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AQUEL CUADRO

Arriba del ropero del dormitorio de sus padres. En el mismo sitio a donde había ido a parar una variedad de objetos en
desuso. Debajo de la sába-na de polvo y pelusas que los cubría. Ahí encontró Hilario Cuevas aquel cuadro,
cuidadosamente em-paquetado y lo único rescatable del montón de cosas que su madre había ido colocando sobre el
ropero a lo largo de su matrimonio. (¿Quién —que tenga o haya tenido un ropero— no lo usa o lo usó como una suerte
de depósito de objetos que no se decide a tirar, aunque intuye que jamás volverá a necesitarlos?)

Aquel cuadro era un óleo de mediana propor-ción, enmarcado.

Sobre el ángulo inferior derecho de la tela, la querida letra y la firma que el joven conocía bien: Irenita. Junto a la firma,
una fecha que indicaba que esa pintura había sido hecha por su madre cin-cuenta años atrás, como las otras que
decoraban una pared de la cocina y que pertenecían a la época de la niñez de Irene, cuando fantaseaba con ser artista
plástica.

Nunca lo había visto antes. Por eso, Hilario se conmovió doblemente y —durante un rato— permaneció sentado sobre la
cama de los padres, abra-zado al cuadro y con la mirada perdida en sus recuerdos.

La campanilla del teléfono lo volvió al presente.

Ya habían cortado cuando atendió. Ahora esta-ba en su cuarto y aún cargaba —amorosamente— el óleo cuando se le
ocurrió que esa pared desnuda frente a su propia cama era el lugar ideal para colgarlo.

—Así lo voy a contemplar todas las noches… —pensaba, mientras que a golpe de martillo, colo-caba un clavo en el
espacio elegido—. Es como si mamá hubiera querido hacerme un regalo postre­ro… Pobrecita… ¡ya un mes que no está
más…!

E Hilario dedicó la última hora de aquel viernes a mirar el cuadro con enternecido detenimiento.

Su mamá había pintado una casa estilo Tudor. Dos pisos con cuatro ventanas cada uno. Cortinas que impedían ver el
interior de las habitaciones, cálidamente iluminadas…

Al frente, un jardín florido y —medio confundida entre las plantas— la silueta de un muchacho ma-nejando una hoz.

¿El jardinero de aquella residencia, tal vez?

Durante las semanas que siguieron al encuentro de aquel cuadro, Hilario destinó sus momentos libres a contemplarlo.

Emocionado como estaba por ese hallazgo inesperado, cada día le parecía más hermoso y no lograba explicarse por qué
su madre lo habría guardado, casi oculto se hubiera dicho.

Una noche —a punto de dormirse a la par que escuchaba la radio y con la vista distraída en el óleo— Hilario creyó
observar que una de las corti-nas del primer piso de la casa pintada se descorría lentamente.

—El sueño me hace ver visiones… —pensó de inmediato y apagó el velador, dispuesto a des-cansar.

—Todas las cortinas de esa casa están corridas —se dijo, antes de caer profundamente dormido.

Y esa madrugada soñó con sus padres y se sintió pequeño y mimado como cuando los dos vivían y le decían “Lari”.

Se despertó de buen humor.


Se estaba vistiendo para salir a hacer su acos-tumbrada caminata de los sábados, cuando recor-dó el asunto de la
cortina del cuadro.

Se volvió hacia el óleo y sonreía por lo que —en ese momento— consideraba una visión producto del cansancio
nocturno, pero vio que la cortina del primer piso de la casa pintada estaba —real-mente— descorrida.

Se inquietó. Y más aún cuando una nena que aparentaba pedir auxilio se asomó a esa ventana y le hizo señas
desesperadas. Enseguida —y por de-trás de la niña— una mujer —que se le parecía notablemente— hizo lo mismo.

Hilario creyó que se estaba volviendo loco.

—Esto me pasa por pasar tantas horas mirando el cuadro de mamá —supuso—. Estoy sugestionado como una criatura y
—muy molesto consigo mismo— terminó de abrocharse las zapatillas y aban-donó su cuarto, sin volver a mirar el óleo.

