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LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA

SOCIAL DE LA NEOLIBERALIZACIÓN
PROFUNDA
RELACIONES 100, OTOÑO 2004, VOL. XXV

John Gledhill*
UNIVERSIDAD DE MANCHESTER
En los paisajes de austeridad global asociados con la conquista capita-
lista del tiempo, del espacio y de la producción de la misma vida so-
cial, ya no es evidente la relevancia de las clásicas nociones liberales
euronorteamericanas de ciudadanía. Interpretaciones más optimistas
de la globalización sugieren que las condiciones contemporáneas fa-
vorecen la extensión de la “ciudadanía activa”, pero a menudo dicho
optimismo parece tener su base en visiones de mundos sociales más
bien virtuales que vividos. Como este artículo pretende mostrar me-
diante un análisis centrado mayormente en el caso de Brasil los cien-
tíficos sociales deben mantener un enfoque firme respecto de este
tema en una época en que la lógica de los sistemas de gobierno neoli-
berales ha penetrado incluso en los movimientos políticos más “so-
cialmente progresistas” de América Latina. Aunque la “gobernabi-
lidad global” neoliberal sigue siendo un proyecto que está lejos de
realizarse en la práctica, la recrudescencia en la escena mundial de for-
mas de intervención imperialistas brutales y corruptas no debe disua-
dirnos de analizar las transformaciones históricas más hondas que
acompañan a la aparente indiferencia de la actual sociedad latino-
americana ante la persistente polarización social, una indiferencia que
socava los avances que auguraron acontecimientos positivos como el
reconocimiento de las demandas de minorías y la transformación de
“los pobres” de su anterior estatus como objetos del “desarrollo” esta-
tal en ciudadanos cuyas capacidades y cuyo derecho a tener una voz
en los asuntos públicos son reconocidos por el gobierno.

(Neoliberalismo, ciudadanía, espacio urbano, exclusión social)

ara empezar en un tono quizá parroquial, supongo que


el concepto de ciudadanía tiene un atractivo particular
P para los ingleses, ya que aún somos “sujetos” de un mo-
narca que languidece sin constitución escrita ni decla-
ración de los derechos de los ciudadanos a pesar de las
precoces luchas de nuestros antepasados contra la “vieja corrupción”.

* john.gledhill@man.ac.uk Este artículo tiene su base en mi Conferencia Magistral,


presentada en el Congreso de la Sociedad Canadiense de Antropología (CASCA, 2004), so-
bre el tema “Ciudadanía y espacio público”, celebrada en London, Ontario del 5 al 9 de

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Hay personas en mi país natal que siguen preocupándose por esta situa-
ción, aunque probablemente son menos numerosas que las que ven en
la cuestión de la ciudadanía una medida que permite principalmente
excluir a ciertos “otros” no-bienvenidos de los beneficios de vivir en
una otrora metrópolis imperial propensa a una nostalgia postimperial
xenofóbica y racista.
Aquí tenemos, en forma breve y simplista, la paradoja de la forma
de ciudadanía para la cual la gente luchó y murió en la temprana Euro-
pa moderna. Esa política de ciudadanía trataba de los “derechos” en el
sentido positivo de que la gente podía luchar –y, de hecho, luchó– para
tener derechos adicionales y nuevos, de modo tal que se extendió y pro-
fundizó el concepto fundamental del “derecho de tener derechos” (in-
cluso para los súbditos). Empero, la construcción de los ciudadanos
europeos fue parte integral del proceso de la edificación de estados y
naciones –o, más bien, naciones-estado y estados-nación– que la histo-
ria jamás había visto: naciones imperiales preocupadas por restringir
los derechos de sus súbditos coloniales. En efecto, la descalificación de los
colonos iba de la mano con el tardío otorgamiento del sufragio a las cla-
ses bajas nacionales, cuya descalificación inicial obedeció a principios
semejantes (Stoler 1995). El espejo de la sociedad moderna basada en
ciudadanos libres e iguales era un mundo en que las capacidades del in-
dividuo fueron calificadas por su “raza”.
Cuando hablamos de la ciudadanía hoy, nos referimos generalmente
a una noción más bien liberal y euronorteamericana que es clave para
una cierta narrativa occidental de la modernidad, enfocada en la rela-
ción entre Estado y sociedad civil. Esta es la historia que señala la ca-
pacidad del ciudadano “activo” de hacer algo más que sólo disfrutar de
los derechos y aceptar los deberes asignados desde arriba. Aún si inclui-
mos a los “otros” colonos que fueron excluidos del momento fundacio-
nal de la ciudadanía liberal, esta historia progresista quizá parezca ve-
rídica, ya que la lógica de las ideas occidentales también preveía su
progreso si sólo rechazaban las bases discriminatorias (inevitablemente

mayo. Agradezco a todos los participantes en la animada discusión que siguió y, espe-
cialmente, a los comentaristas: Malcolm Blincow, Marie France Labrecque, Hermann
Rebel y Gavin Smith.

