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De armas nucleares y
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terrorismo internacional
27 JUNIO, 2016 • ARTÍCULOS, ASUNTOS GLOBALES, PORTADA • VISTAS: 6346
Javier Martínez Mendoza
Junio 2016
Una colaboración del Programa de Jóvenes del Comexi

ASSOCIATED PRESS

El 27 de mayo de 2016, Barack Obama se convirtió en el primer presidente de Estados Unidos en


funciones que visitó Hiroshima. En su discurso al respecto, el mandatario invitó a ver la caída de la
bomba atómica como el despertar moral de la humanidad y reiteró su llamado a lograr un mundo libre de
armas nucleares.

La conciencia moral a la que se refiere Obama implica la comprensión de que, por medio de las armas
nucleares, el ser humano ha alcanzado la capacidad de autodestruirse, cambiando para siempre las reglas
del juego en la política internacional. Por lo tanto, no debe extrañar que la existencia del armamento
atómico sea un factor clave para entender el comportamiento de los Estados y sus procesos de toma de
decisiones, incluso al abordar los conflictos entre países no nucleares y el combate al terrorismo
internacional.
Es importante considerar que contar con armas nucleares significa poseer las capacidades materiales más
amenazadoras y destructivas. Pero a la vez conlleva a no poder emplearlas debido a la posibilidad de un
cataclismo que arrase con el planeta. Debido a que el uso efectivo de este armamento representa la
opción más irracional, para Kenneth N. Waltz este poder absoluto se convertía en “impotencia absoluta”.
Esta noción, que sustenta la lógica de la Destrucción Mutua Asegurada, hace de las armas nucleares un
factor disuasorio. Asimismo, de acuerdo con una de las paradojas de la guerra nuclear planteadas por
Hans Morgenthau, tener bombas atómicas se convierte en un estorbo estratégico, ya que el Estado que
las posee adquiere una opción militar a la que, en términos realistas y racionales, nunca podrá recurrir.

Siguiendo la lógica tradicional de la guerra, un contendiente utiliza recursos nuevos y más poderosos a
medida que avanza la conflagración, y esta se decide cuando se agotan todas las alternativas disponibles.
No obstante, un Estado nuclear inmerso en un conflicto en el que no acumula victorias o su adversario
no cede, corre el riesgo de estancarse en la confrontación, ya que no puede hacer uso de todas sus
opciones.

Como consecuencia de la impotencia absoluta que provoca la posesión de armamento nuclear y a la


lógica de la Destrucción Mutua Asegurada, Waltz aseguraba que el sistema internacional se impregnó de
un “equilibrio del terror”. Esto reemplazó los equilibrios de poder que tradicionalmente orientaban la
conducta de los Estados en un entorno anárquico y determinado por la distribución de poder. De esta
forma, la tensión de poder en el sistema se desahoga entre las potencias que no cuentan con arsenal
nuclear. Antes de la bomba atómica los conflictos más impactantes se libraban entre grandes potencias y
en sus territorios o posesiones. A partir de Hiroshima, las guerras se trasladaron a las periferias del poder
y los combates abiertos son protagonizados por potencias medianas o regionales.

MEZAR MATAR/AFP/GETTY IMAGES

Disuasión nuclear, guerras subsidiarias y terrorismo


Desde la Guerra Fría, las dos súper potencias —Estados Unidos y la Unión Soviética— avanzaban sus
intereses por medio de estas guerras periféricas, conocidas como subsidiarias, pero después de la caída
de la Unión Soviética se ha atestiguado cómo este tipo de conflictos son patrocinados con mayor
frecuencia por potencias medianas. Así, el juego del poder más intenso ha transitado hacia los países no
nucleares y, en gran medida, el papel de las potencias se ha limitado a intervenir para impedir o mitigar
daños colaterales a sus intereses y a su seguridad.
Lo anterior encuentra su ejemplo más tangible en la inestabilidad que en la actualidad experimenta el
Medio Oriente. Potencias no nucleares y medianas se involucran en conflictos de la región para
promover o cuidar sus intereses, patrocinando o apoyando determinadas facciones. Mientras tanto, las
grandes potencias participan de manera marginal o se resisten a involucrarse, siempre que su seguridad
no se vea comprometida de manera urgente.

Por ejemplo, si bien la guerra civil en Siria exhibe un desencuentro entre Rusia y otras potencias
nucleares —como Estados Unidos, Francia y el Reino Unido—, los actores plenamente involucrados son
Arabia Saudita y las monarquías sunitas contra Irán, quienes apoyan a los rebeldes y al régimen,
respectivamente. Por su parte, las grandes potencias se han rehusado a intervenir abiertamente y buscan
mitigar las contingencias que los afectan directamente, como la crisis de refugiados a Europa.

