Vous êtes sur la page 1sur 68

LA EUCARISTÍA

EN RELATOS

ÍNDICE

PARA EMPEZAR DOS CARTAS 7


Querida familia de lectores. 10
Queridos catequistas y profesores 12

PRIMERA PARTE:
¿QUÉ ES LA EUCARISTÍA?
1. La Eucaristía - ¿Aburrida? Lo más bonito.
Casi, casi no se firmó el contrato de aprendizaje 17
2. La Eucaristía - Un Memorial que se hace presente.
Víctima de la guerra en su hogar 21
3. La Eucaristía - La vida entregada por los hermanos.
Chrístofer 25
4. La Eucaristía - Fuerza que viene del sacrificio de Cristo: Nos hace
fuertes
y valientes.
Reinaldo 30
5. La Eucaristía - La Comida Real de los Bautizados. Don de Dios a los
hom-
bres.
Se llamaron Hansel y Gretel 34
6. La Eucaristía - Una fiesta: La fiesta de la Pascua.
El rapto fallido 37
7. La Eucaristía - Obligación: nuestro deber.
La campana ambulante 40
8. La Eucaristía - Una Fiesta del Cielo: Asisten los Ángeles.
Llegó con una hora de adelanto 43
9. La Eucaristía - Para descubrirla, requiere participación: con el
corazón, la boca, el alma y el cuerpo.
La máquina no arrancó 46
10. La Eucaristía - Presencia: Jesús, presente con su Amor.
La luz de Jerusalén 49

11. La Eucaristía - Nos transforma. Somos hijos de Dios.


El rey sapo 53
12. La Eucaristía - Al participar nos hace Cristo y nos marca de Cristo.
La leyenda del petirrojo 56

SEGUNDA PARTE:
LO QUE SUCEDE EN LA EUCARISTÍA.
13. El guión de la Eucaristía. Partes de la Misa. Consagración.
La fiesta del abuelo 61
14. Entrada a la Eucaristía. El sacerdote une a todos.
Entrada en Jerusalén 70
15. Inicio y saludo: Deseo de que el Señor actúe en nosotros.
El peso y la fuerza de un saludo 73
16. Acto penitencial: Necesidad como cristianos.
La grandeza auténtica del emperador 76
17. Kirie: Señor ten piedad: Reconocimiento de ser: El Salvador, el
Señor, la Luz.
El adorador del Dios sol 79
18. Gloria: Canto de triunfo por el vencedor.
La vía triunfal aún existe 82
19. Oración colecta - Oratio: Es la declaración de intenciones.
El campo de Lech 84
20. Lectura del Antiguo Testamento que se descubre en el Nuevo.
Después del exilio 86
21. Canto Responsorial: Para responder a la palabra de Dios.
Respuesta o esponja mojada 89
22. Lectura del Nuevo Testamento: Leer, escuchar, acoger, meditar.
La transformación de Agustín 91
23. Canto del Aleluya: Dar gracias por la palabra divina.
Aleluya en medio de la muerte 94
24. Evangelio: Hoy habla Cristo.
Hoy 97
25. Sermón, corto, claro, con amor.
Se durmió durante la homilía 100
26. Credo: Proclamar la fe y decir sí a la Palabra de Dios.
El emperador que reforma la liturgia 103
27. Plegaria universal: Actual, sencilla, humilde, con confianza.
Le perseguía 105
28. Actitud del Ofertorio: Amor agradecido a Dios Creador.
No contenía amor 107
29. Ofertorio: El honor de ayudar a Misa.
Los primeros acólitos 110
30. Oración de preparación.
Como una película 113
31. Quien no da: Ser agradecidos. No hay motivo para el aburrimiento.
Nada, ni un centavo 116
32. Lavatorio de manos y Orad, hermanos.
Lavar el corazón más que las manos 119
33. Oración sobre las ofrendas.
Hasta la corona 123
34. El Canon. Acción de Gracias por Cristo.
Ella llevaba algo misterioso 125
35. Santo.
El profeta y los niños 128
36. La palabra más importante en el Canon.
La ventana del Espíritu Santo 130
37. Canon: Relato de la Última Cena, Consagración.
La palabra es potente 133
38. Canon: La elevación de las formas sagradas.
Una religiosa ahuyenta a los sarracenos 135
39. Canon: Ofrecimiento.
Sacrificio añadido al sacrificio 138
40. Padrenuestro.
En sus huellas 140
41. Oración y saludo de la paz.
La púrpura que resbala 142
42. Cordero de Dios.
La matanza del corderito 145
43. Fracción del pan.
Un vuelo hacia el pasado 148
44. Comunión.
La nueva siderurgia 151
45. Comunión.
Le consideraban debilucho 153
46. Canto de la Comunión.
Por los demás 156
47. Después de la Comunión.
El alegre Felipe 159
48. Bendición.
El prisionero bendice 161
49. Podéis ir en paz.
¿Quién irá? 163
50. Podéis ir en paz.
Un muerto hace de guía 166
51. Podéis ir en paz.
Permanece y vuelve de nuevo 169

TERCERA PARTE:
LAS COSAS DE LA EUCARISTÍA.
52. El Señor esté con vosotros.
Como niños 173
53. Agua bendita.
Sed y refresco 174
54. Incienso.
Buen clima 176
55. Campanas y campanillas.
Los enemigos huyen 178
56. Cirios.
La luz quita el miedo 181
57. Vestidos litúrgicos.
La identificación de los ayudantes 183
58. Beso del altar.
Leónidas y su hijo 185
59. El buen comportamiento en la Iglesia.
El rey de España viene de visita 187
60. Manos extendidas y manos juntas.
Como Jesús en la Cruz 190
61. Cáliz y Altar.
El hombre como altar 192
62. La Eucaristía como meta.
El hijo del cacique 196

ALGUNAS PALABRAS MÁS 199

PARA EMPEZAR, DOS CARTAS

Queridos muchachos:
Una vez, durante el mes de mayo, hicimos una excursión a Sankt Peter con
unos 50 niños, un autobús repleto. A los niños los llamábamos «niños de
mayo». Cuando el autobús partió comenzó a llover. Después de una hora
llegamos a la meta. Llovía a cántaros. Al comienzo no fue tan
desagradable porque en el lugar nos ofrecieron café con pastas. Terminado
el festín lloviznaba sólo un poquito, de manera que podíamos salir a
caminar por el bosque. El guardabosque nos mostró una cueva de zorros, en
la lejanía vimos un venado. Pero la alegría duró poco. Comenzó otra vez a
llover. El agua formaba un velo entre el cielo y la tierra. Nos empapamos
como un oso polar que chapotea en el estanque. Dos niñitas se abrazaban
fuertemente y lloraban. Se podía decir de ellas como en el cuento: «Dios
y nuestros corazones lloran juntos.» Corriendo llegamos al albergue de
Sankt Peter. Allí habían encendido la calefacción. Dejamos los zapatos y
los calcetines empapados en el atrio, también los abrigos húmedos.
Algunos tenían ropa de repuesto. Movimos mesas y sillas a un rincón y nos
acomodamos en el hermoso piso de parqué, era también algo del bosque. El
capellán comenzó a contar:

«EL RELATO DE CÓMO EL CERDITO CONSIGUIÓ SU RABO DE TIRABUZÓN»


Mientras que afuera llovía y llovía, salió el sol para los niños
acomodados en el suelo de "parqué del bosque", el sol de este cuento
luminoso:
«Muy pronto, después del último día de la creación Dios convocó a todos
los animales en una pradera espaciosa del Paraíso. Sentados en coche de
oro celestial arribaron los ángeles que traían con ellos muchas canastas
repletas de: pellejos, rizos, colores, pinceles, pelucas, crines, barbas,
dientes, cascos, zarpas, plumas, alas, colas y cuernos y todo lo que hace
que un animal esté alegre y orgulloso. Cada uno recibió su hermosura
multicolor: la cebra sus rayas, los loros y los colibríes sus colores
brillantes... Fue un día repleto de trabajo».
Sólo el cerdito no se presentó. Porque, por el camino, había encontrado
unas ricas castañas que no podía dejar de masticar. Las castañas eran su
alimento favorito. Cuando caía la noche, cuando el coche celestial de oro
estaba para partir, llegó el cerdito y reclamó con lamentos sonoros su
parte de los adornos para animales. Pero todas las canastas, cajas y
jaras estaban vacías. Uno de los ángeles tomó el hierro para hacer rizos
y dio al rabo del cerdito la forma de un tirabuzón encantador. El cerdito
estaba tan orgulloso de su rabito que desde aquel día sólo caminaba
apoyándose sobre las puntas de sus pies.
El cuento duró una hora completa. Todos se habían secado perfectamente.
Regresamos a casa en medio de un brillante atardecer, pensando que
estábamos sentados en el coche celestial de oro. El cuento había salvado
un día triste de lluvia.
Queridos muchachos. Os ofrezco un par de docenas de cuentos. Se han
pintado de oro y de colores que pueden salvar un día triste de lluvia.
Estos cuentos «contienen algo especial». En cada uno está escondido un
misterio, un misterio del misterio sobre todos los misterios: la
Eucaristía. En cada cuento se ha entretejido un rayo de sol de la
eternidad, un rayo que viene del sol que es Cristo.
Aunque amenacen las tempestades de la falta de fe, un cuento de este tipo
nos calienta el corazón. Cuando el silencio desértico del aburrimiento
está desecando todo, un cuento de este tipo trae de nuevo un florecer de
vida.
Os entrego este libro con los cuentos. Son más interesantes que las
películas de la televisión en las cuales sólo hay disparos. Probadlos y
veréis cómo os alegraréis. Escuchad lo que cuentan de la Eucaristía. La
Eucaristía es lo más hermoso que existe.
Querida familia de lectores:

Entre mis parientes había un gran revuelo. Nuestra Martina había


comenzado con las clases de preparación para la Primera Comunión. Ya
tenía preparado su cuaderno de dibujos. De pasada preguntó: «Mamá, ¿dónde
está mi libro de historietas de Primera Comunión? No puedo encontrarlo.
Por favor, ayúdame a buscarlo». Y corriendo se fue a la escuela.
La Señora Gisela buscaba y buscaba. Ni rastro del libro. Sala de estar,
cocina, dormitorio, balcón, todo fue rebuscado. Martina lo había estado
leyendo justo antes de irse a dormir. Por eso no podía haberse llevado su
querido libro fuera de la casa. «A lo mejor, papá sabe algo al respecto».
La mamá telefoneó: «Por favor con el Señor... Dime Carlos, ¿acaso has
visto el libro de historietas de Primera Comunión de Martina?» «¿Lo
llevas en tu maletín? ¿Lo has leído durante la noche? ¿Te lo has llevado
para el almuerzo? ¿Es más interesante que las revistas técnicas? Bien,
que te diviertas».
Por un momento la señora se quedó sentada sin poder decir nada: «Carlos
lee el libro de historietas de Primera Comunión de Martina, ¿habrase
visto? Y se lo lleva. Y declara: ahora comprendo mucho mejor. Y además me
gusta más que las revistas técnicas». Después la señora se dice: «La
próxima persona que leerá el libro seré yo. Yo también quiero comprender
las cosas. Martina siempre hace muchas preguntas».
Queridos Catequistas y Profesores:

Queridos Co-hermanos:
«La red de oro de la Iglesia». Así llamaba a la liturgia el Abad Fernando
Cabrol. Extienda esta red de oro y tendrá una gran «pesca» entre sus
niños.
¿Cómo echar la red cuando no hay en el centro una red de hilos grises,
anudados y primorosamente tejidos? Este tejido gris forma parte de la
red, en caso contrario no funciona. También «la red de oro de la
liturgia» funciona por medio de su tejido. Red, eso es lo que retiene, lo
que captura, de la que uno no puede liberarse. Junto con la red de oro de
la liturgia se nos ofrece la « historieta» , no la historia sino la
anécdota, el relato, el recuento de hechos, la leyenda. En esta red es
capturada la atención de la gente joven y de edad. Aquí la red de oro
alcanza su fuerza. Todos los predicadores y toda comunidad, todo «niño de
Primera Comunión», todo auxiliar de Primera Comunión sabe que puede
paliar la distracción, que desaparece todo aburrimiento cuando uno
comienza diciendo: «Hace doce años sucedió en... ».
En este libro ofrecemos con sus historietas los hilos grises para la red.
Hay que contarlas, compartirlas desde su corazón. Para ello es necesario
poseerlas, adquirirlas por la lectura y la propia meditación. La
enseñanza eucarística, la preparación a la Primera Comunión le llevará a
usted y a los suyos una nueva alegría.

PRIMERA PARTE:
¿QUÉ ES LA EUCARISTÍA?

1. LA EUCARISTÍA - ¿ABURRIDA? LO MÁS BONITO.


Casi, casi no se firmó el contrato de aprendizaje.
Esteban consiguió un puesto de aprendiz fabuloso. Su tío Luis era maestro
capataz en una fábrica de automóviles de fama mundial. Había hablado con
el gerente del departamento de instrucción y aprendizaje en favor de su
sobrino ahijado. Desde hacía muchos años Esteban se había interesado
mucho por los automóviles. Conocía todas las marcas y sus
particularidades. Sabía perfectamente cómo funciona un motor. En una
pista totalmente apartada y sin peligro de accidentes su tío le había
permitido alguna vez ponerse al volante de su auto. Su tío estaba
encantado. El chico era un verdadero experto del volante. Tiene que
entrar en nuestra compañía, se dijo, después puede continuar sus estudios
y llegar a ingeniero de construcción. Esteban también estaba feliz.
Muchos de sus compañeros del último año ni siquiera tenían un lugar donde
comenzar el aprendizaje. Y él tenía una profesión de ensueño, aprendiz de
mecánico de automóviles.
El primer día su madre lo acompañó hasta la fábrica. Una vez allí, el tío
se encargó de todo lo demás: le presentó a sus compañeros, le enseñó
dónde cambiarse, le indicó el camino a la escuela profesional cercana que
se encontraba en medio de un jardín. El encargado de la instrucción de
los aprendices le dio unas palmadas en el hombro y bromeó: « Has venido
al trabajo en el tranvía. Apuesto que pronto harás el mismo camino en tu
propio auto» . En la fábrica Esteban se quedó boquiabierto de admiración:
¡tanta gente, tantas máquinas, tanto trabajo! Esteban recordó la clase en
la que el profesor les había hablado recientemente de lo estupendo que
era la técnica. Un poco despectivo pensó: «Ni Eduardo con su puesto
elegante en el supermercado puede encontrarlo mejor que yo».
Había pasado el tiempo de prueba y se acercaba el momento de la firma del
contrato de aprendizaje. Pero la madre notó algo extraño: Esteban estaba
pálido. No se le veía contento. Algo no marchaba bien. Una hermosa mañana
estaba sentado, callado, tomando su desayuno pero masticaba su pan como
si fuera un chicle. No acababa de desayunar. La madre le animó: «Esteban,
si no te das prisa, llegarás tarde». El chico murmuró a media voz: «No
voy». «¿Qué dices?» - «No voy». La mujer comenzó a echarle un sermón.
Esteban dijo: «No me grites». Después agarró su mochila y masculló:
«Bueno, hoy iré. Pero no firmaré el contrato. La fábrica es aburrida». Y
se fue.
La mujer se sentó. Brotaron las lágrimas. Pero luego se irguió. Buscó el
teléfono. Después de hablar por teléfono con una y luego con otra
persona, por fin pudo conversar con el tío Luis. Le contó sus penas:
«Esteban no quiere ir a la fábrica. Dice que es muy aburrido». Uno notaba
en la voz del tío Luis que hervía de ira. Pero cuando llegó Esteban había
cambiado de idea.
«Esteban, deja la ropa de faena en la cabina, le dijo. ¡Ven conmigo!». Se
fue con él al puesto central, elevado muchos metros por encima de las
cabezas en la alta cabina de supervisión de la fábrica. Se podía
contemplar todo el taller. Era como mirar un reloj muy grande - una
sección en armonía con la otra, una función desembocando en la otra.
Desde la izquierda vino una plancha de metal sin trabajar y a la derecha
salió transformada en la brillante capota de automóvil. Allí se reflejó
una luz cegadora en una pieza de aluminio, allá un ruido estridente de
una máquina. Más allá se levantó una nube de polvo. Pero se hubiera
podido hacer el trabajo en traje de domingo. Los obreros en medio de todo
esto apenas se dirigían la palabra, atentos, interviniendo en el momento
justo. Uno percibía su sentido de responsabilidad. «¿Encuentras esto
aburrido?», preguntó el tío Luis. Esteban no se rindió. «Aquí no se puede
escuchar siquiera un poco de música rock». El tío Luis mantenía su
serenidad. «Ven, vamos a ver otra cosa».
Tenía preparada una película para personajes importantes que le serviría
como introducción a una conferencia. La proyectó. Se veía una fábrica de
automóviles japonesa que era de la competencia. Las imágenes eran
estimulantes. ¡Con qué precisión, con qué agilidad, con qué
perseverancia, con qué entrega sabían trabajar estos japoneses..., como
hormigas! Y con todo esto su salario no se podía comparar con el de los
trabajadores europeos. Después seguían imágenes de carreras de
automóviles, la carga y descarga en barcos sudamericanos, de una pista en
donde corría un automóvil japonés detrás de otro. Nuevamente preguntó el
tío Luis: «¿Aburrido?» - «Es interesante». Después el tío dijo con
parquedad y muy en serio: «Esteban, yo creo que lo que tú llamas
aburrimiento no es nada más que tu flojera». Esteban quiso reaccionar con
ira. Pero luego se acordó de su padre. Había fallecido hacía un año en el
hospital a causa de una enfermedad muy grave. En el hospital dijo a su
único hijo: «Esteban, no te vuelvas un flojo. Con esfuerzo uno llega a la
meta».
Le contestó al tío Luis: «Muchas gracias. He comprendido. No es la
fábrica que es aburrida sino soy yo el aburrido, o mejor dicho, el flojo
y un poco tonto».
Mucha gente joven en algún momento dice: «La Eucaristía es aburrida». Y
ya no van.
Sin embargo, se nos ha dado la Eucaristía como una escuela de Dios para
que aprendamos a través de ella a ser dueños de nuestra vida. Nuestro
futuro en el mundo y en el más allá depende de la forma como dejamos que
nos plasmen. Nuestra semana se ve sostenida por el alimento interior que
nos da la Eucaristía. Cuando la abandonamos, nos abandonamos a nosotros
mismos.
Un día el shah de Persia viajó a Europa y llegó a París. Organizaron en
su honor una carrera de caballos en Longchamps. El presidente de la
república estaba sentado con el Shah en la tribuna de honor. Participaron
en las carreras los caballos más famosos. Sin embargo el Shah, bostezaba
y jugaba con sus dedos.Turbado, el presidente le preguntó si no le
gustaba aquel brillante homenaje. Entonces dijo el Shah: «que un caballo
corre más que otro ya lo sabía en Persia.». El buen hombre no tenía idea
lo que estaba pasando. La mayoría de los jóvenes que encuentran aburrida
la Eucaristía podrían llegar a ser shah de Persia.
Cuando a uno le parece que la Eucaristía es aburrida entonces lo mejor no
es dejar de asistir a ella, sino estudiarla. Eso haremos aquí. Es como si
nos sentáramos en la cabina de supervisión. Se nos presenta una
realización que es tan hermosa, tan interesante, tan estimulante, tan
conmovedora... para ojos despiertos, es verdad, no para ojos cerrados. La
Eucaristía es lo más hermoso que existe.

2. LA EUCARISTÍA - UN MEMORIAL QUE SE HACE PRESENTE.


Víctima de la guerra en su hogar.
Un párroco, si le es posible tiene que visitar a todos los feligreses de
su parroquia. Una tarde llegué a la casa de una pareja. En las
celebraciones de la Iglesia los ancianos me habían impresionado por su
expresión de alegría y paz.
Llamé a la puerta. Dudando un poco respondieron: «Adelante». Al pasar por
la puerta les vi sentados a la mesa de su cocina-comedor. En la mesa
ardía una vela. Había un ramo de flores. Y en medio, en un marco de
plata, la fotografía de un joven soldado. Los dos ancianos se levantaron
en seguida, me dieron la mano. «Qué agradable su visita». - «A lo mejor
estoy estorbando», respondí. «De ninguna manera, nos puede ayudar a
rezar». - «¿Acaso celebran hoy su aniversario de bodas o un cumpleaños?»,
pregunté. Sin esperar la respuesta indiqué la fotografía del joven de
uniforme, «¿Quién es? ¿Su hijo? Entonces hoy es el día de su
fallecimiento. ¿Ha muerto en la guerra?» - «No precisamente eso», dijo el
señor. La madre intervino: «No ha caído en la guerra, ha fallecido en la
casa. Papá, cuéntaselo».
El señor acercó una silla: «Tome asiento, señor párroco. La historia
llevará un rato».
El señor comenzó a hablar: «Nuestro Humberto había llegado de permiso
desde el frente de Rusia. Pero en casa no había ambiente para descansar.
Cada noche se repetían los ataques aéreos, el ruido de los cañones
antiaéreos, y teníamos que refugiarnos llenos de miedo en el sótano,
sentíamos cómo caían las bombas. Nuestro muchacho decía muchas veces:
"Aquí la cosa es más terrible que el frente". El último día de su
estancia fue especialmente peligroso. Nuestro barrio fue bombardeado.
Estábamos rezando el rosario. Por fin sucedió: Escuchamos una explosión
ensordecedora. Pero más terrible era el quebrantarse de los muros y del
techo. Estábamos envueltos en una nube espesa de polvo. No se podía
respirar. Una bomba había reventado nuestra casa. La puerta del sótano se
quebró. Los bloques de cemento rodaban por la escalera y llenaban el
sótano. La salida a la calle estaba obstruida. Todo el mundo gritaba.
Entonces nuestro muchacho tomó el mando: "Todos quietos en su sitio.
Tengo que mirar primero cómo podemos salir de aquí".
Con mucho cuidado, tanteando se fue al pasadizo hacia el sótano de la
otra casa. (Al comienzo de la guerra todos teníamos que abrir en nuestro
sótano una comunicación con los sótanos de las casas vecinas precisamente
para poder escapar si una bomba alcanzaba la casa y obstruía las
salidas). Fue posible llegar al pasadizo pero el techo se había
derrumbado sobre él, aprisionándolo con una pesada viga que impedía el
paso. Los vecinos ya habían comenzado a abrir el pasadizo desde su lado
porque se dieron cuenta del peligro en el cual nos encontrábamos. Nuestro
muchacho empujó con cuidado la viga. Con un esfuerzo sobrehumano la
levantó para que todos pudiéramos pasar por debajo hacia la otra casa.
Uno por uno pasamos arrastrándonos. Justo cuando el último había pasado
se escuchó de arriba un movimiento, comenzaban a caer escombros, primero
suavemente, luego con un estrépito tremendo. Un gran bloque de la pared
golpeó la viga y ésta aplastó a nuestro muchacho contra el suelo. Las
piedras lo cubrían. Pasó un tiempo hasta que llegó un equipo de socorro.
Liberaron a nuestro muchacho. Pero ya era inútil. Estaba muerto.» Las
lágrimas corrían por las mejillas del anciano.
La mamá dijo suavemente: «Se sacrificó por nosotros. Ojalá no hubiera
sostenido la viga».
El papá opinó: «Entonces la viga habría golpeado el suelo mucho antes.
Nos ha salvado la vida. Se ha sacrificado por nosotros».
La madre observó: «Han pasado doce años. Pero no podemos olvidarlo. Es
como si nos hubiera sucedido ayer. Por eso nos sentamos aquí quietos a
rezar el rosario. Nosotros vivimos porque él murió». No se sabía si
hablaba del Hijo de Dios o de su propio hijo. El anciano preguntó: «Diga,
señor párroco: ¿no es esto una celebración de memorial (recuerdo), como
quien recuerda?»
«Tiene usted mucha razón, le aseguré, pero a la vez es una celebración
para dar gracias. El muchacho murió para que los demás vivieran».
Seguimos conversando un ratito más, luego tuve que continuar mi camino.
Cuando, una hora más tarde, salí de la sacristía al altar para celebrar
la Eucaristía vespertina, vi que la pareja anciana había venido también a
la celebración. Durante toda la celebración de esa tarde me daba vueltas
y vueltas en la cabeza la frase de la madre: Él murió para que nosotros
fuéramos salvados.
En el altar veía la cruz, las velas, las flores. Justo como en la mesa de
los ancianos. También aquí hay un recuerdo. En lugar de la fotografía del
soldado está el crucifijo delante de mí. Nosotros, los hombres, estamos
en peligro de perdernos para siempre. Entonces vino Jesús desde la
lejanía de su eternidad. Cargó la viga en sus hombros. Él murió en la
viga, en la cruz. Por medio de Él pasamos a la otra casa. Allí
encontramos ayuda y vida. La otra casa es la Iglesia, nuestra nueva
patria. El joven soldado es una imagen de nuestro salvador Jesucristo.
Como los padres ancianos puedo rezar ahora con la comunidad parroquial:
«¡Por Jesucristo, tu Hijo!». Después de la consagración puedo decir con
todos: «¡Anunciamos tu muerte, Señor!».
La Eucaristía es recuerdo, y al mismo tiempo agradecimiento al Hijo de
Dios que murió para que nosotros viviéramos. La Eucaristía es la mesa con
la foto, las velas y las flores. Estamos sentados alrededor y pensamos en
todo lo que Él ha hecho por nosotros y lo bueno que fue. Pensamos en cómo
se ha sacrificado y le damos las gracias. Pero la Eucaristía es mucho
más. Él no está presente por la imagen, el recuerdo. Él está aquí -en
persona y realmente- en el pan, en el cáliz.

