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Reseña del importante libro de Thomas Piketty, quien augura para este siglo un regreso del
capitalismo patrimonial: un futuro con crecimiento lento y desigualdades cada vez mayores,
que solo podrían mitigarse mediante impuestos mundiales sobre el capital.
Antonio Quero
02/02/2014 - 20:48h
¿Han sido los últimos treinta años una pesadilla neoliberal de la que la crisis nos ha
despertado y, en cuanto la socialdemocracia recupere la iniciativa política,
volveremos a la época dorada de crecimiento y reducción de las desigualdades del
Estado social de mediados del siglo XX? Thomas Piketty responde negativamente.
No es pesimismo o una conjetura sobre la impotencia de la socialdemocracia, es el
resultado de un análisis pormenorizado sobre la evolución de la riqueza y las
desigualdades en los principales países desarrollados en los últimos doscientos
años.
Los hechos son inapelables: el rendimiento del capital (r) ha sido
sorprendentemente estable históricamente, en torno al 5 %, mientras que la tasa de
crecimiento (g) ha oscilado entre el 1 y el 1,5 %. El crecimiento entre el 3 y el 5 %
de las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial es una excepción. En
estas condiciones, donde r>g, los patrimonios tienden a acumularse a un ritmo
mayor del efecto redistributivo del crecimiento por el aumento de la producción y los
salarios, generándose desigualdades crecientes que, en los últimos años, han
superado el pico de desigualdad que se produjo justo antes de la Primera Guerra
Mundial, cuando el stock de capital equivalía a entre seis y ocho años de la renta
nacional total. Hicieron falta dos guerras mundiales y “el suicidio de los rentistas”
entre las dos guerras (es decir, vivieron por encima de sus posibilidades en el
sentido de que el gasto anual que les generaba su ritmo de vida era mayor que la
renta que percibían de su patrimonio) para redistribuir las cartas y empezar casi de
cero.
Tras la Segunda Guerra Mundial, precedida por la Gran Depresión y las políticas
redistributivas que inspiró, el fuerte crecimiento de las economías en reconstrucción
y expansión y la agresiva fiscalidad progresiva, con tipos marginales superiores de
alrededor del 60-70 % en Europa y del 80-90 % en Estados Unidos, así como el
acceso generalizado a la educación y los seguros por enfermedad, desempleo o
vejez, aseguraron el acceso de las masas trabajadoras a un pequeño patrimonio,
convirtiéndolas en clases medias. Si en 1913 un 10 % de la población acumulaba la
práctica totalidad de la riqueza nacional, en la actualidad ese 10 % sigue
poseyendo la mayor parte, pero ahora hay un 40 % que disfruta de un pequeño
patrimonio, mientras que el 50 % restante cobra un sueldo o una prestación pero no
acumula patrimonio y no deja casi nada a sus herederos. Esa emergencia de una
“clase media patrimonial” es para Piketty la mayor transformación estructural del
reparto de la riqueza en los países desarrollados. Con la ralentización del
crecimiento y las rebajas fiscales de la revolución conservadora de los años 1980,
la clase alta patrimonial vuelve a emerger: el patrimonio del 10 % más rico crece
exponencialmente mientras que el del 1 % más rico lo hace estratosféricamente.
La perspectiva para el siglo XXI, una vez que las economías emergentes hayan
alcanzado la madurez y la población mundial se estabilice, es una tasa de
crecimiento del orden del 1 ó 1,5 %, mientras que el rendimiento del capital seguirá
en torno al 5 %. La implicación evidente es que el reparto de la riqueza acentuaría
su senda divergente hasta alcanzar cotas social y democráticamente inaceptables.
El fuerte impacto del libro de Piketty se explica por varias razones. La primera es el
carácter inédito y exhaustivo de un estudio del capital, tanto de las rentas como del
patrimonio, en los países desarrollados en la mayor escala temporal que permiten
los archivos, es decir, prácticamente, desde la Revolución Francesa que instauró en
Francia un censo patrimonial, la Revolución Industrial en Reino Unido y la
independencia en Estados Unidos. Sobre otros países, como Alemania, Japón,
Canadá o Suecia, las estadísticas fiables disponibles empiezan a finales del siglo
XIX. Todos estos datos se pueden consultar en un anexo técnico en internet que
constituye una auténtica mina documental. La segunda razón son las conclusiones
empíricas que se extraen de este estudio y que contradicen, como veremos a
continuación, axiomas de la teoría económica hasta ahora inamovibles. La tercera
son las nuevas leyes del capitalismo que se deducen del análisis de los datos. Por
último, Piketty, que pertenece a la estirpe de los intelectuales franceses
preocupados por el devenir político del mundo en el que viven, ofrece una
perspectiva inquietante sobre la evolución previsible del capitalismo patrimonial en
el siglo XXI y se moja proponiendo soluciones.
El análisis frío y objetivo de los datos, así como de las dinámicas en juego que los
arrojan, ofrece una perspectiva para el siglo XXI poco alentadora, con una
economía mundial instalada, desde hace treinta años, en una senda firme de
acumulación cada vez mayor de riqueza en lo alto de la pirámide. La ley de hierro
de r>g conduce a la victoria del rentismo sobre la meritocracia, en la que “el pasado
devora al futuro”. El capitalismo patrimonial ya conoció una evolución similar en el
siglo XIX que desembocó en 1913 en niveles de desigualdad sin precedentes.
Nadie puede desear un nuevo conflicto mundial devastador para deshacer esa
desigualdad, por lo que Piketty se adentra al final con valentía en el terreno de las
propuestas para atenuar o corregir dicha evolución. La principal de ellas es la
instauración de un impuesto mundial progresivo sobre el capital, tanto de los activos
inmobiliarios como mobiliarios y neto de deudas.
No hay espacio aquí para mencionar otras cuestiones apasionantes tratadas por
Piketty con una claridad pedagógica al alcance de cualquier ciudadano formado,
desde la distribución de la renta hasta la historia de los sistemas impositivos,
pasando por la causalidad entre el desmantelamiento de los tipos marginales
superiores “confiscatorios” y la explosión de los sueldos de los altos ejecutivos.
Tampoco cabe una crítica más detallada del hecho de que el análisis y las tesis de
Piketty reposen sobre el estudio pormenorizado de las estadísticas pero no sobre
una investigación de las fuentes y fuerzas capitalistas de creación de riqueza. Aún
así, Le capital au XXIesiècle constituye una obra mayor no sólo por el amplísimo
objeto de estudio que abarca y los múltiples frutos que otros investigadores podrán
recoger del espectacular compendio de datos y análisis, sino por la lucidez y
humildad con la que Piketty reconoce la pertenencia de la economía a las ciencias
sociales y su deber de contribuir, desde la honradez intelectual, a enriquecer el
debate democrático en aras de descubrir las políticas que producirán los resultados
más acordes con los objetivos morales y sociales de una comunidad.
[1] Le Capital au XXIe siècle, Editions duSeuil, París, 2013, 972 páginas, 25 €.
[2] Sepuede encontrar un resumen en inglés en The return of “patrimonialcapitalism": review of Thomas
Piketty’s Capital in the 21st century,de Branko Milanovic.
PL 16/05/14 - 00:00 OPINIÓN
PARALELO 30
El capital (Piketty)
El libro El capital en el siglo 21 de T. Piketty, acapara la atención en círculos
académicos, financieros, políticos y mediáticos. Un revuelo por las “blasfemias”
de un economista francés que con estudios sobre concentración de la riqueza
abre formalmente la discusión mundial sobre las desigualdades económicas
como consecuencia de un capitalismo desregulado. El libro resume la siguiente
idea: Si los retornos al capital de una economía son mayores a su tasa de
crecimiento, las desigualdades de ingresos y riqueza se reproducirán,
¿Qué tiene de malo? ¿Cuáles son las consecuencias de las desigualdades? ¿Por qué
no conformarse con creer que se puede ser rico aunque no se logre? He ahí donde la
discusión empieza.
Cuando hay evidencia sobre la influencia del extremo poblacional más rico en las
políticas públicas (Bartels, 2008), llegando incluso a controlar medios de
comunicación y concentrar la oferta de productos globalmente consumidos, esa
concentración de riqueza y poder en el 0.1% de la población mundial es una amenaza
para la democracia, para la libre competencia y, por ende, la libertad. Sin embargo,
las inversiones financieras de ese 0.1% nutren el motor económico global.
