sus aspectos y dimensiones.
Ahora bien, esta dependencia de Dios no se traduce en servilismo; paradójicamente constituye al hombre en su propia
autonomía, dignidad y libertad. Dios, al crear al hombre, le deja en manos de su propio destino.
El Credo de la fe cristiana no sólo se refiere a Dios como Padre Creador; también afirma que por el Hijo todo ha
sido hecho y que el Espíritu es dador de vida. Sitúa, pues, la creación en perspectiva trinitaria, en la perspectiva de un
Dios que, al ser Comunión, se orienta a la comunión, busca y quiere libremente la comunión. Un Dios así no es único ni
solitario, sino Creador. Aquí está la originalidad de la reflexión cristiana sobre la creación con relación a las otras
religiones. Esta perspectiva marca decisivamente nuestra reflexión sobre el mundo creado y también sobre el ser
humano. Nos permite comprender que esta criatura que es el hombre lleva una impronta del Dios Trinidad en el fondo
de su ser. Y que por ser la huella no de un Dios solitario, sino de un Dios comunión de vida y desbordante de vida, se
traduce en la criatura humana como una nostalgia de comunión y de encuentro, como una permanente inquietud, como
un no estar nunca satisfecho con lo que es y tiene, como un buscar siempre más, que sólo Dios puede colmar. El hombre
es criatura, pero criatura en busca de comunión y de sentido. Salido de Dios, busca la vida en el amor y su corazón
permanece inquieto hasta que lo logra.Ya notamos en la capítulo 1 que más que por una reflexión antropológica
propiamente dicha, la teología se interesa por el sentido global de la vida humana.. Precisamente en la Sagrada Escritura
la pregunta por la creación no brota de un interés cosmológico, sino como elemento explicativo de la búsqueda de sal-
vación y de sentido para la vida.' La creación aparece como respuesta a la pregunta por el poder salvífico y liberador de
Dios..' El Nuevo Testamento ratificará esta perspectiva al afirmar que Cristo es el sentido último de lo creado.
LA CREACIÓN COMO RESPUESTA A LA PREGUNTA POR EL SENTIDO
Los intereses profundos del hombre son vitales y existenciales. En el fondo, no filosofa por filosofar. Filosofa para
vivir. "El conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio... eso es la base afectiva de todo
conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres", decía
nuestro Miguel de Unamuno1, pues la verdadera cuestión humana es "la cuestión de saber que habrá de ser de mi
conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera"2.
En perspectiva teológica, la pregunta por el origen nace de la crisis que suscita la finitud; más que por mera
curiosidad intelectual, se plantea buscando una respuesta al sentido y la meta de la vida: "¿Por qué quiero saber de
dónde vengo y adonde voy, de dónde viene y adonde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero
morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente"3. Estas palabras de Unamuno, que acabamos de
citar, relacionan la pregunta por el destino y la salvación con la pregunta por el origen, como si ésta última condicionará
la primera. También el Catecismo de la Iglesia Católica (n° 282) afirma: "Las dos cuestiones, la del origen y la del fin,
son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar". El lugar de dónde
venimos ilumina lo que somos, condiciona nuestra meta y posibilita o no el que la vida tenga un sentido valioso. Si
venimos de la nada, lo más seguro es que volvamos a la nada. Si venimos de Dios y Dios es el que lo sostiene todo, es
posible la esperanza.Ejemplo claro de la perspectiva en la que nos situamos es el proceder de la Escritura. En ella la fe
en la creación es tardía; no existía en el primitivo Credo de Israel (Dt 26, 1-11). Esta fe ha sido formulada por primera
vez en el seno de un pueblo esclavo con vistas a suscitar en él la esperanza de una liberación y de un destino más
halagüeño para su vida. La luz que proyectan los orígenes suscita perspectivas de consuelo y esperanza. La afirmación
de un Dios creador no es propiamente una afirmación cosmológica, sino soteriológica.
La pregunta que realmente preocupa al pueblo de Israel no es cómo es Dios, sino qué relación tiene Dios con él. Su
experiencia primordial es la de ser el pueblo elegido por Yahveh. Debe su origen a Yahveh. Yahveh es antes que otra
cosa el creador, pero —nótese bien— el creador del pueblo. Esta conciencia le hace descubrir otros orígenes más
lejanos que los de su propia vida, alcanzando entonces perspectivas universales: ¿Yahveh es el Señor no sólo de la
historia del pueblo elegido, sino también de todo el universo. La formulación explícita de la fe en la creación la
encontramos por primera vez en el profetismo postexílico. Esta fe aparece no por sí misma, sino para sostener viva la
esperanza de un pueblo oprimido. El destierro, en efecto, desencadenó una profunda crisis: ¿no puede Yahveh salvar
ahora a su pueblo como antaño lo salvó de Egipto? . El segundo Isaías predijo
proféticamente la liberación de los deportados, anunciando la caída de Babilonia. Para ilustrar la acción liberadora de
Yahveh, recurre al tema de la creación: la vuelta del exilio hay que entenderla como una prolongación de la creación
primordial de Israel como pueblo de Dios. Del mismo modo que Yahveh creó un pueblo sacándolo de Egipto, también
lo creará de nuevo sacándolo de Babilonia. Ello es posible porque Yahveh es el creador por antonomasia, el creador del
cielo y de la tierra.
Las consideraciones creacionistas del profeta están al servicio del siguiente razonamiento: si Yahveh tiene "poder
para hacer salir al ejército celesle", con más razón podrá hacer salir a su pueblo del destierro (Is 40, 26-27), si tiene
poder para desplegar los cielos, también lo tiene para aniquilar a los tiranos (Is 40, 22-23). El que puede lo más, puede
también lo menos. En este contexto hay que entender las afirmaciones siguientes sobre el poder creador de Dios:
"¿Quien midió los mares con el cuenco de la mano y abarcó con su palmo la dimensión de los cielos, metió en un tercio
de medida el polvo de la tierra, pesó con la romana los montes, y los cerros con la balanza? El expande los cielos como
un tul, y los ha desplegado como una tienda que se habita. El hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella por
su nombre llama. ¿Es que no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? Que Dios desde siempre es Yahveh, creador de los
confínes de la tierra" (Is 40, 12.22.26.28). Isaías cita los tres elementos del mundo: el mar, los cielos y la tierra, para
significar que todo ha sido creado por él4. Igualmente, otros textos relacionan el poder creador de Yahveh con la
esperanza de la liberación: Is 42, 5-6; 44, 24-26; 45, 6-7.12; 48, 12-13; 51, 9-11.13-15.
Ya en los umbrales del Nuevo Testamento, y en otro contexto difícil, esta vez de persecución y de martirio en
defensa de la propia fe, encontramos también la afirmación de la fe en la creación en la misma perspectiva de Isaías: la
fe en la creación se esgrime como motivo de esperanza en el poder de Yahveh, capaz incluso de resucitar de entre los
muertos.
La madre de los siete hermanos macabeos les alienta al martirio con estas palabras: "Yo no sé cómo aparecisteis en
mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así
el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyecto el origen de todas las cosas, os devolverá
el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes... Te ruego hijo,
que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también
el género humano ha llegado así a la existencia" (2 M 7, 22-23.28). La fe en la creación de la nada (ouk ex ónton: "no de
cosas que existían") resulta ser "una verdad llena de promesa y de esperanza" 5; que ofrece un sentido a la vida de los
mártires, algo por lo que vale la pena vivir, pero también morir., El texto afirma que todo cuanto existe viene de Dios: el
género humano, cada uno de los hombres, todo cuanto hay en el cielo y en la tierra. Si Dios puede suscitar vida de la
nada, por el mismo poder puede devolver la vida a los muertos.
Contemporáneo del Deuteroisaías (al que nos hemos referido hace un momento) es la cosmogonía bíblica de Gen 1,
l-2,4a. Ahora, más que analizar el texto, importa notar que sus intereses son similares a los del profeta (y en cierto modo
a los de 2 M): atajar la crisis de fe y de confianza provocada por el exilio. El redactor de este capítulo del Génesis se
enfrenta con el problema de la idolatría. Y busca la mejor manera de atajarla. Para proseguir la lucha contra los falsos
dioses —al estilo de los antiguos profetas— y criticar los principios y prácticas de la religión astral, muy extendida en la
antigüedad, el mejor sistema es proclamar que Yahveh es el único Creador de cuanto existe. Por esta razón acentúa que
es el Creador de aquellos astros —el sol especialmente— que eran considerados por las mitologías contemporáneas
como dioses del universo. Nada puede igualarse con Yahveh ni hacerle sombra, porque todo es obra suya y todo le está
sometido.Afirmar la creación no es, por tanto, ofrecer una teoría cosmológica que pudiera entrar en competencia con
otras concepciones científicas del mundo. Al contrario, es una afirmación de fe que está al servicio de la fe. Por eso
puede convivir tranquilamente con distintas concepciones del mundo. De hecho, este es el caso bíblico, pues en los dos
primeros capítulos del Génesis encontramos dos relatos distintos del origen del hombre (uno escrito hacia el año 900 y
otro hacia el año 500 a.d.C), que los últimos redactores no consideraron como reñidos y por eso los conservaron uno
junto al otro.'Decimos que la afirmación de la creación está al servicio de la fe, pues ayuda a comprender mejor la
grandeza y el poder del Creador, tantas veces oscurecidos por la realidad inmediata que vivimos, una realidad que en
ocasiones parece contradecir el amor de Dios hacia el hombre e incluso la misma existencia de Dios. También el Nuevo
Testamento utiliza el tema de la creación al servicio de una mejor comprensión de la fe, en concreto de la fe en la
salvación, al explicar en términos de nueva creatura y nueva creación la más maravillosa de las obras de Dios: el perdón
de los pecados y la infusión de una vida nueva en el ser humano.'^
El Nuevo Testamento explica el obrar salvífico de Dios en analogía con su obra creadora. La primera creación se
convierte entonces en parábola y anticipo de la nueva creación. En esta línea se sitúa el Catecismo de la Iglesia Católica
(en su n° 298) cuando afirma: "Puesto que Dios puede crear de la nada, puede por el Espíritu Santo dar la vida del alma
a los pecadores creando en ellos un corazón puro (cf Sal 51, 12), y la vida del cuerpo a los difuntos mediante la
Resurrección. El 'da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean' (Rm 4, 17). Y puesto que, por su
Palabra, pudo hacer resplandecer la luz en las tinieblas (cf Gen 1,3), puede también dar la luz de la fe a los que lo
ignoran (cf 2 Co 4, 6)". Está también este texto de San Ambrosio, en su tratado sobre los misterios: "Respecto de la
creación de todas las cosas, leemos que él lo dijo y existieron, él lo mandó, y surgieron. Por tanto, si la palabra de Cristo
pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podrá cambiar en algo distinto lo que ya existe? Mayor poder supone dar el
ser a lo que no existe que dar un nuevo ser a lo que ya existe"6.La fe en la creación se sitúa en la perspectiva del sentido
de la vida'? Para la teología la cuestión del origen del mundo y del hombre se transforma en la cuestión de la creación
por un Creador bueno, magnánimo y poderoso. Pero esta cuestión del origen no interesa tanto por sí misma, sino en
cuanto en esta verdad aparece una luz para la vida.Buscar en la revelación la verdad de la creación, no es buscar la
verdad por la verdad misma, sino buscar la vida en la verdad.La creación, en definitiva, es una respuesta y un misterio
de fe, pues se sitúa en un horizonte escatológico.
LA CREACIÓN COMO RESPUESTA DE LA FE
"Por la fe sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo
que no aparece" (Heb 11, 3), Según el autor de la carta a los Hebreos dos consideraciones nos obligan a pensar que la
creación es un dato de fe: una es que el origen de todo lo visible es el Invisible ("lo que no aparece"). Esta es, en efecto,
la pregunta del creyente: la razón de ser última de lo que se ve, y no tanto el cuándo o el cómo de lo que se ve. Esta
pregunta se sitúa más allá del horizonte de la ciencia y se formula así: ¿qué había antes de la explosión inicial y antes
del hidrógeno? ¿por qué hay algo y no, al contrario, nada, por qué hubo un comienzo, por qué hay evolución?. Y la res-
puesta a esta pregunta reza así: en el inicio del mundo no hay casualidad ni arbitrariedad, no hay tampoco un principio
maligno, sino Dios mismo y sus buenos designios para con el mundo. El mundo está sostenido por un Dios bueno que
siempre quiere y busca lo mejor para él.La segunda consideración que nos obliga a pensar que la creación es un dato de
fe es que el universo fue formado por la Palabra de Dios. Pues la fe no sólo afirma que todas las cosas tienen su origen
en Dios. Dice, además, que Dios lo hizo todo por su Palabra..La fe tiene una respuesta propia para la radical pregunta
filosófica de por qué hay algo y no nada. Esta respuesta desborda los límites de la filosofía, de toda formulación humana
y, concretamente, de toda teodicea, pues esta se limita a lo sumo a responder que hay una Causa Primera de todo lo
existente. Esta Causa, en perspectiva cristiana, está cualificada y es indeducible de la filosofía. Más aún: la fe en la
creación cobra una especial significación no sólo por qué Dios crea por la Palabra (lo desarrollaremos más adelante),
sino porque esta Palabra se hace criatura, manifestando así la dignidad sin igual de la creación. Si Dios puede hacerse
hombre es porque el ser hombre es algo grande, pues tiene capacidad para acoger lo divino; más aún: para serlo.''La
creación es una respuesta de fe porque la base última que sustenta esta afirmación es la confianza: no podemos
comprobar empíricamente que lo visible tiene su origen último en Dios. Pero esto no significa que tal respuesta sea
timorata o acomplejada, pues tampoco las teorías científicas sobre el origen del mundo dejan de ser eso: teorías o
hipótesis que, a lo sumo, pueden mostrar su plausibilidad, pero no ser totalmente verificables. También la fe en la
creación debe mostrar su plausibilidad y su sentido. Así resultará creíble7. Si las diversas teorías científicas ofrecen una
interpretación sobre el origen del mundo y del hombre, también la fe cristiana tiene su propia interpretación, a saber: el
fundamento último de la realidad es el Amor. El hombre no tiene razón de ser (no hay nada que justifique su existencia),
pero sí tiene razón de amor. La confianza del creyente es que además la realidad tiene un destino, una meta. No cree,
pues en el eterno retorno de lo mismo, sino en la consumación como término de un proceso abierto ya desde el origen.
'La confianza del creyente tiene repercusiones en su vida práctica: si la creación es causada por el Amor, eso
significa que no está demonizada, que su origen no puede ser malo, que no existe por tanto un destino fatal. No es el
azar, el destino ciego o la necesidad anónima lo que está en el origen del mundo y lo gobierna, sino un Ser trascendente,
inteligente y bueno, llamado Dios. Esto significa que las cosas y los hombres tienen sentido, que no son una causa
perdida, que vale la pena luchar por ellos, que nada hay escrito porque todo está sostenido por el Amor.'„
La fe en la creación en suma, afirma que el mundo y el hombre tienen su origen en Dios y no en otra cosa, o sea,
que antes del mundo no había nada. Conviene, pues, preguntarse qué significa creación de la nada (ya que ésta es la
terminología que tanto la teología como el Magisterio han utilizado para explicar que Dios está en el origen de todo) y
confrontar esta respuesta con la teoría que parece hoy más asentada para explicar el origen de la vida: la evolución.
CREACIÓN DE LA NADA Y EVOLUCIÓN
Cuando hablamos de creación queremos designar la acción fundante de Dios sobre la realidad y al conjunto de la
realidad en cuanto originada y sostenida por Dios. Dios es la realidad previa a todas las realidades. Entre Dios y el
mundo no hay nada a lo que pueda recurrirse para interpretar su relación. Antes de que él lo decida no hay "nada".
Aunque ya en el Antiguo Testamento se indique que a partir de la nada hizo Dios el cielo, la tierra y el género
humano (2 M 7, 28), ha sido la teología la que, por así decir, ha popularizado, y el Magisterio definido la creación como
una producción "de la nada"8. Esta afirmación no es filosófica, pues entonces hasta pudiera resultar absurda: ¿cómo
puede salir algo de la nada? Es una afirmación de fe. Significa que el Dios trascendente crea una realidad
completamente distinta a la suya propia, y que crea esta realidad libremente y no condicionado por nada; ninguna reali-
dad, ninguna materia preexistente condiciona a Dios al hacer surgir el mundo y el hombre. "Dios crea sin requisito
previo alguno. No existe necesidad exterior alguna que motive su actuación creadora, ni coacción alguna que la
determine. Tampoco se da materia primigenia alguna que ofrezca una potencialidad a su actividad creadora o que trace
unos límites materiales a esa actuación”9.El que Dios cree de la nada se ha interpretado en términos estáticos, como si la
acción de Dios quedara emplazada en un punto inicial de la historia del universo y además fuera una acción que dejara
las cosas (sobre todo las especies animales y el hombre) completas y terminadas l0. Concebida así, la creación chocaba
con las hipótesis evolucionistas. Una lectura literalista del primer capítulo del Génesis parecería avalar esta concepción
fixista de la creación. Incluso el Magisterio de la Iglesia pareció, en un primer momento sancionar esta concepción. En
efecto, en 1909 la Pontificia Comisión Bíblica dictaminó sobre el carácter histórico de los primeros capítulos del
Génesis, afirmando que "responden a la verdad histórica" de los hechos allí narrados, como por ejemplo "la peculiar
creación del hombre y la formación de la primera mujer del primer hombre"11. Sin embargo, los descubrimientos de las
ciencias de la naturaleza y las nuevas corrientes de la exégesis y de la teología bíblica obligaron poco a poco a un re
planteamiento de la cuestión.
En 1950 la encíclica Humani Generis de Pío XII ofrecía orientaciones nuevas y distintas a las hasta entonces
"oficiales". No sólo reconocía que los primeros capítulos del Génesis no son historia ni en sentido clásico ni moderno y
que además posiblemente estaban inspirados en las "narraciones populares",o sea, en los relatos míticos de los pueblos
vecinos a Israel12,sino que en lo referente a la cuestión de la evolución declara que los expertos en ciencias humanas y en
sagrada teología pueden discutir libremente "de la doctrina del evolucionismo, en cuanto busca el origen del cuerpo
humano en una materia viva y preexistente", o sea, la relación de un lazo genético entre el mundo animal y la
corporalidad humana. Pero la encíclica matiza que "las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas
inmediatamente por Dios"13. Esta aceptación del evolucionismo plantea un problema teológico de fondo que es
necesario tratar: la inter-relación entre la acción de Dios y la acción mundana y, más concretamente, la acción humana.
¿Cómo actúa Dios? ¿Cómo entender que todo depende de Dios sin que esto suponga negar o disminuir la capacidad, la
autonomía, la libertad de la criatura?
El evolucionismo explica la formación del mundo y de todos los fenómenos físicos y mentales por un proceso de
desarrollo natural obediente a causas puramente mecánicas y a las leyes que rigen en la naturaleza. Desde que hace
miles de millones de años vinieron a la existencia las primeras partículas elementales, la materia tendría una capacidad
de autoorganización y autoregulación que, de las formas más primitivas se elevaría a formas cada vez más complejas,
siguiendo el principio de Darwin de la selección natural y de la supervivencia de los más aptos. Unamuno se conmovió
ante esta proposición de Spinoza: "cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser" 14. Cierto. Pero
habría que añadir que cada cosa tiende a modificar su modo de ser, en virtud de un permanente dinamismo interno que
va lanzando "hacia adelante" todas las estructuras del cosmos.
La Humaní Generis restringiría esta evolución a la dimensión corporal del hombre. En un estadio de la evolución, el
Creador habría creado un alma para un determinado organismo y habría aparecido el hombre. ¿Cabría concluir que Dios
tiene que ver directa y especialmente con la creación del alma y de los procesos mentales, y que su actuación en la
creación del cuerpo y de los procesos biológicos sería indirecta, a través del impulso primigenio que él dio en un
principio a los primitivos organismos? ¿No ofrecemos además la impresión de que el cuerpo y el alma serían dos seres
independientes unidos "a posteriori", lo que se opondría a la visión bíblica del hombre y a la definición del Concilio de
Vienne15, según la cual el hombre es una unidad substancial y, por tanto, el alma no puede entenderse como separada o
independiente del cuerpo, puesto que es su "forma", lo que significa que el hombre es una unidad anterior a la dualidad
de elementos que lo constituyen?
Por otra parte, ¿el salto evolutivo de los organismos inanimados a los animados no sería tanto o más decisivo que el
salto del género animal al hombre? ¿Y por qué entonces el salto evolutivo por el que aparece el hombre tendría que
explicarse por una intervención especial de Dios distinta y de mayor calidad que la que se da en otros saltos evolutivos?
El pensamiento evolutivo obliga a pensar materia y espíritu como cualidades complementarias e inseparables del mismo
ser, y ello a lo largo de todo el proceso evolutivo. ¿Por qué no aceptar entonces el desarrollo del espíritu humano a partir
del alma animal, desarrollo tan querido por Dios como los otros desarrollos? Juan Pablo II ha escrito que la imagen y
semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes por el hombre y la mujer, como esposos
y padres"16. ¿No podría deducirse de estas palabras que
También los padres tienen que ver en la formación del alma, puesto que "transmiten" la imagen y semejanza con Dios?
El problema que se le plantea al teólogo no es el modo de la evolución (cuestión esa que debe responder la
paleontología), sino el hecho de la evolución y el por qué de la misma. Esto significa preguntar por el modo cómo Dios
interviene no sólo en el origen de la vida, sino también en el desarrollo y mantenimiento de la vida, lo que desde la
perspectiva creyente equivale a plantearse el problema de la relación entre la acción de Dios y la de lo creado. Tal
relación no debe entenderse nunca en términos de oposición o de conflicto: una parte (aunque sea la "mayor") depende
de Dios y otra depende de lo creado. Pues entonces Dios se coloca como un rival de la criatura y lo que le concedemos a
él tenemos que quitárselo a ella. Además, así colocamos la actuación de Dios al nivel de la de los seres creados, y Dios
se convierte en una causa más junto a otra serie de causas.
Ahora bien, la acción de Dios no puede situarse al nivel de las otras causas, pues El es el ser trascendente que hace
posible toda actividad mundana. El es el que lo invade todo, lo trasciende todo, lo sostiene todo y todo lo hace posible.
El es la causa eficiente que sin mezclarse con lo creado17 hace posible todo crecimiento, toda evolución y todo salto de
lo creado. Y lo hace posible no a pesar de o contra lo creado, sino desde dentro de lo creado, a través de y junto con lo
creado, pero trascendiendo lo creado. De tal forma que todo depende de Dios y Dios actúa en todo con la misma
intensidad y presencia: en lo corporal y lo mental, en lo animado y en lo inanimado. Pero también todo depende de la
criatura, no pudiendo haber competencia entre estos dos "todos" puesto que se sitúan en distintos niveles, actuando cada
uno con una causalidad propia.
En esta perspectiva se sitúa Tomás de Aquino cuando se plantea esta dificultad: "si Dios produce el efecto natural en
su totalidad, al agente natural no le queda que producir". Tomás afirma que "no hay inconveniente para que un mismo
efecto sea producido por Dios y por el agente inferior; por ambos inmediatamente, aunque de diferente manera", pues si
del agente inferior procede la actividad inmediata, Dios es quién otorga y mantiene el poder creador de lo creado. Y
añade: "Tampoco es superfluo que pudiendo Dios producir por sí mismo todos los efectos naturales, los produzca
mediante algunas otras causas. Pues ello no es efecto de la insuficiencia del poder divino, sino de la inmensidad de la
bondad de Dios, por la cual quiso comunicar su semejanza a las cosas no sólo para que existieran, sino también para que
fueran causas de otras cosas"18.En la base de la afirmación creyente está el que Dios puede y de hecho actúa en la
historia y en los acontecimientos. Pero para explicar esta convicción no hace falta recurrir a influencias directamente
extra-mundanas o extra-históricas. Tampoco me
parece adecuado preguntarse si Dios actúa "especialmente" en algunos acontecimientos, pues Dios actúa en todas partes
con la misma intensidad, y tan de Dios es el crecimiento de las semillas, la salida del sol o el posible salto evolutivo que
da origen al ser humano. Y no se trata de limitar la actuación de Dios a la causa primera o última de los
acontecimientos, pues Dios está en el origen, en la duración y en el término de todo acontecimiento. Pero no a la manera
de una causa física, sino como la realidad que todo lo determina y por esto no puede ocupar el lugar de una causa física.
Su obrar está siempre condicionado por causas segundas y se efectúa a través de los acontecimientos mundanos, no en
contra de ellos o compitiendo con ellos, pues todo es obra suya.
No se trata, por tanto, de concebir a Dios como una especie de Causa primera que, produciendo una serie de efectos,
pudiera luego desentenderse de su obra; sino como una causa permanente trascendente que, por ser permanente, nunca
se desentiende de su obra, y por ser trascendente es necesariamente incognoscible (científicamente) y empíricamente
inverificable. En este sentido, la presencia de Dios en su creación es silenciosa.
Así cuando Dios infunde el alma en un nuevo ser, no llena una especie de vacío de la procreación humana, sino que
activa y eleva desde el interior la actividad propia de los padres, o en el caso de los primeros hombres, la actividad
propia de la naturaleza. Dios obra como causa trascendente a través de la actividad inmanente de lo natural.
¿Cómo entender entonces la enseñanza de Pío XII sobre el alma como creada directamente por Dios? ¿Qué pretende
salvar esta afirmación? En el marco de nuestra reflexión esto significaría que con el hombre aparece un ser que tiene
una especial dependencia y sobre todo una especial relación con Dios, un ser que se sitúa de forma distinta a los otros
seres con relación a Dios, una "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma"19. Y esto es
verdaderamente una novedad radical, que ningún estadio evolutivo justifica. Esto es un acto gratuito que se sitúa en un
plano distinto al de la biología o al de la evolución de los seres. Un acto así no procede ni puede proceder de la evolu-
ción ni de ningún dato biológico. Trasciende cualquier dato natural y al mismo tiempo determina todo el ser del hombre,
no como un elemento determinable o analizable científicamente, sino otorgando al hombre una dimensión divina.
Esta novedad, que no interfiere el curso de los acontecimientos naturales, debe situarse en lo más íntimo y esencial
del hombre, en aquello que lo constituye como tal, en su "alma", en su capacidad de encuentro y de respuesta a la
llamada del amor. Dios llama a cada uno por su nombre, por puro amor "desde su mismo nacimiento" 20 desde el primer
instante de su existencia. Esto, que no depende de ningún dato científico, hace que el hombre sea "superior al universo
entero" y "toca la verdad más profunda de la realidad"21.
EL PADRE TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA
Tras haber situado la pregunta por la creación como una búsqueda de sentido, y haber reflexionado sobre qué
significado puede tener esta pregunta ante la hipótesis científica de una evolución que se regula a sí misma, hora es ya
de reflexionar sobre el sentido de la fe en un Dios Creador de todo cuanto existe ("el cielo y la tierra") y que, al decir del
Credo, es Padre Todopoderoso.
¿Todopoderoso o Providente?
Es interesante notar que la fórmula "Dios Padre Todopoderoso" no es bíblica. La unión de los dos términos "Padre"
y "todopoderoso" no es anterior al concilio de Nicea (s. IV). Hasta entonces, la expresión patrística más corriente es
"Dios todopoderoso" (hopantokrator theos). Ahora bien, el término pantokratór que en un principio traducía el hebreo
"sébaót" y se refería al "Señor de los ejércitos" (de Israel), teniendo, por tanto, un alcance nacionalista, amplió su
significado para designar al "Dueño del universo", con una resonancia sacral. Todopoderoso, entonces, asociado a la
creación del mundo, se refiere a la relación permanente de Dios con el universo, en el sentido de "sostener en la existen-
cia", más que "gobernar" o "regir". Dios ya no es el "Soberano que domina el universo", sino el "Providente que cuida
de él con solicitud", el "Salvador que le mantiene en la existencia". Comprendida así, la denominación todopoderoso ya
no resulta incompatible ni chocante con la afirmación de que Dios es Padre amoroso22.Importa recuperar este sentido
primitivo de la expresión del símbolo de la fe, pues posteriormente el título de Padre adquiere un sentido eminentemente
trinitario y el término todopoderoso pasa a ser un atributo divino, significando que Dios todo lo puede y que para él
nada es imposible, lo que conduce al surgimiento de la cuestión de cómo puede ser compatible el todo poder de Dios
con el mal y el sufrimiento. Sin embargo, si Dios es providente es posible entender que cuida de nosotros con solicitud,
aunque a veces nos cueste comprender por qué actúa de una determinada manera, como le ocurre a aquel "que sin saber
de medicina viese al médico suministrando agua a un enfermo, a otro vino, según le dictan sus conocimientos médicos;
creería que esto lo hacía al azar, como si no supiese de medicina, cuando tiene serios motivos para hacerlo, tanto si a
uno le da vino, como si a otro le da agua"23.El término todopoderoso resulta más ambiguo que el término providente.
Pues el poder pudiera relacionarse con la arbitrariedad o el capricho, mientras que la providencia se refiere a la
prudencia con la que el buen dirigente ordena todo al fin preestablecido. Dios es un padre providente que todo lo ordena
al bien de aquellos que ama (cf. Rom 8, 38-39), aunque a veces nosotros no podamos comprender cómo se compagina
la afirmación del amor de Dios con la historia que estamos viviendo. La providencia entonces es un poder ordenado y
regulado por un objetivo determinado, en nuestro caso la felicidad y la vida del hombre. De ahí que el poder de Dios,
cristianamente entendido, se manifiesta sobre todo en el perdón y la misericordia: "la manera de demostrar que Dios
tiene el poder supremo es perdonando libremente los pecados... porque perdonando y apiadándose conduce a los
hombres a la participación del bien infinito, que es el máximo efecto del poder divino"24. Tiene poder el que conduce a
los hombres al fin que se ha propuesto. El fin que Dios se propone para el ser humano es la salvación. Perdonando los
pecados consigue ese fin. Luego su poder se manifiesta en el perdón y la misericordia25.Por otra parte, cuando pensamos
en el poder de Dios no debemos dejarnos llevar por la imaginación, como si Dios pudiera solventar todos nuestros
problemas o cómo si no quisiera evitar el mal y el sufrimiento. Ya Tomás de Aquino hacía notar que "al decir que Dios
todo lo puede, lo más correcto es entender que puede todo lo que es posible, y por eso es llamado omnipotente".
Esta es la razón de por qué Dios no puede realizar ni querer lo contradictorio. En este sentido "es más
26
correcto decir: No puede ser hecho, que decir: Dios no puede hacerlo" . Dios no puede hacer un círculo
cuadrado, porque tener la perfección del círculo es no tener la del cuadrado. Por la misma razón Dios no puede evitar el
sufrimiento del hombre, pues éste es consustancial a su finitud. Y el hombre siempre es creatura finita, limitada,
contingente, falible. No es Dios. Una criatura perfecta es una contradicción: ¿cómo podría ser perfecto lo que por
definición es imperfecto? Una cosa contradice a la otra. Dios sólo podría evitar la imperfección y, por tanto el mal,
aniquilando la imperfección. Pero entonces no aparecería el "ser perfecto", sino la nada. La cuestión entonces es: qué es
preferible, ¿el ser limitado o el no ser?. Lo finito no puede tenerlo todo, no puede serlo todo, no puede, en suma, ser
perfecto. Sólo lo absoluto puede coincidir con lo perfecto. La condición inevitable de la finitud es el fallo, el desajuste,
el mal. Se comprende así que el hombre, además de múltiples posibilidades, tiene también sus límites.
El mal, la necesidad de progresar, la lentitud en el caminar, las dificultades de entender, la posibilidad de errar, todos
esto no son "pruebas" que Dios nos envía, o límites queridos por Dios, sino consecuencias inevitables de la estructura de
todo lo creado. Un mundo sin sufrimiento sería un mundo deshumanizado, un mundo de "robots". El mal aparece así
como un "misterio" que coincide con el misterio del ser creado. El cristiano asume su limitación, y la acepta como
buena y querida por Dios, porque su fe le dice que Dios le ha creado por amor y le llama al amor. Su fe le asegura que, a
pesar de todas sus limitaciones, Dios cuida de él con una delicadeza que supera todo lo imaginable, tal como se expresa
la sabiduría de Israel: "te compadeces de todos porque todo lo puedes... Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste
aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y, ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo
se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor
que amas la vida" (Sab 11, 23-26).
El poder de Dios se esclarece a la luz de su paternidad amorosa. Dios muestra su omnipotencia paternal por la
manera como cuida de nuestras necesidades (cf. Mt 6, 32) 27 y conduce todo al bien. El poder de Dios es el poder de su
amor. Esto significa que la omnipotencia divina se identifica con su providencia y, por tanto, no tiene nada de arbitraria:
"en Dios, poder, esencia, voluntad, entendimiento, sabiduría y justicia son lo mismo; por lo tanto, nada puede haber en
el poder divino que no esté en su voluntad justa ni en su entendimiento sabio"28.
Creador del cielo y de la tierra
Dios, Padre todopoderoso, es el Creador del cielo y de la tierra, o sea, de todo lo que existe. Esta afirmación de fe es
una consideración no sobre el mundo, sino sobre Dios y su obrar. Cualquier consideración que podamos hacer sobre el
mundo no pertenece, en principio, al terreno de la fe. Que el mundo actual sea resultado o no de un proceso evolutivo,
que la tierra tenga muchos o pocos millones de años, que el hombre exista desde hace más o menos miles de años, esto
no toca para nada lo que afirma la fe: Dios es el Creador, el origen de todo, el que todo lo mantiene y al que todo
confluye. El mundo, el hombre, los demás seres no se fundamentan en sí mismos. Son dependientes.
Para expresar que Dios está en el origen de Lodo, el libro del Génesis se expresa así: "en el principio creó Dios los
cielos y la tierra" (Gen 1, 1). En el principio, o sea, antes de que nada existiera, cuando no había nada, Dios creó, o sea,
hizo algo nuevo, inédito29. Antes de que Dios interviniera los seres no eran seres. Como no había nada, nada le obligaba
a crear, lo que acentúa la gratuidad y la libertad de esta acción divina. No hubo exigencia alguna que las criaturas
pudieran presentar a su Hacedor. Dios pensó en cada uno de nosotros antes de que existiéramos, "antes de la creación
del mundo (1 Pe 1,20; Jn 17, 24; Ef 3, 4). Hay un amor creador y salvador anterior a toda respuesta humana'.; Puesto
que nada le condicionaba todo lo hizo "según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 5), lo que significa que Dios hizo lo
que le agradaba, lo que le complacía. Cada uno de los seres y, sobre todo, el ser humano, es para Dios una auténtica
"delicia" (cf. Prov. 8,31). Que Dios sea Creador significa que no es un Dios solitario que se complacería en sí mismo de
un modo narcisista, o un Dios incomunicado, olvidadizo de sus criaturas. Por el contrario, es un Dios que invita a
participar de la vida y, por ello, libremente crea una realidad distinta y un ser distinto con capacidad de diálogo, El Dios
que todo lo invade y que nada necesita, no ha querido ocupar sólo el espacio del ser. Permite que algo distinto de él sea,
y que sea consistente, con su propia autonomía; esto que encontrará una expresión dramática y culminante en el Cruz de
Cristo ("las bofetadas que recibió publicaban nuestra libertad")30 comienza ya con la creación del mundo. Dios no es
celoso de su divinidad, al contrario "se despojó de sí mismo" (cf. Flp 2, 7) permitiendo que otros pudieran compartir el
gozo del ser y de la vida.Para designar el acto que hace surgir lo existente el documento sacerdotal de Gen 1 utiliza el
verbo bará'. Este verbo designa una actuación inédita, no condicionada, sin parangón posible con la actividad humana
que se ejerce sobre algo preexistente. Como ya hemos indicado la teología interpretará esta acción de Dios como creatio
ex nihilo! Dios crea sin estar coaccionado por nada, sin ninguna exigencia o necesidad que motive su actuación, sin
materia alguna que le limite. Como no había nada, Dios no tiene que luchar contra las fuerzas de la naturaleza, como así
ocurre en las cosmogonías paganas. La Biblia no dispone del término "nada", pero utiliza un lenguaje concreto y
descriptivo para decir que no había nada en absoluto: "la tierra estaba desierta y vacía" (en hebreo: "tohu" y "bohu")
(Gen 1, 2). Este vacío Dios lo ha destinado para ser habitado, fundamentalmente por un habitante de gran dignidad, el
hombre (cf. Is 45, 18). La creación tiene un destino antropológico como veremos más adelante al tratar particularmente
de la creación del hombre. También dijimos anteriormente que la creación de la nada se presenta como una verdad llena
de promesa y de esperanza, ya que si Dios es capaz de sacar vida de donde no hay, también es capaz, por el mismo
poder, de devolver la vida a los muertos (cf. 2 M 7, 22-23.28; Rm 4, 17).
Importa ahora añadir que bará' se refiere no sólo a la acción de Dios que llama a la existencia a cada una de sus
criaturas, sino también a la continua intervención de Dios en la historia para sostener, alentar, orientar y renovar (Sal
51,12; 102, 19; Is 41, 20; 43, 1; 45, 7; 48, 7). Dios no abandona a la criatura una vez creada. El Padre del cielo se ocupa
de la creación con un cuidado que supera aquello de lo que son capaces los hombres. Hasta el más pequeño detalle le
interesa. Nada es demasiado pequeño para él. Se ocupa de los cabellos de nuestra cabeza, de alimentar a los cuervos, de
vestir la hierba del campo (Lc 12, 7.24-28)." El cuidado de los más pequeños le ocupa prioritariamente (Mt 18, 10).
Crear no es sólo traer algo a la existencia, sino asistir además a su propio desarrollo, llevarlo a más y, sobre todo,
darle cumplimiento creando un cielo nuevo y una tierra nueva (Is 65, 17). La actividad de Dios es siempre creadora:
mantiene a todas las cosas en el ser y, sobre todo al hombre, a pesar de su innata fragilidad (ha surgido de la nada, está
hecho de polvo), y a pesar incluso de su posible revuelta contra su Creador. Alienta, además, a todos los seres hacia
adelante, de modo que la acción creadora de Dios no elimina la creatividad del mundo, sino que la funda. El Creador no
es el rival de su creación, sino su promotor. La acción creadora de Dios, por tanto, no se limita a poner en marcha la
existencia. "La obra de Dios en el mundo continúa sin cesar, tal como atestiguan las palabras de Cristo: Mi Padre sigue
obrando todavía (Jn 5, 17). Obra con la fuera creadora, sosteniendo en la existencia al mundo que ha llamado de la nada
al ser, y obra con la fuerza salvífica en los corazones de los hombres"31. Esta acción permanente se manifiesta con toda
su fuerza cuando renueva al hombre pecador justificándole. Por eso el Nuevo Testamento hablará de nueva creación
para referirse a este acontecimiento verdaderamente inédito por el que Dios perdona los pecados a quién no se lo
merece, destruyendo el poder aniquilador del mal: "Y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene
de las obras. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús" (Ef 2, 10).
Que Dios es el Creador significa, además, que todo existe con la identidad que Dios le ha dado. En el texto de Gen 1
esto se manifiesta por el hecho de que Dios pone nombre a las cosas que crea (Gen 1, 5.7-10). En las culturas semitas el
nombre denotaba el ser íntimo de las cosas; de ahí que dar un nombre es dar una identidad. La palabra de Dios es
creadora y constituye la realidad. Israel hace esta deducción a través de su experiencia religiosa: Yahveh le constituye
como pueblo, o sea, "le crea" cuando "le llama por su nombre" (Is 43, 1; 45, 4). En la línea cosmológica, el
Deuteroisaías se hace eco de la misma expresión: para que existan las estrellas las llama por su nombre (ls 40, 26; cf.
Sal 147 ,4; Am 5, 8; 9, 6; Bar 3, 33-35). De modo que los seres son lo que son y como son, no por causalidad, o porque
no había más remedio, sino porque Dios así los ha querido y porque así como son tienen sentido y agradan a Dios: "y
vio Dios que estaba bien" (Gen 1, Í0). No se trata, en absoluto, de imaginar un Dios que manipula la naturaleza. Esta
tiene su propia autonomía. Pero depende totalmente de Dios en el inicio y en su continuidad, y recibe de Dios su
consistencia32.Finalmente, si todo existe como obra de Dios, no puede situarse a su nivel ni hacerle sombra.
Precisamente Gen 1 efectúa una desmitificación de todo lo que en las culturas circundantes tenía carácter divino: la
luna, el sol, los monstruos marinos, etc. Ahí está la originalidad de la cosmogonía de Israel con respecto a todas las
demás: sólo el Creador es divino, todo lo demás es mundano. Es curioso notar que en Gen 1, 16 ni siquiera se nombran
el Sol y la Luna —shamash y yareah—, que eran nombres divinos en las culturas vecinas a Israel, como si se quisiera
indicar que no se les necesita para que alumbren, pues la luz no depende de ellos, sino únicamente de Dios. También la
naturaleza queda desmitificada respecto a cualquier poder divino. Nada posee que no lo haya recibido. Todo el peso de
la antigüedad, que atribuía a la naturaleza poderes divinos, se torna totalmente inconsistente. El hombre primitivo se
aterroriza ante el poder de la naturaleza, pues no sabe cómo explicárselo, y finaliza deificándola. El Génesis desmonta
toda esta imaginería mitológica, al confesar que únicamente Dios es el autor de la naturaleza, porque la domina
internamente a través del nombre que le impone33. Este mundo desmitificado y liberado de poderes extraños manifiesta,
una vez más, una orientación antropológica, pues redundará en beneficio del hombre que iba a habitarlo. El hombre ya
no tiene nada que temer.Toda la acción creadora de Dios culmina con ia aparición de un ser especial, el hombre. Al
servicio de este ser, Dios pone todo lo creado (Gen 1, 27-30). El poder de Dios sobre el universo es tal, que incluso
puede hacer partícipe al hombre del mismo. La naturaleza, pues, no sólo no está por encima del hombre y por eso el
hombre no tiene que temerla, sino que el ser humano la domina por concesión libérrima de su Creador.
Y resultó el hombre un ser viviente
Como culminación de la obra creadora aparece el ser humano. En el libro del Génesis encontramos un doble relato
para describir esta aparición: el de la llamada fuente P (Gen 1) y otro más antiguo de la llamada fuente J (Gen 2). El
primero es una cosmogonía, y el ser humano sólo aparece al final y como vértice de la obra creadora (Gen 1, 26-27).
Que este ser humano —creado como varón y mujer— es superior al resto de la creación lo manifiesta el hecho de que
toda la creación es puesta a su servicio (Gen 1, 28-30). El hombre no está sujeto a la naturaleza, sino únicamente a Dios.
Pero esta superioridad se manifiesta sobre Lodo al decir que este ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza de
Dios. Ahora dejamos aparcada esta cuestión de la imagen y semejanza, porque trataremos de ella ampliamente en el
capítulo 3o de este libro.El segundo relato es una antropogonía. El hombre aparece desde el principio. Resulta más claro
aún que en Gen 1 que el hombre es quién da sentido a todo lo creado: "no había en la tierra ninguna hierba, ni había
hombre que labrara el suelo. Entonces Yahveh formó al hombre" (Gen 2, 5.7).
También en este relato el hombre es varón y mujer.Mientras que en el primer relato tan sólo se afirma el hecho de la
creación del ser humano, en el segundo —más antiguo, menos sobrio, más mítico— parece que se describe el cómo de
esta creación: "Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el
hombre un ser viviente" (Gen 2, 7).El polvo evoca la fragilidad, el peligro de desaparición; es recordatorio de la
condición mortal y limitada del ser humano (cf. Gen 3, 19). Dios trabaja este polvo, lo modela con una intencionalidad:
que pueda respirar, recibir el aliento de vida. La presencia del aliento y la respiración es signo de vida; su ausencia,
signo de muerte. Dios ha dotado al ser humano con una dimensión receptiva —la nariz— y, al
insuflar su propio aliento, hace posible que la vida pueda comenzar. El hombre entonces puede marchar por sí mismo,
tiene su propia autonomía. Dios en su intimidad es comunicación vital, más aún, es apertura de su comunicación vital.
Así el soplo de Dios, que el hombre comparte porque Dios se lo comunica34, es signo de su
amor. Dios es la madre que da vida dando amor.
El polvo y el aire no son dos elementos separables de la persona. Hay que superar divisiones dualistas. El hombre es
un todo unitario. El mismo hecho de "tomar del polvo del suelo" remite a esa unidad, pues, al decir de Mercedes
Navarro35, no excluye, sino que incluye y evoca el elemento espiritual. "Tomar de" es separar y desprender, es quitar
inmediatez a esa dependencia.
"Y resultó el hombre un ser viviente". El ser humano deja de ser objeto directo de las acciones de Dios, para
convertirse en sujeto de esa vida atribuida mediante la acción de Dios. La autonomía entra como ingrediente de la vida.
Dios la ha puesto en marcha y esta le responde desde sí misma, es decir, desde sus propias capacidades de existencia. El
ser humano es ahora sujeto de su existencia. En adelante esto se convierte en su quehacer fundamental. Para que esta
existencia sea buena deberá ir realizando todo lo que Dios le indique, que es existir como ser viviente36. En esta línea es
posible interpretar el "mandamiento" de Gen 2, 16-17: "de cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás". Lo primero que Dios indica al ser humano es que puede comer. El alimento es
símbolo de la vida. Así lo que Dios le "ordena" al hombre es: ¡Vive! ¡Quiero que vivas!. Pero a continuación le recuerda
que la vida tiene unos límites, y que el traspasarlos no conduce a la abundancia, sino a la muerte. Ya veremos en su
momento cómo respondió el ser humano a esta tarea del vivir.
Varón y mujer los creó
Que el ser humano es varón y mujer en un plano de absoluta igualdad es dato básico en los dos relatos del Génesis y
en cualquier consideración antropológica. Vamos a detenernos ahora en esta dimensión fundamental, sin la que las otras
consideraciones que hagamos en próximos capítulos no tendrían sentido.Refiriéndose a la costilla a partir de la que es
formada la mujer (según Gen 2, 21 -22)37, Tomas de Aquino nota la perfecta igualdad que debe reinar entre el hombre y
la mujer: "la mujer no ha sido formada de los pies del hombre, como una sierva; ni de la cabeza, como una dueña; sino
del costado, como una compañera"38.Más fuertemente indicada aparece la igualdad de la mujer con el varón por el
hecho de que Eva también es creada por una intervención especial de Yahveh: "formó una mujer" (Gen 2, 22). El dato
fundamental es que ambos, el varón y la mujer han sido creados por Yahve, y que ambos son capaces de establecer la
misma comunicación y relación personal con Yahveh. A ambos, Dios les confía la misma misión (Gen 1, 28). Tienen,
además, el mismo hueso y la misma carne (Gen 2, 23), lo que significa, en el lenguaje escriturístico, el parentesco (Jue
9, 2; 2 Sam 5, 1; 19, 13-14). Esta afinidad pone a ambos en pie de igualdad. Ambos se complementan; el uno precisa del
otro para su vida total: la soledad del primer hombre no es remediada con la aparición de ninguno de los animales. Sólo
una criatura igual al hombre resulta ser la solución a la frustración de su soledad (Gen 2, 18 ss). La mujer y el varón
están hechos el uno para el otro; existe entera reciprocidad y no dominación del uno sobre el otro.Algunos detalles del
relato del Génesis muestran lo que podríamos calificar de "liberación de la mujer". De sumo interés resulta Gen 2, 24:
"Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne". Ella es el "lugar" del varón. No
es la mujer, sino el hombre el que abandona su casa y renuncia a lo más querido, a su padre y a su madre, para reunirse
con ella, y esto está en contra de todas las costumbres de la época. Con ella forma una nueva comunidad de derechos y
deberes iguales: "se hacen una sola carne". Ya no hay diferencias, porque comparten la misma vida. No son dos, sino
una sola cosa. En adelante, cada uno sólo podrá vivir para el otro. Cualquier lesión de los derechos de una de las
personas que constituye la nueva vida comunitaria redunda inevitablemente en los de la otra39.Se trata de una
formidable rehabilitación de la mujer que, desgraciadamente no se mantendrá en algunos textos paulinos (ver la
"machista" interpretación que de Gen 2, 21 -23 hacen 1 Co 11, 8 y 1 Tim 2, 13) ni, por supuesto, en la teología posterior
al Nuevo Testament40. En Jesús de Nazaret encontramos una magnífica reinterpretación práctica de la voluntad de Dios
manifestada "en el principio": "al principio no fue así", dice Jesús a los fariseos divorcistas, apoyándose en el texto del
Génesis (Mt 19, 8). Más aún, puestos a hablar de divorcio, dice Jesús, la mujer es sujeto de hecho y de derecho en pié de
igualdad con el varón (Mc 10, 11-12), en contra del derecho judío que solamente concedía el derecho de repudio al
hombre. Pero más allá de sus palabras, es la práctica de Jesús la que resulta liberadora: al rodearse de discípulas que le
seguían realiza algo inaudito para un Maestro de Israel (Lc 8, 1-3), de modo que ha podido escribirse con razón: "la
animadversión, incluso enemistad, de muchos Padres de la Iglesia y más tarde de teólogos, frente a las mujeres, no
refleja la postura de Jesús"41. Cristo hizo por la mujer "algo culturalmente sin precedentes" 42. Frente al panorama
antifeminista de su tiempo, "Jesús puede ser considerado como un feminista por sus palabras y por su actuación" 43.
Volvamos al texto del Génesis. Fijándose en el vocabulario Mercedes Navarro llega a conclusiones interesantes. En
efecto, a partir de Gen 2, 21 encontramos tres términos para designar al ser humano, tres formas de ser humano
diferenciadas en la terminología y que el texto va combinando entre sí según donde va poniendo el acento: haádám (= el
ser humano genérico, indiviso e indiferenciado), la 'issháh y el 'ish. Establecida esta distinción, resulta posible una
nueva exégesis de Gen 2, 22 ss. A partir de un ser viviente, que todavía no tiene conciencia ni del sexo ni del otro, Dios
va a crear la diferenciación. De modo que, tanto el varón como la mujer fueron tomados del ser humano genérico, sin
diferenciación de sexos (haádám): "la mujer no es producto del varón, sino del trabajo de Dios sobre un elemento del
ser humano genérico". Y si en Gen 2, 23 el hombre exclama que la mujer "del varón ha sido tomada", esto "por una
parte alude a Dios, que es el autor, como se deriva de la pasiva, y por otra muestra una interpretación de los datos
anteriores, en que Dios no toma la mujer del varón, sino que toma la costilla del ser humano genérico" 44.Las
consecuencias son importantes, pues de ello resulta que la primera diferenciada es la mujer; ella es la primera realizado-
ra de la semejanza con Dios; gracias a ella el varón accede al conocimiento; y por eso, a ella en Gen 3 (relato de la
caída) se le piden más responsabilidades, porque está más madura, más lograda. Y como quien no quiere la cosa, M.
Navarro advierte lo siguiente a propósito del háadám como lo inclusivo de todo tipo de humano: "Este humano, llamado
así, el adán, es el que sirve de tipología de referencia a Jesucristo en lenguaje paulino cuando lo llama el nuevo Adán.
No se trataría, entonces, del varón, sino de este humano inclusivo que resulta de la tarea creadora y diferenciadora de
Dios en estos dos capítulos del Génesis. Sería por tanto una lamentable equivocación confundir a este adán con una de
sus formas diferenciadas de ser humano porque pondría en peligro la misma significación de la tipología cristológica en
una de sus denominaciones"45.
¿Qué decir sobre esta exégesis? Sin duda la Escritura, bajo el apelativo "hombre" entiende indiscriminadamente
tanto al varón como a la mujer, esto es, a la humanidad. Gen 5, 2 (que no he visto citado en el libro de M. Navarro) es
suficientemente expresivo al respecto: "Los creó varón y hembra... y los llamó Hombre (=Adán)". Otra cosa es que el
mundo, incluida la mujer, se contempla en estos textos a través del prisma masculino. Los textos bíblicos son deudores
de un ambiente cultural e histórico, y éste es misógino. Pero, por suerte para nosotros, estos textos permiten otro tipo de
lecturas, pues en ellos encontramos elementos que chocan con su línea general de pensamiento. En textos eminente-
mente patriarcales encontramos algunos datos que hoy calificaríamos de feministas. Del mismo modo que en San Pablo,
que no otorga demasiada relevancia a la mujer (debido al ambiente en el que se movía) también encontramos textos que
chocan con la línea general de su pensamiento: ya no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Estos
elementos de contraste son los que me permiten a mí, hoy, leer los textos desde otra perspectiva, sin que esto signifique
que sus autores están, ni mucho menos, en la perspectiva histórica y cultural en la que estamos nosotros.Esta "nueva"
lectura es legítima si consideramos que Dios no ha "dado un valor absoluto al condicionamiento histórico de su
mensaje. Este es susceptible de ser interpretado y actualizado, es decir, de ser separado, al menos parcialmente, de su
condicionamiento histórico pasado para ser transplantado al condicionamiento histórico presente"46. Más aún, si
aceptamos que la Escritura es un libro humano y divino al mismo tiempo, debemos aceptar también que el mismo
Espíritu que lo inspiró (condicionado por las capacidades y posibilidades de sus verdaderos autores humanos), sigue
inspirando hoy a la Iglesia y a la lectores que se abren a la acción de este mismo Espíritu, que se manifiesta a través de
estos textos del pasado. La fidelidad hoy al Espíritu pasa, sin duda, por el respeto a los derechos de la persona humana,
en su doble aspecto masculino y femenino. Sólo cuando lo hayamos logrado podremos afirmar que ha culminado la
obra creadora de Dios.
Según la Escritura, la mujer ha sido creada libre, igual que el varón. Hoy nos resulta difícil comprender cómo ha podido
transmitirse, siglo tras siglo de forma reiterada, también en ambientes cristianos, una doctrina en la que se defiende y se
favorece la condición servil de la mujer. Todavía Sto. Tomás considera que "la mujer es algo imperfecto", que "la
misma naturaleza dio al hombre más discernimiento", y que la mujer es la mejor compañera del hombre solamente para
las funciones de procreación, pero que otro hombre es un compañero más adecuado para las otras actividades 47. En
realidad el sexo no tiene sólo que ver con la procreación. El hombre y la mujer son sexuados en todo su ser. Y no hay
diferencia esencial entre lo humano masculino y lo humano femenino. Todas las actividades humanas pueden realizarse
de dos modos, el masculino y el femenino. Hay dos maneras de ser humano, la femenina y la masculina, y ambas tienen
igual valor, ambas se complementan en todo y ambas son capaces de todo lo que puede hacerse en y desde lo
humano.Ante el Creador, el hombre y la mujer gozan de idéntica dignidad, formando la única humanidad. Cuando esta
verdad sea acogida debidamente habrá culminado la obra creadora. Pero para que los derechos y libertades de la persona
sean debidamente reconocidos, falta todavía un largo camino por recorrer, debido a condicionamientos de todo tipo:
económicos, políticos, sociales, ideológicos y también religiosos. La explotación de la sexualidad (trata de blancas,
prostitución infantil) o la manipulación del hombre por el hombre es uno de los mayores insultos al Creador. Por eso, la
cooperación del hombre en la obra creadora de Dios pasa hoy por el logro de una mayor justicia como fruto del amor.
LA DEPENDENCIA COMO PROBLEMA
Hemos dicho y repetido que afirmar que Dios es Creador es reconocer el carácter dependiente de todo lo creado,
incluido el ser humano. Aunque éste ha sido creado autónomo y libre, sigue dependiendo de Dios en todos sus aspectos.
En el próximo capítulo, al tratar del hombre como imagen de Dios, abordaremos la cuestión de la libertad.Ahora
tratamos el problema de la dependencia. Y decimos problema porque la dependencia es algo que en nuestra sociedad se
considera negativamente, por reacción a una falta de autonomía, que en ocasiones tiene duros antecedentes históricos y
sociales. No se soporta la dependencia económica, ideológica, jerárquica, afectiva, y se busca, en cambio todo tipo de
independencia que se confunde a menudo con la autonomía.Pero esta confusión puede resultar fatal. El deseo de
autonomía no sólo es legítimo. Es un derecho natural y condición de mi pleno desarrollo y humanización: yo puedo y
debo disponer de mí mismo. Lo que hay que entender es que yo no puedo disponer de mi mismo sin depender, de un
modo u otro, de los demás.El carácter dependiente del ser humano es un asunto de capital importancia en el emerger
humano y en el proceso de humanización, así como en todas las etapas del crecimiento personal. El ser humano es tal
por vivir en una amplia y compleja red de dependencias visibles e invisibles.Y la autonomía no está reñida con la
aceptación de las dependencias necesarias, humanas y humanizantes.El ser humano es pasivo al comienzo.Es propio del
ser humano tener que contar con otro para ser. Sólo el que cuenta con otro puede caminar hacia sí mismo.El hombre no
puede autofundarse. Pero esto no sólo es verdad en el "inicio", sino que, una vez en la existencia, el psicoanálisis nos
enseña que la estructura y el desarrollo de mi personalidad sólo son posibles gracias a que yo interiorizo unas normas y
pautas de comportamiento, unos modelos culturales y lingüísticos, unas cargas ideológicas, en una palabra, gracias a
que acojo, en un clima de amor, la palabra del padre/madre. Por tanto, en su formación y desarrollo, el yo no aparece
como opuesto al otro. No hay contradicción entre mi personalidad y el otro, entre lo que me hace ser yo y lo que el otro
me hace.
El hombre comienza a existir como sujeto cuando, continuando y superando sus necesidades biológicas, interioriza la
palabra del padre, la palabra que su padre dice sobre él, la palabra que su padre dice de él y la palabra que su padre le
dice a él. Esta palabra permite al hombre tomar conciencia de su propia autonomía, ofreciéndole un principio de
comportamiento, una línea de conducta y la posibilidad de construir su propio porvenir original. La palabra del otro
suscita el sentido, despierta la propia identidad y abre la capacidad de desarrollo. El hombre, pues, es sujeto y se
convierte en sujeto porque es sujeto de la palabra de otro y porque está sujeto a la palabra de otro.
El psicoanálisis nos obliga a rechazar y superar algunas falsas contradicciones entre mi personalidad y el otro. No es
alienante el que sea "yo" por la palabra de otro; al contrario, sin esto no hay ni siquiera sujeto. Por eso, este mecanismo
de identificación con la palabra (del padre/madre) no es un mecanismo enfermizo, sino normal, es el fenómeno
constitutivo de toda personalidad humana. Cada hombre es engendrado por la palabra, a través de un nacimiento —un
re-nacimiento— que lanza al hombre más allá del determinismo biológico inicial, conduciéndole a sobrepasar el
conformismo ciego o los conflictos con la realidad del mundo o de los otros. Y no vale indicar que hay procesos de
identificación que son patológicos, porque incluso este proceso patológico es constitutivo de la personalidad.
Esta palabra creadora y constitutiva del sujeto inaugura el diálogo, pide una respuesta y despierta la responsabilidad.
Es además una palabra liberadora que, por una parte, pide que el "deber ser" se realice espontáneamente y, por otra, con
originalidad propia: el hijo no es educado para convertirse en copia del padre, sino para que viva a su manera como su
padre tiene su manera de vivir. En resumen, el psicoanálisis nos enseña que nuestra personalidad se constituye por la
palabra de otro y que esto sucede para lo mejor y para lo peor.
El hombre moderno parece como si tuviera un deseo irreprimible de ser enteramente independiente. Leibniz
concibió al individuo como un universo cerrado, como una "mónada". Kant consideró que el hombre era incapaz de
alcanzar "la cosa en sí", la realidad independiente del hombre, lo que ha contribuido a reforzar la imagen del individuo
separado, encerrado en su subjetividad. Hoy, cuando nos hemos dado cuenta de los problemas de todo tipo (no sólo
psicológicos, sino incluso físicos) que produce la soledad, y cuando asistimos al auge de dinámicas de grupo y de
búsqueda de calor y afectividad en las sectas, volvemos a descubrir la necesidad de los demás, y el hecho de que la
dependencia pudiera no ser mala. Aunque las dependencias de grupos cerrados lo sean, la dependencia en cuanto tal no
lo es. El yo humano es un proceso sociocultural y su vida interior forma parte y está condicionada por este proceso
cultural. En el hombre, todo, incluida su interioridad, es social, lo que no significa que lo social agote la totalidad del
hombre. Las estructuras más profundas y más secretas de nuestra personalidad son sociales. Desde la primera infancia,
antes de la emergencia de la conciencia, el proceso de socialización ha comenzado.La personalidad humana no es solo
el resultado de un principio biológico, sino también de otro histórico-cultural. La lengua y la cultura con y en las que
nacemos y crecemos, posibilitan nuestro estar en el mundo, conforman nuestro ser, condicionan nuestra personalidad y
nuestra interpretación del mundo. La existencia humana brota en el espacio vital de la convivencia. El hombre es un "ser
con", no sólo porque se construye en sus encuentros, sino porque su vida siempre es a partir de otro ya antes de
cualquier toma de posición libre48.Esto significa que el que mi vida dependa de otro, lejos de ser alienante y opresor,
pudiera ser lo más humanizador y liberador. Así ocurre en el reconocimiento de la dependencia de Dios, pues ésta no se
resuelve en una relación de señor a esclavo, sino en la de padre a hijo (Rm 8, 15.21; Gal 4, 3-7) o en la de amigo a
amigo (Jn 15, 15). Una dependencia así es liberadora porque brota del amor" 49. El amor libera, porque busca lo mejor
para el amado. Existe, pues, una forma de dependencia —la del amor-que no sólo me constituye como persona, sino que
implica una dinámica de liberación. Con más razón, será liberadora la dependencia de ese tú antonomástico que es Dios
para el hombre.No me resisto a terminar estas consideraciones sobre la dependencia sin copiar una muy buena lectura
de la acción creadora y educadora de Dios con respecto al ser humano, entendida en clave de proceso, inspirada en el
capítulo 2 del libro del Génesis. Las páginas son de Mercedes Navarro, a la que pido perdón por la amplitud de la cita.
TEXTO DE MERCEDES NAVARRO:
"El ser humano es pasivo al comienzo. Una pasividad que se indica en el texto (bíblico) por un narrador que no
cuenta ninguna actividad humana, sino que la sitúa del lado de las acciones de Dios. Dios modela al ser humano y este
se deja modelar. Dios le sopla y él se deja soplar. Los resultados los cuentan las palabras del narrador sin que este ser
humano intervenga para nada...
Dios planta un jardín y hace germinar árboles, presumiblemente para esta criatura. Y cuando ya la ha tomado y la ha
colocado allí —y lo dice en dos momentos distintos, cuando aún es todo incipiente (Gen 2, 8) y cuando está asentada ya
la vida (Gen 2, 15)—, entonces le habla.
La pasividad total del ser humano comienza a disminuir. Si Dios le da un doble mandato eso quiere decir que este ser humano ya
los puede escuchar. Otra cosa será cómo los comprende... Le da un mandato de vida y un mandato de limitación de la vida... La
palabra de Dios, en cuanto palabra original y primera, delimita la realidad.
La palabra primordial que invita a vivir y ordena esa vida es una palabra estructurante. Todo ser humano la necesita en sus
inicios...
No es suficiente a un ser humano ver la luz, nacer, porque los primeros contactos pueden ser tan hostiles que haga que se
repliegue y muera. La mediación del maternaje es fundamental para la transmisión de la vida como vida positiva. Los múltiples
ejemplos de patologías psicológicas graves, de la más primera infancia, atestiguan ampliamente esto que decimos.
En esta primera confirmación de la vida están las palabras, pero sobre todo están los gestos, las acciones, el lenguaje no verbal,
que es lo que la criatura percibe en primer término. Esto es lo que Dios ha estado realizando con el ser humano desde que lo formó.
Ese ámbito de vida positiva y gratificante, las expectativas, el tomarlo y el dejarlo, el situarlo en un determinado lugar de con-
fianza básica, rodeado de posibilidades de vida accesible, dan un mensaje eminentemente positivo al ser humano acerca de la vida...
Lo que interesa ahora es subrayar que Dios le dirige una palabra al ser humano capaz de escuchar, es decir, con un código lin-
güístico necesario para entenderle y la capacidad para discriminar a grosso modo entre vida y no vida...
La doble orden divina tiene matices a los que merece la pena atender. Se trata de una frase compleja que se refiere positivamente a
la vida. La frase primera es afirmativa: "De todos los árboles del jardín comerás ciertamente". El infinitivo absoluto enfatiza y
refuerza al término de la afirmación. Comer, metáfora del vivir, es una orden afirmativa. El ser humano recibe el mandato de vivir.
Dios le da acceso a esa vida, le pone las condiciones adecuadas y tiene una palabra que le afirma básicamente en esa vida.Lo
explícito del mandato indica que esta palabra es necesaria en los inicios de la vida, porque es estructurante. El mensaje positivo del
lenguaje no verbal es ahora explícitamente verbal.Es el mensaje que está debajo de todas las palabras positivas, de amor, afirmativas
de la vida, que cualquier ser humano que llega a este mundo necesita recibir. El ser humano, antes de tener palabra que decir, debe
tenerla dentro como recurso para decir. La palabra humana se estructura a partir de la palabra recibida.Dios reafirma al ser humano
en la vida con este mandato afirmativo.Pero este no tiene solo.Está restringido por el principio de realidad. Y es que la vida en
afirmativo debe estar sobre el fondo de su propia limitación radical para poder ser estructurada como posible. El mandato positivo
de vivir, la afirmación radical, sin su opuesta en el horizonte, crea la irrealidad y deja al deseo tan desamparado que la vida se hace
inviable.El deseo anega toda limitación y ahoga la vida posible en aras de la vida irreal: es el drama de la sobre protección. Los
límites son los cauces de la viabilidad, paradójicamente. Ciertamente que sin lo afirmativo, sin el contenido básico, la limitación no
tiene sentido o lo tiene negativamente y se vuelve destructivo. La realidad viene de la dialéctica adecuada entre ambas cosas,
gratificación y limitación de la gratificación.La vida en absoluto no es viable. No es creíble. La vida posible es la vida limitada, la
que se recorta sobre ese fondo que, en último término, es la muerte. La negación de la vida es la no vida, la nada. La muerte es otra
cosa50.
SER DE DIOS Y SER UNO MISMO
Al hablar del hombre en términos de creación queremos expresar que el hombre, en lo más profundo, recibe toda su existencia
del Dios creador. Dado que toda la existencia está fundada en Dios y sustentada por él, podemos decir que el hombre es "primero"
de Dios y, sólo en virtud de ello, es él mismo. Así, el hombre es un regalo para el propio hombre, pues todo cuanto tiene lo ha
recibido de Dios: "¿qué tienes que no lo hayas recibido?" (1 Co 4, 7). De modo que todo lo que el hombre tiene es realmente suyo,
pero en cuanto recibido de Dios. Por esta razón, la persona humana no puede contraponerse a Dios en lo que toca a su fundamento.
Según esto la diferencia entre Dios v el hombre no está en Dios, sino en el hombre, en el hecho de que el hombre no posee el ser y
la vida por sí mismo; en otras palabras, la diferencia entre Dios y el hombre está en la finitud del hombre.
Si la dependencia de Dios es constitutiva del ser hombre, no puede haber contradicción entre ser de Dios y ser uno mismo.
Por "ser de Dios" el hombre es él mismo. El mundo y el hombre son de "sí mismos" porque al mismo tiempo (y
previamente) son de Dios. Ambas "cosas" no son sino una sola realidad, aunque esta realidad puede enfocarse desde el
punto de vista "profano" o desde el "religioso". E. Schillcbeeckx se ha explicado al respecto con la necesaria claridad:
"Los dos 'aspectos' —ser uno mismo y ser de Dios— no son 'aspectos' parciales, sino totales de una única realidad, de
forma que lo uno no añade nada nuevo a lo que ya es lo otro. Por eso no podemos hablar aquí de 'dos componentes' ni
tampoco de 'dos naturalezas': 'persona humana' y 'ser de Dios'. Pero no se puede negar una tensión, una dialéctica de
carácter 'aspectual'. Es posible contemplar las cosas, incluido el hombre, en sí mismas, es decir, en lo que tienen de
realidad secular, sin considerar su constitutivo 'ser de Dios'; pero precisamente en esa su singularidad y autonomía (en sí
accesibles) son para el lenguaje de la fe (que confiesa su constitutiva dependencia de Dios) 'de Dios y por Dios'51. "Ser
uno mismo" y "ser de Dios" (ser por tanto reflejo y manifestación de Dios), no son dos partes o dos componentes
adicionables, sino una única realidad contemplada desde dos aspectos distintos (¡pero nunca contradictorios!).Cada uno
de estos dos aspectos posee su propio lenguaje. Es posible hablar del mundo y del hombre desde la fe, entendiéndolos
como creación, como teniendo un origen último y bueno, así como un sentido positivo y salvífico. Es posible también
hablar del mundo y del hombre como naturaleza, contemplados únicamente desde sí mismos y en función de sí mismos.