3. LA EUCARISTÍA - LA VIDA ENTREGADA POR LOS HERMANOS.


Chrístofer.
El 22 de diciembre a las 10 de la mañana la campana del colegio de
Tiefenbronn arrancó a todos los alumnos de sus asientos. ¡Vacaciones!
¡Vacaciones de Navidad! Apenas le quedó tiempo al profesor para desearles
¡Feliz Navidad! Todos partieron corriendo. Los últimos en salir fueron
los mellizos. El profesor les apuró: «Pónganse en camino a casa. Tienen
que caminar muy lejos. El tiempo va a ser muy malo». «No se preocupe.
Nuestro hermano mayor nos acompañará». Durante la semana los hermanos
vivían con una tía en la pequeña ciudad de Tiefenbronn. Los sábados, los
días de fiesta y las vacaciones los pasaban en casa, en un pueblo a dos
horas de camino.
El hermano mayor les estaba esperando. Al pasar, el profesor de gimnasia
les dijo: «Feliz Navidad y mucho cuidado, Chrístofer, con los pequeños.
Va a nevar». Al verlos salir del colegio pensaba: «Gran muchacho, este
Chrístofer».
Chrístofer tenía alrededor de 16 años. Alto, de hombros anchos. Sus ojos
claros miraban alegremente al mundo. Se le veía en la cara que era un
chico bueno. Su padre solía decir: «Chrístofer regala hasta el último
centavo a los demás».
Los pequeños se le acercaron sin parar de hablar. Chrístofer estaba
callado, le preocupaba el mal tiempo anunciado. El aspecto del cielo y
las nubes justificaban su preocupación.
Caminaron durante media hora dejando atrás las últimas casas de
Tiefenbronn. De repente Pedro, uno de los mellizos gritó: «¡Primero!
¡Primero!» «¿Qué quieres decir?» «A mí primero me ha caído nieve en la
cara» . Entonces el otro dijo: «A mí también me ha mordido» . Chrístofer
se enfadó: «No hagan tonterías, no es hora para jugar. Tenemos que darnos
prisa para llegar a casa» .
P ALIGN="JUSTIFY"> Mientras tanto había caído la oscuridad. El viento
norte era terriblemente frío, calaba hasta los huesos. Empujó a la nieve
en ráfagas cada vez más densas contra los muchachos. Los chicos tenían
que esforzarse para avanzar contra el viento y la nieve. Chrístofer
estaba muy serio y callado. Sólo pensaba una cosa: «¡Ojalá que los
pequeños lleguen a casa sanos y salvos!» Los mellizos ya no pensaban en
hacer bromas. Sin palabras le seguían. La nieve les había medio
congelado. Pedro dijo: «Estoy cansado. Me echaré un poco para dormir en
la nieve blanda». Chrístofer le respondió: «¡Ni lo pienses! Tú sabes muy
bien que uno se congela cuando se queda dormido en la nieve». Después de
un tiempo el otro mellizo, Pablo, suspiró: «¡Ya no puedo más!» «Ven, yo
voy a cargar con tu mochila.».
Chrístofer intentaba penetrar con la mirada la oscuridad y la tempestad
de nieve. Todo le parecía extraño. «¿Hemos equivocado el camino? se
dijo.» Vislumbró un cerro rocoso. Chrístofer conocía todos los caminos,
todos los campos alrededor de su casa. Pero esta roca le parecía
desconocida. «Señor, Dios mío, ayúdame para que pueda llevar a los
pequeños a casa».
Al llegar a la roca vieron una especie de refugio. No era una cueva pero
servía para descansar. No había nieve allí. Unas pocas hojas secas
invitaban a echarse. «Ésta es nuestra sala de estar», dijo Pablo y se
metió en el refugio. Con las mochilas Chrístofer armó un pequeño muro.
Después juntó las hojas secas y preparó una especie de cama para los
pequeños. Cuando los mellizos estaban acostados se quitó la chaqueta
forrada de piel y los cubrió. Después se acostó delante de los pequeños
para protegerles con su cuerpo. Pasaron unos momentos. Después los tres
se durmieron profundamente, agotados por la lucha contra la tempestad, la
nieve y el frío.
Alrededor de la una de la tarde la madre se asomaba a la ventana, cada
vez más preocupada porque sus hijos no llegaban. Pero la tempestad no le
permitía ver más allá de un palmo. El padre escondía su preocupación
trabajando en el establo. Pasada la una le dijo al jornalero: «Ven, vamos
a buscar a los chicos». El empleado sacó el caballo del establo, el padre
preparó dos linternas, amarraron el caballo al trineo y ¡en marcha!
Poco a poco amainó la tempestad. Incluso se aclaró un poco el cielo
invernal. Los dos hombres se cubrían el rostro ante el frío cortante.
«Señor, ayúdanos a encontrar a los muchachos», murmuró el padre.
Fueron hasta el pequeño puente donde se desvía de la carretera el camino
a la granja, si se puede hablar de carretera. El empleado comentó: «No se
ve rastro alguno». El padre dijo: «La tempestad ha borrado toda huella».
Pasaron el puente. De repente el padre detuvo el caballo: «Creo que han
pasado por aquí». Se veían unos rastros semiborrados pero en la dirección
equivocada. El empleado concluyó: «No han visto el desvío del puente. Han
equivocado la dirección».
El padre apuró al caballo. Después de un largo rato vieron la roca. «A lo
mejor se han refugiado allí». Pararon y se abrieron camino en la nieve
hacia el refugio. Vieron las mochilas, la chaqueta multicolor de
Chrístofer. El padre llamó: «¡Pedro, Pablo, Chrístofer!». Algo se movió
entre las hojas secas. Los mellizos sacaron la cabeza. «Papá» gritaron y
corrieron hacia su padre. El empleado tomó a Chrístofer del hombro y lo
sacudió. Los pequeños llamaron: «Chrístofer, Chrístofer». El padre se
acercó: «Chrístofer». El muchacho no se movía. Acercó su cara a la
mejilla de Chrístofer. Fría como el hielo. «Señor, ayúdanos», suspiró el
padre. Después lo levantaron un poquito. Frotaron sus manos, su sienes,
su pecho. El empleado dijo: «Está muerto».
Cuando la madre se acercó una vez más a la ventana observó la llegada del
trineo. Sólo vio al esposo, al empleado y a los mellizos. También observó
algo echado en el asiento de atrás. «¿Chrístofer? ¿Un accidente?».
Después estaba ante el cadáver. Nadie decía palabra. Y dijo Pedro: «Se ha
echado para cubrirnos como si quisiera encerrarnos en el calor.»
En la granja se celebró la Navidad como siempre. El padre leyó el
evangelio de la Nochebuena. Tocó villancicos con la cítara. Pero el canto
no se oía muy firme. En el sitio de Chrístofer habían puesto una cruz y
un ramo de pino. «Él está con nosotros», dijo el padre en voz baja.
Cuatro días después de Navidad, en la fiesta de los Santos Inocentes
enterraron a Chrístofer. En contra de su costumbre el párroco hizo una
homilía en la Eucaristía de cuerpo presente. Varias veces se equivocó y
dijo en lugar de «Cristo» «Chrístofer». «Dio su vida por sus hermanos.»
«Los encerró en sus llagas.» La gente pensaba que el párroco se había
equivocado muy bien.
Cada año, al celebrar la Navidad colocaban en la granja, en el sitio de
Chrístofer, una vela encendida y una rama de pino. Pedro y Pablo pintaron
en grande las palabras de la Biblia: «Nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus hermanos». Pablo solía decir: «Cuando adornamos el
lugar de Chrístofer siempre me parece que está presente». Pedro hizo eco:
«Yo pienso que es como en la Eucaristía: Cristo ha muerto por nosotros y
está siempre presente».
El padre dijo: «Con Chrístofer es como si estuviera presente. En la
Eucaristía Jesús está presente de verdad, vive por nosotros y cuida de
nosotros. Allí se sacrifica por nosotros, sus hermanos».

4. LA EUCARISTÍA - FUERZA QUE VIENE DEL SACRIFICIO DE CRISTO: NOS HACE


FUERTES Y VALIENTES.
Reinaldo.
Muy alto, encima del río caudaloso que pasaba el ancho valle, se erguía
la pequeña ciudad sobre una montaña escarpada. La corona de la ciudad era
un soberbio castillo real. Estaba construido tan estrechamente unido a la
ciudad como si quisiera manifestar así a todos la armonía que existía
entre el rey y la ciudad. Al otro lado del río se extendía una gran
pradera y más allá un bosque espeso y oscuro. Detrás se veían altas
montañas. Éste era el país de los enemigos empedernidos del rey y de su
ciudad. Siempre había que estar vigilando para evitar un ataque.
Una hermosa tarde, cuando aún el calor del día envolvía ciudad y valle,
sonó desde la torre la señal de una trompeta. Todos los que estaban
descansando se despertaron en seguida. Los hombres buscaban sus armas. La
señal de la trompeta significaba: « ¡Viene el enemigo!» . Era verdad. Del
bosque salieron densas filas de jinetes montados en pequeños caballos
negros. La verde ribera del río se ennegreció. Después aparecieron
carruajes pesados, con madera y diverso material. Junto a ellos muchos,
muchísimos soldados de infantería. En el castillo y la ciudad comenzó una
actividad febril. En los muros se apostaron los guardias. Se reforzaron
las posiciones defensivas. Se observaba cada movimiento del enemigo. Pero
esa tarde no sucedió nada. Los enemigos se retiraron al bosque para pasar
allí la noche. Apenas salió el sol se presentaron nuevamente en la ribera
del río. Los jinetes cruzaron con sus caballos. Después comenzaron a
construir balsas. En las balsas se cargó el material de guerra para
llevarlo al otro lado. La pradera del río se convirtió en una especie de
hormiguero. Los enemigos levantaron una ciudad de carpas. Se instalaron
para un asedio prolongado de la ciudad y del castillo real. Al día
siguiente se dispersaron los jinetes por los contornos y «visitaron» los
villorrios y las granjas próximas. Reunieron a los animales cerca de la
ciudad de tiendas. Otros trajeron toneles de vino. De donde habían estado
«de visita» se elevaban columnas de humo.
En la ciudad el joven rey Reinaldo cuidaba de todos ya que su padre
anciano se había retirado del gobierno. El joven rey era amado por todos.
A pesar de la angustiosa situación irradiaba alegría y esperanza. Cuidaba
especialmente de que no faltara comida. Sus graneros parecían
inagotables.
Los días comenzaron a pasar. Los enemigos seguían acampados en la pradera
del río. Una mañana un panadero se fue donde el joven rey Reinaldo: «Hoy
voy a repartir el último pan». También vino el carnicero: «Hoy se entrega
el último embutido». Entonces Reinaldo hizo llamar a doce caballeros
selectos. Durante horas deliberaron cómo realizar un ataque sorpresa
contra el enemigo, para hacerle huir.
Llegó la noche. Los enemigos estaban profundamente dormidos porque
durante el día habían vaciado un tonel de vino. Por una puerta secreta,
escondida entre unos arbustos, salieron Reinaldo y sus doce caballeros.
Habían envuelto los cascos de los caballos con trapos para evitar que se
escuchasen sus pisadas.
Desde la ciudad dieron un rodeo hacia la llanura. A una breve orden de
Reinaldo partieron al galope contra la ciudad de las tiendas y carpas.
Los caballos saltaron contra las tiendas y las derrumbaron. Una detrás de
otra fueron cayendo estrepitosamente. En una de ellas cayó el fuego de
los guardias y se incendió. Los enemigos gritaban y blasfemaban y
lucharon entre ellos, desorientados. Se armó una tremenda confusión
mientras que el incendio se extendía cada vez más. Los caballos negros
arrancaron las estacas con las cuales los habían inmovilizado y escaparon
hacia el río. De repente ¡Una señal! el enemigo llamó a retirada. En
breve tiempo estaba desierta la ciudad de tiendas incendiadas. Cada uno
trataba de cruzar el río a nado. Al alba vieron cómo desaparecía en el
lejano bosque el enemigo que se retiraba en desbandada.
Los liberados bajaron de la ciudad. Querían festejar a su joven rey.
Encontraron a los doce caballeros. Cada uno estaba orgulloso de no haber
matado a ningún enemigo. «¿Dónde está el rey? ¿Dónde está Reinaldo?»
Nadie lo había visto. Entonces alguien encontró el caballo blanco del rey
en alguna parte entre los escombros. Medio tapado por su caballo yacía
Reinaldo. Una lanza del enemigo le había traspasado el corazón.
La alegría de la victoria cambió repentinamente en luto. A paso lento
llevaron los caballeros a su rey hacia el castillo. Lo velaron en la sala
de los caballeros.Todos lloraron porque el libertador de la ciudad había
sido arrancado por la muerte. Decían: «Se ha sacrificado por nosotros».
A la noche siguiente el anciano rey que de nuevo se ocupaba del bienestar
de todos hizo llamar a los doce caballeros al castillo. Con ellos entró
en la sala grande que llevaba cortinas negras. Ante el féretro del joven
rey muerto habían puesto una mesa. El anciano rey agradeció a los
caballeros su valentía. Después tomó de la mesa una cadena de plata de la
que pendía una cápsula también de plata. A cada caballero le colgó en el
cuello esta cadena. En la cápsula había unos cabellos del joven rey
muerto. Entonces dijo el anciano padre: «Cuando alguna vez os encontréis
en peligro o angustia, aferrad la cápsula y decid: "Ayúdame a ser tan
valiente como tú." Con mi Reinaldo podréis vencer a todos los enemigos».
En realidad, el relato de Reinaldo es la historia de Jesucristo, nuestro
Rey e Hijo del eterno Padre.
Los hombres fueron asediados por el enemigo malo y sus ayudantes. Casi
perecieron en la angustia. Entonces vino en su ayuda el joven rey -
Cristo. Eligió a doce apóstoles. Con ellos se fue al encuentro del
enemigo. Fue en la noche antes de su pasión. El enemigo fue vencido y
huyó corriendo. Pero uno fue alcanzado mortalmente - Jesucristo. En la
cruz fue traspasado por la lanza. Se ha sacrificado por nosotros. Él
murió por nosotros.
Venimos a Él en la sala de caballeros del castillo real, la casa de Dios.
Allí celebramos el recuerdo de su muerte por nosotros. Pero no se ha
quedado en la muerte. Ha resucitado. Él no nos dará un recuerdo
imperecedero, como si fuera parte de Él. Él viene personalmente a
nosotros en la Eucaristía. En la comunión viene a nuestro interior más
profundo y se queda con nosotros. Cuando estemos en lucha y angustia,
diremos: «Ayúdanos a ser tan valiente como tú, que diste la vida por
nosotros». Él camina entonces con nosotros en medio de todos los peligros
y nos hace fuertes y valientes como Él lo fue cuando se sacrificó por
nosotros.
5. LA EUCARISTÍA - LA COMIDA REAL DE LOS BAUTIZADOS. DON DE DIOS A
LOS HOMBRES.
Se llamaron Hansel y Gretel.
La casa estaba situada a la vera del camino. Al otro lado había un
bosque. Aquí vivía una familia a la que todos apreciaban. El hijo mayor
se llamaba Juan, su hermana Margarita. Toda la gente solía llamarlos
Hansel y Gretel como en el cuento de hadas. Una mañana, durante las
vacaciones dijo Hansel: «Mamá, ¿podemos ir a jugar al bosque?». La mamá
contestó: «Sí, pero no os alejéis mucho. Tened cuidado y no os apartéis
del camino». Los dos jugaban al comienzo frente a la casa. Estaban
cazando mariposas. Sin darse cuenta se adentraron cada vez más en el
bosque, hasta que se perdieron.
El bosque se volvió a cada paso más espeso y oscuro. Ya no escuchaban
nada del camino ni de las casas. Pasaron las horas. Comenzó a llover. El
bosque se volvió aterrador. De repente Hansel y Gretel exclamaron: «Allí
hay una pradera». Comenzaron a caminar más rápido y se agarraron de la
mano. No sólo había una pradera sino también una reja con un portal.
Detrás del portón observaron un camino muy cuidado. A derecha e izquierda
se podía admirar un parque espléndido con flores y arbustos. Cuando se
acercaron al portón, se abrió por sí solo. A unos 100 metros vieron una
escalinata y una casa espléndida, un palacio. Desde allí un criado había
abierto el portón. Les vino al encuentro. Llevaba una librea (traje
ceremonioso) colorada. Amablemente les preguntó de dónde venían. Les
expresó su compasión porque estaban tan mojados por la lluvia y sucios.
Les dijo que no debían tener miedo. En primer lugar deberían ponerse ropa
seca y luego comer algo bueno. Después les llevaría a su casa.
Cuando llegaron a la puerta principal del palacio les vino al encuentro
una dama muy distinguida. «He hablado con el rey. Os invita a cenar con
él. Es hora de prepararnos». Primero les condujeron a tomar un baño,
mientras la dama les preparaba ropa seca. Gretel recibió un vestido de
seda celeste con botones de oro que llegaba hasta los pies. Hansel un
traje compuesto de pantalones de seda blanco y chaqueta de seda roja.
Ambos con zapatos de hebillas de plata. Tenían el aspecto de príncipes.
Entonces la dama les condujo al comedor real. En la mesa había velas
encendidas y platos de oro. Olía a cosas muy ricas. Entró el rey. Era
como un padre. Se sentaron y se bendijo la mesa. La dama les sirvió una
rica sopa a cada uno. El rey les hablaba de su reino. Después de un asado
jugoso se sirvieron helados con crema de chantillí. Hansel muy
secretamente se aflojaba el cinturón, tan rica era la comida. Para beber
había jugo de uva.
Había oscurecido. El rey dijo: «Es hora de que regreséis a casa. He
avisado a vuestros padres. Por eso ellos no están preocupados.» Ante la
escalinata estaba esperando una limusina. El chófer con uniforme gris
oscuro y con adornos de oro les abrió la puerta. En un tiempo brevísimo
llegaron a su casa. Allí encontraron a un policía que les esperaba por si
acaso. Los padres apenas se atrevieron a abrazar a Hansel y Gretel,
debido al elegante aspecto que presentaban los hermanos.
La historia de Hansel y Gretel nos habla de la Eucaristía.
A la Eucaristía vienen los bautizados, se reúnen los hijos de Dios. Como
los niños en el bosque así todos los hombres han perdido el camino, han
pasado por la tempestad del mal y de mucha suciedad. Entonces Jesús les
abre la puerta al Padre. Él muestra a los hombres la casa paternal de la
Iglesia. En primer lugar son lavados y limpiados de toda suciedad. Esto
se realiza en el sacramento del santo bautismo, y en el sacramento de la
confesión. Reciben un nuevo vestido, el vestido de la gracia. Como hijos
e hijas del Padre eterno son invitados a la mesa. Después el rey, que es
Dios, hace que sean acompañados a su casa. El camino no está muy lejos.
En casa todo es alegría y felicidad.
La Eucaristía es la cena real. Quien quiera participar en ella tiene que
ser bautizado. Junto con el «baño» del bautismo recibe el vestido de hijo
de Dios. Si los vestidos reales se malogran o se ensucian entonces la
madre Iglesia nos lleva aparte y da un nuevo vestido en el sacramento de
la reconciliación. Entonces uno puede entrar a la sala de la cena real,
puede hablar con el Rey, se puede comer a la luz de las velas encendidas
lo más precioso que existe bajo el cielo: la comida celestial. Después
nos sentimos fortalecidos para el camino a casa.
Aquí las cosas suceden de manera diferente del relato del cuento de
hadas. «Hansel y Gretel». Ellos se perdieron y encontraron una bruja.
Fueron encerrados y debían ser devorados por la bruja. Tenían que
defenderse contra el mal. Era defensa propia. Nosotros, los que nos hemos
perdido, encontramos a Dios, se nos trata como a hijos de Dios y se nos
viste con la gloria de Dios. Participamos en el banquete de bodas y
llegaremos a nuestra casa en el cielo. El cuento de hadas cristiano de
«Hansel y Gretel» no es un cuento, es realidad, es verdad.

6. LA EUCARISTÍA - UNA FIESTA: LA FIESTA DE LA PASCUA.


El rapto fallido.
Un día llegó al colegio de primaria de una antigua y hermosa ciudad de
Inglaterra un nuevo muchacho. Su rostro era de rasgos suaves. Pero
ciertamente se trataba de un extranjero. Hablaba perfectamente el inglés.
Era muy simpático. Todos los niños le tomaron afecto en seguida. Jugaba
con todos. Cuando alguien había olvidado su merienda le daba la suya.
Unos chicos que vivían bastante lejos observaban que el muchacho llegaba
cada mañana con un auto fabuloso del que bajaba a cierta distancia del
colegio. Un día el director del colegio traicionó el secreto: «El
muchacho es un rey de un país muy lejano. No puede reinar hasta cumplir
los diecisiete años. Un representante llevaba el gobierno mientras tanto.
Muchachos, tened mucho cuidado para que los enemigos no rapten a vuestro
pequeño rey».
Lo que mencionó el director del colegio de pasada se haría muy pronto
realidad. Un buen día los niños salían en masa del colegio. La calle
delante del colegio estaba cerrada a todo tráfico. De repente se acercó a
toda velocidad un auto que paró ante la salida del colegio con las ruedas
chillando. Dos hombres saltaron del auto y corrieron hacia el pequeño
rey. Los niños comprendieron en seguida lo que sucedía. Se agruparon
alrededor de su amiguito como un muro viviente. Uno de los muchachos
grandes agarró al pequeño rey desde atrás, lo tiró al suelo y se echó
encima de él. Lo mismo hicieron otros niños. Lo protegían con su cuerpo.
Uno corrió hacia la sala de profesores para pedir ayuda. De la comisaría
cercana vinieron corriendo varios policías. Les gritaron a los
secuestradores: «¡Arriba las manos!». Éstos estaban tan confundidos por
la acción de la muchedumbre de niños que no se atrevieron a disparar, de
manera que se entregaron. El pequeño rey estaba a salvo. Le habían
librado de una muerte segura. Les dijo a sus compañeros: «Esto lo
recordaré siempre».
Pasado un tiempo, la relación con el pequeño rey siguió tan amistosa como
el primer día. Un día el profesor dijo: «Niños, decid a vuestros padres
que el gobierno del pequeño reino os ha invitado porque habéis protegido
al pequeño rey y le habéis salvado la vida». Se produjo una gran alegría
y jolgorio.
El último día de las vacaciones todos tenían que venir al colegio. Un
autobús esperaba en el patio. Los llevó al palacio veraniego del pequeño
rey y durante tres días fueron huéspedes del pequeño reino.
Allí comenzó para los niños una gran fiesta. Tenían habitaciones como
príncipes y princesas. Se les servía la mejor comida. Por la mañana sólo
había una hora de clase. Pero no era una lección aburrida porque se les
daba a conocer el pequeño reino. Hasta aprendían algo del idioma. Podían
nadar, montar a caballo, jugar. Lo que más les gustó a los niños fue la
tarde de canciones. La sala real estaba iluminada con velas. Sonaba la
música y se brindaban canciones. Los niños cantaron sus canciones propias
y cantaron nuevas extranjeras.
El día era todo fiesta. Cuando los niños regresaron a casa no había
suficiente tiempo para contar todo lo que habían experimentado. Toda la
ciudad participaba de su alegría.
Un rey verdadero ha venido a nosotros en la Navidad. Jesucristo, el Rey
de la eterna gloria. Él vive con nosotros nuestra vida, él camina con
nosotros nuestros caminos. Él nos hace hermanas y hermanos y nos trata
como tales.
Vienen los enemigos, los secuestradores. Ya lo han empujado una vez hacia
la oscuridad de la muerte. Fue el Viernes Santo. Pero Jesús ha resucitado
de la muerte y ha reunido a su alrededor a sus amigos. Sin embargo, los
secuestradores quieren arrancar a Jesús de en medio de nosotros. Sin
consideración irrumpen en nuestras filas. Ahora depende de nosotros.
Echémonos encima de Jesús, nuestro rey. Con cuerpo y vida lo retendremos
con nosotros. No debe ser secuestrado de entre nosotros. Él debe seguir
con nosotros, estar con nosotros, vivir con nosotros.
Como premio por nuestra fidelidad Jesús, nuestro Rey, nos prepara una
fiesta. Esta fiesta es la Eucaristía, donde cantamos: «Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús!». Allí se nos lee
del reino de Jesús. Allí, en la oración, aprendemos a hablar en su
idioma. Allí cantamos nuestras canciones más hermosas. Allí se nos
prepara la maravillosa cena real de la santa comunión. Allí está, existe
un mar de alegría, un juego sin fronteras, una única fiesta pascual.
¿Acaso nos quedaremos sentados en nuestra casa?

7. LA EUCARISTÍA - OBLIGACIÓN: NUESTRO DEBER.


La campana ambulante.
En una ciudad grande vivía un muchacho llamado Carlos Enrique al que le
encantaba ir a misa todos domingos. Un día, un chico le dijo: «La
Eucaristía es aburrida. Hoy en día ya nadie va a misa». Al muchacho le
impresionó tanto el comportamiento soberbio de su compañero que al
domingo siguiente no entró en la iglesia sino que se fue al estadio.
Había pruebas de natación. Su madre se dio cuenta de que ya no iba a
misa. No dijo nada. Sólo señaló de pasada: «Al que no va a la Eucaristía,
la campana grande de la Iglesia baja de la torre, le persigue y,
finalmente, le lleva a la Iglesia».
Durante los siguientes domingos Carlos Enrique evitó ir a misa para ver
las competiciones. Las campanas tocaban. El jovencito salió de casa en
dirección a la lglesia, dio un rodeo y fue al estadio. De repente escuchó
detrás de él unos pasos apurados, unas sacudidas y un roce en el suelo
como si le persiguiera un camión pesado con mucha carga. Pensó en
seguida: «La campana grande de la torre de la Iglesia». Se puso pálido
como un muerto. Quiso escapar pero la campana le alcanzó, le cubrió con
su manto. Quisiera o no tenía que ir con ella. Así le llevó la campana de
regreso a la iglesia.
«El muchacho que han traído a urgencias aún no ha despertado, sigue
inconsciente», dijo la enfermera por teléfono al médico residente. Los
padres llegaron al hospital preocupadísimos. La enfermera les acompañó a
la cama del accidentado. Su brazo izquierdo estaba escayolado, su cabeza
cubierta de vendas. Cuando sus padres se acercaron a la cama abrió los
ojos. Miraba y miraba. Después preguntó: «¿Dónde estoy?»
Cuando, alejándose de la iglesia cruzaba la pista para llegar al estadio,
realmente le habían alcanzado unas sacudidas. El remolque de un camión
había hecho un movimiento brusco y había golpeado al muchacho. Éste fue
lanzado contra un árbol donde quedó en el suelo, sangrando e
inconsciente. El camión siguió su camino. Más tarde llegó ayuda. Una
ambulancia le llevó al hospital. Allí le lavaron, le limpiaron, le
vendaron y le pusieron inyecciones. Al despertar de su inconsciencia
había soñado. En su sueño se cumplió el aviso de su mamá. El ruido del
camión se convirtió en el sueño, en la carrera de la campana. El sueño
hizo del choque y de la caída una campana que le tapó con su manto para
hacerlo regresar al templo.
Por eso, después de preguntar dónde se encontraba, lo primero que dijo
Carlos Enrique fue: «De ahora en adelante iré a misa todos los domingos».
Más tarde dijo: «No es por lo de la campana. Es que he leído en los días
que he pasado en el hospital un relato que decía lo siguiente: "Cuando
arreció la persecución de los cristianos en África del Norte, los
soldados tomaron preso en la pequeña ciudad de Abilene a un grupo de
cristianos. Se les condenó a muerte sólo porque iban a misa los domingos.
Se les llama los mártires del domingo. Dieron su vida en favor de la misa
dominical, ¿y nosotros no queremos dar para la Eucaristía dominical ni
siquiera una hora?"».
La misa es nuestro deber. Cada domingo nos llaman a ella las campanas. En
cada fiesta grande nos llega su voz: «¡Venid todos! Cristo está presente.
A Él queremos cantar».
Quien no viene descuida su deber. Quien no viene se excluye de la
comunidad del amor y de la gratitud. Actúa como quien no quiere saber
nada de sus hermanos y de su hermano mayor. Los hermanos: estos son los
demás cristianos. El hermano mayor: este es Cristo, el Hijo de Dios. Él
murió por nosotros. Por Él tenemos vida, ¿y nos ausentaremos cuando se le
ofrece la acción de gracias dominical?