Para quien no entiende esa jerga técnica, el resumen del libro se simplifica en esta
idea: “Quien trabaja menos físicamente gana más y quien trabaja físicamente más
gana menos” y “quien nace en cuna de oro tiene más probabilidad de ser enterrado en
caja de oro, mientras el resto de la población deberá competir con los recursos que
sobran para nacer, crecer, reproducirse y morir en lo que los medios venden como el
American Lifestyle, si le va bien”. Pero seamos francos, no tiene nada de malo soñar
con ser millonario, siempre que ese sueño no se quede en tal, sea viable para todos y
los casos de éxito no sean la excepción. El revuelo del libro surge cuando Piketty
propone un papel interventor del Estado a través de impuestos directos.
Samperez1@gmail.com
PL 3-06-14
REGISTRO AKÁSICO
Piketty
Un espectro recorre el mundo: el espectro del marxismo. Contra este espectro
se han conjurado los neoliberales, neocons, los adoradores del mercado, los
reguladores financieros, la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra. El nuevo
manifiesto es el libro El Capital en el siglo XXI, editado por el Fondo de Cultura
Económica, de Thomas Piketty, economista francés, donde se disecciona las
razones de la crisis del capitalismo global.
El mérito de Piketty consiste en demostrar, con datos y series estadísticas, que los
rentistas han comenzado a controlar la acumulación capitalista a escala mundial. En
otras palabras, no son los industriales de la rama que sea los que consiguen grandes
fortunas. Son los miembros de grupos tradicionales, ubicados en el control del capital
financiero, que por medio de una renta autoatribuida, consiguen insuflar sus fortunas
más allá de todo límite.
Esta situación había sido prevista por Keynes, que indicó que todo el sistema
capitalista estaría al borde de la crisis cuando ocurriera. En esa potenciación de la
renta juega un papel de primer orden el sobreprecio de la propiedad inmobiliaria que
se traduce en masas financieras con altos intereses bancarios. Piketty, con datos de
250 años, consigue sustentar esta afirmación.
Así, solo falta que emerja el viejo topo. Para ello se necesita que se desencadene una
crisis mundial que no pueda ser paliada con el rescate bancario, como se hizo a inicio
de siglo. Mucho se escribirá sobre los errores metodológicos, conceptuales,
estadísticos y de proyección de Piketty, pero lo importante es la bomba de tiempo
guardada en las bóvedas de los bancos que explotará salvo un milagro. Lo prodigioso
ocurre para salvar la desigualdad; hasta ahora, no ha terminado con ella.
EL ESPECTADOR ANDRÉS HOYOS 29 ABR 2014 - 8:48 PM
Piketty
David Harvey
Rotekeil
A continuación publicamos la reseña que el profesor David Harvey ha hecho del libro
de Thomas Piketty “El Capital en el siglo XXI”. David Harvey es profesor en la City
University of New York, y lleva más de 40 años enseñando, divulgando e investigando
sobre la opera magna de Marx, El Capital. Entre sus contribuciones se halla una serie de
clases en vídeo sobre la obra que se pueden consultar en su página.
Algunas ideas sobre Piketty
Thomas Piketty ha escrito un libro llamado El Capital en el Siglo XXI que ha causado un cierto
revuelo. Defiende los impuestos progresivos y un impuesto global sobre la riqueza como la única
forma de contrarrestar las tendencias hacia la creación de una forma de capitalismo “patrimonial”
marcada por lo que califica como desigualdades de riqueza y renta “aterradoras”. A su vez,
documenta de una forma minuciosa y difícil de refutar, cómo la desigualdad social tanto en riqueza
como en renta ha evolucionado a lo largo de dos siglos, con un énfasis particular en el rol de la
riqueza. Destruye la idea ampliamente extendida de que el capitalismo de libre mercado extiende
la riqueza y que el mayor bastión en la defensa de libertades individuales. El capitalismo de libre
mercado, cuando se hayan ausentes las intervenciones redistributivas del Estado produce
olgarquías antidemocráticas, tal y como demuestra Piketty. Esta demostración ha dado alas a la
indignación liberal mientras que ha enfurecido al Wall Street Journal.
El libro se ha presentado a veces como el sustituto del siglo XXI a la obra del XIX de mismo título
de Karl Marx. Piketty ha negado que ésta sea su intención, lo cual parece justo dado que su libro
no trata en absoluto del capital. No nos explica por qué se produjo el crash de 2008, ni por qué
está le está costando tanto tiempo salir a la gente del
mismo bajo la carga doble del desempleo prolongado y los millones de hogares desahuciados. No
nos ayuda a entender por qué el crecimiento se halla ahora mismo ralentizado en los EEUU en
comparación con China, ni por qué Europa se halla atrapada entre las políticas de austeridad y el
estancamiento económico. Lo que piketty nos muestra mediante estadísticas (y ciertamente
estamos en deuda con él y sus colegas por ello) es que el capital ha tendido a crear, a lo largo de
su historia, niveles cada vez mayores de desigualdad. Esto, para mucho de nosotros, no es
ninguna noticia. Era exactamente la conclusión teórica de Marx en el Volumen Primero de su
versión del Capital. Piketty no resalta esto, lo cual no es ninguna sorpresa, ya que para defenderse
de varias acusaciones de la prensa de derechas de que se trata de un criptomarxista, ya ha
señalado en varias entrevistas que no ha leído el Capital de Marx.
Piketty recoge muchos datos para apoyar sus argumentos. Su explicación de las diferencias entre
renta y riqueza es útil y convincente. Y desarrolla una defensa razonable de los impuestos sobre
sucesiones, la tributación progresiva y un impuesto global a la riqueza como un posible antídoto
(aunque con toda seguridad, inviable políticamente) a la creciente concentración de riqueza y
poder.
Pero ¿por qué se produce esta tendencia a una mayor desigualdad a medida que pasa el tiempo?
A partir de sus datos (condimentados con algunas interesantes alusiones literarias a Jaune Austen
y Balzac) deriva una ley matemática para explicar lo que pasa: la incesante acumulación de
riqueza por parte del famoso uno por ciento (un término popularizado gracias al movimiento
“Occupy”, por supuesto) es debido al simple hecho de que la tasa de retornos del capital (r)
siempre supera a la tasa de crecimiento de renta (g). Piketty dice que ésta es y ha sido siempre la
“contradicción central” del capital.
Pero una periodicidad estadística de este tipo difícilmente puede constituir una explicación
adecuada, y mucho menos una ley. Así que ¿qué fuerzas producen y mantienen dicha
contradicción? Piketty no nos lo dice. La ley es la ley y punto. Marx obviamente habría atribuido la
existencia de dicha ley al desequilibrio de poder entre capital y trabajo. Y esa explicación todavía
se sostiene. El declive constante en la participación del trabajo en la renta nacional desde los años
70 se deriva del poder político y económico en decadencia del trabajo mientras que el capital
movilizaba tecnología, desempleo, deslocalizaciones y políticas anti-trabajo (como las de Margaret
Thatcher y Ronald Reagan) para aplastar a su oposición. Como Alan Budd, un asesor de Margaret
Thatcher, confesó en un descuido, las políticas contra la inflación de los años 80 resultaron ser una
“muy buena forma de aumentar el desempleo, y aumentar el desempleo fue una forma
extremadamente atractiva de reducir la fuerza de la clase trabajadora… lo que se diseño allí fue,
en términos marxistas, una crisis del capitalismo que recreaba un ejército de reserva del trabajo y
que ha permitido a los capitalistas generar grandes beneficios desde entonces”. La diferencia en
remuneración entre un trabajador promedio y un alto directivo estaba alrededor de 30:1 en 1970.
Hoy en día se halla fácilmente sobre los 300:1 y en el caso de McDonald’s, sobre los 1.200:1.
Pero en el Volumen Segundo del Capital (el cual Piketty no ha leído, a pesar de que alegremente
lo deseche) Marx señaló que la tendencia del capital a la depresión salarial en algún momento
llega a restringir la capacidad del mercado de absorber el producto del propio capital. Henry Ford
reconoció este dilema hace tiempo, cuando instituyó los 5 dólares por día para sus trabajadores
para, según decía, aumentar la demanda de los consumidores. Muchos pensaron que la falta de
demanda efectiva era lo que se hallaba tras la Gran Depresión de los años 30. Esto es lo que
inspiró las políticas expansivas keynesianas después de la Segunda Guerra Mundial y produjo
como resultado cierta reducción en las desigualdades de renta (aunque no tanto en las de riqueza)
junto a un crecimiento estimulado por una intensa demanda. Pero esta solución descansaba en el
empoderamiento relativo del trabajo y la construcción de un “estado social” (según el término que
usa Piketty) financiado por una tributación progresiva. “Y así “ escribe “durante el periodo 1932-
1980, casi medio siglo, el mayor impuesto federal sobre la renta en los Estados Unidos era como
promedio del 81 por ciento”. Y esto no limitaba de ninguna forma el crecimiento (otra de las
pruebas que Piketty aporta para refutar ideas de la derecha).
