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La poesía como génesis -

Eduardo Parra Ramírez*

El poema es un caracol en donde resuena la música del mundo

y metro y rimas no son sino correspondencias,

ecos de la armonía universal.

Octavio Paz

Introducción

Antes de ingresar a la médula de esta clase, a un atisbo acerca de los orígenes de la palabra poética y la
música de la poesía, conviene revisar, quizá podría decir enjuiciar la idea que tenemos hoy de la naturaleza
de la poesía y su utilidad. ¿Qué es la poesía, para qué sirve?

Para hablar de poesía y del fenómeno poético quizá convenga establecer una red de diferenciaciones
semánticas que permita su mejor abordaje. Percibo que en general suele existir confusión con los siguientes
términos: la poesía, el poema y lo poético. Confusión acaso alimentada por los afanes y extravíos de la
industria editorial, que tiende a prestigiar validar como poesía obras de factura discutible. Aunque sabemos
que no se trata de un fenómeno reciente. Ya hace cuarenta años Roger Caillois denunciaba:

Se presentan como poemas tantas obras en las que es difícil encontrar otra cosa que los fraudes más
inadmisibles, tanto sentimentales como artísticos o intelectuales, que es imposible que un juicio severo no
considere a la poesía como el derecho dado a cualquiera para decir cualquier cosa, sin garantía y sin
obligación de rendir cuentas. (CAILLOIS, 1993: 14)

Si bien es cierto que el fenómeno poético puede hallarse espontáneamente manifestado en expresiones
escritas cuya intención no fue el poema, hay que precisar lo siguiente: lo poético y la poesía no son lo mismo.
Quizá debería empezar por reconocer que la poesía es un trabajo consciente que implica cuatro
características esenciales: lenguaje, ritmo, métrica e imagen. La labor de composición, sin embargo, no
significa que el poema se cumpla en su forma estética; es preciso que la forma y su fascinación estética
encaminen al lector a una revelación conmovedora. Es decir, que la experiencia poética trascienda el placer
mismo de la retórica. Dice Octavio Paz que “no toda obra construida bajo las leyes del metro contiene
poesía”. Una forma literaria determinada puede o no alcanzar el rango de poesía, pero no lo es por el hecho
de emplear una manera consagrada. Sostiene también que “cuando la poesía se da como una condensación
del azar o es una cristalización de poderes y circunstancia ajenas a la voluntad creadora del poeta, nos
enfrentamos a lo poético… que es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el
poema la poesía se aísla y revela plenamente. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro
entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, emite o suscita poesía.” (PAZ,
2003: 14).

La lógica conceptual establece leyes que garantizan la concordancia, el hilván de un discurso coherente. La
poesía late en un universo paralelo, colmado de invención y regido por la forma. Antes de componerlo, el
poeta mira el poema. Se embarca en él y recala en la razón para reabastecerse de sentido. En esos
desembarcos de lucidez boceta los mapas del poema. El poema es el organismo, la cifra básica. La parte por
la que el todo se asoma. Para ser visitada, la poesía debe avanzar en el agua de su reflejo; poesía su vehículo.
El tejido hace red, la red el cuerpo. La célula básica es sustancia poética. Dentro de sus cláusulas formales el
poema es capaz de hospedar la más subversiva lesión de la lógica. No interpreta al mundo, no lo elucida. Le
propone universos paralelos compuestos de palabras

Respecto a la segunda interrogante, ¿para qué sirve la poesía?,

La respuesta es simple aunque no fácil de comprender: El acontecimiento poético tiene un sentido pero no
una utilidad. La poesía es el territorio en el que se hace posible la expresión de lo íntimo dentro de los cauces
de la invocación estética. Experiencia plácida o perturbadora, la poesía nos brinda un atisbo al asombro, a la
revelación, al acto de iluminar las cosas de adentro hacia afuera. La palabra colmada de síntesis que
desentraña lo esencial. El resultado de la obsesión por lesionar el idioma que se habita. Poesía es, podría ser,
búsqueda de nuevos cauces expresivos, de la justa revaloración de la forma, de la expansión de la conciencia
en una aventura estética. Es la muesca —la huella en el mejor de los casos— con que agredimos los rigores
estables de la historia y dejamos constancia de nuestros cuestionamientos. También es el vértigo en donde
lo insondable, envuelto en una forma feliz y aterradora, crepita y nos fascina.