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naturalizadas) de su exclusión. Empero, este argumento sigue siendo


poco convincente.
Los romanos fueron mucho más incluyentes que las naciones-esta-
do europeas en cuanto al otorgamiento de los derechos de ciudadanía
en su imperio a todos los hombres libres de los territorios conquistados.
En la sociedad que construyeron, los romanos definieron a la “libertad”
como el contrapunto de su negación absoluta, la esclavitud; pero era
igualmente probable que cualquier víctima de la expansión militar ro-
mana cayera en este estatus, ya que no se impuso sólo a grupos clasifi-
cados como racialmente distintos. A pesar de su condición de absoluta
sumisión a la voluntad de otros, ya que no eran “dueños de sí mismos”,
algunos esclavos romanos llegaron a fungir como figuras de autoridad.
Además, a la larga, fue liberada una gran proporción incluso de los que
estaban sujetos a la mayor abyección en su vida laboral. En contraste, el
tipo de “libertad” ingeniada por las sociedades del noroeste de Europa
estaba mucho más circunscrita por descalificaciones asociadas con su-
puestas discapacidades innatas. Lo más que se ofrecía a los excluidos
fue la esperanza de una futura inclusión, una vez corregidas esas disca-
pacidades mediante la educación y la gradual inculcación de virtudes
cívicas que se suponían ajenas a sus predisposiciones originales. Parece
ser que el supuesto universalismo del modelo liberal obligó a sus defen-
sores a multiplicar los criterios de exclusión.
A primera vista, un factor clave aquí sería la mancuerna que forman
la ciudadanía política y la nación, aunque está claro que en el mundo
europeo se generaron variaciones en este sentido, según la medida en
que se considerara a la relación sanguínea como criterio de pertenencia
a la nación, en contraste con otros modelos que reconocieron diversos
criterios, incluidos la inmigración, la colonización y el compromiso con
la nación definida en términos político-territoriales. Sin embargo, inclu-
so los Estados Unidos –esa nación erigida paradigmáticamente sobre ci-
mientos pluriétnicos– ha tendido a reproducir desigualdades con base
en nociones duraderas de “aptitud” y en calificaciones de mayorías y
“minorías modelos” que otorgan matices raciales a las distinciones cul-
turales (Di Leonardo 1998, 126).
Al parecer, estos tipos de calificaciones son especialmente importan-
tes en Norteamérica y Sudamérica, las regiones más extensamente re-

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modeladas por la colonización europea. Jorge Klor de Alva (1995) quizá


tenga razón en el sentido formal cuando argumenta que sólo los habi-
tantes aborígenes precolombinos de América “Latina” fueron, y siguen
siendo, una población verdaderamente “colonizada”, mientras que los
criollos y mestizos se convirtieron en “nativos” de naciones en proceso
de formación. Empero, la historia postimperial de buena parte de la
América española y portuguesa fue marcada no sólo por la redefinición
del “problema del indio” que mucho se debió a la importación de ideas
decimonónicas europeas sobre las razas y la construcción del Estado y
la nación, sino también por algunos terribles episodios de violencia em-
prendidos por las fuerzas “civilizadoras” de la nación-estado contra los
movimientos disidentes regionales de pueblos étnicamente mezclados
que parecían personificar la amenaza que representaron para los pro-
yectos modernistas del Estado el “fanatismo” y el rechazo de las “virtu-
des civilizadas”. Aunque un humanista renacentista como el obispo de
México Vasco de Quiroga podía ver a los indios como “barro moldea-
ble”, que podían ser convertidos en practicantes de las virtudes cívicas
de la polis europea a través de la benigna imposición de la comunidad
utópica de Tomás Moro (Verástique 2000, 121), para el siglo XIX, existía
un fuerte corpus de opinión en la región que creía que los ciudadanos
modernos dignos sólo podían crearse al “blanquear” a la población in-
dígena mediante el mestizaje o su total desarraigo a manos de los inmi-
grantes europeos.
La adopción generalizada de constituciones liberales trajo consigo
una serie de iniciativas encaminadas a lograr la “modernidad” mediante
operaciones de ingeniería social como campañas de higiene, planeación
urbana, privatización de tierras corporativas y, más tarde, la extensión
de la educación pública, pero las anomalías siguieron multiplicándose.
Esos Estados solían alejarse de las sociedades que intentaban gobernar,
donde las relaciones patrón-cliente y los caciquismos regionales daban
resultados más predecibles para los ciudadanos que el recurrir a proce-
dimientos jurídico-racionales. Al tiempo que la ley funcionaba más bien
como un arma del privilegio, las desigualdades estructurales cotidianas
fueron racionalizadas en términos de diferencias innatas de tipo espiri-
tual o racial entre subalternos y elites, y entre hombres y mujeres.

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En este tipo de contexto, los esfuerzos por hacer realidad la prome-