Hacia el final de los años 60, estaba claro para muchos capitalistas que necesitaban hacer algo
acerca del poder excesivo del trabajo. Y así, la retirada de Keynes del panteón de economistas
respetables, la transición al pensamiento de Milton Friedman, la cruzada para estabilizar cuando no
reducir los impuestos, para desmontar el estado social y para castigar a las fuerzas del trabajo.
Después de 1980, los tipos impositivos máximos descendieron y las ganancias de capital –una de
las mayores fuentes de renta de los ultraricos- tributaban a un índice mucho inferior en los Estados
Unidos, canalizando de el flujo de riqueza de forma intensa hacia el uno por ciento. Pero el impacto
en el crecimiento, según muestra Piketty, fue negligible. Así que el “goteo” [trickle down] [1] de los
beneficios desde los ricos al resto (otra de las creencias favoritas de la derecha) no funciona. Nada
de esto fue el resultado de una ley matemática. Todo era política.
Pero entonces, la ruleta dio una vuelta entera y la pregunta se convirtió en: ¿dónde está la
demanda? Piketty ignora de forma sistemática esta pregunta. En los años 90, la respuesta fue
escamoteada gracias a una enorme expansión del crédito, incluyendo la extensión de las finanzas
hipotecarias a los mercados sub-prime. Pero la burbuja resultante estaba condenada a estallar, tal
y como hizo entre el 2007-2008, llevándose consigo a Lehman Brothers y al sistema de crédito. Sin
embargo, los índices de beneficios y la concentración aún mayor de riqueza privada se
recuperaron muy rápidamente después de 2009, mientras el resto del mundo aún lo seguía
pasando mal. Los índices de beneficios empresariales están ahora tan altos como siempre en los
Estados Unidos. Las empresas están sentadas sobre montones de billetes, y se niegan a gastarlos
porque las condiciones del mercado no son sólidas.
La formulación que hace Piketty de la ley matemática esconde más de lo que revela acerca de las
políticas de clase que están en juego. Tal y como Warren Buffet señaló: “por supuesto que hay una
lucha de clases, y es mi clase, la de los ricos, los que la están librando, y vamos ganando”. Una de
las formas clave de medir esta victoria son las desigualdades de riqueza y renta crecientes del uno
por ciento respecto al resto del mundo.
Hay, con ello, un problema central al argumento de Piketty. Y éste descansa en la definición
errónea que hace del capital. El capital es un proceso, no una cosa. Es un proceso de circulación
en el cual el dinero se utiliza para crear más dinero a menudo, pero no exclusivamente, a través de
la explotación de la fuerza de trabajo. Piketty define el capital como el stock de todos los valores
que son propiedad privada de los individuos, corporaciones y gobiernos, y que pueden servir para
el comercio en el mercado, sin importar si estos valores están siendo utilizados o no. Esto incluye
los terrenos, la propiedad inmobiliaria y los derechos de propiedad intelectuales, así como también
mi colección de obras de arte y joyería. El cómo determinar el valor de todas estas cosas es un
problema técnico difícil al que todavía no se ha dado una solución satisfactoria. A fin de calcular
una tasa de retorno, r, tenemos que disponer primero de una forma de otorgar valor al capital
inicial. Por desgracia, no hay forma de valorarlo independientemente del valor de los bienes y
servicios que se usa para producir, o de por cuánto se puede vender en el mercado. El conjunto de
la escuela neoclásica de economía (que es la base de las ideas de Piketty) está basado en una
tautología. La tasa de retorno del capital depende de forma crucial en el índice de crecimiento
porque el capital se valora en base a lo que produce y no según lo que se ha utilizado para su
producción. Su valor está altamente influenciado por las condiciones especulativas y puede verse
distorsionado por la famosa “exuberancia irracional” que Greenspan supo detectar como
característica de los mercados de acciones y vivienda. Si quitamos las casas y la propiedad
inmobiliaria – y eso sin hablar del valor de las colecciones de arte de los hedge funders – de la
definición de capital (y la razón para incluirlas es bastante floja) entonces la explicación de Piketty
para las desigualdades crecientes en riqueza y renta se desmorona, incluso aunque su descripción
del estado de las desigualdades en el pasado y el presente todavía permanezca en pie.
El dinero, los terrenos, la propiedad inmobiliaria, las fábricas y las máquinas que no se utilizan de
forma productiva no son capital. Si la tasa de retorno del capital que se utiliza es alta, es porque
una parte del capital se retira de la circulación y a efectos prácticos, está de huelga. Restringir el
suministro de capital a las inversiones nuevas (un fenómeno que podemos observar que ocurre
ahora mismo) garantiza una alta tasa de retorno en el capital que sí que está en circulación. La
creación de esta escasez artificial no es algo que sólo hagan las compañías petroleras para
garantizar sus altas tasas de retorno: es lo que hace todo capital cuando tiene la oportunidad de
hacerlo. Esto es lo que se halla tras la tendencia para que la tasa de retorno del capital (no importa
cómo se defina o mida) siempre supere la tasa de crecimiento de renta. Es así como el capital
garantiza su propia reproducción, sin que le importen las desafortunadas consecuencias que
pueda tener para el resto de nosotros. Y es así como vive la clase capitalista.
Hay muchas cosas valiosas en los datos ofrecidos por Piketty. Pero su explicación de por qué las
desigualdades y las tendencias oligárquicas aumentan incurre en un error de bulto. Sus propuestas
para remediar dichas desigualdades son inocentes, si no utópicas. Y ciertamente, no ha ideado un
modelo que explique el capital del siglo XXI. Para ello, todavía necesitamos a un Marx, o a su
equivalente actual.
Nota del traductor
[1] “Trickle down economics” es un término utilizado en los Estados Unidos para referirse, en
sentido peyorativo, a las políticas económicas que sostienen que, beneficiando a los miembros
más ricos de la sociedad, en particular mediante la eliminación de impuestos, su riqueza “goteará”
o “calará” hacia las capas más bajas de la sociedad (por ejemplo, porque supuestamente un
empresario con un alto nivel de ingresos se sentirá más cómodo llevando a cabo iniciativas
económicas, contratando, etc.). A menudo suelen asociarse con las ideas que se engloban en el
término amplio de “Reaganomics” o políticas económicas iniciadas en la época Reagan
Fuente: http://davidharvey.org/2014/05/afterthoughts-pikettys-capital/
Traducido para Rotekeil por Guillem Murcia.EN PUBLICOGT.COM
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Vinicio Sic
vsic@siglo21.com.gt
El capital en el siglo XXI
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El economista francés Thomas Piketty publicó en 2013 la obra El capital en el siglo XXI (‘Le Capital
au XXI siècle) cuya tesis trata de que cuando la tasa de acumulación de capital crece más rápido
que la economía, la desigualdad aumenta y el capitalismo es incompatible con la democracia y con
la justicia social.
Capital (Capital in the Twenty-First Century), como se le conoce por la tipografía de su edición en
inglés, realiza un análisis sobre la evolución de la riqueza y las desigualdades en los principales
países desarrollados en los últimos doscientos años. A partir de datos históricos establece una
rigurosa biografía de las diferencias salariales y de capital en Europa y Estados Unidos.
Piketty afirma que en la Primera Guerra Mundial y los años 80, las grandes fortunas hereditarias
perdieron peso frente a los emprendedores que construían la propia. Pero que esa tendencia
terminó y que ahora la riqueza extrema está en manos de herederos, lo que denomina el
“capitalismo patrimonial”. Considera que para evitar ese sistema es necesario establecer impuestos
progresivos y uno mundial sobre la riqueza. Explica que la tendencia de todo rico es hacerse más,
porque en el actual esquema la riqueza heredada siempre tendrá más valor de lo que un individuo
pueda generar en una vida. Esa configuración del mercado arrastra a la sociedad a la
consolidación de una oligarquía global.
Piketty estudió en centros como L’École Normale Supérieure, London School of Economics y el
MIT, en los cuales también ejerció la docencia. Se interesó, desde el principio, por las
desigualdades económicas. En su ejercicio como investigador tardó 15 años en amasar los datos
que sustentan su tesis.