Hacia la esencia del trabajo poético


Así es. La poesía no sirve para nada. La idea de que toda obra humana cumple una función utilitaria es una desviación
del uso ritual de la palabra. En el seno de todas las culturas de la humanidad siempre ha existido una verdad antigua: el
que puede ver es el que está llamado a revelar. Y en esa antigüedad, acaso más lejana de lo que sabemos imaginar, el
que veía era el individuo cuyo corazón estaba poseído por la verdad. La verdad y la sed infundían en él la capacidad de
penetrar con la mirada la dureza de las cosas y la aún más pétrea dureza de las apariencias. Consagraba su actualidad a
indagar en el misterio del mundo y luego sacrificaba sus visiones en la palabra, es decir, revelaba el Secreto. Las
prendas de semejante exploración no eran la luz y la razón, como mucho después se habrían de consolidar en la
tradición científica. El trabajo del visionario era el sentido mágico de la realidad, la imaginación delirante y la ebriedad
oracular, en suma, el desgobierno de la sinrazón, única vía que permite el ingreso a la bóveda del enigma. La palabra
entonces trascendía su estricta función comunicativa y adquiría una naturaleza ritual, religiosa; se incorporaba al
pensamiento mágico, el que no nos explica pero nos llena de sentido. El que revela es el poeta.
Dice Robert Graves:
En la Europa antigua, mediterránea y septentrional, la poesía era un lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas
populares en honor de la diosa Luna, o Musa, algunas de las cuales datan de la época paleolítica, y que éste sigue
siendo el lenguaje de la verdadera poesía, «verdadera» en el moderno sentido nostálgico de «el original inmejorable y
no un sustituto sintético». Ese lenguaje fue corrompido al final del período minoico cuando invasores procedentes del
Asia Central comenzaron a sustituir las instituciones matrilineales por las patrilineales y remodelaron o falsificaron los
mitos para justificar los cambios sociales. Luego vinieron los primeros filósofos griegos, que se oponían firmemente a la
poesía mágica porque amenazaba a su nueva religión de la lógica, y bajo su influencia se elaboró un lenguaje poético
racional (ahora llamado clásico) en honor de su patrono Apolo, y lo impusieron al mundo como la última palabra
respecto a la iluminación espiritual. (GRAVES; 1970, 14)
Hasta nuestros días ha subsistido y proliferado una poesía apolínea, dictada por el programa de la inteligencia, atenida
a trucos retóricos, que reposa en el trono de terciopelo de la forma y que no se compromete con una coherencia cuyo
torrente desemboque en la revelación conmovedora, esa que rompe la coraza del entendimiento y deposita en el alma
del que lee un mensaje significativo y transformador.
La primera interrogante a la que se ve enfrentado quien encara la enseñanza de la literatura es una elemental tentativa
de delimitación. ¿Qué es lo literario? ¿Cómo establecer la diferencia entre la palabra artística y aquella que no lo es?
¿Sobre qué peculiaridades se erige el discurso artístico?
El diccionario de la Real Academia Española define la literatura como "el arte que emplea como medio de expresión
una lengua", mientas que a la palabra arte la define como la "manifestación de la actividad humana mediante la cual se
expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o
sonoros." Según estas orientaciones semánticas cualquier obra de representación, ya sea producto del intelecto o la
emoción, contenida en un texto, puede ser considerada literaria. A mi entender, el asunto es mucho más complejo.
Partamos de la siguiente base. La literatura es el intento de comunicar estéticamente una experiencia espiritual a
través de la palabra escrita. Pero el espíritu, es algo inefable, algo que acaso no puede percibirse sino imaginarse.
Luego, detrás de toda poética no está la historia de las palabras sino la historia de la imaginación, el hecho artístico. La
palabra que no se resigna a nombrar reproduciendo sino que aspira a nombrar poniendo algo nuevo, algo distinto. Ese
algo que no estaba en el mundo antes de que el poeta lo descubriera y lo sacrificara en su forma verbal definitiva. Esto
es, nos queda la impresión de que vemos por primera vez algo ya conocido, de que se nos convida a saber algo que no
sabíamos que sabíamos.
La idea más radical que promueve nuestro pensamiento es que el escritor artista, más que productor de palabras, es
productor de imágenes. Imaginar es hacer presente lo ausente. El escritor artista no pretende, a diferencia de lo que el
consenso supone, generar pensamiento original. Él recibe el dictado de lo íntimo, de lo significativo, la provocación de