8. LA EUCARISTÍA - UNA FIESTA DEL CIELO: ASISTEN LOS ÁNGELES.


Llegó con una hora de adelanto.
San Félix de la casa real francesa de los Valois dejó la corte real, se
hizo monje y fundó la orden de la Santísima Trinidad para la liberación
de los prisioneros. En aquel entonces fueron capturados muchos cristianos
por los sarracenos o los corsarios en pequeñas batallas navales y
llevados a África del Norte. Muchos, muchísimos le deben al santo, a su
obra y a sus religiosos la libertad y la vida. (Éstos tenían un voto
especial: si no había dinero para rescatar a los cristianos, ellos mismos
se entregaban al cautiverio en reemplazo de los prisioneros para lograr
su libertad).
Félix había cumplido los 85 años. Se celebraba la Fiesta, la Solemnidad
de la Navidad. Después de una colación austera en la Nochebuena los
monjes habían cantado las vísperas (la oración de la tarde de la
Iglesia). Después se fueron a dormir unas horas para estar descansados
para la celebración de la Eucaristía más importante de la fiesta, la Misa
de Gallo a medianoche. El santo escuchó que en el reloj daban las 11.30.
Se vistió rápidamente y bajó a las doce menos cinco a la Iglesia. El
recinto estaba profusamente iluminado, en todas partes ardían velas y
lámparas de aceite. Las ramas de pino derramaban su perfume. Pero Félix
se sorprendió porque veía que todos los asientos del coro estaban
ocupados. Se fue a su asiento y a pesar de su severo recogimiento
habitual no pudo evitar echar una mirada alrededor. Miraba y vio que no
había ninguno de sus monjes. En sus asientos estaban sentados los santos
ángeles de los cuales irradiaba una luz esplendorosa. En el lugar del
Superior de la Orden estaba sentada la Madre de Dios, la Virgen María.
Algunos ángeles guiaban y entonaban los himnos y salmos. Otros ángeles
proclamaron las lecturas. Todo el coro de los ángeles cantaba los salmos
con sus antífonas como es costumbre en Navidad. Lo llamativo era que esta
celebración tenía una armonía especial, celestial. Las voces que
entonaban con precisión, las ceremonias llevadas con suma solemnidad...
Había una especie de gloria que lo cubría todo. A Félix le rebosaba el
corazón de gozo. Nunca había vivido así una Navidad.
Por fin llegaron los monjes del convento. El santo se había levantado una
hora antes. Los frailes comenzaron a prepararlo todo para la celebración
de la Misa de Gallo y los cantos de la celebración de Navidad.
Descubrieron a su venerado patriarca sentado en su lugar, inmóvil, el
rostro inundado de alegría. Le preguntaron: «¿Qué ha ocurrido?». Les
dijo: «Ya he celebrado la Navidad con los ángeles y la Madre de Dios, la
Virgen María. No me distraigan o no podré seguirles en el canto de los
salmos» . Después inclinó su cabeza sobre el libro de los salmos. Había
muerto. Podía continuar la celebración de Navidad en el cielo y cantar
con los ángeles.
Los monjes comenzaron pronto la Eucaristía de medianoche. No estaban
tristes por la muerte de su fundador. Su corazón estaba lleno de alegría
porque sabían que los ángeles ya habían comenzado a celebrar la fiesta y
que ellos cantaban en el lugar de los ángeles.
No hay por qué envidiar a estos buenos monjes. Una fiesta celestial la
tenemos nosotros también, cada domingo, cada día, es la Eucaristía.
Cuando viene Cristo, vienen con él todos sus santos. Él viene para orar
con nosotros, para hablarnos, para ser nuestro sacrificio y nuestra
comida. Allí no pueden faltar los santos ni los ángeles.
Los ángeles y santos son mencionados en la Eucaristía. Alrededor de
cuarenta nombres son proclamados en la anáfora (el canon de la eucaristía
con la consagración). El santo nos hace unirnos al canto de los ángeles.
Esto no se hace en sueños o por medio de listas rutinarias. Cuando se
llama a los santos ellos están invisiblemente presentes. Se menciona a
los ángeles, se canta su canto. Ellos están allí y cantan con nosotros.
Ángeles y santos rodean invisiblemente el altar durante la Eucaristía.
Ellos llevan nuestros dones al Padre. Ellos hacen de la Eucaristía una
fiesta del cielo en medio de nosotros
9. LA EUCARISTÍA - PARA DESCUBRIRLA, REQUIERE PARTICIPACIÓN: CON EL
CORAZÓN, LA BOCA, EL ALMA Y EL CUERPO.
La máquina no arrancó.
Un maestro impresor había hecho un descubrimiento. Se dijo: «He ganado la
lotería». Con su invento iba a reducir el coste de producción de un
periódico. En adelante necesitaría menos obreros y podía hacer los
trabajos a menor coste que los demás. Hizo que le construyeran una nueva
máquina de imprimir. La fábrica que hizo la nueva máquina le ofreció
participar en su negocio haciéndole socio de la empresa. Durante el
montaje le vino la idea de cómo hacer trabajar la imprenta más
silenciosamente. En fin, era un éxito.
Llegó el día cuando la nueva máquina iba a comenzar a imprimir. Puesto
que la imprenta era la empresa más importante de la pequeña ciudad, vino
el alcalde para la inauguración. Él pensaba que seguramente habría
mayores ingresos para la ciudad. La prensa envió a sus reporteros. Habían
invitado al párroco y al director del colegio. En el patio se vieron
varios autos. El maestro impresor estaba muy nervioso. Cuando dio la
bienvenida a los invitados, tartamudeó varias veces. Varios de los
invitados consideraban necesario hacer un discurso. Suerte que el párroco
no habló esta vez, si no el acontecimiento hubiera durado mucho más.
Finalmente dijo al maestro impresor: «Vamos a poner en marcha la
máquina». Se acercó y accionó una manivela. En seguida se escuchó el
movimiento del motor. Se percibía el olor de la tinta. Uno de los
invitados dijo algo sobre la hermosura de la técnica. Pero no salió ni
una hoja de la imprenta, menos aún una hoja impresa. Al principio los
invitados no se dieron cuenta. El maestro impresor corrió de un lado al
otro. Los ayudantes no entendían lo que estaba sucediendo. La nueva
máquina no funcionaba. Entonces dijo el aprendiz más joven: «No han
apretado el botón del alimentador de papel.» Era verdad. Alguien apretó
el botón del alimentador de papel y en seguida la máquina escupió una
hoja después de otra con una velocidad infernal, unas hojas perfectamente
impresas. El alcalde expresó su admiración. El párroco dijo: «La mejor
máquina no sirve si no se la conecta».
Esto vale también para la Eucaristía. Es un «invento» del Espíritu Santo.
En ella vive y actúa el amor por medio de Jesucristo, nuestro Señor. En
ella viene Dios a nosotros. Él nos da participación en el sacrificio de
la cruz. Es el cielo en la tierra. En ella se nos regala como en
Pentecostés la gracia del Espíritu Santo.
¡Sin embargo, sin embargo! Si nos quedamos lejos porque nos aburre la
Eucaristía, no se aprovecha nada toda esta gloria. Cuando dormimos o
soñamos durante la Eucaristía no puede soplar la tempestad de
Pentecostés. Hay que «apretar el botón»: abrirse a la Eucaristía, entrar
en ella para que pueda ejercer su poder en nosotros,
Cuando uno deja pasar la Eucaristía, aunque esté presente, sin rezar, sin
pensar, sin cantar, sin una palabra para su Señor y Salvador, quizás
encerrado en sí mismo porque está de pleitos con alguien, éste está
presente exteriormente pero no en su interior. Cuando uno está enfermo y
tiene que renunciar a la Eucaristía y sigue la Eucaristía rezando y
meditando, leyendo quizás su misal, o siguiendo una Eucaristía en la
radio o la televisión éste no está exteriormente pero está en lo
interior. Con corazón y boca, con alma y cuerpo presente en el sacrificio
de Cristo: es el botón misterioso.
10. LA EUCARISTÍA - PRESENCIA: JESÚS ESTÁ PRESENTE CON SU AMOR.
La luz de Jerusalén.
El cruzado estaba arrodillado en la Iglesia del Santo Sepulcro de
Jerusalén para despedirse. Le entregó al sacerdote su linterna. Éste la
encendió con la luz de la lámpara del Santo Sepulcro, la bendijo y
bendijo al cruzado. Éste montó su caballo y con alegría emprendió el
camino a casa.
El caballero había hecho un voto. Quería llevar por tierra la luz del
Santo Sepulcro del Resucitado hasta la iglesia de su ciudad natal para
hacer penitencia de una culpa muy grave. No se imaginaba qué difícil iba
a ser llevar adelante el cumplimiento de su voto.
Por el camino le atacaron grupos enemigos. Puso la lámpara bajo su brazo
izquierdo y con la derecha empuñó la espada y se enfrentó a sus enemigos.
Éstos vieron la llama rutilante debajo del brazo del caballero y pensaron
que era un arma secreta. Se dispersaron en una huida desbocada.
El cruzado llegó a un río profundo. No había puente ni nadie que le
pudiera llevar al otro lado. Le dijo a su caballo unas palabras de
aliento, le dio unos granos de trigo. Después se arriesgó a cruzar
montando al caballo. La lámpara la sostenía sobre su cabeza. No podía
apagarse. El caballo luchó con valentía contra la corriente y alcanzó la
otra ribera. La lámpara seguía encendida. De esta manera pasó muchos
peligros.
En cierta ocasión, al mediodía, llegó a una casucha solitaria. Se acercó
con la esperanza de encontrar un poco de agua para él y para su caballo.
Al entrar encontró a una anciana pobre y enferma. Deliraba de fiebre y
temblaba de frío sobre un camastro destrozado. El caballero le habló
cariñosamente y le dio de comer. Ella le describió su sufrimiento. Se
había apagado la lumbre de su hogar. Ella era demasiado débil para
encender el fuego con las piedras. Por eso, durante las noches heladas le
había atacado la neumonía. Ni siquiera era capaz de levantarse para
preparar un té. Él le habló del fuego sagrado que llevaba y con él
encendió el hogar de la enferma. Cuando estuvo mejor continuó su camino.
Una noche se echó a dormir al borde de un bosque espeso. En la oscuridad
pasó un ave nocturna y tumbó su linterna. Se apagó el fuego. Cuando el
caballero despertó por la mañana, dirigió la primera mirada hacia la
lámpara. Estaba oscura. Le invadió un terrible temor. ¿Acaso todo estaba
perdido?
Entonces recordó a la enferma que había dejado atrás con la lumbre
sagrada en su hogar. No le quedó más remedio que volver allá. ¿Y si la
mujer había dejado que se apagara la llama? Por la tarde llegó a la
casucha solitaria. La mujer le saludó con alegría y le mostró su hogar
encendido: «El hogar sigue encendido». El caballero tenía los ojos
arrasados de lágrimas. Él había ayudado a su prójimo. Allí seguía
encendida la luz sagrada. Con sumo cuidado encendió su lámpara con el
fuego del Santo Sepulcro del hogar de la casucha solitaria.
Muchas veces el caballero vivió escenas alegres. De una ciudad le
vinieron al encuentro los sacerdotes, en otra los fieles pidiéndole que
encendiese con su luz sagrada las velas de su iglesia. Así dejó detrás de
sí una cadena de la lumbre sagrada de Jerusalén.
Cuando arribó a su tierra le recibieron a la entrada en solemne
procesión. El caballero llevó con las manos elevadas el fuego sagrado del
Santo Sepulcro de Jesús hasta el altar de su ciudad.
Los astronautas algún día tendrán unos aparatos tan precisos que puedan
abarcar con una mirada las casas y ventanas de la tierra. Observarán
también las luces de las iglesias y constatarán: Cuando las lámparas se
apagan en el este se encienden las lámparas en el oeste. Estas luces
anuncian: Aquí comienzan las celebraciones, allí están llegando a su
término. Cuando concluye la Eucaristía en los países del este, ahí mismo
comienzan en las regiones del oeste. Un profeta del Antiguo Testamento
dijo: «Desde la salida hasta el ocaso se ofrecerá a mi nombre un
sacrificio puro». Así como el caballero llevaba la luz de Jerusalén de
una estación de su camino hasta la siguiente, así pasa la luz de Cristo
de lugar a lugar y enciende las lámparas de la Eucaristía. En 24 horas la
Eucaristía da la vuelta al mundo y crea una presencia permanente de la
luz del amor del Señor.
A veces uno encuentra imágenes del crucificado en las cuales se ha hecho
visible el corazón, un corazón en medio de llamas. ¿Qué quiere decir esta
imagen del corazón abrasado en llamas? No existe tal cosa. Quiere
recordarnos algo muy importante. El Viernes Santo se contemplan los
dolores y la pasión de Jesús como algo pasajero. Lo permanente e
imperecedero fue y es su amor hacia nosotros: su corazón ardiente. Cada
vez que se celebra la Eucaristía, Jesús está presente con su amor. El
corazón ardiente de amor está presente y en el centro del Viernes Santo,
lo máximo del sacrificio de Cristo, su amor permanente, eterno por
nosotros. En la Eucaristía da vuelta al mundo, igual que la luz del
caballero atravesó los países. El sacrificio de la cruz permanece porque
permanece el amor de Cristo de altar en altar.
¿Y si un ave nocturna la derriba y apaga la luz? El ave nocturna puede
ser una persecución que ataca religión y altar. Aves nocturnas podemos
ser nosotros mismos. La culpa y el pecado pueden apagar la luz y el amor
de Cristo para nosotros cuando dejamos de luchar por ello, cuando ya no
tienen valor para nosotros. Pero ningún ave nocturna podrá lograr apagar
la luz de Cristo en todo el mundo. Su amor permanece en el cielo así como
en la tierra en la Eucaristía.

11. LA EUCARISTÍA - NOS TRANSFORMA. SOMOS HIJOS DE DIOS.


El rey sapo.
Una princesa tenía una pelota de oro. Con ella jugaba en el parque del
palacio de su padre. El rey le había prevenido: «¡No pierdas la pelota de
oro!». Sin embargo, mientras jugaba y corría, sin querer la pelota de oro
cayó en un pozo y se hundió en sus aguas.
Apenada buscaba la princesa la pelota con la mirada. Sus lágrimas caían
en el agua. De repente las aguas del pozo se movieron y emergió nadando
un gran sapo. El sapo preguntó a la princesa: «¿Por qué lloras?»
Sollozando le contestó: «Mi pelota de oro se ha caído al pozo». El sapo
preguntó: «¿Quieres que la saque?» La princesa comenzó a suplicar: «Por
favor, por favor, por favor, tráeme la pelotita de oro». «Bien, dijo el
sapo, te la voy a traer. Pero sólo te la voy a entregar si me prometes
que en la mesa de tu padre pueda comer de tu plato de oro y beber de tu
vaso de oro y dormir en tu cama de oro». Rápidamente le dijo la princesa:
«Te lo prometo». Entonces el sapo saltó al agua y se sumergió en el pozo.
Después se removieron nuevamente las aguas y salió el sapo con la pelota
de oro que llevaba adherida unas algas de las profundidades del pozo. La
princesa tomó rápidamente el juguete precioso y dijo apenas: «Gracias» y
corrió al palacio.
Poco tiempo después sonaba la campana que llamaba a la cena real. La mesa
estaba puesta. Había platos y vasos de oro. Entró el rey con su hija, la
princesa, y tomó asiento para cenar. Entonces se abrió la puerta hacia el
parque y entró saltando el sapo. Se acercó a la mesa dejando en el piso
de mármol rastros de agua porque acababa de salir del pozo. Con un salto
atrevido subió a la mesa y comenzó a comer del plato de oro de la
princesa y a beber el vino de su vaso de oro. La princesa lanzó un grito
de disgusto. No pensaba cumplir con lo que había prometido al sapo por
traerle la pelota de oro. Era ingrata. Le gritó: «¡Sal de aquí, feo
animal!» Hasta trató de pisar al sapo. Éste había saltado de la silla y
atravesaba el comedor real. No había remedio. La princesa tenía que
contar a su padre todo lo que había sucedido. El rey dijo severamente:
«Lo que uno promete lo tiene que cumplir. Quién sabe cómo le puedes
ayudar al pobre animal que ha venido en tu ayuda».
Era hora de ir a la cama. Cuando la princesa llegó a su dormitorio estaba
en su cama el sapo y la miraba con sus grandes ojos redondos. La princesa
olvidó su promesa. Llena de ira agarró con dos dedos al sapo de una pata
y lo lanzó contra la pared. De repente apareció delante de la pared un
príncipe, vestido espléndidamente con terciopelo y seda. Abrazó a la
princesa y exclamó: «Me has liberado. Porque pude comer de los platos de
oro del rey y beber de su vaso de oro y dormir en su cama de oro, me he
transformado. Una bruja mala me había convertido en sapo en el palacio de
mi padre».
Este cuento de hadas es muy antiguo. Nos indica la fuerza de la
Eucaristía.
Allí comemos del plato de oro del rey eterno. Nos alimentamos del pan que
es Cristo, el pan que es vida y da vida. El plato de oro (su nombre
oficial es «patena» que significa literalmente plato o recipiente) nos
indica qué precioso debe ser el alimento cuando se utiliza un material
tan noble para el plato.
Bebemos en la Eucaristía del vaso de oro del rey que es Cristo. Vaso y
cáliz significan lo mismo. En el relato de la última cena se dice de él:
«este cáliz glorioso». Por eso también está hecho del material más noble,
de oro. Sin embargo, el cáliz es glorioso ante todo por su contenido
glorioso: La sangre de Cristo que manó de las heridas del crucificado.
Quien bebe de este cáliz, bebe vida eterna. En el momento de la santa
comunión descansamos sobre el corazón del Redentor como el Apóstol San
Juan durante la última cena descansó en el pecho de Jesús. Ésta es «la
cama de oro del rey», éste es Jesús que nos acoge en su corazón.
El plato de oro, el vaso de oro, la cama de oro del rey, los cuales
anhelaba el sapo desde el barro hondo del pozo: éste es en una palabra el
sacramento maravilloso de la Eucaristía.
El sapo en la profundidad - eso somos los hombres, nosotros los pobres
pecadores. En el bautismo nos hemos convertido en hijos de Dios, hijos de
rey de nuestro Señor Jesucristo, en príncipes del reino de Dios. Después
vino el mal. En la hora oscura de la tentación se acercó a nosotros el
enemigo que también ha tentado a Jesús. Hemos fallado y hemos hecho lo
que está mal. Por eso se nos quitó la dignidad de hijos de Dios. Estamos
sentados en alguna parte del pozo profundo y oscuro. Entonces somos
llamados a la mesa del rey. El plato de oro con el pan del rey nos
transforma. El sapo vulgar e insignificante se convierte en hijo de Dios
y príncipe del reino de Dios. Pero desde entonces nos toca hacer el bien,
ayudar a otros, hacer penitencia por el desprecio y el rechazo de los
demás. Penitencia y Eucaristía, los sacramentos del juicio y de la vida
logran nuestra transformación. Así nosotros los «sapos» llegamos
nuevamente a ser hijos de Dios, príncipes del reino de Dios.

12. LA EUCARISTÍA - AL PARTICIPAR NOS HACE CRISTO Y NOS MARCA DE CRISTO.


La leyenda del petirrojo.
Un hermoso día de primavera una pareja de pajarillos -eran grises e
insignificantes- estaba sentada en su nido en un arbusto denso que se
apoyaba en el muro de Jerusalén. En el nido había tres huevos. Dentro de
pocos días debían salir los pichones. De repente desde la cercana puerta
de la ciudad se oyó un griterío. Apareció una masa de gente enardecida de
cólera. Un soldado sentado en su caballo abría el desfile de los
militares armados. Después se veía a tres hombres, cargando cada uno con
su cruz. Uno de ellos llamaba la atención por su porte noble en medio de
la tortura y humillación. Lo llevaban al Gólgota donde se ejecutaban las
sentencias de muerte.
Entonces acontecieron muchas cosas extraordinarias. Pero luego la pareja
de avecillas vio lo siguiente: el hombre de porte noble -Jesucristo,
nuestro Salvador- fue echado sobre la cruz que permanecía en el suelo. Un
tipo particularmente rudo sacó un clavo del grosor de un dedo meñique, de
20 centímetros de largo. Extendió la mano hasta el extremo del
transversal y comenzó a clavarla en la madera.
Cuando vieron esto las avecillas, «sus plumas se pusieron de punta de
terror». El ave madre dijo: «Tenemos que ayudar». El papá dijo:
«Sencillamente les quitamos los clavos». Dicho y hecho. Volaron al lugar
de la crucifixión y se sentaron en la caja de los clavos. El ave mamá
tomó la punta más delgada en su pico y el papá la parte superior. Con
mucho esfuerzo levantaron vuelo. Cuando llegaron al arbusto lo dejaron
caer entre las ramas y desapareció. Antes de continuar con la tarea
tenían que mirar el nido para asegurarse que todo estaba bien. Cuando
llegaron de nuevo al lugar donde estaban las cruces el verdugo estaba
clavando la segunda mano de Jesús en la cruz. Vio a los pajarillos y les
gritó: «¡Malditos, aléjense!» y las ahuyentó con su pesado martillo.
Después buscó los clavos y encontró sólo uno, el tercero. Lo agarró
blasfemando porque le hacía falta el cuarto clavo. ¿Cómo continuar con la
crucifixión? Después puso los pies de Jesús uno sobre el otro y los
perforó con un solo clavo para fijarlos en la cruz.
Con mucho griterío e insultos levantaron la cruz. Cuando las avecillas
vieron a Jesús colgado entre tantos dolores, dijo el papá: «Lo que se ha
clavado se puede sacar otra vez. Ven, vamos a sacar los clavos». Ambas
avecillas volaron hasta la cruz, se sentaron en el palo horizontal e
intentaron con su máximo esfuerzo sacar el clavo. Sus fuerzas no eran
suficientes para lograrlo. Jesús los miró con gratitud. Después volvieron
a su nido. Allí vieron que las plumas de sus pechos estaban pintadas de
rojo con la sangre de la mano de Jesús.
El día domingo los pichones salieron de sus huevos. Era la mañana de
Pascua de Resurrección. Los papás alimentaban a sus pequeños y traían lo
mejor que podían encontrar. Cuando hicieron una pausa, sentados en el
borde del nido, la mamá dijo: «Papá, mira. Nuestros hijos tienen plumas
rojas». El papá miró y dijo: «Es verdad. Justo donde nosotros tenemos las
manchas de sangre del crucificado de anteayer». «Esto nos lo ha dejado a
nosotros y a nuestros niños como recuerdo», dijo la mamá. Era verdad.
Como señal de gratitud por su esfuerzo por el Salvador crucificado estas
avecillas grises e insignificantes llevan en el pecho y la garganta una
mancha roja. Por eso se llaman petirrojos.
En cada Eucaristía estamos junto a la cruz. Su pasión y su muerte, su
sacrificio se realiza para nosotros. Recordamos cómo Jesús sufrió tanto
por nosotros el Viernes Santo. Debería sucedernos igual que a las
avecillas grises: Que nos preocupemos por Jesús, que le ayudemos, que
tomemos parte en su sacrificio. Que le ayudemos en su cuidado por los
hombres. Entonces seremos marcados y sellados por Jesús. No llevamos una
mancha roja. Sin embargo nuestro corazón estará lleno de Él, dispuesto
para Él y del mismo sentir con Él. El Apóstol San Pablo dice: «Cristo
vive en mí y yo en Él». Este es el efecto más hermoso de la Eucaristía:
Cuando el cristiano se convierte más y más en Cristo.

SEGUNDA PARTE:
LO QUE SUCEDE EN LA
EUCARISTÍA

13. EL GUIÓN DE LA EUCARISTÍA. PARTES DE LA MISA. CONSAGRACIÓN.


La fiesta del abuelo.
La pequeña calle que siempre estaba silenciosa, se había transformado. En
las casas ondeaban pequeñas banderas. Ante la casa del abuelo había un
mástil alto con una bandera larga. La puerta de la casa estaba adornada
con una guirnalda. El pino del jardín estaba cubierto de tiras de oro.
Todo el mundo se daba cuenta: Se celebraba una fiesta.
Cierto, una fiesta. Todos los de la calle lo llamaban así, Abuelo, y
celebraba un triple jubileo: Sesenta y cinco años de trabajo en una
fábrica prestigiosa, veinticinco años de labor en la casa, de inventor en
favor de la fábrica, y sus 95 años de edad. Era un hombre muy importante
y apreciado en la fábrica. Sus muchas ideas nuevas, sus inventos hicieron
que desde técnico fuera promovido hasta gerente. Se había hecho
imprescindible. Cuando se jubiló, siguió ayudando con sus consejos,
estudios y experimentos. Su amabilidad hacía que todo el mundo le
quisiera. A todos les había ayudado alguna vez. Vivía en la pequeña calle
silenciosa en una casa unifamiliar. La habían construido de manera que
las grandes ventanas de la sala de estar miraban hacia el jardín y
parecía que casa y jardín fueran una unidad.
Puntualmente a las 9:30 de la mañana entró un autobús enorme por la
pequeña calle silenciosa y unas cincuenta personas bajaron del bus. Era
el coro de la empresa. También llegó un gran «mercedes». El chófer abrió
la puerta trasera y se apeó el director general y el directorio en pleno.
Todos llevaban trajes oscuros con corbatas plateadas como se suele hacer
en momentos solemnes. El abuelo deseaba darles la bienvenida en la
puerta. Pero no lo hizo. Sólo cuando el ama de casa, su hija, había
llevado a los caballeros a la sala de estar, apareció él.
Los caballeros y la familia del abuelo tomaron asiento en la sala de
estar. El coro se apostó en la hierba del jardín. Las grandes ventanas
estaban abiertas. Jardín y sala eran una unidad. Se acercaron unos
músicos. Con flautas y trompetas tocaron una música solemne para dar
comienzo a la fiesta. El abuelo de ninguna manera quiso dejar de dar la
bienvenida a todos los huéspedes. Se disculpó por no haberles recibido en
la puerta. Dijo: «Me había olvidado tomar mi medicina. Por eso llegué
tarde» . También dijo que le apenaba que los huéspedes tuvieran que
soportar la incomodidad del viaje. Los cantantes ofrecieron luego una
canción muy festiva. Cuando terminaron, un joven trabajador dijo unas
palabras que hablaban del trabajo, la gratitud y la alegría.
Después todos se sentaron. El director de personal leyó un discurso que
había preparado. Él mismo había comenzado como aprendiz bajo la dirección
del abuelo. Se relataron recuerdos serios y alegres. En el centro estaban
siempre la fábrica y el abuelo.
Cuando había terminado el director de personal, le tocó nuevamente al
coro. Su canto era como una respuesta al discurso.
Entonces se levantó el director general. Declaró: «Puedo darles una
noticia especialmente hermosa. El Sr. Presidente de la República ha
condecorado al señor de la casa con la Cruz de Caballero». Luego añadió
un pequeño discurso en el que alabó al abuelo como el cerebro de la
fábrica. Le deseó salud y bienestar para muchos años. Todos aplaudieron
al abuelo y dieron tres «hurra» y el trompetista tocó fuerte su
instrumento. Todos se acercaron para felicitar al abuelo.
Después del discurso del director general entraron dos mozos. El mejor
hotel de la ciudad los había enviado. Estaban vestidos con uniformes
rojos y parecían unos generales. Pusieron la mesa con bandejas de plata,
unos bocadillos y también trajeron vasos. Cuando el desayuno estaba
preparado se levantó el abuelo para dar un discurso. Por lo menos repitió
doce veces la palabra «gracias». Al final dijo: «Todos ustedes saben que
me importa mucho la religión. Por eso les ruego que acepten mi costumbre,
en momentos importantes, y recen conmigo el Padrenuestro.» Todos lo
hicieron. El Señor director general parecía no sabérselo, pero le pareció
conmovedor que todos rezaran juntos. Después se repartieron los
bocadillos y se escanció el vino. A todos les gustó mucho.
El coro volvió a cantar y el abuelo dio un breve discurso final. Después
todos los presentes, la familia, los vecinos y el directorio se unieron
en una canción común. Finalmente se despidieron, unos subieron al
autobús, otros a los coches de lujo y los vecinos regresaron a sus casas.
Todos comentaban lo hermosa que había sido la fiesta del abuelo. Todos
dijeron: «Se la mereció».
Tomás, el bisnieto del abuelo, de doce años, había participado en todo
esto. Era un chico que pensaba. Al día siguiente visitó a su mejor amiga.
Era la hija mayor del abuelo, su abuela. «Abuela, ¿La fiesta de ayer no
fue acaso como una Misa?» La abuela no comprendió bien: «Anteayer
celebramos la Eucaristía por la salud del abuelo en la Iglesia
Parroquial». «No estoy hablando de esto. Quiero decir lo de ayer, la
celebración con el coro de la empresa». «Tomás, eso no fue una
Eucaristía. Como acólito no deberías cometer un error de este tipo».
Tomás se sintió un poco ofendido: «Por supuesto, yo sé eso. Lo que quiero
decir es que todas las cosas se sucedieron una a la otra como en la
Eucaristía». «¿Cómo es eso?» se admiró la abuela. «Había lo de la
trompeta y lo de la flauta, como un canto de entrada, y cuando el abuelo
se disculpó por su tardanza de un cuarto de minuto, pensé que es como
cuando al comienzo de la Eucaristía pedimos perdón, y cuando cantó el
coro me recordó el gloria de la Misa». «Mira, realmente nunca lo habría
pensado de esta manera».
«Fíjate, cuando el trabajador dijo su invocación, fue breve y solemne
como cuando hace la oración el párroco. Sólo le faltaba extender las
manos.» «Me parece que estás exagerando», le dijo la abuela. Tomás se
entusiasmó con la idea: «Tienes que reconocer abuela: que el director de
personal leyó su informe como nuestro lector cuando proclama la lectura.
Cuando el jefe máximo habló de una noticia alegre por la condecoración lo
hacía con devoción y con mucho sentimiento, igual que el párroco los
domingos.»
Tomás continuó victoriosamente con su argumentación: «Los mozos del Hotel
Intercontinental, ¿acaso no eran ellos como los acólitos, con ropa más
colorada que nosotros?» Y luego está el discurso del abuelo. Habló igual
que el párroco: «Demos gracias al Señor nuestro Dios, igual se dice en el
prefacio».
La abuela le miró admirada y orgullosa de su nieto y sus pensamientos.
Pero no le dijo nada sino que se hizo la indiferente: «¿Realmente?» Tomás
se reía: «¿Te has dado cuenta de que el gran jefe no sabía rezar el
Padrenuestro? Se puso a tartamudear. Pero el Padrenuestro era como en la
Iglesia antes de la comunión». «¿No vas a comparar comer los bocadillos y
tomar el vino con la comunión cuando recibimos a Jesús?». La abuela otra
vez se hizo como si se opusiera. «Claro que no es lo mismo. Pero las dos
cosas son iguales en una cosa: la comida sagrada y la comida de la fiesta
del abuelo, las dos son comida. Una para el alma, otra para el cuerpo.
También la comunión es comida». La abuela quiso burlarse un poco cantando
un canto de comunión pero no le salió bien.
Entonces Tomás pudo presentar su argumentación final: «Quizás te das
cuenta ahora de que el himno del coro se cantó justo como el canto en el
momento de la comunión, y la palabra final del abuelo cuando dijo:
"Lleguen bien a sus casas", era como la oración final de la Eucaristía
cuando el sacerdote dice: "Podéis ir en paz"».
La abuela le interrumpió: «Tengo una idea. Te toca hacer una tarea para
que la presentes mañana a la profesora de religión. ¿Por qué no te
sientas y anotas lo que hemos hablado? Yo en tu lugar haría dos listas,
una al lado de la otra, y quizás puedas completarlo todo un poco más».
«Muy buena idea», dijo Tomás y desapareció corriendo.
Durante esa tarde no se le escuchó nada a Tomás. Sentado en su cuarto
escribió lo siguiente:

FIESTA DEL ABUELO EUCARISTÍA

Entrada: Trompeta y Flauta


Saludo del Abuelo y Disculpa
Canta el Coro
La Invocación Festiva
Informe, leído por el director
Canta el Coro
La entrega de Condecoración
Discurso del Director General
Los mozos ponen la mesa
Palabras gratitud del abuelo
Ruego del abuelo
padrenuestro
Bocadillos y vino de honor
Canta el coro
Palabra final del abuelo
«Lleguen bien a casa»
Entrada y Canto de Entrada
Saludo y Rito Penitencial
Señor ten piedad y Gloria
Oración del Sacerdote
Lectura
Canto de respuesta
Buena Noticia (Evangelio)
Prédica del párroco
Ofertorio ayudan acólitos
Prefacio: «Demos gracias al ... »
Padrenuestro
El banquete sagrado de la
comunión
Canto de Comunión
Oración final
Podéis ir en paz.