Por cuestionar la riqueza y plantear impuestos específicos a las grandes fortunas para redistribuir
la riqueza el francés ha sido señalado de marxista. Su obra es cuestionada por sectores
conservadores que han recurrido a la descalificación para restarle la importancia que ha
despertado, tanto en EE. UU. como en Europa. James Pethokoukis, del American Enterprise
Institute, publicó en National Review un artículo titulado The New Marxism señalando que el trabajo
de Piketty debe ser rebatido, porque, de lo contrario, “se propagará entre la intelectualidad y
remodelará el paisaje político-económico en el que se librarán todas las futuras batallas de las
ideas políticas”.
El diario Financial Times publicó el fin de semana que los datos que sustentan la tesis de Piketty
contienen “una serie de errores que sesgan sus hallazgos”.
El premio Nobel Paul Krugman señaló que lo nuevo de Capital es que demuele el mito que vivimos
en una meritocracia, y que las grandes riquezas se ganan y se merecen. Agrega que la obra
“revoluciona nuestra manera de abordar las disparidades económicas poniendo a los ricos en el
centro del debate”.
Durante décadas, para la derecha en EUA las desigualdades no supusieron ningún problema. El
problema era la falta de oportunidades, pero como este era el país del ascensor social, el del
sueño americano, todo parecía solucionado. El propio Clinton, que es demócrata, apenas hablaba
de desigualdad cuando era presidente (y los republicanos Reagan y Bush padre e hijo, menos). La
revuelta del Tea Party –el movimiento populista y conservador que irrumpió tras la llegada del
demócrata Obama a la Casa Blanca, en 2009, y marcó la agenda del Partido Republicano durante
estos años– puso a la izquierda a la defensiva. Las bajadas de impuestos y los recortes en el gasto
monopolizaban el discurso económico. En dos años esto ha cambiado. En las elecciones
presidenciales de 2012, el candidato republicano Mitt Romney pagó cara su imagen de plutócrata
desconectado del norteamericano de a pie. La parálisis del ascensor social pasó a ser un hecho
ampliamente admitido, a izquierda y derecha. Desde entonces la lucha contra las desigualdades
forma parte del vocabulario mitinero de Obama. Lo llamativo es que los conservadores hayan
hecho suyo este discurso.
Para Piketty, la causa de las desigualdades hay que buscarla en la acumulación de las rentas de
capital, que crecen a un ritmo más rápido que la economía, lo que abre la brecha entre las clases
medias y los más ricos. Para Cowen, en cambio, es el abismo tecnológico. Para Charles Murray,
seguramente el intelectual de más peso en la derecha norteamericana, las desigualdades son
reales y ponen en peligro la cohesión de EUA, pero no se explican por las diferencias de ingresos
ni por las políticas fiscales, sino por las diferencias de valores o culturales.
En el ensayo “Coming apart. The state of white America, 1960-2010” (El distanciamiento. El estado
de la América blanca, 1960- 2010), Murray explica el declive de la clase trabajadora blanca por su
desapego, desde los años sesenta, a lo que él considera las virtudes fundacionales de EUA:
religiosidad, laboriosidad, honestidad y matrimonio. Los miembros de esta clase, expone el autor,
se casan menos, trabajan menos, van más a la cárcel y frecuentan menos la iglesia que las élites
(Murray se divorció una vez, es agnóstico y defiende el matrimonio homosexual). Han entrado en
una espiral que les distancia cada vez más de las élites industriosas, religiosas y cuyos miembros
son proclives a casarse entre ellos y, por tanto, a procrear hijos más inteligentes (el uso del
coeficiente intelectual en sus estudios es uno de los aspectos más discutidos).
Murray no ha leído a Piketty, dice en un correo electrónico. A la pregunta de por qué en EUA el
debate político gira de repente en torno a la desigualdad, responde: “Porque finalmente la izquierda
socialdemócrata logró elegir a uno de los suyos presidente de Estados Unidos, y se ha vuelto, al
mismo tiempo, más parecida a la izquierda de Europa, donde la desigualdad ha dominado el
debate durante décadas”.
“La desigualdad importa porque en la sociedad real las personas evalúan su bienestar económico
en relación con otros”, observa el pikettyano Saez. “Por eso la desigualdad siempre será un
problema en cualquier sociedad, no importa lo rica que sea. Dicho esto, la gente está más
dispuesta a considerar justas las desigualdades basadas en el mérito, pero no en la herencia”.
“La clase media está desapareciendo. Se siente insegura”, dice Roger Hickey, codirector de la
Campaña por el Futuro de América, un grupo adscrito al ala izquierda del Partido Demócrata. “No
encuentran empleo, los salarios no suben, los conservadores desmantelan sus beneficios. A los
americanos no les desagradan los ricos. Aspiran a ser ricos. Pero les preocupa el declive de
aquella gran clase media que se construyó tras la Segunda Guerra Mundial. Supieron lo que era la
seguridad, la oportunidad, la posibilidad de enviar a los hijos a la universidad. Ahora todo esto está
amenazado”.
“No creo que a los americanos les preocupe que los ricos ganen más. Les preocupa que sus
salarios estén estancados. Los americanos no son receptivos ante los discursos sobre la
desigualdad”, opina Cowen. “En este país la envidia se dirige sobre todo a las personas con las
que fuiste al instituto, a tus parientes, a tus amigos”.
No es la desigualdad lo que debería alarmar a políticos y ciudadanos, sino los obstáculos de los
pobres para salir de la pobreza, argumenta Robert Doar, que fue comisionado en la Administración
de Recursos Humanos de Nueva York con el alcalde Michael Bloomberg. El multimillonario
Bloomberg abandonó el cargo en diciembre. Su sucesor, el demócrata Bill de Blasio, llegó a la
alcaldía con la bandera de la lucha contra las desigualdades, que se habían agravado durante los
12 años de Bloomberg.
“La movilidad social y la pobreza son temas más importantes y merecedores de nuestra atención
que la desigualdad”, dice Doar en la sede en Washington del American Enterprise Institute (AEI), el
laboratorio de ideas más influyente de la derecha de EUA, donde ahora trabaja. Añade que a él le
preocupa que la “obsesión” por querer que los ricos pierdan ingresos o patrimonio acabe dañando
a los pobres. Si los ricos son menos ricos, continúa, la economía flaqueará y el paro crecerá. Y en
un país con menos ricos se reducirá la recaudación fiscal.
***
Lo que tienen en común estos conservadores –Cowen, Murray y Doar– es que no rehúyen la
cuestión de la desigualdad, aunque discrepen de las causas y las soluciones. El debate intelectual,
instigado desde instituciones como el AEI, donde se cocinaron desde la revolución reaganiana
hasta la invasión de Irak, refleja un cambio político: tras los años de individualismo del Tea Party, el
Partido Republicano sabe que corre el riesgo de perder la iniciativa ideológica y aparecer como un
partido antipático, insensible a las dificultades de la clase trabajadora. La derecha se esfuerza por
articular un conservadurismo con rostro humano.
Y en la izquierda renace un nuevo populismo, una palabra que en EUA carece de las
connotaciones negativas que tiene en Europa y América Latina. “Hay aspectos demagógicos (en el
populismo norteamericano), claro”, dice Kazin, autor de “The populist persuasion” (La fe populista),
historia de referencia en EUA sobre el populismo, publicada en 1995. “Pero el núcleo del
populismo”, dice, “es la exigencia a los políticos de que estén a la altura de su palabra y de los
ideales fundadores de este país, que consisten en que la élite debe servir a los intereses del
pueblo”. El significado de populismo, en EUA, es literal: la defensa de los intereses del pueblo
frente a las élites. Y no solo el Tea Party representa esta tradición.
“Hay una larga historia en este país de populismo progresista”, dice Hickey. El activista recuerda a
los agricultores que en el siglo XIX se organizaron contra las compañías de ferrocarriles y los
monopolios, y las políticas del presidente Franklin Roosevelt como respuesta a la gran depresión
de los años treinta. También contenía elementos populistas el discurso sobre la “great society” (la
gran sociedad) del presidente Lyndon Johnson, del que esta semana se ha conmemorado medio
siglo. La “great society” incluía medidas de igualitarismo en el ámbito de los derechos civiles, como
el fin de la segregación legal; y de la economía, como la lucha contra la pobreza y la creación de
seguros médicos gratuitos para los mayores de 65 años y las personas con menos ingresos.
Di Blasio, el nuevo alcalde de Nueva York, resucitó esta tradición cuando, en campaña, decía que
Nueva York se había convertido en una dickensiana historia de dos ciudades, donde conviven
400,000 millonarios mientras casi la mitad de ciudadanos viven cerca o en el umbral de la pobreza.
El eslogan del movimiento Occupy –el 99 % contra el 1 %– se ha incorporado al lenguaje corriente.