sa de la sociedad política liberal tendían a surgir entre los rangos bajos
de la sociedad. La historia de América Latina abunda con ejemplos de
luchas de individuos y grupos subalternos que recurrieron a medios le-
gales para lograr que la constitución trabajara a su favor, a pesar de las
circunstancias poco propicias de la discriminación clasista, racial y de
género del aparato jurídico. Sin embargo, hoy, como antes, la manera
más segura de lograr que a uno se le atiendan sus derechos ciudadanos
consiste en recurrir a las influencias del patronazgo personal o a nego-
ciar un favor burocrático. Dentro de ese marco de abyección, las honda-
mente enraizadas prácticas discriminatorias siguen siendo relevantes, a
pesar de que son explícitamente prohibidas por la ley.
No obstante, mientras los reclamos de universalismo del liberalismo
(una sociedad de ciudadanos “libres e iguales bajo la ley”), han sido
subvertidos frecuentemente tanto en el norte como en el sur, y el mode-
lo social-democrático de la ciudadanía al estilo de T.H. Marshall parece
ser un sueño casi olvidado en el mundo del Atlántico norte, donde la
asistencia social (welfare) ha cedido su lugar al workfare, abonos y becas
vinculados con la obligación de trabajar, vivimos ahora en una era en
que los sistemas de gobierno que podemos llamar neoliberal o “liberal
avanzado” (Rose 1999) parecen haber sido notablemente exitosos en
muchos escenarios sociales y culturales. Desde luego, hay variaciones
importantes que aún no he mencionado. En el contexto del lejano orien-
te, encontramos algunos ejemplos destacados de Estados decisivamente
“iliberales” en lo político, como Singapur, pero que concretaron su legi-
timidad y tranquilizaron tensiones sociales y étnicas gracias a prestar
una generosa atención a los derechos sociales (Castells 2000, 261). La
provisión de vivienda pública fue un aspecto central de los proyectos de
ingeniería social en Singapur y Hong Kong, lugar donde se ofreció tam-
bién de facto la ciudadanía incluso a los obreros inmigrantes. No obstan-
te, políticamente hablando de Singapur es ahora un caso excepcional. Al
iniciar sus procesos de desarrollo económico a partir del dominio radi-
cal impuesto por el Estado sobre la “sociedad civil”, lo mismo que en
Corea del Sur y Taiwán condujo a la eliminación total del poder de las
antiguas oligarquías de terratenientes, los Estados más grandes del “ti-

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gre asiático” instituyeron políticas redistributivas que tuvieron efectos


impresionantes en cuanto a reducir las desigualdades sociales entre los
nacionales y generaron prósperas clases medias. Con el tiempo, estos
cambios sociales estimularon una mayor participación de la clase media
en la política liberal, así como movimientos sociales que presionaron
sobre asuntos como el género y el medio ambiente. Si es cierto lo que
han argumentado analistas como Castells (op cit., 377), en el sentido de
que los profundos cambios estructurales en la economía global están
suscitando “una crisis de la nación-estado como entidad soberana, y
crisis relacionadas de la democracia política”, estas tendencias se están
volviendo igualmente relevantes para los nuevos “ciudadanos activos”
de Asia oriental.

LAS POSIBLES VIRTUDES DEL NEOLIBERALISMO Y LA GLOBALIZACIÓN

Si seguimos el ejemplo de Bryan Roberts (1995) y ponemos a la ciuda-


danía en el centro del análisis de las luchas políticas contemporáneas de
los pobres en América Latina, entonces el neoliberalismo ha mostrado
la calidad paradójica de, por un lado, expandir las maneras en que se
puede definir y fincar la ciudadanía y, por el otro, “ahuecar” parte de su
sustancia. A primera vista, este “ahuecar” es simplemente el resultado
de cambios en el capitalismo global que han generado grados cada vez
mayores de polarización social y de concentración del poder económi-
co, aunque los índices de bienestar social y personal basados sólo en los
ingresos en efectivo no cuentan toda la historia.1 Ser un ciudadano cuya

1
Aunque los “Indicadores del desarrollo mundial” del Banco Mundial para el 2004
fueron calificados como “buenas nuevas”, ya que “la proporción de personas que viven
en la pobreza extrema (con ingresos menores a $1 USD por día), en los países en vías de
desarrollo cayó por casi la mitad entre 1981 y 2001, del 40 al 21 por ciento de la población
global”, al revisarlos más detenidamente resulta que la situación global refleja principal-
mente el dramático crecimiento económico de China y, en menor grado, de la India. El
sorprendente triunfo del partido Congreso en las elecciones del 2004 en este último país
refleja el grado en que los ciudadanos más pobres juzgaron insatisfactorio el modelo neo-
liberal, pero el hecho de que el gobierno comunista de West Bengal pronto aseguró al

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manera de ganarse la vida se vuelve cada vez más precaria debido a


serios problemas de inseguridad personal revela claramente la disminu-
ción de los derechos tradicionalmente definidos. Empero, incluso las
aparentes mejorías en los niveles materiales de vida de algunos sectores
han sido viciados por los impactos negativos del actual modelo econó-
mico sobre la vida laboral y familiar, ya que han aumentado la insegu-
ridad económica y física incluso para los ciudadanos en peldaños más
altos de la escala social (Gledhill 2001).
No obstante, hay otros registros en que la transición de sistemas de
gobierno modernistas a sistemas neoliberales ha ampliado los derechos
y prerrogativas. Éstos tienen que ver en su mayoría con la reevaluación
de la “diferencia” en un mundo aparentemente más plural y multicultu-
ral. Por ejemplo, ahora existe la ciudadanía “étnica”, a la cual se pueden
otorgar concesiones reales y sustantivas. En América Latina, los proyec-
tos asimilacionistas de anteriores épocas han cedido su lugar a progra-
mas que brindan apoyo material para la reproducción de distintas iden-
tidades culturales: grupos indígenas y de negros se han beneficiado de
esquemas para reconstituir tierras comunales y territorios administrati-
vamente autónomos, incluso en países acosados por la guerra como Co-
lombia.2 Hoy, estas concesiones tienen el apoyo activo de agencias mul-
tilaterales, notablemente del Banco Mundial, que presiona cada vez más
para que los estados recalcitrantes reconozcan la necesidad de medidas
de este tipo.

