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Bienaventurado Hermano Carlos

Festejamos esta tarde una de las figuras de santidad más


entrañables de los tiempos modernos, que marcó profundamente
la espiritualidad del siglo veinte. Exactamente hoy, primero de
diciembre, hace 90 años, el Padre Carlos de Foucauld estaba
muriendo, asesinado en la puerta de su humilde hogar en
Tamanrasset.

Si buscásemos subrayar, de entre tantas cosas, una virtud de esta


vida que la Iglesia acaba de beatificar, ciertamente habría que
concentrarse en el Amor. El amor vivido hasta donde fue capaz, lo
más posible, en la imitación de Cristo. Es esta la razón por la cual
la liturgia hoy nos propone el Evangelio que acabamos de
escuchar, el testamento supremo de Jesús, donde Él nos enseña: “Si cumplen mis mandamientos,
permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su
amor” y el Señor nos precisa: “Este es mi mandamiento, (pues no hay otro, en efecto, en el que se
resuma todo) Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que
dar la vida por los amigos.”

En una carta a un amigo de la secundaria, todavía agnóstico, quien firmaría todos sus escritos:
Frère Charles de Jésus, escribió un día: “La imitación es inseparable del amor. He perdido mi
corazón por este Jesús de Nazaret crucificado hace mil novecientos años, y paso mi vida buscando
imitarlo tanto como me permite mi debilidad”.

Esta confesión, de una simplicidad y de una fuerza extremas, traduce a la perfección el estado del
alma que condujo al hermano Carlos, luego de tantos años lejos de imitar a Jesús de Nazaret, a
decidir un día dársele por entero. “Desde el momento en el que creí que había un Dios, comprendí
que no podía hacer otra cosa más que vivir para Él. Mi vocación religiosa data de la misma hora
que mi fe”. Fue en el octubre de 1886, en el corazón de Paris, en lo oculto de un confesionario de
la iglesia de San Agustín, donde él largó de sus labios esta confesión para nosotros. Quien está
seguro de que hay un Dios que nos ha amado hasta el extremo, mediante el don de su propia vida,
podrá sentir algún día en su corazón, el deseo de ofrecer por entero la suya propia!

Si hay también algo notable en la vida del hermano Carlos, es que el impulso de su conversión no
fue una cosa de niños. Todo su camino no fue otra cosa que una incesante puesta en acción de
esta ley de amor a ejemplo de Cristo. “Pregúntate a cada instante lo que haría Cristo, y hazlo. Es
esa la única regla, pero esa regla es absoluta”. Se puede decir que ha dedicado toda su vida de
oración a la meditación de las Escrituras, con pluma en mano (sus escritos no cuentan con menos
de 17 volúmenes!); una vida marcada por la ascesis, acompañada por un creciente
desprendimiento, hasta el extremo de ocultarse en el fondo del más desconocido oasis perdido en
el Sahara; una vida de estudio, …, de vigilias prolongadas a lo largo de la noche, todo dedicado
para vivir en el amor. En lo que respecta a Dios, vivió hasta el don de todo su ser; en lo que al
prójimo, hasta el don de todo su tener; en lo que respecta a él mismo, hasta el olvido de sí.
He aquí la valoración de su padre espiritual, abbé Huevelin, en una carta donde le habla de él al
párroco de Solesmes, que lo dice todo: “Hizo de la religión un amor!” En esto encontramos a todo
el hermano Carlos.

Además podemos decir que, para nosotros también, cristianos, todo se encuentra allí! El día de su
beatificación, en Roma, el Papa Benito XVI no se olvidó de recordarnos aquello que el Padre
Foucauld no olvidaba en ninguna de sus cartas: Jesus Caritas. Hoy podemos nosotros también,
resumir nuestra fe en estas palabras: JESUS CARITAS – JESUS AMOR. No es en esto, en efecto, la
recta enseñanza del Evangelio?

Es increíble ver como, sin tener la menor conciencia uno del otro y cerca del mismo momento, él
en las montañas de Hoggar, ella en el claustro de Lisieux, ambos pudieron tener la misma
confidencia espiritual. Conocemos muy bien aquello que la pequeña Teresita decía, tan
alegremente, afirmando que había encontrado su vocación en la Iglesia, ser el Amor. “No sabía
qué Orden elegir” diría entonces el hermano Carlos. “El Evangelio me muestra que el primer
mandamiento es el de amar a Dios con todo el corazón, y que es necesario sumergirse todo en ese
amor. Y dicen que el amor tiene por efecto la imitación. No me queda más que entrar en la Orden
donde encuentre la imitación más exacta de Jesús”.

Bienaventurado hermano Carlos, ayúdanos a seguir, nosotros también, la vida del amor, a ejemplo
de Cristo, viviendo, bajo el amparo de Dios y entre los hombres, en el desierto de las ciudades de
estos tiempos, “en el corazón de los pueblos, en el corazón de Dios”!

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