“Hoy, después de cuatro años de crecimiento económico, los beneficios empresariales y los
precios de las acciones son inusualmente altos, y a los que están arriba nunca les ha ido mejor”,
dijo Obama en enero. “Pero los salarios medios apenas se han movido. La desigualdad se ha
ahondado. La movilidad social se ha estancado”.
Era la primera vez que Obama pronunciaba la palabra desigualdad en un discurso sobre el estado
de la Unión, el ritual anual en el que los presidentes definen sus prioridades. En boca de un político
cerebral e instintivamente centrista como él, los intentos de hablar el lenguaje del populismo a
veces suenan forzados. Nada que ver con Elizabeth Warren, senadora demócrata por
Massachusetts desde enero de 2013 y estrella de la izquierda populista. Profesora de derecho en
Harvard y jurista especializada en bancarrotas, Warren electriza a las bases con su contundencia
contra los bancos, las grandes corporaciones y las élites. “Habla el idioma populista”, dice Kazin,
que en su libro insiste en que el populismo, de izquierdas y derechas, es más una retórica que un
programa político.
“¡Preséntate, Elizabeth, preséntate!”, gritaban algunas personas congregadas, esta semana, para
ver a Warren en una conferencia sobre el nuevo populismo organizada por la Campaña por el
Futuro de América en un hotel de Washington. Se referían a la campaña para la nominación del
Partido Demócrata en las elecciones presidenciales de 2016. La exsecretaria de Estado Hillary
Clinton es la favorita, pero si tiene un inconveniente es que es poco populista, demasiado cercana
a Wall Street y asociada a la presidencia probusiness –favorable a las grandes empresas– de su
marido, Bill Clinton.
“La defensora del pueblo, la tribuna del 99 %, la senadora Elizabeth Warren”, anunció el
presentador. “Me dicen que os habéis pasado el día hablando de populismo, del poder de las
personas para conseguir cambios”, dijo Warren. “Es algo en lo que creo de verdad”. La senadora
cargó contra los bancos, denunció a los conglomerados que eluden el pago de impuestos; señaló a
los políticos que negocian tratados de libre comercio de espaldas a los trabajadores. “El juego está
amañado. Y eso no está bien”, repetía como un estribillo. Sus palabras tenían un timbre
izquierdista y profundamente americano. Porque este no es un populismo antisistema. Al contrario.
Los populistas norteamericanos defienden el sistema contra quienes creen que lo han traicionado.
“(Los americanos) varían y renuevan cada día las cosas secundarias; se cuidan mucho de no tocar
las principales”, escribió Alexis de Tocqueville, francés como Piketty, en los años 30 del siglo XIX.
“Les encanta el cambio; pero temen las revoluciones”.
Pero, ¿cómo se monta tal defensa si los ricos derivan buena parte de su ingreso
no del trabajo que hacen, sino de los activos que poseen? ¿Y qué pasa si la gran
riqueza de manera creciente no viene de la actividad empresarial, sino de las
herencias?
Lo que Piketty muestra es que estas no son preguntas ociosas. Las sociedades
occidentales anteriores a la Primera Guerra Mundial estaban dominadas por una
oligarquía de riqueza heredada y su libro argumenta convincentemente que
estamos bien encaminados de vuelta a aquel estado de cosas.
Así las cosas, ¿qué va a hacer un conservador temeroso de que este diagnóstico
se pueda utilizar como justificación para impuestos más altos a los ricos? Podría
tratar de refutar a Piketty de una manera sustantiva pero, hasta ahora, no he visto
señal alguna de que eso suceda. Más bien, como dije, todo se ha limitado a
insultos.
PLAZA PUBLICA 13 O6 14
Piketty pronostica que a futuro habrá más desigualdad, la riqueza estará tan concentrada como a finales del
siglo antepasado. Con el propósito de evitar dicha situación propone un impuesto global al capital para reducir
el aumento de la desigual distribución de ingresos y riqueza. Con esta propuesta, según sus propias palabras
(Financial Times del 29/3/2014), Piketty busca salvar al capitalismo de los capitalistas al gravar la riqueza.
Por ahora, como indica Piketty en el artículo citado, la distribución del ingreso y la riqueza es uno de los
temas más polémicos.
La polémica generada por el libro de Piketty empieza a trascender en Guatemala, país donde su argumento
respecto a la desigualdad es por completo válido. La distribución del Producto Interno Bruto, riqueza
generada por el país cada año, es como sigue: alrededor de 40% corresponde a ganancias de capital, 30% a
salarios y, el restante 30% corresponde a ingreso mixto que incluye tanto ganancias como salarios. Los datos
revelan una desigual distribución del ingreso anual del país. Lo mismo puede decirse respecto a la riqueza o
ingreso acumulado. El índice de Gini para Guatemala es casi 0.55, valor que indica alta concentración. Dadas
estas cifras, la premisa de Piketty indica que, de no hacer algo que modifique la situación, a futuro Guatemala
será un país con mayor desigualdad.
Marx recargado
Thomas Piketty provoca pavor al referir una posible crisis capitalista mundial. El
Wall Street Journal lo motejó de stalinista por proponer impuestos; y el Financial
Times de ingenuo, por haber creído en las estadísticas oficiales (Pág. 10,
edición de Harvard), pues los ricos falsean sus declaraciones. La más acre fue
la aldeana. En el país, los nativos indican que Piketty no ha leído a Marx. En
contra, el autor lo cita en la introducción (Págs. 5, 7-11) y cuando comenta los
anticipos críticos sobre la deuda pública (Págs. 531, 565, 579, 580 y 678).
El capital en el siglo XXI está dividido en cuatro partes. La primera, referida al ingreso
y el capital; la segunda, sobre la dinámica del capital y la tasa de ingreso; la tercera,
sobre la estructura de la desigualdad y la cuarta, contiene una propuesta para regular
el capital y evitar la profundización de la crisis.
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Desigualdad económica
Thomas Piketty
Opinión
Sigmund Freud
Crisis económica
Argentina
Recesión económica
Coyuntura económica
España
Empresas
Sudamérica
Latinoamérica
Economía
América
Política
En los años ochenta, en el contexto del ascenso del pensamiento ortodoxo, las presiones de
los sectores neoliberales generaron modelos financieros no regulados: en 1985 surgió la
International Swaps and Derivatives Association (ISDA), que se ocupó de establecer un
contrato tipo para las operaciones de derivados, es decir, instrumentos financieros que cotizan
en relación a un activo subyacente (el inversor no compra acciones, bonos o materias primas,
sino que especula sobre la variación de los precios de esos activos, por eso se dice que el
valor “deriva” del activo).
Un tipo particular de derivados son los Credit Default Swap (CDS). Consisten en un convenio
entre una parte A que, teniendo bonos soberanos emitidos por los Estados o empresas
privadas, toma un seguro con otra parte B para que, en caso de que el Estado o la empresa
entre en suspensión de pagos, la parte B pague a la A el valor del seguro. En 2012, el monto
de CDS era de 22,5 billones de dólares, equivalentes a una vez y media el PBI
estadounidense. Al tratarse de una operación con derivados, ningún organismo público las
controla y, por tanto, no se le impone al “asegurador” ninguna norma de solvencia. Los
intentos por establecer algún tipo de regulación, como los realizados en el Congreso
estadounidense en 1974 y 1978, siempre fracasaron.
Ningún país con una deuda superior al 80% puede pagarla por falta de
superávit
Ahora bien, también estaba permitido que, sin tener los bonos, se pudiera contratar el seguro,
lo que se llamaba “CDS desnudos”. La perversión del mecanismo es evidente: en ese caso, el
interés de quien toma el seguro es que el Estado o la empresa entre en default. En diciembre
de 2011, luego de los ataques de los especuladores que poseían “CDS desnudos” de Grecia y
la aseguradora norteamericana AIG, la Unión Europea prohibió este tipo de operación dentro
de su jurisdicción.
Los fondos buitres utilizan habitualmente los CDS para sus operaciones especulativas. ¿Cómo
operan? Cuando un país entra en suspensión de pagos, los buitres compran
los bonosdefaulteados al 10% o 15% de su valor. Algunos de los que tienen esos bonos los
venden porque creen que es mejor recuperar algo que nada. Articulados con estudios de
abogados muy expertos e importantes compañías de lobby, a veces con el apoyo de
personalidades importantes, los buitres, radicados casi siempre en paraísos fiscales, lanzan
juicios contra los países en defaulty rastrean sus activos por el mundo en busca de embargos
que sumen presión.