Congreso que no insistiría en revertir la “reforma económica” a cambio de su apoyo en


la formación del nuevo gobierno y que, en efecto, se había esforzado por atraer la inver-
sión privada a su estado, son muy consistentes con el argumento de este artículo. La can-
tidad de gente que vive en la pobreza absoluta en el África Subsahariana sigue aumen-
tándose, mientras que las otrora economías socialistas del Europa oriental y Asia central
experimentaron un deterioro dramático, aunque muestran ligeras señales de alivio en el
nuevo milenio. El porcentaje de latinoamericanos que vive por debajo de la línea de po-
breza no mostró una mejoría significativa en la década de 1990, según las medidas del
propio Banco Mundial (lo que se traduce en un crecimiento sustancial del número ab-
soluto de personas que viven en la pobreza en esta región). Para mayores detalles, véase
http//:www.worldbank.org/data/wdi2004/index.htm.
2
Para exámenes del estado de legislación en diferentes países de América Latina,
véase Van der Haar y Hoekema (eds.) 2000; y Sieder (ed.), 2002.

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Es fácil, y quizá necesario, ser cínico ante estos acontecimientos.


Existe a menudo una enorme brecha entre los derechos reconocidos en
las constituciones revisadas y las realidades cotidianas que vive la masa
de estos nuevos “sujetos de derecho”. Allí donde se otorga el derecho de
controlar recursos reales, se trata más bien de recursos no estratégicos
desde la perspectiva del capitalismo contemporáneo, que tan a menudo
adopta formas particularmente predatorias y extractivas en regiones
tropicales donde viven tantos pueblos indígenas. Mientras que el rostro
“progresista” de la globalización –que comentaré más adelante– y la di-
fusión de la política de derechos proporcionan nuevos recursos de resis-
tencia que han impactado tangiblemente, por ejemplo, los megaproyec-
tos del Banco Mundial, los resultados prácticos siguen siendo limitados
por una gama de estrategias burocráticas y procedimientos que men-
guan la sustancia de estos aparentes cambios políticos (Fox y Brown
1998). Además, allí donde operan poderosos intereses privados en sóli-
das alianzas con Estados locales que gozan del apoyo de una superpo-
tencia militar, la posibilidad de organizar una defensa exitosa aún es
limitada.
Incluso en lugares donde los poderosos intereses externos no juegan
un papel central, la dotación de tierras a pueblos indígenas puede pro-
vocar conflictos si otra gente pobre no puede reclamar con éxito este
tipo de identidad y se siente injustamente excluida y discriminada en el
proceso. Aun cuando son apreciados en términos propios, los “derechos
culturales” por sí solos pueden resultar insuficientes para lograr un
impacto significativo en los problemas cotidianos de la supervivencia
económica. Asimismo, resulta a menudo que los principales beneficia-
dos materiales de las concesiones son los líderes, intermediarios o
portavoces de la comunidad que se distancian socialmente cada vez
más de la gente que representan al participar en los mundos urbanos de
los programas de financiamiento de las ONG y agencias gubernamenta-
les y multilaterales.
La ironía aquí es que no se han ganado estos nuevos derechos y de-
finiciones de ciudadanía sin luchas que suelen provocar el sufrimiento
y la pérdida de vidas: son producto de profundas demandas de recono-
cimiento. El problema es que pueden convertirse en concesiones sólo
marginales que, gracias a las transformaciones económicas, son más fá-

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ciles de conceder a cambio de asegurar la “gobernabilidad” y, quizá,


una “gobernabilidad” autorreguladora.
El multiculturalismo y otras formas de “respeto a las diferencias”
son tan centrales para el proyecto neoliberal como el mercado libre y la
desregulación,3 porque son parte de un sistema de gobierno adaptado a
los nuevos modos de acumulación global de capital. El multiculturalis-
mo ayuda a los Estados neoliberales a “gobernar a distancia” (Rose
1999), ofreciendo a ciertos actores antes excluidos la oportunidad de
participar en una manera que promueve la autorregulación y acota los
efectos de la movilización. La fuerza “democratizadora” del liberalismo
avanzado es real, ya que los nuevos rubros de “participación” y “empo-
deramiento” crean mecanismos para fabricar la “sociedad civil”, para
manejar las crónicas crisis sociales y para incorporar a sectores conflicti-
vos en procesos de intermediación arbitrados burocráticamente que en
efecto ayudan a ahondar los principios de la sociedad de mercado y del
“gobierno a distancia”. Podríamos concluir que esto simplemente im-
plica que se trata de una simulación que oculta desigualdades de poder
estructurales subyacentes. En cierto sentido esto es verdad, pero no es
sólo una simulación, ya que hay espacios reales de negociación –hasta
cierto punto– y esto es donde, desde el punto de vista teórico, la versión
del poder foucaultiana en términos de gobernabilidad revela sus limi-
tantes para captar la agencia de los grupos subalternos. El proyecto neo-

3
Los mercados libres y la desregulación por sí mismos no son suficientes para defi-
nir lo que hay de “nuevo” en el neoliberalismo y lo que lo distingue del liberalismo clási-
co. Como he argumentado en otra publicación (Gledhill 2004), lo que sorprendería a un
liberal clásico como Adam Smith respecto del neoliberalismo actual es su extensión del
concepto de la “sociedad de mercado” a tal grado que abarca incluso la producción de
la vida misma, un principio a cuyas implicaciones volveré más adelante en este ensayo.
La prescripción de que los individuos tomen responsabilidad de sus futuros dentro de
una “economía basada en el conocimiento”, al aprender cómo “comercializarse a sí mis-
mos” adquiere la fuerza de un imperativo moral que permanece visible incluso en la ver-
sión “más suave” del neoliberalismo asociado con la políticas del “tercer camino”. Otras
características básicas del neoliberalismo, tales como la insistencia en que el sector públi-
co adopte “mercados internos” para lograr la “eficiencia” en la asignación de recursos y,
por encima de todo, una ubicua cultura burocrática basada en la evaluación y auditoría,
son resultado de esta ampliación del concepto de la sociedad de mercado.