Este lenguaje se expresa entonces desde muchos puntos de vista: psicológico, sociológico, histórico, físico, técnico, etc.
La radicalización del lenguaje y aspecto profano puede oscurecer el otro aspecto —ser de Dios— de esta única realidad
que es la criatura. El hombre queda entonces reducido a la pequeñez y miseria de sus dimensiones humanas: "jactándose
de sabios se volvieron estúpidos" (Rm 1, 22). Algo de eso insinuaba el Vaticano II cuando afirmaba: "la civilización
actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del
hombre a Dios"52. La manera de estar apegado a la tierra puede dificultar entender el mundo como transparencia de
Dios. Cuando esto ocurre oponemos dos realidades diferentes, pero inseparables: Dios y el hombre.Para el hombre
moderno el mundo ya no es un misterio que apunta más allá de sí mismo, sino en todo caso un problema por resolver.
Este hombre observa la realidad en función de su utilidad inmediata. La naturaleza ha perdido su encanto y su relación
con ella está caracterizada por la búsqueda sistemática de productividad. Para el hombre moderno la naturaleza ya no es
un reflejo de Dios, sino una reserva de fuerzas productivas, de las que disponen los hombres y que los hombres
valorizan por medio de un trabajo intenso y eficaz. Encuentra, así, dificultades para vivir la realidad como
esencialmente cargada de sentido y de finalidad. La percepción de la realidad como objeto de manipulación técnica no
es el ambiente adecuado para que pueda surgir la pregunta por el Trascendente.Para resolver los enigmas que plantea la
naturaleza, el hombre de hoy confía en la ciencia físico-matemática basada en la comprobación empírica y en la
demostración lógico-deductiva. El mundo para este hombre es reducible a enunciados científicos y todo enunciado no
científico es considerado sin sentido. La ciencia no admite explicaciones fundadas en causas ocultas, con lo que el
mundo está cada vez más desencantado. La consecuencia es que Dios ya no es necesario para explicar o legitimar los
hechos mundanos. Por tanto, los hechos son simplemente "mundanos" y no es posible ver en ellos nada más allá de lo
puramente comprobable con métodos positivos.Por el contrario, para el lenguaje de la fe, en todo lo creado hay algo, en
su realidad más profunda, que remite más allá de sí mismo, remite al Creador: "lo invisible de Dios se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras" (Rm 1, 20; cf Sab 13, 1-9). Basándose en estos textos, pudo afirmar el Vaticano I:
"Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo
de las cosas creadas"53. Más aún, Dios se hace presente en la criatura y la sostiene desde dentro sin dejar de ser el Dios
Trascendente distinto del mundo. De este modo, en la criatura es posible encontrar a Dios, sin que la criatura se
confunda con Dios. El Dios infinito se hace presente en una realidad finita, no sólo sin destruirla, sino preservándola
para garantizar el necesario soporte de su presencia y manifestación. La mediación de lo creado introduce entonces la
inmediatez de la presencia divina: "cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis"
(Mt 25, 40). "A mí me lo hicisteis", o sea, yo estaba allí. De ahí que esta mediación remite como desde dentro al
Creador, produciéndose entonces como una especie de "tensión" en todo lo creado, pues lo creado remite a algo más allá
de sí mismo.Para el creyente, que confiesa a Dios como Creador, toda criatura es una referencia constitutiva a Dios.
Ahora bien, independientemente de esta referencia, cabe reflexionar sobre la persona humana y ver que el hombre sólo
llega a ser realmente persona cuando se entrega a los demás en un mundo que él tiene que humanizar. Este "ser para los
otros", el caer en la cuenta de que yo puedo ser para los otros una carga o una bendición, rompe con la mirada posesiva,
utilitarista y egoísta, y me obliga a considerar al otro en función de sí mismo y no de lo útil que me pueda ser a mí. Se
hace entonces verdad que "el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a
los demás"54. Resulta entonces posible comprender que el ser para los otros y el ser uno mismo no son realidades
contradictorias, sino la misma y única realidad. Abrimos así un camino para entender que ser de Dios y para Dios, y ser
uno mismo, es también la misma realidad.
DIOS CREA POR LA PALABRA
La huella cristológica de todo lo creado
El símbolo niceno-constantinopolitano no sólo profesa la fe en Dios Creador, sino también en su Hijo Jesucristo
"por quién todo fue hecho". Esta afirmación encuentra un fuerte apoyo bíblico y patrístico.El Antiguo Testamento
conoce el tema de la Sabiduría que existía en Dios antes del mundo y por la que todo fue creado: "cuando asentó los
cielos, allí estaba yo. Yo estaba allí como arquitecto" (Pr 8, 27.30; cf. 8, 22). "Dios de los Padres, Señor de la
misericordia, que hiciste el universo con tu palabra, y con tu Sabiduría formaste al hombre... Contigo está la Sabiduría
que conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo" (Sab9, 1-2.9; cf. 8, 1).Pero es sobre todo en el
Nuevo Testamento donde se afirma claramente que Dios crea por medio de su Palabra. Así comienza el cuarto
evangelio: "En el principio existía la Palabra... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1,
1.3; cf. Jn 1, 10). Este comienzo recuerda e interpreta el inicio del libro del Génesis: "En el principio creo Dios los
cielos y la tierra" (Gen 1, 1). "En el principio", en el momento en que el universo comenzó a existir, la Palabra de Dios
existía y manifestaba un poder creador universal: "nada se hizo sin ella". Otro texto importante es Col 1, 15-20: por
medio de Cristo fueron creadas todas las cosas y todo se mantiene gracias a él. También Heb 1, 2-3 se refiere a la
creación y sustentación de todo el universo por medio del Hijo. Igualmente en 1 Co 8, 6 se profesa la fe en el Señor
Jesucristo "por quién son todas las cosas y por el cual somos nosotros".Va desde el principio, la tradición cristiana ha
reconocido a Cristo en la Sabiduría del Antiguo Testamento y ha atribuido la creación al Hijo, o mejor, al Padre por
medio del Hijo, tal como se indica en el Nuevo Testamento. En el Discurso a Diogneto (de autor anónimo del siglo II)
se lee que el Dios invisible envió a la tierra su Verdad y su Palabra, es decir, "Aquel por quién creó los cielos, por quién
encerró el mar en sus propias lindes..., de cuya mano recibió el sol las medidas que ha de guardar en sus carreras el
día"55. "Nuestra doctrina —escribe Atenágoras— admite a un solo Dios, Hacedor de todo este mundo..., creador de
todas las cosas por medio del Verbo que el El viene"56. Ireneo dice: "Nosotros nos atenemos al canon de la verdad, a
saber, que hay un solo Dios todopoderoso quien por su Palabra creó todas las cosas, y las dispuso, haciéndolas de la
nada"57. Por su parte Teófilo de Antioquía escribe: "Al Verbo tuvo Dios por ministro de su creación y por su medio hizo
todas las cosas"58. En San Atanasio leemos: "El creador y embellecedor del mundo no es otro que el Verbo de Dios...
Aquel que por su Verbo eterno lo hizo todo y dio el ser a las cosas creadas. Ninguna de las cosas que existen o son
hechas empezó a ser sino en él y por él, como nos enseña el evangelista teólogo"59.De este papel de Cristo en la creación
se hace eco nuestra liturgia actual, en el himno de Laudes del lunes de la cuarta semana: "Crece la luz bajo tu hermosa
mano, Padre celeste, y suben los hombres matutinos al encuentro de Cristo Primogénito. El hizo amanecer en tu
presencia y enalteció la aurora cuando no estaba el hombre sobre el mundo para poder cantarla. El es principio y fin del
universo, y el tiempo, en su caída, se acoge al que es la fuerza de las cosas y en él rejuvenece. El es la luz profunda, el
soplo vivo que hace posible el mundo...". También el himno de Laudes del martes de la cuarta semana afirma de Cristo:
"El es la piedra viva donde se asienta el mundo, la imagen que lo ordena, su impulso más profundo hacia la nueva cre-
ación". En el tercer prefacio común de la Misa, la Iglesia da gracias al Padre, "porque ha querido ser, por medio de su
amado Hijo, no sólo el creador del género humano, sino también el autor generoso de la nueva creación".Mediador
universal de la creación, Cristo revela también el destino de todo lo creado, el impulso más profundo de todo lo creado
hacia la nueva creación. Dicho en términos personales: Cristo mismo es la meta de lo creado (cf. Ef 1, 10). Por esta
razón, todos los textos del Nuevo Testamento que hemos citado (Jn 1; Col 1, 15-20; Heb 1, 2-3; I Co 8, 6) notan la
relación indisoluble que hay entre la acción creadora de Jesucristo y su acción salvadora. No es sólo que toda la
creación lleva un sello cristológico. Es que además esta huella o marca cristológica es la base y el fundamento del
destino salvífico de todo lo creado.
Sentido y meta cristológica de todo lo creado
La función de Cristo en la creación es mucho más que honorífica. Manifiesta que la creación tiene sentido y que su
destino es la salvación. La creación es a un tiempo condición de posibilidad y primer momento de la actuación salvífica
de Dios en la historia. Esto se manifiesta ya en el Antiguo Testamento por el hecho de que la creación es un suceso
verbal, o sea, dialógico, relacional; la creación se produce por medio de la palabra: "dijo Dios" (Gen 1,
3.6.9.14.20.24.26). "Por la palabra de Yahveh fueron hechos los cielos" (Sal 33, 6).
La creación por la palabra manifiesta la libertad de Dios frente a todo lo creado. Pero no se trata de una libertad
arbitraria o caótica, pues la palabra pone orden en el caos y la confusión original (Gen 1, 2), haciendo posible que cada
cual pueda hallar su lugar adecuado. El obispo San Atanasio, en uno de sus sermones, explica que por el Verbo el
universo se constituye en un todo armonioso60. Y Juan Pablo II escribe; "Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se
presenta como cosmos, es decir, como universo ordenado"61. La palabra expresa la lógica de la creación, ofrece un
sentido a las cosas. De ahí que una de las posibilidades que el Fausto de Goethe baraja para traducir al alemán las
palabras iniciales del Evangelio de Juan, en arche en ho Logas, sea: "Im Anfang war der Sinn", en el principio era el
sentido62. En efecto, el término Logos puede significar palabra, pero también sentido, y además razón, estructura o
propósito. La palabra está en el principio de todo lo creado para ofrecer a lo creado una meta, una razón de ser, un
sentido. El mundo no va a la deriva, porque tiene un logos, una razón. Una creación llevada a cabo por Dios Padre a
través de su Hijo eterno, el Logos, no puede ser algo arbitrario o fortuito, algo debido al azar o sin motivo; tiene que
tener un fin, una meta. En Jesús, como Logos, encontramos la clave de la estructura de lo real, la aclaración del enigma
del ser. La Palabra de Dios no sólo hace posible el mundo, sino que además convierte el mundo en inteligible:
Jesucristo, en cuanto Palabra de Dios, revela al mundo la voluntad de Dios sobre el cosmos.La creación por la palabra
manifiesta también el carácter dialógico que recibe la relación creador-criatura. La criatura es respuesta a una
interpelación, y no mero efecto de una causa impersonal. Lo creado es provocado, efecto de una previa llamada. La
creación aparece así como el comienzo de un diálogo, como la primera página de la Alianza que Dios quiere hacer con
el hombre. Por este motivo, la creación culmina en el ser humano, interlocutor nato de Dios, el único capaz de captar
palabras y responderlas. Ahí está la diferencia fundamental entre la humanidad y las demás criaturas: el hombre es
logikos, capaz de hablar. De esta forma refleja mejor que ninguna otra creatura la presencia del Logos creador. No en
vano, como veremos en el próximo capítulo, ha sido creado como imagen y semejanza de Dios.
La lógica del cosmos, y sobre todo, la lógica del ser humano es Dios. Esto es lo que significa la creación por la
Palabra. Ahora es el momento de notar que los textos del Nuevo Testamento que afirman el papel de Cristo en la
creación, unen siempre el papel salvífico de Cristo al creador: en la Palabra, por la que todo se hizo, "estaba la vida y la
vida era la luz de los hombres" (Jn 1, 4). Esta Palabra vino a este mundo, en el mundo estaba, vino a su casa, se hizo
carne y puso su Morada entre nosotros (Jn 1, 9-11.14). Vino a este mundo para darnos la vida que estaba en ella. De ella
brota toda vida. Pero hay más: todo el que la acoge tiene por ella vida eterna (Jn 3, 15-16), la vida del Eterno, la misma
vida de Dios. En esta misma línea se sitúa Col 1, 15-20: no es sólo que todo haya sido creado por medio de Cristo, es
que además todo ha sido creado para él; él es el destino, el .sentido final del mundo, el que lo lleva todo a plenitud. La
creación no está todavía terminada, está llamada a una consumación definitiva. Por esta razón, dice Col 1, 18, Cristo es
el Primogénito de entre los muertos, el comienzo de un orden nuevo, el orden de los que vencen a la muerte.
Podemos, pues, concluir que Jesús es el sentido del universo. Todo parte de el, todo tiene en él su consistencia y
todo camina hacia él. El es "el Alfa y la Omega" (Ap 1, 8), el inicio y la meta de todo. El seguimiento de Cristo, por
tanto, lejos de ser la oposición a lo humano o su anulación, es el encuentro con lo humano, con la razón y el sentido
profundo de lo creado: "el que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de
hombre"63 Lo cristiano, aún con el escándalo y la incomprensión que pueda provocar (cf. 1 Co 1, 18 ss.), es la plenitud
de lo humano y la revelación de la verdad más profunda acerca del ser humano.
Creación y salvación, santidad y humanización, si bien no son exactamente lo mismo, no pueden separarse. No hay
salvación sin creación, ni santidad que no sea crecimiento en humanidad. No pueden contraponerse tampoco Creador y
criatura, puesto que Dios ordena a sí todo lo creado. El hombre, incluida su corporalidad 64, y el mundo han sido creados
con una orientación: la salvación. La razón última de por qué la creación y la salvación se ordenan la una a la otra es
porque Dios crea y salva por medio de Cristo. La salvación, que por medio de Cristo se nos ofrece, no es más que la
plenitud definitiva de un mundo que desde el principio fue hecho con su mediación y hacia el camina.
PRESENCIA DEL ESPÍRITU EN LO CREADO
El Símbolo no sólo profesa la fe en el Padre Creador y en el Hijo por quién todo fue hecho, sino también en el
Espíritu Santo vivificador: "El Espíritu es el que da vida" (Jn 6, 63). El Espíritu es quién inaugura y culmina la creación:
aletea sobre las aguas de la primera creación (Gen 1, 2), aparece en el preludio de la nueva creación (Mt 3, 16) y lleva a
cabo la definitiva creación, dando vida a nuestros cuerpos mortales (Rm 8, 11).
La intervención del Espíritu en la creación quiere decir que si el mundo y el hombre son "lo otro" distinto de Dios,
el Creador no se limita a adoptar una posición trascendente frente a su creación, sino que entra en ella y la sostiene
desde dentro, siendo al mismo tiempo trascendente a ella. Inmanencia del Trascendente: esto es el Espíritu Santo, "pues
el Espíritu es Dios a la vez en su diferencia absoluta y en su comunicación a lo más íntimo del hombre"65. Hablando del
Espíritu Santo, escribe Juan Pablo II: "Dios uno y trino en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo,
especialmente el mundo visible; y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está pre-
sente en él, y en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre:
Dios está en lo íntimo de su ser, como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la
cual San Agustín decía: es más íntimo que mí intimidad. Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús
dirigió a la Samaritana: 'Dios es espíritu'. Solamente el Espíritu puede ser 'más íntimo que mi intimidad' tanto en el ser
como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer
inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia"66. Por medio de su Espíritu, el Dios trascendente se hace per-
manentemente presente en lo creado. Del mismo modo que el Espíritu habita en la nueva criatura (tal como veremos en
el cap. 6°), también es morada de Dios en la creación. Dios no sólo interviene en el origen del ser y de la vida, sino que
está presente en todo lo que es y vive, y gracias a esta presencia las cosas se mantienen en el ser. Como fundamento
bíblico de esta verdad podemos aducir estos tres textos:
"Escondes tu rostro y se anonadan,
les retiras su soplo y expiran
y a su polvo retornan.
Envías tu soplo y son creados,
y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104, 29-30).
"Amas a todos los seres y nada lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y, ¿cómo habría permanecido algo si no
hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Más tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor
que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas" (Sab 11, 24-12, 1).
"Si él retirara a sí su espíritu,
si hacia sí recogiera su soplo,
a una expiraría toda carne,
el hombre al polvo volvería" (Jb 34, 14-15).
También nuestra liturgia se hace eco de esta presencia de Dios que acompaña, sustenta y perfecciona siempre su obra:
"De mañana te busco, hecho de luz concreta, de espacio puro y tierra amanecida.
De mañana le encuentro, Vigor, Origen, Meta de los sonoros ríos de la vida.
El árbol toma cuerpo, y el agua melodía:
tus manos son recientes en la rosa;
se espesa la abundancia del mundo a mediodía,
y estás de corazón en cada cosa.
No hay brisa, si no alientas, monte, si no estás dentro,
ni soledad en que no te hagas fuerte.
Todo es presencia y gracia. Vivir es este encuentro"67.
La presencia de Dios en el mundo, que llegará a su culmen en la Encarnación, comienza ya en la creación y se
manifiesta, en cierto modo, en todo lo creado. El Dios cristiano no es solamente el Otro que está frente a nosotros, el
Otro distinto, sino también el que está dentro de nosotros, en nosotros y con nosotros. Dios, sin mezclarse con lo creado
ni reducirse a lo creado, sostiene desde dentro lo creado y allí se hace presente. Es la presencia del Trascendente. Dios
nos trasciende, pero esta trascendencia se nos muestra en el interior del mundo y de la historia. Trascendencia no es
simplemente lo que está más allá de la inmanencia, sino lo que da sentido a la inmanencia desde el interior de ésta, pero
sin reducirse a ella. Por eso, en todas las cosas es posible percibir como un alo de misterio, la presencia de "lo divino".
En el interior de lo creado hay algo que remite más allá de lo creado. "En la misma entraña de la historia se hace
presente y activo el dueño de la vida que no se reduce a esa historia, pero que la promueve y la perfecciona desde
dentro. Al verdadero Dios no se le alcanza saliendo de la historia, sino saliendo de nuestra concentración egoísta y
abriéndonos contemplativamente a la verdad profunda o misterio de la creación"68.Esta presencia hay que calificarla de
sacramental. Esto significa que hay una distancia entre Dios y el mundo, pero esa distancia y diferencia no es la del
signo que señala fuera de sí, sino la del símbolo que remite al interior de sí mismo. Esta distinción entre signo y símbolo
es básica para captar lo que es un sacramento, que hay que encuadrar en la categoría de este signo especial que es el
símbolo. El signo es mediador de una verdad a la que no está vinculada, pudiendo ser entonces algo arbitrario. El sím-
bolo expresa otra realidad o significación más profunda, pero que —esto es de gran importancia— está inscrita y unida
intrínsecamente a ella; con el símbolo no se va del significante a la cosa externa, sino de un sentido inmanente a otro
sentido que está igualmente presente en la inmanencia. O sea, el signo sacramental no remite a algo diferente de sí
mismo, sino que introduce en un conjunto del que él mismo forma parte. No hay que ir más allá de la mediación para
encontrar la realidad a la que apunta la mediación. En la misma mediación (en el signo-símbolo) se encuentra la realidad
a la que apunta. Eso es justamente un sacramento. Y en este sentido decimos que lo creado es sacramento de Dios: en lo
que aparece se manifiesta siempre y a la vez lo que no aparece, pero que es profundamente real. Claro está: para percibir
esta presencia sacramental es necesaria una cierta calidad de la mirada. Es posible "viendo no ver, y oyendo no oir ni
entender" (Mt 13, 13). Esto explica por qué no todos la pueden captar.El Espíritu está en lo más profundo de lo creado,
"en todo", penetrándolo todo (Ef 4, 6). Evocando a un poeta pagano, Pablo celebra está presencia dinámica: "En Dios
vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28). Dios se nos hace creativamente presente en el medio que somos
nosotros mismos, en el prójimo, el mundo y la historia. El Creador está permanente y directamente presente en lo finito,
pues lo creado a quién pone límites es al mundo, no a Dios69. Sólo así puede entenderse que el Rey del juicio
escatológico diga a los que han cuidado de su prójimo; "a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40), y no: "me sentía satisfecho".
O sea: él estaba allí y allí se le podía encontrar, en el sacramento del hermano. Del mismo modo, él está presente en
todo lo creado y se le puede encontrar en el sacramento de la creación.Esta presencia del Espíritu en lo creado hace
posible un encuentro con Dios en el interior de nuestra historia, "con lo que nuestro acercamiento a Dios no puede ser
nunca alejamiento de la realidad, sino la inmersión más intensa, sincera y profunda en esa realidad que nos toca vivir...
Nuestra vida será espiritual en la media en que nos sumerjamos en la realidad para acoger allí al Señor en el encuentro
con el hermano. Nuestra vida será negación de lo espiritual en la media en que nos alejemos de esa vocación nuestra"70.
¡Cuántas veces hemos pensado que nuestro encuentro con Dios debía situarse al margen de la vida! La realidad es
transparencia de Dios, no oposición a El. De la calidad de nuestra mirada (de nuestra fe, confianza y amor) depende que
captemos o no aquello que se nos transparenta.Aún podemos concluir algo más sobre esta presencia del Espíritu en lo
creado, pues si el mismo Espíritu de Dios está presente en todas las criaturas, esto significa que todo lo creado es
interdependiente. El universo no está compuesto de átomos incomunicables, sino que es un sistema en comunión y todo
está llamado a cooperar. El Espíritu de Dios es como el viento (Gen 1, 2, Jn 3, 8), como el aire necesario para la vida
que todas las cosas comparten: las bestias, los árboles, el hombre. Cualquier criatura forma parte de un todo armonioso
y todas las creaturas están en mutua dependencia. No existe la vida solitaria. La vida siempre es relación. Así, todo lo
que hiere a la tierra, herirá también a los hijos de la tierra. Por esta razón, es importante prestar atención al problema
ecológico, que nos invita a establecer una nueva relación de compañerismo entre los seres humanos y el resto de la
naturaleza, relación vital para el mismo hombre.Hagamos, finalmente, una última consideración, sugerida por el hecho
de que el Espíritu impulsa a todo lo creado hacia adelante. Gracias al Espíritu, toda la creación gime, anhelando una
consumación todavía no lograda (cf. Rm 8, 22). Todo lo creado busca alcanzar un estadio superior. Busca, en suma, su
futuro en Dios, pues el Espíritu impulsa a una transformación que va asemejando cada vez más a Dios (cf. 2 Co 3, 18),
hasta que Dios sea todo en todas las cosas. De modo que esta presencia íntima de Dios en las cosas, por medio de su
Espíritu, nos permite completar la perspectiva salvífica de la creación que ya se manifestaba en la creación por la
Palabra71. El Espíritu nos empuja, desde dentro, a alcanzar nuestra meta, que es Cristo, por el cual tenemos acceso al
Padre.
EL ORIGEN COMO OBRA TRINITARIA
La intervención de Cristo —Palabra de Dios— en la obra creadora, juntamente con la intervención del Espíritu que
completa la estructura trinitaria de la creación, nos obliga a plantearnos una pregunta. Precisamente la perspectiva
trinitaria marca la diferencia entre la fe cristiana en la creación y otras religiones monoteístas. De ahí la cuestión: ¿crea
un Dios que es Trinidad o crea en cuanto Trinidad? Formulado de otro modo: ¿Dios deja una impronta divina en la
creación o una impronta trinitaria? Las reflexiones anteriores nos hacen adivinar que la respuesta debe ir en la línea de
la segunda alternativa.En efecto, si aceptáramos la primera alternativa, bastaría sustituir la palabra "Dios" por la palabra
"Trinidad" en todas las reflexiones precedentes. Sin duda, la tradición teológica ha mantenido la unicidad de la
operación divina, de suerte que todas las obras ad extra son comunes a las tres divinas personas. Recordemos la bella
imagen de San Ireneo de las dos manos de Dios, su Palabra y su Espíritu, que aplica a la creación en general y la for-
mación del hombre a imagen de Dios72. También Sto. Tomás, al tratar de los efectos atribuidos al Espíritu Santo con
relación a lo creado, afirma; "Siendo el poder del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo el mismo, como idéntica es su
esencia, necesariamente todo lo que Dios realiza en nosotros ha de proceder simultáneamente, como de su causa
eficiente, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"73.Esto no impide que ciertas obras se atribuyan con preferencia más
a una persona que a otra. Se atribuyan no de modo puramente verbal, sino porque cada persona proyecta algo de su
propiedad en lo creado, deja allí su impronta personal, aunque las tres actúen al unísono74. El mismo Sto. Tomás afirma:
"Las personas divinas en cuanto a la creación de las cosas tienen una causalidad según el modo de su procedencia" 75.
Así justifica la necesidad de la revelación trinitaria "para entender correctamente el sentido de lo creado. Pues al decir
que Dios todo lo hizo con su Palabra, se excluye aquel error que sostiene que Dios todo lo produjo por necesidad de la
naturaleza. Y al poner en El la procesión del amor, se manifiesta que Dios no produjo las criaturas movido por la
necesidad ni por alguna otra causa extrínseca, sino por el amor de su bondad" 76. La huella cristológica —del Otro de
Dios— pone orden en lo creado, al impedir la confusión entre Dios y el mundo, y sostiene al mismo tiempo la
diferencia entre Dios y el mundo (el mundo no es una emanación necesaria de Dios). La huella pneumatológica -—del
Tercero que une—, manteniendo la diferencia entre Dios y el mundo, acerca íntimamente a Dios al mundo gracias al
amor77.La única naturaleza divina, único principio del mundo, actúa tal como realmente existe en sí misma, es decir,
diferenciada. Todas las cosas proceden del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo 78. Del Padre, como Origen sin
principio: la creación depende de la pura iniciativa divina, no está condicionada por nada ni por nadie, se debe a un acto
purísimo de amor libre y gratuito. Por el Hijo, el Otro amado del Amante eterno, que recibe el amor en una reciprocidad
de amor sin fisura: la creación ha sido hecha a imagen de esta pura receptividad y está destinada a la receptividad del
amor, a dejarse llenar por el Otro, a la salvación en definitiva. En el Espíritu Santo, que une al Amante y al Amado, que
es Comunión de uno y otro, y es también el éxtasis divino, aquel en quién el Dios Trinitario se abre y une a la criatura:
en la creación Dios se vincula íntimamente a la criatura sin confundirse con ella, de modo que la inmanencia más
profunda de Dios respeta su perfecta trascendencia, vinculación que se da en un proceso de libertad y respeto a la
criatura79'.En suma, cada persona divina deja su impronta personal en lo creado, y principalmente en el ser humano: la
impronta de la gratuidad, la de la receptividad, la de la comunión en la libertad.
EL MUNDO, DON PARA EL HOMBRE
El hombre, administrador de la tierra
Ya hemos tenido ocasión de aludir al destino antropológico de la creación: el mundo ha sido creado para el hombre.
Esto tiene una contrapartida: el hombre debe acoger el mundo como un don. Acoger un don supone valorarlo, respetarlo
y cuidarlo.Según el Génesis, Dios encomienda al ser humano el dominio de la creación (Gen 1, 26), la multiplicación, la
población de la tierra y el sometimiento de la naturaleza (Gen 1, 28). Ahora bien, esta relación del hombre con la tierra
no debe entenderse como un dominio despótico y arbitrario, como si la revelación avalara la ideología del progreso sin
fin, la destrucción del medio ambiente y la explotación indiscriminada de la tierra. Por esta razón, el término "mandar"
de Gen 1, 26 y 1, 28, está ligado al hecho de que el hombre es imagen de Dios. No se trata de un dominio dilapidador,
sino de un dominio pacífico que permita la subsistencia del hombre: las hierbas y los árboles "para vosotros será
alimento" (Gen 1, 29); lo mismo los animales: "todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento: todo os lo doy,
lo mismo que os di la hierba verde" (Gen 9, 3).En el libro de la Sabiduría (9, 1-3) encontramos una reinterpretación
autorizada de Gen 1, 28: "Dios de los Padres, Señor de la misericordia, que hiciste el universo con tu palabra, y con tu
Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, administrase el mundo con santidad y
justicia y juzgase con rectitud de espíritu". El dominio del hombre es como el de un administrador. Administrar es
conservar y promover la integridad de lo creado, en obediencia a Dios, que continúa siendo el único propietario de la
creación: "De Yahveh es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan" (Sal 24, 1). Debe administrar,
además, con santidad, o sea, con el cuidado y delicadeza que pone Dios mismo, el único santo; el hombre se convierte
así en el lado visible del amor, colaborador en la creación divina. Finalmente, debe administrar con justicia, o sea,
respetando el orden, autonomía y belleza de las cosas. Administrar con justicia significa también repartir los bienes para
todos de forma solidaria y equitativa, y conservarlos para las futuras generaciones.Gen 2,15 ("tomó Yahveh Dios al
hombre y le dejó en el jardín de Edén para que lo labrase y cuidase") deja aún más claro que el hombre es sólo
administrador del mundo de Dios y no propietario. Dios colocó al hombre en el jardín para que lo labrase y cuidase. El
dominio del hombre es semejante al de un jardinero. No puede convertirse en un arrendador déspota que maltrata la
tierra, sino en un hijo fiel que la mima80. Dios nos hace don de una tierra que debemos cultivar y guardar. Ella es
nuestro pan, nuestro cobijo y un horizonte sin límite de belleza y bondad para el hombre. Respetada, equilibra y
despliega la vida. Maltratada, se degrada y nos degrada.
Consecuencias sociales
Las consecuencias sociales de este planteamiento son evidentes. En esta línea se mueve el Concilio Vaticano II:
"Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes
creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad... Jamás
debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas
exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le
aprovechen a él solamente, sino también a los demás"81. Si Dios es el único propietario, la tierra solo puede ser un don,
de lo que se deduce el destino universal de los bienes, y esto tiene consecuencias serias para la propiedad privada: "los
bienes de este mundo están originariamente destinados a todos. El derecho a la propiedad privada es válido y necesario,
pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava una hipoteca social"82.Esta doctrina de que la tierra y
los bienes que contiene están destinados al uso de todos los hombres y de todos los pueblos, la expone Tomás de
Aquino en un artículo de su Suma ", cuando se pregunta: ¿es lícito robar en caso de necesidad?. La respuesta: en caso de
urgente necesidad no hay robo cuando uno toma lo que a otro pertenece, pues en este caso se han franqueado los límites
del derecho de propiedad. O sea, no hay derecho de propiedad allí donde hay urgente necesidad. Y en este lugar declara
que lo superfluo de los ricos debe, no en virtud de la caridad, sino del derecho natural, servir al sostenimiento de los
pobres.En Dt 26, 1-11 encontramos una clara explicitación de las consecuencias sociales que implica la consideración
de la tierra como don recibido: "Cuando llegues a la tierra que Yahveh tu Dios te da en herencia". Y precisamente
porque es un don, he aquí lo que Israel va a hacer: "tomarás las primicias de todos los productos del suelo que coseches
en la tierra que Yahveh tu Dios te da... Los depositarás ante Yahveh tu Dios y te postrarás ante Yahveh tu Dios. Luego
te regocijarás por todos los bienes que Yahveh tu Dios le haya dado a ti y a tu casa". Y no sólo a ti, sino también "al
levita y al forastero que viven en medio de ti". Lo que se ventila aquí, en la ficción de un decreto que nos retrotrae al
tiempo de la ley primitiva mientras que nos encontramos (dado que Israel entró hace ya mucho tiempo en posesión de su
tierra) en el de la segunda ley (deuteronomio), es que esta tierra está siempre por conquistar, o más bien, por recibir.
Esta tierra, toda tierra, es un don permanente de Dios ("yo declaro hoy": v. 3), que hace posible la obtención de los
frutos del suelo y que además hay que compartir con los que no poseen, tanto si son de los míos (plano interno; el
levita), como si no lo son (plano externo: el extranjero). El acto simbólico de desposeimiento, expresión del don
recibido, exige ser verificado (hecho verdad) en el acto ético de compartir con los no poseedores. Israel debe ser para el
prójimo, lo mismo que Dios es para Israel. La tierra no es un "logro" del hombre, y esto es lo que Israel debe siempre
recordar. La posesión de la tierra sin referencia a Dios y al prójimo, convertiría a Israel en tierra de paganos84.
Consecuencias ecológicas
De la consideración de la tierra como don se deducen también consecuencias ecológicas. El jardín está para ser
"cuidado" (Gen 2, 15). Tiene además unos límites que hay que respetar si queremos vivir de un modo digno del hombre
y, en último término, si queremos sobrevivir. El uso indiscriminado de los recursos sin tener en cuenta los límites del
planeta es comparable a un organismo que consume más rápidamente de lo que produce para su subsistencia: no tiene
posibilidad de sobrevivir. Ahora bien, por esta misma razón debemos prestar atención al peligro de una cultura
antitecnológica o antiindustrial. Pues el hombre no es capaz de vivir en un mundo puramente natural. Para sobrevivir, el
hombre debe crearse un ambiente adecuado a su modo de ser, dado que no posee el refinado instinto y la fuerza de los
animales. Se requiere, pues, una transformación racional de la naturaleza, en la línea del proyecto primitivo de Dios: el
hombre debe elaborar los productos de la tierra, adaptándolos a sus necesidades (cf. Gen 1, 29; 9, 3), y la tierra debe
servir de cobijo para el hombre.Entendida así, "la técnica es indudablemente una aliada del hombre"85. Pues gracias a la
técnica y al esfuerzo humano se dan en la naturaleza posibilidades nuevas que de otro modo nunca se hubieran
alcanzado. Y estas posibilidades nuevas de la naturaleza se convierten a su vez en posibilidades nuevas para el hombre,
para su libertad. Surge entonces un "meta cosmos" que libera al hombre de los límites propios del mundo animal y le
abre a nuevas posibilidades. De este modo el hombre se experimenta como trascendiendo la naturaleza y también como
"creador", como colaborador en la obra de la creación.El metacosmos proporciona al hombre una morada más adecuada
que el cosmos natural. Por ello, la técnica de por sí no es deshumanizadora, puesto que puede contribuir a mejorar la
vida humana; entonces es expresión de humanización y condición para que el hombre pueda realizarse plenamente. El
hombre puede y, en ocasiones, debe modificar la situación de la naturaleza, pero sin olvidar que sigue dependiendo
esencialmente de ella, como se observa cuando se destruyen las condiciones necesarias para la vida. El objetivo
humano, por tanto, es emancipar al hombre de la naturaleza sin destruir la propia base ecológica 86.
En conclusión: la tierra es la morada del hombre, una prolongación de su cuerpo; es el pan de cada día; es también
belleza y bondad para el corazón humano. Y todo eso, como don recibido, no para dominar, sino para cultivar, cuidar y,
¿por qué no?, amar. Por eso hay que cambiar el concepto de crecimiento económico ilimitado (entre otras cosas porque
los recursos no son ilimitados, mientras que las necesidades son inmensas) y utilizar de modo razonable los recursos
existentes, evaluando las tecnologías por su viabilidad, adaptación al entorno natural y capacidad de satisfacer las
necesidades primarias y básicas de la humanidad. La técnica como tal no es mala. Puede serlo cuando no conoce
ninguna prioridad ética, o se usa exclusivamente al servicio de la sociedad de consumo y no en provecho del hombre.
Los problemas ecológicos pueden tratarse como excusas para no ocuparse de las cuestiones políticas fundamentales,
pero pueden expresar las grandes opciones que comprometen hoy en día el porvenir del hombre. Desde este punto de
vista, la crisis ecológica tiene un carácter moral y, en no menor medida, es una crisis en la visión última del mundo y del
hombre. ¿Cuál es nuestra concepción del hombre? La cultura que ha conducido a la crisis ecológica y a la desaparición
de preciosas especies animales y vegetales, procede de una concepción del mundo en donde la ciencia y la técnica se
han convertido en los valores más representativos e incluso más determinantes 87. Sin embargo, cada vez es más claro
que el consumo no da la felicidad. La verdadera calidad humana no está en el poder o el acumular, sino en la gratuidad,
la contemplación, el compartir, el comulgar y, en último término, en mirar el mundo como un don que sólo a Dios
pertenece y a El hay que devolver como una hermosa ofrenda. Del correcto cuidado del don depende la propia vida del
hombre. Pero no sólo la tierra es un don y no sólo con la tierra hay que comulgar. El hombre mismo es un don y como
don tiene que verse, y su comunión más importante es con el dador de toda vida, incluida la suya propia. El mundo y el
hombre han sido creados por Dios. También para Dios. No es la humanidad, sino Dios quién es el principio, el centro y
la culminación de toda la creación: "Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, Aquel que es, que era y que va a
venir, el Todopoderoso" (Ap 1,8). Con esto nos introducimos en el último punto de este ya largo capítulo.
EL HOMBRE CREADO PARA ENCONTRAR EN DIOS LA FELICIDAD
Gloria de Dios y felicidad del hombre. ¿Para qué ha sido creado el hombre? La doctrina clásica respondía que el hombre
ha sido creado para dar gloria a Dios. Ahora bien, esta expresión no hay que entenderla de forma que suponga una
humillación para la criatura y, por tanto, una concepción inadecuada de Dios como ser egoísta. Pues Dios no necesita
del hombre. Es lo contrario lo que es verdad, tal como proclama uno de los prefacios de nuestra liturgia eucarística:
Dios no necesita de nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones le enriquecen; más bien El inspira nuestra acción de
gracias para que nos sirva de salvación.
El Catecismo de la Iglesia Católica (en sus nn. 293 y 294) nos recuerda que Dios no crea para aumentar su gloria,
sino para manifestarla y comunicarla. Dicho de otro modo: Dios crea para beneficiar a otros con su gloria. Ahora bien,
¿en qué consiste la gloria de Dios? En la comunicación de la bondad divina, responde el citado Catecismo. Por tanto,
Dios es glorificado cuando las criaturas participan de su bondad. Como esto es lo mejor que les puede ocurrir a las
criaturas, podemos concluir que la gloria de Dios coincide con el auténtico bien de lo creado y, principalmente, del ser
humano. En esta línea se encuentra un texto del Concilio Vaticano II, en el que parece que se identifica la gloria de Dios
y la felicidad del hombre: "Dios Padre, ... creándonos libremente por un acto de su excesiva y misericordiosa
benignidad y llamándonos, además, graciosamente a participar con El en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad,
y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en
todas las cosas (1 Co 15, 28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad" 88. Dios nos crea para que podamos
participar de su vida y de su bondad, estando en esta participación la gloria de Dios y la felicidad del hombre. "Dios no
busca su gloria para El, sino para nosotros", decía Tomás de Aquino89. Y esta gloria de Dios, como decía San Ireneo, es
que el hombre viva, aunque también añadía: la vida del hombre es el encuentro con Dios 90. Dios es glorificado cuando
el hombre es feliz, pero el hombre no puede encontrar la felicidad fuera de Dios. De ahí que si "ser glorificado equivale
a ser clarificado”91, resulta que Dios es glorificado cuando al hombre se le clarifica quién es Dios, a saber: un Padre
bueno, que quiere siempre el bien de sus hijos, y que todo lo hace en vistas a este bien. Al clarificársenos quién es Dios,
nos clarificamos también nosotros mismos. Por esta razón, cuando no cumplimos la voluntad de Dios, entrando en una
dinámica de pecado y, en consecuencia, nos hacemos daño a nosotros mismos y a los demás, entonces se oscurece
quiénes somos nosotros, a saber, hermanos, y la razón de por qué somos hermanos, a saber, porque somos hijos de Dios;
nos olvidamos, por tanto, del Padre que nos une, y Dios deja de ser glorificado, pues el pecado nos priva de la gloria de
Dios (Rm 3, 23), ya que Dios nos da su gloria para que vivamos su propia vida, para que seamos como él (Jn 17, 22), el
eternamente feliz y dichoso porque todo su ser es Amor.
El sábado de la creación:Que el hombre ha sido creado para Dios, y que en Dios encuentra su descanso y su felicidad
se concluye del hecho de que el hombre fue creado "el día sexto": cuando todo estaba ya hecho, cuando ya no había
nada qué hacer, entonces, el día sexto, aparece el hombre en función del séptimo día, que es el día del descanso de Dios,
el día que Dios santifica (Gen 2, 2-3; Ex 20, 11). Recién venido al ser, el hombre se encuentra no con el agobio del
trabajo, sino con el gozo del descanso, con la posibilidad de entrar en el sábado, en el descanso de Dios, en el ámbito de
la celebración festiva de su relación con Dios. Puesto que este día carece de límite (como indica la ausencia de la
fórmula conclusiva que se incluye al final de los días anteriores: "y atardeció y amaneció"), se está insinuando que un
encuentro así pudiera ser para siempre, en él ya no se necesita nada más, es suficiente para colmar toda una vida.Antes
que para hacer, el hombre ha sido creado para ser. El sábado ha de cesar todo trabajo, para que se comprenda que la vida
no procede del esfuerzo humano, sino que es don de Dios, para ser vivida cara a El y para El. Así se entiende la orden
de Yahveh a Moisés: "No dejéis de guardar mis sábados; porque el sábado es una señal entre yo y vosotros, de
generación en generación, para que sepáis que yo, Yahveh, soy el que os santifico... Los israelitas guardarán el sábado
celebrándolo de generación en generación como alianza perpetua. Será entre yo y los israelitas una señal perpetua; pues
en seis días hizo Yahveh los cielos y la tierra, y el día séptimo descansó y tomó respiro" (Ex 31, 13.16-17; cf. Ez20, 12).
El sábado es un signo de la alianza, de que Yahveh ha creado al hombre para sí, para que pueda descansar en El,
para que le reconozca como su Dios, encontrando en ello su verdad y su felicidad. Pues este es el sentido profundo de la
alianza: "Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo". El hombre ha sido creado para Dios y sólo en Dios
encuentra la vida. Esto es lo que recuerda el descanso sabático: "que yo soy Yahveh, vuestro Dios" (Ez 20, 20).
Posteriormente se añadirá un nuevo matiz al sentido del sábado: será también el día en que se recuerda que Yahveh
liberó a su pueblo de la esclavilud de Egipto (Dt 5, 15); día, pues, en el que se recordará la Pascua, el paso de Yahveh en
favor de su pueblo, librándolo de la servidumbre, con mano fuerte y brazo estendido. Pero también aquí el sentido del
sábado es que el hombre ha sido creado para la vida, una vida libre y plena, sin ataduras ni cadenas que le impidan vivir.
Esta relación del sábado con la liberación de la esclavitud de Egipto le imprime un doble carácter: es un día de
alegría, y un día en que los siervos y los esclavos extranjeros, pero también "tu buey, tu asno y tus bestias", se ven
liberados de su penoso trabajo (Dt 5, 14). Todos los hombres sin excepción y toda la creación deben participar del
sábado, pues todos han sido hechos para Dios. El descanso sabático de todos y para todos apunta al año sabático, en el
que se suprime toda esclavitud, se restablecen las relaciones de los hombres entre sí y de los hombres con la naturaleza,
recobrando todo la armonía primitiva, el descanso y la paz que Dios quiere y prepara para todos (Lv 25, 1 -7; Ex 21, 2;
23, 10-11; Dt 15, 1-18; Jr 34, 13-14; ls 61, 1-3). Lo mismo ocurre con el año jubilar (Lv 25, 8-17).El descanso sabático,
en suma, apunta a la bendición definitiva de Dios para todo y para todos, tal como interpreta la carta a los Hebreos (3, 7-
4, 11): el descanso de Dios al que se refiere el día séptimo es la tierra prometida. Adán por su desobediencia, y por
extensión Israel, no pudo entrar en el descanso de Dios (Sal 95, 1 1). Ahora bien, la desobediencia de Israel no ha hecho
vanas las promesas de Dios: "permanece aún en vigor la promesa de entrar en su descanso" (Heb 4, 1). Con Cristo se
reafirma la promesa y se desvela definitivamente su contenido: la tierra prometida, donde el hombre halla el verdadero
descanso, es el seno del Padre: "es claro que queda un descanso sabático para el pueblo de Dios. Pues quien entra en su
descanso, también él descansa de sus trabajos, al igual que Dios de los suyos. Esforcémonos, pues, por entrar en ese
descanso" (Heb 4, 9-11; cf, Ap 14, 13)92.Al comienzo de su ministerio, Jesús parece anunciar un sábado eterno y
definitivo, que empieza a cumplirse con él. En efecto, tras citar el texto de Is 61, 1-2 que habla del año de gracia del
Señor, el año sabático en el que los cautivos eran liberados, Jesús dice: "Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha
cumplido hoy" (Le 4, 21). El anuncio del Reino de Dios por parte de Jesús es el descanso del hombre (Mt 11, 28-29).
Desde esta perspectiva se entiende mejor la libertad de Jesús frente al sábado (Me 2, 27-28). Jesús no pretende
quebrantar la santificación de la fiesta; sino realizar una acción en beneficio de un necesitado, y al hacer el bien anticipa
el Reino de Dios como el Descanso definitivo". El precepto del sábado, como el mandamiento del año sabático y del
año jubilar, apuntan a esa libertad en la que todo estará liberado para el gozo del hombre.
Nueva creación y plenitud del sábado
El domingo "realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del
hombre en Dios"94. Por esta razón, los cristianos celebran la eucaristía dominical en la espera "del domingo sin ocaso en el que la
humanidad entera entrará en el descanso de Dios" 95. El domingo inaugura en el tiempo el descanso gozoso de los bienes
eternos.Para los cristianos, la nueva y definitiva creación tuvo lugar con la resurrección de Cristo, pues la nueva creación es el
mundo de la resurrección de los muertos. Ellos interpretaron lo sucedido en Israel en función del acontecimiento de Cristo, incluido
el sentido del sábado. Así, Pablo escribe a los colosenses (2, 16-17) que las fiestas antiguas y los sábados eran "sombra de lo venide-
ro; pero la realidad es el cuerpo de Cristo". Sombra de lo venidero, o sea, prefiguración de las realidades del Nuevo Testamento,
pues Cristo resucitado es la realidad escatológica esencial, el germen del Universo nuevo. Y puesto que los evangelistas precisan
con todo detalle que tanto la resurrección de Cristo como las apariciones tuvieron lugar "el primer día de la semana" (Mt 28, 1; Me
16, 2; Le 24, 1.13-35; Jn 20, 1.19.26), o sea, el domingo, se comprende que con toda naturalidad la primera comunidad trasladara al
domingo el sentido del sábado: "los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando
ya el sábado, sino considerando el domingo como el principio de su vida, pues en ese día amaneció también nuestra vida gracias al
Señor y a su muerte"96.El sábado, para Israel, era una memoria de la creación: "Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra... y
el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado" (Ex 20, 11). Para los cristianos, el domingo es
también memoria de la creación: "en cuanto es el 'primer día', el día de la Resurrección de Cristo recuerda la primera creación. En
cuanto es el 'octavo día', que sigue al sábado (el Me 16, i; Mt 28, 1). significa la nueva creación inaugurada con la resurrección de
Cristo"97.
CONCLUSIÓN: CREACIÓN Y SENTIDO:El tema de la creación se suscita en el creyente como respuesta a la pregunta por el sentido de
la vida: queremos saber de dónde venimos y quiénes somos, para iluminar el interrogante fundamental de la vida, el de saber a
dónde vamos y qué va a ser de nosotros. La fe responde diciendo que procedemos de un Dios bueno que con su poder hace surgir y
sostiene todas las cosas. Puesto que estamos en tan buenas manos podemos vivir confiadamente, seguros de que, a pesar de todos
los pesares, la razón última de nuestra vida es el amor, y la meta de la vida es el gozo y la felicidad.Este Dios nos ha creado por su
Palabra: la palabra pone orden en las cosas y les muestra dónde está su lugar, ofreciéndoles una razón de ser, un sentido. La palabra
nos permite entender el para qué de la creación. Se convierte así en la lógica de la creación, en nuestro caso, una lógica de salvación.
De un Dios Padre bueno, sólo puede salir lo bueno. Dios, además, se hace presente por su Espíritu en todo lo creado. Las cosas, una
vez aparecidas en la existencia, no quedan abandonadas a su propio funcionamiento, sino que siguen sustentadas y acompañadas por
Dios que, por su Espíritu, las empuja hacia su meta.El Hombre, como varón y mujer, en un plano de absoluta igualdad, es la
culminación de la creación. Todo ha sido creado en función del hombre y a su servicio; creado, pues, para que el hombre pueda
vivir. El hombre, por su parte, debe cuidar lo que se le ha encomendado con delicadeza y justicia. La creación del hombre el sexto
día manifiesta, una vez más, el sentido profundo de esta criatura: su meta, su gozo, su felicidad es el encuentro con Dios. De ahí que
el hecho de que este hombre en todo su ser dependa de Dios no resulta, en este caso, alienante, como no lo es ninguna dependencia
amorosa. Se trata de una dependencia constitutiva del hombre y, además, liberadora, pues el hombre es constituido como un ser
autónomo, que puede disponer de sí mismo. Esta dimensión del hombre como ser libre aparecerá más clara en nuestro próximo
capítulo.
BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL
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2. MIÜIJRI. [>H UN.IMU.NO, Obras Completas, Escélicer, Madrid, 1966. t. I, 1253.
3. MIGLIRT. DH UNAMUNO, Obras Completas, Escélicer. Madrid. 1966, t. VII, 129.
4. Cf. S. VrKGLS, Dios v el hombre. La Creación, BAC, Madrid, 1980,218.
5. Catecismo de la Iglesia Católica, n" 297.
6. SAN AMBROSIO, Tratado sobre los misterios, n. 51: Sources Chrétiennes 25 bis, 186.
7. Interesa lo que al respecto dice TOMÁS mi AOUINO, Suma de Teología, I, 46, 2.
8. IV Concilio de Letrán (DS 800); Concilio Vaticano I (DS 3002; 3025); Catecismo de la Iglesia Católica, n" 296.
9. J. MOLTMANN, Dios en la creación, Sígneme, Salamanca, 1987, 89.
10. "Consistente en una visión fimd amen tal ista y literal de la Biblia, el creacionismo profesa la creencia de la fabricación del mundo en seis días y parle cíe estos
cinco presupuestos que considera indiscutibles: 1) Todas las cosas fueron aleadas de un modo repentino. 2) Desde un comienzo, las diversas especies son
Permanentes, no cambian ni evolucionan. 3) F.l hombre tiene antepasados estrictamente humanos, distintos de los monos. 4) Los cambios geológicos no se explican
Pot transformación o evolución, sino mediante catástrofes del tipo como el diluvio, que afectarían, según ellos, a la humanidad entera en tiempos de Noc. 5) La crea-
ción del mundo es reciente y su origen se remonta a no más de diez o veinticinco mil años" {Xosf. CHAO RETO, Creación, en Diez, palabras clave en Religión,
Verbo L>ivino, Estrila, 1992, 89).
11. DS 3513 v 3514.
12. DS389S
13. DS3896
14. O. c. en nota 3. t. VII, 112.
15, DS, 902
16. Mulieris Digsiüatem, ó
17. Cf. TOMÁS DE AQUI\"O. Suma contra los Gentiles, [II. 68
18. Suma coníru los Gentiles, III, 70
19. Gaudium et Spes, 24
20. Gaudium el Spes, 19
21. Gaudium el Spes, 14
22. Cf. ALICR DERMILNCE, La question de Dieu el ¡a representarían de Dieu: un 'zjipour la íhéohgiejeministe, cu Bulletin E.T., 1994, 46; A. DE HALLEUX, Dieu le
Pere >ou-pu¡ssanl, en Revue Théohgique de Lotivahí, 1977, 401-422.
23. TOMAS T>E AQUINO, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 1. Hay una'"aducción al castellano de este opúsculo de Santo Tomás, bajo el título de Credo,
l n la
' wüt. Edibesa, Madrid, 1994.
24. TOMÁS I>E AOUTNO, Suma de Teología, I, 25, 3. ad 3.
25. Así se expresa la oración colecta del domingo 26 del tiempo ordinario.
26. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 1, 25, 3.
27. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n" 270.
28. TOMÁS T>H AOUIMO, Suma de Teología, I, 25, 5, ad 1.
29. Gen 2, 1 añade a la expresión "creó los cielos y la tierra", la siguiente: "y todo cuanto dios contienen". Así recalca que lodo cuanto existe depende única y
exclusivamente de Dios.
30. TEODOÍÍJ-TO LIE CIRO, PG 75. 1467
31. JUAN PABLO II, Laboran exereens, n. 25.
32. "Una presencia de Dios en la naturaleza que supusiera la supresión de] valor de la misma, redundaría en detrimento de su trascendencia
divina, lo mismo que una naturaleza cerrada a la acción necesaria de Dios sería el ocaso de aquélla. 1.a salvaguarda de estos dos extremos sitúa al
Dios del Génesis en su debido lugar en la creación de la naturaleza. La bondad, pues, que resplandece en la naturaleza es don del Hacedor" (S.
VERGÜS, O. C. en nota 4, p. 251).
33. Cf. S. VIÍKÜLS, o. c. en nota 4. 250-253.
34. En esta participación ladica ya la scmejan7.a del hombre con Dios.
35. M. NAVARRO, Barra y Áltenlo, Paulinas, Madrid, 1993, 301.
36. Cf. M. NAVARRO. Barro y Aliento, Paulinas, Madrid, 1993, 299-315.
37. Versículo que a veces lia sido interpretado de forma lesiva para la mujer, criando en realidad hasta podría significar que la mujer tiene una más alta, cuna que
<■'! varón: mientras la cuna (= origen) de éste es la (ierra, la de ella es el varón. Con lodo, tener en cuenta lo que enseguida turemos sobre la triple terminología de
Génesis para designar al ser humano.
38. Super Primean Epistolam S. Puuii Apostoli ad Corintlúos, capul VII, lectio I.
39 Cf. S. VLRGIÍS, O. C. en nota 4, 261-263.
40. Ver, al respecto, los datos que aporta S. FUSTER, ; Un Dios varón ? Sobra la maternidad divina, en Escritos del Vedat, 1987, 95-98; Anulaciones al estudio del
"sacerdocio de la mujer", en Escritos del Vedat, 1979, 194-197. Para ser justos con Pablo hay que i ecordar que también el, en un contexto cultural no feminista,
anunció la abolición de la_s diferencias entre hombre y mujer (Gal 3. 28).
41. H. KLXG, 20 tesis sobre ser cristiano. Cristiandad, Madrid, 1977, 82
42. R. HAUGHTOM, ¿Un dios con caracteres masculinos?, en Conciiium, 1980, 79.
43. L.Borr, El rostro materno de Dios, Paulinas, Madrid, 1981, 82; cí también K. GITÍELUNI, Feminismo v Teología, en Iglesia Viva, 1986, 70.
44. O.c. en nota 35, 136.
45. O. c. en nota 35, 138.
46. PONTIFICA COMISIÓN BÍBLICA, La interpreíacióti ¡le la Biblia en la Iglesia, edición del Arzobispado de Valencia, 1993, 101.
47. Suma de Teología, I, 92, 1, solución, ad 1 yací 2. Para ser justos con Tomás hay que situarlo en su contexlo histórico-cullural. En Tomás de Aquino las expre-
siones citadas representan un progreso con relación a la herencia recibida (de Aristóteles y San Agustín). Así, cuando dice que la mujer es algo imperfecto, osla
imperfección se refiere al generador (al macho generador), que ha frustrado la intencionalidad de su acto generador, pues según la biología de entonces "la potencia
activa que reside en el semen del varón tiende a producir algo semejante a sí mismo en el género masculino" (Suma de Teología, I, 92, ad 1). La deficiencia no tiene
porque atribuirse al producto o resultado de la generación, de la misma forma que si un manzano produjeia una naranja entre sus manzanas, no habría que calificar a
esta naranja de manzana imperfecta. Sería, eso sí, una manzana fi-usirada. Por lo que se refiere al mayor- discernimiento del hombre, importa notar la corrección de
Tomás a su maestro Agustín, del que ha aprendido esto que nosotros hoy consideramos inaceptable: mientras Agustín clama que la razón más débil debe ser-"r a la
más fuerte, Tomás de Aquino dice que. la razón más tuerte debe ponerse al servicio de la más débil (Suma de Teología, 1, 92, ad 2). Sobre estas cuestiones puede
consultarse a MARTIN BLAIS, L'atitre Tilomas d'Aquin, Boreal, Québec, 1991, 124-138.
48. Esta dimensión social del ser humano nos ayudará, en su momento, para comprender la realidad del pecado original y también para explicar la
gracia
49. Igualmente, la dependencia que supone el seguimiento de Cristo es también liberadora, pues en ella uno "se perfecciona cada vez más en su
propia dignidad de hombre" (íiaudium el Spes, 41), pues se trata de seguir al buen Pastor, que conoce a los suyos (o sea, les ama profundamente) y
se juega la vida por ellos, en contraste con el mercenario, que se aprovecha de quienes le siguen y les aborrega, creando todo tipo de dependencias
afectivas, psicológicas, económicas, etc. (cf Jn '0, 15). Por eso, cuando Jesús invita al seguimiento índica previamente que allí está a perfección de
lo humano, la plenitud lograda del hombre: "si quieres ser perfecto si quieres entrar en esta nueva economía del Reino en donde el hombre
encuentra su más plena realización—, ven y sigúeme" (Mi 19, 21). En el segui-míel|to de Cristo, "la vida y la muerte se santifican y adquieren
nuevo sentido" {'-raudiuin el Spes, 22). La vida y la muerte participan de una dimensión divina y así adquieren nuevo sentido; ya se puede vivir sin
miedo a la vida y sin miedo a la tnuerte, pueslo que con Cristo vamos seguros hacia la vida: "yo sé bien en quién tongo puesta mi te, y estoy
convencido de que es poderoso" (2 Tim 1, 12).
50. O. c. en ñola 35, 333-336.
51. H. SCTTTT.I.EBEECKX, Jesús, la historia de un viviente, Cris lian dad, Madrid, 1981, 592.
52. Catidium ct Spes, 19.
53. DS, 3004. Sobre el conocimiento nalural de Dios. ver: Martín GEI.ARF.RT, IJI 'evitación, acontecimiento con sentida, ediciones S. Pío X, Madrid, 1995, pp 94-96.
54. Gandía m ct Spes, 24.
55. VII, 2. Ttoio en D. Ruz Bi.fcNO, Padres Apostólicas, BAC, Madrid, 1950. 852.
56. Légaña, 4 y 10. Texto en D. Ruiz ButNO, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid, 1954. 653 v 660.
57. Adv. fíaer. I, 22; S.C., 264, p. 308.
58. Ad Autolycum, 11, 10; Ü. RL'I¿ BUENO, Padres apologistas, 796.
59. Sermón contra los gentiles, 40-42; PG 25, 79-83.
60. "Si el mundo ha sido creado y embellecido con orden, sabiduría y conocimiento, hay que admitir necesariamente que su creador y embellecedor no es otro que
el Verbo de Dios...: el Verbo cuya providencia ilumina lodo el mundo presente, Por él creado... produce un mundo unificado, hermosa y armoniosamente ordenado...
Todas las cosas son gobernadas a un solo mandato del Verbo de Dios, de maneta que, ejerciendo cada ser su propia actividad, del conjunto resulta un orden perfecto
{Sermón contra los getuiks, 40-43; PG, 25. 79-87).
61. Tertío Mitlennio adveniente, 3.
62. Cf" jAR0S,-AV PF-'-'KÁN, Jesús a través de los siglos, Herder, Barcelona
63. Giiudiiiin i-t Spes, 41.
64. El hombre "no debe despreciar la vida corporal, sino que, por el contra-no. debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de
resucitaren el último día" (Gaudium el Spes, 14).
65. L. M. CIIALVET, Símbolo y Sacramento, Herder, Barcelona, 1991, .SIS.
66. Dominitiu et Vivificantem, 54.
67. Himno de Laudes del Jueves de la segunda semana.
68. J. ESPEJA, La espiritualidad cristiana, Verbo Divino, Estclla, 1992, 105.
69. "La frontera entre Dios y nosotros es nuestra frontera, no la de Dios" (E. SCHTT.LEBEECKX, En tomo al problema de Jesús, Cristiandad, Madrid, 1983, 158; cf.
Cristo v los cristianos. Cristiandad, Madrid, 1982, 793).
70. J. Sors LUCÍA, El Espíritu en la historia, Cuadernos "Instituí de Teología Fonamental", n" 22, Sant Cugat del Valles, 1993, 29-30.
71. Escribe JUAN" PARIÓ II: "Leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: 'En el principio creó Dios los ciclos y la tierra... y el Espíritu de Dios (malí
Elohim) aleteaba por encima de las aguas'. Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la
existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvíftca de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido
ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios" (Homiiium el Vivificanlem, 12).
72. "Todo lo creó el Padre por medio de su Palabra y su Espíritu, cual si fueran sus dos manos" {Adv. Haer. IV, 20, 1; S.C., 100, p. 626). "Dios será glorificado en
la obra modelada por él cuando la haya hecho conforme y semejante a su Hijo. Ya que por las manos del Padre, es decir, por el Hijo y el Espíritu, el hombre se hace a
la imagen y semejanza de Dios" (Adv. Haer. V, 6, í; S.C., 153, p. 72), "Durante todo este tiempo, el hombre modelado al comienzo por las manos de Dios, quiero
decir por el Hijo y por d Espíritu..." (Adv. Haer. V, 28, 4; S.C., 153, p. 360). También en j4tív. Haer. I, 22, 1 (S.C., 264, p. 308) Ireneo expone como Dios crea por el
Verbo y el Espíritu apoyándose en Sal 33, 6: "Por la Palabra de Yahvch fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca todos sus ejércitos".
73. Suma contra ¡os (.¡entiles, IV, 21.
74. Sobre las apropiaciones, ven S. FUSTF.R, ¿Hijos de Dios o hijos del Padre? Estudio sobre las apropiaciones, en Escritos del Veda!, 1986, 77-113.
75. Suma de Teología, 1, 45, 6.
76 Suma de Teología, í, 32, 1, ad 3.
77 "Las procesiones de las Personas son las razones de la producción de las ^naturas" (TOMÁS ÜL AOIIINO, Suma de Teología, I, 45, 6; cf. I, 45, 6, ad 2).
78. Cf. SAN AGUSTÍN, Iit Joannis evungdiwn 20, 9; De Trinitate 1, 6, 12.
79. Cf. B. FORTE, Teología della storia, edizíoni paoline. Milano, 1991, 232-245. Hay traducción castellana en editorial Sigúeme, Salamanca, 1995. Las páginas
¡tabanas corresponden a las 261-274 en castellano.
80. "El dominio confiado al hombre por el Creador no es un pi>der absoluto, ni se puede hablar de libertad de 'usar y abusar', o de dispone)- de las cosas como
mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y «presada simbólicamente con la prohibición de comer del fruta del árbol' (cí Gen p
1 fi-17>, muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a leves no sólo biológicas, sino también morales, euva transgresión no queda impune
(JUAN PABLO 11, Solliciuido Rei Scáalis, 34; Evangelium Vitae, 42).
81. Gaudium el Spes, 69.
82. JUAN PAULO 11, Sollicitudo rei socialis, 42; Cí. Terna MiUenniti adveniente, 13.
83. II-II, 66, 7.
84. Cf. L. M. CHAWET, O. C. en nota 65, 239-243.
85. JUAN PABLO II. Laboren exercens, n. 5. Añade el Papa: "Si las palabras bíblicas 'someted la tierra, diclias al hombre desde el principio, son entendidas en el
contexto de toda la época moderna, industrial y postindustrial, indudablemente encierran ya en sí una relación con Ja técnica".
86. Cl. E. SCHII.T.FREF.LKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1982, 717.
87. Como ya indicamos en uno de los apartados anteriores ("Ser de Dios y sor uno mismo")esta concepción del mundo dificulta en grado notable el acceso del
hombre a Dios.
88. Ad Gentes. 2.
89. Suma de Teología, TT-TI, 132, 1, ad 1.
90. "Gloría enim Dei vivens homo, vita autem homínis visio Dci" (Adv. Hacr., IV, 20, 7; S.C., 100, p. 648).
91. TOMÁS HE AQUINO, Suma de Teología, U-U, 132, 1.
92. "Si Dios es nuestro refugio y se halla en el cíelo y sobre los cielos, es hacia allí hacia donde hay que huir, donde está la paz, donde ríos aguarda el descanso de
nuestros afanes y la saciedad de un gran sábado, como dijo Moisés: El descanso de la ¡ierra os servirá de alimento. Pues la saciedad, el placer v el sosiego están en
descansar en Dios y contemplar su felicidad" (SAN AMBROSIO, Tratado sobre la huida del mundo, en Corpus Scñptontm Ecclesiasticorum Laíinomm, 32, 204}.
93. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica, en su n" 2173: "El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús lúe acusado de quebrantar la ley del sábado.
Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (cf. Me 1, 21; Jn 9, 16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: 'El sábado ha sido instituido
para el hombre y no el hombre para el sábado' (Me 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que 'es lícito en sábado hacer el bien en ve7 del mal, salvar una vida en
vez de destruirla' (Me 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). 'El Hijo del hombre es Señor del sábado'
(Me 2, 28)".
94. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2 175.
95. Prelado X dominical del tiempo ordinario.
96. IGNACIO DE AMTIOQI.'IA, Carta a los Magnesios, cap 9. 2.
97. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.174.
EL HOMNBRE CREADO CON UNA DIGNIDAD SIN IGUAL
La razón última de por qué el hombre está en busca de sentido es porque, lo sepa o no lo sepa, posee una dignidad
sin igual que le hace superior al resto de lo creado1.
Por una parte, el hombre, al contrario de lo que sucede con el resto de las criaturas, parece no estar nunca satisfecho
consigo mismo. Siempre busca más, vive en una permanente inquietud. Parece que sus múltiples conquistas y
realizaciones no logran alcanzar lo que "es". Se diría que es un ser desproporcionado, puesto que no descansa en
ninguno de los objetivos que se traza. El hombre tiene la extraña virtud de medirse por un rasero superior a sí mismo.
Parecen acertadas estas palabras del marxista crítico E. Bloch: "Somos seres en fermentación... Estamos incompletos
como ningún otro ser vivo... Algo nos arrastra y nos impulsa. ¿Es por qué existe ya en nosotros un Alguien o basta para
ello estar vivo, y por tanto estar hambriento? En los animales y en lo que nos iguala a ellos, el hambre de alimentos, de
compañero, de protección, cesa tan pronto ha sido satisfecha. No permanece, como en el hombre, demandando más,
dando rodeos para calmarse con fórmulas distintas, con un nuevo adonde y para qué"2.
Por otra parte, el hombre se considera superior al resto de las criaturas. Pero esta superioridad, ¿a qué se debe?
¿Será debida a que el ser humano es capaz de pensar y esto le hace cobrar conciencia de su superioridad sobre las cosas,
las plantas y los animales? ¿Es la comparación con el resto de lo creado lo que manifiesta la grandeza del hombre? En
este caso, la grandeza del hombre provendría de la comparación con lo considerado inferior. Pero entonces la escala de
comparación haría del hombre un ser "inferior". ¿La grandeza del hombre no sería "superior" si pudiéramos encontrar
otra regla de medida "superior"? ¿Qué es, en suma, lo que hace a uno grande, la necesidad de compararse con lo de
abajo o la posibilidad de compararse con lo de arriba? Resulta sugerente leer en esta perspectiva el texto de 2 Co 10, 12:
"¡Qué estúpidos! Se miden con su propia medida y luego se comparan consigo mismos". El salmo 8 notaba que el
hombre es superior a todo lo creado, pero no sólo por su dominio sobre lo inferior, sino sobre todo porque tenía la
posibilidad de compararse con Dios: ¡es casi como un dios!3. San Agustín ha expresado esta dignidad del ser humano al
llamarlo "dios creado" 4. Zubiri lo dice de esta manera: "El hombre es una manera finita de ser Dios"5.
La raíz de la superioridad del ser humano, que le hace al mismo tiempo vivir insatisfecho precisamente porque no
acaba nunca de igualarse con "su medida", está en que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Esta es también la
razón última de su dignidad y lo que hace de él, en este mundo, un ser sin igual.
En este capítulo nos proponemos analizar la dignidad del hombre a la luz de la afirmación bíblica de que es imagen
y semejanza de Dios, lo que nos llevará a tratar, sucesivamente, de la inviolabilidad de la persona, de su libertad, su so-
ciabilidad, su capacidad de dialogar con Dios, su dimensión procesual y su carácter unitario (tema cuerpo-alma).
Concluiremos el capítulo con una referencia a Cristo como imagen plena y lograda de Dios.
LA DIGNIDAD HUMANA
"Dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves
de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues,
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó" (Gen 1, 26-27).
"El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó 'Hombre' en el
día de su creación" (Gen 5, 1-2).