Dos días más tarde Tomás llega al colegio. Murmuraba dentro de sí: «Vieja
bruja». Este título lo había copiado de su bisabuelo que, cuando estaba
de buen humor, decía de toda mujer: «Vieja bruja». «Me ha ensuciado mi
lista con un punto de interrogación».
Ciertamente ella había marcado con un punto de interrogación «Señor, ten
piedad y Gloria». También al lado de «Lectura» y otro entre «prédica y
ofertorio» . Después un interrogante grueso y rojo entre prefacio y
Padrenuestro. Abajo había escrito: «Tenemos que hablar sobre esto. La
nota viene más tarde. Se te reconoce con mucho valor tu tarea libre».
Un día más tarde, había clase de religión en la penúltima hora. La última
clase fue cancelada. Tomás tenía que quedarse. Le hubiera gustado pinchar
a la «vieja bruja». La catequista era la esposa del profesor de historia.
Sabía bastante. Fue una conversación muy hermosa.
«Tu tarea libre es muy buena. Me hubiera gustado darte un "excelente"».
Pero hay que aclarar los interrogantes. Después lo escribes todo de
nuevo. No es un examen ni una composición. Mira: ¿Por qué escribes «Señor
ten piedad y Gloria»?
Tomás sabía contestar: «Hace unos días el párroco habló con el director
del coro parroquial. El párroco gruñía de descontento porque el coro
había cantado de manera muy triste el "Señor ten piedad" de una
Eucaristía cantada moderna. Después dijo el párroco: El "Señor ten
piedad" no es un acto penitencial. Es una aclamación del emperador. Igual
que el gloria con sus aclamaciones tomada del cortejo triunfal del
emperador. El "Señor ten piedad" y el Gloria son juntos un canto a Cristo
Rey al comenzar la Eucaristía». «Te has defendido bien», dijo la
catequista, «borremos el punto de interrogación. Ahora aquí: tú escribes
Lectura. En realidad la Eucaristía tiene dos lecturas antes del
Evangelio».
Tomás argumentó en contra: «Pero sólo los domingos y fiestas. Por lo
demás muchos son flojos y leen sólo una.» «Bien, borremos el segundo
punto de interrogación, dijo la profesora, pero aquí: Después del sermón
o la prédica haces seguir de inmediato el ofertorio». «¡Ay de mí!, me
estoy volviendo viejo, dijo Tomás en una neta imitación del bisabuelo. No
me he fijado que después del sermón han aclamado al abuelo con tres hurra
y un aplauso cerrado. Es algo como el Credo en la Eucaristía».
«Insértalo, por favor» dijo la catequista.
«Ahora llegamos al problema más grande: Muy bien, has puesto el prefacio
al lado del discurso de agradecimiento del abuelo. Pero te has comido el
santo, el canon y la consagración. ¿Cómo vas a encontrar un paralelo en
la fiesta del abuelo?» Tomás calló un momento. Tosió un poco y dijo
dudando: «Lo del "santo" es fácil, sencillamente ponemos un canto del
coro». «Pero el canon, la consagración», insistía la profesora. «El canon
es tan corto que uno ni se fija en él». «Pero dime, ¿cómo vas a dejar de
lado el relato de la Última Cena, el punto central en el canon cuando se
realiza la consagración?» La profesora había puesto el dedo en la herida.
Tomás había llegado al final de sus argumentos.
Pero de pronto aparece la solución: «El canon es una parte de la
Eucaristía, la acción de gracias, el discurso del abuelo en la fiesta.
Entonces hay que comparar: Canon, iniciado por el prefacio y Discurso de
agradecimiento del festejado. Pero esto no puede compararse en modo
alguno con la palabra "consagración". Esto es un acontecimiento
sobrenatural que realiza Dios mismo. Es el cielo que irrumpe en la
tierra. Escapa al ojo y al oído pero es tan real como es real Dios. Lo
que dice Dios, se realiza. En este lugar pinta una cruz solamente. Esto
nos recordará que aquí está la cruz y aquí está Dios.»
Cuando Tomás llevó tres días más tarde la hoja de nuevo al colegio tenía
el siguiente aspecto:

FIESTA DEL ABUELO FIESTA DE DIOS (EUCARISTÍA)

Entrada: Trompeta y Flauta


Saludo y disculpa del abuelo
Canto de Coro
Invocación festiva
Informe, leído por el director
Canto del Coro
Mensaje de Condecoración
Discurso Director General
Aplauso, «hurra»
Felicitaciones de todos
Mozos ponen la mesa
Discurso agradecimiento abuelo
Canto del Coro
Padrenuestro
Vino de Honor y Bocadillos
Canta el Coro
Palabra final del abuelo
«Lleguen bien a casa»
Entrada: Canto de entrada
Saludo y Rito penitencial
Señor ten piedad y Gloria
Oración del Sacerdote
Lectura (Epístola) lector
Salmo responsorial
Buena Noticia (Evangelio)
Prédica del Sacerdote
Credo
Peticiones
Ofertorio
Prefacio Eucaristía
Santo
Padrenuestro
Banquete sagrado Comunión
Canto de comunión
Oración final
Podéis ir en paz

14. ENTRADA A LA EUCARISTÍA. EL SACERDOTE UNE A TODOS.


Entrada en Jerusalén.
Cerca de un pequeño pueblo llamado Betfagé en un prado estaban pastando
dos asnos, madre e hijo. La madre burra estaba muy orgullosa de su
pollino. Le mostró las hierbas más finas, le dio clases de correr y
saltar y cómo luchar contra los enemigos. El burrito crecía y crecía.
Estaba claro a ojos vistas que sería una buena bestia de carga. Los niños
del vecindario querían mucho al pequeño burrito. Intentaban atraparlo y
montarlo. Pero la cosa no tenía mucho éxito porque muy pronto se
encontraban en el suelo.
Un día llegaron dos hombres, uno mayor y otro más joven. Se quedaron de
pie un momento y contemplaron a los dos animales. Fueron a la casa del
dueño, se presentaron y le dijeron: «El Señor los necesita». Sin un rasgo
de impaciencia el campesino fue con ellos a buscar a los burros. Cada uno
de los burros fue enjaezado con una cuerda. Después los dos hombres
emprendieron con ellos el camino a Jerusalén.
No fue tan fácil como se puede esperar. El mayor iba delante con la
burra. Al comienzo se mostró terca como sólo puede ser terco un burro,
pero luego se resignó. El pollino, en cambio, apenas se dejaba dominar.
Sin embargo, cuando la madre trotaba hacia adelante la seguía con saltos.
El camino pasaba por el Monte de los Olivos.
Allí esperaba un grupo de hombres. Estaban muy contentos y alegres. Uno
de ellos colocó una tela en el dorso del pollino. Después alguien lo
montó. Quiso encabritarse. Pero una mano muy firme y a la vez bondadosa
agarró sus crines. Una voz le habló. Entonces supo que estaba en poder de
un ser superior. Siguió el camino y a su madre que iba delante.
En los tiempos antiguos conseguir domar a un potro era considerado una
hazaña. Cuando alguien quería dirigir un ejército y hacerse rey tenía que
dominar este arte. Por eso se escuchó cómo los compañeros decían casi sin
quererlo: «Nuestro rey». Los observadores de la pequeña escena habían
visto los milagros de Jesús, habían escuchado su palabra. Pero la forma
en que domó al burrito les entusiasmó más aún: «¡Es un rey!».
Así una procesión cada vez más numerosa bajó del Monte de los Olivos y
subió al monte del templo. Cada vez fueron más fuertes los gritos:
«¡Hosanna al hijo de David!». Arrancaron ramas de las palmeras para
agitarlas clamando: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!». El
burrito se asustó terriblemente a causa de los gritos y las palmeras
agitadas. Pero de nuevo sintió la mano firme y bondadosa en su nuca y
trotó con calma siguiendo a la madre.
La ciudad cambiaba de aspecto. Los adultos se retiraban un poco porque
los nobles, los fariseos amenazaban con intervenir. Sin embargo, el
griterío iba en aumento. Los niños habían acudido en masa. Cantaban y
cantaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el hijo de David, el nuevo rey!». Los
señores encopetados de edad le dijeron a Jesús: «Diles que se callen».
Jesús respondió: «Si ellos no hablan, clamarán las piedras».
Así la procesión atravesó la ciudad hasta llegar al templo. El desfile de
un rey. La ciudad fue tomada por el nuevo hijo de David. En el templo
Jesús habló durante los primeros días de la semana, cada vez con mayor
intensidad. Pero el burrito le ha recordado los últimos días de la
semana. Porque todo burro gris lleva en la nuca una cruz negra.
El domingo de Ramos es el día de la Entrada (Introito) de Jesús en la
Ciudad Santa para la Palabra y el Sacrificio de la Cruz. El introito de
la Eucaristía, el canto de entrada y el versículo de entrada llevan a la
Liturgia de la Palabra y a la Liturgia del Sacrificio. Así se puede
comparar la entrada con el Domingo de Ramos. La entrada es para la
Eucaristía lo que el Domingo de Ramos es para la Semana Santa.
La entrada a la Eucaristía es a la vez un acontecimiento: Jesús viene en
medio de nosotros. Se siente especialmente en las fiestas solemnes.
Cuando el Señor, representado por el sacerdote y los ministros pasa a
través de nuestras filas entonces cien mil personas individuales son
forjadas en una unidad. Nos convertimos en una unidad con y por Cristo:
asamblea santa. Aquí habla Jesús y ofrece su sacrificio.
En este momento muchas veces somos como unos burritos tercos. Nuestros
pensamientos saltan de un lado al otro, sólo nos queremos a nosotros
mismos. Pero Jesús nos toma de la mano y entonces nos sometemos a Él. Le
llevamos a «nuestro Jerusalén» . Éste es nuestro templo, nuestra
celebración. Aquí habla, aquí se sacrifica.

15. INICIO Y SALUDO: DESEO DE QUE EL SEÑOR ACTÚE EN NOSOTROS.


El peso y la fuerza de un saludo.
Sucedió durante la segunda guerra mundial. Los hospitales ya no sabían
dónde dejar a los heridos. Sobreabundaban sufrimiento y dolor.
En un gran hospital estaban trabajando unas religiosas. Desde la mañana
temprano hasta altas horas de la noche gastaban sus fuerzas en favor de
sus «muchachos», siempre pacientes, siempre cariñosas. El único problema
era que no lograban entenderse con el jefe médico. Era un «nazi» cien por
cien, ciegamente entusiasmado por Hitler «el Führer», quisquilloso y
exigente también en las cosas secundarias, sin tener consideración de los
heridos y enfermos. Su preocupación predilecta consistía en exigir el
saludo nazi «Heil Hitler» con el brazo y la mano extendido a todo el
personal, también de aquellos que apenas podían moverse.
Cada mañana, cuando la madre Paula entraba a la gran sala del hospital,
con toda la prisa que siempre llevaba, se quedaba un momento quieta en el
centro de la sala. Solía hacer una gran señal de la cruz y decía:
«Alabado sea Jesucristo muchachos. ¡Que Dios os bendiga también el día de
hoy!»
Para todos era como un saludo de la casa. El joven teniente, del cual se
sabía que había dirigido un grupo de jóvenes católicos solía decir: «Ésta
es la mejor manera de comenzar el día». Su vecino, hijo de un pastor
protestante pensaba: «Mi padre diría una frase bíblica». El tercero en la
fila, atormentado por terribles dolores, murmuraba: «Esto es lo único que
me da fuerzas». Y esto a pesar del hecho de que durante años no había
pisado la Iglesia.
Le sorprendió el médico jefe. Le gritó a la religiosa: «¿Por qué no hace
el saludo "¡Heil Hitler!"? Ya le he amonestado varias veces. Esto se
acabó. Venga a mi oficina».
En su oficina el potentado le habló airadamente. Decía que estaba
corrompiendo el espíritu de los soldados. Después llamó a la guardia e
hizo que la llevaran presa. Unos días más tarde fueron despedidas también
las demás religiosas. En su lugar vinieron enfermeros. Se escuchaba de la
religiosa prisionera: «La han llevado a un campo de concentración». Todos
sabían que esto era la muerte segura. Los soldados seguían recordando
aquel saludo que tan funestas consecuencias tuvo para la religiosa. A los
heridos les había dado fuerza para el día. Era como un rayo de luz en la
oscuridad. En la reacción del mal se veía claramente la importancia de
este saludo. El poder del mal le tenía miedo. Por eso lo aplastó.
Después de la señal de la cruz y la invocación de la Santísima Trinidad,
la Eucaristía comienza con un saludo: «El Señor esté con vosotros». Así
habla el sacerdote a la comunidad reunida.
Es como si escuchara el saludo del ángel a María: «El Señor está
contigo». Uno siente el parentesco de estas palabras con el saludo de
María a Isabel, la madre de Juan Bautista. Con el saludo del ángel
comenzó la venida del Redentor. Con el saludo de María comenzó la primera
acción salvadora del Señor para con Juan Bautista. Así se inicia con el
saludo al comienzo de la Misa, la venida del Redentor en la Eucaristía.
El saludo da apertura para que el Salvador pueda actuar en nosotros.
Si traducimos del latín el saludo del ángel «Dominus tecum», decimos en
seguida: «El Señor está contigo». Según esto tendríamos que trasladar el
mismo sentido al saludo al comienzo de la Eucaristía: «El Señor está con
vosotros». El saludo constata: «El Señor está ahora con vosotros». Quizás
habéis venido desde una lejanía de Dios. Al comenzar ahora la Eucaristía
el Señor está con vosotros. Se sacrifica por vosotros y os invita a su
Mesa. Él está con nosotros. No quisiéramos ser separados de Él nunca más.
Puede que este saludo nos acarree la ira del maligno. Sin embargo, el
Señor está con nosotros.
El obispo, al celebrar la Eucaristía, utiliza el saludo del Resucitado.
El sacerdote puede utilizar fórmulas que contienen palabras sacadas de
las cartas del Apóstol San Pablo. Pero no se prevé el saludo: «Buenos
días», que es el saludo que corresponde al momento en que vivimos. Cuando
alguien llega no le decimos: «Hasta la vista». El saludo es como un
título. No se puede poner una etiqueta equivocada. La celebración de la
Eucaristía no es una celebración rutinaria del día sino un culto a Dios.
Por eso no cuadra aquí el saludo civil.
La religiosa del hospital murió por el saludo. Para que Dios esté con
nosotros vale la pena que arriesguemos hasta lo último.

16. ACTO PENITENCIAL: NECESIDAD COMO CRISTIANOS.


La grandeza auténtica del emperador.
Comienza la cuaresma del año 390. Los fieles de la ciudad episcopal de
Milán acuden en tropel a la Eucaristía. No hay que olvidar que Milán en
aquel entonces era lugar de residencia del emperador. Por eso también el
emperador se pone en camino al templo. El propio emperador Teodosio se
dirige a misa.
La comidilla y las conversaciones de los milaneses no tratan de otra cosa
que de los últimos acontecimientos en Saloniqui (Tesalónica), la ciudad
que dominaba el Mediterráneo del este y el camino a Constantinopla. La
población entra en franca rebeldía contra el emperador. Los militares
dominan la situación. Pero el emperador trama venganza. Después de muchos
años de caos él ha dado al reino su unidad política y religiosa. Ha
impuesto de nuevo la fe en la gloria divina de Jesús. Pero también ha
crecido su orgullo y la conciencia de su poder. No soporta que hayan
rebeldías. Un día hace convocar a los ciudadanos de Tesalónica en el
anfiteatro de la ciudad. Cuando todos están reunidos entran los militares
y comienzan a matar con la espada a diestra y a siniestra. Muchos,
muchísimos mueren violentamente ese día.
También el obispo de Milán, Ambrosio, ha de oído los hechos nefastos y
crueles. Ante Dios ha examinado su deber. Cuando entró el emperador al
atrio del templo episcopal Ambrosio se le enfrenta. Le recuerda a
Teodosio la matanza de los tesalonicenses. Después le dice: «Tú no puedes
entrar en la casa de Dios. Tú no puedes estar ante el altar de Dios. Tus
manos están manchadas de sangre. Primero tienes que hacer penitencia como
lo prescribe la Iglesia. Revestido de costal, cubierto de ceniza debes
quedarte aquí en el atrio y pedir la oración de los que entran al
templo». El rostro del emperador empalidece. Los generales empuñan la
espada. Los cortesanos protestan vociferando. Pero el emperador muestra
su verdadera grandeza. Hace que le traigan un vestido penitencial hecho
de costal. Cubre su cabeza de ceniza. Esto se repite durante todas las
celebraciones de esa Cuaresma. Al llegar el día de Pascua de Resurrección
con el perdón de la Iglesia es admitido nuevamente a la celebración ante
el altar.
Los milaneses están orgullosos de su emperador. Él es un gran líder
político y estratégico, pero lo que es más, es un cristiano de cuerpo
entero. Los milaneses también están orgullosos de su obispo, San Ambrosio
que llevó al emperador a la penitencia.
Hemos llegado al umbral de la Eucaristía.Tomaremos parte en el altar.
Venimos revestidos de la dignidad de los hijos de Dios, venimos como
amigos de Cristo y quizás podemos decir que hemos trabajado fielmente por
Jesucristo.
Sin embargo, el umbral tiene mucho significado. El santuario de la
Iglesia nos llama al respeto y a la reverencia. Recordamos que somos
pecadores. En los países de la liturgia griega el diácono dice en el
momento de la comunión: «Lo Santo a los Santos». Aunque nos hayamos
esforzado honradamente, no somos santos. Tenemos que confesar «que hemos
hecho el mal y omitido el bien, que hemos pecado de pensamiento, palabra,
obra y omisión, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa» . Así
hablamos en el «yo pecador». Aunque no hayamos hecho un gran mal, siempre
tenemos que confesar que hemos dejado de hacer mucho bien. Aunque, a Dios
gracias, no haya salido mucho mal hacia afuera, queda siempre el mundo
confuso de los pensamientos, la vida egoísta centrada en el propio yo.
Así nos quedamos en el umbral del santuario de la Eucaristía: «Confesamos
que somos pobres pecadores». Sin esta penitencia, sin el cambio interior
no estaríamos en la Eucaristía como verdaderos cristianos. Porque Cristo
ha comenzado su anuncio reclamando: «Haced penitencia».

17. KIRIE: SEÑOR TEN PIEDAD: RECONOCIMIENTO DE SER: EL SALVADOR, ELSEÑOR,


LA LUZ.
El adorador del Dios sol.
Aún reina una oscuridad impenetrable. Al aguzar la vista parece
vislumbrar una tenue línea gris en la lejanía del desierto sirio. El
sirio piadoso se despierta, enrolla la estera que le sirve de cama y la
deja en la esquina del único cuarto que compone su casa. Deja el cuarto y
sube lentamente las gradas que llevan a la terraza de su casita. Con
atención observa el cielo hacia el este. Falta poco para que despunte el
sol. Echa un vistazo a los demás techos. Aquí y allá se mueve algo. Los
adeptos de Helios, el dios del sol, del «Sol invictus - sol, el astro
reinante invencible» se aprestan a saludar al sol que va a salir. Este es
su deber.
El emperador Septimius Severus y Aureliano, -el que ha edificado la
actual muralla de Roma-, han hecho del dios sol el dios del imperio.
Valdría en todo el reino el ejemplo sitio - persa de la adoración del
dios sol. Por eso hicieron instalar su imagen en todos lugares. El carro
del sol con muchos caballos, en el cual se mueve el dios, con su cabeza
rodeada de rayos solares.
Esta imagen la tiene en su cabeza el piadoso que espera en su terraza al
sol. De repente, un chispazo, un rayo, un brillo: ¡Viene el sol! El
hombre cae de bruces, postrado
en el polvo. Después se levanta y eleva sus brazos y clama: «Kirie
eleison». Una y otra vez repite su clamor. Parece más bien un canto. Está
utilizando el idioma del reino, el griego: «Señor, ¡ten piedad!». De los
demás techos viene el eco: ¡Kirie, Kirie eleison! Es un clamor jubiloso
al Señor, al dios sol, mientras que el sol sube en el firmamento.
El adorador fiel del sol que pase por delante de una casa al amanecer
escuchará cómo desde dentro sale el canto vigoroso: «Kirie eleison».
Piensa: aquí seguramente se ha reunido un grupo de adoradores de Helios.
Justo en este momento alguien sale de la casa. El hombre le saluda
atentamente: «Que Helios te conduzca». El otro le contesta: «Nosotros
estamos hablando al Helios verdadero» . El primero se sorprende. El otro
le dice: «Nosotros somos cristianos. Cristo es nuestro sol, Cristo es
nuestra luz, sin Cristo estamos en tinieblas y sombras de muerte».
Después prosigue su camino.
Lo que ha escuchado no le deja tranquilo al sirio piadoso. Pregunta,
investiga y reflexiona. Después de mucho tiempo es bautizado.
Profundamente conmovido sigue rezando: «Kirie, eleison». Pero sabe que
ahora posee no un mito sino la verdad: «Cristo es la luz verdadera que
ilumina a todo hombre que viene al mundo».
El Kirie (Señor ten piedad) de la Eucaristía tiene un predecesor en el
Kirie que se proclamaba en honor del «dios sol» . También se le dedicaba
a los emperadores. Cuando los gran señores del imperio hacían una visita,
el aplauso del pueblo se expresaba con las siguientes palabras: «Kirie
eleison». En la Eucaristía dedicamos el Kirie a nuestro Señor Jesucristo.
Por tanto, llamamos a nuestro Redentor «sol» y «luz». Se sigue utilizando
la manera de expresarse de San Juan: «Luz verdadera que ilumina a todo
hombre».
Además reconocemos por medio de todo esto a Cristo como nuestro rey, como
el emperador máximo y Señor. Al sacrificio de la cruz pertenece la
inscripción: «Jesús de Nazaret, Rey». El Kirie (Señor, ten piedad) no es,
por tanto, un clamor penitencial, ni un clamor de súplica. Cuando le
llamamos rey sabemos naturalmente que podemos pedirle todo. Cuando lo
alabamos como sol, sabemos que Él ahuyenta toda tiniebla de culpa. Sin
embargo, lo primero es que después de la confesión de nuestras culpas
reconozcamos a Cristo como única Salvación, Señor y Luz. Por eso cantamos
el Kirie. En el canto surge la alabanza del Rey, dirigida a Jesucristo,
Luz y Emperador para siempre.

18. GLORIA: CANTO DE TRIUNFO POR EL VENCEDOR.


La vida triunfal aún existe.
El general romano, pariente del emperador, había obtenido una victoria
decisiva sobre una tribu que durante años había inquietado las fronteras.
El senado le concedió como premio un desfile triunfal.
Llegó el día fijado. Debía ser un jueves, porque éste era el día del dios
romano principal, el «domingo» del imperio romano. En la plaza principal,
en el Forum Romanum se apiñaba la gente. Muchos buscaban un buen lugar
cerca de la «vía sagrada». Así se llamaba la avenida para las procesiones
religiosas. Comienza junto al gran estadio y anfiteatro, el coliseo, y
llegaba al Forum. Bajo la colina capitolina serpenteaba hacia la
izquierda y luego hacia la derecha y alcanzaba así la plaza del
Capitolio, en la que arriba a la izquierda, dominaba el templo de Júpiter
Capitolino.
La marcha del triunfo era una procesión festiva. Había mucho que ver. Los
soldados marchaban con sus mejores uniformes. Algunos llevaban en carros
alegóricos animales salvajes, como por ejemplo, leones u osos traídos de
las tierras conquistadas. También marchaban los prisioneros. Tristes y
adustos caminaban presos los comandantes y caciques de los vencidos. Se
quemaban cerdos, ovejas y bueyes en grandes fuegos. Sin embargo, el
cortejo del vencedor y el clamor del pueblo era una actividad y un canto
religioso. Las palabras que se utilizaban describían al vencedor como un
dios. Así un grupo gritaba o cantaba algo como: «Te alabamos», el segundo
grupo: «Te bendecimos», un tercero: «Te glorificamos, te damos gracias».
Algunas palabras de alabanza resonaban en coro a la derecha y a la
izquierda: «Rey». «Señor». «Eterno».
Estas palabras las conocemos nosotros también. Se utilizan en el Gloria
de la Eucaristía. Lo más solemne del mundo era lo más adecuado para ser
utilizado en la Eucaristía. Quería indicar qué fiesta es la Eucaristía.
Viene nuestro Señor Jesucristo en cortejo triunfal. Ha vencido al enemigo
y ha hecho maravillas por nosotros. Lo proclamamos en los clamores y los
cánticos que se han inventado en la vía sacra de Roma.
Por eso el canto triunfal, el Gloria, pertenece al domingo, al Domingo de
Resurrección. Pertenece a las grandes fiestas del Señor y de los santos.
Se omite en los tiempos de ayuno y pasión y de la espera de su venida.
En el Gloria es Jesús quien realiza su cortejo triunfal en este día, en
este tiempo, en nuestra vida. El cortejo termina en el altar de la
celebración del sacrificio. Sin embargo, el sacrificio no es una matanza
como en el capitolio sino una acción de gracias por el sacrificio de la
cruz. A la vez somos conscientes que la misericordia de nuestro Salvador
está presente.

19. ORACIÓN COLECTA - ORATIO: ES LA DECLARACIÓN DE INTENCIONES.


El campo de Lech.
El emperador Otón con sus soldados está enfrentándose con los magiares.
Como una tempestad de fuego han invadido las hordas desde el oeste hasta
la ciudad de Augsburgo. Detrás dejaron ruina y muerte. El emperador les
hace frente. Se avecina la batalla. La fuerza de los magiares consiste en
la masa y en la velocidad. También en esta mañana del 10 de agosto de 955
hay que darse prisa para que los alemanes no sean aplastados por la
avalancha de los magiares. A pesar de todo el emperador convoca a sus
soldados. Quiere un concepto ordenado en toda la batalla. Imparte unas
indicaciones muy bien pensadas. Después baja del caballo aunque ya no
queda tiempo. Se arrodilla en medio de sus soldados. Con voz fuerte ora
diciendo: «Señor Dios, ten misericordia de nosotros. Ante tu presencia
hago la promesa de que fundaré una diócesis en Merseburg en honor de San
Lorenzo para misión del este. Tú ayúdanos a vencer al enemigo. No sólo
combatimos para defender nuestra patria y a nuestras familias. Estamos
luchando en tu honor y por defender la fe».
Después monta nuevamente su caballo. Comienza la lucha ardorosa. Ante la
perseverancia de los alemanes se deshace la tempestad de fuego que viene
del este. Pronto se elaboran los documentos de Otón para la fundación de
la diócesis y de la catedral en honor de San Lorenzo en Merseburg.
Oración y la promesa del emperador eran el broche de oro de la
preparación a la batalla. Dieron comienzo a la lucha. Le dieron un
sentido, una intención religiosa. Por encima del peligro de su reino el
emperador colocó como programa su preocupación por el reino de Dios.
Lo que prepara la Eucaristía e introduce a ella concluye con la oración.
El nombre en latín dice: «Oratio», que significa «declaración solemne».
La Oratio indica de lo que se trata: el honor de Dios y la cruz de
Cristo, no una asamblea religiosa cualquiera con fines intramundanos. No
se trata en primera instancia de la edificación de los cristianos sino de
la edificación del reino de Cristo. Por eso celebramos, domingo, Navidad,
Pascua, Ascensión, Pentecostés y los días de los santos. De ahí surge la
fuerza para el hombre.
La Oratio oración del día es como el arco de una entrada. Nos saca de
nuestra oscura rutina diaria para colocarnos en la claridad de Dios. Por
eso la Oratio tiene que revestirse de solemnidad.