El caso argentino es emblemático. El país había comenzado a endeudarse a partir de la última
dictadura y en 2001 declaró el defaultmás importante de la historia. Cuatro años después, en
2005, y luego nuevamente en 2010, reestructuró la deuda con el 92,4% de los acreedores,
pagando puntualmente, desde ese momento hasta hoy, 190.000 millones de dólares. Este
último año, además, resolvió su litigio pendiente con Repsol por la expropiación de YPF, con
el CIADI y con el Club de París.
Los fondos buitres no aceptaron entrar en esa negociación. Compraron deuda argentina por
325 millones de dólares y están reclamando 3.250 millones, es decir, 1.000% de interés en
siete años. Un juez de Nueva York ya ha determinado que al fondo buitre NML se le debe
pagar el total al contado, e incluso ordenó al Banco de Nueva York, sede del pago a los
acreedores que aceptaron reestructurar la deuda, embargar las transferencias y utilizar ese
dinero para pagarle. Algunas versiones indican que, como suele suceder, el fondo buitre NML
tenía CDS sobre los bonos argentinos. Se trata de un juego win win: si el fallo es positivo,
cobra; y si hay default, también.
Thomas Piketty ha revolucionado al mundo con su libro El capital en el siglo XXI, con
estadísticas de los últimos 210 años y una conclusión resumida en una fórmula (r>c=+d) muy
concreta: si la renta del capital es mayor que el crecimiento del PIB, la desigualdad aumenta.
Imaginemos, por ejemplo, qué sucedería con un país que crece al 3% anual y tiene que pagar
una renta de capital del 145% anual, que es exactamente lo que Argentina debe pagar a
los fondos buitres. Sería un mundo imposible. Pero lo peor es que puede que nos acontezca
si, como dice Felipe González, los países no establecen leyes de gobernanza internacional
sobre el sector financiero, que permitan controlar el proceso creciente de financiarización de la
economía que acentúa las desigualdades.
Los fondos de cobertura, algunos de los cuales disponen de un capital superior al PIB de un
país desarrollado, han capturado una parte importante del dinero que los bancos destinaban a
la producción y a la creación de empleo, orientándolo en buena medida a operaciones de
compra y venta de dinero. En 2008 algunos millonarios americanos encabezados por George
Soros presentaron una ponencia en el Congreso estadounidense advirtiendo del riesgo que
representan los fondos de cobertura para la economía mundial.
La solución inmediata no consiste en ejercer una crítica moral para que recapaciten. Lo más
efectivo es aplicar lo que nos duele a todos: una fiscalidad que quite rentabilidad a este tipo de
operaciones, una fiscalidad que debería pensarse globalmente de modo que los fondos
especulativos no encuentren refugios en donde operar y prohibir que los bancos comerciales
actúen como bancos de inversión tal como promulgó en 1933 el Parlamento de los Estados
Unidos.
Ningún país desarrollado con una deuda de entre el 80% y el 120% de su PIB, que es el peso
de la deuda en la mayoría de los países de Occidente, puede pagarla sin ayuda, porque no
genera el superávit fiscal necesario para ello. Como una familia con una hipoteca que si no
ahorra no puede afrontar los vencimientos, los países dependen de la confianza del mercado y
de la renovación de los créditos para seguir funcionando. Así como tuvieron éxito con
Argentina, Perú, Congo, Panamá y Grecia, cualquier país,aun los más desarrollados, puede
ser una víctima de estos depredadores en el futuro.
Le Capital au XXIe siècle (El capital en el siglo XXI ) del economista francés Thomas Piketty
analiza cómo se ha producido la concentración de la riqueza y su distribución durante los
últimos 250 años. En un trabajo que le tomó 15 años realizar, analiza la lógica del sistema
económico actual.
El libro ha sido descrito por los medios como “un buldócer político y teórico”, y su tesis ha sido
recibida con entusiasmo en diversos sectores desde los premios Nobel de Economía, Paul
Krugman y Joseph Stiglitz, como por el mismo editor del Financial Times, Martin Wolf, o el
semanario The Economist.
Este libro es la expresión de nuestro tiempo, en el que las 85 personas más ricas del planeta
poseen el equivalente a los recursos económicos de los 3 mil 570 millones de habitantes más
pobres. La riqueza mundial está dividida en dos sectores: la mitad está en manos del uno por
ciento, y la otra mitad se reparte entre el 99 por ciento restante. En el mundo existen poco más
de mil cuatrocientos billonarios que poseen una fortuna superior a los mil millones de dólares.
Y gran parte de estas fortunas logran escapar sistemas de imposición, a través de montajes
financieros, reubicando el capital en paraísos fiscales, como en el famoso edificito “Ugland
House” de las Islas Caimán, donde están registradas más de 18 mil 800 empresas, algunas de
ellas bancos célebres y reconocidas corporaciones. Lejos de ser regulado, este sistema de
asimetría solo parece ir en expansión.
La pregunta que atraviesa la investigación de Piketty es: ¿Cómo se llegó a estos niveles
abismales de desigualdad planetaria?
La tesis sostiene que la dinámica inherente del capitalismo impulsa las poderosas fuerzas que
amenazan la estabilidad de las sociedades democráticas y que esta asimetría desenfrenada
ocurrió en los últimos 30 años con la implantación a gran escala del libre mercado y la
desregulación financiera.
Las fallas intrínsecas en los modelos de competencia perfecta que ocultan asimetrías y
mercados imperfectos, han creado un primer mundo en la periferia del tercer mundo y un
tercer mundo en el corazón del primer mundo.
El estudio da cuenta que la desigualdad se está disparando en todos los países desarrollados,
y que el uno por ciento de la población es cada día más rico, y que el 0.1 por ciento es aún
más rico, y que el 0.01 por ciento es aún más rico todavía. Esto demuestra que los beneficios
reales del capitalismo quedan en muy pocas manos, y que de no realizarse intervenciones
extraordinarias, la tendencia continuará en ascenso, haciendo que el siglo XXI se parezca al
siglo XIX, donde las elites económicas vivían de la riqueza heredada en lugar de trabajar por
ello.
El capital en el siglo XXI es una densa y erudita exploración en la historia de los salarios y la
riqueza en los últimos 300 años, a partir de una gran cantidad de datos sobre la distribución
del ingreso en todo el planeta.
Esta tesis contradice la premisa económica basada en Adam Smith y David Ricardo, que
considera que la distribución de la riqueza es un tema secundario del crecimiento y que en
“economías maduras” o desarrolladas la desigualdad se reduce naturalmente.
Padecemos un sistema económico en el que las elites mundiales son cada vez más ricas y,
sin embargo, la mayor parte de la población se ha visto excluida de esta prosperidad, mientras
que es justamente gracias al trabajo o al consumo de esta mayoría empobrecida, que se
generan las ganancias que se concentran en la cúpula de la pirámide social mundial.
Este libro llega en un momento justo y necesario en contextos de desigualdad que azotan sin
escrúpulos y sin medida al planeta. Entender y transformar el mundo de hoy con disciplina y
rebeldía, cuestionando este sistema, es no solo nuestra responsabilidad sino la tarea que
hemos de heredar a nuestros hijos.
Hay muchas cosas valiosas en los datos ofrecidos por Piketty. Pero su
explicación de por qué las desigualdades y las tendencias oligárquicas
aumentan incurre en un error de bulto. Sus propuestas para remediar
dichas desigualdades son inocentes, si no utópicas. Y ciertamente, no
ha ideado un modelo que explique el capital del siglo XXI. Para ello,
todavía necesitamos a un Marx, o a su equivalente actual.
Todo se inicia con una idea del vicerrector Ariel Rivera, y que fue
impulsada por el Decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales,
Víctor Gálvez. Y entonces todo comenzó a mostrar aires de interés
colectivo, siendo un recinto central de la Universidad Landívar el
escenario ideal para conversar.
Edgar Balsells
El interés fue masivo, siendo que Thomas Piketty y su libro “Capital en el siglo XXI” lleva ya
varias semanas en los sitiales de honor de los más leídos en los Estados Unidos, según lo
anuncia el afamado ranking literario del New York Times.
¿Qué podemos aprender en torno a cómo la riqueza y los ingresos han evolucionado desde el
siglo XVIII, y qué lecciones podemos derivar de ese conocimiento, desde esos tiempos hasta el
presente?, tal es la ambición del economista de la Universidad de París, quien ha triunfado en
el difícil mercado de libros estadounidense.