la creación, y traduce las imágenes que le son confiadas en la incandescencia de la ensoñación. No hay poética que no
cumpla el proceso de imaginación, del imago.
Según Carl Gustav Jung, "hay obras, tanto en la poesía como en la prosa, que surgen enteramente de la voluntad y de la
decisión del autor de producir tal efecto y no otro. En este caso, el autor somete a la materia a un tratamiento
predeterminado y dirigido a un fin, restando y añadiendo a su antojo, subrayando este efecto, moderando aquél otro,
poniendo aquí un color y allá otro, sopesando cuidadosamente los posibles resultados y respetando siempre las reglas
de lo que se considera las formas bellas y el estilo. El autor emplea en este trabajo su juicio más agudo y elige sus
expresiones con entera libertad. La materia es para él sólo materia sometida a su intención artística: quiere
representar esto y no otra cosa. En esta actividad el poeta se identifica enteramente con el proceso creador, sin que
importe si se ha puesto voluntariamente a la cabeza del impulso creador o si éste ha tomado posesión de él como mero
instrumento hasta el punto de llegar a perder toda conciencia de tal hecho. Él es la creación misma y se encuentra
inmerso en ella con todo su ser, inconfundibles ambos, con toda su intención y todo su saber.
"Hay otra clase de obras de arte que afluyen más o menos completas a la pluma del autor, que salen a la luz bien
armadas, como Palas Atenea de la cabeza de Zeus. Estas obras se imponen literalmente al autor, toman posesión en
cierto modo de su mano, su pluma escribe cosas que su espíritu contempla con asombro. La obra trae consigo su
forma; lo que el autor quiere añadirle es rechazado, lo que él desdeña se le impone. Su consciencia contempla el
fenómeno, atónita y vacía, mientras se ve inundada por un torrente de ideas e imágenes que su intención jamás ha
creado y que su voluntad jamás habría querido producir. Con renuencia tendrá que reconocer que en todo ello habla
de sí mismo, que su naturaleza más íntima se revela a sí misma y proclama en alta voz lo que él jamás le habría
confiado a su lengua. Sólo puede obedecer y seguir ese impulso, aparentemente extraño a él, sintiendo que su obra es
más grande que él, por lo que ejerce un dominio al que no puede oponerse. No es idéntico con el proceso de creación
artística; es consciente de que se sitúa por debajo de su obra, o al menos a su lado, como una segunda persona que se
viera abocada a girar en la órbita de una voluntad ajena a ella.
"Es en esto donde se identifica particularmente lo que hemos llamado "el genio", pues un espíritu especialmente
dotado destaca precisamente porque, con toda la libertad y claridad de su "vivirse", se ve apremiado y determinado
por lo inconsciente, ese misterioso dios que habita en él, porque surgen en él visiones... sin que sepa de dónde
proceden, porque se ve impelido a crear y actuar, sin que conozca su fin, y porque impera en él un impulso de llegar a
ser y desarrollarse sin que sepa para qué.
"En consecuencia, la vida del escritor artista está necesariamente llena de conflictos, pues en él luchan dos fuerzas: el
hombre común con sus justificadas reivindicaciones de felicidad, satisfacción y seguridad vital, por una parte, y por
otra, la pasión despiadada y creadora que puede incluso dar al traste con todos sus deseos personales. De ahí que el
destino vital personal de muchos artistas sea tan decididamente insatisfactorio, e incluso trágico... Rara vez un ser
humano creativo no tiene que pagar cara la chispa divina de su grandiosa capacidad." (JUNG, 2002, 74)
Es en este punto de incandescencia donde inicia la experiencia de escribir. Mejor dicho: de emprender el proceso de
exploración interior que implica escribir literatura. En esta íntima encrucijada donde el autor comprende que está
comunicando algo que es previo a las palabras y por lo tanto la escritura no se reduce a un asunto de corrección.
Escribir es también la provocación y el registro de las propias perplejidades, aunque este proceso sea incómodo y aún
doloroso.
En la obra de arte se cumple una revelación esencial mediante una forma estética. Lo estético entonces no es lo
esencial sino el medio de acceso al mensaje significativo. La conciencia, siempre dispuesta a racionalizar su percepción
del mundo, está acorazada por el intelecto. La operación estética es capaz de horadar esa armadura para que el
mensaje ingrese y desove su materia transformadora. Dicho de otro modo, en el centro de la experiencia literaria no
está la forma que adquiere el lenguaje que comunica, es decir, la sustancia, sino la revelación esencial a la que conduce
ese lenguaje.
La necesidad de escribir es una pulsión por desvelar el misterio del corazón del hombre.