Cabe destacar que este caso ilustra otra de las consecuencias de la era nuclear, que además lleva a su
relación con el terrorismo: el uso de los agentes no estatales en el conflicto. A diferencia de la Guerra
Fría, cuando se patrocinaba a Estados, en las guerras subsidiarias contemporáneas se apoya a grupos
dentro de un país o que trascienden diversos territorios. Esta tendencia encuentra su antecedente en la
paradoja de Morgenthau mencionada con anterioridad y en la guerra de Vietnam. Este conflicto dejó en
evidencia la capacidad de un agente no estatal (la guerrilla del Vietcong) para desafiar a una potencia
nuclear al agotar todas sus opciones de combate tradicionales.

Los agentes no estatales, como los grupos terroristas, tienen un margen de maniobra desmesurado al
enfrentar a un Estado, ya que no tienen un sentimiento nacional que cuidar o una población que proteger
para fundamentar su legitimidad. Mientras tanto, la paradoja de Morgenthau provoca que los Estados
con poder atómico carezcan de la capacidad de llevar a cabo una guerra total contra estos adversarios y
tiendan a estancarse contra ellos, como ocurrió a Estados Unidos en Afganistán.

Además, la disuasión nuclear no tiene efecto contra los terroristas, ya que son organizaciones que existen
al margen de las sociedades donde se desarrollan y su continuidad depende de las filas que sumen y el
éxito de sus agresiones. Incluso el Estado Islámico, aunque tiene un despliegue territorial y población
bajo su mando, demuestra por naturaleza que no tiene el mínimo interés por los habitantes de las
ciudades que conquista y que, a pesar de perder sus posesiones, puede reemerger con nuevos adeptos.
Por lo tanto, cuando se trata de terroristas, a las potencias no debe extrañar que por más bombardeos que
realicen, nucleares o convencionales, la disuasión no funcionará para detenerlos y menos para
desarticularlos. Esta estrategia solo tiene efecto con los Estados.

Aplicando esta reflexión al escenario actual, es más fácil para las potencias medianas avanzar sus
intereses recurriendo a agentes no estatales, ya que su participación directa podría ser disuadida
fácilmente por las grandes potencias en cuanto amenazara su seguridad. Asimismo, no puede descartarse
la posibilidad de que, en determinados conflictos, un agente no estatal pueda promover los objetivos de
un Estado nuclear e, incluso, reciba su apoyo.

Del mismo modo, las grandes potencias se mostrarán cada vez más reacias a lidiar con terroristas y otros
agentes no estatales debido a su incapacidad para enfrentarlos sin arriesgarse a llegar a un punto muerto
del conflicto. Así, al abordar el fenómeno del terrorismo internacional, surge la peligrosa posibilidad de
que los Estados se conformen con el control de daños y se mantenga la amenaza reducida a espacios
distantes, donde no comprometan su seguridad ni sus intereses. Esta situación debe considerarse como
una oportunidad.
PHILIPPE HUGUEN / AFP / GETTY IMAGES

Terrorismo y política interna


Las reglas del juego en la era nuclear nos invitan a dejar de ver a los grupos terroristas como “actores” y,
por lo tanto, tratar de entenderlos con nociones de política internacional, que han demostrado ser
incompatibles con su comportamiento. No se puede atender un problema si no se visualiza con el
enfoque adecuado. Los grupos terroristas no son actores del sistema internacional. El terrorismo es
simplemente un fenómeno en el sistema internacional, al que los Estados, únicos y verdaderos actores,
se tienen que adaptar y que algunos aprovechan para promover ciertos intereses.

En ese sentido, es momento de abordarlo como un problema de política interna. Los grupos terroristas
son agentes subestatales que existen dentro de una sociedad fragilizada y, aunque aterrorizan al mundo
entero con su barbarie, su terror se manifiesta en lugares concretos dentro de un país. Para hacer frente a
esta amenaza, más allá de bombardeos y la eterna cuestión sobre invadir su espacio de acción, cada
Estado debe fortalecerse al interior, con instituciones y agentes de seguridad capaces de prevenir
ataques, neutralizar integrantes, cerrar filas entre la población y atacar los mecanismos de atracción de
adeptos. Esta tarea no es fácil para muchos países, afectados por la inestabilidad económica y
sociopolítica. Por ello, el componente internacional de la lucha antiterrorista reside en que los Estados
con mayores capacidades, cooperen entre sí y con los países más afectados para construir instituciones y
capacidades contra el terrorismo.

El “despertar moral” que inició con la caída de la primera bomba atómica sobre una población en la
historia no se debe limitar a la no proliferación de las armas nucleares. En un mundo globalizado y
marcado por la capacidad del ser humano para autodestruirse, la sociedad internacional debe comprender
las nuevas reglas del juego. Dejarse llevar por sus paradojas y competir uno contra otro en busca de
quién sobrevive al último, es la mejor garantía para la Destrucción Mutua Asegurada.

JAVIER MARTÍNEZ MENDOZA es consultor junior en Pretium, S.C. y es licenciado en


Relaciones Internacionales por la Universidad Anáhuac México Norte. Es miembro del Programa
de Jóvenes del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (Comexi). Sígalo en Twitter en
@javmarm.

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