20. LECTURA DEL ANTIGUO TESTAMENTO QUE SE DESCUBRE EN EL NUEVO.


Después del exilio.
Después de 70 años Israel ha vuelto de la esclavitud y del exilio a la
tierra santa, a Jerusalén, donde habita el único Dios verdadero. En las
ruinas del templo redescubren los rollos de la Sagrada Escritura. Lleno
de alegría, el escriba Esdrás invita a los judíos a la solemne
proclamación de los libros redescubiertos del Antiguo Testamento.
La escena es imponente. Alrededor se extiende el patio del templo,
marcado por la destrucción. El escriba trae los libros redescubiertos. Se
coloca en un púlpito especialmente construido. Después comienza a
proclamar la palabra de Dios. Cuando anuncia la proclamación, todos se
levantan. Extienden las manos y bendicen a Dios. Después se sientan en el
suelo y escuchan y escuchan. La mayoría no ha oído nunca la palabra
sagrada porque vivían en el exilio. Se alegran por su armonía y su poder.
Escuchan la historia de Israel y las maravillas de salvación, las
exigencias y las promesas de Dios. No se sacian de escuchar. La
proclamación dura pasado el mediodía hasta la noche.
Después el escriba Esdrás dirige a los reunidos la siguiente pregunta:
«¿Queréis vivir según la ley de Dios? ¿Queréis observar fielmente la
alianza de Dios?». Entusiasmados gritan todos: «Queremos servir fielmente
a Dios». Se ha renovado la Alianza Antigua. El pueblo de Dios ha vuelto a
su patria y a los preceptos de Dios.
Cada domingo y fiesta y en muchos días de la semana el desarrollo de la
Eucaristía contempla una lectura del Antiguo Testamento. Solamente
durante el tiempo pascual es reemplazada por una lectura de los Hechos de
los Apóstoles o del Apocalipsis. A veces uno escucha que la gente murmura
sobre las lecturas del A.T. Muchas veces la dejan sin leer.
Es verdad, la lectura de la Sagrada Escritura del A. T. es muchas veces
difícil de entender. No sólo las palabras sino también su contenido.
Cuando observamos que la primera lectura siempre quiere llevar hacia el
evangelio, cuando uno reflexiona sobre los títulos explicativos, cuando
uno escucha las explicaciones del sacerdote, entonces uno vislumbra cada
vez más algo de la profundidad de los pasajes del A. T.
Jesucristo hablaba muchas veces de la palabra del Padre. Con ello se
refería a las palabras del A. T. La Sagrada Escritura del Nuevo
Testamento comenzó a crecer muy lentamente después de la Ascensión de
Jesús. Deberíamos amar el A. T. como lo ha amado Jesús.
Entonces escucharemos, no durante todo el día, pero sí con mucha
atención, como Israel escuchaba después del exilio de Babilonia. Entonces
los grandes personajes de los tiempos antiguos como Abraham, Moisés,
David, Elías, los profetas Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel llegarán a
ser nuestros amigos. Entonces nos contagiará su celo por el Señor.
Entonces veremos su miseria humana de la que Dios se apropia. Entonces
nos avergonzamos ante su fuego: Vivir y luchar sólo por Dios.
La lectura del Antiguo Testamento nos ayuda a comprender mejor a Jesús.
Sin el A. T. es imposible comprender el N. T. Un dicho antiguo lo expresa
así: «En el Antiguo está escondido el Nuevo Testamento y en el Nuevo se
comprende el Antiguo Testamento». Quien entra en la lectura del Antiguo
Testamento y educa su oído para escucharlo, aprenderá a conocer mejor a
Jesucristo y amarlo más. Ése llegará a ser parte de la alianza con Dios.

21. CANTO RESPONSORIAL: PARA RESPONDER A LA PALABRA DE DIOS.


Respuesta o esponja mojada.
Había una vez un convento piadoso. No sólo vivían allí unos monjes, sino
también muchachos a los que los monjes enseñaban latín y griego y muchas
cosas de astronomía. Los muchachos tenían que estudiar duro y con plena
dedicación. Sin embargo, a mediodía y por la noche les daban de comer una
buena sopa y un gran pedazo de carne y ricos postres. Alrededor del
convento había buenos campos para hacer deporte. También había una
piscina climatizada. En las cercanías podían visitar grandiosas
catedrales, castillos, obras de arte. Allí olvidaban todo cansancio y
preocupación. Pero cuando caía la noche estaban muy, pero que muy
cansados. Bastaba mirar la cama y ya estaban dormidos. Y la noche era
corta.
Por la mañana temprano, estando aún oscuro, se les despertaba a todos.
Uno de los muchachos mayores iba de una cama a otra. A cada muchacho
dormido le llamaba diciendo: «¡Alabado sea Jesucristo!» Éste entonces
debía contestar: «¡Por toda la eternidad. Amén!» Cuando el muchacho
seguía durmiendo y no contestaba nada, el encargado de la diana clamaba
con más fuerza: «¡Alabado sea Jesucristo!» Cuando a la tercera llamada no
había respuesta, entonces el encargado tomaba una esponja mojada de agua
fría y se la lanzaba a la cara de «la bella durmiente». La respuesta no
sonaba como: « ¡Por toda la eternidad. Amén!» Pero podéis estar seguros
de que había una respuesta.
Cada palabra espera una respuesta. Cuando alguien nos habla, es sumamente
descortés no contestar. Solamente, cuando el discurso quiere ofendernos o
herirnos, entonces la mejor respuesta es el silencio.
En la Eucaristía es Dios quien nos habla. Tenemos que contestar. Para
poder hacerlo bien Dios mismo nos da las palabras de la respuesta en sus
salmos. Así la Eucaristía nos ofrece un canto de respuesta (responsorial)
hecho de versículos de salmos.
En realidad, estos salmos responsoriales reclaman el canto. Por lo menos,
la frase central, el llamado versículo responsorial que se repite a lo
largo del salmo, debería ser cantado. No basta cantar cualquier canción.
A veces, cuando hay dificultades, la gente dice: «Habría que entrar en
diálogo». La Eucaristía quiere llevarnos al diálogo con Dios. Él ha dicho
su parte en la proclamación de la lectura. Si no contestamos, no hay
diálogo. Estamos durmiendo. Nos haría bien una esponja mojada en agua
fría. No se estila en el templo.
Cuando respondemos, estamos en diálogo con Dios. No se necesita una
esponja mojada, no se necesita un susto para despertarnos. Porque el
diálogo con Dios es descanso y paz.

22. LECTURA DEL NUEVO TESTAMENTO: LEER, ESCUCHAR, ACOGER, MEDITAR.


La transformación de Agustín.
Sobre Milán caía un calor insoportable. Resultaba casi imposible respirar
y cada movimiento era agotador. El joven y famoso profesor de oratoria,
Aurelio Augustino, había ido de su estudio al jardín. Había una fuente.
Las palmeras y los arbustos ofrecían un poco de sombra y frescor. Se
sienta en un rincón bajo la sombra para preparar su próxima conferencia.
Sin embargo, sus pensamientos están distraídos. Ha escuchado las prédicas
del obispo milanés Ambrosio. Quería observar, como profesor de oratoria,
las homilías del obispo. Valía la pena escucharlas. La locución, la
presentación, los finos contrapuntos eran un placer para Agustín. Pero
también el contenido le llamaba poderosamente la atención. El joven
profesor era el hijo de un matrimonio mixto entre Mónica, que era
cristiana y un pagano. Desde hacía tiempo Agustín pertenecía a la secta
de los maniqueos, una mezcla de ideas paganas, cristianas y orientales.
Ambrosio está cuestionando todo esto. Su exposición transparente, el
valor interior, el calor humano y la dignidad que traslucen las palabras
fascinan. ¿Habría que dar por fin la razón a su madre Mónica y hacerse
cristiano? Las preguntas le confunden.
Hay un gran silencio en el jardín. De pronto se escuchaban voces de
niños. Están cantando y jugando: «Toma y lee, toma y lee, toma y lee».
Siempre las mismas palabras.
Esta canción de los niños le toca como un rayo. Es como si fuera una voz
del cielo. De repente se acuerda: en la mesa del jardín hay una Biblia.
Se levanta y desenrolla las Escrituras. Se encuentra con la carta de San
Pablo a los Romanos (13, 11); justo donde dice: «Es tiempo de levantarse
del sueño. La noche avanza, el día se acerca. Despojémonos de las obras
de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día
caminemos honestamente... Revestíos de nuestro Señor Jesucristo» .
Esta palabra provoca un cambio. Agustín cambia el rumbo de su vida. Toma
la decisión de hacerse bautizar. Va donde el obispo Ambrosio y le pide
ser admitido entre los candidatos al bautismo. Desde este bautismo crece
otro Agustín: un profesor cuyas obras son hasta hoy parte de la enseñanza
de la Iglesia; un pastor, que vive con el pueblo y habla al pueblo; un
santo que permanece vivo en la cristiandad.
«¡Toma y lee!». Sin que se pronuncie esta canción de los niños también se
nos hace presente en la Eucaristía. El lector abre el libro, menciona el
título y el autor de la palabra hoy. Percibimos que se nos dice: «Toma y
lee». Al profeta Ezequiel hasta se dice: «Toma y devora este libro».
Más que leernos la lectura de la Liturgia de la Palabra nos la ponen
delante. Nosotros mismos debemos leer, o escuchar y acogerla. Leer es
otra cosa que sobrevolar los titulares del periódico. Titulares al
desayuno. Leer es para el espíritu lo que es para el cuerpo el comer y el
beber.
No sólo se trata de acoger la lectura. Hay que digerirla, hay que dejar
que tenga su efecto. Nos lleva a cambiar, a convertirnos. Debe hacer de
nosotros otra persona. Debe hacernos hombres nuevos. Esto solamente lo
puede hacer la Palabra de Dios de la Sagrada Escritura.
Puesto que la lectura tiene tal finalidad tenemos que escuchar con
atención y meditar. El lector tiene la obligación de leer claramente para
que todos puedan entender. Debe hacer que se haga presente la dignidad de
la lectura.

23. CANTO DE ALELUYA. DAR GRACIAS POR LA PALABRA DIVINA.


Aleluya en medio de la muerte.
Los vándalos están asediando Cartago, la orgullosa capital del África del
Norte. Ya han pasado semanas y los enemigos no dan tregua. Es tiempo de
Cuaresma. Pero no sólo por ese motivo ayuna la gente de la ciudad sino
también porque el cerco de los enemigos ha causado hambre y penuria.
Llegó el momento de la Vigilia Pascual. La catedral estaba como en
Viernes Santo, no podía contener el gentío cuando los ciudadanos elevaban
su clamor hacia la Santa Cruz. La Vigilia avanzaba. Cuando salieron las
estrellas se encendió el cirio pascual y sonaron alabanzas. Los
candidatos al bautismo estaban sentados en largas filas esperando recibir
el sacramento que les hiciera hijos de Dios. Después de haber proclamado
las lecturas, el lector leyó la epístola. Desde afuera penetraba el ruido
de la batalla y amenazaba el silencio sagrado. Pero esto sucedía desde
que comenzó el asedio de los enemigos. Por eso muchos de los fieles ya no
le prestaban atención.
Después, el mejor cantor de la catedral dio comienzo al canto del
aleluya. Los sonidos maravillosos se unían como perlas en una cadena y
resonaban en la catedral. El muchacho se olvidó de sí mismo. Nunca había
cantado el aleluya con tanta hermosura. Cantaba con los ojos cerrados
como quien quiere seguir con los ojos del corazón a los sonidos que suben
al cielo. Echó un poco la cabeza hacia atrás y cantaba y cantaba. De
repente una flecha zumbó por el aire. Al muchacho le traspasó la
garganta. El aleluya se acabó repentinamente, quedó cortada la cadena de
perlas. El muchacho cayó hacia atrás sobre las gradas del atril.
Continuará con el canto del aleluya en el cielo un mártir del aleluya. Se
levantó, entonces, un griterío angustioso en la catedral. La noche de
Pascua se había convertido nuevamente en un Viernes Santo. Durante la
celebración los vándalos entraron en la ciudad y comenzaron su horrible
faena conquistadora: matar y saquear.
El aleluya del muchacho cantor de Cartago continúa resonando en el cielo.
Lo canta también por los conquistadores crueles. Cuando finalmente los
vándalos encontraron un lugar para quedarse en España, en Andalucía
(Vandalusía) y los árabes los atacaron allí en el 711 no solamente
murieron para defender su país sino también la fe cristiana.
Hasta hoy continúa -fuera de la cuaresma- la Iglesia cantando el aleluya
como respuesta dominical, festiva y pascual a la epístola y como saludo
de bienvenida a Cristo que viene en el evangelio.
La cantamos asediados de enemigos innumerables. Pero con el aleluya
olvidamos lo que nos amenaza. Estamos anticipando, vislumbrando el
aleluya del cielo hacia el cual caminamos.
Cantamos el aleluya en la Eucaristía para dar gracias por la palabra
divina y como saludo al evangelio. Lo cantamos a Cristo, nuestro Señor.
En el cielo se convierte en acción de gracias por la cosecha que brota
del evangelio.
Esperamos que el aleluya no se vea cortado por una flecha repentina.
Ciertamente, llegará el momento en que se cortará. Entonces vale la
leyenda antiquísima: En el cielo se nos devuelve por cada miembro perdido
de nuestro cuerpo un ojo de oro, un brazo de oro, un pie de oro. Arriba
podremos seguir cantando nuestro aleluya con una garganta de oro.

24. EVANGELIO: HOY HABLA CRISTO.


Hoy.
En la sinagoga de Nazaret están celebrando el sabbat. La sala está
totalmente abarrotada de gente. Jesús de Nazaret ha vuelto a su tierra.
Todos le conocen pues ha sido su vecino durante treinta años. Como de
costumbre ocupa su lugar entre los hombres. Se cantan los salmos.
Entonces el presidente de la sinagoga envía a su ayudante para que Jesús
proclame la lectura. Esto es un honor. Con mucho gusto se ofrecía este
servicio honroso a huéspedes de quienes se esperaba que tuvieran
conocimiento de la Escritura. Seguramente el presidente de la sinagoga
quería honrar al conciudadano quien como muchacho había ofrecido sus
servicios en las celebraciones de la sinagoga.
Al frente de la sala está el arca de la Tora con los rollos de la Sagrada
Escritura. El ayudante saca el rollo del profeta Isaías y se lo entrega a
Jesús. Éste coge el rollo por uno de los cabos y deja que se desenrolle.
Después con la otra mano coge el rollo por donde ha quedado abierto.
Comienza a leer: «El espíritu del Señor está sobre mí y me han ungido
para llevar la buena noticia a los pobres, me ha enviado a curar a los de
corazón arrepentido, dar la libertad a los presos, la vista a los ciegos,
dar libertad a los oprimidos y anunciar un año de gracia del Señor un día
de recompensa».
Enrolla nuevamente la Escritura, la devuelve al ayudante y se sienta.
Todos los ojos están fijos en él. Entonces comienza a explicarles: «Hoy
se cumple esta escritura que habéis escuchado.» La comunidad reunida
aplaude. Todos admiran las palabras sabias que salen de su boca.
La escena de Nazaret está detrás de toda proclamación del Evangelio en la
Eucaristía. Cristo está en medio de nosotros, humilde, escondido. Él toma
el libro, ya no la profecía de la Antigua Alianza sino el libro del
Evangelio. Él proclama las santas palabras que están escritas allí. Con
ello ya comienza su explicación: «Hoy se cumple la Escritura que habéis
escuchado».
La Eucaristía solemne nos recuerda esto con la procesión del Evangelio.
La velas encendidas dicen: «Aquí está la luz del mundo». El incienso
dice: «Aquí viene el Señor del universo» . El libro del Evangelio no
puede ser demasiado precioso. El beso del libro dice: «A la Palabra de
Dios debemos todo nuestro amor».
«Hoy», esta palabra se nos aclara en las melodías cuando se cantan las
vísperas de las grandes fiestas: «Hoy ha aparecido Cristo. Hoy ha subido
a los cielos». Vemos que no debe indicar una fecha fija sino expresar más
bien la alegría infinita de la cercanía de Jesucristo.
«Hoy». En la historia del rey David se cuenta: El profeta Natán le
presenta al rey una parábola. Cuenta de un rico que ha robado a un pobre
para agasajar a una visita. Cuando el airado David amenaza al pecador con
severos castigos, Natán le dice:«Tú eres este hombre».
Quien escucha el evangelio, debe sentirse aludido. El Evangelio no habla
de alguien de lejanos tiempos pasados. Habla de mí, vale hoy.
Por eso escuchamos el evangelio de pie. Esto sucede para honrar a
Jesucristo que nos habla. Sucede también porque estamos dispuestos a
ponernos en camino en seguida para hacer lo que Jesús nos dice.
El monje Antonio, que iba a ser más tarde el padre del monaquismo lo hizo
en su país, Egipto. Era un hombre muy rico. Cuando participaba como de
costumbre en la Eucaristía dominical escuchó el Evangelio: «Dejar todo y
seguir a Jesucristo». En este mismo momento salió de la Eucaristía, fue a
su casa y comenzó a vender todos sus bienes. Después se fue al desierto y
vivió solamente para Cristo. El evangelio le había tocado el corazón,
hoy, ahora. Algo de esto debería realizarse también en nosotros.

25. SERMÓN, CORTO, CLARO, CON AMOR.


Se durmió durante la homilía.
En Troas hacía un calor sofocante. La ciudad en el triángulo entre Asia
menor, el Mar Egeo y el Mar Mármara había sufrido más de una
conflagración en su historia; había sido incendiada una y otra vez -
destruida completamente en la guerra de Troya- y había sido edificada de
nuevo. El aire que se respiraba aquel día era abrasador.
En el aposento alto, en el tercer piso se había reunido la comunidad
cristiana. Era domingo. Después del calor y del trabajo habían venido
para celebrar el día del Señor, el día de su Resurrección. En la pequeña
sala el calor era insoportable, pues había muchas lámparas encendidas y
el número de los reunidos era grande.
Estaba presente un joven llamado Eutyques. Estaba cansadísimo por el
trabajo del día, por el calor y el ambiente sofocante de la sala. Había
buscado un lugar especial en el borde de una ventana. Apoyando la cabeza
en las rodillas, descansando el cuerpo agotado contra la pared podía
disfrutar de la suave corriente de aire que entraba a la sala.
Estaba predicando el Apóstol Pablo, que de camino a Mileto había decidido
detenerse en Troas durante siete días. Por eso toda la comunidad estaba
reunida. Estaban acostumbrados a celebrar los domingos la Eucaristía -la
llamaban «fracción del pan»-. El gran Apóstol había convocado a todos. No
tenía una voz potente, pero hablaba con pensamientos y palabras
poderosas. Tenía mucho que decir. Él sabía perfectamente que era la
última vez que estaría en Troas, que ya no volvería más. Por eso hablaba
y hablaba.
Ya se acercaba la medianoche. El joven Eutyques había escuchado con
entusiasmo, pero se le cerraban los ojos. Inclinó la cabeza sobre sus
rodillas y se durmió profundamente. Perdió el equilibrio y se cayó del
tercer piso a la calle. La gente escuchó un grito, en el instante que
algo pesado caía al suelo. Repentinamente la asamblea comenzó a ponerse
nerviosa como una colmena de abejas. Pablo atravesó la muchedumbre y bajó
rápidamente las escaleras. Abajo yacía sin movimiento el muchacho. Pablo
se tiró sobre él. Después dijo: «Está vivo».
Por supuesto que los expertos se ocuparon del accidentado mientras Pablo
continuaba arriba la celebración hablando hasta rayar el alba. De repente
un movimiento en la puerta de la sala. Era el muchacho que volvía,
riendo, como si nada hubiera sucedido. La gente lanzó un grito de alegría
y no supo si aplaudir al Apóstol o al muchacho salvado.
La homilía no es tan fácil, ni aún en los tiempos de los Apóstoles. Tenía
lugar después del evangelio. Si llega a faltar alguna vez cualquiera se
da cuenta de cuánto «calor» pierde la Eucaristía. Algunos hacen largos
caminos para escuchar a un buen predicador. Pero la homilía puede ser
también una carga para la Eucaristía, sobre todo cuando es demasiado
prolongada o cuando se habla y la gente no entiende, cuando es aburrida o
cuando el predicador es duro y sin amor. Una buena homilía lleva a la
vida; hace que la celebración y los participantes tengan más vida.

26. CREDO: PROCLAMAR LA FE Y DECIR SÍ A LA PALABRA DE DIOS.


El emperador que reforma la liturgia.
Cuando los acólitos vuelven del altar a la sacristía -incluso en la
Eucaristía más solemne- en seguida comienzan los reproches: «Has tocado
la campana con mucha violencia» «Te equivocaste con el incienso» «No has
traído el libro». Cuando los monjes de la abadía o los futuros sacerdotes
se reúnen para desayunar después de la Eucaristía cantada, la liturgia y
los errores cometidos son el único tema de conversación.
Esto ya ocurrió así cuando el emperador Enrique II, el Santo, fue
coronado emperador en Roma el año 1014. Con rostro serio y en silencio
estaba sentado a la mesa al lado del Papa Benito Vlll. Todavía hoy se
puede visitar el lugar, cerca de la catedral de Letrán donde se yergue un
arco en el comedor. Para entablar conversación el emperador Enrique dijo:
«¿Por qué no se recitó el Credo en la Eucaristía de Coronación?» El Papa
estaba un poco avergonzado porque no entendía mucho de estas cosas. Llamó
a sus prelados y a su maestro de ceremonias para que le ayudasen. Éstos
dijeron con un gesto un tanto orgulloso: «La Iglesia de Roma siempre ha
sido fiel a la fe. Por eso no es necesario confesarla en la Eucaristía» .
Esto, sin embargo, no le agradó al Papa. En el acto dijo al emperador: «A
partir de ahora queremos cantar el Credo en la Eucaristía». Y así
sucedió. El abad Berno de Reichenau del lago de Constanza estaba presente
y así lo dejó escrito.
Tampoco en nuestros días no hay Eucaristía dominical o de solemnidad en
la que no se proclame el Credo. Cada vez le cubre un rayo de la
Eucaristía de Coronación del emperador. Con el Credo coronamos el
evangelio y la homilía (prédica). Decimos nuestro «sí» a las verdades de
fe que se nos han presentado en la Liturgia de la Palabra. Decimos «Amén»
al sermón.
Con todo, la primera palabra «Credo» es especialmente importante. El
músico Ludwig van Beethoven compuso una Misa Cantada a varias voces. Se
cuenta que con ella quiso dar un sermón a su época. Ya no se creía mucho
en la grandeza de Dios y su gloria, ni en Jesucristo, el Hijo de Dios. Ya
no se tenía fe sino que sólo se investigaba y se pensaba. Entonces
Beethoven les cantó y les tocó: Credo, credo...
Queremos seguir su ejemplo y proclamar en medio de nuestro tiempo: Credo,
credo creo, creo.

27. PLEGARIA UNIVERSAL: ACTUAL, SENCILLA, HUMILDE, CON CONFIANZA.


Le perseguía.
Un escritor piadoso dijo una vez: «Jesucristo, nuestro Señor nunca se ha
reído». Eso es una terrible equivocación. Ahora bien, la alegría del
Señor no era ruidosa, sino un poco recatada, un tanto escondida. Esto lo
muestra la siguiente historieta que él mismo contó (según San Lucas 18,
1-8).
Había en una ciudad un juez injusto. No temía a Dios y despreciaba a los
hombres. También vivía en esa ciudad una viuda. Ella fue donde el juez y
le dijo: «¡Hazme justicia contra mis adversarios!». Durante mucho tiempo
el juez no le prestó atención. Pero la mujer perseguía al juez. Por donde
lo encontraba allí se quejaba delante de él. Hasta le amenazaba con
quejarse ante sus superiores. Movía sus manos delgadas delante de su
cara. Esto le dio miedo al juez. Él dijo: «Le haré justicia aunque no
tema a Dios ni respete a nadie».
Un pintor no hubiera podido pintar una escena que provocara tanta risa
como lo hace la parábola de Jesús. Un potentado del pueblo tiembla ante
una anciana. Le da lo que le pide porque no deja de pedir y pedir.
Jesús no cuenta esta historia alegre para provocar la risa, sino por otra
razón. La concluye así: «¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos
cuando le clamen de día y de noche? ¿No les hará justicia pronto?» Quiere
despertar nuestra confianza en Dios. Quiere invitarnos a una oración con
mucha fe.
Con la Oración Universal -generalmente la llamamos peticiones- concluye
la Liturgia de la Palabra. Lecturas, Evangelio y homilía, la Palabra de
Cristo nos ha afirmado en la fe. Por eso sigue el Credo. Así nos
afirmamos en la confianza. Por eso siguen las peticiones.
A veces uno podría reírse un poco cuando se hacen las peticiones; cuando
se quejan siempre de lo mismo y cuando son muy similares a la viuda, o
cuando utilizan pomposamente las últimas noticias del periódico, más aún
cuando quieren enseñar a Dios lo que ha hecho mal y lo que debe hacer.
Las peticiones deben ser tan actuales, sencillas y humildes como las
súplicas de la viuda. Al mismo tiempo deben ser llenas de confianza como
Cristo el Señor desea que sean: tan llenas de confianza como cuando los
niños piden sus regalos de Navidad. Entonces las mismas peticiones causan
alegría. ¡Cuánto más cuando se cumplan!
Las peticiones no están solamente por la alegría que producen. Son
poderosas e importantes. El gran Moisés que traía del monte Sinaí los
diez mandamientos de Dios, ya de anciano no pudo luchar más contra los
enemigos de Dios. Entonces se subió a una montaña y extendió los brazos
en oración. Cuando rezaba con los brazos en alto su pueblo tenía éxito en
la batalla. Cuando bajaba los brazos los suyos eran derrotados. Por eso
dejó que dos jóvenes le sostuvieran los brazos en alto. El pueblo elegido
venció por las peticiones de Moisés.
Cuando nosotros no tenemos nada que pedir entonces sostenemos en alto los
brazos de los santos.

28. ACTITUD DEL OFERTORIO: AMOR AGRADECIDO A DIOS CREADOR.


No contenía amor.
Fue justo un día antes de Navidad. Haciendo una visita al asilo de
ancianos. Iba de cuarto en cuarto, cuando toqué la puerta de un anciano y
nadie contestó. No me sorprendió ya que acababan de traer el correo.
Pensé entonces: «Estará ocupado con los paquetes de Navidad». En efecto,
cuando por fin escuché: «Adelante», nada más entrar, vi al señor
revisando un gran paquete.
A primera vista uno se daba cuenta de que era un paquete opulento. Más
tarde escuché que era de la hija del anciano, dueña de negocios. En aquel
entonces toda la gente sufría necesidad. Era el tiempo de hambre después
de la segunda guerra mundial. Pero en este paquete había puros, coñac,
dulces, vino tinto, zapatos forrados de piel, todo lo que uno podía
desear en su corazón.
Pero el anciano tenía un aspecto descontento. Ni una chispa de alegría.
Le dije: «Señor García, ¿cómo es que pone una cara tan triste a pesar de
recibir tantas cosas por Navidad? ¡Ahí tiene todo lo que necesita!» El
señor me miró y dijo: «No hay amor en este paquete».
Y se puso a hablar de su hija rica. Había hecho que sus empleados
preparasen el paquete. Después, en una postal de Navidad barata había
escrito únicamente: «De parte de tu hija y de tu hijo político». No había
un deseo personal, ni una visita, ni una invitación: «Ven a pasar la
fiesta con nosotros». Además cada uno de los regalos de Navidad,
primorosamente elegidos, llevaban la etiqueta con el precio para que el
padre se diera cuenta de cuánto se había gastado en él. Pero tenía razón:
«No había amor en ese paquete». Los regalos más hermosos y ricos no valen
nada y no pueden dar alegría cuando no hay amor en ellos.
Es el momento del ofertorio en la Eucaristía. Le regalamos a Dios el pan
como signo del esfuerzo del trabajo humano; es símbolo de la existencia
humana. Ofrecemos como regalo al mundo entero. Es un regalo muy rico.
Pero cuando falta el amor entonces no tiene corazón ni tiene vida. Son
regalos inútiles, fríos y sin sentido, aunque estuvieran allí todos los
tesoros del mundo entero.
Le damos a Dios el vino, que se mezcla con una gotita de agua. Dice la
Biblia: «El vino alegra el corazón del hombre» . Por eso el vino es parte
de la fiesta. Forma parte de la fiesta del matrimonio. En las bodas de
Canaá, Jesús contribuyó con el mejor vino por medio de un milagro. El
vino es signo de todas las alegrías y todas las fiestas del mundo. Las
regalamos a Dios. Pero cuando en esta alegría no hay amor ni bondad,
entonces este regalo de alegría no tiene sentido. Le falta el corazón.
También la gotita de agua en el vino forma parte de la ofrenda. En los
tiempos antiguos no se bebía vino sin mezclarlo. Pero la gotita de agua
comienza a contar: «Si se secan las fuentes, los riachuelos, los ríos y
lagos y pozos entonces mueren las hierbas y los árboles. Mueren de sed
todos los animales, enloquecen de sed todos los hombres». Cuando llevamos
el vino con el agua para presentarlo a Dios, entonces queremos decir: «Oh
Dios, Tú nos das el agua para la vida de plantas, animales y hombres. Te
la ofrecemos y te damos gracias.» Pero aunque traigamos el agua en una
jarra de plata y cristal, con incrustaciones de piedras preciosas, debe
haber amor, amor agradecido a Dios Creador.
Lo mismo vale para el incienso, la música y las flores. El edificio más
bello del mundo, la celebración más solemne no valen nada si no hay amor
en él. Dios no quiere nada cuando no está acompañado de amor. Dios no ama
al orgulloso. Él está en busca del que viene para alabarlo y para darle
gracias. Cuando no hay amor los regalos más hermosos no sirven. Porque
Dios no necesita de nuestras ofrendas. ¡A Dios todo le pertenece! Sin
embargo, Él espera nuestro amor significado en nuestros regalos.