Varias cosas se afirman en estos textos: la imagen, la semejanza, la bisexualidad humana. Retengamos ahora el
tema de la imagen y preguntémonos: ¿cuál es la verdad fundamental de la afirmación del hombre como imagen de
Dios? A mi entender la respuesta no ofrece ninguna duda: Dios es la medida de lo humano. Por eso el hombre no se
comprende plenamente sino en referencia a Dios. Más que del barro, el hombre procede de Dios (cf Gen 2, 7) para
volver a Dios y no al barro. Más que resultado de una evolución natural, el hombre es producto de una voluntad libre,
que lo ha querido como tal. La "religión" —religación a Dios— no viene a completar en él una naturaleza humana ya
consistente, sino que desde su origen entra en su misma estructura. No puede darse, pues, ninguna respuesta cabal sobre
el hombre que no tenga en cuenta su relación a Dios. En consecuencia, la idea que nos hagamos de Dios condicionará
nuestra concepción del hombre. Así, en la carta a los Romanos se une la falsa idea de Dios con una falsa y desordenada
idea de lo que es ser hombre (Rm 1, 23-25.28). Esto se debe a que "perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder
también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida"6; "la criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el
olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida"7.
La excelsa dignidad del ser humano proviene de su relación con Dios: "al hombre se le ha dado una altísima
dignidad, que tiene sus raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad misma de
Dios". Al hacerlo a su imagen, "Dios comparte algo de sí mismo con la criatura" 8. El libro del Eclesiástico reconoce que
Dios, al crear a los hombres "de una fuerza como la suya los revistió, a su imagen los hizo" (Eclo 17, 3). Esta "fuerza"
no se refiere únicamente al dominio del hombre sobre el mundo, sobre las bestias de la tierra y a su supremacía sobre las
cosas (Eclo 17, 4; Gen 1, 28). Se manifiesta sobre todo en las facultades espirituales más características del hombre,
como la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: "les formó un corazón para pensar. De saber e
inteligencia los llenó, les enseño el bien y el mal" (Eclo 17, 6-7). Todavía más: la imagen de Dios en el ser humano
"explica la perenne insatisfacción que acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí
mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El" 9. De modo que, la imagen es germen de una
existencia que supera los mismos límites del tiempo: "Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, lo hizo
imagen de su misma naturaleza" (Sab 2, 23)10.
El Dios que en el Sinaí prohibió la fabricación de imágenes (Ex 20, 4) creó una imagen de sí mismo en la criatura a
la que prohibe fabricar imágenes. Precisamente la polémica contra las imágenes en el pensamiento cristiano primitivo se
basó en el argumento de que un Dios vivo no podía representarse adecuadamente en madera o en piedra, y su única
imagen fidedigna consistía en el alma racional de su criatura suprema". En consecuencia, el mandamiento de no fabricar
imágenes no se basaba en una visión peyorativa de las imágenes, sino en el hecho de que una imagen apropiada de Dios
sólo podía consistir en algo tan noble como el espíritu humano, y tratar de substituirla por una representación menos
digna era algo que rebajaba al mismo tiempo a Dios y al hombre como imagen de él12.
A la luz del Nuevo Testamento, la grandeza y dignidad del hombre alcanza una cumbre no superable, sin
comparación posible con ninguna otra concepción del hombre, sea filosófica o religiosa. Por una parte, la Encarnación
manifiesta la grandeza del ser humano. Si Dios se hace hombre, ser hombre es lo más grande que se puede ser, pues "el
Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" 13. De ahí la exclamación de San León
Magno: "¡Reconoce, cristiano, tu dignidad, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina" 14. Por una
parte, el hombre tiene tal dignidad que Dios mismo puede hacerse hombre. Por otra, esto significa que en el hombre hay
una capacidad para lo divino. Tanto la posibilidad de que Dios pueda hacerse hombre, como la capacidad para lo divino
en el hombre, es la más profunda consecuencia de que el hombre haya sido creado a imagen de Dios.
Pero hay más, pues la Redención manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios: "habéis sido rescatados
no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo" (1 Pe 1,
18-19). A este respecto, escribe Juan Pablo II: "precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su
entrega de amor (cf Jn 13, 1), el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y
puede exclamar con nuevo y grato estupor: ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha 'merecido
tener tan gran redentor' (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si 'Dios ha dado a su Hijo', a fin de que él, el hombre,
'no muera sino que tenga la vida eterna' (cf Jn 3, 16)!" 15.
LA INVIOLABILIDAD DE LA PERSONA
"Quién vertiere sangre de hombre por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo El al
hombre" (Gen 9, 6).
Debemos volver ahora a la palabra imagen. Pues el peso de esta expresión no viene tanto de la palabra misma,
empleada ya a propósito de la creación del hombre en los poemas babilónicos y egipcios, cuanto del contexto general
del Antiguo Testamento. También es importante notar el hecho de que en el antiguo Egipto el Faraón sea imagen
viviente de Dios en la tierra16. En esta línea, el hombre, según el autor bíblico, sería el representante de Dios en la tierra:
así como los grandes reyes de la tierra hacen erigir un estatua suya como distintivo emblemático de su voluntad de
soberanía, en aquellas provincias de su reino a las que no van personalmente, así también el hombre con su semejanza a
Dios ha sido puesto en la tierra como signo de la majestad divina17. El hombre es el que gobierna la creación en nombre
del Creador: manda en los peces del mar, en las aves del cielo, en las bestias de la tierra (cf. Gen 1, 28).
Ahora bien, en el Génesis ocurre algo decisivo que contrasta con el empleo del término imagen en los mitos de los
pueblos vecinos a Israel: el relato bíblico democratiza la imagen de Dios en el hombre. El señorío del hombre sobre el
mundo no es aristocrático, como ocurría en Egipto. Todos y cada uno de los hombres son iguales. Bajo el señorío de
Dios se instaura la fraternidad humana. De modo que el dominio y señorío del hombre se extiende al resto de la
creación, pero no sobre el hombre mismo. En esta línea, San Agustín advierte que el mandar no se realiza del mismo
modo en casa de paganos y en casa del justo: "en casa del justo que vive de la fe y peregrina aún lejos de la ciudad
celestial sirven también los que mandan a aquellos que parecen dominar". Y añade, refiriéndose expresamente a Gen 1,
26 que la libertad "es prescripción del orden natural", teniendo la servidumbre su causa en el pecado:
"Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre. Domine, dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo,
y a todo reptil que se mueve sobre la tierra. Y quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a
los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia. Este es el motivo de que los primeros justos hayan sido
pastores y no reyes... La primera causa de la servidumbre es el pecado que somete un hombre a otro con el vínculo de la
posición social... Sin embargo, por naturaleza, tal como Dios creó al principio al hombre, nadie es esclavo del hombre ni del
pecado"18.
Del hecho de que todos los hombres, en su igualdad fundamental, poseen esta relación peculiar con Dios, se deduce
que todo hombre posee un valor absoluto e incondicional, un valor que va más allá de su aparente caducidad, más allá
de lo que tiene o de su mayor o menor utilidad. Cada hombre es el alter ego de Dios y, por tanto, un atentado contra el
hombre es un atentado contra la dignidad de Dios: "la inviolabilidad de la persona" es "reflejo de la absoluta
inviolabilidad del mismo Dios"19. Por esta razón, en Stg 3, 9, para prevenir contra la maldición, se dice que existe una
contradicción íntima entre "bendecir a Dios" y "maldecir al hombre", pues éste ha sido creado a imagen de Dios, por lo
que esta maldición apunta indirectamente a Dios mismo. Parecido argumento se encuentra en 1 Jn 4, 20: "si alguno
dice: 'Amo a Dios', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios a quien no ve".De ahí la defensa clara, decidida y sin ninguna ambigüedad que la Iglesia hace de toda vida
humana. La sacralidad de la vida tiene su fundamento en la acción creadora de Dios y permanece siempre en una
especial relación con el Creador. Por eso está prohibido verter sangre humana, "porque a imagen de Dios hizo El al
hombre" (Gen 5, 6). Al respecto escribe Juan Pablo II: "Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado
a su imagen y semejanza (cf Gen 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que
se refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del
mandamiento 'no matarás', que está en la base de la convivencia social" 20.La inviolabilidad de la imagen de Dios no
sólo tiene un sentido negativo claro y absoluto: "no matarás". Tiene también un sentido positivo, no menos absoluto.
Pues hay muchas maneras de matar a alguien. Se puede matar a uno porque se le clava un cuchillo. Pero también
porque no se le atiende debidamente en su enfermedad, porque se le mete en una mala vivienda, porque se le quita el
trabajo o porque se le obliga a realizar trabajos penosos, porque lo llevan a la guerra, etc. Desgraciadamente, muy pocas
—yo diría que ninguna— de estas cosas están prohibidas en nuestros Estados. La inviolabilidad de la persona "tiene su
culmen en el mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo, como de sí mismo: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo (Lev 19, 18)"21. "Jesús explícita con su palabra y sus obras las exigencias positivas del mandamiento
sobre el carácter inviolable de la vida... Van desde cuidar la vida del hermano, a hacerse cargo del forastero, hasta amar
al enemigo" 22. La vida hay que defenderla en su totalidad y en todas sus dimensiones. De ahí que en su defensa de la
vida del no nacido, la Iglesia se cargará tanto más de razón si esta defensa va precedida y acompañada —con mayor
fuerza si cabe— de la defensa de las vidas de los nacidos, vidas muy reales que a veces son un estorbo para la
materialización de absurdos proyectos nacionalistas o imperialistas (estoy pensado en las ¡"limpiezas"! étnicas, pero no
es desgraciadamente el único ejemplo posible).
El carácter de imagen de Dios es el principio regulador de las relaciones entre los hombres. Por una parte, el hombre
es inviolable porque en él Dios se ve reflejado, lo que explica que Dios se ocupe de él. Y esto es así hasta el punto de
que incluso cuando Caín no sabe ser el guardián de su hermano, Dios se convierte en el guardián de Caín, protegiéndole
y defendiéndole contra aquellos que quieren matarlo para vengar así la muerte de Abel (Gen 4, 15). "Ni siquiera el
homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante" 23. Por otra, la imagen que todo hombre lleva se
realiza en la imitación de Dios lleno de bondad misericordiosa, como aparece claramente expresado en el mensaje de
Jesús: "Amad a vuestros enemigos... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial" (Mt 5, 44-45; Le 6, 35: "seréis hijos
del Altísimo, que es bueno con los ingratos y perversos"). "La clave del argumento está en la relación de padre e hijos:
el hijo se parece a su padre no sólo en la estatura y en el rostro, sino en el temperamento, en los sentimientos y en la
conducta. Y los discípulos de Jesús están llamados a aspirar a esa filiación"24. Al mostrarme como un hermano con
respecto a los demás, merezco ser Hijo de Dios que nos previene de forma ejemplar como Padre. Este motivo del amor
supera el egocentrismo falsamente natural, nos previene contra un amor que estaría basado únicamente en la amabilidad
del otro y hace que el otro sea amado en virtud de una amabilidad intrínseca, o sea, porque es hijo como yo y por tanto
hermano, y en él se encuentra como se encuentra en mí el soplo de la vida del mismo Dios y su misma imagen. Si Dios
es Amor, sólo el hombre que ama realiza la imagen de Dios, pues "quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20).
En suma, la dignidad de la persona se fundamenta cristianamente en la condición de imagen de Dios. Pero no se
trata de una dignidad aislada, encerrada en sí misma, sino solidaria. Por ser imagen, el hombre no es solo sujeto de sí
mismo, en el sentido de que puede disponer de sí por su conciencia y libertad, no es solo sujeto inviolable, sino también
sujeto solidario. Así se comprende esta afirmación del Concilio Vaticano II: la semejanza del hombre con Dios
"demuestra que el hombre, única criatura a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si
no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás"25.
CAPACIDAD DE AUTODETERMINACIÓN
"La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su
propia decisión"26.
"Cuando decimos que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, entendemos por imagen, como dice el Damasceno, un ser
dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos. Por eso, después de haber tratado del ejemplar, de
Dios, y de cuanto produjo el poder divino según su voluntad, nos queda estudiar su imagen, es decir, el hombre, como
principio que es también de sus propias acciones por tener libre albedrío y dominio de sus actos"27.
Las palabras del Concilio, y sobre todo las de Tomás de Aquino, sitúan el tema de la imagen de Dios que es el
hombre a la luz de lo más característico del Dios Creador. Dios crea "según su voluntad", o sea, libremente. De ahí que
su imagen, que es el hombre, deberá caracterizarse no sólo por su racionalidad, sino también por esta facultad
característica del Dios creador: la libertad, entendida fundamentalmente como "dominio de sí mismo". En efecto, tal
como indicamos en el anterior capítulo, en el Génesis la imagen de Dios se distingue sobre todo por la libertad con que
Yahveh procede en la creación del universo. Por tanto, hacer al hombre a imagen y semejanza suya es hacerle partícipe
de la libertad de que él disfruta plenamente2S. "El Señor —se lee en Eclo 15, 14— al principio hizo al hombre y le dejo
en manos de su propio albedrío". Cabe decir, pues, utilizando de nuevo palabras de Tomás de Aquino, que el hombre es
"providencia de sí mismo": "la criatura racional se encuentra sometida a la divina providencia de una manera muy
superior a las demás, porque participa de la providencia como tal, y es providente para sí misma y para las demás
cosas"29.
Libertad desde Dios
Lo primero que se afirma en el texto de Tomás de Aquino que acabamos de citar es que el hombre participa de la
providencia como tal. Esta es la razón de que el hombre pueda ser providencia de sí mismo. Lo es porque participa de la
providencia, o sea, porque así se ha recibido de Dios. Lo que significa que la libertad deriva de Dios y sólo es tal desde
Dios. Más aún: sólo de Dios puede recibirse. Esta es la primera reflexión a propósito de la libertad: sólo Dios, absoluto
y omnipotente, puede crear un ser libre. A primera vista, puede resultar extraño que la omnipotencia haga seres libres.
Se diría que el mantenimiento del poder exige la dependencia. Pero bien pensado, resulta que si Dios no fuera capaz de
retirarse para crear un hombre libre, su poder sería limitado, Dios sería prisionero de su poder, y resultaría que el
omnipotente sería incapaz de liberar verdaderamente. Dios, por ser todopoderoso, puede darlo todo sin perder nada, al
contrario de lo que sucede con los poderes limitados y meramente materiales: al dar algo, lo pierden. Dios no. Lo que
tiene es de tal naturaleza, que puede expandirse sin disminuir ni en intensidad ni en extensión.
Nos hacemos una pobre idea del poder al creerlo tanto más grande cuanto más atemoriza y sujeta. El arte del poder
consiste en liberar. Pero entre los hombres esto nunca se logra del todo. Los poderes finitos crean seres dependientes;
son celosos de su poder y por eso lo defienden, aunque en esta necesidad de defensa se muestra su debilidad. Solo el
todopoderoso es capaz de crear seres independientes, sin perder El un ápice de su riqueza. En esta línea, resultan
magistrales estas palabras de Kierkegaard: "Si el hombre tuviera de antemano la más mínima existencia autónoma
frente a Dios (en tanto que materia), Dios no podría hacerle libre. Crear de la nada expresa que la omnipotencia puede
hacer independiente. Aquel a quién debo absolutamente todo, y sin embargo no menos absolutamente lo guarda todo,
precisamente este me hace independiente. Si al crear al hombre, Dios hubiera perdido un poco de su poder,
precisamente entonces no hubiera podido hacer al hombre independiente" 30. No hubiera podido porque el hombre
hubiera tenido que estarle eternamente agradecido. Pero los dones de Dios no son simples transferencias, son
incondicionales, y por eso son liberadores: porque Dios no pierde nada al darlos. De tal modo que "la omnipotencia
divina y la autorresponsabilidad humana crecen en la misma proporción, no en proporción inversa" 31.
Libertad como capacidad para lo definitivo
También afirma Sto. Tomás que el hombre es providente para sí mismo. Providente en sentido fuerte: tiene no sólo
capacidad de elegir entre varios objetos, sino sobre todo de decidir sobre sí mismo. La libertad, en la que se manifiesta
la imagen de Dios, consiste principal y fundamentalmente en la capacidad que tiene el ser humano de elegirse a sí
mismo, decidiendo sobre su vida, en la facultad de realizarse a sí mismo de una vez para siempre; en suma, en el poder
de salvarse o de perderse. El hombre se pierde cuando se niega a reconocer el origen de su libertad rechazando, al
mismo tiempo, el bien y la verdad, destruyéndose entonces como persona. En este caso, utiliza su libertad para negar la
propia libertad, con lo que estamos ante la paradoja de que al negar culpablemente la posibilidad de la libertad, tal liber-
tad se reafirma en el acto creador. Este es el misterio del pecado, que realizado libremente esclaviza32. Mientras la
verdad (el Espíritu de Dios) respeta al hombre y no fuerza al bien, el poder del pecado fuerza al mal.
Ahora bien, cuando el hombre reconoce agradecido la fuente de su libertad y orienta su vida hacia Dios, la libertad
se reafirma al realizarme como persona. En este sentido, sólo hay libertad en la verdad (cf Jn 8, 32), o dicho
teológicamente, sólo hay libertad cuando me realizo según Dios, pues él es mi verdad definitiva y mi más plena
identidad. Por esta razón, el más profundo acto de libertad se da cuando uno ha encontrado y se ha adentrado en el
único y verdadero camino, en la única verdad, y lo ha hecho conscientemente, asumiendo tal camino personalmente.
Paradójicamente, la libertad se realiza cuando uno elige lo "único necesario" (Le 10, 42), buscando "ante todo" el
Reino de Dios (Mt 6, 33). Hay algo ante lo cual resulta necesario elegir, lo que por una parte significa que no hay
elección (es necesario) y, por otra, es una elección (hay que elegir). Esta necesidad expresa la enorme pasión con la que
se elige33. De modo que "el sentimiento de libertad más fuerte que tiene el hombre se da cuando, habiendo resuelto
definitivamente, imprime a su acción (como si fuera un sello indeleble) esta necesidad interior que excluye la idea de
otra posibilidad"34. Esto significa que ha visto con claridad lo bueno y verdadero para su vida, realizando entonces una
elección completamente libre. Cuando uno ha encontrado su camino, lo acoge libremente, viéndose al mismo tiempo
necesitado de seguirlo. La libertad entonces, lejos de desaparecer, encuentra su perfección: "que el libre albedrío pueda
elegir entre cosas diversas, conservando siempre su ordenación al fin, es algo que pertenece a la perfección de la
libertad. En cambio, elegir algo apartándose de su ordenación al fin, y en esto consiste el pecado, es un defecto de
libertad"35. La libertad está íntimamente relacionada con la consecución del propio fin, que es la verdad y la felicidad
del hombre.De ahí que la libertad no depende de las circunstancias externas y, de hecho, testimonios irrecusables nos
permiten afirmar que ciertas personas cautivas han hecho de su libertad una experiencia mucho más profunda de la que
puede hacer cada uno de nosotros en su vida normal. La libertad no consiste tampoco en seguir los deseos primarios e
instintivos36. Yo me experimento sobre todo como libre cuando soy dueño de mis actos y menos sometido estoy a
impulsos y caprichos momentáneos. La libertad tampoco consiste en la mera posibilidad de elegir entre "a" y "b". Si así
fuera, el indeciso sería el libre. O por lo menos el que aún no ha decidido, porque a medida que se decide, la posibilidad
de otros caminos va quedando atrás. La libertad estaría así radicalmente opuesta a su uso, y disminuiría con él. Esta
libertad de indiferencia implica, por una parte, la insignificancia del asunto, pero sobre todo que no se puede hablar de
libertad más que allí donde la cuestión a decidir presenta una importancia real, es decir, allí donde está en juego un
valor fundamental de la persona. Finalmente, tampoco libertad es la facultad de revisión indefinida, ni la facultad de
poder hacer siempre otras cosas, lo que vuelve a demostrar la poca importancia de lo hecho, sino la facultad de crear
cosas definitivamente válidas, irrevocables, eternas. La libertad es la capacidad para lo eterno, para lo definitivo. "El
resultado de la libertad es la necesidad verdadera y permanente" 37. Ser libre, en definitiva, es realizarse como hombre.
Por eso, la libertad es la madurez (cf Ef 4, 13), el robustecimiento del hombre interior (cf Ef 3, 16).
Libertad finita y condicionada
La libertad está hecha para el bien y se realiza en el bien. Sin embargo, la libertad puede volverse contra Dios y
perderse. Esta posibilidad, que depende en última instancia de la voluntad, y manifiesta su capacidad de elegir y decidir,
se explica fundamentalmente por la finitud y limitación del hombre, por el hecho de que el ser humano conoce la
verdad en la oscuridad de la fe. Incluso cuando pensamos o conocemos explícitamente a Dios, lo hacemos a través de
unos conceptos finitos, incapaces de agotar la realidad divina en su totalidad. Dios sigue siendo un misterio inabarcable,
incluso cuando se revela y se nos da. En la vida eterna, cuando la verdad sea clara y patente, amaremos libremente a
Dios y no podremos hacer otra cosa, pero este no poder hacer otra cosa no se deberá a ningún determinismo, ni a
ninguna impotencia del sujeto, ni a deficiencia alguna de la voluntad ante algo que supera sus fuerzas. Será un no
poder, consecuencia de un profundo no querer.En nuestras circunstancias actuales, la libertad está limitada por la
finitud y herida por el pecado. Es una libertad condicionada, libertad creada. La libertad de la criatura está necesaria-
mente mediatizada por el mundo ambiental, se encuentra amenazada por fuerzas anónimas (que dirigen la opinión
pública, producen las psicosis de masas, canalizan las necesidades de consumo) y es irremisiblemente ambigua en el
sentido más profundo y, por eso mismo, misteriosa.De ahí que el hombre sólo sea "imagen" de Dios, y no Dios mismo.
Tiene capacidad para lo mejor y lo peor, para salvarse y perderse. Esta capacidad es constitutiva de su ser. La imagen
de Dios, como veremos, supone un dinamismo, un ir realizándola, mejorándola y perfeccionándola. Sólo así la
realización del hombre es también autorrealización, producto de la libertad humana. La libertad no se produce de forma
conductista, sino cuando uno la asume y la conduce personalmente. La realización del hombre exige hacerse conciencia
y libertad, y esto pide camino, evolución y necesidad de maduración. En este sentido, la libertad es también una tarea y
una exigencia. Ahí se manifiesta la grandeza y al mismo tiempo la limitación del ser humano.
Una libertad exaltada de modo absoluto y sin referencia a Dios, termina siendo la pérdida de la libertad. De ahí que
finalmente sólo el encuentro con Dios es liberador. La gracia de Dios, como veremos en su momento, es liberación del
hombre, al permitirle asumir su más plena identidad de hijo de Dios. Por eso, "donde está el Espíritu del Señor, allí está
la libertad" (2 Co 3, 17). En efecto, el Espíritu personaliza, hace que el hombre pueda tomar en sus manos su propio
destino. Este ya no le es impuesto38.
Libertad para el amor
El ser humano se autoposee, tiene dominio de sí mismo, capacidad de decidir y elegir sobre su propio ser. Esta
libertad se destruye cuando se vuelve contra la fuente de la que brota, pues Dios es quién sostiene al hombre y a su
libertad. De ahí que la libertad tiene una referencia constitutiva más allá de uno mismo. El cristiano encuentra en Jesús
el modelo más acabado de la libertad: él es el hombre libre en su referencia constante y constitutiva a Dios. Su profunda
unión con el Padre, fruto y expresión de su amor, resulta ser lo más liberador. De hecho, toda experiencia amorosa
resulta ser a un tiempo unitiva y liberadora. El amor es lo más dependiente y lo más liberador, pues procura el bien del
otro sin querer poseerlo o dominarlo.El amor de Jesús al Padre se traducía en su amor a los hombres y mujeres con los
que se encontraba. Así se comprende que, según san Pablo, la libertad cristiana, que tiene su fuente en Dios y su
modelo en Jesús, es una libertad cualificada por un "de" y por un "para". Hemos sido liberados (o rescatados) del poder
del pecado para el servicio fraterno: "Cristo nos rescató" (Gal 3, 13), "nos liberó para que vivamos en libertad" (Gal 5,
1) y "para la libertad hemos sido llamados; sólo que no toméis de esta libertad pretexto para la carne; antes al contrario,
servios por amor los unos a los otros" (Gal 5, 13). La libertad cristiana se convierte en un servicio, en una nueva forma
de religación. Pero se trata de un servicio que, lejos de ser alienante, es liberador, pues brota de una libertad que vence a
la necesidad (cf Flm 14). En suma, la autoposesión de la persona, cristianamente entendida, lejos de encerrarla en sí
misma, la abre al encuentro con el otro, de forma que la libertad encuentra su plenitud en el amor. Ya la libertad divina
originaria en que se funda la creación es la libertad de un amor que sale de sí para darse a las criaturas. En la aceptación
por parte de Jesús de este designio amoroso del Padre se manifiesta en su grado máximo esta libertad divina en la que
se funda la nuestra y a la que hemos de corresponder.
EL HOMBRE, SER EN RELACIÓN
"Creo Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios:
Sed fecundos y multiplicaos" (Gen 1, 27-28).
La socialidad pertenece a la imagen de Dios y, por ende, a la esencia del ser humano. Esto encuentra su expresión
más elemental y primaria en la diferencia, complementariedad y recíproca entrega del varón y la mujer, y también en su
capacidad de procreación.
Llamado a la comunión
El hombre es ser social por su misma naturaleza, no en virtud de un mandamiento que sería extrínseco a él. La
diferencia sexual es la expresión primera de la vida en sociedad, fundada no en la fuerza, sino en el amor. Esta
diferencia de sexos, mutuamente ordenados el uno al otro, aparece en el libro del Génesis antes del mandamiento de la
fecundidad, lo que significa que la diferencia sexual, antes que ordenada a la fertilidad, pertenece a la imagen de Dios.
Todo contacto entre los hombres, convertidos en prójimos, halla su ideal en esta relación primera, hasta el punto de que
Dios mismo expresará la alianza contraída con su pueblo con la imagen de los desposorios.
A la tradición teológica occidental le resulta difícil ver la imagen de Dios en la diferencia sexual. Al respecto,
escribe San Agustín: "no me parece probable la sentencia de aquellos que opinan se puede descubrir una trinidad,
imagen de Dios, en tres personas, por referirnos a la humana naturaleza; por ejemplo, en el ayuntamiento del varón y de
la mujer, y, como complemento, en su descendencia"39. Según Agustín el hombre "es imagen de Dios según la mente,
no según toda la amplitud de su naturaleza", pues allí "encontramos una trinidad en el hombre: la mente, la noticia que
le lleva a su conocimiento y el amor con que se ama"40. En los griegos, por el contrario, encontramos la comparación de
la Trinidad con una familia, padre, madre, hijo41. Esta línea de pensamiento, que vería no al individuo solitario como lo
que se corresponde con el Dios uno y trino, sino la comunidad y comunión de las personas, ha encontrado dos
cualificadas exposiciones en la teología occidental: la de Karl Barth y la de Juan Pablo II.
Karl Barth piensa que la imagen de Dios ha de situarse en la bisexualidad del hombre, con lo que ello implica de
comunicación y complementariedad. La semejanza con Dios de la criatura humana reside en el hecho de existir el uno
para el otro, en el hecho de que los hombres vivan en comunión. La esencia de lo humano es la sociabilidad. Un
individuo solo no sería una buena creación (cf. Gen 2, 18), pues el hombre solitario no sería el ser humano creado a
imagen de Dios, porque Dios no es solitario: es preciso encontrar un semejante para el hombre, que sea al mismo
tiempo diferente. Si fuera sólo semejante la soledad no quedaría suprimida, pues no habría un verdadero "otro" en el
que el hombre pudiera reconocerse; pero si sólo fuera diferente, tampoco quedaría suprimida la soledad; el otro sería un
elemento de su vida, pero no un compañero42. "Una humanidad que no fuera cohumanidad sería sinónimo de
inhumanidad... Dios mismo, que no es un Deus solitarius, sino el Deus trinus, o sea, que lo propiamente suyo es existir
en relación, no podría reconocerse en un homo solitarius. Al exigir que el hombre sea humano, es decir, libre para vivir
en comunión con su semejante, Dios le llama a confirmar en sí mismo que es su imagen"43.
La bisexualidad, vista a la luz del ser humano creado a imagen de Dios, ha sido también objeto de reflexión por
parte de Juan Pablo II. Para Juan Pablo II, Gen 1, 27 (creó Dios al ser humano a imagen suya, macho y hembra los
creó), contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible,
y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona toda la obra de
la creación; ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a
imagen de Dios44.Tras la afirmación de la igualdad fundamental entre el hombre y la mujer, el Pontífice se pregunta en
qué consiste el carácter personal del ser humano, gracias al cual ambos —hombre y mujer— son semejantes a Dios.
Esto le permite reflexionar sobre la persona como comunión y como don: "el hombre no puede existir 'solo' (cf. Gen 2,
18); puede existir solamente como 'unidad de los dos' y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata
de una relación recíproca, del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser persona a imagen y semejanza de
Dios comporta también existir en relación al otro 'yo'"45.Además, la revelación neotestamentaria sobre el Dios Trini-
tario proyecta, según Juan Pablo II, una nueva luz sobre la afirmación de la imagen y semejanza de Dios de la que habla
el libro del Génesis: "Dios, que se deja conocer por los hombres por medio de Cristo, es unidad en la Trinidad: es
unidad en la comunión... El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa
solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el
hombre y la mujer, creados como 'unidad de los dos' en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de
amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman
en el íntimo misterio de la única vida divina... Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en sí mismo
es amor (cf. 1 Jn 4, 16)"46.
Finalmente, Juan Pablo II nota que el hombre puede llegar a comprender la revelación que Dios hace de sí mismo
porque está hecho a su imagen. Así se explica que Dios hable un lenguaje humano y use conceptos e imágenes
humanas, pues "también Dios es en cierta medida 'semejante' al hombre y, precisamente basándose en esta similitud,
puede llegar a ser conocido por los hombres". Y puesto que la mujer es imagen de Dios en la misma medida que el
varón, "es comprensible que la Biblia haya usado expresiones que atribuyen a Dios cualidades tanto 'masculinas' como
'femeninas'"47.Tanto las reflexiones de K. Barth como las de Juan Pablo II suponen la fe neotestamentaria en la
Trinidad. Ya casi desde el principio de la Iglesia, los intérpretes cristianos48 quisieron ver insinuada la Trinidad en el
"hagamos" de Gen 1, 26. Hoy nadie discute la inexactitud de esta lectura. Pero es importante subrayar la mención de la
mujer y del varón a la hora de reflexionar sobre la imagen de Dios en el ser humano. Y esto por dos razones:
Ia) La primera porque a pesar de que, según el Génesis, la mujer es creada directamente por Dios a su imagen y
semejanza, igual que el varón, sorprendentemente no siempre en la lectura posterior de estos textos se ha manifestado
con tanta claridad. El caso más llamativo es el de 1 Co 11, 7-9: ¡sólo el varón es imagen de Dios!. Este texto y otros
parecidos pueden inducir a confusión si olvidamos que la argumentación de Pablo está en íntima dependencia de las
costumbres con las que está habituado, lo cual relativiza sus conclusiones. Si consideramos el ambiente misógino de
aquel tiempo, y situamos los textos dentro de su contexto literario, pudieran no resultar tan lesivos para la mujer. Así,
por ejemplo, 1 Co 11, 7-9 debe leerse teniendo en cuenta también los versículos 11 ("ni la mujer sin el hombre, ni el
hombre sin la mujer, en el Señor") y también el 12. Igualmente Ef 5, 22-23 ("las mujeres estén sumisas a sus maridos,
como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer"), debe leerse a la luz de Ef 5, 21 como una "sumisión recíproca
en el temor de Cristo"49 y también a la luz de Ef 5, 25.
Una reflexión parecida puede hacerse a propósito del tratamiento de la esclavitud en el Nuevo Testamento. A pesar
de la claridad con la que el Génesis afirma la igualdad de todos los hombres, el Nuevo Testamento se escribe en un
contexto social en el que el amo tenía derechos absolutos con su esclavo. Por eso, junto a afirmaciones tajantes como la
de Gal 3, 28: "ya. no hay esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús";
encontramos otras afirmaciones que parecen no cuestionar la esclavitud. Igual que sucedía en el caso de la mujer, tales
afirmaciones deben leerse a la luz de la novedad introducida en Gal 3, 28 y también a la luz de las correcciones que los
mismos textos que parecen aprobar la esclavitud introducen. Casos típicos pueden ser Ef 6, 5, que debe leerse junto a Ef
6, 9 y Col 3, 22 que debe leerse junto con Col 3, 25. ¡También la palabra de Dios está condicionada por las situaciones
humanas y han sido necesarias muchas generaciones en la historia de la humanidad para que pudieran llevarse a la
práctica sus últimas y más radicales virtualidades!.Así, pues, las consideraciones que en el capítulo anterior hicimos
sobre la igualdad creacional del hombre y de la mujer se refuerzan ahora con la afirmación de que ambos son imagen de
Dios 50. La creación de la mujer a imagen y semejanza de Dios, igual que el hombre, puso en marcha un movimiento
irreversible, aunque sólo con el transcurso del tiempo se haya cobrado conciencia de la igualdad de derechos de la
mujer con relación al varón, así como de la igualdad efectiva de todos los seres humanos. Más aún: la fe bíblica nos
obliga a luchar para que tales derechos sean reconocidos allí donde todavía no lo están.
2a) La mención del varón y de la mujer como imagen de Dios nos permite prolongar la reflexión, pues la
bisexualidad no es más que el prototipo biológico de una verdad fundamental de amplio alcance, que podemos expresar
con estas palabras del Concilio Vaticano II: "Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y
mujer (Gen 1, 27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El
hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin
relacionarse con los demás"51.El ser humano sólo realiza su carácter de imagen de Dios y, por tanto, sólo encuentra su
propia plenitud, cuando vive en comunión con sus semejantes y los reconoce como hermanos. Sólo en la fraternidad,
como ya notamos (Cf. nuestro apartado: "la inviolabilidad de la persona"), se realiza la imagen de Dios. Esto encuentra
su primera expresión en la entrega del varón a la mujer y en el hecho de que ambos son el uno para el otro la única
"ayuda adecuada" (Gen 2, 19). "Serán dos en una sola carne" (Mt 19, 5), dice Jesús refiriéndose a la forma más íntima
de relación personal: la que media entre hombre y mujer. Este paradigma de unidad (cf Ef 5, 28-29) que en el
"nosotros" humano se refleja débilmente y que nunca llega a superar del todo la alteridad, encuentra en el Dios
revelado su expresión más adecuada. Este Dios-Comunión es el modelo en el que el hombre debe mirarse para ser
plenamente hombre: "el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,
21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad"52.
Creado creador
Según Gen 1, 28, ser imagen de Dios comporta el poder, si no de crear, por lo menos de procrear seres vivos a
imagen de Dios. Como imagen de la paternidad divina, el hombre debe multiplicarse para llenar la tierra. La fecundidad
es sagrada y bendecida por Dios. Este poder creador del ser humano muestra toda su seriedad si se relaciona con su
capacidad de autodeterminación, que como ya hemos visto, forma también parte del ser imagen de Dios. De forma que
en este "deber de transmitir la vida humana" el ser humano no sólo es "cooperador del amor de Dios Creador", sino
también "como su intérprete"53.
La colaboración del ser humano en el poder creador de Dios no se limita al aspecto biológico, pues como esposos y
padres, el hombre y la mujer transmiten a sus descendientes la "imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano"
54
. La semejanza divina es un carácter de naturaleza, que el hombre transmite a sus descendientes. En la paternidad y
maternidad, Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación sobre la tierra,
pues solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza" propia del ser humano. Al respecto ha escrito
Juan Pablo II:
"Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: 'He adquirido un varón con el favor del Señor' (Gen 4, 1). Por tanto, en la
procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación
del alma inmortal. En este sentido se expresa el comienzo del 'libro de la genealogía de Adán': 'El día en que Dios creó a
Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó 'Hombre' en el día de su creación. Tenía
Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre Set' (Gen 5, 1-
3). Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios, que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la
grandeza de los esposos" 55
El hijo muestra, con más claridad si cabe, la dimensión social del ser humano y el aspecto abierto, creador y
exigente de toda relación interpersonal. Si el matrimonio es paradigma de la liberación del solipsismo egoísta, el hijo es
paradigma de la liberación del peligro de recaer en un egoísmo de dos. Así la familia expresa todavía mejor que la mera
unión del varón y la mujer la dimensión social y fraterna de la imagen de Dios en el ser humano.
La familia humana es imitación del prototipo divino, al ser los hijos de la misma naturaleza de los padres e imagen
suya. Según Ef 3, 14-15 es "del Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra". Toda familia, toda
"patria" (término griego que traduce familia), o sea, todo grupo humano procedente de un mismo antepasado; en suma,
toda fraternidad (pues todos procedemos del mismo y, por tanto, todos somos hermanos), es como un reflejo (toma su
nombre) del Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Esta idea de la comunidad familiar como reflejo del misterio trinitario se encuentra en un sermón de Juan Pablo II
dirigido a familias misioneras: "No hay en este mundo otra imagen más perfecta, más completa de lo que es Dios:
unidad, comunión. No hay otra realidad humana que corresponda mejor, que corresponda humanamente mejor a este
misterio divino", dice refiriéndose a la familia cristiana. Y continúa: "Vosotros sois comunión, comunión de personas,
como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sois comunión de personas, sois unidad. Sois unidad, y no podéis dejar de
serlo. Si no sois unidad, no sois comunión; pero si sois comunión, sois unidad. Hay muchas familias en este mundo
avanzado, rico, opulento, que pierden su unidad, pierden la comunión, pierden las raíces". Y refiriéndose a las raíces, a
la realidad profunda, a la naturaleza íntima de la familia, concluye: "esta naturaleza íntima suya es la comunión de las
personas a imagen y semejanza de la comunión divina"56.
La dimensión relacional de la persona
Que el hombre sea dueño de sí, como ya hemos visto, no está en contradicción con su condición social, comunitaria
y relacional. Esta dimensión comunitaria y relacional de la persona se ilumina teológicamente de forma definitiva a la
luz del misterio de Dios Trinidad del que el hombre es imagen. Pues precisamente el Padre, el Hijo y el Espíritu poseen
la misma y única naturaleza divina, y son personas distintas en su mutua relación. De hecho, la noción de persona ha
entrado en la teología y en el pensamiento cristiano no a partir de la antropología, sino de la doctrina trinitaria.
A la luz de la doctrina trinitaria aparece claro que la persona siempre es en relación a otro tú. Parece contradictoria,
como hace notar San Agustín, esta palabra de Jesús: "Mi doctrina no es mía" (Jn 7, 16). No dice: esta doctrina no es
mía, sino: mi doctrina no es mía, lo mío no es mío. ¿Cómo es posible que algo sea a la vez suyo y no suyo? Si tenemos
en cuenta que Jesús es la "Palabra" resulta que su doctrina es Jesús mismo, de modo que Jesús está diciendo: Yo no soy
mío, mi yo pertenece a otro. Concluye San Agustín: "¿qué cosa es tan tuya como tú mismo? ¿Y qué cosa tan no tuya
como tú si lo que eres es de alguien?"57. El ser de Jesús nos ayuda a comprender que por ser de sí mismo, uno no se
pertenece a sí mismo, que uno sólo se encuentra a sí mismo como ser en relación, que se encuentra cuando deja de
mirarse a sí mismo.Y en todo caso, si consideramos a Jesús como el prototipo de lo humano, el Hombre perfecto, no
cabe duda que entonces lo humano se define por la solidaridad. Jesús llegó a tal grado de solidaridad con los hombres
que cargó con nuestros pecados (2 Co 5, 21), se hizo pecado por nosotros (Gal 3, 13), compartió hasta el fondo toda la
realidad humana. El que no cometió pecado (1 Pe 2, 22) se hizo pecado y cargó con nuestros pecados: así demostró que
la dimensión verdadera de lo humano está en el ser solidario, en el compartir, en el llevar los unos las cargas de los
otros (Gal 6, 2). Una solidaridad así, que llega hasta el extremo, sólo resulta posible en un hombre sin pecado. En
efecto, si el pecado es preferirse a sí mismo antes que a los otros y a Dios, no puede haber ninguna solidaridad en el
pecado.La persona en singular no existe. Sólo existe en relación. Esto se deduce de las palabras que están en el origen
del concepto de persona: la palabra griega prosopon significa literalmente "mirada hacia"; el prefijó pros (= dirigido
hacia) implica la relación como elemento constitutivo. Igualmente, la palabra latina persona: resonar a través de;
también el prefijo per (= a través de, hacia) expresa la relación. En el concepto de persona está implicada la superación
del singular58. Las definiciones clásicas de la persona, a partir de la de Boecio, aceptada por Santo Tomás 59, insisten en
la individualidad del ser racional, en su irrepetibilidad e incomunicabilidad, en su relativa "independencia", en su ser
distinto. Resulta llamativa la ausencia de la dimensión relacional en estas definiciones, cuando las personas de la
Trinidad vienen determinadas precisamente a partir de la relación. Por ello es importante insistir, como hace el
pensamiento actual, en estas dos dimensiones como constitutivas de la persona, a saber: la individualidad y la apertura
al otro, la autoposesión y la comunicabilidad. Las dos son igualmente fundamentales y primarias. El yo y el tú se
implican mutuamente60. Y en último término, no podemos olvidar, desde nuestra perspectiva teológica, que el hombre
es un tú para Dios y que en la comunión con Dios y con los hermanos llega a plenitud nuestro ser personal, ser que es
irrepetible y relacional a la vez.
INTERLOCUTOR DE DIOS
La pregunta que nos permitirá iluminar definitivamente el tema de la imagen, podría sonar así: ¿por qué Dios ha
creado al ser humano a su imagen y semejanza? ¿Por qué la revelación bíblica afirma que el ser humano se sitúa, al
menos hasta cierto punto, a la altura de Dios? A mi entender, esto sólo puede significar una cosa: Dios quiere al hombre
como su interlocutor. Puesto que Dios crea por amor, y el amor sólo alcanza su perfección en la respuesta consciente y
libre del otro distinto, Dios crea un ser capaz de dar la respuesta adecuada a su amor: el hombre. El es el único ser sobre
la tierra que, por ser su imagen, puede entrar en diálogo con Dios. No es Dios. Depende de Dios. Pero esta dependencia
se resuelve en una relación análoga a la que tiene un hijo con su padre (cf Gen 5, 3). Y aunque la imagen no puede sub-
sistir independientemente de aquel al que debe expresar, esta imagen hace al ser humano casi como un Dios (Sal 8, 6),
le pone al nivel de Dios, lo que significa que puede tratarle de tú a tú, que puede hablarle "cara a cara", "boca a boca"
(Núm 12, 8), "como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11). Y significa también que Dios no es Dios cuya
trascendencia aniquile y nos pida que nos anonademos ante él, sino un Dios que nos habla como un hombre habla a su
amigo: "ya no os llamaré siervos, sino amigos" (Jn 15, 15).
En esta capacidad de diálogo y amistad del hombre con Dios está la peculiaridad del hombre frente al resto de las
criaturas, peculiaridad que no se pierde a pesar de las infidelidades contra el Creador. En esta línea van estas palabras
de Juan Pablo II en su encíclica sobre el Espíritu Santo:
"El mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial 'imagen y semejanza' de Dios. Esto significa no
sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio,
capacidad de una relación personal con Dios, como 'yo' y 'tú' y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar en la
comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la 'imagen y semejanza' de Dios, el 'don del Espíritu' significa,
finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales 'profundidades de Dios' están abiertas, en cierto modo, a
la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: 'Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,17) movido de amor,
habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía" 61.
El hecho de que Dios le ame y de que el hombre pueda responder a este amor, es lo que hace que el hombre sea tan
valioso. Ahora bien, interesa matizar que en esta llamada a la amistad y a la alianza, la iniciativa parte siempre de Dios
y no supone menoscabo alguno de su trascendencia. Quizás por eso, Juan Pablo II (en las palabras citadas) cuando se
refiere a la comunicación de las profundidades de Dios al hombre, ya que lo propio de toda amistad es la comunicación
de lo más íntimo de sí al amigo, matiza que las trascendentales profundidades de Dios están abiertas a la participación
del hombre "en cierto modo". El hombre nunca comprende del todo la maravilla del amor de Dios. Por eso su respuesta
nunca está a la altura del don recibido y necesita siempre de una continua conversión en la fe y la obediencia. Dios
siempre ama primero y siempre ama más. Santo Tomás, en su definición de la caridad, como amistad entre Dios y el
hombre, expresa su sentido de la analogía, su respeto de la trascendencia divina, añadiendo siempre una restricción a su
enunciado: "caritas amicitia quaedam est hominis ad Deum" 62. Tomás está convencido de que la igualdad que supone o
a la que tiende la amistad no puede aplicarse totalmente cuando se trata de la amistad del hombre con Dios63. En el
punto al que hemos llegado, debe quedar ya claro que el ser imagen de Dios es el fundamento, el presupuesto y lo que
hace posible la gracia, o sea, el hecho de que Dios pueda no sólo entablar una relación de amistad con el ser humano,
sino comunicarse a sí mismo como tal Dios al ser humano. La imagen es lo que hace posible que el hombre pueda llegar
a ser hijo de Dios y participar de la misma naturaleza divina. Todo esto lo desarrollaremos en un posterior capítulo,
aunque ya insinúa algo de eso la lectura teológica de la palabra "semejanza" que acompaña en Gen 1, 26 al término
imagen.
SEMEJANZA O IMAGEN DINÁMICA DE DIOS
"Dijo Dios: Hagamos al ser humano a imagen nuestra, como semejanza nuestra" (Gen 1, 26).
¿La mención de la semejanza, añade algo al término imagen? La opinión más extendida es que el término
semejanza parece que atenúa el sentido de imagen, tal como se entendía en el ámbito egipcio, excluyendo la igualdad:
"como esta imagen no era en un todo igual a la Imagen de Dios ni de El nacida, sino creada por El, por eso se dice
imagen hecha a semejanza; esto es, que no llega a la paridad, pero es hasta un cierto punto parecida", leemos en San
Agustín64. La mención de la semejanza serviría, pues, para evitar que la palabra imagen pudiera dar la impresión de una
excesiva identificación entre el Creador y la criatura. Con todo, algunos descubrimientos arqueológicos relativamente
recientes nos llevan más bien a la conclusión de que los términos imagen y semejanza son equivalentes65. Sea lo que sea
del asunto, entiendo que la no identificación entre el Creador y la criatura aparece más bien en la afirmación de que el
hombre es una imagen creada. En la tensión creatura-imagen está la grandeza del hombre, pero al mismo tiempo se
indica que esta grandeza es un don y que, por tanto, no puede erigirse autónomamente frente a Dios.Más allá de la
literalidad de la Escritura, esta distinción entre imagen y semejanza ha dado origen a una doctrina antropológica de gran
riqueza. Merece mencionarse la lectura que de la palabra semejanza hacían Ireneo y algunos otros Padres. La imagen
(eikon) es una noción estática, la semejanza (omoiosis) es una noción esencialmente dinámica, e indicaría la capacidad
de perfeccionamiento del hombre y de asimilación a Dios. La estatua de mármol puede ser imagen de algún personaje
viviente y haber sido hecha a su imagen. Hay, sin embargo, imágenes que entrañan perfectibilidad en el acercamiento a
su modelo. Encierran un principio de similitud dinámica, destinada a incremento'. Imágenes que, no contentas con
parecerse al modelo en un grado mínimo, han de asemejársele continuamente hasta llegar en lo posible a su misma
perfección vital. Tal ocurre en el hombre, creado a semejanza de su modelo, para asemejársele vitalmente hasta adquirir
su misma perfección. Gen 1, 26 preanuncia el estadio larguísimo desde la primera plasis hasta la vista del Padre. La
semejanza representa, pues, el impulso hacia una meta no lograda; una etapa transitoria que va afianzando de continuo
en el individuo la cualidad divina: "No fuimos creados dioses desde el principio, sino primero hombres, luego al fin
dioses", dice San Ireneo66.Esta lectura patrística del texto del Génesis viene confirmada por la lectura que hacían
algunos rabinos: el hombre, aunque es mortal y afligido por el conflicto entre sus aspectos divinos y terrenales, es un
sistema abierto, y puede desarrollarse hasta el punto de compartir el poder de Dios y su capacidad de creación. El
hombre se concibe como creado a semejanza de Dios, con capacidad para una evolución cuyos límites no están fijados.
"Dios, observa un maestro jasídico, no dice que 'era bueno' después de haber creado al hombre; esto indica que mientras
el ganado y todo lo otro estaba terminado después de haber sido creado, el hombre no estaba terminado". Es el hombre
mismo, guiado por la palabra de Dios, tal como está formulada en la Tora y los profetas, quien puede y debe desarrollar
su naturaleza en el curso de la historia67.
El Catecismo de la Iglesia Católica (en n° 2.784) también parece situarse en esta línea cuando escribe: "creados a
su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella". En suma, la imagen no puede
perderse; en cambio la semejanza se pierde por el pecado y se perfecciona a medida que nos acercamos a Dios.
Estas observaciones nos recuerdan un dato antropológico de gran riqueza, a saber: ser hombre consiste en hacerse
hombre. El ser humano no es sólo naturaleza; es constitutivamente histórico, lo que significa que lo que somos tenemos
que realizarlo y asumirlo personalmente. El hombre es proyecto de sí mismo, conforme a la famosa frase de Goethe:
"lo que has heredado, conquístalo para que sea tuyo". Pero sobre todo estas observaciones nos recuerdan un dato
teológico importante, a saber, que Dios no hace magia con el hombre y que ser cristiano supone un camino, un ir
haciéndose cristiano, un asumir consciente y libremente el amor de Dios, respondiendo cada día a este amor, conforme
a otra frase de Tertuliano: "los cristianos no nacen, se hacen".El hombre ha sido creado a imagen de Dios, o sea, con
capacidad para lo divino. Pero esta capacidad no se actualiza contra el hombre y sin el hombre, de modo que esta
imagen debe desarrollarse hasta lograr la perfección de la semejanza. Todo hombre, al comienzo de su historia, se
encuentra al inicio de un camino y está destinado a una plenitud. La meta de todo hombre, su plenitud, es Cristo, ser
como Cristo, ser otro Cristo, responder a Dios como lo hizo Jesucristo. Dios, antes de cualquier decisión nuestra, a
todos nos ha llamado a reproducir, a producir de nuevo, la imagen de su Hijo (Rm 8, 29). Pero esta reproducción no es
posible sin el consentimiento del hombre y sin la acogida del don de Dios. Adán, el primero de todos, y todos los que
han venido después, fue llamado a la responsabilidad, a confirmar libremente la gracia recibida 68, pero Adán pecó,
apartándose así de Dios. Después de él, todo hombre está llamado a la comunión con Dios, pero esto supone la
aceptación libre y responsable de la imagen recibida, supone ponerse en camino hacia Dios. Dios salva al hombre
siempre que exista una libre aceptación del hombre. "El que te creó sin ti, no te salvará sin ti", decía San Agustín. Y
Sto. Tomás añadía: "Dios no nos justifica sin nosotros"69.
Cristo es el hombre que acepta plenamente el designio del Padre70, el que hace de la voluntad del Padre su alimento,
y así lleva a su más alta cumbre las posibilidades de lo humano. Por eso, todo hombre está llamado a revestir la imagen
de Jesús para encontrar, en su seguimiento, su más alta estatura de hombre, que no es otra que la semejanza con Dios.
En suma, el hombre es imagen y semejanza, o sea, imagen dinámica de Dios. Dicho desde otro registro: es don y
tarea. El hombre es camino, proceso histórico. La tarea y camino del creyente es acercarse cada vez más a Cristo para
que los hombres puedan ver en él a Dios. Pues "en la vida de aquellos que se transforman con mayor perfección en
imagen de Cristo (cf 2 Co 3, 18), Dios manifiesta al vivo entre los hombres su presencia y su rostro"71. O como dice
Sto. Tomás: "cuanto más semejante a Dios es una criatura, tanto más claramente se ve por medio de ella a Dios" 72. En
esta línea, Gregorio de Nisa, comentando el "dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios", exhorta a los
cristianos a "limpiar vuestro corazón de la suciedad con que lo habéis embadurnado y ensombrecido", ya que así
"volverá a resplandecer en vosotros la hermosura divina". Pues un corazón limpio "recupera la semejanza con su forma
original y primitiva", la "semejanza con la bondad divina". Entonces "al contemplar su propia limpieza ve, como a
través de una imagen, la forma primitiva. Del mismo modo que el que contempla el sol en un espejo, aunque no fije sus
ojos en el cielo, ve reflejado el sol en el espejo, no menos que el que lo mira directamente", también en el que "retorna a
la imagen creada desde el principio" puede contemplarse a Dios. Gregorio concluye: "la santidad, la pureza, la rectitud
son el claro resplandor de la naturaleza divina, por medio del cual vemos a Dios" 73.Al ser esta semejanza la plenitud
lograda del hombre, que introduce al creyente en el ámbito de la nueva creación, es lógico situarla al final del camino, o
sea, en la escatología: "aún no se ha manifestado lo que seremos. Cuando se manifieste seremos semejantes a Dios,
porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
EL HOMBRE, SER UNITARIO
Dentro de la cuestión de la imagen, debemos abordar ahora el tema del alma. Pues la teología clásica, al preguntarse
dónde se realiza la imagen de Dios en el hombre, responde diciendo (ya desde Filón) que en la dimensión espiritual del
hombre, con exclusión del cuerpo, ya que Dios no lo posee. Tomás de Aquino afirma que "en el hombre se encuentra la
semejanza de Dios como imagen en cuanto a la mente y como vestigio en sus otras partes" 74. Sin duda ha contribuido a
reforzar esta idea la concepción reinante sobre el hombre como compuesto de alma y cuerpo, y la atribución de la
mayor dignidad al alma.Esta distinción entre alma y cuerpo no se corresponde bien con la antropología bíblica, que
fundamentalmente es de corte unitario y no dualista, aunque tampoco le es del todo extraña. Los autores bíblicos no
viven aislados del mundo que les rodea. Así se explica que conozcan, si bien la entienden desde su propia perspectiva,
la distinción griega cuerpo-alma que posteriormente hará fortuna en el cristianismo y en la cultura occidental. No cabe
duda de que el libro de la Sabiduría utiliza el binomio sóma-psyché, pero hay autores que dudan de que a partir de ahí
pueda inferirse que dicho libro contiene una antropología de corte dicotómico. Aunque en el libro se encuentran
numerosas referencias a la filosofía griega, su estructura y antropología de fondo sigue siendo de tipo judío75.Por lo que
se refiere al Nuevo Testamento, en la mayoría de los casos en que aparece el término psyché, se refiere a la vida
contemplada como unidad indivisible y no responde al concepto de "alma" de una antropología platónica de tipo alma-
cuerpo. Buen ejemplo de ello es Mc 8, 35. El texto que presenta más dificultades, por contraponer soma y psyché, es el
de Mt 10, 28: "no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede
llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna". Pero tampoco ahí encontramos la base para ninguna antropología
dualista. Más bien se indica que "el poder humano sólo es capaz de privar al hombre de su existencia terrena, pero no
puede quitarle la vida; en cambio el poder de Dios abarca a la persona en su totalidad. Sólo Dios puede 'quitar' la vida,
enviando al hombre a la gehenna"76. En lo que se refiere a San Pablo, su antropología gira en torno al cuerpo. Para él la
salvación tiene un carácter corporalista y lo que se destaca es el primado de la resurrección (cf. 1 Co 15, 35 ss.). No
encontramos en el Nuevo Testamento una antropología de tipo helenista, aunque sí se hallen las categorías que poste-
riormente utilizará la Iglesia, si bien con significados y acentos distintos.
La estricta distinción platónica entre cuerpo y alma es extraña al pensamiento bíblico, que alude siempre al hombre
como totalidad. Los diferentes términos antropológicos que utiliza la Biblia (basar, nefes, ruah, leb, psyché, sarx,
pneuma) designan las diferentes relaciones o los diversos aspectos del ser del hombre, pero no partes del hombre. En
consecuencia, desde este punto de vista, el hombre es imagen de Dios no según una parle de su ser, sino según la
totalidad de su persona, incluida su corporalidad, que hay que entender positivamente y destinada a la salvación: "el
cuerpo del hombre participa de la dignidad de la imagen de Dios", afirma el Catecismo de la Iglesia Católica77.
El alma como forma del cuerpo
La teología cristiana asumió desde el siglo II la idea platónica de inmortalidad y, por tanto, el concepto de alma para
designar la dimensión espiritual del hombre, dimensión que podría existir sin el cuerpo. Introdujo, sin embargo, algunos
retoques correctores a las tesis platónicas. En primer lugar, que el alma no posee la inmortalidad por naturaleza, sino
como un don de Dios. Y además, la esperanza en la resurrección apunta también al cuerpo, a la materia. La profesión de
fe en la resurrección de la carne sirvió de fórmula polémica, antignóstica, para evitar una idea demasiado espiritualizada
de la salvación. Con todo, fue Tomás de Aquino, con su fórmula "el alma es forma del cuerpo", quién dejó claro que
alma y cuerpo no son dos sustancias originariamente independientes y unidas posteriormente, sino dos principios
entitativos coordinados y relacionados de un mismo ser humano: el principio de la vida y la adecuada materia para que
esta vida pueda realizarse; son forma y materia. Forma quiere decir que el alma no es ninguna entidad fuera del cuerpo,
como se deduce de la comparación que Tomás de Aquino añade: también la salud es forma del cuerpo y la ciencia lo es
del alma78. Me parece atinado el comentario que hace J. I. González Faus a la fórmula del alma como forma del cuerpo:
"Todos los caminos de respuesta a la pregunta por las relaciones entre alma y cuerpo no han de ir por la vía del dualismo,
sino por la vía de la integración y la unificación. Tomás de Aquino caracteriza esta integración con la fórmula del alma
como forma del cuerpo, que él contraponía a la fórmula platónica (mucho más dualista) del alma como motor del cuerpo. La
contraposición con el motor ayuda a entender la palabra forma. El motor es una parte de lo movido; la forma es la
integración misma de todas las partes. El motor puede paralizarse él solo, dejando el resto del vehículo (inmóvil pero)
intacto; la forma convierte su propia parálisis en desintegración del todo. El motor puede, en teoría, ser cambiado, dejando el
vehículo inalterado; la forma no puede ser cambiada sin que también lo informado sea "otro"... Que el alma es forma del
cuerpo quiere decir que el cuerpo sin alma no es cuerpo, no existe. Y que el alma sin cuerpo tampoco es alma. El cuerpo es
materia animada. Y el alma es espíritu encarnado" 79.
Pero incluso en el pensamiento de Tomás de Aquino, la terminología del alma resulta problemática, sobre todo el
concepto de alma separada. Pues, según Tomás, el alma puede existir separada del cuerpo80, aunque también afirma que
"estar separada del cuerpo es contranatural al alma, y sin él no podrá tener la perfección que exige su naturaleza"81.
Además, Tomás de Aquino, en contraste con las tendencias platónicas, estoicas y agustinianas (que tienen a
menospreciar el cuerpo considerándolo un obstáculo para el alma), sostiene que el cuerpo contribuye al bienestar del
alma: es propter melius animae, y no al revés82.Si el alma es forma del cuerpo como la salud es forma del cuerpo, eso
significa que el alma es lo que hace que el cuerpo humano funcione como funciona. El cuerpo humano tiene una
estructura peculiar que no es reducible a lo puramente biológico. Esta estructura es la que hace que esta materia
(corporal) sea humana. Ahora bien, ¿qué es la estructura fuera de la materia estructurada?, ¿qué es la integración fuera
de los elementos integrados? Cosa distinta es preguntarnos qué "es" ese conjunto estructural que es el cuerpo humano,
pues aunque sea susceptible de explicaciones teóricas más o menos razonables, resulta a la postre una realidad
misteriosa. Y, en todo caso, es algo más que la simple adición de los elementos de la estructura.
En la actualidad, el problema alma-cuerpo se plantea más bien en términos mente-cerebro: ¿existe eso que
llamamos mente? ¿Es algo distinto del cerebro? ¿Basta la estructura orgánica del cerebro para explicar la conducta,
facultades y propiedades del ser humano? ¿O no es preciso postular otro factor explicativo del fenómeno humano, no
orgánico, no material? En suma, ¿se identifica el yo, la autoconciencia, la mente, con una entidad biológica o
fisicoquímica?
Me resulta convincente y plausible esta teoría: Actuando como un todo, no simplemente por la adición o
combinación de las partes que anatómica y fisiológicamente lo integran, el cerebro humano piensa, quiere, es
autoconsciente y produce los sentimientos correspondientes a su especificidad. Por tanto, el espíritu, el alma o la mente
no es sino un modo de actuar y manifestarse la peculiar estructura de la materia cósmica que en esencia es el cuerpo
humano. Por ser como es, el cuerpo humano hace lo que humanamente hace. Sin duda, con su constante progreso, la
neurofisiología, la psicología y la reflexión filosófica irán acercándonos más y más a una intelección razonable de lo
que hace el cerebro, en tanto que agente de las actividades psíquicas superiores. Nunca, sin embargo, podrán darnos una
idea clara y distinta de lo que en su unidad operativa es ese conjunto estructural, de modo que nuestra mejor
comprensión ni agota ni anula el misterio del hombre83.A pesar de lo dicho, considero que no es a la teología a quién
compete dar una respuesta al problema mente-cerebro, aunque sí le corresponde dejar claro que las hipótesis
materialistas que pretenden desvelar el misterio y reducir a lo biológico y físico todos los procesos mentales, son
incompatibles con la visión cristiana del hombre84. Se explique como se explique, me parece evidente que el hombre
tiene una dimensión corporal y una dimensión espiritual, que en último término es irreductible a lo puramente material,
aunque no sea posible definirla con precisión. Pero distinguir no es separar, pues se trata de dos dimensiones de la
misma y única persona, no de dos partes separables que podrían existir la una sin la otra. Dimensiones que se dan en una
única realidad. Así cabe decir que lo espiritual es corporal y lo corporal es espiritual; toda la psique es orgánica y todo el
organismo es psíquico. Por eso, más que hablar de inmortalidad o de espiritualidad del alma, hay que hablar de una
estructura psicofísica que posibilita la comunión con Dios y el destino a una vida imperecedera.
Dimensión trascendente del ser humano
La cuestión del alma, más que por sí misma, interesa en función de la afirmación de fe en la resurrección de los
muertos. Pero hay que insistir en que la resurrección de los muertos es una afirmación hecha desde una fe, y no parece
posible deducir la inmortalidad de la consideración de la espiritualidad del alma. Entre Platón y Aristóteles hay una
diferencia que da qué pensar. Tanto el uno como el otro sostienen la espiritualidad del alma. Pero, mientras para Platón
el alma es una participación de las ideas eternas, Aristóteles no admite esa vinculación platónica con lo divino. De ahí
que Platón espera justificadamente una vida después de la muerte, mientras que Aristóteles afirma consecuentemente
que la muerte es el fin definitivo de todo lo que es el hombre85. La comunión con Dios constituye el único clima en el
que nace la esperanza de vida después de la muerte. Fuera de la perspectiva religiosa, esa posibilidad aparece como
carente de base, como puro deseo, como simple proyección sin objeto.
De ahí que, desde el punto de vista de la teología cristiana, me parece importante recuperar una noción que a veces
se ha confundido con el alma, y que convendría distinguir: la noción de espíritu86. Según San Pablo, el hombre
espiritual es el que está orientado hacia Dios y habitado por el Espíritu divino (Rm 8, 5-16; Gal 5, 16-25). Por eso, la
verdadera dimensión espiritual del hombre no proviene de su "alma", de su realidad psíquica, sino de su apertura y
acogida al Espíritu Santo de Dios. Este espíritu es el principio de la vida eterna en el hombre, el único poder de
resurrección (Rm 8, 11). Desde esta perspectiva el alma recobraría su importancia como principio capaz de acoger el
espíritu vivificante, que hace que ya desde ahora poseamos la vida eterna y, por eso, sería inmortal.
Otra cosa es preguntarse por las implicaciones antropológicas de la fe en la resurrección. Fundamentalmente me
parece que son estas dos:
1.—El hombre goza de una dignidad superior a toda otra realidad mundana, pues tiene capacidad para sostener un
diálogo con Dios. Sobre esta dignidad del hombre ya nos hemos explicado. ¿Se quiere significar esto con el concepto
de alma?87.
2.—La fe en la resurrección supone no sólo una ruptura entre la vida presente y la futura, sino también una
continuidad fundamental, en virtud del Espíritu Santo, entre la vida presente en Cristo y la vida futura. Esto significa la
supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, del mismo "yo" humano que vivía en la tierra88. ¿Cabría entender
por alma la permanencia del mismo yo, a través de los sucesivos cambios físico-químico-biológicos de la materia
corporal? Así como el hombre mantiene su identidad a través de los cambios fisiológicos y celulares que se dan a lo
largo de su vida terrena, es necesario afirmar que esta misma identidad se mantiene en la resurrección en un cuerpo
nuevo, transformado, dado que sin cuerpo no hay persona humana. Se tratará, como dice San Pablo, de un cuerpo
pneumático (1 Co 15, 44), o sea, de un cuerpo completamente invadido por el Espíritu Santo, pero en este cuerpo el
hombre seguirá siendo el mismo, en continuidad con su vida anterior en la tierra 89. ¿No es acaso esto lo que pretende
salvar el concepto de alma?. Resulta también legítima la pregunta de qué es en realidad lo que se salva y de qué manera
la dimensión corporal se integra en la salvación. Como acabamos de indicar, en la vida eterna, en la que introduce la
resurrección, se trata de un cuerpo nuevo en el que subsiste el mismo yo humano. Pues resulta difícilmente concebible
que resucite la misma corporalidad empírica, gastada y destinada al polvo, con la que el hombre ha vivido en este
mundo.En este problema hay que recordar que "cuerpo" no es algo distinto y menos opuesto al "alma", sino una
dimensión del ser humano en tanto que éste está en relación con el mundo y con los otros seres humanos. Por eso
cuando se habla de resurrección del "cuerpo" o de la carne se significa la resurrección del hombre en su integridad, en la
totalidad de sus dimensiones y relaciones. Pero tales dimensiones y relaciones se encuentran, en la resurrección, en una
condición de eternidad. Así, el hombre al morir alcanza su consumación final como alguien relacionado con otros seres
humanos a los que está ligado en su historia y sociedad común, relacionado con la cultura y la técnica que él se crea
como mundo vital; relacionado además con la naturaleza que le está confiada como entorno humano. La resurrección
del cuerpo significa que el hombre como ser relacional se consuma mediante relaciones especiales y permanentes con el
mundo interhumano, cultural y natural que hacen de él la persona histórica concreta. Estas relaciones se interrumpen
con la muerte en su apariencia empírica y bajo la forma espacio-temporal de este mundo perecedero, pero quedan
asumidas de forma nueva en la dimensión de eternidad que Dios prepara para los que ama90.
Cabría interpretar en esta dirección 2 Co 5, 1: "Sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se
desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos".
Cuando muere el hombre deja su cuerpo terreno (su morada terrestre se desmorona) para encontrarse con Cristo. Desde
este punto de vista, el hombre es inmortal. Pero cuando llega al cielo encuentra un nuevo cuerpo, no hecho de tierra,
sino glorioso. Se encuentra, pues, con una forma nueva que le permite vivir en una nueva dimensión su total e íntegra
realidad.
Si se pregunta cómo es esta forma nueva en esta nueva dimensión, habrá que responder: Pretender indagar de qué
manera se asumen estas dimensiones corporales del hombre e intentar describir la figura del cuerpo nuevo del
resucitado es entrar en los terrenos de la teología-ficción.
LA AUTÉNTICA IMAGEN DE DIOS
Según el Nuevo Testamento la verdadera y más perfecta imagen de Dios es Cristo. Aunque esta afirmación se halla
sólo explícitamente en los escritos paulinos (2 Co 4, 4; Col 1,15; Heb 1, 3), la idea no está ausente del cuarto evangelio:
Cristo es reflejo de la gloria de Dios (Jn 17, 5.24), lo que supone entre Cristo y su Padre una semejanza que se expresa
claramente en esta afirmación, en la que hallamos, si ya no la palabra, por lo menos el tema de la imagen: "El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9).
En el sentido más pleno de la palabra, la auténtica imagen de Dios es el hombre Jesús. Si el pecado es lo que
desfigura la imagen de Dios en el hombre, resulta además que Jesús, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado
(Heb 4, 15; cf 2, 17), no es sólo la imagen de la divinidad, sino la imagen de la humanidad tal como había sido
concebida originariamente, y tal como puede volver a ser ahora a través de él: "El que es imagen de Dios invisible (Col
1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el
primer pecado"91. Ambos aspectos, Cristo imagen del Padre y Cristo hombre ideal, resultan complementarios y van en
la misma dirección, pues cuanto más cerca de Dios está una criatura tanto más perfecta es.
Importa reflexionar sobre ambos aspectos y preguntarnos que relevancia tienen para nosotros.