Y es que el tema de la repartición del pastel, y de la riqueza generada, es un gran tabú, desde la
antigüedad hasta el presente: se entiende poco que la vida productiva de los seres humanos, al
ser generada en sociedad, involucra incontables esfuerzos de interacción social, pues nada sería
el sistema si los capitalistas no cuentan con trabajadores y viceversa.
Y así, escudriñando historia y datos, en el libro se analizan las evidencias que muestran que
unas épocas tienden hacia la convergencia de ingresos entre los distintos grupos sociales,
mientras otras épocas muestran lo opuesto; siendo que hoy la situación es tal, en términos de
divergencia, que no se divisan en el horizonte posibilidades de una nueva convergencia, sino
algo incluso más grotesco, socialmente hablando, siendo crucial entonces la coordinación
internacional de políticas y la imposición de un nuevo impuesto internacional sobre las grandes
rentas del 1 por ciento de los más ricos del planeta, a efectos de equilibrar la situación.
Es indispensable entonces indagar sobre los procesos que involucran la generación de salarios
y de riqueza, así como sobre el dinero: periodistas, académicos y demás deben tener tal
motivación, finaliza el autor de tan leído libro.
El último número en castellano de la New Left Review incluye una entrevista a Thomas
Piketty, autor de Le capital au siècle XX (2013), una obra que ha removido el mundo de
economistas, académicos y políticos al desmontar el mito neoliberal de que “la desigualdad
disminuirá automáticamente a medida que el capitalismo se desarrolle”. Sobre la base de un
estudio intensivo de fuentes primarias (cuyos archivos se pueden descargar en formatos
estándar en la web piketty.pse.ens.fr), demuestra que la tasa de rendimiento ha sido
generalmente más alta que la tasa de crecimiento, lo que genera un aumento de la
desigualdad, tal y como ocurrió en el siglo XIX y a partir de la década de los setenta del
siglo XX. Este hecho “no supone ningún problema lógico, pero sí plantea la cuestión de si
es aceptable en un contexto democrático la reproducción y el reforzamiento de la
desigualdad que crea dicha desproporción”. Dado que por sí solas las instituciones de
mercado no disminuyen la desigualdad, Piketty promueve un impuesto progresivo al capital
para controlar las dinámicas de concentración de la riqueza mundial.
Reproducimos aquí algunas de las preguntas de la entrevista; para leerla entera visita esta
página; para hacer posible que siga siendo de libre acceso, suscríbete a la New Left Review.
[Frente a la idea de que durante el siglo XX se limitó la acumulación de capital]
¿Entonces son solamente las conmociones externas, como las guerras, las que pueden
limitar esta acumulación?
La experiencia del siglo XX muestra que este esquema es demasiado sombrío en términos
económicos (y demasiado mecánico en sus conclusiones políticas). El aumento de la
productividad y el crecimiento de la población (cuadros 3 y 4) han hecho posible equilibrar
la ecuación de Marx y evitar la tendencial caída de los rendimientos. Pero el punto de
equilibrio solo se puede alcanzar con una acumulación y concentración de riqueza
extremadamente elevada, incompatible con los valores democráticos. No hay nada en la
teoría económica que garantice que el nivel de desigualdad en el punto de equilibrio sea
aceptable; tampoco hay nada que garantice la presencia de mecanismos estabilizadores
automáticos que puedan crear un equilibrio general.
Algunos han afirmado que la tasa de rendimiento del capital descenderá «naturalmente»
hasta el nivel de la tasa de crecimiento. Sin embargo, históricamente no hay ninguna
evidencia de ello. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la tasa de
crecimiento era cero, pero, no obstante, había un rendimiento de los activos; habitualmente,
un rendimiento medio del 4-5 por 100 de la renta de la tierra. Realmente, este era el
fundamento del orden social, ya que permitía a un grupo de gente, la aristocracia
terrateniente, vivir de esos ingresos. El hecho es que la tasa de rendimiento de los activos
ha sido consistentemente más elevada a largo plazo que la tasa de crecimiento; eso no
supone ningún problema lógico, pero sí plantea la cuestión de si en un contexto
democrático es aceptable la reproducción y el reforzamiento de la desigualdad que crea
semejante proporción.
En el siglo XX estaba ampliamente aceptado que las fuerzas del racionalismo llevarían a la
eliminación de la renta económica, en el sentido de los excesos de rendimientos obtenidos
gracias a una ventaja posicional. Esto lo podemos ver en la evolución del lenguaje.
Actualmente «renta» se asocia sistemáticamente con «monopolio». Cuando se pregunta al
presidente del BCE, Mario Draghi, qué hay que hacer para salvar Europa, contesta que
necesitamos combatir las prácticas rentistas, con lo que quiere decir que hay que abrir
sectores protegidos como los taxis y las farmacias, como si solamente la competencia
pudiera purgar la renta económica.
Pero el hecho de que los rendimientos del capital sean más elevados que la tasa de
crecimiento no tiene nada que ver con los monopolios y no se resuelve con más
competencia. Por el contrario, cuanto más puro y competitivo es el mercado de capital,
mayor es la brecha entre los rendimientos del capital y la tasa de crecimiento. El resultado
final es la separación del propietario y el gerente. En este sentido, el objetivo mismo de la
racionalidad del mercado va en contra del de la meritocracia. El objetivo de las
instituciones del mercado no es producir la justicia social o reforzar los valores
democráticos; el sistema de precios no conoce límites ni moralidades. Indispensable como
es, hay cosas que el mercado no puede hacer y para las que necesitamos instituciones
específicas. Muy a menudo se piensa que las fuerzas naturales de la competencia y el
crecimiento reorganizan incesantemente por sí mismas las posiciones individuales. Pero en
el siglo XX fueron principalmente las guerras las que arrasaron por completo el pasado y
repartieron de nuevo las cartas. La competencia por sí misma no garantizará la armonía
social y democrática.
De los trente glorieuses surgieron dos grandes ilusiones sobre la desigualdad. La primera es
el enfoque de la «guerra de generaciones», que sostiene que, con la elevación de las
expectativas de vida, los activos se han convertido en una manera de trasladar el ingreso del
trabajo a la jubilación. Cuando eres joven, eres pobre, pero luego acumulas ingresos que
consumes cuando te jubilas. Esto ofrece una alentadora visión de la desigualdad de la
riqueza, ya que sugiere que todos serán pobres y ricos por turno, algo que sería
suficientemente legítimo. Pero eso representa solamente una minúscula parte de la
acumulación y concentración de la riqueza: en realidad la desigualdad de la riqueza es casi
tan grande entre las generaciones como dentro de ellas; en otras palabras, la guerra
generacional no ha reemplazado a la guerra de clases. Una de las razones de ello es la
dimensión acumulativa de la concentración: ahí donde tienes acumulación y herencia de la
riqueza, la concentración se acelera. Por poner un ejemplo concreto, es más fácil ahorrar y
así acumular riqueza– cuando has heredado un piso y no tienes que pagar un alquiler. Las
pensiones basadas en el sistema de reparto pueden añadirse a esto en el sentido de que
contribuyen a conservar la riqueza acumulada, ya que la gente no necesita consumir su
capital al retirarse.
La segunda ilusión es la teoría del «capital humano». Está basada en la idea de que con el
desarrollo tecnológico la capacitación humana tendría más importancia que las
instalaciones industriales, los edificios, la maquinaria, etcétera; habría cada vez más
necesidad de conocimiento experto del individuo y cada vez menos necesidad de capital no
humano, propiedades, activos materiales y financieros. De acuerdo con esta hipótesis, los
accionistas serían reemplazados por gerentes. La realidad es que esto no ha sucedido. Si el
conocimiento humano ha progresado, lo mismo ha sucedido con el capital no humano, y la
relación entre los dos no ha cambiado demasiado. Se podría concebir una economía
robótica en el siglo XXI en la que la participación del capital humano en la renta nacional
disminuiría. Esto no equivale a decir que lo peor va a suceder. Pero el mercado no tiene un
mecanismo automático de corrección. Yo sostengo que un impuesto progresivo sobre el
capital privado sería uno de esos mecanismos.
En el capítulo final de Le capital au XXIe siècle resaltas el papel de los impuestos y
analizas varias posibilidades para escapar de la trampa de la deuda incluyendo el
reembolso, la inflación y el incumplimiento de pagos. La deuda, desde luego, es uno de los
factores que promueven la perpetuación de las grandes fortunas, ya que crea rentistas
financieros. ¿Por qué defiendes los impuestos como solución?