29. OFERTORIO: EL HONOR DE AYUDAR A MISA.


Los primeros acólitos.
Después de su entrada mesiánica en Jerusalén, Jesús enseñaba cada día en
el templo. Después vino la fiesta judía de la Pascua, el «día de los
panes ázimos». A los dos apóstoles, Pedro y Juan, Jesús les dio el
encargo de preparar el banquete pascual. Les dijo: «Cuando entréis en la
ciudad encontraréis a un hombre con un cántaro de agua. Seguidle hasta su
casa».
Traer agua se hacía muy de mañana. Era generalmente trabajo de mujeres.
Si uno cargaba agua a mediodía llamaba la atención especialmente si se
trataba de un hombre. No era posible que pasara desapercibido. Por eso
los apóstoles podían abordar en seguida al hombre en cuestión y
preguntarle: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la sala en la que puedo
celebrar la Pascua con mis discípulos?» .
El dueño de la casa les mostró a Pedro y a Juan aposento alto, arreglado
con cojines. Allí Pedro y Juan dieron comienzo a su tarea.
Compraron el cordero pascual, las hierbas para la salsa con la cual se
untaba los trozos de carne, los panes ázimos, es decir, panes duros sin
levadura; también compraron el vino necesario para la celebración.
Arreglaron cojines para trece para que todos tuvieran donde reclinarse
cómodamente. A la entrada arreglaron un lugar para que todos pudieran
lavarse los pies. Después fueron a la cocina. Pronto la casa olía a
cordero asado. Prepararon la salsa con hierbas y seguidamente se
escucharon desde afuera las voces de Jesús y los demás apóstoles. Primero
Jesús lavó los pies a los discípulos. Así mostró que Él era el anfitrión,
el que invitaba. Pronto los discípulos sintieron que formaban con Jesús
como una familia. Sólo uno seguía distraído y nervioso: Judas.
Jesús celebró la cena pascual exactamente como lo prescribía el ritual
judío. Pero después de la acción de gracias y de comer el cordero
procedió de una manera nueva. Tomó el pan, tomó el cáliz y dijo: «Éste es
mi Cuerpo. Éste es el cáliz de mi Sangre.» La cena pascual de los judíos
se convirtió así en la cena pascual cristiana. El Cuerpo y la Sangre que
Jesús iba a entregar dentro de pocas horas se transformaron en el cordero
pascual que murió en la cruz y resucitaría para nuestra salvación.
Pedro y Juan, en la preparación del banquete se habían atenido
exactamente a las prescripciones judías, como lo habían aprendido en su
casa. Quedaron pensativos. Sentían la próxima despedida. Como fieles
lectores del profeta Isaías vislumbraban algo del cordero que fue
sacrificado por todos. Así obraban como fieles padres de familia
israelitas. Estaban inmersos en la Antigua Alianza y servían el banquete
pascual judío. Sin embargo, fueron ellos, sin darse cuenta, los primeros
acólitos de la Eucaristía. Había surgido el Nuevo Testamento. Actuaban
con el plato de los panes, con la jarra de vino, con el lavabo de agua
como todos los israelitas en los días santos de la Pascua. Pero ya
estaban sirviendo a un banquete excelso, nuevo, el banquete y el
sacrificado era su Maestro, Jesús.
Frecuentemente se buscan santos patronos para los acólitos. Se los busca
entre estos o aquellos santos. Pero los auténticos servidores de la
Eucaristía son Pedro y Juan.
Así como hoy en día la patena con las hostias es llevada por los
acólitos, así lo hicieron los apóstoles el Jueves Santo. Así como hoy en
día los acólitos llevan al altar el agua y el vino, así lo hicieron Pedro
y Juan en aquella tarde santa. Como aconteció en aquel entonces el
lavatorio de los pies, así hoy el lavatorio de las manos. Estaban
contemplando pensativos los apóstoles el cordero pascual como todo
acólito debería hacerlo. El que está en el lugar de Pedro debería decir
con firmeza: «Señor, creo». Quien ocupa el lugar de Juan debería poder
decir de corazón como Juan: «Señor, te amo». Los dos no deberían pensar
en esto o aquello, en el próximo partido de fútbol, o el próximo examen,
sino en sus grandes predecesores.
En la Parroquia de los Santos Apóstoles había un señor que tenía casi
noventa años. Todos los días hacía de acólito en la Eucaristía. Cuando
luego en la sacristía le daba la mano para agradecerle, decía con
firmeza: «Nada de agradecimientos. Es para mí el honor más grande poder
servir en la celebración del sacrificio de mi Salvador».

30. ORACIÓN DE PREPARACIÓN.


Como una película.
Comienza una película: «Nazaret... la mesa del almuerzo está lista».
Bueno, la palabra «mesa» puede presentar una dificultad. A lo mejor la
mesa consiste sólo en una tela o un gran azafate puesto en el suelo. Pero
en medio de la pobreza tiene cultura; quizás mayor cultura que muchas
mesas familiares de nuestros días, donde ya no se bendice la mesa. La
casa tiene sólo una habitación. Sólo las casas de los pudientes conocen
mayor número de cuartos o una sala en el piso superior como fue en el
Jueves Santo. Tres personas se sientan alrededor de la mesa. Se sientan
en el suelo con las piernas cruzadas, como lo hacen también hoy en día
aún muchos orientales. Los alimentos preparados son de los más sencillos.
Sin embargo, perfuman la habitación. Entonces el ama de la casa -se llama
María- bendice antes de comer: «Bendito seas Tú, Señor, que nos regalas
el pan, fruto de la tierra... ».
La oración nos parece conocida. ¿De dónde? La pronunciamos sobre los
dones de la Eucaristía. La bendición de la mesa de los israelitas se ha
convertido en oración de la mesa eucarística de la cristiandad.
María continúa orando, y se unen a sus palabras las dos otras personas de
la casa, Jesús y José, y dicen: «Bendito sea el Señor. Presentamos el
vino, la obra de tu creación...» La bendición de la mesa del antiguo
lsrael presta hoy sus palabras a la oración con la cual preparamos el
vino que se convertirá en la Sangre de Cristo.
Ambas bendiciones brillan como dos llamas en la habitación de la humilde
casa de Nazaret que sólo es iluminada por la luz que entra por la puerta
que hace a la vez de ventana. Dios que estaba presente, ve a través de
esta mesa pequeña y a través de esta bendición de la mesa israelita
nuestro altar y nuestro santo sacrificio y banquete.
La película cambia y enfoca una nueva escena: Estamos ahora en Babilonia,
la capital del imperio babilonio. Allí está una estatua gigantesca del
dios Moloc. Ante la estatua se encuentra un enorme recipiente con fuego.
Alrededor una gran muchedumbre ruidosa y expectante. A través del fuego
pasan tres jóvenes. Han sido condenados a ser quemados en el fuego,
porque no han querido renegar de su fe en el Dios verdadero de Israel.
Caminan a través del fuego y cantan y cantan. Ya ha pasado una hora y
ellos deberían estar carbonizados. Pero ahí están caminando por el fuego,
cantando la fidelidad de Dios para con lsrael, de la infidelidad de
Israel para con Dios. Se lamentan del templo destruido y de la abolición
del sacrificio en Jerusalén. Entonces el mayor dice: «En lugar del
sacrificio del templo de Jerusalén ¡acéptanos a nosotros! Con corazón
contrito y humillado nos ofrecemos a Ti».
Las palabras del horno de fuego de Babilonia nos parecen conocidas. Se
encuentran en la Eucaristía, en la oración de presentación del vino.
Después de la oración de Nazaret sigue este canto de Babilonia. Después
de bendición de la mesa de la madre del Señor, el canto sacrificial de
los confesores fieles del Dios único de Israel. Y bajo este arco, este
puente desde Babilonia hasta Nazaret está la preparación del sacrificio
de la cruz.
Continúa la película: Estamos en Roma. Vemos la basílica de Letrán. Hay
un Papa que dice una oración. Es el Papa León Magno, un representante
imponente del papado, un típico romano chapado a la antigua. Reza una
oración al mezclar el agua y el vino durante el ofertorio. Ha anotado
estas palabras como oración navideña en su «Eucaristía». Ahora rezamos
como él: «Como el agua se une al vino en signo santo... que este cáliz
nos haga participar en la divinidad de Cristo que se ha dignado asumir
nuestra naturaleza humana». Así lo rezamos como el Papa León también en
la Eucaristía principal de Navidad.
Cuando la pequeña gota de agua entra en el vino, se ve cómo al caer forma
círculos hasta que ya no se puede distinguir un líquido del otro. El gran
romano nos guía en la oración: «Como el agua se une al vino para hacerse
signo santo, ... ». La mirada se dirige hacia la comunión. Allí la
pequeña gota de la gloria de Dios entra en nosotros, pobres hombres, y
nos une con Dios como el agua y el vino se hacen uno.
La oración del ofertorio frecuentemente no se oye en la Eucaristía de la
comunidad porque se está cantando o el sacerdote la realiza en silencio.
Por eso pocos conocerán las palabras. Sin embargo, cuando uno las lee y
medita y reza, entonces nos ofrecen una «película» de Nazaret, de Roma y
de Babilonia.
No se puede hablar de «Oraciones aburridas de la Eucaristía», cuando
estamos dando al mismo tiempo una «vuelta alrededor del mundo en
película», cuando encontramos a personajes importantes; cuando entramos
en la sala de conferencias de maestros insignes; cuando se trata del tema
tan grande de la humanidad y del sacrificio.
31. QUIEN NO DA: SER AGRADECIDOS. NO HAY MOTIVO PARA EL ABURRIMIENTO.
Nada, ni un centavo.
El padre estaba de viaje, muy lejos, trabajando en una construcción. La
madre había lavado la ropa, había planchado hasta muy entrada la noche y
luego, agotada, se había acostado y se había dormido profundamente.
Alrededor de la una y media el mayor de los hijos, Guillermo que tenía
catorce años, despertó repentinamente. Primero pensó: «Huele a pino».
Pero luego tuvo un acceso de tos por el humo que llenaba su cuarto. En
seguida se puso alerta: hay un incendio. Saltó de la cama y corrió donde
la mamá: «La casa se está quemando». E hizo lo que no se debe hacer:
abrió la ventana de par en par. La madre, muerta de cansancio había
olvidado desenchufar la plancha eléctrica. La mesa comenzó a arder y
luego el incendio se extendió por todas las habitaciones de la casa. Al
entrar oxígeno por la ventana abierta las llamas se levantaron y
convirtieron la casa en un infierno.
Guillermo despertó a su hermana menor. La madre despertó a la abuela,
juntó un poco de ropa y las cosas de valor y todos juntos salieron de la
casa. De repente la madre exclamó: «El chiquito». Quiso volver a la casa
pero el mayor ya había cruzado el umbral de la casa. Muy pronto salió de
nuevo cargando a su hermanito de dos años. Cuando pasaba delante de la
ventana le cayó encima una viga en llamas y le golpeó el hombro. No le
dio importancia luego corrió para avisar a los bomberos. Más tarde el
jefe de los bomberos dijo: «En medio de la desgracia le felicito por su
hijo tan valiente y decidido. Si no hubiera actuado con este arrojo el
chiquito ya no viviría. Dependía de minutos».
Después de muchos años el «chiquito» se convirtió en un próspero
comerciante. Vivía en un chalet elegante y tenía una mujer moderna. No
tenían hijos pero sí tenían dos autos, una piscina en el jardín y una
casa en la playa y las cosas más finas. Un día sonó el timbre. Venía de
visita el hermano mayor que le llevaba doce años, Guillermo. Su postura
era un poco torcida. En la noche del incendio la viga en llamas le había
roto la clavícula y había producido una infección tras otra. De ahí la
postura torcida. Tenía un buen trabajo, estaba casado con una mujer
simpática y tenía cuatro hijos. Pero en medio de su felicidad vivía una
situación económica difícil. Después de haber saludado a su hermano le
presentó tartamudeando su pedido.
Había ahorrado durante mucho tiempo y quería comprar una casita modesta.
Pero le faltaba una suma considerable. Por fin había dicho todo: «¿Puedes
ayudarme con 20.000 dólares? El próximo año te los devolveré». Se veía en
la cara del hermano menor que no quería saber nada del asunto. La cuñada
tomó la palabra. Les había escuchado a los dos: «No podemos ni queremos
darte nada. El piso que has alquilado es suficiente para vosotros. No
deberías tener tantos hijos. Por eso tienes tantos problemas para
financiar la compra». El hermano hablaba de la misma manera: «Tenemos que
pagar una casa que hemos comprado en la playa para los fines de semana y
para los días de verano. No nos sobra ni un centavo».
El hermano mayor se levantó y dijo: «¡Muchas gracias! Perdonad que os
haya molestado. Sólo quería recordaros la noche del incendio de hace
treinta años». Después salió silenciosamente. Le caían las lágrimas.
Pensaba: «Para salvarlo he arriesgado mi vida. Y no le sobra ni un
centavo».
Muy similar es, a veces, la situación en la Eucaristía. Cristo ha dado su
vida el Viernes Santo. Delante de nosotros vemos en la Eucaristía su
cruz, sus heridas, su cabeza inclinada en la muerte. Nos mira y nos
pregunta: «¿Qué tienes para mí?». Jesucristo está sentado en el trono de
la gloria del Padre y es Señor del universo. Nosotros, por medio de
nuestros dones deberíamos mostrarle que estamos agradecidos. Cierto, no
importa tanto el don sino el corazón. El pan y el vino en el ofertorio
quieren decir: «¡Acéptanos! ¡Acéptame! Te pertenezco. ¡Quiero vivir para
Ti como tú has vivido y muerto por mí!»
¿Qué es lo que pensaría Cristo, nuestro hermano mayor, si no tuviéramos
nada para Él? También la limosna para los pobres, las misiones, la
diáspora, para el templo pueden ser signo de que tenemos un corazón
agradecido para Jesucristo. Pero lo importante no es el dinero sino el
corazón y la intención: «No se haga mi voluntad sino la tuya». Nada es
suficiente cuando se trata de Dios.

32. LAVATORIO DE MANOS Y ORAD, HERMANOS.


Lavar el corazón más que las manos.
Ha llegado la Navidad. Estamos en Roma donde vive el Papa. Estamos
tristes y desilusionados. Allí no hay regalos en Navidad. Llegan en la
Epifanía, la fiesta de los Reyes Magos. El nombre grecolatino de esta
fiesta tan grande «Epifanía» suena en boca italiana «Befana». Es entonces
cuando se hacen las compras y cuando se entregan los regalos.
Acudimos a una antigua Iglesia dedicada a la Virgen María, «Aracoeli».
Esto quiere decir «Altar del Cielo». Nos han contado que allí hacen la
homilía los niños. ¿Los niños predican? Esto no lo hemos visto nunca.
¿Quién no quiere ver tal cosa? El camino llega a una plaza con mucho
tráfico «Piazza Venecia». Allí está, como una torta gigantesca de mazapán
el monumento nacional. Unos pasos más y llegamos a la escalera que lleva
al municipio que se llama «El Capitolio». Después unas escaleras con cien
gradas que conducen hasta Aracoeli. En la antigüedad se encontraba allí
el templo capitolino del dios Júpiter, donde solían terminar las marchas
de triunfo.
La Iglesia está llena de niños. Se reúnen alrededor del nacimiento. El
nacimiento se ha armado sobre un altar lateral. Junto a una columna
próxima se ha construido un ambón, más pequeño que los púlpitos grandes
que utilizan los sacerdotes. Hacia este ambón los niños forman una cola
larga, larga.
Justo en este momento un muchacho baja del púlpito. ¿Qué digo? Corre y
salta hacia abajo hasta los brazos de su mamá. En seguida otro trepa
hacia arriba. Su cabeza llena de rizos apenas se asoma porque el borde es
muy alto. Pero hay solución para ello. Allí hay un banquito. Se sube
encima y así es visible para todos los que se encuentran abajo. Una
inclinación hacia el Niño del pesebre y luego comienza la homilía. Su voz
clara permite que se escuche todo. Cuando dice algo importante hace un
movimiento elegante con la mano derecha. Cuando habla del Niño Jesús lo
señala con el dedo. Lo que dice tiene cierta semejanza con nuestras
poesías de Navidad: La gente, especialmente los padres y los abuelos,
escuchan con suma atención. Al final no dice «Amén» sino le sopla un beso
alegremente al Niño Jesús. Contenta lo abraza después la abuela: «Has
predicado muy bien».
¿Habría que introducir esta costumbre también entre nosotros? No es
necesario. Solamente necesitamos conservar la costumbre. No sólo en
Navidad, todos los días el acólito le dice una homilía al párroco. Sí
señor, el acólito, aunque sólo tuviera siete años le da una homilía al
señor párroco.
Se realiza de la siguiente manera: Se ha pronunciado las oraciones del
ofertorio. Después va el acólito hacia el altar. En su mano izquierda
lleva un pequeño plato, en la derecha una jarra y colgado del brazo una
pequeña toalla. Por si acaso, ¡debe ser una jarra y no sólo una vinajera
que no se ve! El sacerdote extiende sus manos y el acólito le echa agua
en las manos: esto es una homilía. Sin palabras, sin pronunciar largas
oraciones le dice al que celebra: «Lo que sucederá ahora en el altar, lo
tienes que hacer con un corazón puro y limpio», quizás sea ésta la
homilía más potente que se ofrece en la Eucaristía.
En cierto lugar, un sacerdote desconocido celebraba la Eucaristía
dominical. Le tocó acolitar al pequeño Valentín. Cuando, terminado el
ofertorio, se acercó con jarra, plato y toalla, el sacerdote lo rechazó
disgustado: «Hoy por la mañana me he lavado las manos en el baño».
Tristemente Valentín tuvo que regresar con todo. El sacerdote estaba en
un error. No sabía que no se trataba de sus manos sino de su corazón.
Menos aún sabía que el acólito le estaba hablando y quería despertar en
él la súplica: «Señor, lava mi culpa. Limpia mi pecado».
Quizás con ocasión de la homilía sin palabras el acólito podría rezar
así: «El Señor te conceda a ti y a mí y a todos nosotros un corazón
puro». Esto es una súplica para la consagración y la comunión que luego
se celebran.
Pero, el párroco no puede permitir que el acólito le supere. Él debe
tener la última palabra. Dice una homilía cortísima: «Orad, hermanos,
para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios Padre
todopoderoso». Esta homilía breve hubiera podido ser más corta aún,
quizás: «Oremos». Esta homilía se parece a la de un director de orquesta
que levanta la batuta y dice: «¡Atención! ¡Esforzaos!» Es que comienza
ahora el gran cántico de acción de gracias. La respuesta de oración de
los fieles puede omitirse pero también se puede dar con la frase: «El
Señor reciba este sacrificio de tus manos para gloria y alabanza suya,
para nuestro bien y el de toda su Iglesia santa».
La pequeña homilía muestra que el párroco en su interior no está tan
seguro como pueda parecer exteriormente. Busca la ayuda de sus fieles.
Preocupado pregunta si Dios le aceptará esta Eucaristía. Siente la
responsabilidad de la salvación del mundo entero. Entonces no importa si
hablamos en voz alta o baja o contestamos con palabras o sólo con el
corazón, lo que importa es que ayudemos, que oremos, que estemos junto al
sacerdote.

33. ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS.


Hasta la corona.
Santa Isabel fue princesa real, la hija del rey Andrés de Hungría. Cuando
tenía cuatro años fue llevado desde Hungría a Eisenach. Ella debía llegar
a ser landgrave, esposa de Luis, landgrave de Turingia.
Cierto día, el 15 de agosto, se celebraba la fiesta de la Asunción de la
Virgen María al cielo. La anciana Sofía, landgrave de Turingia, bajó del
castillo cerca de Eisenach a la ciudad para visitar con sus hijos la
Iglesia de Nuestra Señora de los caballeros alemanes. Allí se celebraba
la Eucaristía con especial solemnidad. Las princesas llevaban sus
vestidos más hermosos. Adornaban su cabello con sendas coronas de oro.
Isabel llevaba una especialmente preciosa. Las damas se arrodillaron en
los bancos del coro. Allí se encontraba un enorme crucifijo. Isabel
contemplaba la cruz. Miraba y miraba. Después se quitó la corona, la
colocó a los pies de la cruz y se postró ante el Señor de dolores. La
landgrave le susurró: «La gente se está riendo». Isabel dijo: «El buen
Jesús está coronado de espinas agudas. Me burlo de Él si llevo una corona
de oro». Lloraba tanto que tenía que secar las lágrimas con el borde de
su manto real.
Santa Isabel ya era viuda a los veinte años. Su esposo falleció de una
epidemia en Italia al preparar una cruzada hacia Jerusalén. Ella cuidaba
de los enfermos. No permitía que en el castillo se sirvieran buenas
comidas y bebidas mientras que los pobres sufrían penuria. Por eso
abandonó el castillo y se retiró en una casa en ruinas como los pobres.
En un pequeño hospital servía como enfermera a la gente pobre y enferma.
Se arrodillaba delante de ellos, les lavaba los pies, y les vendaba las
heridas.
El día de fiesta colocaba su corona de oro a los pies de la cruz. Con
esto quería decir: «Todo lo quiero sacrificar, todo lo quiero dar por mi
Jesús crucificado». Y lo llevó a la práctica. Al quedar viuda después de
la muerte de su esposo renunció a su corona y a su dignidad de princesa y
no aceptó el gobierno de su comarca. Vivía como pobre franciscana. Fue
entonces cuando se volvió princesa de verdad ante Dios, llegó a ser
santa.
Así debe ser también nuestra ofrenda ante Dios. En la oración sobre las
ofrendas expresamos nuestra entrega. Decimos: «Acéptalo». En la mano de
Dios colocamos nuestra propia voluntad, nuestro corazón. Sin embargo, es
fácil decir algo y rezar así. Difícil es llevarlo a la práctica. La
verdadera ofrenda se realiza no tanto en la iglesia sino en casa, al
jugar y en las cosas serias. Cuando nos despojamos del egoísmo y del
empecinamiento, cuando renunciamos, cuando no somos los primeros sino los
últimos, entonces no sólo hacemos un gesto como despojarse de una corona
sino lo hacemos de verdad. Aunque duele nos proporcionará bendición sobre
bendición.

34. EL CANON. ACCIÓN DE GRACIAS POR CRISTO.


Ella llevaba algo misterioso.
El joven rey Reinaldo había muerto al defender su ciudad. Su anciano
padre se había encargado nuevamente del gobierno. La ciudad situada en el
monte vivía nuevamente en paz y prosperidad. Llegó el día en que se
celebraba el quincuagésimo aniversario del reinado del anciano rey. Decía
la gente: «Tenemos que celebrar esto. Tenemos que agradecer al rey por lo
bien que nos ha tratado. Tenemos que agradecerle que a pesar de su edad
avanzada y de su enfermedad cargue con el gobierno». Decidieron,
entonces, preparar una gran celebración. Lo más solemne sería una
procesión festiva. Cada familia le entregaría al rey algo hermoso, útil y
hecho por sus propias manos.
Llegó el día del aniversario. Habían adornado todas las casas con flores
y banderas. Puesto que eran bodas de oro habían colgado en cada puerta
una corona de oro. Las campanas repicaban. Las bandas tocaban en los
parques. En la plazuela del castillo habían colocado un trono para el
rey. Alrededor de él se formaba la gente en un inmenso semicírculo.
Después dieron inicio a la procesión. A la cabeza cabalgaba el heraldo.
Seguían las trompetas. Después un grupo multicolor de banderas, luego el
coro. Detrás caminaban las parejas. Cada familia había enviado a sus
representantes. Una pareja llevaba una canasta llena de fruta, otra una
canasta llena de verduras, otra con espigas, otra con vino. Los orfebres
traían una jarra de plata. Los jardineros las flores más hermosas.
Parecía una procesión de nunca acabar.
Al final de la procesión caminaba una dama vestida de negro. Llevaba un
velo. En sus brazos llevaba algo grande y pesado. Pero no se podía ver
porque estaba envuelto en una tela. La gente había visto arribar a la
dama a la ciudad la noche anterior. Preguntaban: «¿Quién es ella?» Los
organizadores de la procesión sonreían pero guardaban el secreto.
Todos en fila entregaban su regalo al anciano rey. Al mismo tiempo se
ejecutaban cantos, bailes y músicas. Como último acontecimiento estaba
ante el trono la dama velada. Se quitó el velo. Y el rey vio que era la
mujer de su hijo fallecido. Sorprendido no sabía qué decir. Entonces ella
quitó el velo también del bulto que cargaba en sus brazos y lo entregó al
rey. Era un niño pequeño, su hijo. Le dijo al rey: «Pienso que esto es el
regalo más hermoso. Te traigo al hijo de Reinaldo, el pequeño Reinaldo».
Todo había sucedido de la siguiente manera. Cuando los enemigos asediaban
la ciudad la joven reina se encontraba en una de las haciendas. Con ella
estaba su hijo recién nacido, bautizado con el nombre de Reinaldo. Los
enemigos secuestraron a la madre y al niño. Nadie sabía dónde estaban. En
una aventura azarosa la joven reina consiguió escapar de los enemigos.
Caminó durante meses, se había escondido, había marchado noches enteras,
había mendigado pan y leche. Y por fin llegó exhausta y rendida a la
frontera del reino. Escuchó que la gente decía: «Celebraremos las bodas
de oro del rey». De manera que se vino a la fiesta.
Dijo el anciano rey: «No hubieras podido traerme nada más hermoso. Es el
regalo más precioso. Me has devuelto a mi hijo Reinaldo». Se levantó y
mostró el niño a todo el pueblo. ¡Qué algarabía, qué gozo! La música
sonaba y la gente gritaba: «¡Viva!».
En la Eucaristía sucede algo muy similar aunque no sea precisamente como
en el castillo de Reinaldo. A Dios, nuestro Padre, le consagramos
nuestros dones. Queremos darle gracias por todo el bien que nos ha hecho.
Pero luego no sólo le entregamos pan y vino. Tenemos entre manos la
ofrenda más hermosa, más preciosa: el Hijo de Dios Jesucristo, nuestro
Salvador y lo entregamos al Padre de los cielos. En los tiempos pasados
cantamos como cántico en la Iglesia: «Te presentamos en tu Hijo un
sacrificio agradable». También hoy en día podríamos cantar así.
La diferencia es esta: El joven rey Reinaldo había muerto por los suyos.
El pequeño Reinaldo, al que habían secuestrado, ocupaba su lugar, Jesús,
nuestro rey, ha muerto por nosotros. Sin embargo, vive, está con nosotros
en la Eucaristía. Podemos presentarlo al Padre celestial y ofrecérselo y
dar gracias por medio de Él por todo lo que Dios ha hecho por nosotros.
Nosotros somos la reina que lo lleva a la presencia de Dios. Porque todos
somos Iglesia y como Iglesia pertenecemos a Cristo y Cristo nos pertenece
a nosotros.
De eso se trata en la Eucaristía: Jesús, que murió y vive, es entregado
al Padre. Esto es lo que sucede en el Canon magno, desde el prefacio
hasta el padrenuestro.

35. SANTO.
El profeta y los niños.
Entre los grandes mensajeros del Antiguo Testamento debe considerarse
como el mayor a Isaías, el hijo de Amós. Durante los últimos años del
reino de Judá antes de la conquista por Babilonia, Dios le permitió echar
un vistazo en el cielo. Él mismo cuenta: «He visto al Señor en un trono
alto y excelso. Su manto llenaba todo el santuario. Los ángeles estaban
alrededor de Él. Cada uno tenía seis alas. Uno gritaba al otro y hablaba:
"¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! ¡El Señor de los ejércitos! ¡De su gloria está
llena la tierra!". En ese momento temblaban los umbrales a causa de este
gran clamor. La casa se llenó de incienso».
Este cántico del cielo lo cantamos cuando se ha iniciado el canon. El
prefacio ha dicho: Queremos dar gracias a Dios, nuestro Señor. Queremos
alabarlo, porque ha hecho grandes cosas por nosotros. Queremos bendecirlo
porque es glorioso en medio de los ángeles. Entonces viene el profeta
Isaías y nos susurra al oído: «¡Santo, santo, santo... !». Nos dice:
«Abrid los ojos de vuestra alma. Mirad cómo Dios está sentado en su trono
excelso, cómo su manto real traspasa todo el cielo. Escuchad cómo los
ángeles cantan y cantan». Entonces también nosotros nos unimos a ellos,
primero un poco tímidamente, luego cada vez con mayor entusiasmo:
«¡Santo, santo, santo... !».
Con el profeta Isaías vienen también otros; no son los santos, ángeles o
coros celestiales. Son niños; niños de Jerusalén de la calle, con manos
sucias y ropa de andrajoso. Nos dicen suavemente: «¡Ayudadnos!
Quisiéramos competir con el gran profeta. Podemos continuar su canto.»
Después cantan: «Hosanna el que viene en nombre del Señor. Hosanna en las
alturas». Es el canto del Domingo de Ramos. Lo cantaban los niños cuando
Jesús entró solemnemente a Jerusalén para celebrar el sacrificio de la
cruz para la salvación de los hombres.
Quisiéramos ver junto a los niños del Domingo de Ramos a los niños que
Jesús ha bendecido cuando lo pedían sus madres. Quisiéramos descubrir al
joven que ha resucitado de entre los muertos, al joven de Naím, a la hija
de Jairo. Cantan junto con los demás: «¡Bendito el que viene en nombre
del Señor, Hosanna!».
Lo que sucedió entre los apóstoles se repite. Jesús coloca a estos niños
en medio de nosotros y nos dice: «Sed como ellos. Aprended de ellos.
Cantad con ellos: ¡Bendito! ¡Hosanna en las alturas!».
La aclamación del santo es un canto de la Sagrada Escritura. Más aún:
relata lo que sucede en la Eucaristía. Cristo viene a nosotros, y
nosotros vamos a su encuentro tan intensamente como el profeta, tan
alegres como los niños.