Cristo, imagen del Padre
Para comprender la importancia que tiene para nosotros la afirmación de Cristo como imagen de Dios, debemos
recordar que Dios en cuanto tal es inaccesible e inalcanzable. Cuando Moisés pretende ver el rostro de Dios, se
encuentra con esta respuesta: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,
20). Igualmente el Nuevo Testamento afirma: "a Dios nadie le ha visto jamás" (Jn 1, 18; cf 1 Jn 4, 12; Jn 5, 37; Mt 11,
27), pues "habita en una luz inaccesible" y por eso "no le ha visto ningún ser humano ni le puede ver" (1 Tim 6, 16). En
esta línea Tomás de Aquino escribió: "Dios mora como en una especie de tinieblas impenetrables"92. Y, aunque partien-
do de las cosas visibles se puede alcanzar algún conocimiento de El, la verdad es que cuanto más se progresa en su
descubrimiento más consciente se es de su lejanía93. De ahí que "lo máximo y más perfecto de nuestro conocimiento de
Dios en la tierra es unirse a Dios como al gran Desconocido"94.
Pero el Nuevo Testamento no sólo afirma la inaccesibilidad de Dios. Afirma también que en Cristo Dios se ha
hecho cercano y se ha dado a conocer: "nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar" (Mt 11, 27; cf Jn 1, 18). Dios ha manifestado su cara oculta y su misterio insondable en la vida de Jesús. Por
eso Jesús puede exclamar: "el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado" (Jn 12, 45); y también: "el que me ha
visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). El Jesús terreno es la traducción humana del modo de ser y de obrar de Dios. En
Cristo tenemos, por tanto, un acceso real y verdadero a Dios; en él alcanzamos un conocimiento de Dios, y así podemos
saber a qué atenernos en la realización de la imagen que somos nosotros. Este conocimiento de Dios que tenemos en
Cristo, es tanto más necesario cuanto que rompe los esquemas e imágenes que los hombres solemos hacernos de Dios.
En efecto, la cercanía de Jesús a los pobres y despreciados, el amor que manifestaba a los pecadores, su valentía
desarmada para enfrentarse con los poderosos que mantenían situaciones injustas, rompe con la imagen de un Dios
lejano y omnipotente, que no es sino la propia proyección de la soberbia del hombre.
Cristo, ideal concreto de lo humano
Si Cristo es la imagen más perfecta de Dios en un rostro humano, es también por esto mismo paradigma de
humanidad, el ideal del hombre concretamente realizado. Puesto que todo hombre ha sido llamado a realizar en plenitud
la imagen de Dios que lleva impresa en su ser, todo hombre encuentra en el hombre Jesús un modelo concreto en el que
mirarse para poder realizar esta imagen. Por esta razón Rm 8, 29 afirma que todos hemos sido destinados a reproducir, a
producir de nuevo, la imagen del Hijo. Los cristianos son los que reflejan en su vida y en su rostro la gloria del Señor y
para ello se van transformando en imágenes de Jesús (2 Co 3, 18). En la medida en que esta transformación se realiza,
los cristianos se convierten también en un reflejo de la gloria del Padre del cielo y por medio de ellos los hombres glori-
fican a Dios (cf. Mt 5, 16; Flp 2, 15). Al respecto afirma el concilio Vaticano II: "En la vida de aquellos que, siendo
hombres como nosotros, se transforman con mayor perfección en imagen de Cristo (cf 2 Co 3, 18), Dios manifiesta al
vivo entre los hombres su presencia y su rostro. En ellos El mismo nos habla y nos ofrece un signo de su reino, hacia el
cual somos atraídos poderosamente con tan gran nube de testigos que nos envuelve (cf Heb 12, 1) y con tan gran
testimonio de la verdad del Evangelio"95.Desde el principio, el Creador hizo al hombre a su imagen para que pudiera
alcanzar la semejanza divina. Este destino quedó frustrado por el pecado del hombre. Cristo es el que devuelve "a la
descendencia de Adán la semejanza divina deformada por el primer pecado" 96. De modo que "a través de la
Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado
de manera definitiva"97. Esta dimensión realizada en Cristo es la posibilidad de todo hombre: "despojaos del hombre
viejo con sus obras, y revestios del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según
la imagen de su Creador" (Col 3, 9-10). Cristo es el hombre nuevo, el hombre definitivo, precisamente por su profunda
unión con Dios. El es el hombre cabal, en quién Dios se ve reflejado y es también el ideal humano. En él se manifiesta
la meta del hombre y la maravilla a la que ha sido llamado. De ahí que, en su seguimiento, "la vida y la muerte se
santifican y adquieren nuevo sentido"98 y así el hombre "se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de
hombre"99.
CONCLUSIÓN: DIOS Y LA DIGNIDAD HUMANA
El hombre, por su inteligencia, es superior a todo lo creado. Pero a lo largo de este capítulo ha quedado claro que la
grandeza y excelsa dignidad del hombre proviene de su relación con Dios. Retocando un dicho español cabría decir del
hombre: dime con quién te relacionas y te diré quién eres. Esta relación, el mismo Dios la ha hecho posible al crear al
hombre a su imagen. Pero para que tal imagen no resultase algo impuesto, Dios ha querido en su inmenso respeto al ser
humano, que éste la asumiera personal y libremente. De ahí que el hombre, siendo providente de sí mismo y con
capacidad de decisión sobre sí mismo, puede asemejarse a Dios o alejarse de él.Además, el carácter de imagen de Dios
es el principio regulador de las relaciones entre los hombres. Por una parte, por ser imagen de Dios todo hombre es
inviolable. Por otra, la imagen de Dios en cada uno se manifiesta en la medida en que vivimos la comunión y la
fraternidad. En nuestra actitud ante el hermano está la prueba de que la imagen de Dios ha sido realizada. El amor a
Dios es inseparable del amor al hermano. La acogida y el encuentro con Dios pasan por y se manifiestan en la acogida y
el encuentro con el hermano l00.Dios resulta ser la verdad más profunda acerca del ser humano. La consideración del
otro hombre como hermano es la verificación de esta verdad. La mirada de la fe, encuentra en Cristo la plena
realización de esta relación indisoluble entre Dios y el hombre: el amor a Dios es directamente proporcional al amor a
los seres humanos. Pero todo esto sólo puede ser asumido libremente. Paradójicamente en el rechazo de esta verdad se
manifiesta, como en un negativo y de forma destructora, el poder y la grandeza del hombre. A pesar de ello, la imagen
permanece siempre como un reclamo del amor de Dios que nunca abandona al ser humano y siempre está a la espera de
su vuelta. El amor de Dios como oferta, la posibilidad de rechazar este amor, y el mantenimiento de la oferta a pesar del
rechazo —momentáneo o no— constituyen el tema del próximo capítulo.
BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL
E. M. BOISMARD, Faut-il encoré parler de "résumection"?, Cerf. París, 1995 (trad. castellena: ¿Es necesario aún hablar de "resurrección"?, Desclée de Brouwer,
Bilbao, 1986).
S. FUSTER, Cristo, imagen del Padre, en Estudios Trinitarios, 1988, 399-412.
M. GELABERT, LO hiciste casi como un dios, en Teología Espiritual, 1989, 291-312.
J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, Sal Terrae, Santander, 1987, 79-178.
J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander, 1988.
L. SCHEFFCZYK, El hombre actual ante la imagen bíblica del hombre, Herder, Barcelona, 1967.
R. SCHULTE y J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Cuerpo y Alma, en Fe cristiana y sociedad moderna, 5, SM, Madrid, 1985, 11-88.i >.i
"Crece la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables"
(Gaudium el Spcs, 26).
1. E. BI.OCII, El ateísmo cu d cristianistuo, Taunis, Mudrid, \')H,\, I I'; y 223,
3. Al respecto, resultan de sumo interés estas palabras de S. KIERKEGAARD: "El yo delante de Dios alcanza una nueva cualidad o
calificación. Ya no es solamente un yo humano, sino lo que yo llamaría —en la esperanza de que no se me comprenda mal— el yo teológico, un
yo delante de Dios. ¡Y qué realidad infinita la que alcanza entonces al saber que está delante de Dios, y convertirse en un yo humano cuya medida
es Dios! Un vaquero que no fuera más que un yo delante de sus vacas, no sería más que un yo bien inferior; lo mismo un soberano, yo delante de
sus esclavos, sólo es un yo inferior, en el fondo no lo es, pues en ambos casos falta la escala... ¡Pero que rango infinito no adquiere el yo cuando
Dios se convierte en medida suya! La medida del yo siempre es aquello que el yo tiene delante, esto es definir lo que es la medida'. Del mismo
modo que sólo se suman las grandezas del mismo orden, así todas las cosas son siempre cualitativamente idénticas a su medida" (Traite du
désespoir, Gallimard, 1949, 161-162. La traducción es mía. Hay una traducción castellana de esta obra de Kierkegaard en Obras y papeles, t. VII,
Madrid, Guadarrama, 1969)
4. /// riiulatl tic Dios, XIV, 13, 2.
5. X. ZIIIIIKI, /','/ hombre y Dios, Alianza, Madrid, 1984, 327.
6. JUAN PABLO II, Evangelium Viíac, 21. «4
7. Gaudium et Spes, 36. También Evangelium Vitae, 22 al final: "Viviendo
como si Dios no existiera, el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino tam
bién el del mundo y el de su propio ser".
8. JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 34.
(
), JUAN PAULO II, IWangclittm Vitae, 35.
10. Cl. JUAN PAULO II, livangclimu Vitae, 34.
I I, OidüUNi'.s, Coiiiiii Celso, 7, ft.S.
12. Cf. J. PELIKAN, Jesús a través de los siglos, Herder, Barcelona, 1989, 120.
13. Gaudium et Spes, 22.
14. Sermón 1 en la Natividad del Señor, 3; P.L. 54, 193. También San Ireneo: "Dios se hizo hombre para que el hombre llegase a ser Dios" (Adv. haer. TTI,
19, 1) y San Agustín: El Hijo "descendió para que nosotros subiésemos y, permaneciendo en su naturaleza, se hizo partícipe de la nuestra, a fin de que nosotros,
permaneciendo en nuestra naturaleza, fuéramos hechos partícipes de l¡t Niivtl" (H]h, I'ID. 4, 10).
15. Evangeliwu Vilae, 2.5; cf. Rcdeiu¡'lni llumiuls, I ti
16. ( I H K I I A H I I VON kAD, /','/ libro del Cénesis, Sigúeme, Salamanca, 1982, 68-69.
17. In„p. 71.
18. La Ciudad de Dios, XIX, 15.
19. JUAN PABLO II, Christifideles Laici, 38.
20. Evangelium Vitae, 53.
21. Evaiifielium Vilae, 40
22. Bvaiieeliuin Vilae, 41. Rs interesante leer todo este número 41.
23. 23i .MÍAN I' AH I . O II, li\>(iiii;cliiiiii Vilae, 9.
24. C. SPICQ, Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid, 1977, 38.
25. Gaudium et Spes, 24.
26. Gaudium el Spes, 17.
27. TOMAS DI; AouiNO, Suma de Teología, I-II, prólogo.
28. CF. S. Vuucus, Dios y el hombre. La Creación, BAC, Madrid, 1980, 254.
29. Suma de Teología, 1-11, 'Jl, 2.
30. S. KIERKEGAARD, Diario VII A 181.
31. K. RAHNER, La gracia romo lihcrlad, Herder, Barcelona, l'>72, 9l>.
32. En lo demoniaco la libertad se pone como no libertad (S. KIERKEGAARD, Ir concept de Vangoisse, Gallimard, 1969, 126).
33. Cf. S. KIERKEGAARD, Diario, XII A 428. La libertad —escribe también S. Kierkegaard— es la dialéctica de dos categorías, la del posible y la del
necesario (l i í i i l i < t i i i desespoir, Gallimard, 1949, p. 82).
34. S. Kii'KKi'GAAKD, Diario Xiv A 177. Cf. también R. DESCARTES, Meditacio-ur: niflafisicas, inuclit. 4", Kspasa ('alpe, México, 1982, 152-153.
35. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, 62, 8, ad 3.
36. "La verdadera libertad es libertad frente a las sugestiones del instante; resiste a la llamada y a la presión de las sugestiones momentáneas. Esto sólo es
posible si el comportamiento humano está determinado por un motivo que supera los límites del instante presente, es decir por una ley. La libertad es obediencia a
una ley, cuya validez ha sido reconocida y aceptada por el hombre, que la admite como la ley de su propio ser" (R. BULTMANN, Jésus. Mytliologie el
déuiylholoyisatiotí, Du Seuil, París, 1968, 209).
37. K. RAHNER, O. C. en nota 31, p. 47; ef. p. 63.
38. La relación entre gracia y libertad la tocaremos en su capítulo correspondiente. Aquí se trataba de la libertad como constitutiva del
hombre como imagen de Dios. En la medida en que la imagen se deforma (tema del pecado) la libertad se debilita y se pierde. En la medida en que
se recupera y plenifica la imagen (tema de la gracia), también la libertad se refuerza y orienta.
39. SAN A I . I I H T I N , /V 'l'i'milnlr, X I I , S, 5.
40. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XV, 7, 11; 6, 10; Cf. De Gen. c. manich., I, XVII, 28; Confesiones VI, 3, 4. También TOMÁS DE AQUINO, Sutna de Teología
I, 93, 6.
41. Cf. Y. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona, 1983, 593-594.
42. K. BARTH, Dogmatique, Labor et Pides, Genéve, 1960, t. 10, 197-209; 309-313.
43. K. BARTH, Dogmatique, t. 15, 120. El plural del texto bíblico: "Hagamos" (Gen 1, 26), lo explica Barth en esta línea: esta diferencia y esta relación, esta
manera de estar juntos y de obrar juntos con amor, esta presencia del "yo" y del "tú" existen en primer lugar en Dios mismo (Dogiiiiili(iiii,l l. 10, 20'-*).
44. MtdUris Dipiilalem, 6.
45. MnlierLi l)ii:iiiltiiern, 7
46. MuHcris l>i) ;ii it a t <' i ii, 7
47. Mulieris Dignitatem, 8. La pregunta que aqui se sugiere, que merece un tratamiento propio y diferenciado, es: Si el hombre —varón y mujer— es
imagen de Dios, ¿podemos hablar de Dios como Madre? Sin duda que sí, siempre que tengamos en cuenta que Dios trasciende nuestras categorías, nuestros
nombres y, por supuesto, nuestras experiencias negativas de los padres o madres humanos. Resulta interesante, al respecto, Os 11, 9: "porque soy Dios, no macho
('ish = varón)" (Sobre esta cuestión de la maternidad de Dios: cf. ALICE DERMIENCE, La question de Dieu et la representation de Dieu: un défi pour la théologie
feministe, en Bulletin E. T., 1994, 40-50; J. VIDAL TALENS, Un Déu digne de l'home, edit. Sao, Valencia, 1995, 241-245).
48. Por ejemplo SAN JUSTINO, Diálogo con Trifdii, 62.
49. Cf. JUAN PAULO II, Mulieris Dinnitatem, 24.
50. CF. nuestro capítulo II, subaparlado: "Varón y mujer los creó" del apartado: "El hombre culmen de l;i erección".
51. Gaudium et Spes, 12.
52. Gaudium et Spes, 24.
53. Gaudium et Spes, 50. Es importante la continuación del texto: Los cónyuges "con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y
con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su
propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida
tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia
Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente". Decir que los esposos son "intérpretes" y
"responsables" plantea el problema de la paternidad responsable. El juicio recto de los esposos sobre el número de hijos es la "última instancia" y
lo "forman ante Dios personalmente". Isll<> indica que los otros juicios son siempre "penúltimos" y nunca sustitutorios, lisie juicio recto de los
esposos no puede ser arbitrario, sino conforme a la ley divina; el magisterio es su interprete auténtico (Cf. ANTONIO SANCHÍS, Matrimonio, en
Ct>ucci>los fundamentales del cristianismo, edít. Trolla, Madrid, 1993, 777-788).
54. VI. .MÍAN I'AIII.O II, Mnlicris ni^nitatem, 6.
55. SS, li\>(iii)',rliin>l Vitar, ■1Í,
56. 56. liOsscrvalore Romano, edición castellana, S de cnci-o de l'W>, p. 8.
57. Tratados sobre el evangelio de San Juan, 29, 3.
58. CI:'. J. RATZINGER, Foi chrétienne hier et aujourd'hui, Mame, París, 1969, IH-114.
S'). "Persona os la sustancia individual do naturaleza racional" (BOIÍCIO, De l ' i i i i / u i s Niilnris, V MI, 64, 1343; TOMA.N DI ; AOIIINO, Smuti de Teología, I,
2<), 1).
60. Cf. Luis F. LADARIA, Introducción a la Aulropolofüi 'Irolóyica, Verbo Divino, Estella, 1993, 90.
di. H n i i i i i i i i i u i-i vívifií-iiiiiutn, 34
62. La caridad es cierto tipo de amistad del hombre con Dios (Suma de Teología, 11-11, 23, 1).
63. No insistimos porque ya lo hemos hecho anteriormente (cf. "la inviolabilidad de la persona") en que la relación con Dios no puede
separarse de la relación con el hermano. Todo hombre es inviolable porque en él Dios se ve reflejado y sólo el hombre que ama realiza la imagen
de Dios.
64. De Trinitate, Vil, 6, 12.
65. Se trata de una inscripción encontrada en Te i I Fakhriyah, :il nordeste de Siria: ambos términos se colocan a renglón seguido, referido en s a
un misino objeto, la estatua o imagen de Hadyis'i (Cf. I'I;LIX ('.AHÍ'(A I,ni>u/„ /■•'/ Iiniiilnr, iuniiyu ¡Ir Dios el Antiguo Testamento, en XXIII SEMANA DE
ESTUDIOS TRINITARIOS, El hombre, imagen de Dios, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1989, 23-25).
66. Cf. ANTONIO ORBE, Antropología de San Ireneo, BAC, Madrid, 1969, 123-124; Introducción a la teología de los siglos II y III, Sigúeme, Salamanca,
1988, 221-225; también Luis F. LADARIA, Antropología teológica, UPCM, Madrid, 1987, 124-125. Transcribimos, por lo significativo, este texto de San Ireneo:
"Cuando el Espíritu mezclado con el alma se une al plasma, resulta un hombre espiritual y perfecto... Y éste es el creado según la imagen y semejanza de Dios. Pero
si al alma le faltare el Espíritu, el tal hombre, permaneciendo con toda verdad psíquico y carnal, será imperfecto, teniendo ciertamente la imagen de Dios en el
plasma, pero sin recibir mediante el Espíritu la semejanza" (Adv. Haer V, 6, 1; S.C., 153, p. 76). El hombre, hecho imagen de Dios, sólo alcanza la semejanza
cuando el Espíritu habita en él. También San Agustín escribe: "en nosotros hallamos una imagen de Dios, ... per-feccionable por reformación para ser próxima
también por semejanza" (La ciudad de Dios, XI, 26). Asimismo, San Hipólito, tras indicar que Dios hizo al hombre "desde el comienzo imagen suya", añade: "si tú
obedeces sus órdenes y te haces buen imhador de este buen maestro (Cristo), llegarás a ser semejante a él y recompensado |ior él" ( I t i -l u l m -i i i i i de Imltis las
herejías, 10, 34; V('¡ \(i, 3453).
67. 67. ERICH FROMM, Y seréis como dioses, Paidos, Humos Aires, l')7d, Mi.
68. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, II-II, 5, 1.
69. Suma de Teología, I-II, 111, 2, ad 2.
70. "A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos... Jesucristo ha dado
satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación al hombre de toda la riqueza de la
creación, en hacerlo 'poco menor que Dios (Sal 8, 6), en cuanto creado 'a imagen y semejanza de Dios' (Gen 1, 26); e igualmente ha dado satisfacción a la paternidad
de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con la ruptura de la primera Alianza (cf. Gen 3, 6-13)" (JUAN PAHI.O IF, Redemplor Hominis, 1 y 9).
71. I . I I I I I C I I (¡t'iilinm, .SO
72. Smiiii (/c '¡coloría, I, 'M, I
73. PG 44, 1270-1271
74. Suma de Teología, I, 93, 6; cf. SAN AGUSTÍN, De Gen c. nuintch., I, XVII, 28; Confesiones VI, 3, 4; De Trinitate XV, 7, 11: "Cada hombre
individual es imagen de Dios según la mente, no según toda la amplitud de su naturaleza"
75. 75. Cf. .1. I.. Ruiz DE LA PEÑA, La otra dimensión, Eapsa, Madrid, 1975, 349-360. Vei; con Indo, el matizado análisis de M.-E. BOISMARD, Faut-il
encoré parler de "n'mum-lioii"?, Crií, l'aris, 1995, 85-102.
76. 7d. .1. I,. Km/, un I.A IV.NA, i), r. en nota 75, 366.
77. N° 364. Cf. n° 362; también Gariiliiim el S/irs, H ;i.
78. Suma de Teología, T, 76, 1.
79. Proyecto de hermano, Sal Terrae, Santander, 1987, 173-174.
80. Suma de Teología, 1,89, 1.
81. Suma de Teología, I, 118, 3.
82. Suma de Teología, I, 89, 1.
83. Cf. P. LAIN ENTRALGO, Creer, esperar, amar, Galaxia Gutenberg, 1993, 159.
84. Cf. J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Imagen de Dios, Sal Tcrrae, Santander, 1988, 114-128; Las nuevas antropologías. Un reto para la teología,
Sal Termo, Santander, 1983, 133-199.
85. 85. C(. \i. Scim.i.iiiiEHCKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1982, 781.
86. . Ver un i;sl:i línea el lexlo de San heneo, citado en nota 66, en donde se lli NtllIgUU cuerpo, nlui.i y espli iln.
87. Dice Gaudium et Spes, 14: "No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la
naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando
entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios decide su propio destino. Al afir-
mar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad del alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones
físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad".
88. "La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de
manera que subsiste el mismo 'yo' humano. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra 'alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tra-
dición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo, que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y con-
sidera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos" (Carta de la Sagrada Congregación para la Doctri-
na de la Fe, sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, del 17 de mayo de 1979, firmada por el Cardenal Francisco Seper y el arzobispo Jerónimo Hamer).
89. Decía MIGUEL DE UNAMUNO: "quiero vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí" (Obras completas, 9 vol. ed. de Manuel García
Blanco, Escélicer, Madrid, 1966-1969, t. VII, 136). "Lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero
sin sus males, sin el tedio y sin la muerte" (Obras completas, I. Vil, 245). Sobre la concepción escatológica unamuniana, ver: M. Gid.Aiink'r, Viiln flema, villa con
scttltdo, en Teología Espiritual, 1979, 181-206.
90. 90. Cf. M. Kitiu,, Escatoloj'Ja, Sígneme, Salamanca, 1992, sobre todo 275-27H; lüinbién li.-M. MOISMAHII, Fam-il encoré parler de
"résunvciiori"?, Ccrf, Paris, 1995, 162.
91. <)1. Caudium et Spes, 22,
92. 92. hi Scnl. I, d.13, a.1,sol.4
93. lJ3. (T. TOMAS im AouiNO, lu Rovi. de Tríu. proem. c.1, a.2
94. 'M. TOMAS i>k A O I I I N O , Simia conliii las gcn/ilcs, 3, 49
95. Lumen Gentium, 50
96. Gaudium el Spes, 22
97. JUAN PAULO II, Recleiu/iior llomiiiis, 1.
98. lIH. (¡iiiidiiini el Spcs, 22. 'i').
99. Ciiiuliiiiii (7 S/ws, 41.
100. el. cu I-.|;I linca el t c xic i del Valic:in<> II, Noslra Aclalc, 5 a.
El hombre, creado para el amor, la vida y la felicidad
Tras haber visto cómo creó Dios al hombre, nos proponemos en este capítulo responder a la pregunta de para qué le
creó. En parte ya lo hemos insinuado: Dios creó al hombre para sí, para que pudiera dialogar con él y compartir su vida.
Se trata ahora de concretar y explicitar las consecuencias antropológicas de esta vida que Dios ofrece al hombre y
pretende para él. Y de notar también que en el compartir la vida se precisa la respuesta libre de los dos interlocutores.
No basta con que uno de los dos quiera.Desde el principio Dios tiene un proyecto para el hombre. En demasiadas
ocasiones este proyecto contrasta con la situación que vive el hombre. "Al principio no fue así" (Mt 19, 8), replica Jesús
a unos fariseos duros de corazón que pretenden justificar su presente de pecado. De cuál es el proyecto inicial y perma-
nente de Dios tratamos en el presente capítulo. De la posible respuesta negativa del hombre al designio divino
trateremos en el siguiente.
EL PARAÍSO PERDIDO
"Plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado" (Gen 2, 8).
Tras la creación del hombre y la mujer a su imagen y semejanza, Dios les colocó en un "jardín" (traducción de
parádeisos, palabra tomada del iranio medio pardez). Este jardín estaba en Edén, lugar imposible de localizar1. La
palabra tal vez signifique estepa, aunque los israelitas la interpretaron según el hebreo "delicias". Se trataba de un jardín
de delicias. Esta imagen, inspirada en los mitos de los pueblos orientales que hablan de un lugar de felicidad en el que
viven los dioses, pretende evocar la situación privilegiada en la que Dios creó al hombre.
En las religiones orientales la representación de la vida de los dioses se inspira en la vida de los poderosos de la
tierra: los dioses viven con delicia en palacios rodeados de jardines, por los que corren aguas abundantes y en los que
hay árboles maravillosos cuyo fruto alimenta a los inmortales. Estas imágenes también han entrado en la Biblia: en ella
se habla del "jardín de Yahveh" (Gen 13, 10; Ez 28, 13), lleno de árboles deleitosos (Ez 31, 8-9) por el que "Yahveh
Dios se paseaba a la hora de la brisa" (Gen 3, 8).
Si Yahveh colocó al hombre en su propio jardín, esto sólo puede significar el inmenso amor que Yahveh le
profesaba y los cuidados con los que le rodeaba. Dios le creó para el amor: por eso podía compartir su propia morada;
para la vida: en el jardín de Yahveh hay agua y frutos abundantes; y para la felicidad: en el jardín de Yahveh no hay
cansancio ni fatiga, y las relaciones de los hombres entre sí y de éstos con Dios y con la naturaleza son armoniosas.
Lo trágico es que este lugar maravilloso parece perdido (Gen 3, 23-24). Algo parecido ocurre con las utopías con
las que siempre ha soñado la humanidad, empezando por la de Tomás Moro, inspiradas en parte en el relato bíblico: la
utopía, el lugar de la dicha y la felicidad, no se encuentra en ningún lugar; no es sino una pura ficción ideal, pero de
imposible realización.Ahora bien, el relato utópico y el relato del paraíso tienen una intencionalidad parecida: la utopía
de Tomás Moro está escrita como elemento crítico de contraste con la situación socio-económica de Inglaterra y de
Europa en el siglo XVI, situación de desigualdad, de injusticia y de guerra, que provocan un paro aterrador con sus
secuelas de hambre y de miseria, y en donde las leyes funcionan para provecho de los poderosos y represión de los des-
heredados. También el tema del paraíso bíblico está escrito como contraste con las miserias de nuestra condición
actual, para que el hombre comprenda la causa de tales miserias y sepa, por tanto, dónde está su remedio. Se trata en el
primer caso de movilizar las energías capaces de cambiar la sociedad en función de lo que exige la utopía, y en el
segundo de situar al hombre ante su realidad para que rectifique su camino y reemprenda el camino del Dios de la vida.
En este sentido, cuando en ambientes cristianos se habla del paraíso no se afirma que no existe "en ninguna parte",
sino que en realidad existió "en aquel tiempo", un tiempo lejano que se pierde en la memoria. Si existió quiere decir que
lo que allí se cuenta "de alguna manera" fue real y, si de nuevo se crean las condiciones que lo hicieron posible, puede
seguir siendo real. El paraíso existió, pero se perdió porque el hombre al pecar se apartó del Dios de la vida. Al explicar
la razón de la pérdida el texto bíblico insinúa que quizás sea posible recuperarlo. ¿La recuperación está reservada para
un más allá de la muerte o resulta posible realizarlo en este mundo? De hecho, los profetas ya no hablan del paraíso
como de algo pasado, sino como un futuro que se realizará en los tiempos mesiánicos: un jardín en el que ya no habrá
guerra, en el que los senderos serán transitables, en el que el lobo jugará con el cordero y en el que reinarán la paz y la
armonía universales. Estos tiempos mesiánicos los cristianos los ven realizados en Jesús. Con su anuncio del Reino de
Dios, Jesús no se refiere a un mañana indeterminado, sino a que ya hoy es posible conseguir la felicidad si se cumple la
voluntad de Dios.
SENTIDO DEL PARAÍSO
Siguiendo un orden lógico, antes de preguntarnos por qué se perdió el paraíso y por su posible recuperación,
debemos indagar su sentido.La teología clásica, siguiendo una lectura lineal e historicista del texto del Génesis,
describía la situación en el paraíso como altamente privilegiada. Sin duda es posible encontrar en el relato bíblico
elementos en esta dirección: se trata de un jardín por el que se pasea Dios, lo cual denota cercanía, familiaridad y
amistad (Gen 3, 8). La abundancia de aguas y la vegetación exuberante es una imagen de la vida saludable en comu-
nión con Dios. El hombre aparece como distinto de los animales y como señor de todos ellos (Gen 2, 19 s). En este
jardín el hombre aparece como libre de pasión desordenada (Gen 2, 25), libre de la muerte (Gen 3, 19), de la fatiga en
el trabajo y del dolor; la mujer no está sometido al marido y da a luz a los hijos sin dolor (Gen 3, 16 s.). Los Padres de
la Iglesia comentaron y desarrollaron estos datos: en el paraíso el hombre era inmortal, no estaba sujeto a ninguna
pasión, poseía una ciencia excelentísima, era incapaz de sufrir, etc. Cierto que también ofrecen una interpretación
simbólica del texto bíblico2, pero tal interpretación no cuestionaba la materialidad y la historicidad del relato. Los más
grandes representantes de la teología patrística y medieval lo dicen con la necesaria claridad: la interpretación
espiritualista del paraíso se permite "con tal que se crea la verdad fidelísima de la historia presentada en la narración
de los acontecimientos allí realizados"3.La consideración histórica del paraíso presenta problemas de tipo exegético.
En efecto, no resulta posible interpretar el texto del Génesis como algo sucedido realmente. Que no estamos ante un
lenguaje histórico lo prueba el que en la misma Biblia encontramos otras imágenes para describir el paraíso, en
función de otras ideas sobre lo que constituye el bienestar y la felicidad del hombre. Así en Ez 28, 11-19, ya no se
acentúa la frondosidad de la naturaleza, sino la abundancia de piedras preciosas que enriquecían y embellecían al
hombre. También Ez 36, 35 habla del jardín del Edén como de una ciudad reconstruida y fortificada (cf. Is 51, 3). Más
que una historia sucedida realmente, el relato del paraíso es una etiología. Etiología es la búsqueda de la causa de un
estado o situación perteneciente al ámbito humano para así iluminar mejor el presente. El autor sagrado se encuentra
en una situación contraria a la que describe y pretende, por contraste, mostrar cuál es la situación que Dios ha querido
para el hombre, indicando al mismo tiempo la causa de que esta situación se haya perdido, a saber, el pecado del
hombre. Al hacer memoria de aquel pasado que pudo ser se abren de nuevo sus posibilidades. Todo hombre se
encuentra en la situación de Adán: puede elegir entre vida y felicidad, muerte y desgracia. Si sigue los caminos de
Dios encontrará la vida, si se aparta de ellos, la muerte (Dt 30, 15-20).La teología clásica, debido al tipo de lectura que
hacía del relato, considera que el hombre en el paraíso estaba dotado de una serie de dones maravillosos, que se han
perdido para siempre y que sólo pueden recuperarse en el más allá, en la vida eterna. Tales dones variaban según las
escuelas, pero hay dos que han merecido la atención del Magisterio de la Iglesia: el don de integridad (o ausencia de
concupiscencia) y el don de inmortalidad. Así, el hombre en el paraíso vivía en una armonía tal que todos sus apetitos
sensibles estaban subordinados a la razón, y ésta estaba sometida a Dios. Además, el hombre en el paraíso era
inmortal, no por naturaleza, sino por un don especial de Dios. El pecado habría hecho que tal situación se perdiera
para siempre. Esta perfección maravillosa de los orígenes de la humanidad resulta inconciliable con los datos de la
paleontología, según la cual el hombre nace biológicamente a partir de formas animales prehumanas y sólo muy
lentamente fue madurando y perfeccionándose. Pero sobre todo, esta perfección original minusvalora el papel de
Cristo en la historia de la salvación, pues mientras el pecado comporta la pérdida de toda esta perfección, la obra re-
dentora de Cristo no nos la restituye. En efecto, después de la venida de Cristo la concupiscencia y la necesidad de
morir siguen siendo consustanciales a la naturaleza humana.
¿Cuál es, por tanto, el sentido del relato del paraíso? Mostrar simbólicamente el proyecto original de Dios sobre la
humanidad. Todo hombre ha sido llamado a una vida plenamente feliz. Pero esta felicidad no puede encontrarse fuera
de la comunión con Dios. Esta felicidad a la que Dios nos llama comienza ya en este mundo, y la condición finita,
limitada del hombre, e incluso su condición mortal, no son obstáculos para ella. Los dones maravillosos con los que la
teología clásica adornaba al hombre antes del pecado habría que entenderlos como una manera plástica de explicar que
la amistad con Dios tiene repercusiones reales, físicas y psicológicas en la manera de vivir, pues el amor —y más que
ningún otro el amor de Dios— proporciona estabilidad a la persona y le permite vivir sin miedo a la muerte. De tal
forma que no se trataría de que con el pecado desaparecieran determinados dones, sino de la distinta manera de vivir
nuestras limitaciones en función de nuestra actitud para con Dios. Con el pecado, o sea, con el alejamiento de Dios, ni
cambia el mundo ni cambia nuestra naturaleza, pero sí que el hombre se sitúa de diferente manera ante sí mismo, ante el
mundo y ante los demás. Algo de esto insinúa el mismo texto bíblico al decir que al desobedecer a Dios "se les abrieron
a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (Gen 3, 7); sin embargo, antes de pecar también
"estaban desnudos, el hombre y la mujer, pero no se avergonzaban uno del otro" (Gen 2, 25). No ha cambiado el
mundo, ha cambiado el hombre4.
EL HOMBRE, CREADO PARA EL AMOR
"La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición,
enseña que nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos en un estado de 'santidad y justicia original' (Ce. de Trento: DS
1511). Esta gracia de la santidad original era una 'participación de la vida divina' (LG, 2)"5
Es importante pasar del simbolismo bíblico a la conceptualización teológica, reduciendo a un concepto fundamental
la polisemia del relato simbólico del paraíso. Este elemento fundamental es que Dios ha creado al hombre para el amor,
que es fuente de vida y de felicidad.Ya indicamos en el capítulo anterior que el sentido más profundo de la imagen de
Dios es la capacidad del hombre de ser interlocutor de Dios y de responder a su amor. Por ser imagen de Dios, hay en
el alma capacidad para la gracia, dice Tomás de Aquino6. La gracia es la acogida por el hombre del amor de Dios. Pues
bien, esta capacidad que tiene el hombre por ser imagen de Dios fue actualizada y se puso a prueba desde el momento
de la creación. Por esta razón, cuando el Magisterio de la Iglesia 7 y la teología8 afirman que el hombre fue constituido
"en santidad y justicia", o sea, en estado de gracia, nos están indicando que ya desde el principio Dios ofreció al
hombre su amistad y con ella la posibilidad de participar en la vida divina, pues toda amistad es una participación de lo
más íntimo y personal del amado.El proyecto de Dios para el hombre es un proyecto de amor. En la realización de este
proyecto está no sólo la grandeza del hombre, sino la verdad de su vida y, por tanto, su más plena realización. Con
razón dice el Vaticano II: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con
Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor
de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad
cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador"9. El primer hombre y todos los que han
venido después, desde su mismo nacimiento, son llamados a la unión con Dios, unión que se realiza y encuentra su
fuerza en el amor, amor que se manifiesta en el diálogo, diálogo que implica reciprocidad y confianza mutua.
Podríamos esquematizar en tres pasos la realización del proyecto de amor que Dios tiene para el hombre (siguiendo
al texto del Vaticano II citado en el párrafo anterior): 1) Dios crea y conserva al hombre por amor; 2) Dios ofrece al
hombre su amor y le llama a reconocerlo y a vivirlo; 3) El hombre es libre para responder o no responder a ese amor.
Como ya nos hemos ocupado del tema de la creación del hombre por amor nos detendremos ahora en el segundo y en el
tercer paso.
La llamada de Dios a su amor
La llamada de Dios brota de su corazón amante. No hay razón alguna para tal oferta, como no sea la grandeza del
propio amor de Dios: Dios es así, tan bueno, tan generoso, tan desbordante y rico en amor. Con anterioridad a toda
decisión personal, Dios llama al hombre y, por eso, la historia de la humanidad se realiza dentro del marco de esta
llamada. Esta llamada no es algo extrínseco, no es un algo sobreañadido al hombre. El hombre, desde el principio, ha
sido constituido como un ser de comunión. Vaya donde vaya, Dios le precede siempre: "nos ha elegido en Jesucristo
antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1, 4). El hombre existe
en un orden salvífico concreto que está determinado por la actuación de Dios en Cristo Jesús, incluso allí donde el
hombre se cierra frente a esta actuación. La existencia humana jamás se realiza en un lugar neutro, sino en un marco
que siempre está abarcado por la gracia de Dios. Nunca ha existido un hombre sin llamada de Dios a su amor: "todos
los hombres son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo"10; "la vocación suprema del hombre en realidad
es una sola, es decir, la divina"11. La única perspectiva de la humanidad ha sido y es la orientación sobrenatural del
hombre.Al hombre, creado por amor, Dios lo llama al amor. Sin duda, la creación es ya un gran don de Dios. Pero a
este don hay que añadirle otro: Dios llama a la criatura al diálogo personal, a la relación de comunión, a la alianza. Y
esta llamada al amor existe desde siempre, desde el momento mismo de la creación. El hombre ha sido creado por Dios
y para Dios en un mismo acto creador (cf. Col 1, 16; 1 Co 8, 6). De ahí que, si bien es posible distinguir el plano de la
creación y el de la salvación, no es posible separarlos y menos aún oponerlos. Pero tampoco se pueden confundir, pues
la confusión impediría comprender la gratuidad de la salvación. De modo que en la creación, Dios nos otorga un ser
que nosotros no recibimos, puesto que precisamente por él nos constituimos en receptores. Pero además de esto, en la
gracia se ofrece Dios a nuestra persona como a persona ya constituida, con capacidad de respuesta y de acogida; en la
gracia Dios presupone a la persona. En esta capacidad de diálogo reside lo peculiar de la relación de gracia con respecto
a la relación de creación. La gracia se expresa bajo la forma de alianza o diálogo. La creación, en cambio, sólo en
sentido impropio puede concebirse como alianza o como diálogo, puesto que no presupone nada de la criatura. En la
gracia uno puede reconocer que lo que ha llegado a ser y lo que tiene, lo es y lo tiene por otro 12.Ahora bien, para que
esta llamada de Dios, que aparece desde el principio y antes de cualquier decisión del hombre, se convierta
auténticamente en alianza, se precisa la respuesta del interlocutor. Esta es la ley fundamental de la economía de la
salvación, porque sólo en el reconocimiento de lo que el otro te da y en la reciprocidad convertida en mutua donación el
amor alcanza su perfección. Dios salva al hombre siempre que exista una libre aceptación del hombre: "el que te creó
sin ti no te salvará sin ti", decía San Agustín13. Y Tomás de Aquino comentaba: "Dios no nos justifica sin nosotros" 14.
Esto significa que también el primer Adán se encontraba en situación de peregrino, en status viae, como quién no ha
alcanzado la meta, pues para ello debía aceptar, confirmar por una decisión libre y propia, la gracia recibida15 y el orden
en que Dios le había situado. Adán, lo mismo que todos los demás, fue llamado a la responsabilidad. Y emplazado a dar
respuesta, el ser humano pecó al rechazar la oferta de Dios.
A pesar del pecado la llamada de Dios permanece, porque la gracia siempre es más fuerte. Con el pecado las
relaciones del hombre con Dios, consigo mismo y con los demás cambian y se alteran. De ello encontramos algunas
imágenes en Gen 4-11 (Caín y Abel, Babel, Diluvio, etc.). Pero aquí importa notar que el pecado no puede truncar la
orientación del hombre hacia Dios. ¿Por qué? Porque Dios es fiel y nunca se arrepiente de sus llamadas. Su sí es
irrevocable: "¡Por la fidelidad de Dios!, que la palabra que os dirigimos no es sí y no... En él no hubo más que sí" (2 Co
1, 18-19). La fidelidad de Dios explica la constancia de sus designios. Esta fidelidad muestra no sólo la maravilla de su
amor, sino también su confianza en el hombre. A pesar de todo, Dios se fía del hombre. Es importante notarlo en unos
tiempos como los nuestros en los que el hombre ha perdido su confianza en el hombre. Muchos no creen en nada ni en
nadie. Dios cree en el hombre, en sus posibilidades de futuro, en su capacidad de conversión. Dios cree en el hombre,
porque el hombre está hecho a imagen de Dios. El hombre, imagen del Creador, está abierto al nacer de nuevo, a la vida
nueva, a la nueva creación. Así se explica que la llamada de Dios al ser humano existe desde siempre y siempre se
mantiene. Lo que nos permite afirmar que la orientación sobrenatural del hombre no es una modificación accidental de
la naturaleza humana, sino algo que pertenece constitutivamente, aunque por gracia, al ser humano. En este sentido el
pecado nos sitúa ante una contradicción suprema, pues el hombre al pecar equivoca su verdad, pero esta verdad sigue
estando ahí, marcando decisivamente su vida. Al pecar el hombre pretende algo imposible, cual es el separarse de Dios.
Pero el hombre, lo quiera o no, lo sepa o no, siempre está sostenido por Dios. Si no lo reconoce vive la frustración y la
contradicción del querer independizarse de lo que no puede independizarse16.
Esta llamada de Dios, que nunca desaparece, se traduce en un cierto efecto en lo más profundo de nosotros mismos
por medio de una cierta disposición, una ordenación a los bienes prometidos. Siguiendo la terminología de Karl Rahner
podemos calificarlo de "existencial sobrenatural": un deseo de Dios, anterior a toda acción del hombre, que actúa como
factor determinante de la existencia humana, un a priori constitutivo de la existencia histórica concreta. Porque esta
disposición es propia del hombre y le determina constitutivamente ya ahora se llama existencial. Para recalcar que
podría no haberse dado y que sin esta llamada el hombre seguiría siendo hombre y, por tanto, hay que entenderla como
don de Dios, se le califica de sobrenatural.Una expresión de este efecto de la llamada de Dios en el hombre podemos
verlo en la permanente insatisfacción del ser humano, en su angustia y protesta ante el carácter limitado, provisional y
mediocre de la existencia; en la distancia que siempre se da entre la grandeza e inmensidad de los deseos humanos y las
metas y realizaciones concretas. Y también en la apertura del hombre a todo bien, a toda verdad, a toda belleza; o en su
nostalgia de lo absolutamente otro, en su inquietud. "Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en ti", decía San Agustín17. El hombre es capax Dei, decía Sto. Tomás. Y por eso hay en él un "deseo
natural de ver a Dios"18. El hombre siempre busca a Dios aunque a veces no lo sepa y no siempre lo encuentre, porque
siempre se siente impulsado a buscar lo mejor para él, lo que le sacia.
En suma, todo hombre, desde el momento de su creación, es llamado por Dios al amor. Este es el meollo del
simbolismo del paraíso. Para recibir esta llamada y responder a ella no se necesita ningún grado de desarrollo cultural.
No tiene medida común con las leyes o fases de la evolución biológica, psicológica o moral. Es de otro orden. La única
condición que se presupone es que el beneficiario sea un hombre auténtico, es decir, dotado de espíritu y libertad. No
tiene sentido sino para una persona espiritual hecha a imagen y semejanza de Dios.
Dimensión cristiana de la llamada de Dios
Nuestro apartado anterior quedaría incompleto si no notáramos, a la luz del Nuevo Testamento, la dimensión
cristiana de la llamada de Dios. A este respecto el texto de Ef 1, 4 se expresa con la necesaria claridad: desde antes de la
creación del mundo, es decir, desde siempre, Dios nos eligió por medio de Jesús para ser santos en su presencia por el
amor. Pues no hay más encuentro con Dios que a través de Cristo. Por esta razón, la creación entera y la humanidad
tienen una orientación cristológica. También Adán, el primer hombre, estaba llamado a encontrarse con Cristo, aunque
debido a su pecado no pudo alcanzar su destino.Cristo es alfa y omega, principio y fin, origen y meta de todo lo que
existe. Todo tiende hacia él. Con alguna frecuencia se ha presentado una visión distorsionada del papel de Cristo, al
reducirlo a un restaurador de la humanidad dañada por el pecado. Se insiste entonces en la función redentora y sanante
de la gracia de Cristo. Pero esta visión debe completarse, pues su gracia es sobre todo elevante. Y esta elevación no es
debida fundamentalmente al pecado, sino a la finitud del hombre. Claro está, con el pecado la gracia es además
redentora. Pero el orden que Cristo con su redención viene a restablecer es el suyo propio, porque por medio de él todo
fue hecho (cf. Col 1, 15-17; Jn 1, 3.10; 1 Co 8, 6). La gracia hubiera sido también necesaria sin pecado, pues sólo si
Dios nos atrae hacia sí o viene él hacia nosotros podemos encontrarnos con él. Esta atracción de Dios y su venida se da
por medio de Cristo, manifestación del inmenso amor de Dios al hombre y único mediador entre Dios y los hombres. La
consumación crística de la humanidad se hubiera dado con o sin pecado. El pecado, en todo caso, lo que hace es
magnificar todavía más el amor y la gracia de Dios. Así, la pregunta que se hacían los clásicos de si Cristo se hubiera
encarnado en caso de que Adán no hubiera pecado, aparte de ser hipotética, no tiene demasiado sentido 19. Los designios
de Dios no pueden estar condicionados por el pecado del hombre. El proyecto de Dios era de amor y felicidad. Por eso,
en el principio no fue el pecado, sino el amor. La encarnación, el acontecimiento de Jesús de Nazaret, debe entenderse
como la permanencia del proyecto de Dios: "A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión
que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva", dice Juan Pablo II20.
Estas consideraciones cristológicas nos invitan a no ensalzar en demasía la situación del hombre en los comienzos
de la historia. El paraíso es una imagen del proyecto de Dios, no el relato de una situación privilegiada que se habría ido
degradando. La plenitud no está en el comienzo, sino en el meta, que es Cristo. El es el Hombre perfecto, la imagen de
Dios plenamente realizada y, por eso, es la meta de todo ser humano. Así se comprende que san Pablo considere a Adán
como un "esbozo" del que había de venir (Rm 5, 14). La plenitud del hombre no está en el retorno a la situación de
Adán, sino en Cristo, meta de todo hombre, incluido Adán. El también estaba llamado a ser como Cristo, aunque debido
a su pecado no pudo alcanzar su destino. Sin pecado, la mediación de la gracia de Cristo nos hubiera llegado a través de
estructuras humanas y sociales no corrompidas, pero hubiera sido igualmente necesaria.
La respuesta del hombre al amor de Dios
El amor al enemigo no es el máximo grado de perfección en el amor. Pues en este tipo de amor no hay reciprocidad.
Y la plenitud del amor está en la reciprocidad, en la amistad que supone la mutua benevolencia de los amantes. Sin
duda, Dios nos ama incluso cuando somos sus enemigos (Rm 5, 8.10); ahí se manifiesta la grandeza, la permanencia y
la inmutabilidad de su amor; se trata de un amor no condicionado por nuestra respuesta. Pero donde se encuentra la
máxima expresión del amor es en el cuarto evangelio: allí Jesús nos llama amigos y nos invita a permanecer en un amor
como el suyo (Jn 15, 9-10.14-15).La oferta de Dios pide la respuesta del ser humano. Cuando el amor de Dios al
hombre no obtiene una respuesta de amor por parte del hombre, el amor de Dios no queda anulado, pero no alcanza su
perfección ni su objetivo. Y lo que es más, el hombre queda frustrado, pues sólo un amor total como el de Dios puede
saciarle.
¿Cómo es posible que el hombre no responda al amor de Dios, como ocurrió en el caso de Adán y sigue ocurriendo
tantas veces después de él? ¿Cómo es posible que pueda rechazarse el don de Dios y a Dios mismo como don? Porque
el hombre sólo puede responder al amor de Dios en la fe, y la fe se da a través de mediaciones, y las mediaciones nunca
son claras del todo. Hay dos cuestiones en la Suma de Tomás de Aquino que resultan orientativas, aunque estén también
influenciadas por la concepción teológica medieval —hoy en revisión— de los dones que el hombre poseía en el
paraíso. En una de ellas se pregunta si el hombre en su primer estado vio a Dios en su esencia y en la otra si tuvo fe 21.
Algunos aspectos de su respuesta resultan de interés: "El primer hombre no vio a Dios en su esencia (pues) nadie que
haya visto a Dios en su esencia puede apartarse de El voluntariamente, en lo cual consiste el pecado". "Adán veía a Dios
en enigma porque lo veía por medio de efectos creados". "Es necesario afirmar que el hombre, antes del pecado, poseyó
la fe".En la afirmación de que el primer hombre, antes de pecar, también vivía de fe, se ve claramente que para Tomás
la fe no compensa una lesión culpable de las potencias espirituales del hombre, sino una debilidad óntica. La fe se debe
a la situación creatural, y es la única manera de relacionarnos con DIOS en este mundo. Por la fe vemos la cosas divinas
en "espejo y en enigma" (1 Co 13, 12), pues sólo las alcanzamos a través de la mediación de lo creado, o sea, de forma
indirecta. La más profunda dimensión de lo real sólo se alcanza cuando somos capaces de ir más allá de la apariencia en
la que tal profundidad se manifiesta. Lo mismo ocurre con las manifestaciones del amor, que se dan a través de gestos
que, en sí mismos, pueden interpretarse de diferentes formas. En la rosa que ofrezco a la amada es posible no ver sino la
rosa, e incluso interpretar que lo que deseo es que las púas del tallo la dañen. Esta seducción de las apariencias es el
gran pecado del hombre: cautivados por su belleza las tomamos por dioses (cf Sab 13, 3), siendo entonces incapaces de
encontrar al Dios que en ellas se manifiesta.La verdad, Dios, el sentido, se aparecen al hombre siempre humildemente
para no violentarle; se contentan con incitarle, persuadirle, haciéndole el honor de contar con su pensar y amar, con su
inteligencia y predilección. Dios oculta su fuerza tras la debilidad. Nos habla a través de los acontecimientos. En el indi-
gente, el enfermo o el solitario suplica humildemente nuestro amor. Seducido por la apariencia, puede el hombre
inclinarse por considerar fuerte lo que aparece como fuerte o por despreciar como débil lo que tiene apariencia de
debilidad22.A Dios nunca lo alcanzamos directamente, cara a cara, sino mediante las realidades creadas. Estas, por ser
ambiguas, nunca se imponen de manera infalible y evidente; siempre le queda al hombre la posibilidad de no ver en ello
la invitación de Dios y no prestarle atención. Con los ojos de la fe, el creyente discierne en lo creado algo más profundo,
la acción de Dios y su palabra que le habla. Toda manifestación de Dios supone siempre una mediación. Desde este
punto de vista la presencia de Dios siempre es sacramental y por tanto ambigua, pues siempre resulta posible interpretar
de diferentes formas la realidad creada en la que Dios se manifiesta. Esta situación inevitable explica la posibilidad de
decir no a Dios; explica también la insatisfacción de todo encuentro con él, pues nunca acabamos de comprenderlo del
todo; y explica finalmente que el encuentro con Dios no sea algo automático: sólo le encuentran los que le buscan y sólo
se da a conocer a los que no desconfían de El (cf. Sab 1,2).La fe, como respuesta al amor de Dios, significa salir de uno
mismo, extender el sí mismo de uno con el fin de promover el crecimiento propio. El pecado, por el contrario —lo
trataremos expresamente más adelante— consiste en encerrarse en la propia subjetividad y querer encontrar en uno el
propio fundamento, lo cual es la contradicción suprema, pues el propio fundamento está siempre en otro, en Dios. Si
entendemos el amor como una salida de sí, resulta evidente que no sólo el amor de uno mismo y el amor a los demás
van acompañados sino que, en última instancia, no se los puede distinguir. Amar a Dios es amarse uno mismo.
Es frecuente confundir el amor con el enamoramiento. Pero la experiencia del enamorarse se relaciona con una
experiencia erótica vinculada con el sexo. No nos enamoramos de nuestros hijos aún cuando los amemos
profundamente. Nos enamoramos sólo cuando consciente o inconscientemente estamos sexualmente motivados.
Además, la experiencia del enamoramiento es invariablemente transitoria. Si la relación dura el tiempo suficiente, tarde
o temprano dejamos de estar enamorados de la persona en cuestión, lo que no significa que hayamos dejado de amarla.
Más aún, cuando dejamos de estar enamorados, puede comenzar el verdadero amor, que al contrario del enamoramien-
to, es una decisión consciente, voluntaria, y supone una extensión de nuestros límites. Enamorarse no supone una
extensión de las fronteras de uno mismo, sino que es un derrumbe parcial y transitorio de esas fronteras. Enamorarse no
es un acto de voluntad, no es una decisión consciente23.También cuando se trata del amor a Dios, muchos esperan
encontrarse, sino con una evidencia, sí con un fuerte sentimiento o con una gran emoción. Pero esto, que es posible en
algunos casos, también es transitorio. Pues el amor a Dios se manifiesta en la identificación de voluntades. En este caso
la libertad se supone, más aún, se exige, pues en caso contrario no habría voluntad que se identificase. Se comprende así
lo que dice 1 Jn 5, 3: "en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no
son pesados"; y también esta palabra de Jesús: "si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 14, 15; cf Jn 14, 21.23-
24; 15, 10.14). Y de la misma manera que el amor de Dios se nos hace presente a través de realidades creadas, también
nuestra respuesta al amor de Dios tiene la misma estructura: "este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los
otros como yo os he amado" (Jn 15, 12; cf Jn 15, 17).Es también frecuente confundir el amor con la dependencia. No
nos referimos al lógico y natural sentimiento de que se responda a nuestras necesidades, ni al deseo de encontrar una
figura materna o paterna satisfactoria que nos quiera y se tome en serio nuestro bienestar. Nos referimos a la
dependencia patológica, enfermiza, del que no tolera la soledad y experimenta un vacío interior que nunca puede
llenarse, siendo incapaz de funcionar adecuadamente sin la certeza (que siempre necesita sentirse de nuevo) de ser
objeto de los activos cuidados de otro. Las personas dependientes sólo buscan que se les ame, pero son incapaces de
amar. La dependencia puede parecer amor porque es una fuerza que hace que alguien se apegue violentamente a otro.
En realidad fomenta el infantilismo, atrapa y oprime en lugar de liberar. Destruye las relaciones en lugar de construirlas.
En esta relación no hay ninguna libertad, ninguna elección. Es una cuestión de necesidades antes que de amor. El amor
es más bien el libre ejercicio de la voluntad de elegir. Dos personas se aman únicamente cuando son capaces de vivir la
una sin la otra, pero deciden vivir juntas24.
De modo similar se confunde, a veces, el amor con el paternalismo, con el sentimiento que suscita quién necesita de
nosotros. Pero ya San Agustín, comentando las bienaventuranzas, en las que se supone que hay muchos necesitados que
necesitan de nuestra atención (pobres, encarcelados, desnudos, perseguidos, hambrientos), afirmaba que no por
desaparecer tales necesidades desaparecería el amor, sino que entonces podría expresarse con toda su grandeza: "Más
auténtico es el amor que muestras a un hombre no necesitado a quien nada tienes que prestar; más puro es ese amor y
mucho más sincero. Porque si prestas al indigente, quizá anhelas elevarte frente a él, y quieres que se te someta porque
él es el recibidor de tu beneficio. El necesitó, tú le prestaste; por haberle prestado apareces en cierto sentido mayor a tus
ojos que aquel a quien se le prestó. Desea ser igual, para que ambos podáis estar bajo el amparo de Aquel a quien nada
se le puede prestar"25.
Aunque el amor termina siendo lo más necesario, es ante todo una cuestión de voluntad libre y, por tanto, de
gratuidad. Pero ahí está la alegría, porque es la voluntad del bien que se acoge en la gratuidad. Dios nos ama, pero no
nos necesita. En justa reciprocidad quiere ser aceptado libremente, no por necesidades metafísicas o existenciales.
Quiere ser correspondido con un amor similar al suyo: "permaneced en mi amor" (Jn 15, 9), en un amor como el mío.
Un "te quiero porque te necesito" no realiza la esencia última del amor. Peor aún: puede terminar en puro utilitarismo.
Dios ama al hombre "por sí mismo"26 y quiere ser amado por sí mismo. Aunque posteriormente, tras la acogida del
Amor de Dios, el hombre descubre la enorme "utilidad" de Dios, es preciso comenzar por descubrir que en el Amor la
utilidad no es lo determinante.
¿Cómo es posible que el primer hombre, prototipo de todo hombre, no respondiera al amor de Dios? Porque Dios se
manifiesta a través de mediaciones, o sea, a través de las realidades creadas. Para descubrir en ellas al Dios que nos
habla se precisa una mirada que vaya más allá de las apariencias. El hombre se dejó seducir por la apariencia. Buscó
además la utilidad, sin comprender la gratuidad del amor. Algo de esto insinúa el texto bíblico cuando dice: "el árbol
(del que Dios le había prohibido comer) era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría"
(Gen 3, 6). El árbol tenía buena apariencia (era "apetecible") y parecía útil ("excelente para lograr sabiduría"). Esto hizo
que el hombre no buscara más allá de lo visible, no se preguntara por el sentido del precepto divino. Se encerró así en sí
mismo, en su finitud y su egoísmo. Quiso guardarse a sí mismo, incapaz de arriesgarse a la apertura al diferente, y no
comprendió que en el perderse está el enriquecimiento y el encuentro con el otro. Así se explica su no respuesta al
amor.
EL HOMBRE, CREADO PARA LA FELICIDAD
Amor y Felicidad:"Por la irradiación de esta gracia (en la que el hombre fue creado), todas las dimensiones de la vida del
hombre estaban fortalecidas"27.
La teología clásica afirmaba que, junto con la gracia, Dios en la creación dotó al ser humano de una serie de bienes
llamados "preternaturales", pues iban más allá de lo que la naturaleza como tal podía exigir y necesitar, pero que
perfeccionaban al hombre, subsanándole en las carencias debidas a su finitud. Así, por ejemplo, se afirmaba que el
hombre en el paraíso poseía una ciencia excelentísima, un perfecto dominio sobre las cosas, no tenía posibilidad de
enfermar y, sobre todo, poseía los estupendos y maravillosos dones de la integridad (o ausencia de concupiscencia) y de
inmortalidad. Tales dones, por sí solos, no ponían a la criatura en comunión íntima con el Creador. Con todo, los
mejores teólogos afirmaban que tales dones estaban en íntima relación con la gracia y derivaban de ella28.La afirmación
de que el hombre antes de pecar poseía tales dones maravillosos está hoy muy cuestionada. En un apartado anterior
también nosotros nos mostramos críticos al respecto. Pero hay aquí una intuición válida que conviene retener, pues
puede ayudarnos a conocer el proyecto primitivo de Dios sobre el hombre, proyecto que sigue vigente. La intuición
sería que cuando el hombre vive en amistad y gracia de Dios todas las dimensiones de su vida están fortalecidas y se
perfecciona el núcleo más íntimo de su persona, de modo que el amor de Dios proporciona estabilidad a la persona y es
más fuerte que la muerte. El amor de Dios es fuente de vida y de felicidad.
Uno de los dones a los que se refería la teología clásica era el de integridad o ausencia de concupiscencia. Esto
significa que el hombre vivía en armonía, estando sus deseos subordinados a la razón, y ésta a Dios. No cabe duda de
que cuanto más claro tiene uno los objetivos de su vida, y cuanto mejor se da cuenta de dónde está su verdadero bien,
tanto más integrados están todos sus deseos y con tanta más serenidad puede uno afrontar las dificultades de la vida.
Con demasiada frecuencia el hombre vive perdido, buscando una paz que no acaba de encontrar. Se siente dividido y
arrastrado por unos impulsos que no sólo no acaban nunca de satisfacerle, sino que en muchas ocasiones son motivos
de disgusto e incluso de malestar. El encuentro con el amor le proporciona paz, pues el amor unifica, da sentido a la
vida, confiere equilibrio y estabilidad, y es fuente de todo dinamismo. Todas nuestras búsquedas y nuestros amores —
con minúscula— tienden al infinito, al Amor —con mayúscula—. Sólo el Amor de Dios puede satisfacernos
plenamente: allí encuentra el hombre su reposo, su camino definitivo, allí quedan integradas todas sus dimensiones,
saciadas todas sus expectativas. En la medida en que participamos del Amor de Dios, sobre todo en el encuentro
desinteresado con el prójimo, en esta medida el hombre encuentra el gozo, la felicidad y el equilibrio personal.
El amor de Dios es la maduración del hombre, su equilibrio personal, el sentido de su vida. Tal sería mi lectura del
don de integridad que la teología clásica atribuía al hombre en el paraíso. Lo que significa que el ideal de la normalidad
ganaría si viviéramos en el amor. La estructura básica de toda la realidad se encuentra condensada en esta palabra de
Jesús: el que entrega la vida, ese la gana (Mt 16, 25). Lo que es, encuentra su plenitud en la entrega al otro. Para
encontrar la propia identidad, para ganarse a sí mismo, hay que vaciarse en el otro. De ahí que cuanto más se aproxima
el hombre al mensaje evangélico, más gana en estabilidad, en madurez, en normalidad; más integradas están todas sus
fuerzas y mejor dominados todos sus instintos; mayor integridad tiene. Desde esta perspectiva se entiende mejor el
precepto del amor a los enemigos. Se trata de ser hijos del Padre celestial para encontrar en esta filiación la perfecta
felicidad propia de Dios. Pues sólo en el amor hay felicidad. El odio procede del Espíritu del mal (cf. Gal 5, 19). Por eso
deforma la personalidad ajena, corroe la propia personalidad, destruye la unidad vital y obstaculiza la tranquilidad
psíquica. La felicidad, la alegría y el dominio de sí proceden del Espíritu de Dios, que es Amor (cf. Gal 5, 22-23).
Dios nos llama a vivir en el amor y a ser felices. De ahí que el mensaje neotestamentario sea una buena noticia que
puede resumirse en las bienaventuranzas. La bienaventuranza o felicidad que proclama el evangelio no está reservada
únicamente para un más allá de esta t i e r r a , sino que puede vivirse ya en este mundo en la medida en que la gracia de
Dios nos embarga. Esta dicha actual que tiene ya el que se apoya en Dios se vive en la dificultad de compaginar el amor
de Dios con la tragedia en que muchas veces se ve sumida la historia de los hombres. Se vive, pues, en tensión con la
tribulación, con todos aquellos factores por los que está amenazada de múltiples maneras la alegría de todo hombre.
Pero lo que el presente contiene todavía de penoso queda iluminado por las promesas de Dios y se vive en la alegría de
saberse objeto de su amor: "¿quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el
hambre, la desnudez, los peligros, la espada? En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó" (Rm 8,
35.37). Resulta así claro que el don de integridad y la llamada a la felicidad (en la relectura que estamos haciendo aquí
de dicho don) está en proporción directa a la firmeza de fe y de abertura a la gracia de Dios.
Los dones preternaturales perfeccionaban a la persona en una dirección a la que su naturaleza misma tendía. El
hombre, naturalmente, busca la felicidad. El amor de Dios refuerza esta tendencia natural y le otorga estabilidad y
definitividad. De ahí que el cristiano no desaprueba el anhelo de alegría y felicidad que anida en todo hombre. Por eso
son de lamentar todos los malentendidos ascéticos engendrados en la Iglesia antigua y medieval, que han generado un
odio al cuerpo y han considerado el encuentro entre los sexos de un modo unilateral y solamente desde el punto de vista
del abuso que potencialmente puede existir, hasta el punto de llegar a proscribir lo erótico en cuanto tal. Como reacción
a esta postura ha aparecido en nuestro mundo secularizado un desbordamiento del erotismo y una falsa idea de lo
cristiano como prohibición de todo placer. Un reclamo publicitario de hace unos años evocaba lo que todavía hoy sigue
entendiendo como pecado el gran público: "gusta, da placer y relaja, ¿será pecado?". Desgraciadamente, muchos
cristianos confunden lo atractivo, lo placentero, lo apetecible y lo gustoso con el pecado. Importa, por tanto, recuperar
el sentido positivo de la alegría y del gozo cristiano, sin reducir estos conceptos a algo puramente interior o subjetivo,
sino notando que deben embargar todas las dimensiones de la persona.Jesús era amante de la fiesta. Tanto que fue
acusado de comilón y bebedor (Mt 11, 19-20). Con los tiempos mesiánicos que Jesús inaugura desaparece el ayuno y la
tristeza (Mt 9, 14-15 y par). Y si bien es cierto que para los discípulos "vendrán días en que les será arrebatado el novio
y entonces ayunarán" (Mt 9, 15), no debemos olvidar que con la resurrección de Cristo han comenzado de forma
irrevocable los tiempos mesiánicos y que el novio está vivo para siempre y presente entre los suyos todos los días.
Aunque tal presencia se viva en la fe, no es por eso menos real. En la medida en que tal fe impregna la vida cristiana, el
discípulo pasa de la tristeza al gozo (Jn 16, 20), y su corazón se alegra con una alegría que nadie le puede arrebatar (Jn
16, 22). Por eso su gozo está colmado (Jn 16, 24). En el seguimiento de Cristo, los hombres encuentran la alegría
verdadera, que se extiende también a las dimensiones psíquicas y corporales de la persona. Sólo desde una
consideración positiva del placer y de la felicidad podrá encontrar audiencia la necesaria crítica a una búsqueda del
placer a toda costa, que ya no contribuye a la felicidad, sino a la destrucción, y en cuya vorágine está en peligro de caer
el hombre moderno.En suma, el amor, que es siempre una salida de sí, es el camino para la auténtica felicidad. Es
también la estabilidad suma. Desde esta perspectiva, la ausencia de concupiscencia, de la que supuestamente habría
gozado el hombre antes del pecado, no sería sino la armonía que deriva del encuentro amoroso con Dios, armonía
personal, pero también con el universo y con los demás hombres. Si esto es así, este don paradisiaco no sería algo perdi-
do para siempre, sino la posibilidad permanente del ser humano en la medida en que vive de cara a Dios. Ahí está la
raíz de la verdadera felicidad, que no queda asfixiada en la angustia y la tribulación, pues brota de la experiencia de una
auténtica jerarquía de valores.
El hombre no puede querer no ser feliz
Si presentamos al cristianismo como enemigo de la felicidad —como desgraciadamente ocurre en algunos de
nuestros círculos, o al menos así lo interpretan demasiadas veces los no cristianos 29— lo estamos presentando como
enemigo de lo más profundamente arraigado que hay en el hombre y, por tanto, como enemigo del ser humano. Pues el
deseo de felicidad es innato y connatural al hombre. Innato y connatural porque se corresponde con el propósito
creacional de Dios, de modo que lo que el hombre desea no es sino expresión de la huella que Dios ha dejado en él al
crearle.Observándonos a nosotros mismos y observando a los demás, incluso en los más pequeños detalles de la vida
cotidiana, llegamos a esta conclusión: todo hombre desea ser feliz. En esto están de acuerdo todos los pensadores.
Hablando de los "quereres universales" y citando a los antiguos filósofos y poetas (Ennio, Cicerón, Epicuro, Zenón),
escribe San Agustín: "Todos los hombres desean ser felices y lo ansian con un amor apasionado, y en la felicidad ponen
el fin de sus apetencias" 30. "¿Qué esperan los hombres de la vida, que pretenden alcanzar en ella?", se pregunta Freud.
Y respondía: "Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de
serlo"31. Al respecto Pascal tiene un texto que se ha hecho célebre: "Todos los hombres, sin excepción, desean ser
felices; por muy distintos que sean los medios que para ello empleen, todos tienden a este fin... La voluntad siempre
tiende hacia este objetivo. Este es el motivo de las acciones de todos los hombres, incluso de los que se cuelgan" 32.