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liberal de gobernabilidad confronta continuos desafíos simplemente a


causa de las consecuencias socioeconómicas del nuevo orden. No obs-
tante y a pesar de que las grandes movilizaciones con amplias bases
contra el neoliberalismo ahora son comunes en varios países latinoame-
ricanos, el punto más relevante acerca de los sistemas de gobierno neo-
liberales es que parecen estar funcionando marcadamente bien, a pesar
de los aparentes desafíos.4
Antes de explorar este argumento en más detalle, me permito hacer
una pausa un momento para ponderar los límites de este nuevo modo
de gobierno. Las principales debilidades y fuerzas del neoliberalismo
están relacionadas con el hecho de que el capitalismo global ha hecho
cada vez más difícil circunscribir la política en el nivel puramente nacio-
nal. Por un lado están los problemas que generan los cada vez más mó-
viles pueblos subalternos. Es fácil, creo, exagerar el grado de movilidad
que goza la humanidad hoy y aun más fácil tomar conclusiones opti-
mistas respecto de la capacidad organizativa de las redes transnaciona-
les, aunque ciertamente hay casos en que organizaciones transnacio-
nales de migrantes han alcanzado una fuerte influencia frente a los
Estados nacionales que intervienen en sus vidas. En el caso mexicano,
los estudios de indígenas migrantes de Oaxaca han plasmado esta posi-
bilidad con frecuencia, aunque podríamos argumentar asimismo que si-
gue siendo la excepción más que la regla para la población migrante
mexicana en general y que hay muchos migrantes oaxaqueños que
prefieren esquivar a los Estados y no negociar con ellos. Además, los
migrantes internacionales aún forman una minoría entre la población
total de esta región y hasta en el supuesto “mejor de los casos” están le-
jos de conseguir el tipo de “ciudadanía transnacional” que reflejaría
más llanamente sus necesidades y aspiraciones.
Otro problema concierne a la relativa inmovilidad de los trabajado-
res desempleados en los centros del Atlántico norte y su inclinación a

4
El poder que constriñe en esta coyuntura es evidente en el caso del gobierno de
Lula en Brasil y el de Gutiérrez en Ecuador, mientras que a pesar de la salida del poder
especialmente dramático de Gonzalo Sánchez de Losada en Bolivia, provocada por un
asunto que confrontó directamente a la economía neoliberal, el movimiento popular si-
gue lamentando que plus ça change.

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alentar un ambiente de hostilidad frente a los inmigrantes, los refugia-


dos y los que buscan asilo con el fin de mantener a estas personas recién
incorporadas en los mercados laborales domésticos en una posición de
abyección que los primeros consideran adecuada. Obviamente, las fron-
teras nacionales y el parámetro de la ciudadanía siguen jugando un pa-
pel central en un mundo económico cada vez más reconfigurado por el
peso de las remesas en las economías nacionales del Sur y por los des-
plazamientos de población provocados por las intervenciones pasadas
y actuales del Norte. Aunque la ciudadanía nacional quizá esté dispo-
nible a algunos de los recién llegados, los beneficios que brinda han sido
severamente acotados, incluso para los descendientes de segunda y ter-
cera generación, para aquellos grupos que no pueden borrar su “difer-
encia”; esto debido a la creciente paranoia característica de los Estados
que ahora gobiernan sociedades en que la desindustrialización está so-
cavando las oportunidades económicas.
Contra estas tendencias negativas podemos oponer argumentos so-
bre las consecuencias potencialmente “progresivas” de la globalización.
Los más optimistas suelen enfatizar que las coaliciones y redes transna-
cionales reticulares conducen al empoderamiento de grupos subalter-
nos “resistentes” (como los zapatistas en Chiapas), antes incapaces de
impactar un mundo menos “conectado”. Argumentan que las emergen-
tes esferas públicas transnacionales fortalecen el tipo de visión cosmo-
polita que se requiere para contrarrestar las tendencias actuales hacia la
polarización social suscitada por la globalización capitalista.
Por ejemplo, el politólogo mexicano Benjamín Arditi sostiene que el
“espectro del socialismo, o mejor, el imaginario impulsado por la tradi-
ción socialista, está volviendo a entrar en el escenario público en la for-
ma de un internacionalismo nuevo e informal que pretende contrarres-
tar el peso de su homólogo conservador al hacer énfasis en los temas de
igualdad y solidaridad a escala global” (2002, 476). Siguiendo a Derridá,
Ardite sugiere que la virtud de la nueva solidaridad internacional es
que ningún Estado, partido, sindicato u organización cívica la puede
controlar o institucionalizar. Tampoco está fincada en solidaridades cla-
sistas, calificadas por las visiones postmarxista y postmodernista como
factores de segmentación social incapaces de generar un verdadero uni-
versalismo. En su lugar, vemos el surgimiento de convergencias multi-