36. LA PALABRA MÁS IMPORTANTE EN EL CANON.


La ventana del Espíritu Santo.
En el año 1633 el joven y famoso arquitecto Juan Lorenzo Bernini estaba
de pie en la catedral de San Pedro aún no terminada de construir. No se
fijaba en las personas que iban y venían. No escuchaba las conversaciones
y las oraciones de los peregrinos. Miraba y reflexionaba.
Una tarea le estaba atormentando. Había reconstruido el altar mayor
encima del sepulcro de San Pedro. Ahora le tocaba rehacer las ventanas de
la catedral pero con mayor hermosura y brillo. Muchas ideas cruzaban su
cabeza: ¿Una imagen de Cristo? ¿San Pedro? ¿Escenas bíblicas? Nada le
parecía suficientemente hermoso para el templo más importante de la
cristiandad, el templo que se alza sobre el sepulcro de San Pedro a quien
Cristo le dijo cierta vez: «A ti te daré las llaves del reino de los
cielos.» Nervioso, Bernini comenzó a pasear por el imponente templo.
Ahora estaba en el centro de la catedral. A través de las columnas del
altar mayor miraba la ventana central. Caía la tarde. Fuera el clima era
cambiante. De repente los rayos luminosos del sol atravesaron con fuerza
la ventana. Eran como olas y ríos de luz que cubrían todo el altar de la
basílica. Despertó en Bernini una visión de Pentecostés. Entonces le vino
la mejor idea que había buscado. La ventana debería concretar y confirmar
lo que se puede ver ahora. No debería tener imágenes, ni adorno, ni otros
añadidos, sino sólo la luz, sólo los rayos. Su ojo de artista veía en la
corona brillante del sol sólo a la paloma del Espíritu Santo aleteando
sobre el altar. A todos los que saben imaginar un poco les diría: En el
altar actúa y procede el Espíritu Santo. Él transforma el pan y el vino
en el cuerpo y la sangre de Cristo. A Él recibimos en la comunión con
Cristo. El signo de Pentecostés diría: El Espíritu Santo es el alma de la
Iglesia.
Con entusiasmo febril se fabricó y se colocó en San Pedro la ventana del
Espíritu Santo. También hoy en día hace que muchos peregrinos sientan
alegría y comiencen a pensar. Todavía hoy hace una homilía de Pentecostés
en la cual brilla la gloria de Cristo y de su Iglesia. Todo esplendor de
las imágenes de los santos es superado por la luz del Espíritu Santo.
En la Eucaristía el canon, después del tres veces santo, brilla como una
ventana del Espíritu Santo. Se pronuncian muchas palabras importantes. La
palabra más importante es: «¡Envía tu Espíritu Santo!». Se repite en
todos los tipos de canon. Las liturgias del occidente y oriente andan
acordes: «¡Ven, Espíritu Santo!». Cuando el sacerdote extiende las manos
sobre cáliz y patena no quiere decir otra cosa que: «¡Ven, Espíritu
Santo!» Ésta es, después de «Acción de Gracias», la palabra más
importante.
Entonces es como en San Pedro en Roma. El Espíritu Santo viene sobre el
altar. Viene para realizar la consagración. Entonces es como en la mañana
de Pentecostés en el cenáculo de Jerusalén. Nueve días oraban los
apóstoles con María, la Madre de Jesús. Entonces viene un viento fuerte.
Encima de cada uno hay una lengua de fuego como signo del Espíritu Santo.
Entonces es como lo relata el cuarto capítulo de los Hechos de los
Apóstoles: Los Apóstoles oran después de haber sido liberados de la
cárcel del Sanedrín. Y mientras oran baja sobre ellos el Espíritu Santo.
Cuando nosotros celebramos la Eucaristía el domingo sucede algo similar.
Aunque hubiéramos estado presos durante toda la semana en la cárcel del
espíritu maligno, el domingo oramos con el canon: «¡Ven, Espíritu
Santo!», y el Espíritu Santo viene en la Eucaristía.

37. CANON: RELATO DE LA ÚLTIMA CENA, CONSAGRACIÓN.


La palabra es potente.
Quien es católico escucha con tristeza el nombre de Martín Lutero. Es el
que ha dividido la única Iglesia. Sin embargo Lutero ha tenido
intuiciones profundas y ha dicho palabras importantes.
Fue hace más de cuatrocientos años (1529). En Marburg, la ciudad del
duque de Hessen, Martín Lutero tuvo un encuentro con Ulrich Zwingli. El
reformador suizo Zwingli presentó la doctrina: «En la Eucaristía el pan
sólo sirve como símbolo, como signo del cuerpo de Cristo». Entonces
Lutero entró en cólera y dijo: «¡Esta palabra es demasiado potente!:
"Esto es mi cuerpo". No se puede tergiversarla».
Lutero tiene razón. Cuando Dios dice: «es» entonces la palabra «es» no
expresa «significa» o «semejante a». Dios dice: «Este es mi cuerpo».
Entonces es su cuerpo. La palabra es demasiado potente.
Cuando Jesucristo había comido con sus discípulos el cordero pascual en
el cenáculo e instituyó la Eucaristía, faltaban pocas horas para su
pasión y muerte. Él preveía claramente la dura realidad. Por eso quiso
instituir su Testamento. No era posible emplear conceptos vagos. A partir
del contenido tremendo de la hora hay que acoger la palabra «es» con toda
claridad, verdad y unicidad.
Santa Isabel de Turingia estaba en camino, como tantas veces, para
socorrer a los enfermos. Había hecho un pliegue con su manto y había
guardado y escondido en él todo tipo de víveres: harina, pan, mantequilla
y carne. La calumniaron ante su esposo el Landgrave: «Todo se lo lleva».
Disgustado el landgrave le salió al encuentro: «¿Qué es lo que llevas en
tu manto?» Abrió el pliegue de su manto y se veían unas ramas de la
rosaleda de las que había muchas en el castillo.
Convertir cosas buenas en ramas con espinas. Los víveres tan provechosos
que podían llevar salud a los enfermos, se convierten, se ven como ramaje
espinoso que crece en cualquier rincón, en cualquier muralla.
Algo similar pasa en la Eucaristía: Dios nos regala el cuerpo glorificado
y la sangre de su Hijo Jesucristo. Pero nuestros ojos de carne sólo ven
pan y vino, cosas ordinarias de todos los días, que puedes encontrar en
una casa cualquiera. Llevamos en el manto de los vasos litúrgicos dorados
al Ser del mundo. Pero sólo vemos el pan que surgió de las espigas del
campo, el vino que salió de una viña pedregosa.
Una gran diferencia: En el caso de Santa Isabel lo precioso se convierte
en ramaje. En la Eucaristía el pobre alimento humano se transforma en el
cuerpo de Cristo. Es igual en los dos casos: Vemos lo insignificante. Lo
que es precioso sigue escondido.
El ojo fracasa. El oído es fiel. Así reza admirado Santo Tomás. Así dice
también nuestra fe: la palabra «es» es demasiado potente. Ese pan es el
Cuerpo de Cristo.

38. CANON: LA ELEVACIÓN DE LAS FORMAS SAGRADAS.


Una religiosa ahuyenta a los sarracenos.
En los tiempos en que vivía San Francisco, uno de los santos más grandes
y quizás el más simpático, Italia estaba dividida. Desde el sur subían
los sarracenos, es decir, mahometanos de África del norte. Por todas
partes sembraban el pánico. Robaban, saqueaban y asesinaban.
Ante las puertas de Asís, la ciudad de San Francisco, las religiosas
habían edificado un pequeño convento cerca de la iglesia de San Damián.
Se encontraba sin protección fuera de la muralla, entre viñedos y
olivares. Era un convento muy pobre. Llamaban a las religiosas según el
nombre de su fundadora, Santa Clara, las clarisas. Dormían en el suelo y
ayunaban la mitad del año.
Habían prevenido a las religiosas: «Los sarracenos están a la vista».
Pero no tenían miedo. Cuando se retiraban para descansar tenían el
privilegio de poder llevar el santísimo y colocarlo en el nicho del
balcón cerca del dormitorio. Esto las tranquilizaba.
Una noche las clarisas escucharon ruidos. Sonaban las armas y las
linternas brillaban en la oscuridad. Los hombres vociferaban. Las
escaleras retumbaban contra los muros del convento. Las religiosas sin
embargo seguían tranquilas en su sitio. Se arrodillaron y comenzaron a
rezar. La superiora salió al balcón y vio el enorme peligro. Una gran
bandada de feroces sarracenos se aprestaba para asaltar el convento. Del
nicho sacó el recipiente del santísimo con las dos manos. Se acercó al
muro del balcón. Levantó en alto el santísimo. Mientras tanto rezaba como
solían rezar las religiosas en las celebraciones: «Defensor noster
aspice, oh Dios que eres nuestro protector, mira al enemigo y sus
intenciones. Protégenos, Señor, que nos has comprado con tu sangre».
Cuando estaba en pie con el cuerpo de Cristo elevado un rayo de la luna
iluminó su figura. Un sarraceno que ya se encontraba en el último peldaño
de la escalera, asustó tanto, que quiso bajar. Pero al bajar pisó al que
le seguía y por eso cayó al suelo. También los demás se llenaron de
miedo. En medio del asalto comenzaron a huir en turbulenta carrera,
bajaron la colina y se alejaron de Asís.
Así salvó Santa Clara el convento y la ciudad: Elevando en alto el
santísimo sacramento.
Ha concluido la consagración. El sacerdote ha pronunciado el relato de la
última cena, las palabras de Cristo han sido poderosas y eficaces: «Este
es mi cuerpo! ¡Esta es mi sangre!» . Después de la palabra sobre el pan,
y después de la palabra sobre el cáliz el sacerdote eleva el cuerpo de
Cristo y el cáliz con la sangre de Cristo. Los fieles pueden mirar,
contemplar. Es hermoso, poder entrar en contacto con Cristo por la vista.
Pero al mismo tiempo el sacerdote cree poder ver los enemigos que quieren
asediar a la Iglesia y a la cristiandad y quieren destruirlas. Así que
eleva la hostia y el cáliz sobre los angustiados. En su interior ve cómo
los asaltantes de los hombres resbalan y caen. Los redimidos por la
sangre de Cristo son salvados.
Justo en los años cuando la elevación del santísimo sacramento salvó al
convento y a la ciudad de Asís, se comenzaba con la introducción de la
elevación del pan y del vino en cada Eucaristía. No se trata sólo de
enseñar. Miramos y sabemos que estamos seguros ante todos nuestros
enemigos. El cuerpo de Cristo resplandeciente en la eternidad, es para
nosotros salvación y vida.

39. CANON: OFRECIMIENTO.


Sacrificio añadido al sacrificio.
El 6 de agosto del año 258 se había reunido secretamente la comunidad
cristiana para celebrar la Eucaristía. Habían buscado las catacumbas, el
lugar subterráneo donde sepultaban a los muertos. La asamblea vivía una
atmósfera de angustia y tristeza. El emperador Valeriano había firmado
unos decretos que instauraban una persecución severa contra todos los
cristianos. Todos temían ser prendidos, encarcelados y enjuiciados. Nadie
tenía la vida asegurada. A todos amenazaba la confiscación de sus bienes.
En la capilla subterránea se apiñaban los cristianos. Ante el altar
estaba el Papa Sixto II, a su lado sus diáconos. Se celebraba la
Eucaristía. Se había cantado el canon. Había resonado el relato de la
Última Cena. En medio de sus fieles estaba presente Cristo, el Señor.
En medio de esta paz profunda se escucharon pasos, órdenes, ruido de
armas. Los militares habían invadido las catacumbas. Entraron a la
asamblea sagrada. El comandante controlaba los datos de los presentes. El
Papa confesó su fe y su cargo. El comandante pronunció la condena a
morir. Debería ejecutarse en el acto, en el mismo lugar. Brilló la espada
del verdugo. A los pies del altar se encontraba el cuerpo exánime del
Papa. También los diáconos fueron ejecutados. La sangre de los
decapitados corrió a lo largo del altar donde estaba presente la sangre
de Cristo. Al sacrificio de Cristo se añadió el sacrificio de los
mártires: «Hostia ad hostiam: Sacrificio al sacrificio.» Varias veces se
ha repetido esta escena en la Iglesia. Sucedió algo muy similar en la
muerte de Santo Tomás de Canterbury y en el crimen contra San Estanislao
de Polonia. Morían a los pies del altar. Se entregaban al sacrificio en
el lugar donde se celebra el sacrificio de Cristo nuestro Señor.

40. PADRENUESTRO.
En sus huellas.
En Bohemia vivía un duque que era un santo. Se llamaba Wenceslao. Cada
mañana, incluso en invierno cuando estaba aún oscuro y hacía frío, bajaba
de su castillo a la Eucaristía en la iglesia del pueblo. Decía: «Sin
Eucaristía no puedo vivir». Su ayudante tenía que acompañarle y llevar la
linterna.
Cierto invierno especialmente duro el ayudante se quejó a media voz: «Con
este frío podríamos quedarnos en casa». Wenceslao le oyó y le preguntó:
«¿Tienes mucho frío?» «Sí, contestó el otro, el frío en los pies es casi
insoportable». El duque Wenceslao le dijo: «Presta atención. Cambiemos de
posición. Yo voy primero y tú me sigues. Cuida de colocar tus pies
siempre en mis huellas. Te darás cuenta de que te hace bien».
San Wenceslao abría camino. El ayudante le seguía. Cuidadosamente
colocaba sus pies sobre las huellas de su señor que eran como pequeños
tubos en la nieve profunda. Con cada paso el ayudante sentía cómo de la
huella subía una ola de calor agradable hacia sus pies. Después de
caminar cien metros ya no sentía frío. Le parecía que estaba dando un
paseo de verano.
Después del canon comenzamos el padrenuestro con las palabras: «Oremos
como el Señor nos ha enseñado». Entonces seguimos las siete peticiones
del padrenuestro como unos pasos pesados. Cristo nos precede. Pronuncia
para nosotros cada frase. Entramos en sus palabras como el ayudante de
San Wenceslao que colocaba sus pies en las huellas de su señor. Al rezar
el padrenuestro seguimos las huellas de Jesús.
«Padre, así rezó en la cruz. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
«Se haga tu voluntad» así habló en el Monte de los Olivos con angustia
mortal.
«Danos hoy nuestro pan de cada día», así lo ha instituido el Jueves
Santo.
«Perdónanos nuestras ofensas», para ello ha dejado que lo crucifiquen.
«Líbranos del mal», de esto canta el cielo entero: Tú nos has redimido, a
todas las razas y naciones por tu sangre preciosa.
Entramos así en las palabras de Jesús. Entonces saldrá de ellas una
fuerza misteriosa que dará calor a nuestro corazón.

41. ORACIÓN Y SALUDO DE LA PAZ.


La púrpura que resbala.
El emperador Barbarosa (o Barba roja, que es lo mismo) celebraba la
Navidad. Con su séquito, sus cortesanos y caballeros, había llegado a la
catedral. Llevaba su vestidura imperial, el manto de púrpura, sostenido
sobre su hombro derecho con un broche de oro incrustado de piedras
preciosas. En su cabeza brillaba la corona imperial, el cetro en la mano.
Comenzó la celebración. Sonaban las melodías más hermosas.
El emperador se sentía feliz. Había dejado atrás las guerras y las
batallas. Aunque pronto habría que realizar nuevas campañas. Ante todo le
había afectado la discordia con Enrique el León: Enrique el Güelfo, duque
de Sajonia y Bavaria, le había negado obediencia en la gran batalla de
Chiavenna en Italia del norte. Por eso el emperador fue vencido por sus
enemigos y tuvo que huir. Esto no lo podía olvidar. Pero al menos en la
Eucaristía solemne de Navidad no quería pensar en ello.
De repente se observó un movimiento en la catedral. Se oyó un murmullo
entre la gente que apuntaba con el dedo. Se presentó una persona y se
arrodilló ante el trono del emperador: Enrique el León. El rostro del
emperador Barbarosa palideció. Mordió sus labios. El duque Enrique pedía
perdón, pedía que hubiese paz entre los dos. «Esto es demasiado, pensaba
el emperador, tal culpa no se puede perdonar». Entre dientes le dijo en
voz baja: «No, ¡vete!». Sin embargo, el duque de Sajonia y Bavaria, tan
orgulloso en otras oportunidades, repetía humildemente su súplica de paz,
una y otra vez. El obispo en el altar cantaba el padrenuestro. Entonces
airado dijo el emperador: «No, ¡vete!», y con un movimiento brusco se
volvió mirando en otra dirección. Por este movimiento brusco se abrió el
broche que sostenía el manto imperial de púrpura. El manto resbaló sin
que el emperador se diera cuenta. La púrpura resbaló y cubrió al duque
que estaba de rodillas. Justo en ese momento cantaba el coro: «Cordero de
Dios, que quitas el pecado del mundo». El emperador comprendió lo que
Dios quería decirle. Bajó las gradas del trono, levantó al duque y le
dijo: «Sí, que haya paz entre nosotros».
En la Eucaristía se prepara la comunión exclusivamente con palabras y
ratos de paz: ¡al banquete de paz corresponde un canto de paz! Por la paz
se pide en la oración después del padrenuestro. Por la paz pide la
oración y se recuerda al Señor sus promesas de paz. Por la paz pide el
tercer «cordero de Dios». El sacerdote desea la paz a la comunidad: «La
paz del Señor esté siempre con vosotros». Cada uno debe dar el abrazo de
la paz a los demás. La paz es el manto real que cae de los hombros de
Jesús. No se puede participar en una celebración de la paz y tener un
corazón sin reconciliación, sin paz.
En un convento se habían atacado dos hombres airados. Después se celebró
la Eucaristía. Los dos estaban el uno al lado del otro. Al momento de la
paz debían darse mutuamente el abrazo de la paz como se suele hacer en
los conventos. Pero los dos no se movían, tiesos como unos troncos. Los
demás dijeron un poco más fuerte que de costumbre: «La paz sea contigo».
De nada sirvió. Después de la Eucaristía el prior dijo en la sacristía de
manera que todos pudieran escucharlo: «El almuerzo será cada uno en su
celda. No podemos compartir la comida si no podemos darnos la paz».
Cuando el prior entró a su celda vino del lado izquierdo uno de los
gallos de pelea y del lado derecho el otro. Se vio tan chistoso que los
tres tenían que reírse. El prior tomó las manos de los dos y las juntó
diciendo: «¡Paz!» A partir de este momento parecía que los dos
adversarios se comprendían de manera especial.

42. CORDERO DE DIOS.


La matanza del corderito.
Un campesino tenía dos hijos. El primero heredó los pocos campos que
había de herencia. El segundo dijo: «Yo voy a la ciudad. Trabajaré de
minero. Allí puedo ganar bien». Dicho y hecho. En la ciudad consiguió un
trabajo bien remunerado. Pero la casa no era agradable. Detrás de la casa
pasaba el ferrocarril. Esto traía mucho ruido y polvo. No había nada que
le recordara la campiña y los prados del pueblo paterno. El hijo de
campesino sentía nostalgia. Su mujer tuvo una idea. En el patio de la
casa había un viejo granero con una puerta que miraba a las vías del
ferrocarril. Al costado había bastante hierba. Compraron dos ovejas. Con
permiso de la dirección de ferrocarriles que las ovejas pudieran pastar
tranquilamente. El hijo de campesino se sentían como en casa cuando le
producían leche y queso. Cuando esquilaban las ovejas sacaron suficiente
lana como para un traje. Pero la alegría más grande fue cuando nació el
corderito.
El corderito había pastado en la hierba cerca del ferrocarril durante
unas semanas y ya había crecido. Un día, cuando el minero-campesino quiso
buscar el corderito, el animalito había desaparecido. Las ovejas balaban
nerviosas. Al lado de las vías se vio un poco de sangre y lana. Pareció
obvio: alguien había robado el animalito y lo había matado. Pero tanto el
hombre como la mujer estaban de acuerdo: No dejaremos de criar ovejas.
Pronto tendremos un nuevo corderito para nuestro hijo que va a nacer.
Cuando los dos regresaban de la Eucaristía el domingo, el hombre dijo:
«¡Ahora me he dado cuenta por qué rezamos: Cordero de Dios! El corderito
ha alegrado nuestra vida. Así nos ha dado alegría Jesús al mundo entero.
El corderito ha sido matado por malos hombres. Lo mismo que nuestro
salvador». La mujer opinó: «Tenía que pensar en la homilía del sacerdote
hace unos días. ¿Sabes? Contó de la Biblia: Las ovejas eran lo más
precioso que tenían los Israelitas ya que eran un pueblo de pastores. Por
eso se llama a Jesús: el Cordero de Dios. Él es tan importante, tan
precioso para nosotros y Él se ha sacrificado por nosotros.» Tenía razón:
De la vida ordinaria surgió la visión mística de los profetas y santos.
Había un tiempo en que los gobernantes y emperadores prohibían
representar a Jesús como «Cordero de Dios». El mismo emperador de
Constantinopla firmó tal decreto. Él quiso hacerlo por consideración a
los mahometanos que no permitían imagen alguna de hombres o animales por
miedo a la superstición. Los católicos creyentes estaban indignados de
que se les prohibiera representar a Jesús como el «Cordero de Dios». Así
lo llamaron el profeta Isaías, Juan el Bautista y Juan el Evangelista. En
aquel tiempo se eligió un nuevo Papa que venía de Siria y que había
experimentado en su patria el pleito acerca de la representación del
Cordero de Dios. El Papa quiso protestar contra la prohibición. Pero no
mediante un decreto sino mediante una oración. Por eso mandó lo
siguiente: «A partir de hoy queremos cantar en todas las Eucaristías
antes de la comunión: "Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros". Porque Jesús, el cordero sacrificado es nuestra
alegría, Jesús, el cordero de Dios fue muerto por nosotros».
Esto sucedió alrededor del año 700. Hoy en día, mil doscientos años más
tarde, sabemos apreciar también este canto. Jesús: nuestra alegría en la
ciudad oscura; Jesús: cordero sacrificado por nosotros por la rebelión de
los malos. ¡Es la oración de la comunión más hermosa, cuando el «Cordero»
se hace nuestro sacrificio y nuestra alegría!

TERCERA PARTE:
LAS COSAS DE LA
EUCARISTÍA

52. EL SEÑOR ESTÉ CON VOSOTROS.


Como niños.
Un paseo lleva hasta el parque de la ciudad. El clima de primavera es
maravilloso. Ahí están caminando el padre y la madre con su hija muy
pequeña. Ésta camina delante de ellos con pasos inseguros. Me asusto: la
niña camina derecha hacia el lago: «¡quizás se caiga en el lago y se
ahogue!» La niña da media vuelta y corre hacia el padre. Éste se inclina
y abre los brazos. La niña pequeña corre a los brazos del padre. El padre
la levanta. Todos ríen y están felices.
Eso, sólo con un poco más de solemnidad, sucede en la Eucaristía. Nos
hemos alejado de Dios. Volvemos a Él. Dios abre los brazos. El ayudante
de Dios lo hace en su lugar. Y dice: «¡El Señor esté con vosotros!». A
nosotros y a ti y a todos, Dios nos toma en sus brazos y nos levanta
hacia el cielo.

53. AGUA BENDITA.


Sed y refresco.
Han llegado los días calurosos del verano. En el jardín las flores mueren
de sed. La hojas se secan. El prado se pinta de marrón. Entonces la gente
va a comprar regadera o un balde para cargar el agua. Por la noche el
agua fresca llega hasta el último rincón del jardín. Uno siente cómo las
plantas respiran aliviadas. Nueva vida para todas las flores y hojas.
La sed es una tortura. Hasta es una enfermedad que hace que la gente se
vuelva loca. Entonces bastan unas gotas de agua para salvar a un hombre.
Se celebra la vigilia pascual. La resurrección de Cristo es simbolizada
por la bendición del fuego y de la luz. Las lecturas hablan de los
preanuncios de la resurrección, especialmente el paso de los israelitas
por el Mar Rojo. Epístola, aleluya y evangelio anuncian la resurrección.
Después nos acercamos a la fuente bautismal. Se bendice el agua
bautismal. La bendición del agua habla de la salvación de Israel, del
bautismo de Jesús en el Jordán, del agua que salió del costado del
crucificado. Se sumerge el cirio pascual en el agua. Se realiza el
bautismo de los candidatos al bautismo. No hay en el mundo entero nada
más hermoso que la vigilia pascual de la liturgia de Iglesia.
La bendición del agua en la noche pascual es tan hermosa que quisiéramos
recordarla siempre. Por eso utilizamos el agua bendita. El bautismo, el
sacramento del agua es tan importante para nuestra vida que quisiéramos
recordarlo frecuentemente por medio del agua bendita.
El agua bendita nos hace presente que en la sequía el agua da nueva vida.
Por medio del agua bautismal nueva vida divina entra en el hombre cuando
anda errante, irredento y sin Dios.
El agua bendita dirige nuestros pensamientos hacia la sed interior que
sólo puede ser saciada por Dios.
Por eso usamos el agua bendita al entrar al templo. Como personas
purificadas, limpias, como bautizados nos acercamos a Dios, nuestro
Padre. El agua bendita se utiliza durante el acto penitencial -
lamentablemente con muy poca frecuencia- en forma de aspersión. Somos
lavados de nuestras culpas. Se usa el agua bendita cuando se bendicen
objetos determinados. Son lavados con la vitalidad de Dios e introducidos
así en el misterio pascual. El agua bendita pertenece a la casa cristiana
como acción de gracias y recuerdo del bautismo.
Cuando se la utiliza conscientemente entonces las gotas muestran cómo
Dios nos refresca cuando los días de la vida son calurosos y de sequía.
54. INCIENSO.
Buen clima.
Un alto funcionario de la antigua Roma atravesaba las calles del centro
de la ciudad cómodamente acodado en su litera. Le precedía un esclavo que
portaba un incensario ya que su señor detestaba los vulgares olores de la
calle. Todos se daban cuenta de que llegaba un señor importante.
Un magno jeque árabe visitaba a su vecino. El anfitrión vino al encuentro
de su ilustre visitante e hizo una profunda inclinación. En las manos
llevaba un pequeño recipiente de cobre, un incensario. El visitante lo
tomó y lo colocó bajo su burnus, un manto amplio, blanco de lana, y lo
dejó allí unos momentos. Luego lo sacó y lo devolvió con una profunda
inclinación a su anfitrión. ¿De qué se trataba? La respuesta es sencilla,
el incienso elimina el olor a sudor, refresca las ropas y repele a los
insectos.
Una anciana yacía enferma en su casa. El cuarto está muy limpio. Pero la
enfermedad trae malos olores. En la farmacia compramos unos palitos de
incienso y los encendemos. El aire es purificado y así los enfermos y los
sanos pueden respirar libremente.
En la catedral de Compostela, donde se venera la tumba de Santiago el
Mayor, se ha reunido una gran muchedumbre de peregrinos. Entonces se
acercan 24 varones y comienzan a tirar con todas sus fuerzas de las sogas
que cuelgan de los arcos. Ponen en movimiento un enorme incensario que se
parece a una pequeña campana. Se mueve en un lento vaivén por encima de
la muchedumbre. Pequeñas llamas salen de allí. Grandes nubes de incienso
lo envuelven todo. Es como una neblina en todo el templo. Ya no puede
haber malos olores, los gérmenes de enfermedades no pueden ya sobrevivir,
los insectos son expulsados, todos sienten la solemne respiración de la
liturgia.
Se utiliza el incienso en la Iglesia. En la Misa solemne cantada, en la
bendición eucarística, en la procesión, en el entierro sube hacia el
cielo. Nos habla de la Roma antigua, de rechazo de insectos, de
desinfección. Es como un ambientador. Uno respira más hondamente. Uno se
siente más libre. Uno percibe el aroma y presiente la solemnidad. Por eso
los acólitos se pelean por llevar el incensario, porque compiten en el
servicio que ayuda a toda la comunidad en un ambiente de alabanza solemne
a Dios. De todos modos hay que buscar incienso que sea de lo mejor y no
aquel que irrita la garganta.