Cosa distinta es, como constata el mismo San Agustín, que no todos estén de acuerdo a la hora de definir en qué
consiste la felicidad33. La línea de respuesta de Tomás de Aquino me parece que podría reunir un amplio consenso. El
destino del hombre es ser feliz, dice Tomás. Y la felicidad viene determinada por lo que el hombre considera que es
bueno para él y puede colmarle. Nótese bien: no digo que venga determinada por lo bueno, sino por lo que es bueno
para mí, por lo que yo considero mi bien34. Lo que me conviene, lo deseo. Por eso, Tomás de Aquino define también el
bien como lo que es deseable35. Puesto que lo contrario del bien es el mal, para definirlo Tomás dará forma negativa a
la definición del bien: si el bien es lo que me conviene, el mal será lo que no me conviene. Si el bien es lo deseable, el
mal será lo no deseable o lo que rechazamos. Definidos así el bien y el mal, la moral se convierte en la búsqueda de lo
que conviene al ser humano y en el descubrimiento de lo que no le conviene, en cualquiera de los dominios de la vida:
la sexualidad, el trabajo, el sueño, la alimentación, el vestido, el reposo, la religión, etc. Vistas así las cosas se
comprende que cada uno espontáneamente hace el bien, lo que él considera bueno para él.Ahora ya estamos en
condiciones de ofrecer la definición tomista de la felicidad: "el bien perfecto que sacia el apetito"36. Cuando alguien
alcanza la perfección de lo que le conviene —sea en el terreno artístico, deportivo, etc—, se dice que está colmado
desde tal punto de vista. Si estuviera colmado desde todos los puntos de vista sería totalmente feliz. Esto es la felicidad:
el bien perfecto, la perfección de lo que me conviene, la plenitud de lo que deseo. Se comprende ahora por qué es difícil
decir, en concreto, lo que es para cada uno la felicidad: lo que considero bueno para mí, puede que el otro no lo
considere bueno para él. Se comprende también la conclusión que de ello saca Tomás de Aquino, aún constatando que
a veces la voluntad tiene tendencias opuestas: "el hombre no puede no querer ser bienaventurado" 37. Pascal se expresa
de manera parecida: "el hombre quiere ser feliz y no quiere sino ser feliz y no puede no querer serlo" 38. Haga lo haga
siempre es la búsqueda de la felicidad lo que le mueve. Incluso cuando realiza lo que objetivamente no le conviene, o
dicho en lenguaje creyente, incluso cuando peca, el hombre busca la felicidad. En el fondo, el pecador no quiere el
pecado, pues su intención no es apartarse del bien. Ocurre, más bien, que el pecador se obceca en bienes parciales o
aparentes, o por lo deleitable que aprecia en lo malo. La persona se siente movida a lo malo, no por sí mismo, sino por
un aspecto relativamente bueno, aunque sea parcial o pasajero39.Muchos cristianos, al escuchar este discurso, están
plenamente de acuerdo con él, pero desgraciadamente interpretan que la felicidad está reservada para una vida eterna
más allá de la muerte y que por consiguiente no es de este mundo. Cierto, si la felicidad perfecta excluye todos los
males y colma todos los deseos, resulta fácil constatar que siempre nos falta algo para ser felices: algo de salud, algo de
belleza, algo de amor, algo de dinero, algo de éxito, algo de poder, etc. Pero no es menos cierto, como constata Tomás
de Aquino, que una cierta felicidad es posible en este mundo. Y que esta felicidad natural y humana no es negada por la
fe cristiana; al contrario, es ratificada y si cabe reforzada. Para el cristiano, la felicidad y la salvación son también
realidades de este mundo.
Nadie puede vivir sin placer
En este apartado quisiera clarificar uno de los malentendidos más frecuentes que tiene que ver con la consideración
del cristianismo como enemigo de la dicha y de la felicidad en este mundo. Me refiero al placer y, en concreto, al
placer sexual. Los cristianos tenemos que devolver a esta palabra sus títulos de nobleza, como expresión del carácter
placentero y lúdico del ser humano, creado por Dios para la dicha y no para la desdicha.Algunos escritores cristianos
han difundido la idea de que el placer sexual es consecuencia del pecado y, en consecuencia, afirman que en situación
de no pecado no se darían movimientos libidinosos o deleite carnal40. Tomás de Aquino se pregunta si en el estado de
inocencia (o sea, en el paraíso, en situación de no pecado) la humanidad se habría propagado, como en la actualidad,
mediante el ejercicio de la sexualidad. Sí, contesta con seguridad. Y tras calificar estos escritores a los que acabamos de
aludir como "no razonables", dice: "Lo que es natural en el hombre no se le añade ni se le retira por el pecado". Y más
adelante precisa que, en el estado de inocencia, el hombre habría conocido el placer en el acto sexual, pero más
"moderado" por la razón, pues no es un animal. Y añade: "el placer de los sentidos de ningún modo hubiese sido
inferior (al actual), como opinan algunos". Y precisa (¡supongo que para personas formadas!): "El placer de los
sentidos hubiese incluso sido tanto más grande cuanto más pura era la naturaleza (antes el pecado) y más sensible era
también el cuerpo"41.
¿Qué podemos concluir de ahí? Cuando el acto sexual se realiza en una situación de no pecado, no sólo es más
placentero, sino también algo bueno. Esto significa que hay una manera ordenada y querida por Dios de vivir la
sexualidad, que es además la más adecuada, la más emotiva, la más gozosa, incluso la más placentera. Y es también la
más significativa, hasta el punto de que Tomás de Aquino dice del acto conyugal, o sea, de la manera cristiana de vivir
la sexualidad, que es un "actus religionis"42. Creo que interpreto bien al traducir que el acto conyugal pudiera ser una
manera de ¡rendir culto a Dios!.
¿No va siendo hora de que los cristianos dejemos claro que apreciamos y valoramos el placer, incluido el placer
sexual, y que si afirmamos que hay que utilizarlo correctamente es porque así se disfruta mejor y más intensamente que
cuando se utiliza inmoderada o inadecuadamente? Y también es conveniente que dejemos claro que si algunos, de forma
ocasional o permanente, renuncian al placer sexual no es porque lo consideren malo, sino porque han encontrado otros
placeres mejores. No sólo existen los placeres del cuerpo (sexo, lecho), sino también los placeres del espíritu: "sea el
Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón" (Sal 37, 4). El placer es el reposo del apetito "en algún bien
amado"43. El apetito puede ser sexual, pero puede ser también artístico, por ejemplo. Para este segundo tipo de placer,
de tipo más intelectual o espiritual, solemos reservar el nombre de gozo: el gozo por contemplar un paisaje, una obra de
arte, o por realizar una buena acción. Pero el gozo es una especie de placer44.
"Nadie puede vivir sin algún placer sensible y corporal", dice Tomás de Aquino. Los que han enseñado esta
doctrina rigorista, que condenaba el placer (empezando por Platón y continuando por tantos autores cristianos) no sólo
"no eran razonables" (sigue diciendo Tomás de Aquino), sino que no han podido practicar lo que predicaban. El día en
que los oyentes se enteraban de que tales predicadores se permitían en privado lo que denunciaban en público, su
doctrina quedaba desprestigiada, "porque en las acciones y pasiones humanas, en las que la experiencia vale muchísimo,
mueven más los ejemplos que las palabras"45.Lo que Tomás de Aquino rechaza son los placeres inmoderados y
contrarios a la razón (placer del incesto, placer del sadismo, placer de la pereza, etc.). El problema por tanto no es la
dimensión corporal de la naturaleza, que viene de Dios, sino el mal uso que hacemos de los miembros de nuestro
cuerpo, sea la mano, sea el sexo. En la naturaleza hay también otras dimensiones además de las corporales, a saber:
intelectuales y espirituales. Tomás de Aquino afirma que el ser humano necesita el placer para aliviar sus múltiples e
inevitables males y tristezas46. Y al respecto aclara: no se trata de que los placeres corporales y sensibles sean mayores
que los intelectuales y espirituales. Más bien es lo contrario lo que es verdad. Lo que ocurre es que cada uno está
obligado a utilizar los remedios de que dispone. Quién conoce los placeres sensibles se servirá de ellos como remedio.
Quién conoce los placeres espirituales e intelectuales podrá servirse de ellos. La hombres combaten la tristeza de
muchas maneras: leyendo un libro, escuchando música, jugando al tenis o bebiendo alcohol. Por esta razón el remedio
contra la droga o el alcohol o el sexo inmoderado no es tanto la condena o la represión, sino la búsqueda de las causas
que provocan estas situaciones desgraciadas para, en un clima de comprensión y respeto, remediar la causa ofreciendo
soluciones alternativas que, al ser más razonables, resultan también más vivificadoras. Se trata de saber discernir, por
debajo de muchas reacciones desconcertantes, la vida que todos buscamos y ayudar a encontrar esa vida a quién, en
nuestra opinión, la busca por caminos equivocados. A este respecto quisiera relatar la experiencia de una psiquiatra
judía francesa que da qué pensar:
Puedo fechar el día —hace ya algunos años— cuando comenzaron a cristalizarse mis posibilidades de respuesta
(al enigma homosexual). Fue a propósito de un joven (menos de treinta años) a la vez suicida y homosexual (no
"practicante") al que yo veía por primera vez. Me aportó de golpe el siguiente material:
a) Venía a verme tras varias tentativas de suicidio con barbitúricos. Acabó por acostumbrarse a ello y confesaba
que "le había tomado gusto". Añadía: "al salir del coma barbitúrico es cuando yo me siento vivir".
b) Añadía —a propósito de un encuentro que él mismo calificaba de bastante sórdido—: "cuando otro hombre me
mira de esta forma es cuando yo me siento a la vez negado y viviente".
El paralelismo de este doble descenso a los infiernos me permitía poner orden en un material bastante disperso. Se
me debió notar por un sencillo estremecimiento del rostro la impresión de los dos impactos de la palabra "vivir".
El joven prosiguió entonces: "hay quizás otros caminos para elegir la vida"47.
EL HOMBRE CREADO PARA LA VIDA
Junto con el don de integridad, la teología clásica y el Magisterio, atribuyen al hombre en el paraíso el don de la
inmortalidad. También aquí hay una intuición auténtica que conviene retener: el hombre ha sido creado para la vida. La
muerte no entra en el proyecto de Dios.
Según el testimonio de la Escritura y de la tradición, la muerte es consecuencia y manifestación del pecado: "Por un
solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte" (Rm 5, 12) 48. Implícitamente se dice así que la
muerte proviene del hombre, pues según la voluntad originaria de Dios hubiera debido ocurrir de otro modo, ya que el
hombre estaba destinado a la vida auténtica e imperecedera: "Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, ...más por
envidia del diablo entró la muerte en el mundo" (Sb 2, 23-24).
La teología clásica se apoyó en esta clara relación entre muerte y pecado para afirmar la inmortalidad del hombre en
el paraíso: si el pecado introduce la muerte, antes del pecado no había muerte. Sin embargo ya la teología clásica hace
algunas matizaciones al hablar del don de inmortalidad. Según San Agustín, Adán era mortal por naturaleza, pero
recibió de Dios la promesa de que no moriría. Una cosa es ser mortal y otra estar sujeto a la muerte. El fundamento de
este no morir era la gracia. El pecado fue la causa de la muerte corporal 49. Igualmente para Sto. Tomás el hombre
naturalmente era mortal; si poseía el don de la inmortalidad era como consecuencia de la gracia: "Su cuerpo no era
incorruptible por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de
corrupción mientras estuviese unido a Dios"50. Incluso Tomás admite la posibilidad, en línea con lo que poco después
afirmará Duns Escoto, de que el hombre fuera mortal en la paraíso, pues su cuerpo se hallaba sometido a un proceso
natural de disolución51.La afirmación de que si el hombre no hubiera pecado no habría sufrido la muerte, entendida
biológicamente, plantea problemas de coherencia teológica. Según la tradición eclesial, María no cometió pecado ni
tuvo pecado original. Y, sin embargo, no fue liberada del hecho biológico de la muerte. Más aún, Cristo, cordero
inocente y sin mancha, que no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca (1 Pe 2, 22), también era mortal por su
naturaleza humana, pues de lo contrario no hubieran podido matarle.
La muerte es natural al ser humano, es consecuencia de su finitud. ¿Qué significan, entonces, las afirmaciones
escriturísticas de que el pecado introduce y produce la muerte? Para responder a esta pregunta habrá que aclarar el
sentido que tiene la palabra muerte en la Escritura.La muerte es una realidad religiosa. Significa ante todo enemistad
con Dios e incluye todo lo malo que le sucede al hombre como castigo por sus pecados. Igualmente el concepto de vida
no abarca solamente la vida corporal, sino también todo lo que obtiene el justo como recompensa por su virtud, y en
primer lugar, la amistad con Dios. En Sb 2, 23 ss. aparece claro este concepto religioso de la vida y de la muerte: "la
muerte entró en el mundo por envidia del diablo" y por eso sólo la sufren "los que le pertenecen" (2, 23), en contraste
con la vida de los justos que está en manos de Dios (3, 1), y sólo "mueren" aparentemente (3, 2 ss.). También es de
sumo interés el texto de Dt 30, 15-20: el israelita tiene ante sí la vida y el bien, la muerte y el mal; la vida para él y su
descendencia está en amar a Yahveh y escuchar su voz; la muerte consiste en desobedecer a la Palabra (cf. también Ez
3, 18-21; 20, 11.13.21). Los conceptos de vida y muerte son ante todo realidades religiosas: la vida consiste en la
obediencia a la Palabra de Dios, la muerte es separación de Dios en la culpa, muerte del alma.También el Nuevo
Testamento conoce este sentido religioso de la muerte. Recordemos la parábola del hijo pródigo: el padre, refiriéndose
a su hijo perdido y recuperado dice que "estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Le 15, 31). Significativos resultan
también 1 Tim 5, 6 (la viuda "entregada a los placeres, aunque viva, está muerta") y Rm 7, 9-10 ("revivió el pecado y
yo morí"). En el pasaje fundamental de Rm 5, 12 Pablo habla de que el pecado separa al hombre de Dios. Esta
separación es la "muerte": muerte espiritual y eterna, a la que nos remite simbólicamente la muerte física. A la luz del
versículo 17 (por el delito reina la muerte, por la gracia la vida), esta muerte no puede entenderse ni única ni
principalmente de la muerte física, sino el paralelismo con la vida no se mantendría. La muerte física es signo de la
muerte eterna.Pero sobre todo el Nuevo Testamento conoce una muerte que no es muerte, porque "todo el que vive y
cree en mí, no morirá jamás" (Jn 11, 26). "Si alguno guarda mi Palabra, dice Jesús, no verá la muerte jamás" (Jn 8, 51;
cf. 8, 52-53). Más aún, el que escucha la Palabra de Jesús y cree en él "tiene vida eterna", "ha pasado de la muerte a la
vida" (Jn 5, 24). Los creyentes "saben que han pasado de la muerte a la vida, porque aman a los hermanos. Quien no
ama permanece en la muerte" (1 Jn 3, 14). Hay una muerte que da la vida: "si hemos muerto con Cristo, también
viviremos con él" (Rm 6, 8; 2 Tm 2, 11).
En el relato del Paraíso se encuentra expresado, en una imagen negativa, que en la obediencia a Dios está la vida
(Gen 2, 17; 3, 3). Esto significa que el hombre, mortal por naturaleza, es llamado por Dios gratuitamente a la vida,
como fruto de la obediencia a la Palabra. Con el desarrollo de la revelación aparece que esta vida incluye la
glorificación del cuerpo y que además dura para siempre. Lo fundamental, por tanto, es saber que Dios ha creado al
hombre para la vida más allá lo que le correspondería por su fragilidad y finitud. Una vez que esto queda claro, la
muerte física ha perdido su aguijón (cf. 1 Co 15, 55-56) y resulta posible vivir sin miedo a la muerte (Heb 2, 15).
Todavía más: para el que vive de la fe en la resurrección de Cristo como primicia de todos los que mueren y sabe, por
tanto, que la muerte es en realidad la entrada en la vida verdadera y para siempre, la muerte puede convertirse en un
deseo: "para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia... Deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es
con mucho lo mejor" (Flp 1, 21.23). En esta línea está también esta palabra de Jesús a sus discípulos en su discurso de
despedida: "si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre" (Jn 14, 28).Desde esta perspectiva, lo problemático
no es tanto la muerte cuanto la manera de afrontarla. El hombre desea vivir, pero sabe que tiene que morir. El pecador,
y el que vive alejado de Dios, ignora el sentido positivo de la muerte. De ahí que la muerte le aparece como algo no
deseado, como lo que le impide ser, como un ataque desde el exterior, y así vive la muerte como algo angustioso y
oscuro. En la medida en que nos acercamos a Dios y nos asemejamos a Cristo tal angustia desaparece. Pues a la luz de
la fe, la muerte puede experimentarse como realización normal, no traumática, de nuestra hambre de trascendencia;
como paso normal hacia la plena divinización. Para el creyente "la vida no termina se transforma, y al deshacerse
nuestra morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna"52.Si el hombre no hubiera pecado, hubiera
asumido plenamente la muerte, al no experimentar en ella ninguna ambigüedad. En la medida en que también hoy
vivimos unidos a Dios por el amor, resulta posible vivir sin miedo a la muerte. Pues el amor es fuente de vida y el amor
de Dios fuente de vida eterna. Para quién se entrega a la muerte con la confianza que da el amor, la muerte puede
resultar un misterio, pero ha perdido su aguijón, pues este misterio es el de la resurrección de Cristo, que nos permite
vivir con la esperanza de la gloria imperecedera.

EL PARAÍSO RECUPERADO

El hombre lleva en sí mismo un sueño de amor, vida y felicidad. Esto no es sino expresión de la huella de Dios que
habita en el fondo de su ser. Este sueño corresponde, pues, a su vocación o llamada original. Tal llamada nunca se
pierde, pues Dios no se arrepiente de sus propósitos. Si el hombre puede cerrar las puertas del paraíso, Dios siempre
hace lo posible para abrirlas de nuevo. Dios siempre está dispuesto a transformar la tierra desolada en el huerto de Edén
(Ez 36, 35; Is 51, 3). El antiguo texto del libro del Génesis no es más que una imagen de un proyecto permanente de
Dios que siempre está al alcance del hombre. Por esta razón, en el resto de la Escritura se habla del paraíso en términos
de futuro y de promesa. Esta promesa se anticipa ya en aquellos que viven conforme a la ley de Dios, fuente de toda
sabiduría (Dt 4, 6); ahora bien, la sabiduría es un "árbol de vida" que garantiza la felicidad (Prov 3, 18; cf. Eclo 24, 12-
21). El amor y el temor del Señor son "como un paraíso de bendición" (Eclo 40, 17.27).
La promesa del paraíso se cumple en Jesús. Con su presencia la serpiente antigua queda vencida (Ap 20, 2) y el
cielo se abre (Mt 3, 16). Él es quien definitivamente nos conduce al Paraíso de Dios en el que está el árbol de la vida
(Ap 2, 7). Con Jesús amanece un tiempo de gracia en el que la muerte y la enfermedad retroceden y al creyente se le
otorga ya el alimento de vida (Jn 6, 35) y el agua viva (Jn 4, 14). En su seguimiento, es posible vivir de otra manera, a
saber, vivir en el amor de Dios, manifestado en el amor a los hermanos, y vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la
muerte.
BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL
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K. RAHNER, Le chrétien et la morí, Desclée de Brouwer, París, 1966.
K. RAHNER, Sobre el concepto teológico de concupiscencia, en Escritos de Teología, I, Taurus, Madrid, 1961, 379-416.
L. F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid, 1993, 33-53.
W. SEIBEL, El hombre, imagen sobrenatural de Dios. Su estado original, en Mysterium Salutis, Cristiandad, Madrid, 1969,1.1112, 902-942.i té.
1. Según Gen 2, 8 se halla situado al esto; srp.nn Géll .', U) I-I, piohablenien-te al norte.
2. Por ejemplo: el paraíso sería la vida de los bienaventurados, el alma o la Iglesia; sus cuatro ríos de aguas abundantes serían las virtudes
cardinales o también los cuatro evangelistas; los árboles serían signo de la ciencia o de la santidad; los frutos de los árboles, de las costumbres
de los piadosos; el árbol de la vida, de la sabiduría; y también: Adán sería símbolo del espíritu; Eva, de los sentidos; la serpiente, del apetito del
mal y los animales, de los movimientos sensibles. Esta interpretación tiene interés como intuición que ve en el relato del paraíso un mito que
nos revela una estructura fundamental de la existencia humana.
3. SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, X I I I , 21; el'. De Caí <ul lili., VIH, 1; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, T, 102, 1 y 2.
4. Es importante también el contraste entre Gen 3, 23 ss: tras el pecado el hombre es expulsado del jardín; y Gen 3, 17-19: no hay
expulsión, el pecado hace que el hombre, permaneciendo en el mismo lugar, se sitúa <le lumia diferente ante la tierra.
5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 375.
6. Suma de Teología, 1-11, 1 13, 10 <
7. US 1511 y 1512.
8. TOMAS DU AUIIINO, Suma ¡Ir íeoliigiii, I, 95, I.
9. (iiiiuliiim i7 .S'/)r',v, I1'.
10. Gaudium et Spes, 24
11. Gaudium et Spes, 22
12. Cf. P. Scno()NÍ!Ni)iiR<¡, Un Dios de los Iwinbm, lleiilnr, Hitrcelorm, 1972, 37-38.
13. Senil, iiil popul, scnno Id'l, c. 2
14. Suma de leoloe.ia. I II, I I I, 2, :u l 2.
I.S, ToMA\ nií A O I I I N I I l i . i l i l . u u l i i del | ti i n ii 'i I ii ii i i l i r c 11 ¡ce < |iu- poseí; i iin:i "|>;i;i-l'lll l 'e r i b i i l i i y .mu lid l i i i i l i i ni,nía" (Sumti ¡Ir leoloe.lii, II II, S, I ) I t t
16. Resultan de sumo interés estas palabras de S. KIERKEGAARD, que cito por su traducción francesa: "On ne peut servir deux maítres. Cela vise non
seulement l'hésitant, l'incertain qui ne sait pas bien lequel choisir. Non, mais l'homme qui par défi a rompu avec Dieu et le ciel pour servir son désir et ses
convoitises, celui-lá aussi sert vraiment deux maitres, ce qu'on ne peut pas; car il lui faut servir Dieu, qu'il le veuille ou non. Ainsi il ne s'agit pas de choisir un des
deux; mais la réalité, c'est qu'il n'y a qu'un seul choix á faire: on ne peut, en ellet, servir qu'un seul mai-tre qui est Dieu" (Diario VIII A 359). Recuérdese lo que
dijimos en el cap. III respecto a la verdadera y plena libertad, que consiste cu cli'nir lo único necesario, el único y verdadero camino.
17. ('niiffsitiiK'.s I, 1.
18, Sinim //«■ Irolo/Uíi, I, 93, 2, :ul 3; el'. I II 2, 8; 3, 8.
19. TOMÁS DE AQUINO, en su Suma de Teología III, 1, 3, afirma: "peccato non existente, incarnatio non fuisset". Sin embargo, en 11-11, 1. 7,
amplía las perspectivas, e indica que la encarnación se ordena "ad consuiiim;it ¡< « I H - I I I glorlao'.
20. Redemplor Hominis, 1.
21. Smihi ,!•■ /;Wr>;:///, l, 'M, I, li l l , s, I.
22. Conservo entre mis notas esta frase de S. KIERKEGAARD, pero desgracia damente he perdido la referencia de dónde la he sacado: "Celui
qui ne renonce pa: á la vraisemblance n'entre jamáis en relation avec Dieu".
23. Cf. M. SCOTI' l'l'.CK, /// iiti cvn i¡\ii-<)l(>/>í(i del timar, Urano, Barcelona, 1987, HO-93.
24. ln., p. 10(1 I OH.
25. /// liiiisiuliim ¡aannis acl Parthns, VIII, 5.
26, "II l i i i i n l i i i ' , ClnlcH eiiulura terrestre u la que Dios ha amado por sí
mlNiníi" {Cnitiliiitu r/ s¡m, 24),
27. Catecismo de la Iglesia C/Hólica, 376.
28. Oí. TOMÁS ni; AOIIINH, Simia ile 'IcoloRfa, 1, 95, I.
29. Nietzsche escribió: "La concepción cristiana de Dios, Dios como dios de los cnlermos, como araña, como espíritu, es una de las más corrompidas que exis-
ten sobre la I ¡erra; tal ve/, hasta marque el punto más bajo de la curva descendente del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en objeción contra la vida, en vez de
ser MI 11'ansí ¡curador v eterno si ! !l;.n Dios, declarada la )'.' ierra a la vida, a la Naturaleza, a la vi l i m i t a d de vida ! jl >icr,, la l u í í n u l a pal a toda detracción de
"este mundo", para toda mentira del "más allá"! ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de alcanzar la nada!" {El anticristo, n° 18). ¿Si no fuera por su
lenguaje belicoso, cuántos cristianos no se reconocerían en esta caricatura de su Dios?
30. De Trinitate, XIII, 5, 8.
31. S. FREUD, Obras completas (revisión, traducción y prólogo por Ramón Rey Ardid), vol. III, edit. Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, 10.
32. B. PASCAL, Pensées, n° 425, ed. Brunschvicg
33. También Freud escribe: "Ninguna regla al respecto vale para lodos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en qur pueda ser foliz. Su elección del
camino a seguir será influida por los más divri\n\ l.u I O IC N " (O. <', en ñola 31, p. 16).
34. "Lo que conviene a uno es su pmpio lum" {Suma t'onllrl los (iei Hiles, 111, 3).
35. "Se llama bien aquello a lo que tiende el apetito" {Suma de Teología, I, 16, 1).
36. Suma de Teología, I-1I, 2, 7 y 8.
37. Suma de Teología, Mi, 5, 4,'ÍKI 2.
38. O. c. en iiolii 32, 11" 169.
39. Cf. TOMAS nn ADIIINO, Suma de leoloy.tn, I II, 73, 1; 78, I y 3.
40. SAN AUIISTÍN, De civilnle Dei, 14; SAN < i i ' i ' i . i i i ' i u un NINA, De Ilumine, 17.
41. Suma de Teología, I, 98, 2 y ad 3. En mi opinión las traducciones castellanas que he consultado no traducen con fuerza suficiente el texto de Tomás. Por
eso, además de la traducción que onezco, doy el texto latino: "In statu innocentiae nihií huiusmodi luissel quod rnliono non moderaretur: non quia esset minor
delectatio secundum sensum, ul quidam diciml. Fuisscl enirn lauto maior delectatio sensibi-lis, quanlo csscl purior Malura, el corpus mnp,is sonsibilo"
42. Sninr Iriiiitmi lipislnliim S. I'mili Aptisluli ¡ul ('<n iulliios, capul VII, lectio I.
43. Siuiiii ¡le 'lriil<>Kía, I II, 14, I
44. TOMAN I>I< AoillNU, Simia ¡le 'lh>lt>iiia, I II, ti, t
45. Suma tic Teología, l-II, 34, 1
46. Snwn //<• Tcolo/iía, MI, 31, 'i, ,»l I.
47. EI.IANB AMADO LRVY-VALENSI, Le granel désairoi. Aux racines de Vénigme liimiosvxiwlla, édltioiis universitaires, París, 1973, 10-11.
4H. Ver tnmbiC'il Cutos olios textos de la Kscritum y del Magisterio: Gen 2, 17; i, I'); Snb ?, 24; 1, 13-15; Rm o, 23; 1 Cor II, 21-22; ns, 222,
372, 1511.
49. SAN AGUSTÍN, De los méritos y perdón de los pecados, I, 2-6.
50. Suma de Teología, I, 97, 1. Más: la mortalidad (natural) del hombre proviene de que en la naturaleza no puede encontrarse ningún cuerpo que adecúe
plenamente al alma, que es inmortal por naturaleza. Dios, antes del pecado, pudo prohibir que la necesidad de la materia llegase al acto. De ahí que "en cuanto que la
inmortalidad es natural a nosotros, la muerte y la corrupción es para nosotros contra naturaleza" {De malo, 5, 5).
51. "La virtud del árbol de la vida no podía hacer durar al cuerpo infinitamente en el tiempo, sino sólo determinado tiempo... S¡ la virtud del árbol de la vida
era finita, su pisto preservaba tic la corrupción por un cierpo tiempo. Acabado este tiempo, el hombre hubiera sido trasladado a una vida es p i ri t u a l " ( I' O M A S im
Aum-NO, Siinm de Teología, I, 97, -I)
52. Prefacio I di- l;i Misa de difuntos.
*El hombre, criatura libre y responsable
Dios tiene un proyecto para el hombre: el amor, la vida y la felicidad. Sin embargo basta echar una ojeada a la
historia y, mejor aún, a nuestra realidad presente, para constatar que la vida del hombre suele discurrir por otros
derroteros: los del odio, la muerte y la desgracia. Mientras en 1995 se estaba celebrando el aniversario de la llamada
segunda guerra mundial, y los líderes políticos clamaban: "nunca más la guerra", "nunca más genocidios", en el
mundo no sólo se seguían dando guerras, sino repitiendo masacres de poblaciones y razas enteras tan graves o incluso
más que las que se dieron durante la segunda gran guerra, no sólo lejos de aquellos escenarios (Ruanda), sino también
cerca de los mismos lugares de la antigua masacre (Serbia, Bosnia y Croacia). Sin llegar a estos extremos que claman
al cielo, el mal tiene también otros múltiples rostros, que no son sino otras tantas manifestaciones del egoísmo
humano. Se diría que el misterio del mal está instalado en el corazón humano, que los pensamientos del hombre son
malos desde su niñez (Gen 8, 21). Si lo pensamos bien lo sorprendente no es que haya guerras, odios y crueldades; lo
maravilloso es que haya paz, amor y felicidad. Lo maravilloso es que a pesar de las malas inclinaciones y malos
deseos del hombre, éste pueda convertirse en un hombre renovado por el amor, amante de la paz, solidario y
respetuoso con sus semejantes.¿Cómo se explica el misterio del mal? El hombre es libre por naturaleza. Al contrario
de lo que sucede con el resto de las criaturas, su destino no le ha sido dado hecho. Depende de él y puede orientarlo en
uno u otro sentido. Esta es la grandeza del hombre. Pero en su grandeza está también el peligro: puede elegir mal y
perderse. El don de la libertad que el Creador ha otorgado a la criatura humana se conjuga con el riesgo del posible
rechazo que el ser finito puede oponer al Amor infinito. Teológicamente a la realización de esta posibilidad la
llamamos pecado. Pero como el hombre ha sido hecho para el amor, la vida y la felicidad, y en todo lo que hace —
incluso cuando peca— busca su bienestar, resulta que el pecado representa la suprema contradicción. El pecado
manifiesta "la división íntima del hombre"1. Por el contrario, por la gracia de Dios el hombre "es capaz de establecer
la unidad en sí mismo"2. Como tendremos ocasión de explicar, el hombre, al pecar, hace lo que no quiere: "realmente,
mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco" (Rm 7, 15).Pero la
libertad sola no explica el hecho del mal y del pecado. Pues la libertad tiende hacia el bien, realizándose como tal en la
verdad. En el pecado la libertad se pervierte: "todo el que comete pecado es un esclavo" (Jn 8, 34; cf Rm 6, 17). El
pecador deja de ser dueño de sí al ser incapaz de controlar y dominar sus instintos. Si la libertad mal empleada es la
que hace posible el pecado, la finitud explica el fundamento de su posibilidad. Pues la libertad se desorienta porque el
hombre, debido a su finitud, no es capaz de captar toda la realidad y todas las consecuencias de sus acciones; no es
capaz de darse cuenta de que el mal que hace no sólo perjudica al otro, sino que le perjudica también a sí mismo.
Nadie quiere perjudicarse a sí mismo. Si se diera cuenta de que el pecado en primer lugar es un atentado contra sí
mismo, el hombre no lo cometería nunca. Pero el hombre es finito y no es capaz de observar el todo de lo real (en
cierto sentido cabría decir que el hombre, al pecar, también es víctima de sí mismo). Sólo fiándose de Dios puede
conocer el sentido profundo de sus acciones y de toda la realidad (y sólo fiándose de Dios puede vencerse a sí
mismo).Ahora bien, hay que dejar muy claro que la finitud sola no puede ni debe identificarse con el pecado. La
creatura no es mala por ser finita. Más bien hay que decir que es buena de modo finito, lo cual significa que no se
posee totalmente a sí misma y que no acaba de conocerse nunca del todo. La finitud, por tanto, es la posibilidad del
pecado, no su realidad. La realidad del pecado procede de la libertad que actualiza una posibilidad inscrita en la
existencia humana. Cuando hablamos del pecado, al final topamos siempre con la libertad, que implica capacidad de
respuesta a la llamada de Dios. Pero la llamada no es nunca evidente, pues siempre la captamos en la oscuridad y
limitación de nuestra existencia de creaturas. Esto explica la posibilidad de una respuesta inadecuada. Sólo fiándonos
de Dios y apoyándonos en su palabra, nuestra respuesta encuentra el buen camino. De ahí que en su raíz más profunda
el pecado es lo contrario de la fe.
LO CONTRARIO DE LA FE ES EL PECADO
El pecado, categoría religiosa:En el Antiguo Testamento, la categoría clave para entender el pecado es la de alianza.
El pecado es la ruptura de la alianza. El que el pecado se haya también entendido como desobediencia a la ley,
proviene de una pobre e insuficiente identificación de la alianza con la ley. Cierto que la alianza se concretiza en una
ley. Pero la alianza es algo más que un código; es una intención, un estilo. Es la manifestación de las relaciones
personales y colectivas con la santidad inaccesible de Yahveh. Y aunque la alianza se da expresiones concretas y
accesibles, no compromete por ello la trascendencia de su objeto. De ahí que la ley siempre es susceptible de revisión
en función de las intenciones profundas de la alianza.El pecado, antes que la ruptura de un orden legal e incluso moral,
es la ruptura de una relación personal entre el hombre y Dios. De ahí que el pecado es ante todo una categoría reli-
giosa: sin Dios hay errores y equivocaciones. Sólo delante de Dios puede uno sentirse pecador. Tomás de Aquino,
después de citar a San Agustín que escribe que en el pecado de infidelidad están englobados todos, afirma que la
infidelidad es el mayor de los pecados, pues es lo que más aleja a los hombres de Dios 3. La gravedad del pecado está
en el alejamiento de Dios. En esta medida, el pecado tiene repercusiones antropológicas, pues si en Dios se encuentra
la realización del hombre, se comprende que "el pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud"4Así,
en su raíz más profunda, pecado es lo contrario de la fidelidad (cf Rm 14, 23), de la confianza; por eso va unido a la
desobediencia, del mismo modo que la fe es obediencia. Los autores protestantes han sabido destacar esta oposición
entre pecado y fe: "Con demasiada frecuencia se ha olvidado que lo contrario del pecado no es la virtud. Este es un
punto de vista pagano... que ignora lo que es pecado y que el pecado es siempre delante de Dios. No, lo contrario del
pecado, es la fe; como dice la epístola a los romanos 14, 23: todo lo que no procede de la fe es pecado. Y una de las
definiciones capitales del cristianismo es que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe"5. En efecto, la virtud
tiene que ver con la obra bien hecha; el pecado es algo más profundo que una mala acción, es alejamiento de Dios.
También Juan Pablo II ha escrito que el pecado es siempre una "no fe"6, una desconfianza, una ruptura de la
comunicación, de la relación, de la alianza, de la amistad con Dios; un dejar de comulgar con la fuente de la vida; en
suma, una destrucción de la "imagen" de Dios, del amor, que habita y constituye al hombre y, por tanto, un alejarse de
la propia verdad. Por eso tiene su origen en el padre de la mentira: éste falsea la verdad sobre Dios, lo pone en estado
de sospecha y hasta de acusación, le considera un enemigo, un peligro y una amenaza para el hombre, y no como lo
que es: fuente de libertad y plenitud de bien. En este sentido, el rechazo de Dios, rechazo de la vida y del bien, termi-
na siendo la muerte del hombre.
La desconfianza de Adán:El primer pecado que cuenta la Escritura, el de Adán, es un acto de desobediencia, un acto
por el que el hombre se opone consciente y deliberadamente a Dios violando su precepto (Gen 3, 3). Pero hay que ir
más allá de este acto exterior de rebeldía y buscar la razón profunda que lo provocó: ésta no es otra que la
desconfianza.La historia de Adán comienza con un acto de amor: Dios le crea a su imagen y semejanza y le llama a
ser su interlocutor. Le llama a la amistad que, como toda amistad, supone mutua confianza. Pero he aquí que por
instigación de la serpiente, Eva y Adán se ponen a dudar de este Dios generoso que les ha ofrecido el amor y la vida.
Lo que insinúa la serpiente tentadora es que el precepto, que había sido dado para el bien del hombre (recordar lo que
dijimos en el cap. II: el mandamiento está ahí para recordar que la vida tiene unos límites y que el traspasarlos con-
duce a la destrucción de la vida), no sería sino una mentira, una estratagema inventada por Dios para salvaguardar sus
privilegios (Gen 3, 4-5). Así "resultó que el precepto, dado para vida, me fue para muerte" (Rm 7, 10). El hombre
desconfía de Dios que ha venido a ser su rival. Dios aparece como mentiroso y, por tanto, lo lógico es
desobedecerle.Queda así completamente transtornada la noción misma de Dios: de un Dios desinteresado y amante,
hemos pasado a un Dios interesado y rival de la criatura. Ante un Dios así lo mejor es esconderse (Gen 3, 8) porque da
miedo (Gen 3, 10). El pecado, antes de provocar ningún gesto, corrompe el espíritu del ser humano, cambia su manera
de pensar y no deja ver la verdad.El pecado de los orígenes revive en la historia de Israel. Como Adán, Israel también
fue colmado de los beneficios de Dios. Escogido entre todos los pueblos para ser el pueblo de Dios (Ex 19, 5)
experimentó la fuerza y la fidelidad de Yahveh al ser librado de la servidumbre de Faraón. Pero en el momento mismo
en que Dios hace alianza con su pueblo, el pueblo le pide a Aarón un dios a su medida (Ex 32, 1). A pesar de las
pruebas que Dios le había dado de su fidelidad, Israel no tiene fe en él. En vez de decidirse a obedecer los
mandamientos de Dios (la obediencia es manifestación de fe), prefiere un Dios que se pueda manipular. El pecado
original de Israel es la rebeldía (Dt 9, 7), la negativa a creer en Dios y abandonarse a él.
El pecado como no creer en Jesús
Con Jesús aparece el hombre nuevo, siempre presto a obedecer a Dios y a fiarse totalmente de él. Al contrario de
Adán, Jesús e n c u e n t r a su alimento en hacer la voluntad del Padre (Jn 4, 34). El no busca SU voluntad, sino la
voluntad de Dios (Jn 5, 30; 6, 38; 14, 31). Por eso puede decir de sí mismo: "yo hago siempre lo que le agrada a él"
(Jn 8, 29). De ahí que pueda ser proclamado como "fiel al que le instituyó" (Hb 3, 2) y se le pueda calificar de
"pionero y consumador de la fe" (Hb 12, 2). Pionero: el que va por delante, el que precede, el que inicia el camino de
la plena respuesta de la fe. Y consumador: el que lleva a su término, el que realiza perfectamente. Así mostró cómo
desde nuestra situación humana es posible vivir la vida de Dios, fiándose de él y obedeciéndole en todo. Jesús, al
recorrer el camino de la fe sin ninguna fisura, enseña al mismo tiempo a los hombres el camino que Dios quiere para
ellos.Pero en esta plena manifestación de la fe aparece con toda su fuerza el pecado como no fe. En efecto, al rechazar
a Jesús los hombres manifestaron no creer en él y, por tanto, no aceptar el camino del hombre plenamente fiel. En
Jesús se manifiesta la verdad del hombre y la verdad de Dios. Rechazar a Jesús es rechazar esta verdad.Según el
cuarto evangelio el pecado del mundo es su incredulidad, su falta de fe en Jesús (Jn 16, 9). Rechazarle a él y su
palabra es rechazar la verdad (Jn 8, 40.45-46) y, por tanto, perderse, "morir en el pecado" (Jn 8, 21.24). A pesar de tan
grandes señales que Jesús había realizado, los judíos no creían en él (Jn 12, 37). Y como creer en Jesús es creer en el
que le ha enviado (Jn 12, 44), el rechazo de Jesús se convierte en un alejamiento de Dios mismo.Ahora bien, conviene
notar que el cuarto evangelio constata a un tiempo la no fe en Jesús y la "revelación" del pecado por obra del Espíritu.
Esto significa que a pesar del rechazo del hombre, el amor de Dios se mantiene inalterable. Ante el hecho del pecado,
el amor de Dios comienza por dar a conocer el pecado, por "convencer al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8).
El Espíritu de Dios actúa en la conciencia del hombre para que éste reconozca su pecado, que es condición para la
conversión y la vuelta a Dios. La revelación del pecado se convierte así en una modalidad del amor de Dios, que no
quiere hacer magia con el hombre, sino que pretende que el hombre se vuelva libremente a él. El hombre solo puede
apartarse del pecado si éste se le descubre en todo su horror y malicia. De ahí la necesidad de "convencerle en lo
referente al pecado". Pero este convencimiento únicamente puede hacerse en un clima de misericordia, pues el solo
descubrimiento del honor del pecado resultaría insoportable para el hombre. Por este motivo la revelación del pecado
va acompañada de la revelación de la misericordia. Ya en la primera historia del pecado, cuando Dios hace caer en la
cuenta al hombre de su desobediencia (Gen 3, 11), aparece una promesa de salvación (Gen 3, 15) y se deja entrever la
victoria final del hombre. De ahí que el Credo de la fe cristiana no confiesa el pecado, sino el perdón de los pecados, o
sea, la posibilidad permanente de volver a la fe, al encuentro, al amor.
EL PECADO COMO AUTOAFIRMACIÓN
Seréis como dioses:Como contrapartida de la desconfianza en Dios, el pecado aparece como la falsa autoafirmación
del hombre. Al no fiarse de Dios, el pecador intenta edificarse sobre su autosuficiencia. Pero cuanto más se apoya en
sí mismo más se apoya sobre la nada. Pues el hombre es frágil. De modo que cuando el hombre se aleja de Dios
volviéndole la espalda (Is 1, 4), en realidad "se vuelve a lo que no es nada" (Os 7, 16).En el centro de la paradigmática
historia del primer pecado aparece esta dimensión de autoafirmación: "seréis como dioses, conocedores del bien y del
mal" (Gen 3, 5). Adán se pone en lugar de Dios, pretende ser dueño único de su destino, tomarse a sí mismo por
medida y disponer de sí mismo a su talante, negándose a depender del que lo ha creado. Entiéndase bien: la gravedad
del asunto no está tanto en querer ser como dioses, cuanto en quererlo ser en la desobediencia a Dios. Pues el hombre,
creado a imagen de Dios, fue llamado a compartir la vida divina, a ser santo como Dios es santo (Lv 19, 2), a ser
perfecto como el Padre del cielo (Mt 5, 48). Apoyándose en la propia finitud no puede saciarse el deseo infinito del
hombre. La llamada a compartir la vida divina no puede lograrse desde la ruptura, la autonomía y el enfrentamiento.
Pues Dios es Amor en la Comunión, y la divinización humana siempre es algo recibido, que no puede alegarse en
contra del dador. El hombre quiso ser como dios olvidando que era también creatura y que, por tanto, su capacidad
para lo divino tenía un límite y sobre todo una fuente permanente que no se podía romper: la obediencia a la Palabra
de Dios. El hombre, llamado a la divinización, pero creatura limitada, no puede divinizarse por sí mismo, sino por
gracia. En suma, el pecado no está en pretender ser como Dios, sino en pretenderlo al margen de Dios.Nuestra lectura
debe resolver la dificultad que plantea la sorprendente perícopa de Gen 3, 22. Tras el pecado, Yahveh reconoce "que el
hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal". La mayoría de los autores
interpretan que Yahveh se expresa irónicamente. Paul Ricoeur prefiere tomar en serio esta afirmación: el pecado es
una afirmación de sí y, en este sentido, es una promoción, lo que sin duda representa un progreso, pero en el plano de
la alienación, del enfrentamiento y de la lucha, plano que conduce irreversiblemente a la catástrofe. Cuando el hombre
decide sin Dios lo que es bueno y malo, se pone a la altura de Dios, en cierto sentido realiza la imagen de Dios, pero
en un plano de ruptura y de enfrentamiento7. Es la negación de la fe.Como contrapunto a la figura de Adán está la
figura de Jesús. También él debe enfrentarse con la tentación de "ser como dios" en la autoafirmación de sí mismo que
implica la ruptura con Dios. El tentador le propone "todo el poder y la gloria" (Le 4, 6) propias de la divinidad si,
adorándole (Le 4, 7), desobedece a la Palabra de Dios. Y en otro jardín, en Getsemaní, esta tentación alcanzó su punto
culminante. Pero Jesús, en el dramatismo del ataque, cuando más notaba su propia debilidad física y psicológica,
seguía apoyándose con más fuerza que nunca en su Dios: Abbá, padre querido, que no se haga mi voluntad, sino la
tuya (Le 22, 42). Precisamente por apoyarse en Dios, Jesús resultó vencedor, pues "entonces se le apareció un ángel
venido del cielo que le confortaba" (Le 22, 43).
Los pecadores, enemigos de sí mismos.
Kierkegaard ha descrito de forma magistral la realidad del pecado, a saber: el no querer aceptarse siendo desde el
fundamento que nos sostiene8. El pecado no es ni el escrúpulo psicológico, ni la falta moral, ni la desadecuación entre
proyectos y realizaciones, sino el querer ser uno mismo desligado de toda relación con el poder que nos ha dado el
ser, el no acogernos como siendo desde Otro. Y este pecado así comprendido, como un pretender ser nuestro propio
origen sin alteridad alguna, es el que quiebra la realidad en su entraña, porque niega su estructura y por tanto hace
imposible el logro de su destino y la perfección anhelada. El hombre, que no acepta su plenitud en Dios mismo como
Don y prefiere conquistarla por el esfuerzo propio, se queda con lo único que le es propio: la soledad radical y la
nada: "al perder a Dios, se pierde el yo; carecer de Dios es carecer de yo" 9. Sin Dios nos encontramos necesariamente
con lo finito, con lo que acaba, con la nada. Sin Dios sólo queda la fatalidad. Sólo Dios nos abre la posibilidad de la
vida, pues todo es posible para Dios.Si el pecado es el intento de excluir a Dios de mi vida y de quedarme
exclusivamente con mi propio ser (olvidando que "mi ser" es siempre "de otro"), las consecuencias del pecado no
aparecerán como adviniendo al hombre desde fuera de sí mismo impuestas por una mano arbitraria o justiciera, sino
como la natural consecuencia de haber roto con quien es nuestro origen permanente (cf. Ez 18, 24; Jn 3, 19; 12, 47).
A esto la Biblia le llama perder la "gloria de Dios". Precisamente, en la Biblia hebraica la palabra que significa gloria
implica la idea de peso. El peso de un ser en la existencia define su importancia, su gloria. Para el hebreo, a diferencia
del griego y de nosotros mismos, la gloria no designa tanto la fama cuanto el valor real, estimado conforme a su peso.
De ahí la fragilidad de la gloria humana (Sal 49, 17-18) y el peso que confiere a la existencia el tener la gloria de Dios
(Sal 73, 24-25)10. Por el pecado el hombre queda desglorificado, sin aquel reflejo del ser de Dios en su propio rostro,
que funda su soberana potencia y gloria. "Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios", escribe Pablo a los
Romanos (3, 23). Esta gloria es la santidad y el esplendor divinos comunicados al hombre, ya desde su origen. Por el
pecado el hombre pretende ser Dios para sí mismo, pero sin Dios, sin la afluencia de la sangre divina y del amor
generoso que le sostiene. Lo único que le queda entonces es su soledad, sin gloria de Dios.Lo que la teología ha
llamado pecado original es en su raíz más profunda la pretensión de ser origen absoluto de sí mismo, sin deberse a
ningún otro, la voluntad de tener consistencia absoluta en sí mismo y no necesitar a nadie para existir. Es el proyecto
de vivir sin relación, ni comunión, el olvido de Dios y (como explicaremos enseguida) el olvido del prójimo por
medio del que Dios nos habla y se nos comunica. En el origen del mensaje judeocristiano está la vocación del hombre
a la divinización. Pero esta vocación no puede realizarse sin Dios. Es una vocación que se realiza por gracia y no por
conquista nuestra contra Dios. Con esto hemos llegado a la suprema cuestión humana a lo largo de toda la historia: la
de Adán y Prometeo; la de Abraham y Jesús. Esta cuestión es la siguiente: ¿el hombre llega a su plenitud de ser y de
felicidad queriendo ser dueño absoluto de todo, anulando por tanto su origen y pretendiendo guardar sólo para sí la
vida enfrentándose a todo lo demás; o por el contrario, llega a la cumbre de su dignidad y verdad en el consentimiento
que acoge, en la comunicación que se abre para que la vida circule, en el amor no retenido como exclusivo, en ser en
suma imagen de Dios y hermano de los demás hombres? ".El pecado aparece así como la pretensión de lo imposible:
ser sin Dios. Porque lo cierto es que nosotros siempre somos a partir de él y por él. De ahí la tensión, el desgarro, la
contradicción que implica el pecado: un querer ser sin ser, la pretensión de afirmarse negándose, el apurar la vida
cerrándose a la vida, un querer ser el centro descentrándose. Se comprende entonces que, muy a su pesar, "los
pecadores son enemigos de sí mismos" (Tb 12, 10).Además, si Dios es el autor de la vida y el que sólo quiere el bien
del hombre, se entiende que Dios deba rechazar el pecado, pues éste establece la nada en el puesto del ser. De no
odiar el pecado (aún amando al pecador infinitamente más), Dios dejaría de ser creador y dador de vida, o se
manifestaría indiferente hacia su propia obra. Pero eso estaría en contradicción con el modo de ser de Dios: "si somos
infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo" (2 Tim 2, 13).
DIMENSIONES ANTROPOLÓGICAS DEL PECADO
Se mal entendería el pecado y su dimensión profundamente religiosa, si la insistencia en el "delante de Dios" o
"contra Dios" se interpretara como un olvido de la dimensión horizontal o antropológica del pecado. Pero más bien es
todo lo contrario: la dimensión religiosa confiere una profundidad mayor a la vertiente humana del pecado, pues Dios
sólo se manifiesta a través de mediaciones antropológicas, y en esta dimensión antropológica —aunque no se sepa—
estamos rechazando a Dios. Al insistir en la dimensión religiosa estamos al mismo tiempo recalcando la grandeza de
lo humano en la que lo religioso se manifiesta. Resulta así que el "contra Dios" es la mejor formulación del "contra el
hombre".
Falta de solidaridad en el pecado
Si pecado es preferirse a sí mismo por encima de todo lo demás, se comprende que no pueda haber ninguna
solidaridad en el pecado. El pecado es un abandono de Dios, pero también abandono del prójimo, rechazo de la
responsabilidad por el otro. El relato del paraíso muestra como la ruptura entre el hombre y Dios introduce igualmente
una ruptura entre los miembros de la sociedad humana. Adán se des-solidariza acusando a su compañera; la mujer
tampoco quiere asumir su responsabilidad y acusa a la serpiente (Gen 3, 11-13). La falta de solidaridad que produce el
pecado se manifiesta, en primer lugar, en que el hombre acusa a su compañera: yo no soy el culpable, el culpable
siempre es el otro. Esta transmisión de la culpa es, en su raíz más profunda, un intento de deshacerse del sufrimiento
que produce el pecado. Se trata de transmitir el mal al otro para descartarse a sí mismo y así pretender la propia
inocencia. Llevada a su extremo, la insolidaridad conduce a la negación del hermano, tal como se manifiesta en el
homicidio de Abel (Gen 4, 8), comienzo de una ferocidad cada vez más creciente en los descendientes de Caín, como
testimonia el salvaje canto de Lamek (Gen 4, 23-24). El pecado no une, sino que separa a los hombres, provoca la
insolidaridad.Por el contrario, en el hombre sin pecado se manifiesta la máxima solidaridad. Jesús no cometió pecado
ni encontraron engaño en su boca (1 Pe 2, 22; Is 53, 9), pues su vida fué pura receptividad, permanente acción de
gracias, acogida del don de Dios, consciente de que todo su ser dependía de El. Al restaurar así la condición original
del ser humano, pudo de nuevo volver a vivir el amor, acogiendo al hermano, hasta el punto de solidarizarse con él
incluso en su pecado. Por eso cargó con nuestros pecados (2 Co 5, 21), se hizo pecado por nosotros (Gal 3, 13), fue
capaz de compartir hasta el fondo toda la miseria humana, sin excepción, gustando toda la amargura del ser hombre,
queriendo recibir un bautismo de penitencia para remisión de los pecados (Mt 3, 13 ss. y par). Jesús, el hombre
perfecto, al hacerse pecado y cargar con nuestros pecados, demostró que la dimensión verdadera de lo humano está en
el ser solidario, en el compartir. Su ley, que comienza a realizarse en él, consiste en llevar las cargas de los otros (Gal
6, 2). Al contrario de lo que sucede con Adán, que se aparta de su compañera pecadora, Jesús se acerca a los
pecadores, se solidariza con ellos; se convierte, en suma, en el Cordero de Dios (el Siervo de Yahveh) que quita
(porque carga con él) el pecado del mundo (Jn 1, 29).Aparece ya una conclusión importante: la única manera de no
perpetuar el pecado y el mal consiste en no tratar a todo precio de deshacerse de él y así no involucrar a otro hombre
en el mal. Guardar el sufrimiento para sí, más que hacer sufrir a un hipotético culpable. El mal puede compararse a un
billete falso: o bien se le encaja y se admite una pérdida completa, puesto que ese billete no tiene ningún valor y nada
resarcirá a su poseedor; o bien se intenta deshacerse de él, queriendo recuperar el propio bien robado a costa de robar
a su vez a no importa qué nueva victima. Cristo vence el mal negándose a transmitirlo, aguantándolo hasta el riesgo de
morir por él. Lo propio del justo es aguantar el mal sin devolverlo, sufrir sin hacer sufrir, sufrir como si fuese
culpable. De ahí una última consecuencia: quién rechaza la doctrina del pecado original argumentando que él no tiene
ninguna responsabilidad en el pecado de sus antepasados, repite con ese argumento, toda la lógica del mal
(autojustificación, negativa a tomar el mal sobre sí para detener su transmisión) y por tanto se inscribe a fondo en el
pecado que pretende ignorar12.
La mediación antropológica del pecado
Dios se manifiesta a través de dimensiones antropológicas. Ya vimos (en el capítulo anterior) que esto explicaba
la posibilidad de rechazarle. Ahora debemos añadir que también explica que todo pecado se manifieste en el rechazo
del prójimo y en el daño que a él se le causa.La culpa del hombre es un acto libre frente al Dios vivo, aunque siempre
se da en cosas, personas y situaciones mundanas. Así como la llamada y el encuentro con Dios se da a través de
mediaciones, también en el pecado el rechazo y la separación de Dios se dan a través de mediaciones. En ellas Dios se
nos hace directamente presente, y en ellas se le encuentra o se le rechaza. Schillebeeckx escribe con acierto: "El
atentado contra sí mismo y contra el prójimo es la cara visible de la culpa contra Dios, culpa que —debido a la
estructura antropológica de la mediación— el pecador nunca será capaz de conocer exhaustivamente"13.
En la culpa el hombre realiza un acto que le supera y va más allá de sí mismo, más allá incluso del prójimo que lo
sufre. Este acto alcanza al mismo Dios, que en el prójimo se hace presente: "en verdad os digo que cuanto dejasteis de
hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo" (Mt 25, 45). De ahí que el hombre no
puede intervenir adecuadamente para poner remedio a su pecado. Está totalmente en manos de Dios para "gracia o
condena". Así, en el fondo, la liberación de la culpa es posible solamente por obra de Dios (aunque también aquí suje-
ta a una mediación, sobre todo a la mediación del arrepentimiento del pecador). La culpa tiene una estructura dialogal
y no puede cancelarse unilateralmente: requiere la palabra creadora del perdón de Dios. Precisamente (lo
desarrollaremos más ampliamente en nuestro próximo capítulo) la buena noticia de la fe cristiana, la gran alegría que
aporta el evangelio, lo positivo, lo que hay que destacar siempre y lo que tiene la primacía sobre todo es que Dios nos
amó "siendo nosotros todavía pecadores" (Rm 5, 8), "cuando éramos enemigos" (Rm 5, 10). Aparece así no sólo la
hondura y profundidad del pecado, sino la grandeza y maravilla del amor y gracia de Dios. Por eso el Credo —nunca
se insistirá suficientemente en ello— confiesa la fe en el perdón de los pecados.Antes hemos dicho que la pretensión
del pecador es no deberse a nadie, ser absoluto para uno mismo. La perspectiva antropológica del pecado muestra
también la profunda soledad del pecador. Sin Dios y sin comunión con el prójimo al pecador sólo le queda su soledad.
El drama del pecador, desvinculado de Dios e insolidario con sus prójimos, es que se queda consigo mismo
exclusivamente, renunciando a aquello que es la necesidad primordial del ser espiritual, creado a imagen de Dios: coe-
xistir, convivir, compartir. Dios puede amarse a sí mismo porque es comunión. Los seres creados a su imagen sólo
podemos realizar esta imagen y encontrar nuestro destino y plenitud en la comunión. El pecador quiere encontrar su
destino en la soledad, y así se encuentra con el infierno, que es la soledad radical: allí sólo hay llanto y crujir de
dientes, tinieblas y noche, sonido inarticulado, imposibilidad de comunicación, ausencia de respuesta, vacío absoluto.
Parábola del egoísmo como negación del amor
Gonzalo Torrente Ballester, al reescribir la historia de Adán en clave de amor, ha comprendido también el pecado
como no amor, o mejor, como egoísmo que, al querer reservarse el amor exclusivamente para sí, se encierra en sí
mismo, privándose de la posibilidad de amar y sustrayendo a los demás esta misma posibilidad. Resumimos aquí, con
el riesgo que todo resumen conlleva de pérdida de fuerza, lo que cabría calificar de parábola de Torrente Ballester.
Adán estaba solo. Contento y feliz con el Señor. Aunque notaba que le faltaba algo. Se paseaba por todo el
universo y admiraba su belleza. Le gustaban las plantas, los animales, la tierra, las estrellas, pero no hablaban la
misma lengua. A Adán le faltaba un interlocutor. El Señor creó a Eva para Adán. Los ángeles y las cosas creadas
cantaron a toda orquesta el Himno del amor universal. Adán se sintió colmado. Se lo explicó así al Señor: "He sentido
en mi corazón la corriente de amor venida de las cosas hacia Ti, y también el amor caído desde Ti y derramado por
todo el Universo. Resuena en mis entrañas la vida, y te la ofrezco como una oración por todas tus criaturas. Te estoy
agradecido, Señor, por haber tendido sobre el abismo este puente... —señaló a Eva—, y por habernos hecho de tal
manera que si ent a en mi pecho la corriente de su sangre, y ella la mía, y los dos la Creación entera. Como si
fuéramos uno...". (Notar que las criaturas, pero fundamentalmente Eva, se convierte en "el puente" —la mediación—
por la que le llega a Adán el amor de Dios y por el que Adán ama a Dios).Las cosas marchaban bien. En una perfecta
comunicación de amor. Hasta que un día apareció Satán que "tenía la tendencia a considerarlo todo como una ofensa
personal". A fuerza de espiarlo todo se dio cuenta de que Dios había cometido un error: había hecho libres a Adán y
Eva. Se hizo el encontradizo con Eva. La piropeó. Eva confesó sin temor: "Soy feliz. Adán es muy bueno, y el
Señor...". Satán no le dejó terminar: "El Señor es también bueno, ya lo sé; pero no se porta lealmente con vosotros".
Eva contestó indignada: "Nadie hay mejor que Dios; me lo asegura Adán todos los días" (también Adán es para Eva la
mediación del amor de Dios). "El Señor tiene un secreto", le susurró Satán.Como era de esperar Eva sintió curiosidad.
El secreto —en realidad la mentira— es que Dios nos roba una parte del goce: "lo hace porque lo necesita. Se nutre de
nuestro amor". Si le faltara... nos suplicaría. Si no se lo diéramos, nosotros tendríamos más placer, "un placer
incalculable, como el que Dios recibe". Para quedarnos con el placer que Dios nos roba bastaría romper la comu-
nicación con la Creación, bastaría que Adán y Eva se cerrasen en sí mismos y gozasen de su propio placer, sin pensar
en los demás.Adán al principio se negó a la propuesta de Eva de quedarse "solos": "Sabes perfectamente que nosotros
recibimos ese caudal maravilloso del amor de todo el Universo y lo ofrecemos a Dios... Desde que tú has venido, me
siento a través de tu cuerpo, hermano de la Creación. La soledad es imposible, y, además, inmoral". Pero Eva se
empecinó. Quería hacer el amor a su manera, "olvidándolo todo..., cerrando la puerta de nuestros corazones al amor
de los demás, que no nos importan nada". Adán se resistía. Eva insistía: "¡Quiero ser para ti tu dios y tu universo,
como lo eres para mí...!" (un dios finito, por tanto, que ha roto los puentes que le unen al Infinito). Al final Adán
cedió."Y, unos momentos después, un enorme gemido, un gemido tremendo salió de todas las criaturas, animales, vegetales y minerales; de los
cuerpos terrestres y celestes, de los acuáticos y de los aéreos, como si al corazón del universo se le hubieran roto las cuerdas. En la selva, el
león, de repente, saltó sobre una vaca pacífica, y la devoró; en el aire, el cóndor se abatió sobre una paloma y oscureció sus alas
blancas con la sangre; en la mar, por vez primera, el pez grande comió al chico. Las estrellas más remotas empezaron a apagarse,
y todos los seres vivos sintieron que la vida era amarga y miraron con odio alrededor...
Nació la ponzoña en la lengua de la sierpes y en el aguijón de los insectos. Un rayó cayó del cielo y partió en dos el tronco de una
encina; su fuego se comunicó al bosque, las plantas empezaron a arder, y los pobres animales pequeños se abrasaron. Fuera del Paraíso,
tembló la tierra, se abrieron grietas en el suelo, y el aire se ensució de gases malolientes.
Un perro se ahogó en una charca, y la nuez recién comida dañó al estómago del antropoide. Mordió el gorgojo en el trigo, y el verme en
el carozo de la manzana. Los dientes de la carcoma entraron en la madera... Y así, y así...
En la caverna oscura, Eva se abrazó a Adán.
— Adán, ¿qué te sucede, que no te siento? ¿Por qué mi goce no sale de mi cuerpo, Adán? ¿Por qué el tuyo no me llega?"14.
Ahí está el pecado: en poseer los veneros del placer como único poseedor, en reclamar como propios y exclusivos
el amor y el gozo que se nos han dado para ser compartidos. Al recibirlos de las demás criaturas ellas se convierten
para mí en portadoras de Dios. Al compartirlos con ellas, yo me convierto para ellas en portador de la presencia de
Dios. De modo que la gravedad del pecado se mide según el grado de nuestro egoísmo y la oposición al amor. El
rechazo y la falta de amor se convierte así en el pecado por excelencia. El hombre es un ser hecho para el amor. Su
vocación divina se realiza en el amor. Únicamente en el amor el hombre encuentra su unidad y su pleno desarrollo.
Sin el amor, el hombre tiende a destrozarse, cayendo en el odio, el aburrimiento, la envidia que corroe e impide la paz,
provocando la discusión y la guerra: "si no tengo amor, nada soy" (1 Co 13, 2).
El amor hay que considerarlo no sólo en sus dimensiones personales, sino también históricas y sociales. Así hay
que preguntarse por el rostro concreto que asume hoy el egoísmo en el mundo, en las dimensiones sociológicas,
políticas y culturales de la violencia. O por las diferentes formas concretas de la discordia: la discriminación, bajo
diversas modalidades; los prejuicios o estereotipos, la incomprensión por falta de información, por deformación, por
falsa propaganda. Y desde el punto de vista personal, hay que meditar sobre la importancia fundamental de superar la
envidia, la celotipia para el equilibrio afectivo y sobre todo para lograr la perfecta unidad. El ideal de la normalidad
ganaría si se aproximara al mensaje evangélico: todo hombre está llamado a superarse accediendo al amor como
amistad y don de sí, porque en la vida según el amor se encuentra, lo sepa o no, con el Dios vivo cuyo nombre más
profundo es el de Amor.
REPERCUSIONES SOCIALES Y COLECTIVAS DEL PECADO: LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL
La parábola de Gonzalo Torrente Ballester se refiere a las consecuencias del pecado del hombre en las demás
criaturas. Si el amor de Adán y Eva repercutía en toda la creación, su egoísmo también repercute, desencadenando
una espiral de maldad. El pecado tiene repercusiones sociales y colectivas.Al hablar de las repercusiones sociales del
pecado debemos referirnos a la doctrina eclesial sobre el llamado pecado original. En efecto, el dogma del pecado
original afirma que todos los nacidos sufrimos las consecuencias pecaminosas del pecado de los primeros hombres.
Pero el dogma no afirma únicamente que el pecado de uno tiene repercusiones negativas en los demás —cosa
bastante fácil de comprender— sino que el pecado de Adán convierte a sus descendientes en pecadores: al perder "la
santidad y la justicia recibida de Dios", Adán no sólo "la perdió para sí sólo, sino también para nosotros"; y
"manchado él por el pecado de desobediencia transmitió a todo el género humano el pecado" 15. Resultaría cuando
menos problemático afirmar que, independientemente de nuestra libertad personal, cada uno de nosotros nace en una
situación de pecado personal. Más aún, resultaría incluso contradictorio afirmar una culpa personal sin culpa personal.
De hecho, el Catecismo de la Iglesia Católica (en su n° 405) se cuida de afirmar que "el pecado original no tiene, en
ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal", aunque sigue afirmando, siguiendo al Concilio de
Trento, que dicho pecado es "propio de cada uno". Conviene, por tanto, aclarar el alcance de la afirmación eclesial
sobre el pecado original, buscar su posible fundamento bíblico y, finalmente, encontrar una explicación para el
hombre de hoy que, haciendo justicia al dogma, resulte significativa y le ayude a comprenderse mejor.
Por un solo hombre entró el pecado en el mundo
Los documentos dogmáticos de la Iglesia sobre el pecado original se apoyan en Rm 5, 12. Lo primero que
conviene aclarar es que la Iglesia no ha definido que en Rm 5, 12 se contenga la doctrina del pecado original, aunque
es cierto que aduce este texto como apoyo para sus afirmaciones dogmáticas. En realidad, el Concilio de Trento cita el
texto bíblico después de su definición. Lo que cae bajo anatema es la definición, no los apoyos que vienen después
del anatema. Así, aceptando la definición, un católico puede pensar que el apoyo bíblico de tal definición no es el
adecuado. Con todo, la seriedad del asunto exige analizar detenidamente este importante texto bíblico.
Ya San Agustín leyó en Rm 5, 12, según la traducción que daba la Vulgata, la doctrina del pecado original. Hoy
los exegetas están de acuerdo en que el sentido del texto es discutido y que, probablemente, la traducción latina de la
Vulgata no hace justicia al texto griego. El problema está al final del versículo, final que transcribimos en su original
griego: "como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a
todos los hombres, éf ó pántes émarton". Este "éf ó" puede traducirse por un relativo (cosa que hacía la Vulgata: "in
quo"), y entonces diría: "en el cual (Adán) todos pecaron". Pero la expresión griega podría traducirse: "por cuanto, de
hecho...". Resultaría entonces que la muerte alcanzó a todos los hombres no tanto por una participación en el pecado
de Adán, sino por sus pecados personales. El aparente dilema con el que esta cuestión nos enfrenta sería el siguiente:
¿el que el pecado alcance a todos los hombres se debe a que todos participan del pecado de Adán o a que de hecho
todos pecan?.Lo fácil es tomar partido por una de las partes del dilema. Pero quizás lo correcto imponga alguna
matización. Dos consideraciones pueden ayudar. La primera es que en Rm 5, 19 se afirma que por la desobediencia de
un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores. Ya no se habla aquí de consecuencias del pecado del primer
hombre que afectan a todos, sino de pecaminosidad. La otra consideración, si cabe más importante, se refiere al
conjunto del texto que encabeza el versículo 12. Se trata de una contraposición entre la obra de Cristo y la de Adán.
Adán es un elemento auxiliar para resaltar mejor la obra de Cristo, verdadero protagonista del texto. La obra de
justicia de Cristo supera con creces la obra de pecado de Adán, hasta el punto de que no hay comparación posible
entre ambos. En Cristo se realiza la "sobreabundancia" de la gracia de Dios y el "mucho más" de su justicia. El
apóstol Pablo constata que existe en el mundo un poder del pecado (cf. Rm 7, 7ss.) que se hace presente en y da lugar
a los pecados personales. Frente a este poder destructor aparece el poder salvífico de Cristo, que otorga la vida.