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clasistas y plurales, capaces de trascender y acomodar las diferencias


sociales y culturales.
Es evidente que esta visión no descalifica, a priori, el proyecto de
buscar reformas locales, incluidas las del estado local, sino que sugiere
que esos proyectos locales están más propensos a prosperar en el con-
texto de la formación de redes internacionales que pueden aumentar la
presión a regímenes que violan los derechos universales de sus ciuda-
danos al tiempo que confrontan fuerzas y organizaciones supranaciona-
les con mayor eficacia que un movimiento local pudiera hacer. Esta afir-
mación quizá tenga sentido. A diez años de la rebelión zapatista, sólo
una enorme dosis de optimismo nos permitiría creer que el neoliberalis-
mo global esté siendo desafiado significativamente desde el último re-
ducto de los rebeldes en la Selva Lacandona, a pesar del continuo inge-
nio de su estilo político. De hecho, dudo que el movimiento zapatista
aún estuviera desarrollando su reducido espacio de autonomía indíge-
na de no ser por el nivel inusitado de financiamiento externo que recibe
a través de su red internacional de solidaridad. Así, entonces, unirnos a
los que defienden el lado positivo de la globalización en una desenfre-
nada celebración del sujeto de resistencia descentrado sin ponderar las
implicaciones de las técnicas de gobierno neoliberales opuestas y tam-
bién descentradas podría conllevar el riesgo de asumir un optimismo de
espíritu no justificado y claramente contrario a la evidencia etnográfica.
La mayor parte de la humanidad no vive en lugares como la Selva
Lacandona, y muchos pueblos indígenas ahora tienen serios problemas
para ganarse la vida en los espacios que controlan, debido a la crisis
agrícola generalizada y al deterioro ambiental. Enseguida, presento
ejemplos de otros espacios para explorar, en forma más concreta, la
fuerza de la gobernabilidad neoliberal.

REDESARROLLANDO LAS “CIUDADES DIVIDIDAS” DE BRASIL

Si hay algún lugar que se ha convertido simultáneamente en el enfoque


de exageradas esperanzas y de desesperación igualmente profunda so-
bre la capacidad de la acción ciudadana para enfrentar los problemas
sociales de la ciudad metropolitana sureña, ese lugar es Brasil. Asidos

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como cangrejos a las megaciudades costeras, cuya separación del inte-


rior aún subpoblado sostiene una división cultural-ideológica peculiar-
mente aguda entre ciudad y campo, los brasileños parecen estar tan fas-
cinados como los fuereños con las formas de exclusión social creadas
por su proceso de urbanización, como atestigua el gran éxito de la mi-
niserie televisiva que TV Globo adaptó de la popular película Cidade de
Deus, cidade dos Homens. Quizá sea muy cínico sugerir que esto refleje la
estrategia: “si no puedes eliminar las favelas, ¿por qué no embellecerlas
y explotarlas comercialmente?”, ya que los guionistas del programa cla-
ramente pretenden humanizar a la gente de las favelas. En la medida en
que lo logran, estas producciones culturales quizá contribuyan positiva-
mente a los viejos debates sobre la función social del redesarrollo urba-
no. De hecho, Brasil es un país donde –se podría argumentar– hallamos
un ambiente óptimo para la conversión de esos debates en las bases
para mejores políticas públicas.
Las ciudades gobernadas por el Partido dos Trabalhadores (PT, Partido
de los Trabajadores) como Porto Alegre y Recife,5 han estado en la van-
guardia de los esfuerzos por promover la “participación ciudadana” en
la administración urbana, incluso respecto de asuntos presupuestarios.
El presidente actual, Inácio “Lula” da Silva, ganó un mandato electoral
sin precedentes. Si bien ha decepcionado, aunque quizá no ha sorpren-
dido, a muchos de sus seguidores, el hecho de que su gobierno haya re-
chazado todo acto que pudiera asustar a la “comunidad financiera in-

5
Para una discusión del caso de Recife, véase, por ejemplo, Assies (1999). En este ar-
tículo, Assies presenta varios correctivos acertados respecto de los malos entendidos
ampliamente difundidos de las raíces de la “nueva política” en la espontaneidad de los
movimientos sociales en el nivel local que surgieron durante el periodo del gobierno mi-
litar, notando que el papel de la Iglesia católica y de otros actores “institucionales” no
debe subestimarse y que los profesionistas de clase media jugaron un papel significativo
en la construcción social de los movimientos. Politizados bajo las circunstancias peculia-
res de la transición del gobierno militar al democrático, con la consolidación del gobier-
no democrático, estos profesionistas se han encontrado en una relación nueva con la
“base” popular que, como demuestra Assies, ofrece una buena ilustración de cómo las
demandas alguna vez “radicales” para la “participación” y el “empoderamiento” “se mez-
clan con una estrategia de reforma neoliberal” al tiempo que adquieren “connotaciones de
autoavance y de autosuficiencia para participar como sujetos económicos” (1999, 223).