55. CAMPANAS Y CAMPANILLAS.


Los enemigos huyen.
La ciudad episcopal de Sens en Francia, no muy lejos de París, gemía bajo
el hostigamiento de los enemigos. La ciudad no estaba muy bien preparada
para el asedio. Pronto los atacantes romperían las puertas y las
murallas. Entonces estarían perdidos todos los bienes de la gente de
Sens. Pero el obispo de Sens era un hombre inteligente. Hacía poco que
había adquirido para el campanario unas campanas modernas. Antes se solía
dar la señal para el comienzo de la Eucaristía con matracas y otros
instrumentos de madera. Ahora sería posible despertar a los «bellos
durmientes» con mayor eficacia. Estas nuevas campanas las había recibido
probablemente de Irlanda.
El obispo envió a su sacristán a la catedral para que tocara las
campanas. Esto producía un sonido, un eco como si centenares de soldados
golpearan sus escudos. Los enemigos escucharon los campanazos. No veían
de dónde salía este ruido. Entonces creyeron que un ejército de fantasmas
estaba bajando a la tierra. Primero quedaron inmóviles como petrificados.
Después comenzó a correr uno, luego otro, luego otro, al final todos
corrieron huyendo en desbandada. La ciudad de Sens había sido liberada
por las campanas.
Por lo demás, las «campanas» de madera o instrumentos de madera para
llamar a la gente se utilizan aun hoy en día: en los conventos tibetanos
y en templos del lejano oriente, en fin, también en teatros y castillos.
También se utilizan entre nosotros el viernes santo cuando en lugar de
las campanas se tocan las matracas.
Antes de que se fundieran las grandes campanas para las torres de las
iglesias se solía colgar una campanilla sobre el arco del coro de la
iglesia. La cuerda llegaba hasta el coro.
El acólito estaba de rodillas detrás del sacerdote, con la mano izquierda
sostenía la casulla y con la derecha hacía sonar la campanita. Pensaron
que era muy complicado. Se fundió una campanilla para colgarla dentro del
coro. Pero también esto era muy complicado. Entonces inventaron la
campanilla que se puede llevar de un lugar a otro.
Hoy en día estamos en contra de las campanas. Durante la guerra sacaron
las campanas para hacer cañones. Los que duermen hasta muy tarde en las
ciudades ponen todo en movimiento para que no se toquen las campanas ni
temprano, ni tarde, ni demasiado prolongadamente. Algunos párrocos creen
que se debe tocar lo menos posible.
Ciertamente las campanas y la campanilla siguen siendo las que llaman a
los que están dormidos. Las hay dentro y fuera de la Iglesia. Pero ya no
llaman a la gente al cielo, más bien quisieran llamar a los ángeles y a
los santos y a Cristo a la tierra. Quisieran honrar a Cristo quien viene
para rezar con nosotros, para hablarnos, para ser nuestro sacrificio y
banquete.
Por eso se toca la campana antes de la Eucaristía, a la entrada. Deberían
tocarse al evangelio y a la consagración. Así los que no pueden ir a la
Eucaristía pueden seguir su desarrollo paso a paso.
«Viene Cristo» cantan la campanillas que se llevan en procesión, canta la
campanilla que precede la procesión del sacerdote que lleva el santísimo
sacramento al enfermo.
Sucedió una vez que el emperador Rodolfo de Habsburgo estaba de caza y se
encontró con una campanilla así. Bajó del caballo, hizo que el sacerdote
que llevaba el santísimo sacramento montara, y él ocupó el lugar de un
criado que guía al caballo. La campanilla cantaba la alabanza del Rey
Cristo, pero también la del emperador que era tan reverente.
Así de modesto, de noble, deberíamos hacer sonar las campanas y
campanillas para que sean un canto en honor de Jesús que despierta a
todos los corazones.

56. CIRIOS.
La luz quita el miedo.
La fiesta de Navidad acababa de celebrarse. El segundo día de Navidad los
aviones espías sobrevolaban el lugar. Llegó la noche del 28 de diciembre.
El bombardeo fue horrible. Nuestra casa se tambaleaba como un barco en
alta mar. El perro pequeño se escondió en el rincón entre pared y caja.
Una bomba explotó en el jardín vecino. La luz se apagó. La explosión
arrancó las puertas. Las ventanas y puertas colgaban destrozadas. La
oración que tanto nos tranquilizaba se bloqueó. Buscamos un fósforo. La
oscuridad trae miedo. Hemos encontrado la quinta parte de una vela de
Navidad. De repente una pequeña luz se encendió en el caos, y con la luz
llegó la tranquilidad. Vimos que la casa no había sufrido daños y
seguimos rezando. Así lo que quedaba de una velita nos trajo no sólo luz
sino tranquilidad, quitó el miedo que nos oprimía, nos permitió respirar
con calma.
Esta pequeña experiencia de la noche del bombardeo 1944/1945 nos dice lo
que significa la vela en el altar. La vida de los hombres debe atravesar
la oscuridad. Es amenazada exterior e interiormente por desgracias,
destrucción y violencia. Los hombres tenemos miedo. Entonces se encienden
las velas de la Iglesia antes de comenzar la Eucaristía. Nos
tranquilizamos. Cristo, nuestra paz viene a nosotros. Se nos quita el
miedo. En nosotros hay una seguridad: «Aquí está Jesús, la luz del
mundo».
La noche pascual comienza con la bendición del fuego, la bendición del
cirio pascual, el compartir el fuego pascual con todos los demás. Por eso
las velas del altar nos recuerdan la luz pascual, la «luz de la noche
maravillosa». Arde para el banquete pascual de la Eucaristía.
En algunas regiones uno lleva el fuego pascual a su casa en una linterna
con una pequeña vela. Con él se enciende la cocina. En otras partes
llevan a casa una réplica reducida del cirio pascual. De todos modos, el
fuego pascual no debe ser algo solamente para la Iglesia. Necesitamos la
luz también en la casa, en la vida de todos los días. Tenemos que
compartir la luz con los demás para que el mundo sea iluminado.
Frecuentemente se llevan cirios en la Eucaristía solemne, a la entrada o
para el evangelio, y para la consagración. Entonces los que llevan las
velas cantan un cántico hermoso a la comunidad. Aquí viene Cristo, la luz
del mundo que ilumina toda oscuridad.

57. VESTIDOS LITÚRGICOS.


La identificación de los ayudantes.
En la acera se había congelado la nieve y la lluvia. Un hombre que pasaba
por delante del hospital, resbaló y se cayó. Le dolía muchísimo el brazo
izquierdo y no lo podía levantar. ¡Fractura del brazo! Con mucho esfuerzo
se incorporó el accidentado y entró en el hospital. Una mujer joven venía
por el pasadizo. El accidentado la llamó: «Doctora, por favor, ayúdeme».
La mujer joven era médico y le ayudó en seguida. Después de 6 semanas la
fractura del brazo ha caído en el olvido.
¿Cómo sabía el desafortunado que la mujer joven que cruzaba el pasadizo
era médico? ¿Cómo es que la pudo llamar en seguida: «Doctora»? ¿La
conocía anteriormente? No. ¿Fue el vestido blanco? No, puesto que podría
ser también una enfermera o una auxiliar de enfermera. El accidentado vio
que ella llevaba un estetoscopio en el bolsillo. Por eso supo enseguida:
Médico.
También el personal de la Iglesia lleva uniforme. Los acólitos llevan
generalmente una sotana roja, el sacristán, los ministros extraordinarios
de la Eucaristía una sotana negra. Encima llevan un roquete blanco. Uno
los mira con confianza porque van a contribuir a que la celebración sea
hermosa. El «uniforme» es su identificación. No quiere decir: «Yo soy más
que los demás», sino: «me toca llevar adelante este y aquel servicio» .
El sacerdote que preside la celebración comunitaria tiene un uniforme
propio, también el diácono. Con toda variación de color y corte es el
mismo vestido que se llevó en los tiempos de Jesús. Quiere decir: «Vengo
a vosotros como los presbíteros de los primeros tiempos, como los
Apóstoles, como Jesús mismo. No vengo en mi nombre sino en el nombre de
la Iglesia y de Jesús».
Las indumentarias litúrgicas no honran al que los lleva sino informan a
los cristianos con quién están tratando y quién les puede ayudar.
58. BESO DEL ALTAR.
Leónidas y su hijo.
Uno de los potentados de Rusia comunista, Breshniev, llevaba el nombre de
Leonid. Breshniev había sido cristiano bautizado. Por eso su nombre
pertenecía a un santo. Tenía un santo patrono. Era el santo mártir
Leónidas. De él dice Orígenes, que era uno de los maestros más grandes de
la primera cristiandad.
Leónidas era un cristiano convencido. Cuando en su matrimonio nació el
pequeño Orígenes no quiso esperar mucho para su bautismo. Llevó
secretamente a su pequeño hijo a la iglesia porque siempre había
traidores que acusaban a los cristianos ante los tribunales. En el
bautismo dijo la confesión de fe en lugar de su pequeño hijo. Se sentía
muy feliz de poder llevar a casa un pequeño hijo de Dios. El bautismo le
daba casi más alegría que el nacimiento. Estaba orgulloso de que en su
pequeño hijo morara el Espíritu Santo. Cuando pasaba por delante de la
cuna del niño se detenía un momento, le contemplaba con orgullo, se
inclinaba y besaba reverentemente su pecho. Quería honrar a Dios Espíritu
Santo que habitaba en Orígenes. Leónidas no llegó a una edad avanzada. Le
llevaron ante el tribunal como cristiano. Murió mártir.
La Eucaristía comienza. El sacerdote se acerca al altar y se inclina
profundamente. Besa el altar de la misma manera que uno da un beso a otra
persona. Cuando la celebración ha concluido se inclina nuevamente y se
despide del altar con un beso. En Grecia y en el oriente se dice una
oración y, al mismo tiempo, se habla al altar: «Tú eres un altar santo,
excelso y venerable...» ¿Por qué?
El obispo ha consagrado el altar. Ha derramado crisma bendito el Jueves
Santo. Con eso quería decir: El altar no es como cualquier bloque de
piedra, cualquier mesa. El altar habla de Cristo. El altar representa a
Cristo. Cristo es realmente verdadero altar donde se ofrece el sacrificio
en honor del Padre.
El beso del altar es por tanto un saludo cariñoso a Jesús. En realidad
todos deberían poder acercarse y besar el altar.
Entonces recordamos la noche más triste del mundo. Alguien entró al
jardín del Monte de los Olivos, besó a Jesús y dijo: «La paz sea contigo,
maestro». Jesús dijo: «Judas, ¿con un beso traicionas al hijo del
hombre?» Nunca, jamás nuestro beso debe ser un beso de Judas.

59. EL BUEN COMPORTAMIENTO EN LA IGLESIA.


El rey de España viene de visita.
María Pía, que tenía cuatro años y medio, acompañó a su padre, al Dr.
Pérez, a la Eucaristía dominical. Se santiguó con el agua bendita y
corrió hacia el tercer banco, lugar preferido de los Pérez, dobló la
rodilla y se sentó en el banco hojeando el libro de cantos. Cuando
comenzó la Eucaristía tenía mucho que mirar y admirar. Pero cuando
comenzó el evangelio y la homilía para la cual el párroco «busca y no
encuentra el Amén», la señorita María Pía Pérez se levantó, se quitó el
abrigo, lo extendió en el banco, se echó encima y se durmió en el acto.
Todos sonreían. Sólo la señorita profesora se indignó por la mala
educación de la niña. El padre se dio cuenta y se dijo: «¡Dejémosla!
quizás el párroco se dé cuenta y abrevie la prédica».
La pequeña dama era aún muy joven para conocer el buen comportamiento en
la iglesia.
Más tarde, doblará profundamente la rodilla. Doblar la rodilla achica a
la persona. Uno piensa en ese momento: Dios es infinitamente grande, yo
soy tan pequeño, yo necesito de su ayuda.
Después se arrodillará en el banco. Sólo gente mal educada se sienta en
seguida. Los que se arrodillan han pensado de alguna manera en los Reyes
Magos del oriente: «Entraron en la casa, encontraron al niño, se
prosternaron y le adoraron». Echarse de rodillas ante Dios significa
glorificarlo, adorarlo. Eso es verdaderamente necesario cuando
encontramos al «Niño», a Jesucristo que está presente en persona.
El momento de arrodillarse no dura mucho. Uno se pone en pie porque
quiere escuchar y cantar el gloria y la oración del día. Cuando en
Inglaterra se entona el himno de la reina, cuando en una reunión solemne
se entona el himno nacional, entonces todos se ponen de pie. Con eso se
expresa el honor que se tributa acerca de lo que canta el himno. Por eso
nos ponemos de pie cuando más tarde, viene el evangelio. Allí viene
Jesucristo para hablar con nosotros.
Pronto viene la postura preferida: sentarse. Pero estar sentado no quiere
dar oportunidad para descansar. Es como uno se sienta en la mesa para
bendecirla. Sirve para recogerse. Antes del almuerzo han ido de una parte
a la otra. Ahora nos sentamos. Uno se calma. Así se puede rezar. De esta
manera debería ser también en la Eucaristía. Comienza la proclamación de
la lectura. Uno se sienta y se recoge. El monje en la abadía se coloca la
capucha en la cabeza para que nada le distraiga, ni a la derecha ni a la
izquierda. Uno está sentado y escucha la Palabra Dios en la lectura y
luego en la homilía.
Así varía la postura durante la celebración. Cada vez se adapta al
momento preciso. Todos la asumen porque en la celebración somos un solo
corazón y una sola alma. Por supuesto, el que es inválido o está enfermo
hace lo que puede.
Terminada la liturgia, uno no sale corriendo. El caminar también es
distinto como es distinto el paso de una procesión. El caminar se vuelve
pausado. Uno ve que los acólitos están mal formados cuando vienen al
altar medio corriendo, empujando como quien quiere llegar primero al
reparto del chocolate. El caminar en la iglesia y en la procesión tiene
un carácter propio. Es como si Cristo hubiera llamado: «Ven y sígueme»,
como si caminara delante de nosotros y nos guiara.
En fin, también en la vida diaria tenemos que comportarnos como si el rey
de España llegara de visita en cualquier momento. «¿Y eso lo logramos
cuando Dios está presente?».

60. MANOS EXTENDIDAS Y MANOS JUNTAS.


Como Jesús en la Cruz.
A Jesús le han clavado en la cruz. La cruz se alza. Las manos de Jesús
están extendidas. Así puede cumplir su palabra: «Elevado en la cruz
atraeré a todos hacia mí» . Las manos de Jesús están extendidas hacia el
Padre. Comienza a orar por sus perseguidores: «Padre, ¡perdónales!» Dice
la gran lamentación: «¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?»
Dice la oración sacrificial: «¡Todo está cumplido! Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». Porque Jesús ha extendido las manos en la cruz
por eso la hace el presbítero en la Eucaristía cuando pronuncia las
oraciones importantes. Manos extendidas: recuerdo del Señor crucificado.
Los fieles asumen otra postura de las manos juntas con el presbítero y
los acólitos. Uno recuerda cómo tomaron prisionero a Jesús. Extendió sus
manos juntas, palma contra palma y dejó que lo sujetaran y maniataran.
Uno recuerda el juramento de los caballeros ante su rey. Extendieron sus
manos juntas y las pusieron en las manos abiertas del rey. Éste acogió
las manos del joven caballero y las encerró en las suyas. De manera muy
similar el joven sacerdote al ser ordenado promete fidelidad a su obispo.
Manos juntas: una promesa de fidelidad a Cristo ¡que ha sido fiel hasta
en las cadenas!
Cuando uno piensa en todo esto, juntar las manos no es tan anticuado como
se cree a veces.
El sacerdote tiene además otra manera de utilizar sus manos. Las extiende
con las palmas hacia abajo, los dedos índices paralelos. Así extiende sus
manos sobre los dones del pan y el vino para suplicar que baje el
Espíritu Santo. Así extiende la mano derecha en el momento de la
consagración cuando celebra junto con otros para que el poder de Dios
baje sobre el pan y el vino. Así extiende las manos sobre la comunidad
reunida para bendecirla en los días solemnes. Así sucede cuando se
administran los sacramentos de la confirmación y del orden sagrado.
Se dice: Uno conoce al hombre por su cara. Los ojos reflejan los
pensamientos. En la celebración se puede decir: en las manos uno reconoce
lo que sucede y lo que significa.

61. CÁLIZ Y ALTAR.


El hombre como altar.
En la ciudad de Essen - Werden (Alemania) en la capilla de una antiguo
claustro se conserva el cáliz más antiguo de Alemania. Se utiliza desde
hace mil doscientos años. San Ludgero de Münster y Werden fue quien lo
utilizó primero.
Al otro lado de la región existe el cáliz de Tassilo en el convento de
Kremsmünster. Es casi tan antiguo como el cáliz de San Ludgero. Se
utilizó por primera vez en la celebración de las bodas del duque Tassilo.
El cáliz más antiguo de Colonia es el cáliz de Eriberto de la basílica de
los Santos Apóstoles. Aunque tenga quinientos años menos que los cálices
de Werden y Kremsmünster es tan bello que uno no acaba nunca de
contemplarlo.
En los museos o tesoros de las grandes catedrales existen cálices de
tanto valor que te corta la respiración con sólo mirarlos.
Sin embargo, el Papa Pío XI que anteriormente había ordenado antiguas
bibliotecas y tesoros (murió en 1939) solía decir: «El cáliz más precioso
es aquel que me regaló el obispo Sloskans». La historia es la siguiente.
En Rusia no se permitía que hubiese obispos católicos. En el año 1925 el
Papa envió secretamente un arzobispo a Rusia. Éste ordenó en secreto a
nuevos obispos católicos, a uno en un sótano, a otro en una casa
solitaria, etc... Los nuevos obispos podían ordenar nuevos sacerdotes,
podían administrar el sacramento de la confirmación, podían confirmar a
los fieles en la fe. Pero hubo un traidor. Duró sólo un año o dos y la
GPU, la policía secreta de Rusia, capturó a todos los nuevos obispos y
los encarceló. Uno de los nuevos obispos se llamaba Sloskans. A él se le
envió a un campo de concentración en el norte de Rusia, cerca del mar de
Siberia. El poeta Solchenizyn ha descrito en detalle la realidad de estos
campos de concentración de manera tan sobrecogedora que los que eran
comunistas se alejaron del comunismo.
En ese campo de concentración el obispo Sloskans fue llevado a una
espectacular cárcel. Era un pequeño sótano en una torre fortificada que
estaba destinado para prisioneros especialmente odiados. La celda era
húmeda, llena de bichos. Las veinte personas a las que juntaron allí,
tenían suficiente lugar solamente para estar de pie, tan pequeño era ese
sótano. Día y noche tenían que estar de pie. Entonces reflexionaron y se
juntaron apretándose unos contra otros para que por lo menos hubiese
lugar para echarse siquiera uno. Por turnos podían así descansar durante
una hora.
En la conversación se vio que algunos de los prisioneros eran católicos.
Otros eran ortodoxos llenos de fe y piedad. Así la prisión se convirtió
en una iglesia. Día y noche rezaban unos con otros. Un día uno de los
prisioneros dijo: «Ojalá el señor obispo pudiese celebrar la Eucaristía».
Esto lo escuchó uno de los guardianes que estaba allí. En la oscuridad,
con sigilo, consiguió pan blanco y un poquito de vino. Uno de los
prisioneros especiales tenía la base de un vaso. El obispo se acostó en
el único lugar donde se podía descansar. Encima de su pecho, sobre el
sucio saco del uniforme de la prisión puso el pan y la base del vaso con
el vino. Dijo las palabras de la Eucaristía que sabía de memoria,
especialmente la anáfora con las palabras de la última cena y la
consagración. A cada uno le dio la comunión. Gruesas lágrimas en los
rostros y barbas evidenciaban la emoción de tener a Jesús junto a ellos.
Cada vez que el guardia de reemplazo estaba de servicio pudieron repetir
la celebración. Los prisioneros especiales dijeron: «De otra manera no
hubiéramos sobrevivido».
Este duro encarcelamiento duró varios años. Un día, con ocasión de un
intercambio de prisioneros sacaron al obispo Sloskans. Le llevaron a la
frontera y le dieron la libertad. Entonces el obispo pudo relatar al Papa
todo lo que había vivido. Le regaló al Papa la base del vaso que le había
servido de cáliz para celebrar la Eucaristía. El Papa colocó este pobre
vaso entre los recuerdos más preciosos que tenía. Dijo: «Éste es el cáliz
de más valor en el mundo». Puso su mano sobre el pecho del obispo y dijo:
«Éste es el altar más precioso del mundo».
El Papa tenía razón. Aquel pobre pedazo de lata había llegado a ser
precioso por el sufrimiento y la valentía de los prisioneros y por el
deseo de Cristo. El pecho del obispo quien, acostado en el único lugar de
descanso de la prisión, lo utilizó como altar, era de más valor que los
más ricos altares de mármol.
En lo que se refiere a los cálices y demás utensilios de la Eucaristía no
son el oro, la plata o las piedras preciosas los que deciden su valor
sino el deseo de Cristo en aquellos que los utilizan, y la valentía con
la que sufren por Cristo.
Cuando en el vaso de lata estaba la Sangre de Cristo, entonces tenía más
valor que la vajilla de oro del presidente Omruburu. Cuando el cristiano
en su pecho, como el obispo encarcelado, en sus manos y sus labios como
todos los que comulgan, lleva el Cuerpo de Cristo, entonces ese cristiano
vale más que una tiara de los más hermosos brillantes y perlas. Entonces
sucede como en el cuento de la cenicienta: el niño más pobre y miserable
es hermosísimo, porque le han dado lo más hermoso que existe: La
Eucaristía.
62. LA EUCARISTÍA COMO META.
El hijo del cacique.
Cuando en el siglo XVIII y XIX los estados de Europa comenzaron a tratar
como colonias suyas a muchos países de Asia y África, llegaron allí
también muchos misioneros. En sus estaciones, escuelas e internados
llevaron a los pueblos lejanos muchos valores culturales y la fe. A los
poderes colonizadores les consideraban como explotadores. A los
misioneros se les veía como amigos y colaboradores.
En aquel entonces unos religiosos amables habían construido un centro
misionero al borde de la jungla. Para protegerlo contra los animales
salvajes lo habían rodeado de fuertes troncos formando una cerca.
Invitaron a los niños de los pueblos cercanos a la escuela. También se
ofreció a las mujeres y a los hombres todo tipo instrucción. En pocos
años lograron que gran parte de la gente hubiera sido bautizada. Para el
pueblo habían construido un pozo grande y profundo y habían proporcionado
todo tipo de herramientas para la agricultura. Por ello se superaron
catástrofes de hambre y sed que generalmente se sucedían cada pocos años.
Sin embargo muchos de ellos no habían aceptado la fe cristiana. El
motivo: el hechicero. Donde podía azuzaba a la gente contra los
misioneros. El jefe de la tribu le prestaba atención. No permitía que sus
hijos y sus soldados fueran bautizados. Pero dejó que su hijo mayor fuese
a la escuela de los misioneros. Este muchacho de 12 años era muy dotado y
aprendió fácilmente. A la vez era una persona de mucha vida interior. Así
creció en él un anhelo profundo de recibir el bautismo. Su padre, sin
embargo, se lo impidió con amenazas crueles.
Llegó el día de la Primera Comunión. Un grupo grande de niños se había
preparado. Al hijo del cacique le hubiera gustado muchísimo recibir la
Primera Comunión. Pero estaba excluido. En solemne procesión los niños
salieron de la escuela y se dirigieron al templo atravesando el jardín.
El hijo del cacique tenía el privilegio de llevar un estandarte.
Continuamente rezaba en su corazón: «Jesús ven a mí, cuánto anhelo que
vengas». De repente se oyó una estampida y silbidos, se percataron en
seguida de lo que estaba ocurriendo, el cacique estaba atacando la misión
con sus guerreros. Se veían las cabezas de los que querían saltar por
encima de la cerca. Se veía también cómo las flechas envenenadas pasaban
por encima de las cabezas de los niños. Éstos se refugiaron en la cocina
donde estaban a salvo. Los hermanos legos dispararon su escopeta al aire.
El ruido asustó a los guerreros que se dieron a la fuga.
Pocos habían visto que el que llevaba el estandarte había caído en las
gradas del templo. Una flecha había penetrado su espalda. Respiraba con
dificultad. El veneno estaba bloqueando la respiración. Solamente viviría
diez o quince minutos. Los misioneros le llevaron al templo y le
acostaron allí. Al inclinarse sobre él escucharon cómo susurraba: «Jesús
ven a mí...». Después dijo con fuerte voz. «Por favor, bautizar». Todos
los niños rodeaban al hijo del cacique. Uno de los misioneros trajo el
agua bautismal y le bautizó. Otro trajo el santísimo sacramento y dijo:
«He aquí el cordero de Dios». Con esfuerzo dijo el muchacho: «¡Jesús,
ven!» Cuando había recibido la hostia, rezaba suavemente: «Jesús, ¡cuánto
amor!» Después murió. Su anhelo había sido saciado. Había recibido al
Salvador. Estaba con Él para siempre.
«El cacique se fue», contaban los moradores del pueblo. Con su flecha,
sin quererlo, había matado a su propio hijo. Cuando se dio cuenta, se
alejó. La gente expulsó al hechicero del pueblo. Cuando oscureció el
cacique fue en secreto donde los misioneros: «Mi hijo me llama. A donde
voy escucho la voz de mi hijo. Por eso estoy aquí». Unas semanas más
tarde el cacique fue bautizado. Dijo: «Ahora estoy unido nuevamente con
mi hijo en una sola familia. También él había alcanzado su meta.
La Eucaristía no es aburrida. Uno puede esperarla con anhelo y alegrarse
por ella como el hijo del cacique. Vale la pena que uno pierda su vida
por ella. Vale que uno lleve a otros a la Eucaristía, amigos, parientes,
etc... En la Eucaristía la familia se une en una sola familia. En la
Eucaristía se sacia todo anhelo.

ALGUNAS PALABRAS MÁS.

Las 62 historias son en realidad 70 ó más. Porque, comenzando con «el


cerdito», hay también unos relatos contados de refilón.
Varias han sido repetidas (vienen de otras fuentes). El «Reinaldo» fue
ideado por el famoso profesor Dr. Klemens Tilmann. La base de
«Chrístofer» viene de Hans Weiser, «Das Licht der Berge». Del piloto leí
en Readers Digest (Diciembre 1977), sacado de Frederick Forsyth «Der
Lotse», (Edit. Piper München-Zürich), y lo relato de manera más sencilla
y breve. «No contiene amor», es una historia según Wilhelm Busch, que
Hans Dittmar refirió en su libro «Lichter der Zeit». Los relatos de «Por
los demás» y «El Hijo del Cacique» son de un libro que yo mismo recibí
como regalo con ocasión de mi Primera Comunión.
Además, hemos abierto las páginas de la Biblia y hemos contado de ella.
Luego una serie de relatos de Santos. La historia misma ofrece cuentos,
hechos y tradiciones. También un libro de cuentos de hadas ha ayudado.
Todo esto se ha contado frecuentemente a los niños de la escuela primaria
católica de la calle Friedenstrasse en Colonia y en la parroquia de los
Santos Apóstoles.
Allí, la pregunta de los niños, al iniciar la clase de religión era:
«¿También hoy nos va a contar una linda historieta?». La pregunta
siguiente era más complicada: «¿Es verdad?». Quien ha leído las historias
preguntará: «Sea verdad o no, ¿se puede contar de esta manera? ¿Acaso no
peligra la verdad y la realidad de la religión cuando uno utiliza la
historia, cosas inventadas, hasta cuentos de hadas y leyendas?».
La primera respuesta: No estás obligado a hacerlo. Es sólo una sugerencia
con la finalidad de poder competir con las múltiples imágenes de los
medios de comunicación que inundan a nuestros niños.
La segunda respuesta: La historieta es una entrada y un eco. Lo esencial
por cuya razón se ha contado, se encuentra después de las historietas en
itálica como sugerencia para el catequista. El que enseña tiene que
añadir muchísimo a la presentación de lo esencial. Tiene que abrir ante
todo el catecismo y el misal.
La tercera respuesta: Toda historieta es una comparación. En la
comparación lo importante es el «tertium comparationis», es decir: lo
tercero por el cual han sido comparadas dos cosas. No es importante la
historia como relato sino un punto en la historieta donde se le compara
con el mundo de la fe y de la liturgia. También un cuento de hadas puede
contener un mensaje donde se comprende la verdad religiosa. Pero por eso
el cuento de hadas no se convierte en catecismo ni el catecismo en
cuentos de hadas. Por lo demás, los cuentos de hadas son auxiliares
secretos de la catequesis. Siempre se trata del bien y del mal, salvación
y perdición. ¡Se trata de la Salvación! A no ser que el cuento de hadas
sea sólo producto de una imaginación poética similar a un juego. Lo mismo
se puede decir de las leyendas.
¿Qué decir realmente cuando se hace la pregunta: «Es verdad eso?». Uno
responde: Verdad es lo que resulta de todo ello. Por ejemplo: Es verdad
que somos transformados cuando comemos del plato de oro de Jesús; es
verdad que Dios sabe agradecernos cuando ayudamos al crucificado.
En todo eso es posible que haya malentendidos y errores. Por eso nuestras
historietas exigen un diálogo entre el que lee la historieta, el padre,
la madre, con el maestro y catequista.

Vous aimerez peut-être aussi