Lo que resulta problemático es el comprender este poder del pecado anterior a cada uno de nosotros como único
factor constitutivo de nuestro ser pecador, independiente de nuestra libertad personal y, por el contrario, pretender que
la salvación de Cristo requiere nuestra adhesión libre y consciente en la fe. Con lo que resultaría una especie de
automatismo del pecado superior al poder de la gracia. Interpretar así la cuestión iría en detrimento de la clara
afirmación de la sobreabundancia de la gracia (Rm 5, 20) y haría contradictoria una fe que afirma una culpa
personal... ¡sin culpa personal! .Este paralelismo entre Adán y Cristo, en el que Cristo siempre resulta vencedor, nos
obliga a concluir: así como la incorporación a Cristo exige ser ratificada personalmente (el amor siempre implica la
mutua libertad de los amantes), así la incorporación a la corriente de pecado que ya está ahí antes de nuestro
nacimiento y que a todos influye, exige también ser ratificada personalmente (pues las rupturas no son anónimas, sino
personales; otra cosa son los presupuestos de tales rupturas, pero estos presupuestos hay que personalizarlos). De
modo que tanto en el ser constituidos pecadores como en el ser constituidos justos influyen dos factores: la corriente
de pecado (y gracia) anterior a cada uno de nosotros y nuestra libertad personal.A partir de estos presupuestos
conviene releer de nuevo Rm 5, 12: "por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así
la muerte alcanzó a lodos los hombres, por cuanto todos pecaron". O sea: un hombre introduce el pecado, lo que
significa que el pecado es un dato histórico, no ontológico. Este pecado trae consigo un poder de muerte espiritual que
afecta a todos los hombres. Pero les afecta por la razón de que todos pecan, de que todos adhieren a esta corriente de
pecado anterior. Acertadamente comenta Ruiz de la Peña: "la situación de muerte (espiritual) es el producto de la
interacción de dos factores: hamartía-hémarton, destino previo-opción personal culpable. Para que el reinado de la
muerte espiritual, desatada por el destino previo, se haga efectivo, es preciso que sea responsablemente apropiado por
la decisión libre" 16.
En conclusión: hay que evitar en la interpretación de Rm 5, 12 dos soluciones extremas: "una, la más extendida
durante mucho tiempo, según la cual en Adán todos hemos pecado, sin referencia a los pecados personales. Otra, la
que resultaría de tomar en consideración sólo estos pecados personales, y de ahí concluir que la "muerte" de que se
nos habla es sólo la consecuencia de los pecados individuales de cada uno de los hombres sin ninguna relación de
éstos con el pecado de Adán; con ello quedaría sin sentido el conjunto de la perícopa paulina, que se basa en el
paralelismo Adán-Cristo para explicar el valor universal de la obediencia y la redención de este último. Hay que
mantener los dos extremos: el pecado ha entrado en el mundo por el pecado de Adán, y su presencia se pone de
manifiesto en la muerte y en el pecado que a todos alcanza y que todos personalmente ratifican" 17.
Comprensión analógica del pecado original
Lo que Pablo no aclara en Rm 5, 12 es cómo interactúan los dos factores a los que nos hemos referido (destino
previo-opción personal culpable) ni qué ocurre en el caso límite —de los niños, por ejemplo— de que se dé uno sólo
de los factores. Ahora bien, si a este poder del que todos participamos previamente a nuestra ratificación personal le
queremos llamar pecado original, esto nos obliga a entender este pecado de forma peculiar.Para que esta
denominación de "pecado" tenga algún sentido, tenemos que comprender el pecado analógicamente 18. Si entendemos
por pecado la ausencia de gracia, bajo un cierto aspecto podemos calificar como pecado a la situación en la que todos
venimos al mundo, no porque Dios desde el primer instante no nos cubra con su amor y a su amor nos llame (lo que
significa que la situación en la que venimos al mundo también es de gracia), sino porque en este primer instante falta
todavía nuestra acogida personal para que esta gracia alcance su pretensión. En este sentido, cabe decir que el pecado
original es la situación de los que se encuentran fuera de la dinámica salvadora de Cristo y, por tanto, la reflexión
creyente sobre la situación no creyente y sobre la situación anterior a la conversión.Ahora bien, uno puede estar
alejado de Cristo por muchos motivos. Están fuera de Cristo los que le han negado explícitamente, los que le han
rechazado tras haberle conocido. Incluso aquí caben gradaciones: se le puede rechazar total o parcialmente, con
mayor o menor gravedad, con mejor o peor conocimiento. Y puede estar uno lejos de Cristo porque todavía no se lo
ha encontrado, porque no ha tenido todavía ninguna experiencia cristiana. Este sería el caso del llamado pecado
original. De ahí que en este caso la palabra "pecado" deba entenderse análogamente. El fundamento de la analogía
está en que distintas cosas mantienen relaciones diferentes con algo que les es común, como la salud, que
primariamente se dice del cuerpo, pero puede predicarse también del vestido, del alimento (porque cooperan a la
salud), o de la sangre (porque es muestra de dicha salud). Igualmente, se puede calificar de pecado a la ausencia de
Dios, pero no reviste la misma gravedad ni calidad la ausencia del que lo ha dejado o la del que todavía no lo ha
encontrado. El dogma del pecado original tendría, de entrada, una vertiente positiva: para encontrarse con Dios no
basta con que Dios se dirija hacia mí; es necesario también que yo le reciba y vaya hacia él. Dios no hace magia,
no fuerza al hombre, no nos salva sin nosotros, no se impone a nuestra libertad. Todo encuentro personal supone una
reciprocidad, un ponerse en camino el uno hacia el otro y el otro hacia el uno.La comprensión analógica del pecado es
fundamental para la comprensión del original. La analogía debe aplicarse no sólo para la comprensión del pecado
original en sí mismo, sino también para lo que podemos calificar de diferentes niveles de pecado original. No es lo
mismo el nivel de los niños que el de los adultos. En los niños nos encontramos con un caso límite. La desgracia para
la teología ha sido pensar en demasiadas ocasiones a partir de casos límites. El caso de los niños no puede ser el
primer analogado de la comprensión del pecado original, como no puede ser el primer analogado de ninguna reflexión
antropológica. Sin duda alguna el niño es persona, pero para definir lo que es una persona partimos de los adultos. El
mismo razonamiento hay que hacer en el caso del pecado: el niño es pecador, pero para definir el pecado hay que
mirar a los adultos. Y entonces hay que decir: "el niño sólo puede ser pecador de la misma manera deficiente e
incoativa y dinámica en que es persona. Y, por tanto, cuando el pecado original se predica de los niños, tiene un
sentido totalmente análogo, no sólo respecto del pecado personal, sino incluso respecto del pecado original cuando se
predica de los adultos. El niño ha entrado en esta historia de deterioro que él, en uno u otro grado, ratificará y hará
suya con sus pecados personales" ".A la luz de Cristo es cómo comprendemos lo qué es el pecado. Por eso, sólo cabe
hablar de pecado original desde una conciencia cristiana. Con esta expresión se quiere designar primariamente la
necesidad universal de salvación en Jesucristo. Pero como la salvación no es algo automático, de entrada hay una
ausencia (al menos explícita) de Cristo en la vida del hombre y, como consecuencia, un estar influenciado por todo
aquello que está fuera de Cristo, lo que desde el punto de vista creyente es siempre ausencia de vida y verdad,
ausencia que nos configura internamente. Por esta razón, el pecado original no es algo "positivo", no es un añadido,
sino algo negativo, una carencia: la ausencia de gracia. Pero esta carencia es algo no debido, pues el amor y la gracia
de Dios siempre son gratuitos. Y aunque el amor sea lo más necesario, siempre es algo indebido y en este sentido no
tiene porque darse. Por tal motivo, con el pecado original la naturaleza del hombre no está degradada, permanece
intacta. Dicho de otro modo: con el pecado original, el hombre no es menos hombre, no está degradado ni disminui-
do. Pero sí se encuentra inclinado al mal, pues está "solo", dejado al arbitrio de su naturaleza: "la pena del pecado
original consiste en que la naturaleza humana sea dejada a sí misma, desprovista de la ayuda de la justicia original",
escribió Tomás de Aquino20. Y "sin la ayuda del Señor no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad
humana"21.Pecado original es ausencia de gracia. Sin gracia el hombre se encuentra radicalmente sólo. Ahora bien, un
hombre solo se encuentra en contradicción consigo mismo, pues no está hecho para sí, sino para Otro. De ahí el
"corazón inquieto", del que hablaba San Agustín mientras el hombre no se encuentra con Dios. Más todavía, un
hombre solo, dada su limitación, es un peligro: "lo que puede fallar, alguna vez falla", decía también Tomás 22. La
estabilidad, plenitud y seguridad del hombre sólo se encuentra en la comunión con Dios. Sólo apoyado en la Palabra
de Dios puede el hombre vencer con seguridad y totalmente la tentación y el ambiente de mal que le rodea. El hombre
solo, no sólo es incapaz de calmar su ansiedad, sino que es un peligro permanente: la experiencia de los últimos años
nos ha mostrado hasta dónde puede llegar la "pura razón" abandonada a sí misma: al ojo por ojo y diente por diente, a
las razones de estado, al nacionalismo extremo, al racismo, al nacismo, a la sed de venganza, al ansia de conquista, a
la falta de misericordia, a la incapacidad de perdón.Nuestra lectura del pecado original permite comprender que el
bautismo supone un sí consciente, un acoger libremente la fe que se me ofrece y un rechazo explícito y consciente de
todas las seducciones del mal23. Nuestra visión además permite comprender de forma positiva el bautismo: no tanto
como un quitar cuanto como un dar. No hay nada que quitar, pues fuera de Cristo no hay nada (esto se comprende
cuando uno se lo ha encontrado: lo anterior no tenía ningún valor, era pura "vaciedad"). Se trata de llenar, de
posibilitar. Y si se quiere hablar de "quitar" como hace el Concilio de Trento24, habría que decir que "el pecado no se
quita por una simple sustracción, sino por contradicción, es decir, por lo que se da al hombre"25. Los símbolos bau-
tismales del agua, el aceite y la luz recobran entonces todo su significado positivo: más que limpiar, el agua aporta la
fertilidad a una tierra reseca; el aceite posibilita la agilidad a los músculos rígidos; la luz permite ver en la
oscuridad.En suma, mientras uno no se encuentra con Cristo está sometido a múltiples influencias pecaminosas que le
marcan internamente, tan internamente como la ideología que comporta la cultura en la que crecemos y la lengua que
aprendemos necesaria y, sin embargo, libremente. Necesariamente uno termina ratificando tales influencias, pues no
hay situaciones "neutrales" y, sin Cristo, uno está solo con sus propias fuerzas. En la medida en que nos acercamos a
Cristo (implícita o explícitamente), estamos sometidos a otras influencias. El bautismo es el signo definitivo de tal
acercamiento y el que nos introduce en esta comunidad en la que sus miembros se esfuerzan por escapar a la
servidumbre del pecado y por practicar el amor que Cristo les dejó.
Comunión de los santos y falta de mediación para el bien
Para comprender la doctrina del pecado original así como las repercusiones sociales y colectivas del pecado queda
una pregunta por responder: ¿cómo es posible que el pecado de uno tenga consecuencias pecaminosas en sus
descendientes? Y sobre todo, ¿cómo es posible que el pecado de los orígenes tenga consecuencias tan universales que
han llegado hasta nosotros? La transmisión del pecado original no debe abordarse desde el ángulo de una
transferencia de culpabilidades, sino desde la idea de solidaridad entre los individuos de una misma naturaleza (no
solo biológica, sino también histórica y metafísica).La Escritura conoce el tema de la solidaridad en el bien y el mal.
La conducta buena o mala de un hombre determina, en cierta manera, la de sus descendientes. Limitémonos a algunos
ejemplos. En lo referente a la solidaridad en el bien el primer ejemplo escriturístico es el de Abraham: "por ti se
bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gen 12, 3). Abraham no es más que anticipación del verdadero mediador de
toda justicia, Jesucristo, por medio del cual todos recibirán la vida (1 Co 15, 22; Rm 5, 15-21). En lo referente a la
solidaridad en el mal se encuentra una expresión en la que el creyente actual se reconoce participando de la misma
indignidad que sus padres: "hemos pecado con nuestros padres" (Sal 106, 6; Jer 3, 25; 14, 20; 32, 18; Lam 5, 7; Is 65,
6-7; Ez 2, 3). En el Nuevo Testamento está la parábola de los viñadores homicidas, en la que los asesinatos,
escalonados en el tiempo, de los diferentes profetas, y después del hijo amado, se atribuyen a los mismos individuos
(Mt 21, 33-45). Las sucesivas generaciones, culpables de haber maltratado a los enviados de Dios, son representadas
por un mismo grupo, cuya perversidad va en aumento.
¿Cómo explicar que uno pueda ser partícipe del pecado de sus antecesores? ¿Cómo entender esta solidaridad en el
mal? Porque la gracia y el amor de Dios siempre nos llegan a través de mediaciones, y el pecado produce, cuando
menos, una falta de mediación para el bien. Quién peca deja de cooperar en la mediación de gracia que el Redentor
suscita en las criaturas e influye, para mal, en los demás por esa falta de cooperación. Así Adán dejó de ser mediador
de gracia para los demás. Y al no existir esa mediación de gracia, se produjo una mediación negativa, un obstáculo
para el verdadero desenvolvimiento del ser humano. Cristo es el que rompe esta mediación negativa dando comienzo
a una nueva mediación de gracia.Al hombre moderno le resulta difícil comprender el pecado original debido a su
deseo de ser enteramente independiente. Se ha concebido a sí mismo como un universo cerrado, como una "mónada"
(Leibniz). Kant consideró que el hombre era incapaz de alcanzar "la cosa en sí", la realidad independiente del hombre,
lo que ha contribuido a reforzar la imagen del individuo separado, encerrado en su subjetividad. Hoy volvemos a
descubrir, desde otra perspectiva, esta solidaridad colectiva de la que hablaba la Escritura. El yo humano es un
proceso sociocultural y su vida forma parte y está condicionada por este proceso cultural. En el hombre, todo, incluida
su interioridad, es social, lo que no significa que lo social agote la totalidad del hombre (pero esta es otra cuestión).
Las estructuras más profundas y más secretas de nuestra personalidad son sociales. Desde la primera infancia, antes de
la emergencia de la conciencia, el proceso de socialización ha comenzado26.Para entender una mediación anterior a la
opción y que nos determina intrínsecamente hay que notar, pues, que la socialidad es un momento constitutivo de la
personalidad humana. La lengua y la cultura con las que nacemos y en las que crecemos, que posibilitan nuestro estar
en el mundo, conforman nuestro ser y condicionan nuestra personalidad, vehículan una carga ideológica inevitable,
unos códigos inconscientes, una serie de interpretaciones del mundo. Esta carga, estos códigos y estas interpretaciones
son las mediaciones que nos marcan a todos. Si Adán hubiera sido fiel, la mediación hubiera sido favorable. Al ser
infiel, sus descendientes recibimos una falta de mediación para el bien y una mediación para el mal.
En suma, el equilibrio moral, intelectual y religioso de un individuo en formación puede ser turbado y favorecido
por influencias externas a su libertad personal, aún incapaz de ejercerse. Así se explicaría que el pecado se extendiera
desde Adán a cada uno de sus descendientes por la mediación de una reciprocidad existencial pecaminosa. Esta
influencia no se opone a la responsabilidad, pero la condiciona. Así se explicarían los elementos esenciales del
pecado original: exterior a la existencia individual, perteneciendo a su íntima constitución, y previniendo siempre a la
decisión personal (exterioridad óntica, interioridad constitutiva y precedencia sobre la opción).Sin duda también el ser
humano recibe mediaciones buenas. El pecado de Adán no es ni la única ni la más importante de las influencias que
recibe el hombre. Pero ahora tocaba aclarar la mediación mala. Queda, con todo, una incomodidad en esta doctrina
del pecado original. La doctrina afirma que el impulso hacia el mal (presente en todo hombre) ha sido posibilitado por
el pecado de Adán, entendido como figura de los comienzos de la humanidad. Pero ¿cómo es posible que la
mediación de tan lejano, o lejanos antepasados, pueda ser mediadora de pecado para el hombre actual? Esta pregunta
nos introduce en el tema del pecado del mundo.
El pecado del mundo
El tema del pecado del mundo puede servir no sólo para complementar la doctrina del pecado original, sino para
entenderla mejor. Este tema se encuentra en la Escritura y en los documentos modernos del Magisterio.En los escritos
de Pablo encontramos la contraposición entre la obra de Cristo y la de Adán. En los escritos joánicos lo que se opone
a Cristo es el mundo y el pecado del mundo. El mundo es, ante todo, objeto del amor de Dios (Jn 3, 16; cf 1, 9), pero
el mundo no le ha conocido (Jn 1, 10). Su pecado es haber rechazado al Hijo, que manifiesta el amor del Padre. Por
esto, el mundo que sigue "al Príncipe de este mundo" está juzgado, porque no ha recibido al Hijo y le odia (Jn 12, 31;
15, 18 s.; 16, 8-11; 1 Jn 5, 19). Por el contrario, el que sigue a Jesús no incurre en juicio y encuentra la vida: "el
mundo y sus concupiscencias pasan; pero quién cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" (1 Jn 2, 17).
Jesús es el "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).En el Magisterio de la Iglesia encontramos
una doctrina que podría actualizar, al menos bajo algún aspecto, el tema bíblico del pecado del mundo y que, además,
lo relaciona con el tema del pecado original. El Catecismo de la Iglesia Católica (n° 408) se expresa así: "las
consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su
conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: el pecado del mundo (Jn 1,
29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones
comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres".Antes de la aparición del
Catecismo, las Conferencias Episcopales de Medellín y Puebla avanzaron la expresión de "pecado estructural"27.
También Juan Pablo II, en su encíclica Sollicitudo rei socialis, habló de "mecanismos perversos" que condicionan
nuestro mundo, cuyas causas no son únicamente económicas y políticas, sino también morales (n. 35). Estas causas
morales tienen un nombre: "estructuras de pecado". Y pueden definirse así: "la suma de factores negativos, que
actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo que
crean en las personas e instituciones un obstáculo difícil de superar". Tales estructuras de pecado tienen su origen en
un pecado (o en pecados) personales, o sea, son producto de la libertad humana y no de una "naturaleza" que estaría
mal hecha. Ahora bien, una vez realizado el acto personal que da origen a las estructuras de pecado, tales estructuras
"se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres". Más todavía:
tales estructuras introducen "en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y
de la breve vida del individuo" (n. 36) que las ha provocado.
¿Cómo vencer a tales estructuras? Dice el Papa: "Las actitudes y estructuras de pecado solamente se vencen —
con la ayuda de la gracia divina— mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo,
que está dispuesto a 'perderse', en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a 'servirlo' en lugar de
oprimirlo para el propio provecho" (n. 38). Podríamos interpretar en línea con este pensamiento: De la influencia del
pecado estructural sólo es posible escapar cuando alguien introduce actitudes que crean estructuras de gracia, que
también influyen en la conducta de los demás y van más allá de la vida del individuo que las ha provocado.Si
esquematizamos este rico pensamiento resulta lo siguiente: el pecado personal puede producir estructuras de pecado
que obstaculizan el bien, favorecen el mal y escapan al control y voluntad del individuo que las ha desencadenado.
Sólo pueden vencerse mediante la gracia que también crea estructuras de bondad y misericordia, cuya influencia
trasciende a los individuos que las han creado.Nuestro mundo conoce situaciones que tienen su causa en decisiones
personales que han producido estructuras que escapan al control de quienes las crearon, y que condicionan decisi-
vamente la conducta de los hombres, incluso aunque uno no quiera. Sólo es posible dejar de sufrir la influencia de
tales estructuras cuando uno escapa de ellas. Mientras se está sometido a su influencia parece como si su dinámica se
impusiera, aún en contra de la expresa voluntad personal. Se trata, en suma de la dimensión colectiva del pecado, que
no se identifica sin más con la suma abstracta de los pecados individuales. De ahí que para explicar el origen y la
situación de pecado en el mundo, además de la dimensión individual y personal del pecado, hay que tener también en
cuenta su dimensión y origen colectivo, que condiciona y está presente en nuestras opciones individuales. Hay una
solidaridad humana en el bien y en el mal que desborda la dimensión estrictamente personal.Cierto que el primer
pecado (el original) hay que distinguirlo de los pecados ulteriores. Hay un origen histórico del pecado, que introduce
el pecado. Los pecados ulteriores son acciones culpables cometidas por hombres ya "situados" y marcados por el
pecado original. Es importante recordar esto, pues el pecado no es responsabilidad de un Dios que creó al hombre en
una mala situación, sino del hombre. Ahora bien, el pecado del mundo o pecado estructural que a partir de este primer
momento se ha ido configurando, es un elemento necesario para mejor entender la influencia del primer hombre que
pecó en cada uno de sus descendientes. De tal modo que la influencia de Adán no sería directa en cada uno de
nosotros, sino que se daría a través de la mediación del pecado del mundo. La relación no se daría directamente desde
Adán (pecado original originante) a cada uno de nosotros (pecado original originado); entre Adán y nosotros hay un
elemento mediador que nos relaciona, de modo que la relación sería: el pecado original originante (de Adán) ha ido
configurando el pecado del mundo y, a través de éste, llega a todos los nacidos la influencia pecaminosa del pecado
de Adán.
EL PECADOR HACE EL MAL QUE NO QUIERE
El hombre, creado a imagen de Dios, no ha sido hecho para el mal, sino para el bien, la vida y la felicidad. Al dañar la imagen de Dios que
el hombre lleva inscrita en su ser, el pecado aleja al hombre no sólo de su verdadero bien, sino que le deshumaniza. En el fondo, el pecador no
quiere el pecado, pues su intención no es apartarse del bien. Ocurre, más bien, que el pecador se obceca en bienes parciales o aparentes, o por lo
deleitable que aprecia en lo malo. La persona se siente movida a lo malo, no por sí mismo, sino por un aspecto relativamente bueno, aunque sea
parcial o pasajero28. Si entra en la dinámica del pecado es a causa de un engaño, de una mentira. Por eso, en la Escritura, el que induce a los
hombres a pecar es calificado de "mentiroso y padre de la mentira"( Jn 8, 44), y se afirma que el pecado esclaviza, o sea, nos priva de nuestra
libertad y, por tanto, de nuestra dignidad. Nos hace entrar, en suma, en una situación contraria a nuestra verdadera humanidad. De ahí también
esta otra afirmación de la Escritura: "los pecadores son enemigos de sí mismos" (Tb 12, 10). No es extraño que Tomás de Aquino afirmase que
los malos "no se conocen rectamente, no se aman en verdad a sí mismos, sino que aman lo que se creen que son" 29. Pecar, dice también Tomás
de Aquino, es atentar contra nuestro bien30, apartarse de lo que es conforme a la naturaleza31, o lo que es lo mismo, de la rectitud de la
razón32.Comenzamos este capítulo afirmando que lo contrario de la fe es el pecado. Si el pecado aleja al hombre de su verdadero ser, la fe, por el
contrario, al ser unión y encuentro con Dios, conduce al hombre a su perfección. Por tanto, en coherencia con todo lo que estamos diciendo, y
siguiendo a Tomás de Aquino, cabe decir también que "la infidelidad es contraria a la naturaleza" 33 lo cual no es más que otra manera de decir
que el pecado es contrario a la naturaleza. Quién rechaza la fe (apartándose de Dios) rechaza lo que más le conviene, lo que más plenamente le
corresponde, aquello que perfecciona su propio ser, lo que contribuye a su autenticidad. Así, quien rechaza la fe se niega a sí mismo y por eso se
pierdeEl pecador no sólo hace lo que no debe, hace radicalmente lo que no quiere. Y si peca es porque allí piensa encontrar lo que no puede
encontrar. De ahí que viva en una situación extraña, paradójica. Una situación de lucha, de tensión. San Pablo, en Rm 7, 14 ss. describe esta
situación del pecador y la división interior que experimenta, aunque esta mirada sólo la luz de la fe la hace posible. En la situación de pecado se
experimenta una contradicción entre la realidad y las aspiraciones profundas del hombre, que coinciden (aunque él no lo sepa) con la
vocación a la que Dios le llama. Por eso el hombre desea el bien y quiere, pero sin éxito, evitar el mal. El pecador puede decir con
toda verdad: "realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y si hago lo
que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena... Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el
que se me presenta" (Rm 7, 15-16.21).El pecado, en su última profundidad, manifiesta la aspiración a la vida y a la felicidad que
hay en todo hombre, la aspiración, en suma, a Dios y a su gracia. El pecado tiene una dimensión positiva que es importante saber
descubrir, sin ocultar por ello sus consecuencias negativas (que abundantemente hemos expuesto). De ahí que, la lucha contra el
pecado no puede limitarse a la denuncia, sino que previamente es necesario sacar a la luz su dimensión de perversión y el anhelo
de bien (al menos implícito) que en él anida. En este sentido resulta interesante y hasta muy actual el contexto de una afirmación
de Tomás de Aquino a la que nos hemos referido hace un momento: ofendemos a Dios cuando obramos contra nuestro bien34.
Tomás responde a algunos de sus contemporáneos que sostenían que la "simple fornicación" (relaciones sexuales entre dos
personas libres de todo lazo matrimonial u otro) no era falta moral. Los datos del problema de tales defensores: "Sea una mujer
sin marido, que no está bajo potestad de nadie, ni de su padre ni cualquier otro; quien se le acerca queriéndolo ella, no la ultraja,
pues así le place y tiene poder sobre su cuerpo. Tampoco injuria a un tercero, ya que se supone que no está en potestad de nadie.
No parece, pues que sea pecado". Tomás comienza por decir a quienes resuelven la cuestión diciendo: "es pecado porque ofende a
Dios", que su respuesta no es suficiente, pues nosotros ofendemos a Dios cuando obramos contra nuestro bien. La respuesta
adecuada, según Tomás, debe probar que quienes fornican obran contra su bien y, por eso, ofenden a Dios. De ahí que él se
esfuerza por mostrar a los fornicadores que su comportamiento les perjudica. La moral tomista no dice a los jóvenes que tal
comportamiento es "malo": busca la manera de probarles que se hacen daño al adoptarlo.En cierto modo tiene razón Nikos
Kazantzakis cuando atribuye a Jesús este pensamiento lleno de compasión y amor: "He aquí a los hombres. Todos son hermanos,
todos, pero no lo saben, y por eso se persiguen unos a otros... ¡Cuántas alegrías, cuántos abrazos, cuánta felicidad habría si lo
supieran"35. Igualmente cabría decir: cuando los hombres pecan es porque, sabiendo lo que hacen, en realidad no saben lo que
hacen. Si supieran a dónde les conduce el pecado, no lo cometerían, pues en realidad a dónde quieren ir es a otra parte: "el ser
humano no puede no querer ser dichoso" 36.La aspiración última del ser humano es el bien, el amor, la fraternidad, la felicidad, la
vida, pues todo hombre es imagen de Dios. También el pecador. Cuando peca emborrona esta imagen, pero nunca la destruye del
todo. Por eso, también en el pecado hay siempre una llamada a la gracia. Esta conclusión nos introduce en el siguiente
capítulo de este libro.
BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL
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J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, Sal Terrae, Santander, 1987, 181-419.
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M. NEUSCH, Le peché originel. Son irreductible vérité, en Nouvelle Revue Theologique, 1996, 237-257.
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J. M. ROVIRA BELLOSO, Trento. Una interpretación teológica, Facultad de Teología-Herder, Barcelona, 1979, pp. 101-152.
J. L. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios, Sal Terrae, Santander, 1991, 41-198.
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F VARONE, El dios "sádico". ¿Ama Dios el sufrimiento?, Sal Terrae, Santander, 1988, 183-228.
1. Gaudium et Spes, 13.
2. Gaudium el Spes, 37.
3. Simia ik Teología, U-U, 10,3.
4. (luiuliuiii el Sites, 13.
5. S. KIERKEGAARD, Traite du désespoir, Gallimard, 1949, 167. PAUL RICOEUR, en Finitudy culpabilidad, Taurus, Madrid, 1982, 220, escribe: "Al
parecer, fue Isaías el primero que llamó 'fe' a esa obediencia desarmada, verdadera antípoda del pecado".
6. Dominum et Vivificantem, 33. Más datos sobre el pensamiento de Juan Pablo II sobre el tema en: M. GELABERT, El Señor que da la vida, en XXU
SEMANA DI; ESTUDIOS TRINITARIOS, La teología trinitaria de Juan Pablo II, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1988, sobre lodo pp. 126-130.
7. Cf. P. RICOEUR, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid, 1982, 403.
8. Ver, por ejemplo, su Traite du désespoiv, Gallhnanl, 1949, pp. 59, 84, 101, 143, 1S7, 189.
9. S. KiUKKiuiAAitn, 'Ihiitéilu di'scspoir, Gallimaid, 1949, p. 101.
10. Cf. X. I.KON-Iltii'oim, Vocabulario de Teología ¡idílica, Morder, Barcelona, l'Kiü, 314.
11. Unas páginas excelentes sobre la perspectiva aquí adoptada en: O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, El poder y la conciencia, Espasa-Calpe, Madrid, 1984,
338-342. También en B. FORTE, Teologia della storia, edizione paoline, Milano, 1991, 222-223 y 275-276, en donde se lee: "La culpa está en querer gestionar por
sí solo la existencia, en presumir de que se puede prescindir de la donación original y siempre nueva, como si la existencia dada iiiese ahora posesión y no
pobreza siempre visitada... El pecado es auto-afirmación egoísta, fascinación de una autonomía buscada como separación y como lejanía, soledad orp.ullosa que
da la percepción ilusoria de ser creadores en luc.ai d<- Dios",
12. Cf. JKAN-LUC MARIÓN, l'mlcy/micuos a la Caridad, Caparros editores, Madrid, 1 W.V 21-22.
13. li, S n i i i . u i i i u n i ' KX , Crista y los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1982, 816.
14. G. TORRENTE BAI.I.IÍSTF.R, Don .luán, ediciones Desuno, H ; i i v e l < > n ; i , ll)7.S, 273-288.
15. C on c i li o de T I V I I I I I , Decirlo sobre el ¡¡rétulo orii'iiuil (DS, 1512). No se triltn, ptliíS lie icpcivusionc, < 1<-I pccildo, sino tic l:i
l i a n s i n i s i ú i i del misino pecado.
16. J. L. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios, Sal Terrae, Santander, 1991, 102.
17. Luis F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, DÁC, Madrid, 1993,74.
18. Muy claramenie lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, en su n° 404: "l'.l pecado original es llamado 'pecado' de manera
análoga: es un pecado 'contraí-ilo', 'no i o me i ii lo', un i'Nimio v no un neto".
19. .1. I. GoNZAl.HZ FAUS, l'rovf<io tlr lirriiiiinii. Sal TCIT;U\ S:IIII:IIKIIM, IWH7, 383.
20. Suma de Teología, I-II, 87, 7.
21. Oración del martes de la segunda semana de Cuaresma.
22. Suma contra los (¡cnliles, Til, 71.
23. Tal aceptación libre se salva en el caso de los niños porque sus padres y/o padrinos acoplan respondí lilemente y en su nombre la
olería de la fe. Pero tal aceptación, en MI ni ni", pide ser ral ü'icaclii personalmente por el niflo.
24. DS1515.
25. .1.1, (¡ONZÁLEZ FAUS, O, C. en nota 19, p, 356.
26. Aunque referidas a otra problemática, ver las interesantes reflexiones ele E. SCHILLEBEECKX, L'histoire des hommea, rácit de Dieu, Du
Cerf, París, 1992, 89-93.
27. Medellín habla de "estructuras opresoras" (Introd., 6), de pecados que cristalizan en "estructuras injustas" (Justicia, 2), de "una
situación de injusticia" debido a "realidades que expresan una situación de pecado" (Paz, 1) y de "estructuras evidentemente injustas" (Paz, 19).
Puebla insiste en la dimensión social del pecado (nn. 38, 40, 227, 358, 836, 985, 1019) y llega a decir: "El pecado, fuerza de ruptura,
obstaculizará permanentemente el crecimiento en el amor y la comunión. Tanlo desde el corazón de los hombres, corno desde las diversas
estructuras por ellos avadas, en las cuales el pecado de sus autores ha impreso su huella destructora" (n. IKO).
28. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, MI, 73, 1; 78, 1 y 3.
29. Suma de Teología, II-II, 25, 7.
30. Suma contra los Gentiles, III, 122.
31. Suma de Teología, III, 78, 3; 109, 8.
32. Suma de Teología, I-II, 73, 2.
33. Suma de Teología, II-II, 10, I, ad I.
34. 34. "Non cnim Dcus a nobis offenditur nisi ex eo quod contra nostrum I x i n u m agimus" {Suma contra los Gentiles, III, 122).
35. La última tentación, edit. Debate, Madrid, 1995, 194.
36. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, MI, 5, 4, ad
El hombre, criatura amada hasta el extremo
Este capítulo, que ahora comenzamos, es en cierto modo el más decisivo, pues nos sitúa ante la palabra definitiva
de Dios sobre cada uno de nosotros: esta palabra es una palabra de gracia. El hombre ha sido creado por amor y
llamado al amor. La creación no es sino el primer paso de un largo y permanente proceso de amor que culmina en el
perdón de los pecados y en la acogida del hombre por Dios, que le hace hijo muy amado, hermano de Jesús, y le
infunde su Espíritu Santo para que así el hombre pueda compartir la misma vida divina. El mismo Espíritu que estaba
en el origen de la creación como el que posibilitaba la presencia de Dios en todo lo creado, deja de ser una presencia
anónima y se convierte en presencia consciente y personal al ser acogido por el ser humano.
La vida y la muerte de Jesús son el signo insuperable del inmenso amor de Dios al hombre, hasta tal punto que el
cuarto evangelio puede afirmar de Jesús que "amó a los suyos que estaban en el mundo, y los amó hasta el extremo"
(Jn 13, 1). En este amor hasta el extremo se manifiesta el amor de Dios. Jesús manifiesta este amor, el amor más
grande, con el gesto del lavatorio de los pies, en el que se manifiesta la total e incondicional disposición de Jesús para
con los suyos, así como con la promesa de que va al Padre para preparar un lugar a los suyos. Pero también con la
sorprendente afirmación de que los suyos pueden permanecer en él y él en los suyos, con una unión e intimidad tan
grande como los sarmientos permanecen en la vid; y, finalmente, como culminación de todo ello, con la promesa del
envío del Espíritu Santo, que colmará a los suyos de una alegría que ya nadie les podrá quitar. Por medio de su
Espíritu, Dios permanece en nosotros (1 Jn 3, 24), pues este Espíritu ha sido enviado a nuestros corazones (Gal 4, 6), a
nuestra más profunda intimidad. El hombre queda así divinizado y participa de la misma vida de Dios.
En esta manifestación del amor de Dios por medio de Jesús, que encontramos en los capítulos 13 al 17 del
evangelio de san Juan, aparecen dos dimensiones: una externa, a saber, Dios nos ama y manifiesta este amor con una
serie de signos; y otra interna, a saber, Dios se une a nuestro espíritu y se hace uno con nosotros. Ambas dimensiones
deben mantenerse si queremos comprender correctamente no sólo la manera cómo Dios se relaciona con nosotros y
nos ama, sino todo el mensaje cristiano. Estas dos dimensiones se corresponden con el doble polo sobre el que des-
cansa toda manifestación de Dios: la trascendencia y la inmanencia. Dios es el Otro, completamente distinto del
mundo y del hombre, el que está por encima de todo y al que nada ni nadie puede abarcar. Y, sin embargo, no sólo
está cercano a este mundo, sino también presente en él, llegando hasta penetrarlo y vivificarlo desde dentro,
acercándose al hombre con una cercanía que supera lo que la mente humana puede imaginar. De modo que si el
hombre, por sí mismo, no puede nunca alcanzar a Dios, Dios sí puede llegar hasta el hombre y, de este modo, el
hombre puede encontrarse con Dios. A la presencia benevolente de Dios que salva, y sobre todo a su presencia íntima
en nosotros por medio de su Espíritu (que contrasta con la ruptura, separación, soledad y aislamiento que produce el
pecado) se la conoce en teología como la buena noticia de la gracia. El término gracia es constantemente invocado en
la predicación, la plegaria y la vida cristiana. Pues con él designamos el núcleo esencial de la existencia cristiana:
revelación de un Dios que ofrece gratuitamente su amor, que está permanentemente buscando al hombre para hacerle
partícipe de su amistad; una amistad que, como todo amor, transforma la vida y espera nuestra acción de gracias. Este
término designa, pues, lo más propio de Dios y lo más propio del cristiano. Dios es Amor; por eso quiere la
comunicación. Y el hombre, creado a su imagen, también se define por el amor: "el hombre no puede vivir sin amor.
El permanece para si mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se
encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente" '. La gracia manifiesta
la esencia de Dios mismo, "lleno de gracia" (Jn 1, 14), y expresa también la más profunda realidad del cristiano, que
de la plenitud de Dios ha recibido un amor que responde a su amor: "gracia por gracia" (Jn 1, 16), es decir, una gracia
correspondiente a la suya. Ahora bien, en el contexto de nuestro mundo actual no es fácil hablar de amor, de gracia y
de salvación. Resulta difícil comprender un amor como el de Dios, definitivo e irrevocable, en un mundo de amores
provisionales. Más difícil aún es comprender un amor inmerecido, pues Dios nos amó cuando éramos enemigos. No
es fácil hablar de gracia, porque en nuestro lenguaje coloquial rara vez aparece la gracia con un sentido teológico. Con
esta palabra la teología designa el amor de Dios que se hace carne de la carne del hombre, vida de la vida del hombre,
y no resulta fácil explicar al hombre moderno, que hace de su propia libertad y de su autonomía valores absolutos, la
necesidad de abrirse al Otro para encontrarse a sí mismo; tampoco es fácil encontrar categorías suficientemente ex-
presivas para explicar cómo Otro puede vivir en mí, y cómo tal vivencia, lejos de alienarme, me personaliza. Y no es
fácil hablar de salvación, y menos de salvación universal, en un mundo en dónde unos tienen de sobra, pero nunca se
encuentran satisfechos, y la mayoría vive en indigencia y opresión, sin tener los mínimos imprescindibles y sin que se
les reconozca su dignidad. ¿Cómo hacer presente a nuestros contemporáneos, ansiosos de liberación, de paz, de
bienestar, la realidad de un Dios que les ama y que quiere su salvación ya en el hoy de sus vidas?
Por todo ello, me parece importante comenzar afrontando las dificultades que hoy obstaculizan la comprensión
teológica de la gracia, pues para entender un texto no hay nada mejor que conocer su contexto.
EL CONTEXTO DE LA GRACIA
Las religiones místicas: Ya en los umbrales de este capítulo hemos querido manifestar el auténtico meollo de la
cuestión: el Dios trascendente se hace presente en nuestra realidad e inmanente en nuestro ser, más íntimo que nuestra
propia intimidad. Esta buena noticia contrasta abiertamente con otras teorías salvíficas religiosas que se están
poniendo de moda, que en algunos aspectos podrían confundirse con la buena noticia cristiana de la gracia, pero que
de ningún modo se identifican con ella.En efecto, durante los últimos años ha brotado entre nosotros un corriente de
espiritualidad subjetivista, inspirada en las religiones místicas como el hinduismo y el budismo, que intenta descubrir
y vivir el mundo interior en toda su profundidad, buscando el desapego del mundo, que es malo, y logrando así la
salvación. Se dice que a Dios sólo le encontramos en la experiencia de nosotros mismos y en ninguna otra parte. De
ahí el relieve que se da a la introspección y a la meditación para tener experiencia de uno mismo, que coincide con la
experiencia de Dios. Pero de este modo, ¿nos acercamos a Dios o permanecemos en nosotros mismos? El cristianismo
piensa a Dios en términos de alteridad, y así resulta posible una relación personal con esa realidad superior a la que se
aspira. Dios es el Otro que no soy yo; de este Otro viene la salvación.Cuestión aparte es la de la New Age. También en
la Nueva Era se pregona la búsqueda interior y de sí mismo. Pero también su mística elimina la tensión entre sujeto y
objeto y, por tanto, queda vaciada de contenido la relación religiosa entre el yo y el Tú Trascendente. En lugar de
gracia y de encuentro gratuito con el Dios personal, se habla de expansión de la conciencia y de reencuentro consigo
mismo, para de esta forma hacer la realidad luminosa y transparente. "En la Nueva Era el camino de la salvación está
escondido en el propio 'yo'. A través de experiencias subjetivas y de técnicas psicofísicas se alcanza la 'nueva concien-
cia integral', la 'iluminación' definitiva en el encuentro consigo mismo en el 'Sí mismo' transpersonal que abarca la
totalidad, como energía cósmica que fluye por toda la realidad"2.Estas espiritualidades pueden ayudarnos a recordar
una dimensión importante (la presencia de Dios en nuestra interioridad), pero desgraciadamente olvidan que Dios
nunca puede confundirse con lo finito, y así contrastan con lo que afirma y cree el cristianismo. En efecto, el cristiano
cree en un Dios personal, distinto del mundo y del hombre, que puede establecer relaciones con el hombre hasta el
punto de hacerse vida de su vida, pero sin dejar de ser la realidad infinita y el misterio absoluto, y sin que el hombre
deje de ser el ente finito distinto de Dios.
Un mundo desgraciado
Si antes nos hemos referido a un contexto "religioso" que parecía facilitar en parte la comprensión del mensaje
cristiano, pero que en realidad lo obstaculizaba, ahora debemos referirnos a un contexto "no religioso" que, al menos
de entrada, parece que contrasta con el mensaje de la gracia. Se trata de la experiencia individual y colectiva de las
desgracias que asolan nuestro mundo. ¿Cómo hablar de gracia en un mundo en el que cualquier realidad, por muy
positiva que sea, va siempre acompañada de una amenaza? La provisionalidad y fugacidad de la vida, la experiencia
del fracaso personal, de la pena y miseria humanas están cerca de cada uno de nosotros. La guerra, la tortura, la
explotación y el hambre en el mundo son datos incuestionables.
Al hablar de gracia no podemos olvidar la experiencia del mal, el contexto de amenaza permanente en que vive el
hombre. Pero también es importante reconocer que en medio de la desgracia despunta la gracia, siquiera sea en forma
de rechazo del mal y, por tanto, de deseo y anhelo del bien. "La experiencia del sufrimiento sólo es posible sobre la
base de un deseo implícito de felicidad y presupone, a la vista del sufrimiento injusto, por lo menos una vaga
conciencia de lo que significa positivamente la integridad humana" 3. Una experiencia negativa puede resultar
productiva debido al sentido positivo que implícita, difusa y anticipadamente se capta en ella. Al menos en forma de
anhelo, la gracia se da en la desgracia. Así resulta posible realizar en un contexto de desgracia una experiencia de
gracia, viviéndola "en esperanza". En la desgracia, el creyente puede y debe experimentar la salvación, al menos
como llamada: en primer lugar, el mal nos llama a luchar contra él, nos exige una disposición de eliminarlo. El
creyente puede y debe apelar a su Dios en esta tarea, pues nuestro Dios es un Dios de vida y todas sus disposiciones
están orientadas a la vida (cf. Lev 18, 5). En segundo lugar, en este rechazo del mal, el hombre toma conciencia de un
horizonte de plenitud al que apunta.Lo fácil es hablar de gracia y salvación para el más allá. Lo difícil es ofrecer gracia
y salvación en el aquí y el ahora. Quizás no resulte demasiado costoso creer que algún día vendrá la salvación. Pero lo
que cuesta creer es que ya disponemos de la salvación, según confesamos en el Credo. Por eso es importante que el
cristianismo pueda ofrecer signos anticipadores de la salvación, siguiendo en esto el camino de Jesús, que pasó
haciendo el bien y curando a todos los oprimidos. Y es importante también que podamos también experimentar estos
signos en nuestra vida, siquiera sea fragmentariamente, pues entonces nos sentiremos liberados y, una vez libres,
dejaremos de ser problema y estaremos en disposición de prestar atención a los problemas de los otros.
Silencio de Dios e imágenes de Dios
Gracia es una palabra que expresa la presencia benevolente de Dios en nuestras vidas. Hablar de gracia es tanto
como hablar de Dios. Ahora bien, uno de los problemas con los que topamos al hablar de Dios no es tanto el de su
existencia, cuanto el de ofrecer una imagen creíble y elocuente de Dios. Para muchos creyentes el habla sobre Dios
resulta algo evidente. Para la Biblia la cosa no parece tan clara: "Tú eres un Dios oculto", exclama el profeta Isaías
(45, 15). Moisés, ante su deseo de ver a Dios, se encuentra con esta respuesta: "Mi rostro no podrás verlo, porque no
puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33, 20). Igualmente, según el Nuevo Testamento, "a Dios nadie le ha
visto jamás" (Jn 1, 18), pues "habita en una luz inaccesible, que no ha visto ni puede ver ningún ser humano" (1 Tim
6, 16).La comprensión de la gracia está necesariamente afectada por la comprensión que nos hacemos de Dios, pues la
gracia es el efecto de la presencia y de la acción de Dios en el hombre. En la medida en que Dios resulte lejano o
misterioso, en esta misma medida resultará lejana y misteriosa la gracia4. En la medida en que de Dios nos hagamos
una falsa imagen, en esta misma medida nuestras consideraciones sobre su gracia y su salvación resultarán falseadas e
inadecuadas. De ahí que la comprensión de la gracia está condicionada por una pregunta previa: ¿qué queremos decir
cuando hablamos de Dios? Muchas negaciones de Dios se fundamentan en mal entendidos o en la mala imagen que de
Él dan los que dicen adorarle5.Hemos dicho que la misma Escritura cristiana se refiere al ocultamiento de Dios. Pero
también afirma la posibilidad de encontrarle, y al mismo tiempo critica las malas consecuencias que los creyentes
deducen de su propia imagen de Dios. ¿Dónde se le puede encontrar, y por tanto, dónde podremos experimentar la
gracia?Por una parte, del Dios escondido es posible encontrar una huella o un signo en todo aquello que redunda en
beneficio del hombre. En los acontecimientos liberadores los creyentes descubren el paso de Dios. Así el pueblo
esclavo de Israel descubre en el acontecimiento liberador el paso de Dios por su vida. Yahveh se define como el que
baja para librar (Ex 3, 8), como el que visita a su pueblo (Ex 3, 16), como el solidario con el pueblo oprimido. El
pueblo reconoce su ser y su poder a través de los acontecimientos que le hacen pasar de la esclavitud a la libertad.
También Jesús, cuando habla de Dios, lo compara a una humanidad reconciliada y fraterna: "El Reino de los
cielos se parece a". El Reino de los cielos, o sea Dios mismo, es semejante a un banquete en el que todos los hombres,
sobre todo los pobres, son acogidos; a un pastor que se ocupa y preocupa más de una oveja perdida que de noventa y
nueve seguras; a un padre que acoge, sin pedir explicaciones, al hijo que ha malgastado su herencia; al propietario de
un campo que ofrece generosamente un abundante sueldo a quién no se lo ha ganado. En suma, el hombre se
encuentra con Dios cuando crea las condiciones para un encuentro fraterno, liberador, reconciliador y gratuito; es lo
que indica directamente la parábola del juicio escatológico en dónde el Rey explica a los que tuvieron compasión y
misericordia con su prójimo que en realidad a quién estaban atendiendo y con quién se estaban encontrando era con
Dios mismo (Mt 25, 31 ss.).Por otra parte, la Escritura critica la falsa imagen de un Dios que no tiene que ver con la
salvación del hombre. Así los profetas recuerdan que el verdadero conocimiento de Yahveh va ligado a la práctica de
la justicia con los pobres y los indigentes (Jer 22, 16). Y la vida de Jesús chocó con las autoridades judías no a
propósito de la fe en Dios, sino de cómo funcionaba esa fe en relación con los pobres (cf. por ejemplo Lc 11, 39-45).
La cuestión que con Jesús se dilucidaba no era sobre Dios en general, sino sobre la verdadera voluntad de Dios y, por
tanto, sobre la auténtica idea de Dios: para Jesús la justicia no es la palabra definitiva de Dios, sino la gracia, el perdón
y la misericordia.Una imagen de Dios que no coincida con la salvación del hombre es una imagen idolátrica que debe
ser deshechada. Esto significa que no es posible hablar de Dios y de su gracia sin hablar del hombre y de su salvación.
Significa también que no es posible encontrar a Dios al margen de una auténtica humanización, de la promoción de la
dignidad de los hombres necesitados y desvalidos. De tal forma que el criterio para saber si estamos hablando del
verdadero Dios es la pregunta sobre quién saca provecho de este discurso o de esta imagen.
En suma, la amorosa presencia de Dios en la vida del hombre resulta siempre misteriosa. Pero el creyente
experimenta que su relación con Dios, el vivir en presencia de Dios, le ayuda a ser más humano. De modo que resulta
imposible ofrecer signos de Dios y su gracia que no se traduzcan en una auténtica humanización. Y a la inversa, todo
lo que humaniza puede ser considerado como un signo de la presencia de Dios y de su amor.
Un mundo en búsqueda
Es posible en nuestra cultura encontrar signos positivos que orientan hacia un deseo y una búsqueda de Dios y,
por tanto, que facilitan un nuevo lenguaje acerca de la gracia de Dios. El primero de todos enlaza con lo que
acabamos de decir en el apartado anterior: a pesar de tantas injusticias y tantas guerras, hoy se afianza cada vez más el
deseo de una mayor humanidad. Si lográramos hacer creíble la verdad de que Dios es la verdadera humanización del
hombre, más aún, que sólo con él (explícita o implícitamente présenle) puede el hombre encontrar su verdadera
dignidad, entonces el tema de la "gracia" cobraría nuevo sentido. Ya en el capítulo anterior nos referimos al peligro
permanente de la "pura razón" y del hombre abandonado a sí mismo.Otro elemento positivo de nuestra cultura que
facilita el hablar de la gracia de Dios lo encontramos en el ámbito de la creatividad artística y lo que ella significa. La
admiración que despierta lo bello nos remite a lo buscado por sí mismo y no por su utilidad. Nos remite, en suma, a la
gratuidad. Podemos así comprender la necesidad de un Dios que "no sirve para nada" y, sin embargo, se convierte en
lo más deseado. De forma que es posible entender la relación con él como una relación adulta fundada en el amor, que
no se mueve en el ámbito del interés, sino principalmente en el del deseo.En parte, relacionado con lo anterior, en
nuestra sociedad tecnificada aparece la búsqueda de lo festivo y gratuito. El hombre parece estar a la búsqueda de
formas de vida en las que haya lugar para lo indebido, lo espontáneo, lo no funcional. Precisamente, esta falta de
funcionalidad viene a ser lo auténtico de la religión. De modo que la alternativa a lo funcional y lo instrumental sería
el acontecer, la gratuidad y el sentido. En realidad, ¿qué es lo que interesa al hombre? ¿Qué busca detrás de sus es-
fuerzos? ¿No busca en todos sus proyectos, en todas sus compras, en todas sus realizaciones, algo así como la
felicidad? ¿No es verdad que toda petición es una petición de amor? ¿Y no es cierto que el amor y la felicidad,
supremos intereses del hombre, sólo pueden aparecer de forma gratuita y nunca forzada? Donde hay fuerza y
dominio, ¿puede hablarse aún de amor? Esto no significa que el amor no suponga un esfuerzo y una ascesis, pero eso
no impide su gratuidad esencial. Tampoco significa que el amor no pueda dirigirse a quien nos presta un servicio,
pero sí quiere decir que no se ama a alguien por su utilidad. En el amor, la utilidad no es lo determinante.Otras
experiencias de nuestra cultura pueden facilitar o dificultar el habla sobre la gracia: la gracia de la conmutación de
una pena de muerte es reconocida como suceso extraordinario; pero la estructura democrática de la sociedad moderna
dificulta entender positivamente las condescendencias gratuitas. En suma, la predicación actual sobre la realidad de la
gracia se encuentra en el lenguaje corriente y en las experiencias actuales con presupuestos tanto favorables como
adversos. Consciente de esta situación linguística-cultural, toca a la teología llenar de contenido el concepto de gracia
para que en él pueda reconocerse la expresión de las maravillas que Dios realiza en Cristo en favor de todos los
hombres y mujeres. Pasemos, pues, a estudiar algunos de sus contenidos principales
LA GRACIA, COMO ACTITUD FUNDAMENTAL DE DIOS

La gracia es la actitud fundamental de Dios. Se manifiesta en todas sus acciones. Su primera manifestación, como
ya vimos en nuestro segundo capítulo es la creación: Dios, sin que nada ni nadie le obligara, por puro amor, hizo que
el hombre existiera y que las cosas fueran. A lo largo de la historia de la salvación, Dios continuará mostrando su
amor en sus comportamientos con el pueblo elegido. Esta manifestación encontrará un punto culminante en la
Encarnación de su Hijo y en el envío del Espíritu Santo para el perdón de los pecados. Como culminación de lo que es
Dios, el Nuevo Testamento verá en el amor su definición fundamental.
El hesed de Dios en el Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento conoce diversos términos que, con matices diferentes, expresan lo que la teología
designará con el término gracia. Más allá de la terminología encontramos en la Escritura páginas sublimes que
presentan a Dios como el que desborda en generosidad y misericordia, una misericordia que supera con creces y sin
proporción su posible cólera por el pecado del hombre. Una página del profeta Ezequiel (cap. 16) expresa
poéticamente el comportamiento de Yahveh para con su pueblo: él le cuidó desde el principio, le hizo crecer, le
hermoseó, lo colmó de dones. Y a pesar de la ingratitud del pueblo, Yahveh nunca se olvida de su amor primero. Este
amor básico y permanente es el que fundamenta el perdón y la misericordia. Como culminación de este capítulo
encontramos unos versos ciertamente paradójicos: "así dice Yahveh: Yo haré contigo como has hecho tú, que
menospreciaste el juramento, rompiendo la alianza" (Ez 16, 59). La lógica del discurso ("yo haré como has hecho tú")
exigiría que también Yahveh rompiera su alianza y menospreciara al pueblo. Pero no es esta la lógica de Dios: "Yo
me acordará de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré en tu favor una alianza eterna" (Ez 16, 60;
cf. 16, 62-63; también Is 54, 6-8). Lo propio de Yahveh es complacerse en la misericordia: "No mantendrá su cólera
por siempre, pues se complace en el amor" (Mi 7, 18; cf. Os 14, 5), pues Yahveh no es como el hombre: "porque soy
Dios, no hombre (= "macho") (Os 11, 9).Un término del vocabulario veterotestamentario interesa aquí
particularmente. Se trata del vocablo hebreo "hesed" (=gracia, amor, misericordia). La palabra resume de alguna
manera lo que es Dios para los hombres: "él es mi hesed y mi baluarte, mi ciudadela y mi libertador, mi escudo en el
que me cobijo" (Sal 144, 2). "Oh Dios, ¡qué precioso es tu hesed. Por eso los hijos de Adán a la sombra de tus alas se
cobijan. Se sacian de la grasa de tu Casa, en el torrente de tus delicias los abrevas" (Sal 36, 8-9), porque "tu hesed es
mejor que la vida" (Sal 63, 4). El más precioso de todos los bienes, la vida, palidece ante la experiencia de la gracia
(el hesed) divina. La gracia de Dios puede ser una vida más rica y más plena que todas nuestras experiencias. Esta
actitud fundamental de Dios está en la base de la alianza con su pueblo, pero el hesed desborda cualquier
consideración jurídica, va siempre más allá de lo que cabía esperar (cf. Gen 32, 10-11; 39, 21).
Hesed designa un atributo de Dios y expresa un amor sobreabundante, generoso y arrollador. Supera la esfera de
lo obligatorio, es la calidad de un amor. Un texto significativo es Ex 34, 6-7. Yahveh se revela a Moisés como "Dios
misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad (hesed y emet), que mantiene su amor (hesed)
por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de
los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación". Se expresa en este texto la
solidaridad en el pecado y en la bendición de las que hablamos en el capítulo anterior. Pero sobre todo se desvela la
manera de comportarse de Yahveh: con un amor gratuito que brota espontáneamente, que no es cumplimiento de
ningún deber y, por tanto, que no tiene otra razón que Dios mismo; con un amor fecundo y creador; y con un amor
que supera con mucho el castigo que merece la maldad, de modo que su misericordia y su perdón triunfan sobre la
"cólera" y superan los castigos merecidos por los pecados. No hay proporción entre un delito que a lo sumo tiene
efectos hasta la cuarla generación y su hesed misericordioso que dura por mil gonei aciones, o sea, por siempre.
En Jesucristo se revela la gracia de Dios:En Jesucristo se desvela hasta dónde puede llegar la generosidad divina:
hasta darnos a su propio Hijo (Rm 8, 32). La fuente de este gesto sorprendente es esta mezcla de amor, fidelidad y
misericordia, por la que se definía Yahveh, y a la que el Nuevo Testamento dará el nombre de gracia, kharis. Con
Cristo nos ha venido la gracia y la verdad (el hesed y el emet del A.T.) (Jn 1, 14.17), y así hemos conocido a Dios (Jn
1, 18).Es imposible saber lo que es la gracia independientemente de su manifestación histórica en Jesucristo. Jesús de
Nazaret es "la gracia salvadora de Dios a todos los hombres" (Tit 2, 11). Con la venida de Jesús se hizo visible la
bondad de Dios y su amor por los hombres, trayendo salvación para todos, no en base a las buenas obras que
hubiéramos hecho, sino por su misericordia (Tit 2, 11-14; 3, 4-6). En el origen está la bondad de Dios y su amor efec-
tivo y gratuito para con los hombres. Este amor se nos ha entregado en la manifestación del Hijo: "Tanto amó Dios al
mundo, que le dio su único Hijo" (Jn 3, 16).Para conocer la manifestación histórica de Jesús nada mejor que acudir a
los evangelios sinópticos. Pero la tradición sinóptica, sobre todo Marcos y Mateo, no conoce el término gracia. Esto
no quiere decir que allí no aparezca la realidad que Pablo designará con este término. Mateo y Marcos sitúan la vida,
el ministerio y la muerte de Jesús en la perspectiva de la gracia bíblica. El "reino" destaca como un don de la bondad
del Padre, la epifanía de su bondad, de su iniciativa, ofrecido gratuitamente a los pequeños, a los pobres, a los
pecadores, sin tener en cuenta los méritos o la justicia de los hombres (Mt 11, 25-26). La revelación de la gracia por
obra de Jesús culmina en su entrega a la muerte por "muchos", es decir, por todos. El Dios de la gracia es el Dios con
nosotros y para nosotros, revelado en Cristo Jesús. Rechazarle significa no conocer al Padre y excluirse del reino, pues
Jesús vino a salvar al pueblo de sus pecados (Mt 1, 21).El evangelio de Lucas sí que utiliza el término griego kharis,
pero no en el sentido del hesed hebreo, sino de otro de los vocablos hebreos que también pueden traducirse por gracia,
la palabra herí, que se refiere sobre todo al agraciamiento humano: Hech 2, 47; Lc 2, 52 (el adolescente agradaba a
todos debido a su sabiduría y atractivo); y Lc 1, 30 (María "halla gracia delante de Dios"). Pero en Lucas, la gracia
significa principalmente la realidad de la salvación que desde Jesús, Dios ha producido por la palabra del Evangelio.
Es el ofrecimiento de esta salvación por la palabra de la predicación (Lc 4, 22; Hech 14, 3.26; 20, 24.32).
El ofrecimiento de la salvación por parte de Jesús contrasta con la idea que sus oyentes tienen de Dios y su
justicia. Mientras ellos se mueven en el ámbito de la ley y de la justicia, Jesús anuncia únicamente la gracia y la
misericordia. El conflicto que este contraste provoca aparece, según Lucas, en el mismo comienzo de la predicación
de Jesús, en la sinagoga de Nazaret. Dice el evangelio, que Jesús, invitado a hacer la lectura en la Sinagoga, y tras leer
el texto de Is 61, 1-2, cai pantej emartupouvn autw cai eqaumazon epi toij logoij thj caritoj (Lc 4, 22). Los dos verbos
son ambiguos: marturein con dativo puede significar "dar testimonio en favor" o "en contra" de alguien. Zaumazein
puede significar "estar entusiasmado" o "estar extrañado". La continuación de la perícopa (los de la sinagoga se llenan
de ira y pretenden despeñarle) muestra que estos dos verbos se pueden interpretar in malam partem6. Con lo que
habría que traducir: todos se declaraban en contra extrañados de las palabras de gracia que salían de su boca. Los
nazarenos se extrañan (y de manera muy violenta, porque en el fondo Jesús "cambiaba" su idea de Dios) de que Jesús
cite sólo las palabras de gracia que hay en Is 61 y se limite a predicar sobre ellas, y en cambio omita lo de "la
venganza de nuestro Dios", aunque está en el texto de Isaías. En el mensaje de Jesús no tiene cabida la idea del
castigo.En la parábola de Lc 15, 11-32 volvemos a encontrar cómo la misericordia del Dios de Jesús supera la norma
precisa y estrecha de la justicia7, así como la incomprensión de aquellos que operaban con la idea de un Dios de
justicia que recompensa y castiga a tenor de los méritos. La parábola viene suscitada como respuesta a las críticas que
recibía Jesús: "éste acoge a los pecadores y come con ellos" (Lc 15, 2). La parábola quiere poner de relieve: Dios es
así, tan bueno, tan indulgente, tan lleno de misericordia, tan rebosante de amor8. Se alegra del regreso del hijo pródigo,
sin pedirle explicaciones, sin rendimientos de cuentas. Es un padre que acoge al hijo antes de que éste haya hecho la
confesión de su pecado (15, 20), que reviste al hijo perdido con un vestido nuevo, símbolo de salvación (15, 22). Esto
es lo que no pueden comprender aquellos que como el hijo mayor viven de la ley, este hijo que se las da de obediente
y, sin embargo, cuando el padre le suplica que entre en la casa no le obedece (Le 15, 28-29). Pero también para este
hijo que se escandaliza del evangelio y que como el pequeño también está fuera de la casa paterna (15, 25), también
para este hijo al que el padre sale a buscar como salió a buscar al pequeño (15, 28), también para él puede haber
salvación: el Padre le trata con afecto (15, 31: mi hijo querido) y le suplica (15, 28), quiere ayudarle a superar su
escándalo y a encontrar la alegría que trae el evangelio.Esta parábola del hijo pródigo va precedida de otras dos, la de
la oveja perdida y la de la dracma perdida. En estas tres parábolas aparece un tema típico de Lucas, que además va
estrechamente unido a la gracia: la alegría (Le 15, 6.9.32). El acento está puesto en la alegría, y concretamente la
alegría producida por la conversión del pecador. La alegría de Dios. Y la alegría del hombre que ha encontrado a Dios.
Decía que en Lc este tema de la alegría va unido a la gracia. La gracia es una buena noticia, un mensaje que
proporciona gozo: el evangelio anunciado a los pobres (Le 4, 18; 7, 22; Mt 11, 5). Esto explica porque Lucas dice en
Hech 11, 23 que la expansión de la Iglesia es "una kharis de Dios", concluyendo que "Bernabé se alegró mucho de
ello".En suma, Jesús anuncia un Dios de misericordia, que no quiere sacrificios. Un Dios de amor, para el que la
justicia no es la última palabra. Un Dios que sólo quiere el bien del hombre, que levanta a los oprimidos, a aquellos a
quienes nadie reconoce su dignidad de personas, que ofrece una salvación gratuita e incondicional. Por eso ama a los
pecadores, porque son los más necesitados de su amor. Un amor así es algo "que carece de cualquier paralelismo en la
época". Es algo tan inesperado que provoca "el escándalo que se filtra en todas las capas de la tradición sinóptica" y
"que encuentra su expresión más llamativa en el insulto dirigido a Jesús, a quien se tacha de comilón y bebedor, amigo
de publicanos y pecadores" (Mt 11, 19 par.; Lc 7, 34; véase Mc 2, 16 par). Esta predicación y este escándalo son sin
duda pre-pascuales. "Reproducen la ipsissima vox Jesu"9. La incondicionalidad del amor de Dios y de la oferta de sal-
vación se manifiesta en el hecho de que "Jesús ofrece a los pecadores la salvación, antes de que ellos hagan
penitencia, como lo vemos con especial claridad en Lc 19, 1-10", al contrario del Bautista que "acepta a los culpables,
después que ellos han manifestado su prontitud para vivir una vida nueva"10. Pero precisamente en esta oferta de
salvación gratuita está la posibilidad de una verdadera conversión, pues si se acoge la salvación, la conversión sigue
necesariamente. En esta incondicionalidad está la buena noticia del Evangelio: es una oferta que abre una nueva
posibilidad de vida y no una ley que impone cargas más o menos soportables. La ley, más que abrir a la salvación,
conduce a la rebeldía, sobre todo ante la constatación de que uno no puede cumplirla (este papel de la ley Martín
Lutero lo vio muy claro). La gracia, al posibilitar una vida nueva, conduce a la conversión.Este contraste entre la
"justicia que viene de la Ley" y "la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe" (Fil 3, 9), lo encontramos en el
episodio de colorido lucano de la mujer adúltera, aunque actualmente colocado en Jn 8, 3-11: con la justicia que viene
de la Ley la mujer adúltera y todos sus acusadores están condenados. Con la justicia que viene de Dios, se abre para
los pecadores una posibilidad de salvación (tampoco yo te condeno) y de vida nueva (en adelante no peques más). En
San Pablo encontramos una reflexión elaborada sobre este contraste que en los sinópticos se nos presenta de manera
viva y experiencial. Detenernos en ello nos permitirá además comprender la estrecha vinculación del concepto de
justicia de Dios con el de gracia.
LA JUSTICIA DE DIOS
La escena evangélica, en la que un centurión romano pide a Jesús que cure a su hija "que está a punto de morir"
(Mc 5, 23), sugiere a Nikos Kazantzakis un diálogo imaginario que culmina con estas palabras del centurión a Jesús:
"¿Entonces tu Dios no va más allá de la Justicia? ¿Se detiene en la justicia? ¿Qué significa entonces aquel
nuevo mensaje que predicabas este verano en Galilea: Amor, Amor? Mi hija no necesita de la justicia de Dios:
necesita de su amor. Busco un Dios que sobrepase la justicia y que pueda curar a mi hija. Por eso había enviado a
mi gente en tu busca. El Amor, ¿me oyes? ¿Me oyes? Busco el Amor y no la justicia"11.
La revelación de la gracia de Dios en Jesucristo, tal como ya hemos indicado al referirnos a la parábola de Lc 15,
11-32, supera la norma de la justicia. Pero, ateniéndonos al vocabulario paulino, podemos profundizar un poco más en
el concepto de justicia y afirmar que en Dios la justicia se identifica con su gracia, de modo que Dios es justo en su
misericordia y misericordioso en su justicia. La Justicia de Dios es también revelación de su gracia. Veámoslo, no sin
antes aludir brevemente al concepto de justicia en el Antiguo Testamento 12, para así situar mejor el tema.
La justicia en el Antiguo Testamento: La justicia exige que el culpable reconozca su culpa y sea castigado. Justificar
al pecador perdonándole, es un acto paradójico y hasta contrario a la doctrina judicial. Esta idea no es del todo ajena al
Antiguo Testamento. Se da el caso de que el que se queja o lamenta, apelando a la justicia divina, aguarde mucho más
que una justa sentencia: "en tu justicia dáme la vida" (Sal 119, 40.123: cf. 36, 11). Más aún: espera una justicia que es
perdón del pecado (Sal 51, 16; Dan 9, 16). En los salmos, sobre todo, se percibe esta paradoja: Dios manifiesta su
justicia con beneficios gratuitos, que superan con mucho lo que el hombre tiene derecho a esperar (Sal 65, 6; 111, 3;
145, 7.17; Neh 9, 8). Dios se muestra justo al manifestar su misericordia (Is 41, 10; 42, 6; 45, 19-22).Con todo, en
Israel el concepto de justicia es complejo y plural. Fundamentalmente, y centrándonos en el ámbito religioso,
podemos decir que se bifurca en dos corrientes, que siguen vivas en tiempo de Jesús: una tiene que ver con la
misericordia de Dios (= una justificación basada en la gracia de Dios) y otra con el cumplimiento de la ley (= la
justicia humana frente a Dios en virtud de la observancia de la ley) 13. Esta segunda corriente, representada por el
Eclesiástico, será predominante en los círculos rabínicos. Ser justo consiste en cumplir la ley, aunque también el justo
ha de poner su confianza en la misericordia de Dios. Pablo reaccionará contra una concepción de la justicia centrada
en las obras del justo y en el reconocimiento por parte de Dios de lo que el hombre lleva a cabo con sus fuerzas
moralesl4.En el Nuevo Testamento encontramos las dos corrientes, la primera representada por Pablo y la segunda por
Mateo y Lucas, algunos de cuyos pasajes se refieren a las buenas obras (oración, ayuno, limosna) y al cumplimiento
de los mandamientos (Mt 5, 20; 6, 1-4.16-18; Lc 1, 6). Sin embargo, un matiz distingue este segundo concepto de
justicia de su referente veterotestamentario: la vida moralmente virtuosa es consecuencia (no causa) de la fe en la
redención de Jesús.