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ternacional”; no se puede dudar de su compromiso público por enraizar


la democracia y fomentar el debate público de medidas diseñadas para
reducir la injusticia social, tanto nacional como internacionalmente. Sin
embargo, cuando escudriñamos el historial del PT en el gobierno local,
especialmente en São Paulo entre 1989 y 1993, encontramos un récord
no muy alentador.
A pesar de las críticas del PT a los programas adoptados por la ges-
tión liberal del excéntrico Jânio Quadros para eliminar las favelas de la
zona que se estaba redesarrollando según el modelo de la “ciudad glo-
bal” al sureste de la ciudad, alrededor del World Trade Center de São
Paulo, ya en el poder este partido acogió el principio de que en medio
de crisis fiscales los gobiernos municipales deben tratar de resolver los
problemas sociales mediante sociedades financieras públicas-privadas
(Fix 2001). Así, adoptaron el propio plan, algo maquiavélico, de Qua-
dros de financiar la eliminación de las favelas y la reubicación de sus ha-
bitantes (los favelados) con fondos proporcionados por los mismos es-
peculadores de bienes raíces que apoyaban el esquema de revalorar un
paisaje urbano colonizado por los pobres mediante la erección de edi-
ficios de oficinas, centros comerciales y edificios departamentales de
calidad, de “primer mundo”, ubicados en parques “ecológicamente re-
habilitados”. La plena realización de este plan tuvo que esperar a la Pre-
fectura de Paulo Maluf (candidato del derechista partido Progresivo),
quien inició su carrera política bajo el patrocinio del ejército, llegó a ocu-
par la gubernatura, y luego entró en una época de crisis a partir del
2001, cuando las denuncias por malversación, corrupción y lavado de
dinero condujeron a una investigación de sus cuentas bancarias en el ex-
tranjero. No obstante, para el 2004, su nivel de impopularidad entre los
electores no era mucho peor que el del prefecto de São Paulo, Marta
Suplicy del PT, cuyo índice de aprobación cayó alarmantemente cuando
inundaciones destruyeron muchas casas de precaria construcción y mul-
tiplicaron las miserias generadas por la persistentemente alta –y cre-
ciente– tasa de desempleo. Además, la prefecta cometió un enorme
error político cuando visitó a la gente que había perdido sus casas, ves-
tida de un conjunto de pantalón de alta costura. De hecho, tuvo que reti-
rarse entre el caos cuando la multitud empezó a aventar fango a su ele-
gante persona.

8 8
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

Pero había razones de más peso atrás de esta ira popular: por ejem-
plo, la mayoría de los favelados expulsados de las zonas más seguras ya
tomadas por los nuevos megaproyectos gracias a las políticas de Maluf,
fueron obligados a recibir aquellas precarias casas. A pesar de un masi-
vo programa propagandístico que promovía los nuevos proyectos de
vivienda popular cuyas pretensiones de ingeniería social fueron capta-
das por la selección del nombre “Cingapuras”, muy pocas familias fue-
ron reubicadas satisfactoriamente. El dinero recabado por el consorcio
de empresarios capitalistas sólo bastó para cubrir las necesidades de
12% de las familias de la principal favela derrumbada, Jardín Edith (Fix
op. cit., 94). Además, la mayor parte de las familias que obtuvo compen-
sación –tras manifestaciones y esfuerzos por frustrar las maniobras de
los líderes comunitarios constantemente tentados, por jugosos sobor-
nos, a traicionar a sus seguidores– encontraron que la vivienda alterna-
tiva ofrecida era muy por debajo del estándar prometido y ubicada muy
lejos de los lugares de empleo. Y, aun así, tuvieron que pagar por ella.
El desenlace fue típicamente brasileño. Los restos de las favelas en
el nuevo enclave de corporaciones globales y consumismo están ocul-
tos, discretamente trás cercas y muros, de la vista de los transeúntes que
conducen en las nuevas autopistas urbanas, mientras que la mayoría de
los expulsados se mudó a otras favelas o construyó nuevas en una zona
no colonizada anteriormente: un área de conservación natural y, más
importante, de agua (Fix op. cit., 99). En suma, los estragos ambientales
de estos eventos han expuesto como una falacia la idea de que las socie-
dades privadas-públicas ahorran impuestos. Más allá del hecho de que
el gobierno se haya echado a cuestas los futuros costos de transporte y
otros aspectos de infraestructura, fracasó rotundamente en calcular los
costos directos e indirectos de ese proyecto para un recurso especial-
mente problemático: el agua potable.
Es irónico que algunos de estos costos también perjudicaron a los ri-
cos, aunque en menor grado, al verse multiplicados por el aumento de la
violencia, sus impactos sobre la gente pobre fueron claramente negati-
vos. Ellos perdieron sus tierras y casas a cambio de una miseria, mien-
tras los especuladores lograron enormes ganancias capitales cuando los
terrenos que colonizaron fueron revalorados gracias a su incorporación
en el “Primer Mundo”. La mayoría de la gente desplazada tuvo que ir