Esa noche —ya de regreso a su casa— decidió que dormiría en la sala. Se ubicó —entonces— en un sofá, prometiéndose
que no volvería a mirar el cuadro hasta la mañana siguiente.

Sin embargo, cerca de la madrugada se desper-tó de repente. Transpirando —a pesar de la baja temperatura
ambiente—y con la necesidad imposter-gable de contemplar el óleo.

Se dirigió a su cuarto y así lo hizo. ¡Para qué! Ahora eran dos las cortinas descorridas. Tres de las ventanas del primer
piso de la casa pintada lo estaban y —detrás de ellas, la niña y la mujer en una, un niño en la otra y un hombre en la
restante—. Todos pedían auxilio y le hacían señas desesperadas. En sus caras, el espanto. En la de Hilario, también.

Temblando, descolgó —entonces— el cuadro y lo colocó —bruscamente— sobre su cama, de pintura contra el
acolchado, para no ver esas imágenes que tanto lo estaban perturbando. ¿Cómo era po-sible?

En un impulso, se abrigó para salir a la calle:

—Debo averiguar si esa casa que pintó mamá existe o existió y a quién pertenece —pensaba—, y la primera idea que
tuvo al recorrer la cuadra de su domicilio fue la de encaminarse hacia el barrio donde ella había pasado su infancia y su
adoles-cencia y del que había partido para casarse con su padre.

—Seguramente, esa pintura —como las otras que hizo— fue inspirada en algún paisaje vecino…

Hilario estaba tan nervioso que las aproximada-mente ochenta cuadras que lo separaban de aque-lla zona las atravesó
casi sin darse cuenta.

El sol del domingo ya acariciaba los árboles cuando llegó al barrio donde su mamá había sido “Irenita”. Recién después
de haberlo recorrido sin parar, Hilario se halló —de pronto— frente a la casa que la madre había pintado en el cuadro.
Dos veces había pasado a lo largo de ella y sin reconocerla.

Claro, cincuenta años no habían transcurrido en vano: era la misma casa, pero lógicamente enveje-cida por la acción del
tiempo y bastante transfor-mada a fuerza de refacciones. El jardín delantero no existía ya, por ejemplo. Un desierto
patio ocu-paba el espacio que antes había pertenecido a césped y plantas.

Sobre la verja de la entrada, un cartel anunciaba: “Jardín de Infantes Tulipán”.

Como tantas otras antiguas casonas, a esa tam-bién la habían convertido en una escuela.

Muy excitado, Hilario pulsó el timbre sobre el que se leía: “Portería”.


Ya estaba por irse —después de tocar varias y prolongadas veces— cuando una viejita salió desde una de las puertas
laterales de la residencia.

—Sí… ya va… Ya va… —decía, mientras se le apro-ximaba a Hilario alisándose el pelo y acomodán-dose una chaqueta
que terminaba de ponerse.

—¿Qué desea, señor?

—Esteee… Buenos días… Disculpe la molestia… pero…

—¿Qué pasa? A usted no lo tengo visto por aquí. ¿En qué puedo serle útil?

Entonces, Hilario le contó una historia que se le iba ocurriendo a medida que la desarrollaba.

No podía decirle la verdad. El caso es que se las ingenió tan bien que la viejita le dio —exactamen-te— la información
que el muchacho ansiaba.

Entre otros detalles que no le interesaban en absoluto supo —por ejemplo— que esa casa había pertenecido —
cincuenta años atrás— a una tal fami­lia Dubatti… que sus cuatro integrantes habían muerto asesinados… que nunca se
había descu-bierto al criminal… que la finca había permanecido cerrada durante mucho tiempo… y que ella era la
encargada desde el mes en que se había inaugura-do el Jardín de Infantes, hacía once años.

La viejita seguía hablando y hablando cuando Hilario pensó que ya tenía datos suficientes como para empezar a
comprender el secreto que el cuadro encerraba.

Casi sin despedirse de la anciana, llamó a un taxi y volvió a su casa, hecho un relámpago.

Corrió a su cuarto y tomó el cuadro. Lo observó con atención.

El miedo le picoteó el corazón.