Con Jesucristo se manifiesta la Justicia de Dios: Pablo, para explicar la gracia y la salvación en Jesucristo, recurre al
concepto de "justicia de Dios", frente al empleo, corriente en los círculos oficiales judíos, de justicia como califi-
cación de un obrar humano y ético, conforme a la Ley, al que Dios hará justicia. El, que confiesa haber sido un fiel
cumplidor de la Ley y judío irreprochable, se dio cuenta de su equivocación al experimentar la misericordia de Dios
en Cristo. Al recurrir al concepto de justicia de Dios, al tiempo que establece un nexo entre Israel y la Iglesia, acentúa
la novedad que supone Cristo. El don salvífico de Dios no es la Tora, sino Jesucristo. El es la verdadera justicia de
Dios: Cristo Jesús es "para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1 Co 1, 30). Esta
justicia manifiesta en primer lugar el modo de actuar de Dios. Pero se convierte también en una cualidad del hombre:
"a quién no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co
5, 21). ¡Maravilloso y paradójico intercambio!: el justo se hace pecado y el pecador es justificado.Con Jesucristo
"ahora (no antes; es importante este 'ahora': se produce un cambio en los tiempos, comienza un tiempo definitivo),
independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado" (Rm 3, 21). Esta manifestación acontece
mediante un hecho inaudito, sin parangón posible, pues el que alguien muera por un hombre de bien es extraño, pero
se puede comprender. Pero lo verdaderamente incomprensible es que alguien muera por su enemigo: esto es lo que
ocurre con Cristo, y así se demuestra el amor que Dios nos tiene (Rm 5, 6-10). Por tanto, no hay proporción posible
entre el pecado y la gracia. A pesar de la proliferación del pecado, la gracia manifestada en Jesucristo tiene un poder
sobreabundante, que supera cualquier medida posible. Y en lo que respecta a las consecuencias del pecado y las de la
gracia, la comparación tampoco se sostiene: si por el pecado reinó la muerte, los que reciben en abundancia la gracia y
el don de la justicia, reinarán en la vida por Jesucristo, pues la gracia reina concediendo una justicia que acaba en vida
eterna, la misma vida de Dios que nadie puede arrebatar (Rm 5, 12-21). La salvación viene, por tanto, por pura gracia
y no por el cumplimiento de la ley, subraya polémica e insistentemente Pablo en sus cartas. Y eso ¿por qué? Porque
todos pecaron (Rm 3, 23), mostrándose incapaces de cumplir la ley (Rm 3, 20; Gal 3, 10 ss). Pero Dios
graciosamente, en forma de don, sin poner ninguna condición, los rehabilitó (Rm 3, 24). En esta rehabilitación por
gracia se manifiesta la justicia de Dios (Rm 1, 17). La justicia de Dios que se revela en el Evangelio se opone a la
"cólera de Dios". Esta justicia es la manifestación de la bondad divina, manifestada en la justificación del hombre por
la fe, por la gracia, en virtud de la redención realizada por Cristo. Este principio enunciado en Rm 3, 24 constituye la
idea central de las epístolas a los Romanos y a los Gálatas y domina toda la doctrina paulina de la gracia. En Dios,
gracia y justicia, lejos de oponerse, se identifican. Aunque también cabe decir que, con respecto a nosotros, su
misericordia es mayor: "la misericordia se siente superior al juicio" (Stg 2, 13). En Dios su justicia se manifiesta en
forma de misericordia. Tomás de Aquino, dice a propósito de esta relación: "En cualquier obra de Dios aparece la
misericordia como raíz". De ahí que "la obra de la justicia divina presupone la obra de misericordia, y en ella se
funda"15. La voluntad de Dios es siempre la gracia, la gracia para los injustos, la gracia que es mayor que el pecado.
En Jesucristo se expresa que Dios no viene para justa venganza sino para benevolente justificación.La oposición entre
gracia y ley, entre fe y obras (que está en la base de la posición paulina), no conduce a la facilidad y a la molicie, pues
la acogida de la gracia de Dios produce en el cristiano una nueva creación, una vida nueva, que le conduce a imitar a
Dios en el seguimiento de Cristo, a vivir como hijo de Dios cumpliendo la voluntad de Dios, y a vivir en la acción de
gracias y el reconocimiento. De tal forma que para el justificado, la ley (o el mandamiento) se convierte en "ley del
Espíritu" que emana de la gracia. La diversidad de preceptos se resume entonces en un sólo mandamiento, el del amor
(Gal 5, 14). Pero el amor no es una obligación impuesta desde el exterior, sino el don de una fuerza inmanente al
sujeto, el "fruto del Espíritu" (Gal 5, 22). De esta forma la ley es sierva del hombre ya liberado en esperanza e incluso
instrumento de su liberación definitiva (Rm 8, 1 ss; cf. Gal 6, 2: la ley de Cristo).Esta pretensión de conseguir la
salvación por el cumplimiento de la ley o por la práctica de las buenas obras, que de una u otra forma reaparece a lo
largo de la historia (el pelagianismo es, sin duda, el ejemplo histórico-teológico más notorio), aparte de ser una
pretensión imposible, olvida lo más esencial del Amor: el amor no puede comprarse; es siempre gratuito, en forma de
don. No se ama a alguien por lo útil que nos pueda ser. Sin duda la persona amada puede prestarnos muchos servicios.
Pero en el amor la utilidad no es lo determinante.
LAS LECCIONES DE LA HISTORIA: DIOS Y EL HOMBRE AL ENCUENTRO
La grandeza de Dios es que el hombre viva. Y Dios es glorificado cuando el hombre es feliz. El Dios de Jesús
sólo quiere el bien del hombre, su promoción y desarrollo. De modo que se trata de un Dios que encuentra su gozo y
su delicia en el bienestar del hombre. Y si quiere que el hombre le busque, se encuentre con Él y le reciba, es porque
en esta acogida halla el hombre la felicidad y plenitud de su ser. De modo que, afirmar al hombre es afirmar a Dios, y
afirmar a Dios es afirmar al hombre. Grandeza de Dios y dignidad del hombre son correlativas.
No siempre en la historia de la teología de la gracia se ha entendido así la relación entre Dios y el hombre. La
polémica que está en la base de la doctrina paulina de la justificación gratuita del pecador por la acogida del don de
Dios se transforma, con el tiempo, en la polémica por los derechos de Dios y los derechos del hombre, o dicho de otra
forma, en la pregunta por la salvación como obra de Dios y (o) del hombre. La gracia (el amor que procede de Dios)
es considerada en competencia con la libertad humana. Se busca como "conciliar" este doble elemento de la
salvación, a veces en actitud de interrogación inquieta, como si se tratara de determinar los campos de dos rivales.
Con esto se insinúa una oposición entre el Creador y la criatura que, llevada a su extremo, resulta nefasta para la
teología.
Libertad humana y gracia de Dios:El primer gran debate tuvo lugar con Pelagio y San Agustín. Pelagio es un monje
bretón, que lleva una vida austera y severa, y se preocupa por responder de la bondad de la creación y de sal-
vaguardar, por tanto, las posibilidades y los méritos del hombre. En el hombre no hay una perversidad intrínseca, pues
ésta pondría en entredicho la bondad de la creación. La naturaleza es obra de Dios, que no ha creado nada malo, y ha
dado al hombre el libre albedrío, por el que puede obrar el mal, pero también y ante todo obrar el bien. La prueba de
que la naturaleza es buena, Pelagio la ve en las virtudes de los paganos y de los filósofos. Todo esto muestra de lo que
somos capaces. Si Cristo interviene es para darnos ejemplo, lo que nos permite tender a una perfección más alta. Pero
el hombre, si quiere puede evitar el pecado, dirá Pelagio, pues Dios no manda nada imposible y la libertad no ha sido
disminuida por el pecado.Se diría que Pelagio identifica la gracia con la naturaleza, que es, en efecto, un don de Dios.
Pero, si con nuestras posibilidades podemos hacer el bien y conseguir la salvación ¿para qué necesitamos a Cristo?
Para cumplir más fácilmente la ley de Dios, dirá Pelagio 16. La misión de Cristo consistiría en incitarnos, por medio de
su ejemplo, a obrar el bien con más prontitud; su ejemplo nos facilitaría el actuar rectamente, pero en realidad no sería
necesaria su presencia viva en el hoy de mi vida, pues el hombre "por su propia cuenta" podría realizar el bien. Así
Cristo se convierte en fuente de moralidad, en ejemplo a imitar por los demás hombres, en maestro de moral y modelo
de vida virtuosa. Y en definitiva, en recuerdo pasado, en incitación (exterior), no en impulso (interior y presente).Tal
vez la valoración positiva que Pelagio hace de la naturaleza humana sea más adecuada de lo que pensó San Agustín17.
Pero no hay que olvidar que el Amor sólo es posible cuando los dos amantes salen mutuamente al encuentro el uno
del otro. Y en el caso de la relación entre Dios y el hombre, no hay que olvidar que Dios nos precede en todo, que él
nos amó primero (1 Jn 4, 19) y que él hace posible nuestro amor. Por tanto, la respuesta del hombre, su libertad,
siempre es suscitada por Dios. Así se comprende la reacción de la ortodoxia católica ante el desafío de las posiciones
pelagianas: la gracia de Dios es necesaria para todo hombre y para todos los aspectos o etapas de la obra de la salva-
ción, porque el pecado ha alcanzado a todos los hombres y a todos los aspectos de la actividad humana.La reacción
católica, encabezada por san Agustín, establece una correlación esencial entre existencia, pecado y gracia. Para la
ortodoxia se trata de afirmar y comprender que el hombre, a causa de la falta primera, fue mudado "en peor, según el
cuerpo y el alma"18. Así resulta posible proclamar y manifestar la necesidad de la gracia como socorro indispensable y
como realidad interior que viene a restaurar en el hombre su condición de justicia y su capacidad para el bien. Pero
para resaltar (con toda razón) la necesidad de la gracia de Dios, no es necesario minusvalorar al hombre, como así
ocurrió en el contexto de esta controversia, en la que se forjaron fórmulas ambiguas, como la de que el hombre de
suyo no tiene "sino mentira y pecado" 19. Así, para salvar la gracia, se introduce el dilema entre la gracia de Dios y la
libertad del hombre, y se considera la naturaleza humana de forma pesimista. Curiosamente, la Iglesia, con el correr
de los siglos, y en función de otra polémica sobre la gracia, defenderá en este dilema el polo opuesto al que ahora
defiende: que no hemos perdido totalmente nuestra libertad natural.
¿Justicia ajena al hombre o justicia propia? .- Otro debate importante en la historia de la doctrina de la gracia es el
suscitado por la doctrina de Martín Lutero y la reacción del Concilio de Trento. Lutero se sitúa en las antípodas de
Pelagio e incluso llegar a acusar a los católicos de pelagianos. Para Lutero se trata, ante todo, de encontrar al Dios de
la gracia y la misericordia, un Dios clemente ante el pecado del hombre. Pero su antropología es eminentemente
pesimista: a causa del pecado original cada individuo está corrompido y es culpable ante Dios. El pecado original se
convierte, para Lutero, en un pecado personal, al identificarlo con la concupiscencia propia de cada uno. La
concupiscencia marca decisivamente todos los actos del ser humano, de modo que todo lo que el hombre hace se
convierte necesariamente en un pecar. Necesariamente: esto significa que, en perspectiva teológica, no hay libertad
para no pecar20. El libre albedrío no es nada. Es un "siervo" albedrío21.Si el hombre no es capaz de hacer el bien, ¿a
qué vienen todos los preceptos de la Escritura? (cf. Dt 30, 11; Mt 7, 21). La ley enseña al hombre a conocerse a sí
mismo: al no poder cumplir los preceptos legales, se da cuenta de que es un pecador. La ley prohíbe la concupiscencia
(Rm 7, 7; Ex 20, 17; Dt 5, 21). "Ahora bien, no hay sobre este tierra ni virgen ni célibe sin concupiscencia" 22. La ley
ordena amar a Dios con todo el corazón. ¿Quién es capaz de amar con toda pureza y perfecta obediencia?23. La ley da
a conocer el pecado. No da la posibilidad de evitarlo. El hombre es un árbol malo. De ahí que no pueda producir
frutos buenos. No puede, por eso, merecer la gracia cumpliendo la ley o practicando obras buenas: "al pretender
merecer la gracia por las obras realizadas, no hacemos más que pretender aplacar a Dios con pecados" 24. En asunto tan
serio como el de la salvación del hombre, Dios no acepta ninguna competencia ni colaboración25. Puesto que el
hombre no puede salvarse con sus fuerzas, Dios envió a su Hijo al mundo para que cargase con los pecados de cada
uno de nosotros26. Así hemos llegado al artículo capital, que es buena noticia: gracias al crucificado, al hombre le
llega una justicia "ajena", que le viene "de fuera", o sea, de Cristo. El hombre la recibe y la acoge por medio de la fe.
La pregunta polémica que los católicos plantean a Lutero es si este carácter ajeno de la justicia produce algún efecto
en el hombre. Sin duda, responde Lutero: cuando el hombre acoge la justicia de Dios se establece entre ellos una
nueva relación. Sucede como en un matrimonio: Cristo y el alma se convierten en una sola carne, dé forma que todo
lo poseen en común. Cristo toma sobre sí los pecados del hombre y éste puede glorificarse de los bienes de Cristo
como si fueran suyos27. Pero esta nueva situación no significa que el hombre deje de ser pecador. Sucede como en el
matrimonio: aunque todo es común, cada uno sigue siendo lo que es. Así, en el hombre no desaparece la
concupiscencia, sigue ahí como expresión de la permanente corrupción del hombre y de su aversión contra Dios. El
pecador se convierte entonces en justo (con la justicia de Dios) y pecador (con su propia realidad): a la vez justo y
pecador, santo y profano, enemigo e hijo de Dios2S. Ahora bien, este pecador que es justo a la vez no es en ningún
caso el pecador que era antes. El pecado ya no es "pecado dominador", sino "pecado dominado"; el pecador es todavía
pecador, pero ya no es impío29.Para valorar debidamente la tesis de Lutero hay que considerar el terreno en el que se
mueve. El entiende la gracia desde un punto de vista dialógico y relacional e incluso procesual, pero se niega a
considerarla desde un punto de vista ontológico (como un nuevo ser del hombre) y, menos aún, como una propiedad,
ya que ésta parecería hacer sombra a la soberana omnipotencia de Dios. El "a la vez justo y pecador", entendido como
expresión de la realidad existencial de la situación peregrinante del hombre, acosado en este mundo por la realidad del
pecado, es plenamente aceptable. Ya el Concilio de Cartago cita el pasaje de 1 Jn 1, 8: "si decimos que no tenemos
pecado, nos engañamos a nosotros mismos", para mostrar que el hombre en gracia también debe confesar sus pecados
(cf 1 Jn 1, 9)30, y por ello recita el "Perdónanos nuestras ofensas" del Padre nuestro no hipócrita, sino verdaderamente
y refiriéndose a sí mismo31. También el Vaticano II afirma: "La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y
siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la
renovación"32. Este texto reconoce la presencia del pecado en el seno del pueblo de Dios. También afirma la necesi-
dad de un progreso permanente en el encuentro y relación con Dios, pues nunca estamos del todo santificados: "La
Iglesia... avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación".Aunque el decreto del Concilio de
Trento sobre la justificación es de una gran riqueza y moderación, lo cierto es que entonces no se supo valorar
debidamente la teología de Lutero. El concilio de Trento reflexionó con otras categorías ideológicas distintas de las
luteranas, y consideró que Lutero no valoraba debidamente la libertad y la realidad creatural del ser humano. El
Concilio de Trento (de acuerdo en eso con Lutero) afirma que el hombre no puede obtener la gracia, el favor de Dios,
con sus solas fuerzas, así como que Dios nos precede en todo: "Si alguno dijere que, sin la inspiración previniente del
Espíritu Santo y sin su ayuda, puede el hombre creer, esperar y amar o arrepentirse, como conviene para que se le
confiera la gracia de la justificación, sea anatema"33. Pero el hombre pecador, que sin la ayuda divina no puede con-
vertirse, sigue siendo libre34. El hombre no justificado es libre de pecar o no pecar. La fuerza del pecado no es tal que
corrompa totalmente a la naturaleza, obra del amor divino. Para la teología católica no hay ruptura, sino relación e
ilación entre creación y redención. La creación está ordenada a la redención, y para que se ordene bien no debe
corromperse en su orden. La llamada de la gracia divina supone que el hombre, incluso en su situación de pecador, es
capaz de ser interpelado por Dios, de forma que el hombre coopera acogiendo libremente la gracia de Dios.
Más aún: según Lutero, la concupiscencia del hombre le impide una total transformación en esta vida. El cambio
que se opera cuando se vuelve hacia Dios, Lutero lo expresa en categorías relacionales, como un intercambio
matrimonial. Trento, en su intento de valorar debidamente los valores y derechos humanos, expresa la realidad de la
justificación del pecador en categorías ontológicas, y entiende que esta nueva relación produce un verdadero cambio
interior en la persona, de forma que la justicia que procede de Dios se convierte también en algo propio de la criatura.
Así define la justificación no sólo como remisión de los pecados, sino también como "santificación y renovación del
hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en
justo y de enemigo en amigo...". "La única causa formal de la justificación es la justicia de Dios, no aquélla con la que
El es justo, sino aquélla con que nos hace a nosotros justos, es decir, aquélla por la que, dotados por El, somos
renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos
justos...". Por el mérito de la pasión de Cristo "la caridad se difunde en los corazones de los justificados por el Espíritu
Santo y les queda inherente"35.La gracia justificante está así caracterizada como algo ontológico, "inherente" al
hombre, y también existencial: principio de una vida nueva, de una interiorización de la caridad en el corazón; es una
cualificación de la libertad del hombre para que pueda ser introducido en el amor de Dios, para que sea digno de ser
amado y capaz de amar en el Espíritu Santo.La originalidad de la dogmática católica no está aquí en el
reconocimiento del don santificador del Espíritu, don propiamente evangélico, paulino; sino en el hecho de
comprenderlo en el registro de una realidad ontológica, como una "forma interior", inherente, que diviniza al hombre,
le renueva comunicándole una participación de la justicia divina; este don es el principio de una relación personal con
Dios al mismo tiempo que de una mayor humildad36.Hora es ya de terminar este apartado. Quizás la lección que
conviene retener de la historia de la teología de la grcia, más allá de toda controversia, es que en la relación del
hombre con Dios es importante mantener la afirmación simultánea de ambos interlocutores. Dios ama al hombre
gratuitamente, pero este amor transforma a la persona amada. Se trata, además, de un amor que, lejos de humillar al
hombre, le convierte en su interlocutor y, en cierto modo, en su cooperador. En todo caso, un amor así sólo puede ser
aceptado libremente.
GRACIA Y FILIACIÓN DIVINA
La gracia es la actitud fundamental de Dios que se manifiesta en el hecho de que Dios acoge y perdona al hombre
pecador. Pero la revelación, expresada en la Escritura, va todavía más lejos, pues la nueva justicia que Dios establece
con nosotros nos convierte en hijos de Dios37 y en nuevas criaturas. Esto significa que entre Dios y el hombre se
establece un nuevo tipo de relación, la paterno-filial, y que esta relación produce en el hombre efectos
transformadores.En la creación se establece ya una primera relación entre Dios y el hombre. Por el hecho de ser
criatura, el hombre depende totalmente de Dios, está totalmente referido a él. Pero considerada en sí misma, la
creación no implica comunión personal. Más aún, la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, comporta
una cierta retirada de Dios para que el hombre pueda autoposeerse y gozar de propia autonomía. Dependiendo de
Dios como criaturas, nuestro ser libre no es necesariamente referencia personal a Dios. Por otra parte, el hombre ha
sido creado para la comunión. En ella encuentra la plenitud de su ser. De modo que al llamarnos a la filiación divina,
Dios nos ofrece aquello para lo que estamos hechos; más aún: nos constituye en lo que de hecho somos: amados y no
dependientes (cf. Jn 15, 15). Esta comunión implica, por parte del hombre, una apertura y una respuesta. El hombre
puede encerrarse en sí mismo, negándose a responder, y frustrar así su realización. Pero puede también acoger la
paternidad de Dios y vivir en filiación respecto a Dios y en fraternidad respecto a los hombres.Precisamente la
revelación de Dios como Padre es uno de los puntos fundamentales del mensaje de Jesús. El mismo le invoca como
tal y tiene una conciencia aguda de ser Hijo de Dios. Más aún, Jesús enseña a sus discípulos a invocar a Dios como
Padre (Mt 6, 9; Le 11, 2) y a comportarse como hijos de Dios, lo que implica un vivir fraternalmente no sólo entre
ellos, sino con todos los hombres, incluso con el enemigo, puesto que todos son hijos de Dios (Mt 5, 45; Le 6, 35). La
vida de Jesús es el modelo concreto de cómo vivir esta filiación. Por eso, la fórmula "todo como Cristo" (katos kai: Ef
5, 2) bien pudiera ser la norma fundamental del obrar cristiano.La condición de hijo de Dios es la primera cualidad
que Pablo destaca en el hombre justificado. Se trata de una "filiación adoptiva": "los que son movidos por el Espíritu
de Dios, ésos son hijos de Dios"; "habéis recibido el Espíritu de adopción" (Rm 8, 14-17; Gal 4, 4-7; Ef 1, 3-5). La
fórmula de la filiación adoptiva no tiene que confundirnos y hacernos pensar que se trata de una filiación de segunda
categoría. En el contexto de la cultura antigua, la filiación adoptiva tenía una importancia suma, tanta o más que la
filiación natural38: basta recordar que Nerón era hijo adoptivo de Claudio, que lo prefirió a los hijos tenidos con su
mujer. El que san Pablo califique nuestra filiación con Dios de adoptiva no hace sino subrayar la gratuidad de la
elección divina, pues la adopción contrasta no sólo con un parentesco natural de Dios participado por generación
física, como en los mitos antiguos, sino con una filiación forzada o necesaria que Dios no tendría más remedio que
reconocer.Junto con este modelo jurídico de la adopción, encontramos en el Nuevo Testamento el modelo ontológico
del "nacer de Dios". En efecto, los escritos joánicos no hablan de huioi tou Theou (hijos de Dios), sino de tekna tou
Theou (Jn 1, 12-13; cf. Jn 13, 33: "hijitos")- Tekna son los "nacidos". El joanismo no conoce, pues, la idea de
adopción, sino sólo la del nacimiento de Dios (Jn 3, 3-8; 1 Jn 2, 29-3, 1; 3, 9-10; 4, 7; 5, 1.4.18). Pero no se trata de
un nacimiento humano o terreno, sino pneumático: "A los que lo recibieron, los hizo capaces de ser hijos (tekna) de
Dios. A los que dan su adhesión, y éstos no nacen de linaje humano, ni por impulso de la carne ni por deseo de varón,
sino que nacen de Dios" (Jn 1, 12-13); en otras palabras: su nacimiento es pneumático; han sido concebidos del
Espíritu Santo: "De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu" (Jn 3, 6). Aún con la precisión de que este
nacimiento es del Espíritu, la terminología es tan "realista" que quién la escucha no entiende cómo es esto posible (Jn
3, 4.9). 1 Jn 3, 9 llega a decir del que "ha nacido de Dios" que "su germen permanece en él" (sperma tou Theou)39.
Si el modelo jurídico de la adopción (paulinismo) deja clara la iniciativa y libertad de Dios al hacernos sus hijos,
el modelo del "nacer de Dios" (joanismo) aclara el otro aspecto de la relación, a saber, somos hijos si acogemos el don
de Dios por la fe: "a los que le recibieron", a los que creen, les hizo hijos (Jn 1, 12); "el que obra la justicia" nace de él
(1 Jn 2, 29); "no comete pecado" el que ha nacido de Dios (1 Jn 3, 9; 5, 18); "el que ama" ha nacido de Dios (1 Jn 4,
7); "el que cree que Jesús es el Cristo" ha nacido de Dios (1 Jn 5, 1). También san Pablo lo deja claro: "sois hijos de
Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gal 3, 26); "los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8, 14).
Lo propio de la filiación es recibir del Padre su mismo principio de vida, de modo que los textos escriturísticos
citados superan con mucho la idea de una adopción puramente jurídica o incluso moral: no sólo nos llamamos hijos,
"además lo somos" (1 Jn 3, 1), si bien en virtud de la gracia. El hombre posee un ser pneumático no naturalmente, en
virtud de su propio espíritu, sino porque ha nacido de nuevo, en virtud de la gracia, de manera pneumática, "celeste",
deiforme.
PRESENCIA DE DIOS POR EL ESPÍRITU EN EL HOMBRE JUSTIFICADO
El Espíritu de Jesús comunicado a los hombres
¿Cuál es este principio de vida divino, este germen (sperma: 1 Jn 3, 9) que el Padre deposita en nosotros en virtud
de la filiación? Al ser Jesús el modelo logrado de la filiación divina, el principio que le movía será sin duda el mismo
que mueve a los hijos de Dios. Ahora bien, Jesús es confesado como el Cristo. Esto significa que es el Ungido por el
Espíritu (Hech 10, 38), aquel que posee el Espíritu en plenitud, "por encima de toda medida" (Jn 3, 34). La presencia
del Espíritu aparece ya en el nacimiento de Jesús, "engendrado del Espíritu Santo" (Mt 1, 20; cf. Lc 1, 35). Esta
presencia se manifiesta en el bautismo, comienzo de su misión mesiánica (Mt 3, 16; Lc 3, 22; Mc 1, 10). Por toda su
conducta manifiesta Jesús la acción del Espíritu en él (Lc 4, 14); en el Espíritu libera a los oprimidos por el diablo (Mt
12, 28), pasa haciendo el bien (Hech 10, 38), trae a los pobres la buena nueva y la palabra de Dios (Lc 4, 18).
Finalmente, el Espíritu se manifiesta de forma poderosa en la resurrección de Jesús y en su exaltación como Señor a la
derecha del Padre (Rm 1, 4; 8, 11).Gracias al Espíritu, la vida de Jesús es en verdad vida del Hijo, en una perfecta
sintonía con el Padre, cumpliendo en todo momento su voluntad (Jn 4, 34; 6, 38). Esta vida del Hijo, lleno del
Espíritu, es "el prototipo de la relación con Dios", "el modelo divino del hombre" 40. Así, Jesús "revela plenamente el
hombre al hombre"41. Jesús, en suma, es el primogénito de muchos hermanos, destinados a reproducir la imagen del
Hijo (Rm 8, 29). Con él ha comenzado "una nueva humanidad... que ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su
pecado' 42. Jesús es el que realiza aquello que Adán estaba destinado a realizar, pero no realizó, y así con Jesús aparece
una nueva posibilidad de vida, la del hombre perfecto, el hombre reconciliado consigo mismo y con Dios, el hombre
que Dios quiere desde siempre: él es "la plenitud de la justicia en un corazón humano" 43.Este Espíritu del que Jesús
está lleno es el que es comunicado al hombre que cree. Ya durante su vida terrena, Jesús promete a sus discípulos el
envío del mismo Espíritu que posee (Lc 24, 49; Hech 1, 5.8; Jn 14, 16.26; 15, 26) y lo derrama sobre ellos por su
resurrección (Jn 7, 39; 16, 7; 20, 22; Hech 2, 4.33; 10, 44). "Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación
'trae' el Espíritu Santo a los Apóstoles. Lo trae a costa de su 'partida'; les da este Espíritu como a través de las heridas
de su crucifixión: “les mostró las manos y el costado"44. Como destaca Juan Pablo II, es precisamente por la "partida"
del Hijo, es decir, por el misterio de la Pascua de Cristo, de su paso al Padre, como el Espíritu es revelado
definitivamente y dado de un modo nuevo45. El Espíritu es dado por la partida. Este "por" tiene no sólo un sentido
temporal, sino sobre todo causal46. En efecto, "Jesús en su resurrección, se hace 'espíritu vivificante' (1 Co 15, 45), es
decir, se hace fuente del Espíritu que como don suyo han de recibir los creyentes. Ya que él ha pasado a existir en esta
nueva dimensión de plena unión con Dios Padre, puede comunicar a los hombre el don que posee en plenitud y que ha
sido principio de su camino histórico como hombre hacia el Padre"47.
Por el Espíritu Dios habita en nosotros.- Importa destacar dos cosas, estrechamente vinculadas, de esta presencia del
Espíritu en los creyentes, a saber, que el Espíritu nos hace hijos de Dios y nos asimila al Hijo, de modo que poseer el
Espíritu es poseer a Cristo. En primer lugar, el Espíritu nos hace hijos de Dios. El Espíritu de Dios se convierte así en
fuente de identidad48 si, tal como hemos dicho, la filiación divina es aquello para lo que estamos hechos. Somos hijos
de Dios porque poseemos el Espíritu de Dios: "los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... El
Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 14-17). "La prueba
de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Gal 4,
4-7; cf. Ef 1, 3-5). El hombre es hijo porque posee el Espíritu de Dios y vive, por tanto, la misma vida de Dios. Por
medio del Espíritu, Dios mismo llega hasta el hombre y se da al hombre, haciéndole participar de su misma vida
divina, de forma que el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de Cristo, habita en nosotros.Al hacernos hijos de Dios, el
Espíritu nos asemeja al Hijo. Esto resulta del hecho de que el Espíritu que recibimos es el mismo Espíritu de Jesús, de
modo que nuestra vida está guiada por el mismo principio de actuación de Jesús. La fuerza del creyente es la misma
que animó a Jesús. Dios Padre envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. Entonces recibimos un Espíritu de
hijos (Rm 8, 15), que se convierte en el constitutivo más íntimo de nuestra personalidad. Pero no sólo el Espíritu nos
asemeja al Hijo. Es por el Espíritu cómo Cristo llega hoy a nosotros: "en el Espíritu Santo Paráclito continúa
incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica"49. Por el Espíritu se realiza el
"yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20), o el "no os dejaré huérfanos: volveré a
vosotros" (Jn 14, 18). El Espíritu Santo "hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo
nuevo"50.La presencia histórica de Jesús estaba sometida por su misma esencia a un tiempo y espacio limitados. La
presencia del Espíritu está garantizada para siempre y para todos los espacios, pero con la precisa función de hacer
presente al Cristo muerto y resucitado: "recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros" (Jn 16, 14-15). De este
modo, la misión del Espíritu no es una especie de compensación por la ausencia de Jesús, sino el modo en que el
Jesús histórico se hace presente después de la ascensión, pues el único deseo del Espíritu es hacer presente a Cristo. El
no añade nada a la palabra y obra de Jesús, porque "dice" lo que "oye" y no se "glorifica" a sí mismo, sino a Cristo (cf
Jn 16, 13)51.Si en vez de apoyarnos en textos joánicos (como hemos hecho fundamentalmente en los dos párrafos
anteriores) nos apoyamos en textos paulinos llegaremos a conclusiones semejantes. En 1 Co 6, 15 y 19 se relaciona el
ser miembros de Cristo con el hecho de que nuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en nosotros. Se
diría que Cristo y el Espíritu son un sólo y único principio de vida espiritual, de modo que "la inhabitación del
Espíritu equivale a la del mismo Cristo (cf. Rm 8, 9 s.; también Gal 2, 20; Ef 3, 10 s.) no porque ambos puedan
identificarse en todos los aspectos, sino porque no hay otro modo de estar Jesús en nosotros más que el 'pneumático',
propio de su condición de resucitado y fuente de vida (cf. 1 Co 15, 45). El don del Espíritu Santo es consecuencia de
la resurrección de Jesús; por ello toda su acción en el hombre está de algún modo referida a Cristo: nos da la
posibilidad de conocerlo (cf. 1 Co 2, 10 ss.), de confesar nuestra fe en él (cf. 1 Co 12, 3), de comprender la palabra de
Dios que en Jesús revela su último sentido (cf. 2 Co 3, 14-17)... El Espíritu interioriza y lleva a cumplimiento la obra
de Jesús"32.
Somos templos de Dios.- Como Jesús y el Espíritu son inseparables del Padre, resulta que gracias a ellos el mismo
Dios habita en nosotros. Conviene subrayar esta afirmación y notar la fuerza "realista" de todos los textos del Nuevo
Testamento que hemos citado sobre la presencia del Espíritu y de Jesús en nosotros. Pues nos encontramos ante una
de las afirmaciones más audaces y difíciles de explicar de todo el Nuevo Testamento. No se trata únicamente de
recibir un don que viene de Dios, sino del don que es el mismo Dios: "Dios permanece en nosotros por el Espíritu que
nos ha dado" (1 Jn 3, 24). "El amor de Dios (el Amor que es el mismo Dios) se ha derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). Así se realiza la promesa de Jesús: "si alguno me ama, guardará
mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14, 23). El hombre se convierte
entonces en "santuario de Dios vivo" (2 Co 6, 16; 1 Co 3, 16), "templo santo del Señor y morada de Dios en el
Espíritu" (Ef 2, 21-22), "santuario del Espíritu Santo" (1 Co 6, 19). Y también en morada de Cristo, que "vive en mí"
(Gal 2, 20; cf. Rm 8, 10) y "habita por la fe en nuestros corazones" (Ef 3, 17).La fuerza de todos estos textos plantea
serios desafíos a la reflexión teológica. Fundamentalmente estos dos: ¿Quién es en realidad el huésped del hombre,
quién lo inhabita: Dios Padre, el Hijo, el Espíritu o la Trinidad entera?; y ¿cómo entender esta morada de Dios en el
hombre, cómo es posible que Dios mismo habite en mí?Con respecto a la primera cuestión, hay que decir: de los datos
neotestamentarios no debemos deducir una inhabitación en el creyente de la Trinidad sin diferenciación alguna. Es
importante destacar la característica "personal" de la gracia y de nuestra relación con Dios. Pues la teología occidental
ha acentuado la unidad de la esencia divina y cuando ha hablado de la actuación de Dios ad extra ha tendido a
considerar las operaciones divinas como comunes a toda la Trinidad; esto se ha aplicado también a la teología de la
gracia, definida abstractamente como participación de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1, 4), que como tal es común a las
tres personas, olvidando un tanto que esta esencia única es poseída de modo distinto por el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo53.Sin duda, Dios se autocomunica trinitariamente, pues una persona es inseparable de otra. Ello no impide que
los efectos de la gracia se distingan de acuerdo a las características propias de cada Persona: en cuanto al efecto de la
gracia, dice Tomás de Aquino54, el Hijo y el Espíritu comunican en la raíz de la gracia, pero se distinguen en los
efectos, que son iluminar la inteligencia (acción del Verbo) y encender el corazón (acción del Espíritu). Cada persona
actúa según lo que le es distintivo. Cada una deja su impronta, su característica, su marca. Por eso, Dios está presente
en nosotros en cuanto trino, en la distinción de las personas. El Padre, el Hijo y el Espíritu son un único Dios, pero no
se relacionan del mismo modo con nosotros: así, por ejemplo, podemos decir que Jesús habita en nosotros por su
Espíritu, pero la proposición inversa no es exacta; o que Jesús es el camino para ir al Padre, pero no al revés. Así, el
Espíritu hace presente a Cristo, y Cristo nos une al Padre. Por tanto, es el Espíritu, como persona-don55, quién se hace
presente en el justo. En nuestra participación en la vida divina de la Trinidad nuestra relación es filial (como efecto de
la presencia del Espíritu del Padre y del Hijo); somos "hijos" del Padre (pero no "padres", ni "espíritus"), según el
modelo de Jesús, por la acción del Espíritu en nosotros. Un texto de Antonio M. Artola56 nos ayuda a entender por qué
es el Espíritu quién en realidad se une a nuestro espíritu (Rm 8, 16):
El espíritu es la realidad divina desde donde puede realizarse la unión entre el hombre y Dios. Ninguna otra dimensión del hombre es
capaz de admitir la penetración e invasión de lo divino. "La ruah designa en el hombre aquella parte de su ser que permanece abierta a
otra ruah, su parte permeable, aquella en la que permite significar otra cosa distinta de él mismo para participar en algo de otro" (A.
Neher). Por esta capacidad de penetración propia de la ruah puede darse la unión entre Dios y el hombre: "El espíritu del hombre, su
ruah, es lo que es capaz en él de este encuentro con la ruah de Dios, es esa parte del hombre gracias a la cual la inhabitación del Espíritu
de Dios no es una intrusión extraña, sino que está preparada, es deseada como una embajada en país extranjero" (C. Tres-montant).
En el seno de la Trinidad, el Espíritu es vínculo de unión y mutuo encuentro del Padre y del Hijo. Es apertura del
uno al otro. Es el mutuo Amor del Padre amante al Hijo amado. Su papel extratrinitario se corresponde con su función
intratrinitaria. Lo mismo que es el Encuentro de Dios con Dios, así también el Espíritu es el Encuentro del hombre
con Dios. De modo que el Espíritu es principio de apertura y de unión, es quién posibilita el encuentro: une al
creyente con Cristo y con el Padre; une también a los creyentes entre sí, nos abre a los hermanos. El Padre y el Hijo se
hacen presentes en el corazón de los hombres por mediación del Espíritu: "El Espíritu, Encuentro divino personal de
la Palabra y del Padre, realiza en el tiempo el encuentro de comunión y de alianza de la persona humana en su
globalidad con el misterio de las personas divinas... El misterio del encuentro establece además lazos peculiares de la
persona humana con cada una de las personas divinas: el Consolador, creando y alimentando estas relaciones
salvíficas, realiza en la economía de la salvación lo mismo que realiza en la inmanencia de la Trinidad santa: la
unidad en la distinción, la paz y la comunión en la irreductible originalidad de cada uno de los tres" 57.Al destacar esta
acción "personal" del Espíritu en el don de la gracia, la teología contemporánea 58 enlaza con la necesidad de
experiencias interpersonales que siente el hombre de hoy.Un segundo problema nos plantea el realismo y la fuerza de
los textos: ¿cómo puede habitar el Espíritu en mí? ¿Cómo es posible si Dios es trascendente? ¿Cómo es posible sin
destruir ni anular mi yo? Un primer esbozo de respuesta nos lo proporciona la misma Escritura al indicar que para los
que en la fe acogen a Cristo Jesús acontece una "creación nueva" (Gal 6, 15; 2 Co 5, 17; Col 3, 10; Ef 2, 15; 4, 24). La
acogida del don de Dios se traduce en el hombre en un nuevo modo de ser y de vivir. Pero lo que hay que explicar no
es únicamente una transformación o nueva creación, ya que ésta es efecto de la inhabitación divina: "el que está en
Cristo, es una nueva creación" (2 Co 5, 17). La realidad del nuevo ser está en íntima dependencia de la presencia del
Amor creador en el hombre. Si hay, pues, una inmanencia del don de Dios en el hombre, esta inmanencia no puede
ocultar que se trata de la inmanencia del Trascendente. Y este es precisamente el problema. Pero es también una
razón más para mantener que es el Espíritu quién se hace presente en el alma del justo. Pues sólo el Espíritu puede ser
trascendente e inmanente a la vez: "Dios es espíritu (Jn 4, 24). Solamente el Espíritu puede ser más íntimo que mi
intimidad tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y
al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia" 59.En su donación personal, el Espíritu
permanece trascendente, inviolable e inmutable, al mismo tiempo que inmanente, penetrando y vivificando todo
desde dentro. De ahí que la teología haya introducido el concepto de "gracia" para significar la manera cómo es dado
el Espíritu: El Espíritu Santo habita en el hombre in ipso dono gratiae, dice Tomás de Aquino60. "El Espíritu Santo
nos es dado con la nueva vida", afirma por su parte Juan Pablo II61. El Espíritu se nos hace presente en la nueva
creación, en la transformación misma, de modo que la transformación es la mediación sacramental de la presencia del
Espíritu. Mediación sacramental significa que no hay que ir más allá de la realidad finita de la nueva creación para
encontrar al Espíritu y, sin embargo, esta misma realidad finita remite más allá de ella misma: al Dios vivificador que
produce la nueva vida y en ella se nos da.Sin esta "mediación" de la gracia no habría manera de respetar la
trascendencia del Espíritu, y lo que es más: el hombre perdería su identidad personal, quedando absorbido, anulado,
por la personalidad del Espíritu, y convirtiéndose en una persona divina. Este es el sentido de la concepción
escolástica de la gracia como accidente y no como substancia. La gracia, la creación nueva que produce la presencia
de Dios, tiene que ser una realidad accidental que sobreviene a un hombre ya constituido, aunque esta realidad
accidental se inserta en lo más profundo del ser humano reforzando su identidad, haciendo posible la comunión y
situando al hombre "a la altura" de Dios: "gracias a la comunicación divina el espíritu humano... se encuentra con el
Espíritu... Por este Espíritu, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino
hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la
gracia que viene del Espíritu el hombre entra en 'una nueva vida', es introducido en la realidad sobrenatural de la
misma vida divina y llega a ser 'santuario del Espíritu Santo', 'templo vivo de Dios'. En efecto, por el Espíritu Santo,
el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada. En la comunión de gracia con la Trinidad se dila el 'área
vital' del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive según el
Espíritu y desea lo espiritual"62.Sin esta mediación de la gracia tampoco podría explicarse la presencia del mismo y
único Espíritu en cada uno de los creyentes, la presencia de la única Persona en muchas personas (Müh-len), la
admirable capacidad del Espíritu para estar en todo y en todos siendo al mismo tiempo uno e indivisible: "esa Tercera
Persona de la Santísima Trinidad participada por cada una de las almas" 63. "Del Espíritu Santo puede decirse: cada
uno tiene su parte y todos lo poseen por entero, tal en su inagotable generosidad" M, pues como dice Basilio el
Grande, El es "simple en su esencia y variado en sus dones..., se reparte sin sufrir división..., está presente en cada
hombre capaz de recibirlo, como si solo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa"65.
Dios se comunica a sí mismo.- Toca ahora explicar el misterio de la gracia, o sea, cómo es posible que todos y cada
uno de los hombres, independientes y libres, puedan vivir la misma vida de Dios, por el mismo Espíritu. Este cuestión
necesita una presentación renovada, de modo que resulte comprensible por el hombre de hoy.
Vivir la misma vida de Dios, la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 3, 36; 5, 24; 6, 40.47; 10, 28; 17, 2 ss.; 20, 31; 1 Jn 5, 12),
tal es el misterio de la gracia. Pero no se trata de recibir una cosa, sino a una persona: la vida de una persona que es
esa persona misma, de modo que Dios en su realidad más auténtica se hace el constitutivo más íntimo del hombre. K.
Rahner expresa bien el problema cuando dice: "Autocomunicación divina significa que Dios puede comunicarse a sí
mismo como sí mismo a lo no divino, sin dejar de ser la realidad infinita y el misterio absoluto, y sin que el hombre
deje de ser el ente finito, distinto de Dios" 66. Por una parte, pues, en esta comunicación inmanente la divinidad no
queda desvirtuada, sigue siendo trascendente. Dios sigue siendo Dios, el misterio absoluto, la realidad sin medida. Y,
sin embargo, viene al hombre, comunica su ser. El sin medida entra en la limitación. El infinito, sin dejar de ser
infinito, se hace finito. Y el hombre, sin dejar de ser hombre, sin quedar anulado en su finitud, se diviniza, su área vital
queda elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. Esta divinización, lejos de anular al hombre, le personaliza, le
permite alcanzar su verdadera estatura, su auténtica dimensión humana. Dios es más Dios que nunca cuando viene al
hombre y el hombre es más hombre que nunca cuando recibe a Dios.Para tratar de comprender mejor el misterio
paradójico de la gracia, vamos a presentar dos modelos explicativos que se complementan y nos ayudan a captar mejor
los aspectos y riquezas de la gracia. El modelo de la opción fundamental nos ayuda a entender los efectos
transformadores que produce en el hombre la acogida de Dios. El modelo de la palabra nos ayuda a entender el porqué
y el cómo de tal transformación, o sea, de qué manera Dios puede estar en el hombre.
LA GRACIA COMO OPCIÓN FUNDAMENTAL
Para salvar el realismo de la transformación interior, Tomás de Aquino, consciente de la trascendencia de Dios,
subraya que el amor de Dios es creador de valores: "amor Dei est infundens et creans bonitatem in rebus" 67. La
voluntad del hombre se mueve por el bien que existe en las cosas, y de ahí que el hombre no causa totalmente la
bondad de la cosa, sino que la presupone. Al contrario, el Amor Increado —Dios— no supone la amabilidad de la
creatura: la crea. Es un amor fecundo que enriquece a la criatura68. Esta transformación del hombre, electo del Amor
de Dios, es calificada como "gracia creada . Mediante este don "creado", el hombre (siempre en dependencia de Dios)
es verdadero sujeto de una vida divina y de unos actos sobrenaturales que son suyos. El amor de Dios crea un nuevo
modo de ser en el hombre justificado (= gracia creada), de modo que sus actos y actitudes son del hombre y no de
Dios obrando en él sin él. Son del hombre porque el amor de Dios, como todo amor, es capaz de transformar al
amado.El modelo de la opción fundamental pretende repensar y mejorar la formulación clásica de la gracia creada
mediante un lenguaje más comprensible para la mentalidad actual 69. Para explicar la opción fundamental hay que
distinguir la doble libertad que se da en cada persona. Hay una libertad de elección, el libre arbitrio, la capacidad de
escoger entre los diferentes objetos que están ante nosotros. Pero existe también en nosotros una libertad fundamental,
más profunda que la primera, y que dirige todo nuestro ser: es la capacidad que el hombre tiene de decidir sobre su
vida, la facultad de realizarse a sí mismo de una vez para siempre. Esta libertad fundamental se experimenta cuando la
cuestión a decidir presenta una importancia real, es decir, allí donde está en juego un valor fundamental de la persona.
Cuando los diversos intereses se excluyen, por lo general, prevalece uno sobre los otros sin necesidad de largas
deliberaciones70, lo cual muestra la existencia en todo hombre de una ley fundamental de la propia vida. Esta ley
resiste a la llamada y a la presión de las sugestiones momentáneas, supera los límites del instante presente. Es la ley
del propio ser, el camino del hombre, su verdad, que asume libre y personalmente.La opción fundamental que
condiciona y orienta toda nuestra vida no es un acto más junto a otros actos. Ni siquiera se expresa necesariamente en
un acto explícito. Es una orientación dinámica radical de nuestra vida que se expresa en todo lo que hacemos, es el
alma de nuestros actos cotidianos. Sin duda, a través de nuestros actos, la opción crece, se profundiza, se torna más
consciente y deliberada. Incluso nuestros actos pueden conducirnos, lenta e inconscientemente, a adoptar otra opción
fundamental.Cuando se produce en el hombre un cambio de opción fundamental, tenemos una "conversión". Se trata
de un acto creador, distinto de todos los demás actos humanos, aunque se exprese en ellos. Hay actos que no cambian
la vida psíquica del sujeto, pues son simplemente la aplicación práctica de sus disposiciones normales. Tales actos son
secundarios o parciales, en el sentido de que no cuestionan la orientación total del ser y el sentido de la vida. Existen
otros actos por los que el hombre se decide a cambiar sus tendencias habituales, actos que tocan las raíces mismas de
la libertad, el sentido mismo de la vida, el ser espiritual de la persona. Son los actos de conversión. "Tales actos son
creadores. Cambian el rostro de un ser y el valor de una persona. Son la mejor prueba de la eterna libertad del
hombre... Tales actos son siempre posibles, pues el núcleo de la libertad es intangible y su potencia infinita no está
nunca saturada aquí abajo. Son difíciles, puesto que exigen un cuestionamiento absoluto. Son raros, porque el hombre
no puede cambiar frecuentemente y a la vez la orientación y el equilibrio de su vida, el equilibrio y el impulso de sus
fuerzas... Pero estos actos son la expresión más profunda de la personalidad, los actos de la persona como tal, es decir,
como constructora de sí misma"71. La opción, pues, no sólo elige valores objetivos. El sujeto construye su propia
personalidad moral por medio de ella.Basados en este análisis podemos entender la opción fundamental por Dios.
Esta no consiste en una inclinación religiosa espontánea o en una simple inclinación afectiva, sino que implica un
compromiso de la persona, una actitud absolutamente activa: la actuación más completa de la libertad personal. La
opción por Dios es un compromiso por el que se prefiere el beneplácito divino a las propias inclinaciones, saliendo
del horizonte de la propia inmanencia. A Dios hay que amarle con todas las fuerzas y "sobre todas las cosas". La ley
fundamental de la propia vida, a la que antes nos referimos, es la ley de Dios, la que hace libres, pues servir a Dios es
reinar.Por ser la opción fundamental por Dios un compromiso para toda la vida, influye en toda la vida del individuo.
Si no fuera así, significaría o que en realidad no se ha hecho o que ha sido implícitamente retractada. Esto quiere decir
que la opción no se hace normalmente en abstracto, sino que se encarna concretamente en una decisión particular. En
todo caso, no es auténtica si no se concreta de manera durable en las diversas acciones cotidianas. Debe crecer en
profundidad y extenderse, penetrando progresivamente todos los sectores de la actividad de la persona. El modelo de
la opción fundamental nos ayuda a comprender que ni la gracia ni el pecado deben entenderse de forma excesi-
vamente puntual, ni medirse exclusivamente a tenor de un sólo acto externo. Tomás de Aquino afirma que estando en
una determinada opción es posible realizar algunos actos puntuales contrarios a la misma, si bien añade que esto no es
posible realizarlo de forma total, perfecta y constante72. Un acto aislado no refleja ni invalida una opción, aunque no
cabe duda de que la opción se debilita y termina por cambiarse cuando se multiplican las elecciones particulares que
no son coherentes con ella.Quién ha optado por Dios no sólo ha cambiado su modo de obrar, sino que ha realizado
una transformación completa de su modo de ser. Este es un hombre libre, con la libertad de los hijos de Dios, porque
hace lo que le nace, lo que espontáneamente brota de su ser. Así experimenta que donde está el Espíritu, está la
libertad (2 Co 3, 17). A este hombre se le aplican las palabras de san Agustín: "Ama y haz lo que quieras. Dentro está
la raíz de la caridad. No puede brotar de ella mal alguno"73. O las del Vaticano II: "La condición del pueblo mesiánico
es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene
por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros" 74. "La ley no es para los justos", dice 1
Tim 1, 9. A quién ha optado definitivamente por Dios le sobran todas las leyes y no necesita de ningún derecho. Pero
hay más: el que ha optado por Dios no obra según la metodología del derecho, pues el derecho se refiere a los con-
tenidos de lo que se hace y no tanto al "cómo" de lo que se hace. Pero un cumplimiento meramente formal equivale a
honrar con los labios y no con el corazón (cf. Mt 7, 6), y no constituye una entrega radical. Ante Dios sólo vale la
opción que suscita la espontaneidad. Tal opción justifica y libera.La opción fundamental designa, pues, una
transformación de nuestra manera de ser, radica en lo más íntimo del hombre, tiene un carácter permanente,
proporciona estabilidad a nuestros actos, y los orienta hacia Dios. Todo esto es posible si no desligamos la respuesta
del hombre entendida como opción fundamental de la llamada de Dios. Dios es quien suscita y provoca nuestra
respuesta. Para que ésta sea posible, Dios ha derramado su amor en nuestra más profunda intimidad, en nuestro "cora-
zón" (2 Co 1, 22; Gal 4, 6-7; Rm 5, 5; Ef 3, 17). El amor procede de Dios y todo el que ama es porque ha nacido de
Dios y a Dios conoce (1 Jn 4, 7; cf 1 Jn 4, 10).El modelo de la opción fundamental nos ayuda a comprender la
psicología de la gracia. La opción fundamental explica la transformación, pero la supone también; es decir, explica lo
que hay. De ahí la necesidad de un nuevo modelo que nos ayude a comprender el porqué y el cómo de tal
transformación.
LA GRACIA, PALABRA ACOGIDA QUE TRANSFORMA AL HOMBRE
Por la gracia Dios mismo habita en mí, de forma que yo vivo la vida de Dios. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo es
posible si Dios es Trascendente? ¿Cómo es posible sin destruir ni anular mi yo? Toda explicación teológica del
misterio de la gracia como don de Dios mismo que transforma al hombre cuando el hombre acoge al mismo Dios,
debe salvar la trascendencia de Dios y la identidad del hombre. Y al mismo tiempo, la explicación debe hacer creíble
el dato por excelencia: Dios mismo se comunica a sí mismo como sí mismo a lo no divino, sin dejar de ser la realidad
infinita y el misterio absoluto, y sin que el hombre deje de ser el ente finito distinto de Dios.
¿Cómo es posible que Dios pueda realizarme convirtiéndose en mi estructura? ¿Cómo se puede vivir una vida
nueva y encontrar la cabal identidad de la propia"? Planteado así el problema, nos encontramos ante una de las
mayores dificultades del hombre moderno: la de pensar la gracia; pensar que otro se me entregue en persona, que este
don se convierta en la estructura de mi vida y que, lejos de hacerme otro, me haga yo, me personalice.Recibir al otro y
que el otro se convierta en mi vida, y poder exclamar: ¡no vivo yo, sino que es Cristo quién vive en mí! (Gal 2,
20).Para comprender que nuestra identidad se encuentra en una vida nueva, que cuando Dios se nos da y nosotros lo
acogemos encontramos nuestra plena madurez y la total felicidad, hay que comenzar por recordar que el hombre es un
ser trascendente: sólo se encuentra a sí mismo cuando por el amor acoge al otro. No es sólo en el campo del tener que
el hombre nunca se conforma con lo dado y siempre quiere más, sino sobre todo en el campo del ser. Vive en el
desasosiego de querer conocer más y en la ansiedad de colmar y calmar su soledad radical. Es un ser hecho para el
amor y para el amor sin límites: todo hombre ha sido creado para ser habitado y sólo cuando se sabe amado encuentra
su estabilidad, su madurez y su plenitud. Dado que el hombre tiene una capacidad infinita, sólo un amor infinito, esta-
ble y total puede satisfacerle: el hombre sólo se conforma con todo. Fuera del amor el hombre sólo encuentra la
estabilidad a medias y por momentos. Y sólo cuando el hombre se sabe amado, puede amar y acoger a los demás.Pero
la cuestión clave en este asunto, la que resulta difícil de entender, es cómo es posible que el Dios Trascendente se nos
entregue con un amor tal que llegue hasta habitar en nosotros. Y al habitarnos nos transforme. Importa mantener este
orden: la transformación (que hemos explicado mediante el modelo de la opción fundamental) es efecto de la
inhabitación divina. Pues sería fácil entender una transformación como efecto de una causa externa, a la manera como
la luz afecta a los objetos iluminados por ella 75. Esta comparación física respeta la trascendencia de Dios, pero no
hace justicia a lo más original de la gracia. Más acertada parece la explicación de tipo psicológico: Dios está presente
en la criatura como lo conocido en el que conoce, lo deseado en quién lo desea y lo amado en el que ama 76. Esta es
una forma personal de presencia, puesto que el conocimiento, el deseo y el amor son los actos por los que dos seres
personales se entregan recíprocamente.La explicación de la donación del Espíritu que habita en nosotros no puede
hacerse a la manera de las causas físicas, como si el don del Espíritu fuera una cosa, sino según el modelo de una
relación personal. ¿Cómo se recibe una persona? La persona se recibe por el Amor y el amado comienza a sentirse
otro. ¿Y cómo llega el amor? Por medio de la Palabra acogida con fe77. El hombre comienza a existir como sujeto
cuando, superando sus necesidades biológicas, interioriza una palabra de amor, la palabra que su padre dice sobre él,
la palabra que su padre dice de él y la palabra que su padre le dice a él. Esta palabra permite al hombre tomar
conciencia de su autonomía, le ofrece un principio de comportamiento, una línea de conducta y la posibilidad de
construir su propio porvenir original. La palabra del otro suscita el sentido, despierta la propia identidad y abre la
capacidad de desarrollo. Sólo así el hombre se convierte en sujeto. No es alienante el que sea "yo" por la palabra de
otro. Al contrario, sin esto no hay ni siquiera sujeto. De ahí que este mecanismo de identificación con la palabra (del
padre y/o de la madre) no es un mecanismo enfermizo, sino el fenómeno constitutivo de toda personalidad humana.
Cada hombre es engendrado por la palabra, a través de un nacimiento —un renacimiento— que lanza al hombre
más allá del determinismo biológico inicial, conduciéndole a sobrepasar el conformismo ciego o lo conflictos con la
realidad del mundo o de los otros. Y si bien es verdad que hay procesos de identificación que son patológicos,
también ellos son constitutivos de la personalidad. Más todavía: cuando la palabra primitiva (del padre o de la madre),
por la razón que sea, resulta frustrante, la palabra del psicoterapeuta se presenta como una nueva oferta de salvación
para el hombre perdido. También aquí la salvación, el encuentro con la propia identidad, procede de la palabra, una
palabra de comprensión, de aceptación, y no de un juicio moral, de una ley. Las neurosis no se curan con juicios
morales, sino aceptando al inaceptable, creando una relación de comunión. Con la gracia tendríamos un caso análogo
al de la formación de la personalidad: así como el hombre no puede constituirse en su personalidad humana más que
interiorizando la palabra de su padre, igualmente un hombre no puede constituirse en su personalidad humana y
espiritual más que interiorizando la palabra del Padre, lo que puede ser una manera de designar la gracia. Queda así
claro que la gracia se convierte en un principio interior, siendo el resultado de la iniciativa de otro distinto al sujeto.
La gracia es una palabra que otro me dirige. Si la gracia se interioriza esto quiere decir que se interioriza en mí la
palabra de otro; la palabra que otro me dirige convirtiéndose en mi estructura. Palabra de otro por la que me expresa
su amor. Acogiendo esta palabra, le acojo a él. Si esta palabra brota del amor y quiere suscitar amor, conduce a la
libertad, pues despierta la capacidad de autonomía y la identidad personal.La verdadera filiación, incluso en el plano
humano, es la que produce la palabra del amor (cf. Jn 1, 11-13). Los hijos son más hijos de una cultura y de un
ambiente que de unos genes. El verdadero nacimiento, en el plano del desarrollo humano y en el plano espiritual,
siempre se produce por la adhesión y la interiorización de la palabra: "Habéis vuelto a nacer, y no de una semilla
mortal, sino de una inmortal, por medio de la palabra de Dios, viva y permanente" (1 Pe 1, 23; cf. 1, 24-25; también
Mc 3, 35; Lc 11, 28).La filiación, que es fuente de identidad, se produce por la palabra. Cierto que entre los hombres
tal palabra puede resultar deficiente o frustrante. Ya hemos indicado que en este caso la palabra del psicoterapeuta se
presenta como una nueva oferta de "salvación", como posibilidad de recuperación para el hombre "perdido". Tenemos
aquí una analogía con la función sanante de la gracia. Pero precisamente la función del psicoterapeuta con el enfermo
nos permite profundizar más en el sentido de la gracia y desplegar todo el valor de la analogía: el psicoanálisis nos
enseña que la significación de la gracia y del perdón consiste en aceptar a los que son inaceptables y no a los que son
buenos. La palabra de gracia adquiera así un nuevo sentido a la vista de la actitud del analista ante su paciente. Lo
acepta. No le dice: "usted es aceptable", sino que lo acepta. De esta forma la gracia aparece como perdón de los
pecados y al mismo tiempo como regeneración, como nueva creación.Es propio de la palabra permitir participar en el
ser del que habla. En la palabra, el ser del que habla se exterioriza. Desde un punto de vista antropológico, es incluso
verdad que, con frecuencia, en la palabra, el ser del que habla se exterioriza más de lo que éste sabe o quiere (y esto lo
conoce muy bien el psicoanalista). Dirigir a otro la palabra no es sólo cubrir la distancia que del otro me separa, sino
dar a conocer mi interioridad y poner algo de mi alma en la del otro. La palabra es el medio por el que dos
interioridades se manifiestan una a la otra para vivir en reciprocidad. Cuando la palabra alcanza este nivel, es signo de
amistad y de amor; es expresión de una libertad que se abre a otro y se da. Hablar es una forma de donación de la
persona a otra persona. Uno se abre al otro, ofreciéndole la hospitalidad, en lo mejor de sí mismo. Cada uno da y se da
en una comunión de amor.Dios, por medio de su Palabra, nos ha hablado definitivamente (Heb 1, 2), pero no sólo
para comunicarnos algo, sino para comunicarse a sí mismo, haciendo posible la comunión con su propio ser. En la
Palabra, Dios sale de sí mismo y nos revela su ser (cf. Jn 1, 14). En su Palabra, Dios se comunica a sí mismo. La
revelación nos permite dar otro paso, y éste decisivo: la persona de Jesús —la Palabra de Dios— se identifica con sus
palabras, con su mensaje (Mc 8, 38; cf. Lc 12, 8). No es extraño, pues, que el cuarto evangelio equipare la
permanencia de Jesús y la permanencia de sus palabras en sus discípulos (Jn 15, 5-7). Por su Palabra, Dios sale de sí
mismo y se comunica a sí mismo; y por su palabra Jesús permanece entre los suyos y en los suyos.La analogía de la
palabra es adecuada para entender la trascendencia y la inmanencia de la gracia, pues la palabra, al tiempo que
muestra la Trascendencia de quién habla, se puede acoger de forma tan íntima que nos configura y permanece
operante en quién la acoge (cf. 1 Tes 2, 13). De hecho, la palabra interiorizada puede llegar a ser obsesiva y dominar
al hombre hasta el punto de convertirse en un enfermo con una segunda personalidad. No es este el caso de la palabra
de Dios, aunque ésta, como toda palabra bien dicha, puede hechizar al hombre (y no sólo su entendimiento, sino
también y sobre todo su corazón). Esta analogía nos permite también superar las falsas contradicciones entre yo y el
otro, entre el hecho de ser yo y el hecho de ser obra de otro. Pues, en definitiva, la pregunta de la gracia es la pregunta
por la relación Dios-hombre, la pregunta por el "nosotros", y la pregunta de cómo es posible que el hecho de
convertirnos en "nosotros" me permita a mí ser lo que soy y al otro ser lo que es. Pues si la gracia es lo que permite al
hombre ser lo que es por Dios, también podemos decir que es lo que permite a Dios ser verdaderamente lo que es:
amor creador y difusivo.
LA GRACIA, FUENTE DE LIBERTAD
Aunque a lo largo del capítulo (e incluso a lo largo de este libro) hemos aludido a la relación entre gracia de Dios
y libertad del hombre, conviene ahora detenerse explícitamente en esta cuestión.En estrecha relación con el Espíritu,
principio de intimidad, de espontaneidad, de comunión, y en relación con la filiación adoptiva que el Espíritu
comunica, San Pablo desarrolla el tema de la libertad de los hijos de Dios en Rm 6,
18-22; 8, 2.21; Gal 5, 1.13. En el cuarto evangelio encontramos este tema en relación con el Hijo que nos da la
libertad en Jn 8, 32-36.
La libertad cristiana está siempre cualificada por un "de" y por un "para". Hemos sido emancipados, rescatados de
un poder dominante y opresor (a saber, del pecado, que siempre esclaviza), para un objetivo: el servicio fraterno.
"Cristo nos rescató" (Gal 3, 13) de este poder esclavizante, "nos liberó para que vivamos en libertad" (Gal 5, 1), y
"para la libertad hemos sido llamados" (Gal 5, 13). Las obras a las que nos conducía este poder del que nos liberó
Cristo "son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas,
divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes" (Gal 3, 19-21). Todo esto hemos dejado
para poder servir a otros objetivos, los del amor mutuo, los de la solidaridad (Gal 3, 13.22). Dicho de otra manera,
hemos pasado de ser "esclavos del pecado" a ser "esclavos de la justicia" (Rm 6, 17-18). En este sentido, bien puede
decirse que no existe una libertad absoluta. La libertad sólo puede darse en el seno de alguna vinculación, pues elegir
es ser de uno o de otro. El problema de la libertad del hombre, o mejor aún, de su liberación, es el problema de a quién
sirve: si a la mentira o a la verdad78.Paradójicamente, pues, la libertad cristiana se convierte en un servicio, en una
nueva forma de religación. Ser cristiano es servir a un nuevo Señor y dejar de servir a otro. Efectivamente, el cristiano
comienza por comprender que siempre sirve a uno u otro señor. Pero hay un servicio que, lejos de ser alienante, es
liberador, pues brota de una libertad que vence a la necesidad (cf. Flm 14). Es el servicio de Dios. Así se comprende
que para el Nuevo Testamento lo contrario de la esclavitud no es sin más la libertad del que no está ligado a nada ni a
nadie, sino la filiación: "no recibisteis un espíritu de esclavos, sino un espíritu de hijos" (Rm 8, 15; cf. Gal 4, 3-7). Y
como los hijos son libres (Mt 17, 26), se comprende que donde está este Espíritu, "allí está la libertad" (2 Co 3, 17).
¿Por qué en este ligarse a Dios está la libertad? Porque en Dios encontramos nuestra cabal identidad. La parábola del
hijo pródigo (Le 15, 11-24) lo ilustra magníficamente: el hijo no encuentra su libertad en la fuga emancipatoria, sino
la esclavitud de los instintos, el miedo y la nostalgia. Sólo cuando vuelve al padre recupera una filiación que es
también liberación. Esta libertad es fruto del don divino, de la gracia, y es principio de una nueva ética, de la actitud
evangélica de la "teono-mía"79. Esto significa que el cristiano hace en todo la voluntad de Dios, pero en este hacer la
voluntad de Dios no se siente coaccionado ni oprimido. Al contrario, cuando cumple la voluntad de Dios, en realidad
hace lo que quiere, lo que le nace espontáneamente, pues la voluntad divina se ha convertido en principio interior de la
existencia, del pensamiento, del querer y del obrar. En esta línea se expresa Tomás de Aquino, comentando el texto de
2 Co 3, 17, varias veces citado a lo largo de este capítulo:
"El hombre libre es el que se pertenece a sí mismo; el esclavo pertenece a su dueño. Así quien obra espontáneamente, obra
libremente; pero quien recibe su impulso de otro, no obra libremente. Por eso, aquel que evita el mal, no porque es un mal,
sino en razón de un precepto del Señor, no es libre. Por el contrario, el que evita el mal porque es un mal, éste es libre.
Ahora bien, esto es lo que opera el Espíritu Santo, que perfecciona interiormente a nuestro espíritu comunicándole un
dinamismo nuevo, de tal forma que el hombre se abstiene del mal por amor, como si la ley divina se lo mandara; y de esta
forma es libre, no porque no está sometido a la
ley divina, sino porque su dinamismo interior le conduce a hacer lo que prescribe la ley divina"80.
Desde esta perspectiva quizás resulte más fácil comprender la oposición paulina entre gracia y ley: "no estáis bajo
la Ley, sino bajo la gracia" (Rm 6, 14); "si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley" (Gal 5, 18). Por la
ley, el hombre pretende auto-justificarse por la práctica de las obras. En este sentido, la ley esclaviza, porque el
hombre está sujeto a las prácticas, a las instituciones (al "sábado": Mc 2, 27), a las cosas, a los "elementos" de este
mundo (Gal 4, 9-11), a los hombres, a las tradiciones humanas (Mc 7, 8). La ley es un sistema de poder al que estamos
sometidos. Pero Cristo ha vencido a los elementos de este mundo (Gal 4, 3-9). El poder de la ley y, por consiguiente,
la tutela bajo la ley, han sido destruidos por Jesús en la cruz (Gal 3, 13; 4, 5). Creer que Cristo ha destruido el poder
de la ley equivale a creer en la gracia de Dios (Gal 2, 21). Lo que san Pablo rechaza es la observancia de la ley en
cuanto principio salvífico (Gal 2, 16), como si fuera posible "hacer negocios" con Dios, o como si Dios tuviera que
darnos lo que nos hemos ganado, olvidando que el amor siempre es algo gratuito. Pretender comprarlo es no
entenderlo y, lo que es peor, despreciarlo. Cosa distinta es que, en cuanto principio salvífico, también Cristo exige una
vida ética consecuente y demostrada con obras. Pero estas obras son las obras del amor (Gal 5, 14). Y el amor no es
una obligación impuesta desde el exterior, sino el don de una fuerza inmanente al sujeto, el "fruto del Espíritu" (Gal 5,
22).La ley resulta opresora y esclavizante en la medida en que uno se aferra a su letra y cumple "porque así está
mandado". Cuando no se tienen otras razones para cumplir, la ley es tiránica y sin sentido. Por eso, el Espíritu de
libertad se opone al servilismo de la letra y de la ley. Quizás no tanto a su intención profunda. Pues la intención de la
ley es la búsqueda del bien del hombre, la búsqueda de la justicia. Este es el principio que debe guiar todas las
acciones del hombre, tal y como se desprende de la enseñanza de Jesús. Pero una ley que olvida esta intencionalidad
se convierte en esclavizante.La actitud de Jesús frente a la ley es iluminadora al respecto. En efecto, dice Jesús: "el
sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado" (Me 2, 27).
Jesús quebranta la ley del sábado pero realiza su intencionalidad.
¿Qué pretende el precepto del sábado?
El descanso, el bien y la felicidad del hombre, y que el hombre recuerde que tal descanso y felicidad proceden de
Dios. Por eso, Jesús no pretende quebrantar el culto a Dios
que recuerda el precepto sabático, sino realizar el sentido que tiene tal culto: la búsqueda del bien del hombre, de un
hombre enfermo al que Jesús cura y devuelve la alegría y la ilusión.
