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SOCIAL DE LA NEOLIBERALIZACIÓN
PROFUNDA
RELACIONES 100, OTOÑO 2004, VOL. XXV
John Gledhill*
UNIVERSIDAD DE MANCHESTER
En los paisajes de austeridad global asociados con la conquista capita-
lista del tiempo, del espacio y de la producción de la misma vida so-
cial, ya no es evidente la relevancia de las clásicas nociones liberales
euronorteamericanas de ciudadanía. Interpretaciones más optimistas
de la globalización sugieren que las condiciones contemporáneas fa-
vorecen la extensión de la “ciudadanía activa”, pero a menudo dicho
optimismo parece tener su base en visiones de mundos sociales más
bien virtuales que vividos. Como este artículo pretende mostrar me-
diante un análisis centrado mayormente en el caso de Brasil los cien-
tíficos sociales deben mantener un enfoque firme respecto de este
tema en una época en que la lógica de los sistemas de gobierno neoli-
berales ha penetrado incluso en los movimientos políticos más “so-
cialmente progresistas” de América Latina. Aunque la “gobernabi-
lidad global” neoliberal sigue siendo un proyecto que está lejos de
realizarse en la práctica, la recrudescencia en la escena mundial de for-
mas de intervención imperialistas brutales y corruptas no debe disua-
dirnos de analizar las transformaciones históricas más hondas que
acompañan a la aparente indiferencia de la actual sociedad latino-
americana ante la persistente polarización social, una indiferencia que
socava los avances que auguraron acontecimientos positivos como el
reconocimiento de las demandas de minorías y la transformación de
“los pobres” de su anterior estatus como objetos del “desarrollo” esta-
tal en ciudadanos cuyas capacidades y cuyo derecho a tener una voz
en los asuntos públicos son reconocidos por el gobierno.
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Hay personas en mi país natal que siguen preocupándose por esta situa-
ción, aunque probablemente son menos numerosas que las que ven en
la cuestión de la ciudadanía una medida que permite principalmente
excluir a ciertos “otros” no-bienvenidos de los beneficios de vivir en
una otrora metrópolis imperial propensa a una nostalgia postimperial
xenofóbica y racista.
Aquí tenemos, en forma breve y simplista, la paradoja de la forma
de ciudadanía para la cual la gente luchó y murió en la temprana Euro-
pa moderna. Esa política de ciudadanía trataba de los “derechos” en el
sentido positivo de que la gente podía luchar –y, de hecho, luchó– para
tener derechos adicionales y nuevos, de modo tal que se extendió y pro-
fundizó el concepto fundamental del “derecho de tener derechos” (in-
cluso para los súbditos). Empero, la construcción de los ciudadanos
europeos fue parte integral del proceso de la edificación de estados y
naciones –o, más bien, naciones-estado y estados-nación– que la histo-
ria jamás había visto: naciones imperiales preocupadas por restringir
los derechos de sus súbditos coloniales. En efecto, la descalificación de los
colonos iba de la mano con el tardío otorgamiento del sufragio a las cla-
ses bajas nacionales, cuya descalificación inicial obedeció a principios
semejantes (Stoler 1995). El espejo de la sociedad moderna basada en
ciudadanos libres e iguales era un mundo en que las capacidades del in-
dividuo fueron calificadas por su “raza”.
Cuando hablamos de la ciudadanía hoy, nos referimos generalmente
a una noción más bien liberal y euronorteamericana que es clave para
una cierta narrativa occidental de la modernidad, enfocada en la rela-
ción entre Estado y sociedad civil. Esta es la historia que señala la ca-
pacidad del ciudadano “activo” de hacer algo más que sólo disfrutar de
los derechos y aceptar los deberes asignados desde arriba. Aún si inclui-
mos a los “otros” colonos que fueron excluidos del momento fundacio-
nal de la ciudadanía liberal, esta historia progresista quizá parezca ve-
rídica, ya que la lógica de las ideas occidentales también preveía su
progreso si sólo rechazaban las bases discriminatorias (inevitablemente
mayo. Agradezco a todos los participantes en la animada discusión que siguió y, espe-
cialmente, a los comentaristas: Malcolm Blincow, Marie France Labrecque, Hermann
Rebel y Gavin Smith.