La inflación es un impuesto sobre el capital de los pobres. Reduce el valor de los pequeños
activos –saldos bancarios individuales– mientras que las acciones y las propiedades
inmobiliarias quedan a salvo. No es la solución correcta, pero es la más fácil. Otra
posibilidad es imponer un largo periodo de penitencia, como hizo Gran Bretaña en el siglo
XX para liquidar su deuda. Pero eso puede llevar décadas y al final se gasta más en los
intereses de la deuda que en inversión en educación.
La fama le llegó en Guatemala hace tres años, con una nota periodística que en forma de
denuncia decía que una investigación reciente reiteraba la tendencia del capitalismo a repartir
desigualmente. Conclusión que ahora toda la izquierda repite, satisfecha de encontrar
confirmación a la crítica del capitalismo: en su funcionamiento histórico, el capitalismo ha
confirmado su tendencia a la concentración de la riqueza en pocas manos y al
empobrecimiento de las mayorías. Y luego, se repite la solución: el impuesto a las herencias.
Tres años después llega la traducción al español del libro que (casi) nadie lee. Hay libros
portadores de novedades que ponen de cabeza lo que marchaba con sus pies, pero que son
cómodos de resumir. Y hay autores que proponen revoluciones conceptuales, fáciles de
repetir. Asistimos a una propuesta que ya se vulgarizó: su autor es Thomas Piketty, un
distinguido economista francés, autor de un enorme libro, El Capital en el Siglo XXI, así
calificado porque tiene 700 páginas y una desafiante teoría que explica la dinámica del
capitalismo y que a la derecha no le gustó. La polémica que ha desatado en los altos niveles
de las ciencias sociales han llevado a muchos a calificarlo como el Marx del siglo XXI, lo que
obligó a Piketty a confesar que no ha leído al genio alemán. He aquí dos mentiras juntas, pues
una es que resulta difícil aceptar la comparación con Marx, y otra, no es posible creer que no
haya conocido su obra.
Para los científicos sociales, en general, lo importante es que el trabajo de Piketty ubica a la
economía como una ciencia social, histórica, y que el devenir económico es afectado por las
decisiones políticas; es un esfuerzo que vuelve a la noción de la economía política. De hecho,
volver a la economía política revaloriza no solo las predicciones que pueden hacerse en el
campo de la política, sino su fundamento, que se logra en el terreno de la economía. El
propósito del autor francés fue estudiar en una perspectiva histórica de largo plazo (dos
siglos), la evolución de la riqueza, la renta y las desigualdades ocurridas en 20 países
desarrollados del Occidente. Encontró que las variaciones en el crecimiento económico y en la
dinámica de la renta producían distintos niveles de desigualdad. Dice que mientras la tasa de
rendimiento del capital supere la tasa de crecimiento económico, el ingreso y la riqueza de los
sectores con las mayores riquezas crecerán más rápido que el ingreso típico proveniente del
trabajo. O, dicho con otras palabras, si el capital mantiene –como hasta ahora– una
rentabilidad del 4-5 por ciento, y el crecimiento económico promedio es del 2 por ciento, habrá
una inmensa acumulación de riqueza cada vez en menos manos a manos de los
“multibillonarios”.
La riqueza se está privatizando aceleradamente en los países ricos, y ya se han ido creando
productos destinados especialmente para el consumo de la nueva oligarquía de los super
ricos. Según datos publicados por el New York Times (14-III-2014) existen 167 mil personas
con un patrimonio en activos de más de US$30 millardos; ellos compraron el Ferrari Spider, el
auto más caro de la historia al precio de US$27.5 millones cada uno; la One Cornwall Terrace,
una mansión londinense que costó US$160 millones y una caja de vino Domaine de la
Romanee-Conti, cosecha 1978, en US$479 mil. El fenómeno es tal, que llega al Partido
Comunista de China, en cuyo último Congreso (VI-2013) asistieron 90 delegados con fortunas
de US$300 y US$12 millardos. Más importante es que el incremento de los ingresos en la
cima se obtuvo en gran medida a base de exprimir a los que estaban por debajo, reduciendo
los salarios, recortando las prestaciones, aplastando a los sindicatos y desviando una parte
cada vez mayor de los recursos nacionales a los trapicheos financieros.
La concentración se produce también en los países de América Latina, en los países pobres,
pero en una proporción menor. En México, vive el hombre más rico del mundo y unos 20
millones de pobres extremos. En Guatemala, existe un pequeño mercado de productos caros,
solo para millonarios, como los terrenos en La Antigua Guatemala, en la zona 14, automóviles,
licores y vinos envejecidos, etcétera.
El problema que plantea el libro El Capital en el Siglo XXI es la tendencia a reforzar las
desigualdades como inherentes al capitalismo contemporáneo. Piketty examina este tema y
sugiere que la desigualdad hoy día no será como lo fue a fines del siglo XIX, ahora será más
conflictiva, políticamente más poderosa y marcada por la violencia social. Es la democracia la
que se pone en cuestión, que frente a una minoría con gran poder dirigirá un Estado
profundamente autoritario. La solución, o su inicio, puede ser una fuerte ofensiva contra el
derecho a la herencia; heredar enormes sumas de riqueza por parte de quienes no han
trabajado es mayor injusticia que unos impuestos para recortarla. O un impuesto global al
capital y a otras formas de riqueza. Combatir una herencia familiar de un activo de US$500
millones, no afecta la producción de nadie. Menos aún la de aquellos 220 guatemaltecos
multimillonarios que algo pueden no heredar. Piketty tampoco está seguro de que pueda
promoverse una gran ofensiva de impuestos, que la izquierda puede proponer. La utopía
negativa está planteada en un sentido o en otro
Piketty no se siente nada a gusto con la situación en la eurozona. Vuelve a cargar contra los
países centrales por no asumir su responsabilidad al haber tomado decisiones incorrectas
frente a sus socios del sur europeo; lamenta que se haya escogido la peor de las opciones
para combatir las deudas públicas -el ajuste-; reclama la urgencia de incorporar un tipo de
interés común para las economías del euro y advierte del costo político que podrían tener
las soluciones de último momento.
“París, Berlín, Bruselas no deberían temerle a los movimientos políticos como el español
Podemos. Deberían trabajar con ellos para lograr una mejor gobernabilidad en Europa”,
apunta el profesor de la Escuela Superior de Economía de París en la capital argentina. “Es
necesario refundar democráticamente la eurozona. Si no, terminarán con un golpe político a
la derecha de la derecha”, advierte.
Sus alertas no sólo se nutren del modo en que entiende las políticas implementadas en la
eurozona, sino también de los resultados de su investigación, que gira en torno al
interrogante de cómo ha evolucionado la distribución de los ingresos y de la riqueza desde
el siglo XVIII.
Si Ana, enfermera, se pregunta por qué nunca logrará jubilarse en las mismas condiciones
que un inversor pese a esforzarse día y noche y perfeccionarse constantemente en su labor,
Piketty explicará: el actual sistema “produce mecánicamente desigualdades que cuestionan
de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades
democráticas”.
El economista afirma que el mérito, entronizado en la estampa del”self made man” como
sinónimo de una movilidad social que prometían las democracias, queda desmitificado al
constatarse flagrantes desigualdades que develan que los mayores beneficios no son fruto
del trabajo sino del capital, muchas veces heredado y multiplicado progresivamente.
No en vano su libro se mantuvo seis semanas en la lista de los más vendidos del “The New
York Times”. Pese a ser de economía. Y pese a sus 650 páginas. Es que precisamente fue
en Estados Unidos donde estalló el movimiento de protesta “Occupy Wall Street”, que hizo
de la crítica de la abismal brecha entre ricos y pobres su principal bandera.
Pero no todo resulta sombrío en el diagnóstico del francés. Piketty toma un ejemplo simple:
“En Estados Unidos la desigualdad es mucho mayor que en Japón o en Europa. Suele
culparse a la globalización, a la competencia que representan China y los bajos costos en
áreas de trabajo menos cualificadas, pero lo cierto es que en Europa y Japón el aumento de
la desigualdad no ha sido tan fuerte como en Estados Unidos, y eso se debe a las políticas
redistributivas”.
Pese a las dificultades que atraviesa la eurozona, Piketty no se deja apartar del curso
“internacionalista”.
“Creo que una mayor integración latinoamericana sería necesaria para regular mejor la
desigualdad”, reflexiona. “Quizás América Latina tome ese camino en un momento en que
haya podido aprender de las malas experiencias de Europa, y lo hace mejor.”
“París, Berlín, Bruselas no deberían temerle a los movimientos políticos como el español
Podemos. Deberían trabajar con ellos para lograr una mejor gobernabilidad en Europa. “Es
necesario refundar democráticamente la eurozona. Si no, terminarán con un golpe político a
la derecha de la derecha.”