¡Las cortinas del primer piso de la casa pintada continuaban desco-rridas pero ningún rostro desesperado volvió a
dibujarse detrás de ellas! Aunque lo más impresio­nante era que…. ¡la silueta del jardinero había desa­parecido del óleo!

Fuera de control, Hilario arrojó el cuadro al aire.

Al estrellarse contra el suelo, el marco quedó por un lado, el óleo por otro y el cartón que lo protegía por detrás fue a
parar abajo de su cama.

Cuando —dolorido por su actitud de haber in-tentado romper una pintura de su madre—, Hilario se empezó a
recomponer y a recoger las partes dispersas del cuadro, encontró aquel papel do-blado en varios cuadraditos.

Era un papel de carta fino, tipo Biblia y —sin dudas— había saltado del interior del cuadro cuan-do se había
descuajeringado debido al golpe contra el piso.

Con el corazón fruncido, el joven lo desdobló. Era un mensaje manuscrito.

La letra infantil de su madre y esta confesión:


ME LLAMO IRENE DEL PINO Y TENGO DOCE AÑOS. AYER MISMO —ANTES DE QUE LLEGARA LA POLICÍA— DESCUBRÍ —
POR CASUALIDAD— QUIÉN ES EL ASESINO DE LOS DUBATTI. PERO ÉL LO SABE Y ME AMENAZÓ DICIÉNDOME QUE SI SE
ME OCURRE CONTAR LO QUE VI, ME VA A MATAR.

ME DIJO TAMBIÉN:

—ESTÉS DONDE ESTÉS Y SEA CUANDO FUERE, SI ALGUIEN SE ENTERA DE LO QUE PRESENCIASTE, YO ME LAS ARREGLARÉ
PARA MATARTE APENAS ME DELATES. Y CON LA MISMA ARMA CON QUE ASESINÉ A TU AMIGA ANDREA Y AL RESTO DE
SU FAMILIA: A SUS PADRES Y A SU HERMANO LOREN-ZO, POR SI DEBO RECORDÁRTELO. CON ESA MIS-MA ARMA QUE
ME SORPRENDISTE LAVANDO, VOY A ACARICIAR —ENTONCES— TU COGOTE.

YA TE ESTOY ODIANDO COMO A LOS DUBATTI, ASÍ QUE NO LO OLVIDES Y BOCA CERRADA. ¿EN-TENDISTE?

TENGO PÁNICO Y ESCRIBO PARA ALIVIARME UN POCO DEL PESO DE ESTE SECRETO TERRORÍFI-CO. LE PIDO A DIOS QUE
ME AYUDE A CALLAR Y ESPERO QUE SE HAGA JUSTICIA ALGÚN DÍA.

EN EL CUADRO QUE ACABO DE PINTAR Y DEN-TRO DE CUYO MARCO VOY A OCULTAR ESTE MENSAJE, APARECE EL
ASESINO CON SU ARMA, EN LA MISMA CASA EN LA QUE COMETIÓ SUS CRÍMENES. OJALÁ RECIBA SU MERECIDO
CAS-TIGO.

IRENITA

Un grito arañó la garganta de Hilario:

—¡El jardinero! ¡El jardinero fue el asesino de la familia Dubatti! En el mismo instante en que pronunciaba aquellas
palabras, recordó que ya no estaba en el óleo. ¿Dónde entonces?

Hilario se lanzó sobre el teléfono. Comenzaban discar el número de la policía —por más que se le antojaba absurdo todo
lo que le estaba ocurrien-do— cuando la sombra de una hoz —proyectada sobre la pared que tenía al frente— lo
paralizó.

¡El jardinero del cuadro!

Se dio vuelta con el tiempo justo como para ver lo que mejor no: erguido a sus espaldas y barajan-do la hoz, un viejo.

Durante un instante, Hilario creyó que estaba a salvo. ¡El jardinero del cuadro era un muchacho y no ese hombre de
barba y pelos blancos!

Durante el instante siguiente, Hilario entendió que estaba perdido:

¡Ese hombre era el jardinero, con cincuenta años más sobre su piel!

—¡Piedad —por favor— no me mate! —aulló en-tonces.