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Aunque los “Indicadores del desarrollo mundial” del Banco Mundial para el 2004
fueron calificados como “buenas nuevas”, ya que “la proporción de personas que viven
en la pobreza extrema (con ingresos menores a $1 USD por día), en los países en vías de
desarrollo cayó por casi la mitad entre 1981 y 2001, del 40 al 21 por ciento de la población
global”, al revisarlos más detenidamente resulta que la situación global refleja principal-
mente el dramático crecimiento económico de China y, en menor grado, de la India. El
sorprendente triunfo del partido Congreso en las elecciones del 2004 en este último país
refleja el grado en que los ciudadanos más pobres juzgaron insatisfactorio el modelo neo-
liberal, pero el hecho de que el gobierno comunista de West Bengal pronto aseguró al
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Los mercados libres y la desregulación por sí mismos no son suficientes para defi-
nir lo que hay de “nuevo” en el neoliberalismo y lo que lo distingue del liberalismo clási-
co. Como he argumentado en otra publicación (Gledhill 2004), lo que sorprendería a un
liberal clásico como Adam Smith respecto del neoliberalismo actual es su extensión del
concepto de la “sociedad de mercado” a tal grado que abarca incluso la producción de
la vida misma, un principio a cuyas implicaciones volveré más adelante en este ensayo.
La prescripción de que los individuos tomen responsabilidad de sus futuros dentro de
una “economía basada en el conocimiento”, al aprender cómo “comercializarse a sí mis-
mos” adquiere la fuerza de un imperativo moral que permanece visible incluso en la ver-
sión “más suave” del neoliberalismo asociado con la políticas del “tercer camino”. Otras
características básicas del neoliberalismo, tales como la insistencia en que el sector públi-
co adopte “mercados internos” para lograr la “eficiencia” en la asignación de recursos y,
por encima de todo, una ubicua cultura burocrática basada en la evaluación y auditoría,
son resultado de esta ampliación del concepto de la sociedad de mercado.
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El poder que constriñe en esta coyuntura es evidente en el caso del gobierno de
Lula en Brasil y el de Gutiérrez en Ecuador, mientras que a pesar de la salida del poder
especialmente dramático de Gonzalo Sánchez de Losada en Bolivia, provocada por un
asunto que confrontó directamente a la economía neoliberal, el movimiento popular si-
gue lamentando que plus ça change.
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Para una discusión del caso de Recife, véase, por ejemplo, Assies (1999). En este ar-
tículo, Assies presenta varios correctivos acertados respecto de los malos entendidos
ampliamente difundidos de las raíces de la “nueva política” en la espontaneidad de los
movimientos sociales en el nivel local que surgieron durante el periodo del gobierno mi-
litar, notando que el papel de la Iglesia católica y de otros actores “institucionales” no
debe subestimarse y que los profesionistas de clase media jugaron un papel significativo
en la construcción social de los movimientos. Politizados bajo las circunstancias peculia-
res de la transición del gobierno militar al democrático, con la consolidación del gobier-
no democrático, estos profesionistas se han encontrado en una relación nueva con la
“base” popular que, como demuestra Assies, ofrece una buena ilustración de cómo las
demandas alguna vez “radicales” para la “participación” y el “empoderamiento” “se mez-
clan con una estrategia de reforma neoliberal” al tiempo que adquieren “connotaciones de
autoavance y de autosuficiencia para participar como sujetos económicos” (1999, 223).