La pregunta de Jesús a quienes le critican les desconcierta: "¿es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal,
salvar una vida en vez de destruirla?" (Mc 3, 3).
Esta pregunta descoloca a los legalistas, pues éstos entienden que es bueno o malo lo que la ley permite o prohíbe,
mientras que Jesús indica que es bueno lo que favorece al hombre y malo lo que le destruye. Otro ejemplo lo
encontramos en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37). Al sacerdote y al levita, la Ley les permitía poner
distancias entre ellos y el moribundo al borde del camino. Seguramente esta ley pretendía evitar el enfrentamiento
mediante la separación de dos pueblos. Pero esta ley no está para evitar la ayuda mutua. Jesús enseña, mediante la
parábola, que ante un hombre necesitado la ley resulta insuficiente. Más aún: que el bien del ser humano puede
conducirnos a hacer lo que no prescribe ni puede prescribir ninguna ley humana.
Ahora ya se comprende eso de que la letra mata y el espíritu da vida (2 Co 3, 6). Quién absolutiza la ley puede
cumplir su letra. Sólo quién la relativiza (no digo quién la quebranta) puede eventualmente coincidir con su espíritu. Y
es el Espíritu quién debe guiar nuestra actuación y no el aferramos a instituciones, leyes, normas o preceptos. Pero
también se comprende que esta libertad frente a la ley no debe utilizarse para servir a la carne: es una libertad al
servicio de la verdad y del bien, porque sólo en el verdad y el amor hay libertad. Jesús, el hombre verdaderamente
libre, fue también el hombre totalmente entregado, con un amor hasta el extremo, un amor que hace de la vida del otro
un asunto propio y que la prefiere a la propia vida: un amor, en suma, que lejos de quitar la vida a los demás, entrega
la propia por amor a los demás:
"Sólo desde el amor la libertad germina, sólo desde la fe van creciéndole alas"81.
LA EXPERIENCIA DE LA GRACIA
Si el Espíritu habita en el corazón del hombre justificado, si el cristiano puede exclamar: ¡es Cristo quién vive en
mí!, ¿resulta posible hablar de una experiencia de la gracia? ¿En qué consiste tal experiencia?.-
El Nuevo Testamento parece suponer una cierta experiencia de la gracia: "nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado" (1 Co 2, 12). No es
extraño, pues, que se nos exhorte a pedir a Dios que nos conceda un espíritu de sabiduría y de revelación para
conocerle perfectamente (Ef 1, 17; 3, 19; Flp 1, 9). Se afirma también que el Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu
(Rm 8, 16), hasta tal punto que el verdadero creyente no necesita que nadie le enseñe (1 Jn 2, 27), pues conoce a Dios
a la manera de una presencia íntima, amante y operante; es como si llevara en sí mismo la revelación viviente del
Amor divino. Hay un testimonio interno del Espíritu (Jn 15, 26); los creyentes han recibido inteligencia para conocer
a Dios (1 Jn 5, 20). Más aún: experimentan el gozo y el consuelo (Jn 15, 11; 16, 22;.24; 2 Co 1, 3-5), que procede del
Espíritu (Gal 5, 22).
No es ocioso recordar que cuando hablamos de experiencia no nos referimos a un sentimiento que brota
exclusivamente de la propia subjetividad, sino a un movimiento de apertura hacia lo que viene de fuera de mí, que me
permite conocerlo sin necesidad de intermediarios82. La experiencia de la gracia es el conocimiento de la
transformación que Otro ha producido en mí, del don recibido de fuera de mí, tal como aparece en los textos
neotestamentarios citados: el Espíritu que viene de Dios nos permite conocer las gracias que Dios nos ha otorgado.
Hecha esta aclaración, el problema que plantean estos textos es el de cómo hay que entender y, sobre todo, discernir
esta experiencia. Pues la misma experiencia nos obliga a ser cautos y reservados ante ciertas manifestaciones
religiosas que difícilmente pueden considerarse, desde el punto de vista cristiano, como manifestaciones del
verdadero Dios. Basta recordar que Jesús fue condenado en nombre de una determinada experiencia religiosa. Pablo
de Tarso también vivió una actividad contraria al Dios verdadero (la persecución de los cristianos) como algo
agradable a Dios. Es posible realizar una experiencia religiosa sin experimentar de verdad a Dios, o, al menos, sin
hacerle plena justicia. Así se explica la prudencia de la Iglesia ante los fenómenos extraordinarios que acompañan, a
veces, a las experiencias místicas, tales como visiones, éxtasis, levitaciones o estigmas. Pudieran ser fenómenos de
autosugestión o tener una base psicosomática. Sólo el contexto permite juzgar si tales fenómenos tienen un fundamen-
to religioso. En sí mismos son neutrales, pues algunas sustancias químicas (por ejemplo el LSD o la mezcalina) son
capaces de provocarlos.
Desde el punto de vista teológico, fue Lutero quién planteó con fuerza la cuestión de la experiencia de la gracia
bajo la forma de certeza de la salvación. Según Lutero "es necesario que luchemos cada día a fin de pasar de la
incertidumbre a la certeza y extirpar de raíz la opinión perniciosa que ha devorado al mundo entero: que nadie sabe si
está en gracia. Pues si dudamos de que estamos en gracia, de que agradamos a Dios a causa de Cristo, negamos que
Cristo nos ha rescatado; en una palabra, negamos todos sus beneficios"83. Para Lutero la certeza de la salvación es una
pregunta sobre el comportamiento de Dios con el hombre, y no una pregunta sobre lo que hay en el hombre; es el
Dios misericordioso, por tanto, el fundamento de esta certeza, y en modo alguno una actitud psíquica del hombre.
Más aún, según Lutero la certeza de la salvación no equivale a un seguro de salvación, que significaría una
canonización de la frivolidad o un ahorrarse la lucha contra el pecado. La seguridad, en el sentido de tranquilidad o
falta de esfuerzo, es la más diabólica de las tentaciones84.
El Concilio de Trento posiblemente mal entendió la posición de Lutero 85, pues la calificó de "vana confianza
alejada de toda piedad" 86. Sin embargo la certeza de la salvación luterana se aproximaría a la certeza de la esperanza
según Tomás de Aquino, el cual afirma que el hombre puede tener certeza de la esperanza, pues ésta no se apoya en la
gracia recibida, sino en la omnipotencia y misericordia divinas, y de ambas cosas está cierto el que tiene fe 87. Para
aclararse en esta cuestión es preciso distinguir un doble plano: el teologal, a saber: Dios es seguro, nos ama y no
puede fallar (plano en el que se situaba Lutero); y el antropológico, a saber: el hombre es libre, falible, contingente,
frágil (plano en el que se situaba Trento). Si nos situamos en el plano teologal estamos absolutamente seguros de que
Dios nos ama y quiere nuestra salvación, pero si miramos el plano antropológico tenemos serias razones para dudar de
nosotros mismos, tantas veces infieles a la voluntad de Dios y cerrados a su llamada. Si identificamos ambos planos
aparece la confusión y la imposibilidad de entendimiento.
El Concilio de Trento únicamente se refiere a la fragilidad humana como argumento contra los reformadores.
Entiendo que hay dos argumentos más que hacen que la certeza de la salvación no pueda ser ni objetivable ni
absoluta: 1) entre la experiencia vivida del compromiso radical del hombre con respecto a Dios y el conocimiento
categorial de este compromiso hay una infranqueable diferencia de nivel. El fondo del corazón humano (en su
relación con Dios) está escondido al hombre mismo y sólo es descubierto por la mirada de Dios. El hombre es un
misterio para sí mismo. La existencia humana no puede ser radiografiada plenamente y explicitada con precisión; 2)
la posibilidad de conocer la gracia de Dios con certeza (es decir, en base al conocimiento claro del fundamento de la
cosa) implicaría "comprender" a Dios, ya que la gracia no es más que el resultado de la misteriosa acción salvífica de
Dios en el hombre88.
Vale la pena profundizar en este segundo argumento, inspirado en Tomás de Aquino. Pues la certeza que tenemos
de la salvación es siempre sacramental, o sea, mediante signos terrenos y humanos, que de por sí siempre pueden ser
ambiguos. Ya que sólo así, Dios se nos da a conocer. Nunca le conocemos directamente, cara a cara. Por eso, nuestra
certeza de experimentar a Dios, de poseer su gracia o de estar salvados es siempre conjetural, o sea "por medio de
indicios. Y de esta suerte sí puede el hombre conocer que posee la gracia, porque advierte que su gozo se encuentra en
Dios y menosprecia los placeres del mundo, y porque no tiene conciencia de haber cometido pecado mortal…
Sin embargo, este conocimiento es imperfecto"89. Hay, pues, una experiencia de la gracia, aunque tal experiencia
es distinta del tipo de experiencias al que nos tiene acostumbrados la ciencia de la naturaleza. Con Dios no pueden
practicarse experiencias de laboratorio, aunque sí es posible estudiar los efectos de su presencia. Esta experiencia
puede tener un carácter de plenitud o un carácter de carencia, de hambre y sed profundas de justicia, de dolor por estar
aún lejos de Dios.
Hoy parece que los diversos autores vuelven a valorar positivamente la experiencia de la gracia90. Todos se sitúan
en la línea de Tomás de Aquino que acabamos de mentar. Se trata de una experiencia indirecta, pues Dios nunca se
experimenta "como" una cosa, sino "junto con" otras cosas91: capacidad de perdón, ayuda mutua, amor desinteresado,
alegría por el bien realizado, anhelo de justicia, lucha contra el mal, gozo en la oración, fracasos que no hunden, sino
que permiten nuevos comienzos, etc. Esta experiencia de Dios se nos escapa de las manos cuando queremos
acapararla, pues Dios no es disponible ni manipula-ble. Si ni siquiera en la otra vida es posible comprender del todo a
Dios92, ¡cuánto menos sucederá esto en las condiciones de este mundo!: "¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso en su conjunto! Si me pongo a contarlos son más que arena; si los doy por terminados, aún me
quedas tú" (Sal 139).
La experiencia de la gracia no sólo es conjetural, indirecta, por medio de indicios. Pudiera ser incluso paradójica
si pensamos, por una parte, que a Dios se le encuentra en la cruz de Cristo y, por otra, que cuanto más se acerca uno a
Dios más consciente es del propio pecado personal y de la distancia inmensa que de Dios nos separa. De modo que la
cercanía de Dios pudiera experimentarse bajo la forma de lejanía. Así se explicarían los sentimientos experimentados
por los más grandes amigos de Dios: de fuerza en la debilidad (2 Co 12, 9), de ganancia en la pérdida (Mt 10, 39), de
humildad y pequeñez en la plenitud (Lc 1, 28.48), de fruto en la muerte (Jn 12, 24); o sentimientos de sequedad y
magnitud del propio pecado que nos relatan aquellos que con toda justifica consideramos santos. Cuando uno se
acerca de verdad a Dios, se realiza esta ley: A él le toca crecer, a mí menguar (Jn 3, 30). Todo progreso hacia el ideal
pudiera aparecer como un retroceso, si progresar consiste en descubrir la perfección del ideal y, por tanto, la enorme
distancia a que estamos de él93.
En suma, la experiencia de Dios y de su gracia sólo se da en estructuras finitas. Más que experimentar
directamente a Dios, nos experimentamos a nosotros mismos en nuestra relación con Dios. De ahí la dificultad de
distinguir "clara y distintamente" (Descartes) lo que en esta relación procede de Dios y lo que es propio de la
naturaleza humana (aunque también esto propio de la naturaleza proceda de Dios). Por eso la experiencia de Dios es
paradójica, ambigua y puede prestarse a diversas interpretaciones. En realidad, la experiencia de Dios es personal y no
puede transmitirse tal cual, y menos imponerse a los demás como un hecho objetivable. El creyente sabe (¡por propia
experiencia!) que antes de su conversión, antes de volverse a Dios, no se encontraba a sí mismo. Y sabe también que
ahora empieza a encontrarse: ¡al entregar su vida, la está ganando! Pero de este encontrarse a sí mismo, siempre caben
diversas explicaciones, aunque el creyente afirme que sólo una le convence.
La experiencia de Dios y de su gracia se traduce siempre, de una u otra manera, en una mayor humanización, en
su doble vertiente de más madurez personal y más entrega al bien de los demás: por medio del Espíritu que hemos
recibido "se restaura internamente todo el hombre" y el hombre se siente "capaz de amar" 94.El criterio de la
experiencia cristiana no es, por tanto, ser más listo, más trabajador o más sacrificado, sino la capacidad de amar y de
sentirse amado. Quién realiza esta experiencia, vive la alegría de la buena noticia y experimenta a Dios, pues "todo el que
ama conoce a Dios" y "quién no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor" (1 Jn 4, 7-8). "A Dios nadie le ha visto
nunca", o sea, no es posible una experiencia directa de Dios, pero "si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su
amor ha llegado a nosotros en su plenitud" (1 Jn 4, 12).
El peligro de engaño se encuentra en todas las formas de experiencia religiosa. La auténtica ha de reconocerse en último
término por sus frutos. Ya dice San Pablo, que no desprecia ningún carisma, que el carisma infinitamente superior a todos no es
algo espectacular, sino la edificación de los demás (1 Co 12, 7) que produce el amor. El amor es, posiblemente, el único don del
Espíritu exento de toda ambigüedad, aunque sólo la fe lo reconoce como tal.En suma, Dios es transcendente y por eso no resulta
posible una experiencia directa de Dios mismo. Pero por su Espíritu lo penetra y vivifica todo desde dentro. El concepto de
gracia, tal como ya hemos indicado, significa la manera cómo es dado el Espíritu. De modo que quizás fuera legítimo afirmar que
si bien no es posible una experiencia directa de Dios, sí es posible una experiencia de la gracia, aunque tal experiencia es la
experiencia de una mediación, a saber, de los efectos de vida y amor que en mí produce la acción del Espíritu. La fe interpreta
tales efectos como provenientes de Dios. Para que esta interpretación sea auténtica hay que confrontar mi experiencia con el extra
me de la revelación de Dios en Jesús. No es mi vida cristiana lo que explica a Jesús; es Jesús el que explica mi vida cristiana. Por
esta razón, toda experiencia cristiana tiene en Jesús su criterio definitivo de discernimiento.
CONCLUSIÓN: DIOS ES AMOR
Dios es Amor. Su ser y su actuación encuentran en el amor su explicación más acabada. Por amor creó al ser humano a
su imagen y semejanza. Por amor escogió un pueblo para mejor poder llegar a todos los hombres, y se fue dando a conocer
paulatinamente a través de la historia de ese pueblo. Por amor envió a su Hijo al mundo, que a través de su vida manifiesta y
traduce el ser mismo de Dios como Amor. Por amor envía su Espíritu Santo para el perdón de los pecados. Por amor derrama este
mismo Espíritu en los corazones de sus fieles y los va transformando en nuevas criaturas, hijos de Dios, herederos de la vida
eterna, dignos de ser amados y capaces de amar.
Este amor de Dios brota de su liberalidad e iniciativa: "no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a
vosotros". No es, por tanto, un amor necesitado, como si Dios estuviera condenado a la soledad si no amara. Es un amor concreto,
en el que cada uno se sabe conocido por su nombre, querido y escogido personalmente (cf. Jn 10, 3: "llama uno por uno"). Es un
amor exigente que pretende establecer con el hombre una relación en la libertad y en la responsabilidad: "os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). Es un amor transformador que se traduce en un camino y
una mentalidad que conducen a la salvación: el hombre que acoge el amor de Dios ya no vive como antes, ni piensa como antes.
Ahora produce frutos de vida eterna y piensa como Dios, con la mente de Cristo. Pero en este nuevo vivir y pensar encuentra
paradójicamente su más acabada identidad. La acogida del amor de Dios hace que el hombre se encuentre definitivamente a sí
mismo.
Hablar de gracia es hablar de Dios y de su amor. De modo que la gracia define el ser de Dios y la vida del hijo de Dios.

BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL
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J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander, 1987, 423-730.
L. F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid, 1993, 133-309.
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4. "Para conocer algo con certeza hay que estar en condiciones de verificarlo a la luz de su propio principio... Ahora bien, el principio de la gracia, como
también su objeto, es Oíos mismo, que por su propia excelencia nos es desconocido..." (TOMÁS nii A O I I I N O , Siwiti ilc Teología, 1-11, 112, 5).
5. (T. Ciiiiiliiim i't S/irs, 19,
6. .1. JI'.IÍI'.MÍAS, Teología del Nuevo Testamento, Sigúeme, Salamanca, 1974, 242
7. CI'. JUAN I'AHI.O II, Dives iu Misericordia, 5.
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9. J. JEREMÍAS, Teología..., o. c. en ñola 6, 147-148; Cl'. A. (¡ANOCZY, De su plenitud lodos liemos recibid", I Ici'dei; BÍIIVCIOHM, I Wl, 62-66
10. .1. JHUUMIAS, ii. c. i!ii nula 6, 209.
11. N. KAZANTZAKIS, La última tentación, Debate, Madrid, 1995, 359.
12. Que la "justicia de Dios" está relacionada con su gracia, ya en el Antiguo Testamento, aparece en un texto como el de Os 2, 21: "te
desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor (hesed) y en compasión".
13. Cf. E. SCIIILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1982, 123-136.
14. 14. Cf. 1. I' I. A I I A U I A , Tsi>li>i\i<i ¡Idpecado original y de la gracia, BAC, Madrid, l'J'M, IHS.
15. Suma de Teología, I, 21, 4. Cf. también I, 21, 3, ad 2: "Dios, al obrar misericordiosamente, no actúa contra sino por encima de la justicia".
I'.s i Mi'rosante también lo que dice en 111 Senl, 13, 1: "Christi poteslas et imperium in liomi- nes exercetur per vcritalem, per iustitiam, máxime per
caritatem". Los comentarios de Tomás a la Biblia muestran que bajo estas palabras hay que leer los términos de la Vul|',:ila que traducen las palabras hebreas de
fidelidad (emeth, en su sentido de "verdad"), ju s ti c ia ílsriltlt/il) v amor misericordioso (hcscd) (Cf. E. SCHIU.EBEECKX, l.'hisltiitc ríes liDiiinifi. ir, ¡l </,•
/)/.■/(, Du Ccrf, l'aris, 1992, 334).
16. Así comenta Flp 1, 6: "Ha comenzado en vosotros dándoos su doctrina, o la gracia de la ciencia". Y Flp 2, 13: "Obra el querer por la
persuasión y por la promesa de las recompensas". Agustín comprendió que "para Pelagio, la gracia por la que Dios nos hace querer el bien no es
más que la ley y la enseñanza de Cristo" (De ¡ira I i a Christi el de peccato originali I, X, 11).
17. "Todavía es frecuente encontrarse con la opinión de que Pelagio es un racionalista, que nada ha entendido del mensaje paulino sobre
la gracia; esta idea os preciso rechazarla enérgicamente. Más atinada es la idea de que el Pelagio histórico ha descubierto la lirada por doquier en
la historia religiosa de la humanidad trabajando eslrechaiiienle entrelazada con los dones naturales" (A. GANOCZY, De su plenitud lodos liemos
recibida, 11 erder, Barcelona, 1991, 137).
18. DS, 371, 1511,
19. DS, 392; SAN AGUSTÍN, In Jn 5, 1 (PL 35, 1414). La ambigüedad es patente y comprometedora cuando la "concupiscencia" entra en
escena. Entonces Agustín no se muestra capaz de ver el sentido positivo de la naturaleza: "Pubenda libídine qui licite concumbit, malo bene
utitur; qui autem illicite, malo male utitur (De nupt. et corte. 24, 27; PL 44, 429). En claro contraste con Julián de Eclana que profesa la bondad
natural de la concupiscencia: "Concupiscentiae naturalis qui modum tenet, bono bene utitur; qui modum non tenet, bono male utitur".
20. Decimos bien en perspectiva teológica, porque esta doctrina no tiene nada que ver con el determinismo filosófico. Lutero no niega la
evidencia, no niega la libertad del hombre en asuntos mundanos, y la tiene por real y no sólo por aparente. Pero rechaza la libertad autónoma en
la relación con Dios. Por consiguiente, Lutero impugna que el hombre (aún en el mejor de los casos auxiliado por la gracia) pueda ponerse él
mismo, gracias a sus propias decisiones, en aquella relación con Dios que es "recta" y que hace a uno justo.
21. Título de una de las obras fundamentales y más polémicas de Lutero: De servo arbitrio (traducción alemana: Dass der freic Wille
niclils sci), escrita como respuesta al De Libero Arbitrio de Erasmo.
22. M.UTIÍRO, Oeuvres, Labor et Fides, Genéve, 1957 ss., t. III, 104; t. I, 295. 1. XVI, 109 , l. XV, 139. . I. III, líi(). , I. XV, 180 1HI. ,1,11, ,'H.T.
23. ID
24. ID
25. ID
26. ID
27. ID
28. ID., t. XV, 239.
29. ID., t. XV, 200; Cf. O. H. PESCH, La gracia como justificación y santificación del hombre, en Mysterium Salutis, Cristiandad, Madrid, IV/2,
1969, 846.
30. DS, 228
31. DS, 229 y 230
32. Lumen (¡ei/liiiin, 8
33. DS, 1553
34. DS, 1555-1556.
35. DS, 1528, 1560, 1561
36. DS, 1550.
3 7 . El Catecismo tic la ¡¡'Jcsia Católica (n" l'W6) lo pniiirro qur IIÍUV al Halar de la |',iacia os relacionai la ron la li l i a i ' i ón d i v i n a .
38. 3K, "Plus i n r i s l u t l i ' M t v u l i n i l a s : u l i > | > l : i i i l ¡ . s q u i l í n nnluragignentis" (SAN AGUSTÍN, ,S V»» //« I '>!, i', IV, 27).
39. 39. Más datos sobre "nueva creación" y nacer de Dios" en !•'.. Si I I I I I . H M I Í HC KX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid, ¡982, 457-461.
40. JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantetn, 59.
41. Gautlitun et Spes, 22; también JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantetn, 62; RctU'iuptor lliiminis, 10: "El hombre que quiere
comprenderse hasta el fondo de sí misino... (lcl)i- acercarse a Cristo; Rcdeinplor Hominis, 11: el hombre se encuentra a sí misiiin iii < "lisio.
42. JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, 40.
43. JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, 9.
44. JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, 24.
45. Dominum et Vivificantem, 13, 14, 42. También en la Redemptor Hominis, 2,7,9, 18.
46. JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, 8.
47. L. F. LADARIA, Teología del pecado oriniutil y tic la unida, HAC, Madrid, 1993,250.
48. Cf, JUAN PAULO II, Pomiimiu el Vivificanlem, 67.
49. JUAN PAULO II, Piniiiimiii el Vivificaulciii, 7.
50. JUAN PAIIID II, Ihntiinmii el Vivifií-tmifiii, <>l.
51. Cf, JUAN PABLO II, Dominum et Vivificanteiii, 6 y 7.
52. L. F. LADARTA, Antropología teológica, UI'CM, Madrid; Universila Gregoriana Editricc, Roma, 1987, pp. 378-379; cf. del mismo
autor, Teología del pecado original y ilcla gracia, UAC, Madrid, 1993,246-247.
53. Sto. Tomás no estaría exento de esta crítica. En Suma de Teología, III, 23, 2 se lee: "adoptar a los hombres como hijos de Dios corresponde a toda la
Trinidad". Incluso el santo piensa que es posible concebir una humanización de Dios haciendo abstracción de las tres divinas personas: "potest intelligi quod
(Deus) assumat naturam humanam ratione suae subsistentiae vel personalitatis" {Suma de Teología, III, 3, 3, ad 1). De todas formas el "esencialismo" de Santo
Tomás habría que matizarlo, notando también su dimensión personalista, tal como ha demostrado S. Fus-Ti'.K, El Espíritu Santo como "amor mutuo" del Padre y
del Hijo en Santo Tomás de At/nino, en Escritos del Vedat, 1985, 7-54 (sobre todo pp. 26 y 30); ¿Hijos "de Dios" o hijos "del Padre"? Estudio sobre las
apropiaciones, en Escritos del Vedat, 1986, pi'iiK'ipalint'iiU' pp, 99-103.
54. Simia di' Tí'olorj'ri, I, 43, 5, ad 3.
55. La expresión "Persona-don" para referirse al Espíritu la u t i l i z a JUAN PAULO II, en Dominum et Vivificanlem 10, 22 y 23.
56. A. M. ARTOLA y .1. M. SÁNUII;/. CAKO, liiblin v 1'nlabrti de Dios, Verbo Divino, Eslella, l<)H9, 34-35.'
57. BRUNO FORTE, Teología della storia, edizioni paoline, Milano, 1991, 178-179.
58. Además de los artículos de S. FUSTER (citados en nota 53), resultan de ¡uleros las consideraciones de H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la iglesia,
Secretariado Trinitario, Salamanca, 1974, 465-467; L. F. LADARIA, Antropología teológica, lll'CM, Madrid; l l i u v r r s i t a Gregoriana Kdilrire, Roma, 1987, pp.
384-386; Teología <lrl luriitlo orir.iiinl v ilr In r.rtiri,!, HAC, Madrid, 1993,253-260.
59. JUAN PABLO II, Domimim el Vivifictiiiiem, 54.
60. Suma de Teología, I, 43, 3.
61. Doiiiiiiiiin el Vivififtinteiii, 1.
62. JUAN PAULO II, Dominum et Vivificantem, 58.
63. JUAN PAULO II, Carta con ocasión del 1600 aniversario del Concilio I de Constantinopla v del 15511 aniversario del Concilio de
Efeso, n. 2.
64. JUAN PAULO II, Discurso al Couy/eso de Viivurnatología, en AAS, 1982, 700.
fi.S. S. H ASII . IO , De Spiíilu Satirio, I X , 22; P<; U, 100
66. K. RAHNER, Curso fundamental solar la fe, llenlcr, H a i c v l < m ; i , I ')'/">, I SI,
67. Suma de Teología, I, 20, 2.
68. Suma <le 'li-oUtyJa, I II, 110, I; I I I , 23, 1
69. El iniciador de este modelo es P. FRANSEN, Pour une psychologie de la gráce divine, en Lumen Vitae, 1957, 209-240 (traducido y condensado en
Selecciones de Teología, 1967, 93-104); El ser nuevo del hombre en Cristo, en Mysterium Salutis, IV, 2, Cristiandad, Madrid, 1975, 910-914; posteriormente ha
sido adoptado por otros teólogos: M. FUCK y Z. ALSZEGHY, El Evangelio de la gracia, Sigúeme, Salamanca, 1965, 147-173; 197-201; M. VIDAL, El nuevo rostro
de la moral, Paulinas, Madrid, 1976, 229-250; L. BOFF, (irada y liberación del hombre, Cristiandad, Madrid, 1978, 170-191; M. <¡I;I.AHUHT, Salvación como
Humanización, Paulinas, Madrid, 1985, 116-127.
70. "lili las cosas s úbi la s, el hombre o b l a se|',iin el lin preconcebido y según el hábilo (lile liene" (TOMAS lir A O I I I N I I , S I I I I I I I ilc Tfolni'ja, I II, 10'),
8).
71. 71. .1. Moimoux, La lihcrli' rliirlirinir, Auliicil MI>III;IÍKIU\ l'lli'is, l'»ii(i, 74-75,
72. Suma de Teología, MI, 109, 8.
73. /c; lipixtolam Mxnirils cid Parllios, V i l , 8.
74. /.limen Cenliiim, ').
75. 75. l í j c i n p l o que puede encontrarse en TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, III, 7, 13.
76. 7ñ. TOMAN ni'. A O I I I N O , S IIIIIII (/<• Teología I, 8, 3; I, 43, 3.
77. El modelo que ahora presentamos se inspira en algunos teólogos que sugieren una explicación del misterio de la gracia a partir de la
imagen de la formación y del desarrollo de la personalidad tal como se deduce de las adquisiciones o de las búsquedas de las ciencias humanas,
especialmente de la psicoterapia. La psicología, especialmente el psicoanálisis, nos muestra una ley fundamental de la constitución del hombre
como sujeto que puede iluminar nuestro problema. Entre estos autores hay que citar a: P. TILLICH, Théologie de la culture, Planctc, París, 1968,
197 ss, 221 ss, 312 ss; J.-M. POHIER, Remarques d'un théologien en //■ Supplcmeiil, 1969, 345-355; J.-C. SAGNE, Questions d'inspiration
psychologhitie posees ¡) la lliéolo-gie de la gráce, en Le Supplément, 1970, 437-459. Ver también la explicación c|ue di en otro lugar: M.
GEI.ABF.RT, Salvación como HumaniwcMn, Paulinas, Mmli'id, 1985, 131-144
78. 78. Cl. .1 I. ( ¡ON/.AI.I!/. l'Aiis, l'mwrli) de liciinaiio, Sal Terrae, Santander, 1987, 538.
79. 79. Autonomía significa: ley propia; heronomia: ley de olio; Icoiioniía: lev <lo Dios. La ética cristiana es leónoma, porque ■.i;'111■ la ley de Dios.
80. HO. lu .' Coi ,1, 17; el'. Smiui ron I ni Caniles. IV, 22.
81. 81. Himno de l;i liom ¡nicrmt'clia il.-l mléivoles de la primera semana.
82. 82. La etimología contribuye a aclarar el concepto de experiencia: compuesto ele ex (que indica apertura) y de perior (que se refiere al
perito, al que tiene coMOcimioiilo directo). O sea, se es perito gracias a que uno sale de sí, a que aprende de olio (rf, M. (lniMirxr, Valontción
cristiana de la experiencia, Sigúeme, Salamanca, IWO, M-'K); II l'UKTK, Teoloyja delta simia, o.c. en ñola 57, 187-188).
83. M. LUTERO, Oeuvres, Labor et Fides, Genéve, 1957 ss., t. XVI, 90.
84. ID., t. XV, 241; t. XVI, 180.
85. En Trento llegaron hasta atribuir a Lutero una certeza de la predestinación (DS, 1536, 1565).
86. DS, 1533.
87. SIIIIKI de Teología, 11-11, 18, 4, atl 2.
88. U. TOMAS IW AOIIINO, SIIIIKI de Teología, MI, I 12, 5.
89. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, III, 112, 5.
90. Hay que citar en primer lugar a K. RAHNER, que con su artículo Sobre la experiencia de la gracia, enEscritos de Teología, Taurus, Madrid, 1967, t.
III, 103-107, ha replanteado el problema en teología católica. También a L. F. LADARIA, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid, 1993, 295-
298; J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, Sal Terrae, Santander, 1987, 691-730; J. L. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios, Sal Terrae, Santander, 1991, 394-
402; A. GANOCZY, De su plenitud lodos hemos recibido, Herder, Barcelona, 1991, 304-305; 362-367; M. GEI.AHERT, Valoración cristiana de la experiencia,
Sigúeme, Salamanca, 1990, 157-174.
91. J. I. GONZÁLEZ FAUS, o. C. en nota 90, p. 700.
92. Cf. TOMÁS \W. AOUINO, Suma de Tcnhii'üi, 1, 12, 7, ;ul 3: "viilcl i ni inil uní, sed non infinite"
93. Cf. M. GF.I.AHHRT, En el nombre del Justo, Paulinas, Madrid, 1987, pp. 31-33, con abundantes referencias sobre lodo a S.
KIERKF.GAARD.
94. (iniiiliiini ii S¡irs, 22.
95.
El hombre, criatura destinada a la salvación
"Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día" (Jn 6, 40).
La gracia es participación en la vida de Dios. Pero la vida de Dios es eterna, no tiene fin. La vida eterna es, por
tanto, la culminación del dinamismo de la gracia, la plenitud de la obra de Dios y la plenitud del ser humano.El
hombre, criatura finita, condicionada por múltiples limitaciones, sometida al sufrimiento y a la muerte, no puede
encontrar la total felicidad en este mundo. Ni siquiera el amor de Dios puede hacerle totalmente feliz, pues este amor
se recibe y se vive en la limitación y en la oscuridad de la fe. En este mundo resulta imposible un proyecto de
felicidad estable y total. Cuando decimos que Dios ha creado al hombre para la vida y la felicidad, ¿se trata de una
vida y felicidad limitadas? La revelación cristiana anuncia un cielo nuevo y una nueva tierra, sin mal ni lágrimas, sin
muerte ni dolor, en donde reina la justicia y el amor (Ap 21, 1-4), y en donde Dios será todo en todas las cosas (1 Co
15, 28), o sea, la realidad que todo lo determina. Esta dimensión trasciende al mundo y a la persona, pero también los
abarca sin inferirles violencia. La palabra salvación, que tiene mucho que ver con salud, pretende evocar la situación
definitiva del ser humano que es don de Dios y se traduce en vida y felicidad inacabable. Con todo, la salvación no
puede entenderse como ruptura o negación del mundo y las realidades presentes, sino como su continuación, su
culminación y su plenitud.De salvación se habló mucho en nuestras Iglesias en el pasado. A veces se hablaba de
manera alarmista o folklórica. Y sobre todo se hablaba como si la cuestión sólo tuviera que ver con el "más allá". Hoy
parece como si de este y otros temas similares hablasen mucho las sectas. Y, sin embargo, los cristianos tenemos una
respuesta seria y llena de sentido que dar a la eterna pregunta por la salvación. Ahora bien, esta respuesta no puede
ofrecerse en términos dualistas de "más allá" y "más acá", sino que debe integrar todas las dimensiones de la persona
en un proyecto de felicidad estable y completa, que comienza ya en el aquí y el ahora. El último capítulo de nuestro
libro pretende responder a la pregunta de qué es eso de salvarse.
INDEFINICIÓN DE LA SALVACIÓN:La palabra salvación parece evocar temas como felicidad, vida en plenitud,
bienestar, salud, liberación, salida de un peligro, alegría; los cristianos suelen intercambiarla con reino de Dios, cielo,
vida con Dios, vida eterna. En esta palabra proyectamos nuestras expectativas más positivas. Quizás por eso es difícil
de definir. Pues cada uno tiene sus propias expectativas, condicionadas por la vida que ha llevado, los fracasos que ha
vivido, las alegrías que ha tenido, las victorias que ha conseguido, los amores que ha deseado. Además, definir es
contornear, poner límites, y la salvación orienta a la superación de todos los límites.En este asunto de la salvación,
resulta más fácil decir lo que no es que lo que es. San Agustín decía que "es una la voluntad de todos en conquistar y
retener la felicidad", aunque son muchas las respuestas que se dan a este deseo. En otras palabras, el deseo de
salvación es universal, pero las propuestas de salvación son plurales. Lo que significa que la conciencia de la
salvación es una "conciencia negativa", pues el hombre sabe lo que no quiere, pero no encuentra respuesta
satisfactoria para lo que quiere. Cualquier realización positiva está siempre marcada por unos límites que la tornan
provisional, incompleta y perecedera. De ahí que las intuiciones de una salvación segura, definitiva, perfecta y válida
para todos se expresan en términos negativos, en parábolas y visiones: un mundo donde reine la justicia y el amor, un
mundo "sin lágrimas", "sin mal", "sin dolor". Incluso expresiones tales como "salvarse consiste en la divinización del
hombre" o en "realizarse como persona" no son sino imágenes abiertas de una realidad que se nos escapa, pues
tampoco sabemos qué significa exactamente el ser de Dios o el ser humano.Dos consideraciones —una antropológica
y otra teológica— explican por qué no es posible definir en términos positivos qué es en último término la salvación
del hombre. Por una parte, la apertura espiritual humana, sus insaciables deseos de amor y de bien, su capacidad
siempre renovada de verdad o de belleza. En los animales, el hambre de alimento, de compañía, de protección, cesa
tan pronto ha sido satisfecha. En el hombre siempre permanece, demandando más, dando rodeos para calmarse con
fórmulas distintas, con un nuevo adonde y para qué. Un hombre saciado es una contradicción: siempre estamos ávidos
de nuevas cosas, estamos incompletos como ningún otro ser vivo. Desde esta perspectiva no es posible ofrecer una
definición positiva y completa de lo que pudiera ser la plenitud humana. Si además consideramos la absoluta libertad
de Dios, en cuanto Dios de los hombres, un Dios cuya gloria consiste en la felicidad del hombre, tampoco podemos
definir qué es lo que Dios tiene preparado para los que le aman. Cualquier definición positiva corre el riesgo de sonar
a megalomanía humana o de reducir las posibilidades de Dios1.
LA SALVACIÓN EN LA HISTORIA:Todo esto no significa que la salvación sea una realidad que no es de este mundo y
que sólo podremos conocer en un hipotético mundo futuro que Dios nos tendría preparado. Menos aún significa que la
salvación sea algo que nos invada desde fuera, al margen de lo que los hombres hacemos en la historia. Pues, por una
parte, es posible alcanzar en este mundo fragmentos y anticipaciones parciales de la salvación y, por otra, la salvación
definitiva (algunos la llaman "cielo") adquiere una figura a partir de lo que los hombres hacen en este mundo
"conservando el amor fraterno" (Heb 13, 1).Es posible conseguir en este mundo fragmentos parciales de salvación.
Cuando los cristianos afirmamos que sólo en Dios está la salvación definitiva, no negamos por eso la bondad de la
creación. Tomás de Aquino, en diferentes momentos de su carrera intelectual, se preguntó dónde estaba la felicidad.
Tras examinar si se encuentra en las riquezas, en el honor, en la fama, en el poder, en el placer, en el saber, etc.,
responde que en todo esto no se encuentra la felicidad "perfecta y última", no que ahí no se encuentre ninguna
felicidad. Estas cosas no son malas de por sí; lo que ocurre es que ellas ofrecen felicidades incompletas, o son
apetecidas en función de otra cosa, no en función de sí mismas. Podríamos incluso ir más lejos y decir: todos los
bienes de este mundo, incluida la amistad, se pervierten cuando uno quiere reservárselos sólo para sí, pues están en
función de los demás. Y cuando uno los comparte adquieren una dimensión nueva, fuente de gozo y felicidad para
quién los recibe y sobre todo para quién los da. Afirmar que sólo Dios "colma de bienes los anhelos del hombre" (Sal
103, 5), como hace Tomás de Aquino, es reconocer la limitación de los bienes creados, no su maldad. Y es también
situarlos en la dimensión que les corresponde y que los hace buenos del todo: la dimensión divina, que es lo mismo
que decir: la dimensión fraterna.Si únicamente Dios colma de bienes tus anhelos, eso significa que sólo situando en la
dimensión divina los bienes de este mundo, pueden llenarte de gozo y alegría. Y situar en dimensión divina es situar
en dimensión fraterna, pues Dios, en este mundo, se nos hace presente a través de mediaciones (o sea, a través del
mundo creado, de los acontecimientos de la historia personal y colectiva y, sobre todo, del prójimo). En estas
mediaciones en las que Dios se hace presente tiene que ser posible encontrar esta felicidad que él tiene preparada para
todos y que otorga ya a los que, de un modo u otro, se encuentran con él y en la medida en que se encuentran con él,
aunque esta medida no esté determinada por el grado de conciencia que uno tiene de este encuentro. Así, cuando uno
se niega a hundirse bajo el peso de sus fracasos, cuando busca sentido para su vida, cuando no se deja llevar por la
ambición del poder que pisotea al débil, cuando pasamos por la vida haciendo el bien, cuando levantamos al otro de su
opresión, cuando uno no se convierte en un lobo para el otro, en definitiva, cuando somos capaces de amarnos y de
amar, estamos viviendo, aún sin saberlo, la salvación. En Jesús de Nazaret, los cristianos han encontrado un proyecto
y un modelo de lo que pudiera ser una vida "salvada", una vida que pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el mal. Todos estos fragmentos parciales de salvación se convierten además en una figura de lo que
puede ser una salvación definitiva. Así lo atestigua la misma Escritura: El Reino de los cielos se parece a (es
importante este "se parece a") un hombre que perdona a quién no le paga lo que le debe, a un pastor que busca la oveja
perdida, a un propietario que ofrece sueldo abundante a quién no se lo ha ganado, a un padre que acoge al hijo que ha
malgastado la herencia; en suma, el Reino preparado por Dios para nosotros (Mt 25, 34) está reservado a los que
crearon en este mundo unas condiciones que hicieron posible la paz, la reconciliación y la fraternidad. Dicho de otro
modo, a los que crearon una situación que, de algún modo, pudiera simbolizar lo que es la salvación de Dios: "tuve
hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me
vestísteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36).Simbolizar significa "vivir ya" y
hacer presente de alguna manera aquel más allá al que apunta el símbolo. El símbolo implica realidad. Por eso, las
parábolas de Jesús que simbolizan el reino de Dios (el reino "se parece a"), más que orientar a un más allá nos invitan
a transformar hoy y aquí la vida, a relacionarnos de otra manera con los demás, a entender que la voluntad de Dios no
es el cumplimiento de una ley, sino la gracia y la misericordia con el pequeño. Cuando escucho correctamente las
parábolas del buen samaritano o del hijo pródigo, surge inmediatamente una interpelación para mí: ¿voy a seguir con
mi rutina y mi ritmo egoísta de todos los días, o voy a transformar mi vida cotidiana de modo que se convierta en el
símbolo que las parábolas describen? Si es así, ya vivo la salvación y además apunto a una plenitud, que ya tengo
aunque no totalmente. Pues sólo creando situaciones como estas es posible señalar, siquiera sea desde la lejanía, lo que
puede ser la salvación definitiva. Ahí encontramos una parábola de la salvación. Y si no hay parábola que contar y que
mostrar, nadie entenderá qué significa eso de la salvación.
UNA RELACIÓN NO DUALISTA ENTRE EL "MÁS ALLÁ" Y EL "MÁS ACÁ":En la cuestión de la salvación las divisiones
entre más acá y más allá, sagrado y profano, Dios y hombre, redención y liberación, pueden resultar mortales. La
salvación tiene que ver con todas las dimensiones de lo humano, pues todas ellas conforman la única realidad del ser
humano. Si bien es posible distinguir en el hombre una dimensión "secular" y otra dimensión "religiosa", no es posible
separarlas y, menos aún, oponerlas. Ambas están íntimamente compenetradas. Esto nos permite comprender que el
destino del hombre se juega en su actual realidad terrena, aunque no se limite a ella.Hemos afirmado que es posible
alcanzar en este mundo fragmentos de salvación. Esto significa que el camino del hombre en la tierra no es una simple
preparación para un "más allá" llamado cielo, sino el lugar en el que se puede ya vivir una salvación que el cristiano
espera continuar en el cielo de forma estable, plena y segura. De lo contrario la religión se convierte en un consuelo
para fracasados y la salvación en un producto de reemplazamiento o en un sucedáneo de los bienes terrenos que no se
poseen. Parecen, pues, acertadas estas palabras: "el bienestar del hombre en la ciudad terrena no es algo puramente
provisional. La ciudad terrena es... como una arena en la que se forja el último destino del hombre. Y esto es así, tanto
si se niega el más allá como si se afirma... Si uno no cree en otra vida, su realización en la tierra se convierte en lo
último y definitivo, esto es, en asunto religioso; si uno cree en otra vida, el gozar de ella en el cielo dependerá de lo
que uno haya sido en la tierra"2. Nótese que el texto citado no dice: de lo que uno haya hecho en la tierra; sino: de lo
que uno haya sido. En este matiz está la clave de lo que afirmamos: este mundo no es únicamente lugar de méritos o
deméritos; en este mundo se anticipa ya la salvación.Esto significa que las claves o asuntos políticos no son por ello
menos religiosos, y que las claves o asuntos religiosos no son por ello menos políticos. Lo auténticamente religioso
promueve los valores humanos, y lo verdaderamente humano tiene sed de eternidad (pues quiere permanecer para
siempre) y está abierto a un "más humano todavía" (que el creyente sabe que sólo en Dios puede alcanzarse).Aunque
no sean idénticos, los valores superiores o religiosos son inseparables del pan (trabajo, dignidad, instrucción). Como
muy bien dijo el Cardenal J. Ratzinger "es un error mortal el separar ambas cosas hasta oponerlas entre sí"3. La falta
de justicia es una amenaza para la salvación: para la salvación del poderoso si no cumple con la justicia; pero también
para la salvación del oprimido, que suele empezar por rebelarse y acaba por desesperarse cuando "se da cuenta de que
la miseria lo ha destruido; de que ya no es capaz de reacciones humanas; de que le faltan conocimientos, virtudes y
hábitos para reaccionar debidamente; de que es muy cierto que la opresión lo ha embrutecido y que ya no desea ni
siquiera su liberación, puesto que apenas sabe lo que es: le ha perdido el gusto a la vida; le han oprimido hasta el
fondo. La falta de justicia le ha hecho incapaz de justificación: ya ni la quiere ni sabe lo que es" 4.Un antiguo axioma
teológico notaba que la gracia supone la naturaleza5. Prolongando y tomando en serio este axioma cabría decir: la
relación con Dios supone y pide la dignidad de la persona, pues la gracia no suple la naturaleza. Por esta razón los
asuntos temporales o seculares también son objeto del quehacer teológico, pues pueden ser tan sagrados como
cualquier otro asunto de los considerados religiosos. Las sorpresas que Dios pueda tener reservadas para los
marginados y oprimidos de y por la sociedad no disminuyen en absoluto nuestra responsabilidad para con
ellos.Además, si lo que hacemos los hombres en este mundo es ya una figura de la salvación definitiva, cuanta más
justicia haya y más arraigados estén los valores verdaderamente humanos, tanto mejor se transparentará la salvación.
Así se comprende esta afirmación del Vaticano II: "las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios" 6. Y
también esta otra: "El progreso temporal, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en
gran medida al reino de Dios"7. Si la situación humana en el mundo tiene un sentido religioso, la salvación también
tiene que ver con el desarrollo del hombre en todas sus dimensiones. La salvación no se agota en la temporalidad, pero
tampoco se sitúa fuera de ella: "así en el cielo como en la tierra" (Mt 6, 10); "todo lo que atéis en la tierra quedará
atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo" (Mt 18, 18). La realidad es
indivisible: "nadie puede servir a dos señores" (Mt 6, 24).En la única existencia humana se entretejen lo terreno y lo
divino, lo espiritual y lo corporal, lo eterno y lo temporal. Más aún: lo divino se manifiesta en lo terreno, lo espiritual
en lo corporal, lo eterno en lo temporal. Este es el gran misterio de la Encarnación que se prolonga en todo cristiano,
en todo aquel que es y debe ser "otro Cristo": lo divino se revela siempre en lo humano, no además de lo humano o
por encima de lo humano. Esta estructura misteriosa de la encarnación es posible porque hay una relación no dualista
entre lo divino y lo humano. En una misma realidad humana, sin confusión, pero también sin separación, encontramos
dos dimensiones que, si bien no pueden confundirse, tampoco pueden separarse. Por eso las realidades religiosas son
plenamente humanas y lo verdaderamente humano es plenamente religioso.
LA SALVACIÓN INTEGRA TODAS LAS DIMENSIONES HUMANAS:Cuando hablamos de salvación no podemos hacer
presentaciones parciales. Es importante presentar una salvación que sea total, integrando todas las dimensiones del ser
humano en un proyecto de felicidad completa y estable. Enumeramos algunas de estas dimensiones que deben
integrarse en la salvación8:
1.Corporalidad humana, naturaleza y entorno ecológico: La relación de la persona con su corporalidad y, a través
de ella, con la naturaleza y el entorno, es una dimensión constitutiva del ser humano. No hay salvación al margen de
este hecho. La actuación de Jesús resulta iluminadora: "pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos" (Hech
10, 38). Sus milagros y curaciones son la manifestación de que el Dios que en Jesús actúa quiere la salvación de todo
el hombre, incluida su corporalidad. Este Dios, el Padre del cielo, se ocupa de toda la creación, hasta el punto de que
el más pequeño detalle le interesa, incluso ¡la hierba del campo! (cf. Lc 12, 7.24-28). No es extraño que San Pablo
diga que la creación entera está ansiando la liberación (Rm 8, 19-22). El cuidado del mundo (cf. Gen 2, 15) forma
parte del bienestar y la felicidad del hombre. Por esta razón no es bueno ni salvífico el expolio y uso mercantilista de
los recursos de la creación. En esto nos jugamos nuestro bienestar presente y el de las futuras generaciones. La
naturaleza tiene unos límites que hay que respetar si queremos sobrevivir. También tienen unos límites nuestras
fuerzas físicas y psíquicas. Una salvación que no tenga en cuenta la ecología y la corporalidad no es humana.
2.Ser hombre significa convivir. La convivencia forma parte de la estructura de la identidad personal. Esto
significa que el bienestar y la salvación deben ser universales, accesibles a todos, y no sólo a unos cuantos
privilegiados. Por eso la Iglesia cree en la "comunión de los santos" y espera "el domingo sin ocaso en el que la
humanidad entera entrará en el descanso de Dios". La solidaridad, el respeto y el entendimiento entre los seres
humanos es una necesidad ineludible para la vida. Hoy nos hemos dado cuenta de a dónde conduce la falta de entendi-
miento y el fomento del odio y de la enemistad (Ruanda, ex-Yugoeslavia, etc).También aquí la predicación de Jesús
resulta iluminadora: hay que amar al enemigo, al que no se lo merece (Mt 5, 44). En primer lugar para ser hijos del
Padre celestial (Mt 5, 45). Pero también porque el odio engendra odio, corroe la personalidad ajena, es nefasto para el
propio equilibrio personal y para el mantenimiento de la unidad vital. Sólo el amor es capaz de transformar al enemigo
en amigo. Amar al enemigo no tiene que ver con efusiones sentimentales. Significa respeto, no devolver mal por mal,
no dañar, desear bien y estar dispuestos a hacerlo si la ocasión se presenta. También aquí, como antes sucedía con el
cuidado del cuerpo y del ambiente, nos jugamos la propia vida.
3.Relación con las estructuras sociales e institucionales. La dimensión social forma parte de nuestra identidad.
Las estructuras e instituciones están al servicio de esta dimensión. La convivencia requiere una cierta
institucionalización. El peligro que comportan las estructuras es que, una vez creadas, se independicen y aparezcan
como inmutables, cuando en realidad nosotros podemos y debemos cambiarlas, siempre que, en vez de liberar al
hombre, le opriman y deshumanicen.
4.Estructura espacio-temporal de la persona. El hombre tiene un tiempo y necesita un espacio para vivir. Pero su
tiempo y su espacio son limitados. La muerte es el exponente límite de esta situación. También los sufrimientos
insuperables son consecuencia de su limitación. Todo esto requiere encontrar un sentido a la vida, al sufrimiento y a la
muerte. Esta búsqueda de sentido forma parte de su salvación y es elemento humanizador. Ignorar o marginar esta
realidad espacio-temporal hace que insensiblemente nos perdamos.
5.Relación entre teoría y praxis: Esta es otra dimensión que debe integrarse en todo proyecto de salvación. Los
animales se rigen por el instinto y por la ley de la fuerza. Pero si los humanos no queremos que este mundo se
convierta en una jungla en la que rija el poder de los fuertes y la razón de la fuerza, debemos guiarnos por la fuerza de
la razón, del diálogo y del contraste pacífico de pareceres.
La teoría y la praxis deben interrelacionarse y guardar un mutuo equilibrio. Toda acción requiere una reflexión
serena y al mismo tiempo influye en la comprensión de uno mismo. La auténtica teoría tiene en cuenta la experiencia
basada en la praxis. Pero la teoría y el pensamiento influyen decisivamente en la praxis. Más aún, el pensamiento es
estéril, por hermoso que sea, si no actuamos según él.
6.Dimensión religiosa y utópica del hombre. Se trata de expresar así la búsqueda de un futuro bueno y feliz para el
hombre, un futuro que da sentido al presente y permite vivirlo aún en medio de las dificultades que puedan surgir. Sin
una visión que integre presente y futuro, y ofrezca coherencia y sentido a la vida, el hombre se refugia en situaciones
neuróticas, horóscopos, etc. Dios es para los creyentes esta dimensión primera y última de la vida, lo que significa que
la religión es una constante antropológica sin la cual es imposible la salvación y la verdadera liberación.
7.Síntesis de las seis dimensiones: Las constantes anteriores forman una síntesis y están mutuamente
condicionadas. No .es posible prescindir de ninguna de ellas. Por otra parte, tratar de privilegiar una en detrimento de
las demás, redunda también en perjuicio de aquella que se quiere privilegiar. Así, por ejemplo, es legítimo considerar
que los valores religiosos tienen una importancia primordial, pero ello no puede ir en detrimento de las implicaciones
"materiales" de lo espiritual, pues sería como quitarle las raíces a estos mismos valores espirituales que se quieren
destacar.
UN ANUNCIO POSITIVO:El evangelio de Jesucristo es una buena noticia de salvación. Sería contradictorio presentar
una buena noticia de forma alarmante, amenazante o pesimista. En ciertos sectores parece que hoy prima un cierto
pesimismo: el mundo es malo y no puede esperarse nada bueno de él. Esta mentalidad olvida que Dios hizo al hombre
bien hecho, muy bien hecho (Gen 1, 31) y que, a pesar del pecado, Dios siempre busca la salvación del hombre (cf. Jn
6, 39) y se fía de él. Así se comprende que Dios no permite que se arranque la cizaña, sino que la deja crecer junto
con el trigo hasta el tiempo de la siega (cf. Mt 13, 28-30).La presentación del evangelio como buena noticia llama a la
conversión, pero evita las amenazas; esta es la diferencia entre la predicación de Jesús y la de Juan el Bautista:
mientras Jesús sólo anuncia la llegada del reino de Dios, Juan Bautista añade a este anuncio la amenaza de la ira de
Dios (Mt 3,7). También el anuncio salvífico de la Iglesia debe evitar amenazas que no sólo no se pueden comprobar,
sino que a veces resultan ridículas; sabiendo valorar, además, lo bueno de este mundo y lo positivo de esta sociedad.
Cuando proclama este anuncio, la Iglesia debe ser además respetuosa con otros proyectos de salvación, pues la salva-
ción no se limita ni pasa exclusivamente por el anuncio explícito de Jesucristo. La teología es más amplia que la
cristología.El anuncio de la salvación cristiana debe también ser humilde: todos estamos en búsqueda. También los
cristianos. La fe cristiana es una búsqueda, pues anuncia un misterio que nunca es claro del todo. Los cristianos no
tenemos soluciones ni respuestas para todo. La humildad no está reñida con un t al ante crítico con las instituciones
de este mundo (también las eclesiales), pues la fe se dirige a Dios y el Dios de la fe es instancia crítica de cuanto
perjudica al ser humano y no responde a la verdad.Finalmente, el anuncio de la salvación no debe presentarse como
producto de una ley, sino como un don que se recibe por gracia. Para los cristianos, la salvación es un don de Dios,
que brota de su inmenso amor. Un amor que transforma a la persona y le permite nacer de nuevo. Para quién acoge
este don, la vida se llena de sentido y, por eso, puede vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte.
BIBLIOGRAFÍA ELEMENTAL
M. GELABERT, Cómo hablar hoy de salvación, en Razón y Fe, 1996, 139-149.
M. GELABERT, Com parlar avui de salvado, en Documents d'Església, núm 658, 15 juliol de 1996, 430-435.
M. GELABERT, Salvación como Humanización, Paulinas, Madrid, 1985.
R. PANIKKAR, Paz y desarme cultural, Sal Terrae, Santander, 1993.
E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid, 1983.
J. L. SEGUNDO, Gracia y condición humana, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1969.
1. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. (Inicia v liberación, Cristiandad, Madrid, 1982, 776.
2. RAIMON PANIKKAR, Paz y desarme cultural, Sal Terrae, Santander, 1993, 97.
3. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la Liberación", VI, 3.
4. O. c. en nota 2, p. 99. En esta línea, aunque también en otro contexto, pudiera leerse lo que TOMAS DE AQUINO dice en Suma de Teología, I-II, 108, 1, ad 1.
5. TOMAS DE AQUINO, Suma de Teología, I, 8, 1, ad 2.
6. Gaudium et Spes, 34.
7. Gaudium et Spes, 39.
8. La enumeración (no ya tanto los contenidos y su desarrollo) está inspirada en Iv Sciui.i.mmiiCKX, Cristo v los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1983, 716-726
Índice onomástico
Agustín, San, 49, 64, 69, 83, 86-88, 97, 98, 105, 108, 109, 111, 112, 128, 133, 135, 140, 146, 148, 152, 159, 174, 179, 208-210,215,229,247
Alszeghy, Z., 227
Ambrosio, San, 28, 78
Aristóteles, 49, 117
Artola, A. M., 222
Atanasio, San, 59, 61
Atenágoras, 59
Barth, K., 98, 100
Basilio, San, 225
Blais, M., 49
Bloch, E., 82
.
Boecio, 105
Boff, L., 47, 227, 245
Boismard, M.-E., 113, 119, 124
Bultmann, R., 94
Catecismo de la Iglesia Católica, 25, 27, 28, 31, 39, 75, 78-80, 110, 114, 130, 142, 173, 177, 183,214
Cicerón, 146
Congar, Y, 98
Chao Regó, X., 31, 81
Chauvet, L. M., 63, 72
Darwin, C, 33 Dermience, A., 37, 100 Descartes, R., 93, 243 Dubarle, A. M., 188 Duns Escoto, 152
Ennio, 146 Epicuro, 146 Erasmo, 210 Espeja, J., 65
Filón de Alejandría, 112
Flick, M., 227
Forte, B., 69, 166, 223, 239
Fransen, R, 227, 245
Freud, S., 146
Fromm, E., 110
Fuster, S., 46, 68, 124, 221, 223
Ganoczy, A., 202, 209, 242, 245 García Blanco, M., 118 García López, F, 108 Gelabert, M., 16, 57, 118, 124,
156, 160, 227, 232, 239, 242,
243,245, 257 Gesche, A., 156 Gibellini, R., 47 Goethe, J. W., 61, 110 González de Cardedal, O., 166 González Faus, J. L, 114, 124, 178,
180, 188,235,242,245 Gregorio de Nisa, San, 111, 112,
148
Halleux, A. de, 37 Hamer, J., 118 Haughton, R., 47 Hipólito, San, 109
Ignacio de Antioquía, San, 79 Ireneo, San, 59, 68, 76, 86, 109, 117
Jeremías, J., 201-203 Jiménez Ortiz, A., 192 Juan Pablo II, 14, 33, 42, 61, 63, , 64, 67, 71, 73, 84-86, 88, 89, \ 98-101, 103, 104, 107, 111, \ 122, 136, 160,
183, 191, 201, ^ÜZ, 218-220, 222, 224, 225 Julián de Eclana, 210 Justino, San, 100
Kant, I., 52, 181
Kazantzakis, N., 188, 203, 204
Kehl, M., 119
Kierkegaard, S., 83, 92, 93, 135,
138, 160, 164, 165,243 Küng, H., 47, 81
Ladaria, L. E, 81, 106, 109, 156, 176, 188, 205, 218, 220, 223, 242, 245
Laín Entralgo, R, 116
Leibniz, G. W., 52, 181
León Dufour, X., 165
León Magno, San, 86
Letrán, Concilio de, 31
Levy-Valensi, E.-A., 151
Lutero, M., 203, 210-213, 240, 241
Marión, J.-L., 168 Moltmann, J., 31, 81 Moro, X, 126 Mouroux, J., 228 Mühlen, H., 223, 225
Navarro, M., 44, 45, 47, 48, 53-55,
81 Neusch, M., 188 Nicea, Concilio de, 36 Nietzsche, E, 145
Orbe, A., 109 Orígenes, 85
Panikkar, R., 251, 252, 257
Pascal, B., 16, 146, 147 Prlagio, 208-210 Pelikán, J., 61, 86 Peréz Delgado, E., 16 Pesch, O. H., 212 Pío XII, 32, 33, 35 Platón, 117, 149 Pohier, J.-M., 232
Pontificia Comisión Bíblica, 32, 48
Rad, G. von, 87
Rahner, K., 92, 94, 135, 156, 226,
242 Ratzinger, J., 105, 252 Rey Ardid, R., 146 Ricoeur, R, 160, 164 Rovira Belloso, J. M., 188 Ruiz Bueno, D., 59 Ruiz de la Peña, J. L., 81, 113,
116, 124, 176, 188,242,245
Sagne, J.-C, 232 Sánchez Caro, J. M., 222 Sanchís, A., 103 Sartre, J. R, 16 Scheffczyk, L, 124 Schillebeeckx, E., 14, 56, 66, 74,
117, 169, 182, 193, 204, 207,
216,245,248,253,257
Schoonenberg, R, 132, 188
Schulte, R., 124
Segundo, J. L„ 245, 257
Seibel, W., 156
Seper, E, 118
Sois Lucía, J., 66
Spicq, C, 90
Spinoza, B., 33
Scott Peck, M., 139, 140
Teodoreto de Ciro, 40 Teófilo de Antioquía, 59 Tertuliano, 110 Tillich, R, 232
Tomás de Aquino, 12, 30, 34, 35, 37-39, 45, 49, 68, 69, 72, 76, 91, 92, 94, 98, 105, 107, 108, 111, 112, 114, 115, 121, 128, 130, 131, 133, 135-137, 142, 146-150,
152, 159, 179, 186-188, 195, 206, 207, 221, 224, 226, 227, 229, 231, 236, 240-242, 249, 252
Torrente Ballester, G., 170, 172, 173
Torres Queiruga, A., 81
Trento, Concilio de, 130, 173, 174, 180, 210,212,213,240,241
Unamuno, M., 21, 24, 25, 33, 118
Varone, R, 188
Vaticano I, Concilio, 31, 57
Vaticano II, Concilio, 11-15, 36, 53, 56, 58, 62, 63, 71, 75, 82, 85, 86, 90, 101, 102, 107, 111, 114, 118, 120, 122, 123, 131, 132, 141, 158, 159, 195, 212,
217,229,243,252
Verges, S., 26, 42, 43, 46, 81, 91
Vidal, M., 227
Vidal Talens, J., 8, 100
Vienne, Concilio de, 33
Zenón, 146 Zubiri,
Índice general
Introducción: ¡QUÉ BUEN VASALLO SI TUVIESE BUEN SEÑOR! 7
I. EL DISCURSO TEOLÓGICO SOBRE EL SER HUMANO ............. 11
El hombre, objeto de la teología ........................................................ 11
La dimensión cristológica de la antropología .................................... 14
El misterio del hombre ..................................................................... 17
Los contenidos de la antropología teológica ...................................... 18
Un estudio antropológico comprometido ......................................... 21
II. EL HOMBRE, CRIATURA EN BUSCA DE SENTIDO ................ 23
'K La creación como respuesta a la pregunta por el sentido .................. 24
*¡La creación como respuesta de la fe ................................................. 29
Creación de la nada y evolución ...................................................... 31
El Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra .................... 36
¿Todopoderoso o providente? ..................................................... 36
/Creador del cielo y de la tierra .................................................. 39
El hombre, culmen de la creación...................................................... 43
Y resultó el hombre un ser viviente ............................................ 43
Varón y mujer los creó ............................................................. 45
y La dependencia como problema......................................................... 50
í Ser de Dios y ser uno mismo .............................................................. 55
Dios crea por la Palabra .................................................................. 58
La huella cristológica de todo lo creado ...................................... 58
Sentido y meta cristológica de todo lo creado ......................... 60
Presencia del Espíritu en lo creado..................................................... 63
El origen como obra Trinitaria ........................................................... 68
El mundo, don para el hombre ........................................................... 70
El hombre, administrador de la tierra ....................................... 70
Consecuencias sociales .............................................................. 71
Consecuencias ecológicas ........................................................ 73
El hombre, creado para encontrar en Dios la felicidad .................... 75
Gloria de Dios y felicidad del hombre ....................................... 75
El sábado de la creación ............................................................ 76
Nueva creación y plenitud del sábado ....................................... 79
Conclusión: creación y sentido ..................................................... 80
Bibliografía elemental ...................................................................... 81
III. EL HOMBRE, CREADO CON UNA DIGNIDAD SIN IGUAL . . 82
La dignidad humana ......................................................................... 84
La inviolabilidad de la persona ........................................................ 87
Capacidad de autodeterminación .................................................. 90
Libertad desde Dios................................................................... 91
Libertad como capacidad para lo definitivo .............................. 92
Libertad finita y condicionada ................................................ 95
Libertad para el amor ................................................................ 96
El hombre, ser en relación ............................................................ 97
Llamado a la comunión .......................................................... 97
Creado creador ........................................................................ 102
La dimensión relacional de la persona ...................................... 104
Interlocutor de Dios ......................................................................... 106
Semejanza o imagen dinámica de Dios ........................................... 108
El hombre, ser unitario .................................................................... 112
El alma como forma del cuerpo .............................................. 114
Dimensión trascendente del ser humano ................................ 117
La auténtica imagen de Dios............................................................ 120
Cristo, imagen del Padre ........................................................... 121
Cristo, ideal concreto de lo humano .......................................... 122
Conclusión: Dios y la dignidad humana ........................................ 123
Bibliografía elemental ..................................................................... 124
IV. EL HOMBRE, CREADO PARA EL AMOR, LA VIDA Y LA FELICIDAD
El paraíso perdido............................................................................ 125
Sentido del paraíso ....................................................................... 127
El hombre, creado para el amor ........................................................ 130
La llamada de Dios a su amor.................................................... 131
Dimensión cristiana de la llamada de Dios ................................ 135
La respuesta del hombre al amor de Dios .................................. 137
El hombre, creado para la felicidad Amor y Felicidad ................... 142
El hombre no puede querer no ser feliz ................................... 145
Nadie puede vivir sin placer .................................................... 148
El hombre, creado para la vida ......................................................... 151
El paraíso recuperado ....................................................................... 155
Bibliografía elemental ...................................................................... 156
V. EL HOMBRE, CRIATURA LIBRE Y RESPONSABLE ........................ 157
Lo contrario de la fe es el pecado ................................................... 159
El pecado, categoría religiosa .................................................... 159
La desconfianza de Adán ....................................................... 160
El pecado como no creer en Jesús .......................................... 161
El pecado como autoafirmación ....................................................... 163
Seréis como dioses ................................................................. 163
Los pecadores, enemigos de sí mismos ..................................... 164
Dimensiones antropológicas del pecado .......................................... 167
Falta de solidaridad en el pecado ............................................ 167
La mediación antropológica del pecado .................................... 169
Parábola del egoísmo como negación del amor ........................ 170
Repercusiones sociales y colectivas del pecado: la doctrina del
pecado do original ..................................................................... 173
Por un solo hombre entró el pecado en el mundo .................. 174
Comprensión analógica del pecado original ............................. 176
Comunión de los santos y falta de mediación para el bien . 180
El pecado del mundo .............................................................. 183
El pecador hace el mal que no quiere............................................... 185
Bibliografía elemental .................................................................................. 188
VI. EL HOMBRE, CRIATURA AMADA HASTA EL EXTREMO ... 189
El contexto de la gracia .................................................................... 192
Las religiones místicas ........................................................... 192
Un mundo desgraciado.............................................................. 193
Silencio de Dios e imágenes de Dios ........................................ 194
Un mundo en búsqueda .......................................................... 196
La gracia como actitud fundamental de Dios ................................... 198
El hesed de Dios en el Antiguo Testamento ........................... 198
En Jesucristo se revela la gracia de Dios ................................ 200
La justicia de Dios ........................................................................... 203
La justicia en el Antiguo Testamento ..................................... 204
Con Jesucristo se manifiesta la Justicia de Dios ....................... 205
Las lecciones de la historia: Dios y el hombre al encuentro . . . 207
Libertad humana y gracia de Dios ......................................... 208
¿ J u s t i c i a ajena al hombre o justicia propia? .......................... 210
Gracia v liliai ion d i v i n a ............................................................. 214
Presencia de Dios por el Espíritu en el hombre justiñcado ... 217
El Espíritu de Jesús comunicado a los hombres ...................... 217
Por el Espíritu Dios habita en nosotros ................................... 218
Somos templos de Dios ........................................................... 220
Dios se comunica a sí mismo ............................................... 225
La gracia como opción fundamental .............................................. 226
La gracia, palabra acogida que transforma al hombre ................ 230
La gracia, fuente de libertad ....................................................... 235
La experiencia de la gracia .......................................................... 239
Conclusión: Dios es Amor ............................................................ 244
Bibliografía elemental ................................................................. 245
VIL EL HOMBRE, CRIATURA DESTINADA A LA SALVACIÓN ... 246
Indefinición de la salvación ............................................................ 247
Salvación en la historia ................................................................ 248
Una relación no dualista entre el "más allá" y el "más acá" . . 251
La salvación integra todas las dimensiones humanas ..................... 253
Corporalidad humana, naturaleza y entorno ecológico . . 253
Ser hombre significa convivir .................................................. 254
Relación con las estructuras sociales e institucionales . . . 254
Estructura espacio-temporal de la persona .............................. 255
Relación entre teoría y praxis ............................................... 255
Dimensión religiosa y utópica del hombre ........................... 255
Síntesis de las seis dimensiones ............................................ 256
Un anuncio positivo ....................................................................... 256
Bibliografía elemental ........................................................................................... 257
ÍNDICE ONOMÁSTICO.................................................................................................... 259
ÍNDICE GENERAL ........................................................................................................... 263
i

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