EFRAÍN BARTOLOMÉ, “INVOCACIÓN”

La obra terminada, la obra artística es una experiencia estética que espera su interlocutor; pero también es una
invocación capaz de penetrar la bóveda del alma.
Sabemos que el arte verdadero es indagación en el Enigma y que, llevada a su feliz extremo, la escritura literaria es una
conmoción que conduce al sujeto a una revaloración de las más íntimas habitaciones de su ser. En consecuencia, aquél
que se sueña o se pretende escritor verdadero no se contenta con una enunciación más o menos eficaz, correcta.
Ambiciona –y su persecución puede durar años— parir una verdad poética, una verdad estética, por medio de la
invocación que es su obra. Debe entonces, ciertamente, pulir y calibrar armoniosamente, las herramientas de su
trabajo expresivo, desarrollar la fuerza de su decir. Eso significa encarar el necesario adiestramiento, el sacrificio del
tiempo y el cumplimiento de un ritual de paso del cual ha de egresar sabiéndose escritor. Si la voluntad de escribir es
una pulsión por revelar el Misterio, hacerlo significa construir una serie de artefactos verbales, igualmente misteriosos
y fascinantes.
Vehículo de la gesta, de la epopeya, el poema registra una relación de travesía. El mito ha sobrevivido en la forma
sanguínea del poema. Toda mitología se avoca a trazar la ruta del origen, el génesis esclarecedor que nos orienta; se
avoca asimismo a instalar las lógicas de una cosmogonía necesaria, con el impulso de un soplo fantástico y los rigores
de un cuerpo de conocimientos comprobables. Esa cosmogonía será la base sobre la que habrá de edificarse la Ciencia.
Toda mitología ofrece pautas con arreglo a las cuales el comportamiento toma forma, se moldea. Determina los
galardones del héroe y las condenas del trasgresor. Fecunda las voluntades para el quehacer de su propio culto, se
asegura de la permanencia de éste por medio de la introyección de la sagrada idea de tradición. Pospone la indagación
reflexiva de frente al misterio abismal o recóndito, a favor del monolito de la fe. Toda mitología representa la idea
unificadora en torno a la cual las voluntades sociales, por naturaleza divergentes, se agregan.
El tema con que la mitología nos ofrece su versión de la historia es la confrontación perpetua del Bien y el Mal. Los
poemas Homéricos prodigan las acciones heroicas, rinden el testimonio del sacrificio. Notifican la voluntad del que
abdica de su individualidad a favor del beneficio colectivo. En ese sentido, la poesía ha sabido instalarse en la
conciencia colectiva, pertenecer a la historia y dar cuenta de ella.

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