El viejo seguía haciendo bailar su hoz mientras le decía:

—Ja. Yo no cometo dos veces el mismo error. Voy a degollarte como tendría que haberlo hecho con Irenita, tu estúpida
madre…

—¡Le ruego; déjeme vivir y juro que no voy a delatarlo! ¡Mire, mire lo que hago con este mensaje de mi mamá! —e
Hilario rompió el papel de la confesión en mil pedacitos y —haciendo un bollito con ellos— se los tragó.

El jardinero estaba a punto de descargar su hoz contra el cuello de Hilario pero el rostro y el cuerpo del muchacho le
indicaron que no hacía falta: era evidente que acababa de sufrir un ataque al co-razón.

Pocos minutos después, expiraba.

—Indudablemente, este muchacho se trastornó debido al fallecimiento de su madre… —opinó, días después, el jefe de
policía en una conferencia de prensa.

Y vean si no: la autopsia reveló que su última cena fue… papel… Un loco manso, eso es todo… No, su habitación estaba
en perfecto orden. Un síncope.

¿El cuadro que encontramos junto a su cadáver y todo roto? Ah, sí. Una pintura hecha por su mamá durante la infancia…
Nada de valor… Afectivo sí, por supuesto.

¿Qué representa? Una casa. Una casa estilo Tudor. Dos pisos con cuatro ventanas cada uno. Cor-tinas que impiden ver el
interior de las habitaciones, cálidamente iluminadas… Al frente, un jardín florido y —medio confundida entre las
plantas— la silueta de un muchacho manejando una hoz. ¿El jardinero de la residencia, tal vez? Pero ya me están
haciendo ir por las ramas: ¿Qué tiene que ver el óleo con la muerte, señores periodistas?

Y aquel cuadro —pintado por inexpertas manos infantiles y al que— por lo mismo —no se le otorgó ninguna
importancia—, fue a parar a uno de los tantos camiones que recolectan desperdicios, jun-to con todos los demás que
había hecho Irenita.

CUENTO MIL GRULLAS (por Elsa Bornemann)

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el
año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo
modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz
que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia
de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.
Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela,
cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito
de ojos a ojos. Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan
acostumbrados al silencio...

Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la
ración de batatas que había traído de su casa.
-No tengo hambre —le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el
mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que
Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas
de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las
vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los
dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un
mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían
entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.

Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a
pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras
épocas, -Para cuando termine la guerra... —decía el abuelo—. Todo acaba algún día... —comentaba la abuela por lo
bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse
fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a
Naomi.
¿Y Naomi?

El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni
árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Tatami: estera que se coloca sobre pisos, en las casas japonesas tradicionales
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué
alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
Haiku: breve poema de diecisiete sílabas, típico de la poesía japonesa.
El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se apaga
El verano
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera,Corazón.
Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños
tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo
que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós
puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa
espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Obi: faja que acompaña al kimono.
Kimono: vestimenta tradicional japonesa, de amplias mangas, largas hasta los pies y que se cruza por delante,
sujetándose con una especie de faja llamada obi.
Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora", Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de
Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Verso de una popular canción infantil japonesa.
Una docena de chicos canturrea: "Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen
edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su
casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de
miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma
sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue
pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro... —susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca llegaré a plegar
las mil grullas que me hacen falta...
Semba-Tsuru (Mil grullas): Una creencia popular japonesa, asegura que haciendo mil de esas aves –según enseña a
realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar la larga vida y felicidad.
Mil grullas... o "Semba-Tsuru", como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó
cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi —le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron
aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado
mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de
que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían
acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego
los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho.
Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las
frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser,
una encima de la otra.
Furoshiki: tela cuadrangular que se usa para formar una bolsa, atándola por sus cuatro puntas después de colocar el
contenido
Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al
hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital.
La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos
extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel.
Con la misma aparentemente impasililidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le
permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a
más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los
cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada
hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
Tosi-can: diminutivo de Toshiro
-Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
-Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por
el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles
avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?

ü Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un
banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de
papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se
encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquinas de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición
japonesa.
-Algún día completará las mil... —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con
su perdido amor primero.

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