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Pero había razones de más peso atrás de esta ira popular: por ejem-
plo, la mayoría de los favelados expulsados de las zonas más seguras ya
tomadas por los nuevos megaproyectos gracias a las políticas de Maluf,
fueron obligados a recibir aquellas precarias casas. A pesar de un masi-
vo programa propagandístico que promovía los nuevos proyectos de
vivienda popular cuyas pretensiones de ingeniería social fueron capta-
das por la selección del nombre “Cingapuras”, muy pocas familias fue-
ron reubicadas satisfactoriamente. El dinero recabado por el consorcio
de empresarios capitalistas sólo bastó para cubrir las necesidades de
12% de las familias de la principal favela derrumbada, Jardín Edith (Fix
op. cit., 94). Además, la mayor parte de las familias que obtuvo compen-
sación –tras manifestaciones y esfuerzos por frustrar las maniobras de
los líderes comunitarios constantemente tentados, por jugosos sobor-
nos, a traicionar a sus seguidores– encontraron que la vivienda alterna-
tiva ofrecida era muy por debajo del estándar prometido y ubicada muy
lejos de los lugares de empleo. Y, aun así, tuvieron que pagar por ella.
El desenlace fue típicamente brasileño. Los restos de las favelas en
el nuevo enclave de corporaciones globales y consumismo están ocul-
tos, discretamente trás cercas y muros, de la vista de los transeúntes que
conducen en las nuevas autopistas urbanas, mientras que la mayoría de
los expulsados se mudó a otras favelas o construyó nuevas en una zona
no colonizada anteriormente: un área de conservación natural y, más
importante, de agua (Fix op. cit., 99). En suma, los estragos ambientales
de estos eventos han expuesto como una falacia la idea de que las socie-
dades privadas-públicas ahorran impuestos. Más allá del hecho de que
el gobierno se haya echado a cuestas los futuros costos de transporte y
otros aspectos de infraestructura, fracasó rotundamente en calcular los
costos directos e indirectos de ese proyecto para un recurso especial-
mente problemático: el agua potable.
Es irónico que algunos de estos costos también perjudicaron a los ri-
cos, aunque en menor grado, al verse multiplicados por el aumento de la
violencia, sus impactos sobre la gente pobre fueron claramente negati-
vos. Ellos perdieron sus tierras y casas a cambio de una miseria, mien-
tras los especuladores lograron enormes ganancias capitales cuando los
terrenos que colonizaron fueron revalorados gracias a su incorporación
en el “Primer Mundo”. La mayoría de la gente desplazada tuvo que ir
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cansa hasta cierto punto en sus aspectos que son atractivos aun para los
ciudadanos ordinarios que nunca han sido beneficiados por las políticas
económicas neoliberales, cuando los comparamos con los del fracasado
sistema de gobierno del Estado desarrollista. De hecho, ciertos aspectos
de la “reforma” neoliberal quizá parezcan atractivos en comparación
con los sistemas de gobierno de los Estados desarrollistas exitosos, aun-
que, como comenté arriba, en comparación con sus homólogos euronor-
teamericanos y latinoamericanos las versiones asiático-orientales de di-
cho Estado fueron más eficaces en promover la igualdad de ingresos.
Peck y Tickell enfatizan que, al igual que la globalización, la neolibera-
lización “debe ser entendida como un proceso, no una condición final”,
que es contradictoria en cuanto a su producción de contratendencias y
existe en “formas histórica y geográficamente contingentes”, de modo
que las diferencias entre, digamos, la Inglaterra de Blair y el Mé-xico de
Fox no son triviales ni teórica ni políticamente (Ibid., 383).
Sin embargo y a pesar de su énfasis en la diversidad, Peck y Tickell
también identifican un cambio de un neoliberalismo “regresivo” (roll-
back) fincado en la “activa destrucción de las instituciones keynesianas
social-colectivistas y de asistencia social”, hacia un neoliberalismo “pro-
positivo” (roll-out) que se dedica a “la construcción y consolidación in-
tencionales de formas del Estado, modos de gobierno y relaciones regu-
latorias neoliberalizados” (Ibid., 384). Esto ha creado “un patrón más
formidable y robusto de gobierno proactivo y de metaregulación ubicua”,
aunque la actual “forma difusa, dispersa, tecnócrata e institucionaliza-
da del neoliberalismo” ha “engendrado un mercado libre de regresión
social” (Ibid., 385). En tanto un sistema ubicuo de “poder difuso” (en el
sentido en que Hardt y Negri [2000] usan el término), Peck y Timlett ar-
gumentan que el neoliberalismo es:
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mo mejor que la derecha. Sin embargo, vivimos en una era en que la in-
versión extranjera directa pesa más que la ayuda multilateral que po-
dría ser usada en apoyo a las agendas de justicia social. De hecho, en los
países latinoamericanos en general, las remesas enviadas por los mi-
grantes ya rebasan la ayuda multilateral, un factor que quizá alivie pro-
blemas sociales en un nivel, pero al mismo tiempo agrava la diferen-
ciación social y contribuye a sostener una situación en que la gente está
predispuesta a creer en la receta neoliberal que sostiene que la “auto-
ayuda” brinda mejores resultados que la creencia en que el gobierno re-
solverá sus problemas. Los escándalos de corrupción que están azotan-
do al homólogo del PT brasileño en México, el Partido de la Revolución
Democrático (PRD), muestran cómo todos los espacios políticos suelen
llegar a contaminarse por la integración de clases políticas enteras me-
diante las redes de poder del Estado en las sombras que atraviesan los
–aparentes– límites ideológicos en esta época en que el “realismo” tien-
de a borrar las diferencias sustanciales entre partidos. Si bien se podría
sostener que la administración perredista de la ciudad de México de
Manuel López Obrador ha hecho una diferencia en algunas áreas
–como asistir a la “población de la tercera edad” y a los socialmente ex-
cluidos– no ha impulsado cambios importantes en la estrategia del de-
sarrollo urbano. La remodelación del centro histórico de la ciudad ha
sido encabezada por el empresario Carlos Slim, y la nueva “ciudad glo-
bal” periférica de Santa Fe, ubicada en la orilla de un parque nacional,
ha empeorado las vidas, ya de por sí precarias, de los vecinos de asen-
tamientos irregulares que penden peligrosamente de las colinas y ba-
rrancas que rodean esa nueva utopía de concreto, acero y vidrio con de-
partamentos alquilados a precios del primer mundo alrededor de la
Universidad Iberoamericana de los jesuitas.
Aunque debemos considerar como un avance el hecho de que los
pobres y marginados hayan obtenido una voz en los asuntos públicos
gracias a los factores mencionados por Caldeira, su análisis de la lógica
de las técnicas de gobierno neoliberales es revelador respecto del por
qué este acontecimiento no ha cambiado la emergente geografía social
de la ciudad actual y tampoco ha transformado de manera radical –ni
en Brasil ni en México– la lógica del aparato policiaco urbano creado
para proteger los privilegios de los ricos en el nivel nacional y reflejado
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cada vez más claramente al nivel internacional por los esfuerzos globa-
les de Estados Unidos y sus aliados de reducir todos los islotes de resis-
tencia, que aún existen, al domino corporativo. Como Caldeira expuso
en su libro City of Walls (Ciudad de muros, 2000), en las condiciones que
actualmente rigen en los espacios urbanos excluyentes de las ciudades
latinoamericanas, mucha gente trabajadora expresa entusiasmo por téc-
nicas no precisamente foucaultianas para inscribir la justicia en los cuer-
pos de los malvados. Por razones profundamente históricas y contempo-
ráneas, no será fácil inhibir estas reacciones dentro del marco de una
política socialdemocrática que, si bien sigue cuestionando, ya no se
siente capaz de desafiar efectivamente las configuraciones actuales del
poder económico privado. En la ausencia de alternativas genuinas, no
es difícil entender por qué los votantes en Bahía prefieren al PFL.
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Agradezco a Malcolm Blincow haber abordado este asunto como un tema que me-
rece una atención adicional.
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De hecho, Conde, para entonces su aliado político, había sucedido a Maia en la pre-
fectura en 1997.
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REFERENCIAS
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VERÁSTIQUE, Bernardino, Michoacán and Eden: Vasco de Quiroga and the Evangeli-
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