8 9
JOHN GLEDHILL

a vivir en sitios más peligrosos social y ambientalmente, así como me-


nos integrados a los mercados de trabajo comparados con sus viejas
favelas en la ciudad. Hoy, es común argumentar que exactamente los ti-
pos de “marginalización” que antropólogos como Janice Perlman (1976)
mostraron como no característicos de los favelados en la década de 1960
son los que ahora dominan las vidas de la pobre gente urbana, reduci-
da a una suerte de “población relativamente excedente”. Sin embargo,
en la medida en que esto sea verídico (y, como veremos abajo, los estu-
dios más recientes de Perlman indican que quizá no esté totalmente
cierto), al menos para Río de Janeiro,6 no es una función del “fracaso del
desarrollo” sino, al contrario, del éxito político de un modelo de desarro-
llo que sería muy difícil no llamar “perverso”.
El grupo social de los favelados no fue el único que resultó perjudi-
cado por el ascenso de São Paulo al estatus de una “ciudad global”.
Como muestra Fix en su estudio, las familias de clase media que vivían
en casas y departamentos familiares en arboladas calles suburbanas,
fueron atrapadas también en el proceso de redesarrollo debido a la ne-
cesidad de mejorar las vías de comunicación con el antiguo centro de la
ciudad y de dotar a los vecinos de este nódulo recién integrado global-
mente de un tránsito rápido al hiperespacio transnacional mediante un
helipuerto. Aunque sus líderes –un arquitecto y un funcionario del de-
partamento municipal de planeación urbana, entre otros– fueron acosa-
dos por la prefectura, a final de cuentas su “ciudadanía activa” tenía su-
ficiente peso político para modificar los planes y lograr la introducción
de una modesta medida de “conservación” en la reestructuración de su
parte del espacio urbano. Esto nos enseña que no sería de todo correcto
afirmar que los ciudadanos no tienen “voz ni voto” en estos enfrenta-
mientos sobre las funciones sociales de las ciudades y las responsabili-
dades sociales del gobierno. Más bien, es cuestión de cuál voz tenga más
peso.
6
Desde luego, hay que reconocer que hay diferencias significativas incluso dentro de
un mismo país entre ciudades de tamaño similar, así como variaciones importantes entre
las regiones y los sitios urbanos de diferentes escalas, y que el argumento de este ensayo
ocupa un nivel de generalización que también abstrae, inevitablemente, de las importan-
tes diferencias en las formas locales de la organización capitalista que siguen existiendo
en la economía global.

9 0
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

DEL ESTADO DESAROLLISTA A LA NEOLIBERALIZACIÓN PROFUNDA

Como ha argumentado Caldeira (2003), el lenguaje del gobierno moder-


nista en los días del Estado desarrollista brasileño no trataba de los de-
rechos de los ciudadanos, sino de vencer al “subdesarrollo”. Aunque se
podría concebir al “desarrollo” como un medio para reducir la desigual-
dad social, el discurso modernista del Estado consideraba a los ciudada-
nos pobres como ignorantes y atrasados, incapaces de tomar decisiones
racionales sobre el futuro. Entonces, ahora la cuestión es: ¿hasta qué
punto ha empezado el Estado neoliberal a ver a los pobres como ciuda-
danos potencialmente capaces con el derecho de tener derechos, a pesar
de su carencia de recursos? A primera vista, esto es lo que parecen im-
plicar las últimas modificaciones del proceso de planeación urbana del
gobierno de Suplicy en São Paulo, que reconoce la legítima participa-
ción de las organizaciones de los pobres –y no sólo la de los grupos de
clase media que se movilizaron en los noventa– en la construcción de la
“ciudad que todos queremos”. Como observa Caldeira, en el Brasil con-
temporáneo el Estado no ha abandonado la “voluntad de gobernar”
(otra frase de Nikolas Rose), aunque parece que su actual forma de ha-
cerlo faculta e incluye cada vez más una pluralidad de sectores de la so-
ciedad civil, debido a su ética a priori de alentar una “ciudadanía activa
en una sociedad activa”.
Antes de examinar este cambio con más detalle, me permito volver
por un momento a la cuestión de por qué debemos entender a estos
acontecimientos como elementos integrales del neoliberalismo. Debido
al peso del pago de las deudas creadas por las anteriores intervenciones
de agencias multilaterales y la inversión extranjera privada, el papel de
las ONG, el sector terciario y las sociedades privada-públicas no es sólo
fruto de la ideología ni tampoco una solución rápida a los problemas
que provocaron los ajustes estructurales cuando no lograron generar el
crecimiento necesario para compensarlos. Son más bien realidades prác-
ticas que tanto los partidos de izquierda (como el PT) y los neoliberales
del “tercer camino” están obligados a tomar en cuenta.
Como he argumentado en otro artículo sobre el caso específico de
México (2004, 338), el poder de lo que los geógrafos sociales Peck y
Tickell (2002, 382) llaman la profunda “neoliberalización” global des-

9 1
JOHN GLEDHILL

cansa hasta cierto punto en sus aspectos que son atractivos aun para los
ciudadanos ordinarios que nunca han sido beneficiados por las políticas
económicas neoliberales, cuando los comparamos con los del fracasado
sistema de gobierno del Estado desarrollista. De hecho, ciertos aspectos
de la “reforma” neoliberal quizá parezcan atractivos en comparación
con los sistemas de gobierno de los Estados desarrollistas exitosos, aun-
que, como comenté arriba, en comparación con sus homólogos euronor-
teamericanos y latinoamericanos las versiones asiático-orientales de di-
cho Estado fueron más eficaces en promover la igualdad de ingresos.
Peck y Tickell enfatizan que, al igual que la globalización, la neolibera-
lización “debe ser entendida como un proceso, no una condición final”,
que es contradictoria en cuanto a su producción de contratendencias y
existe en “formas histórica y geográficamente contingentes”, de modo
que las diferencias entre, digamos, la Inglaterra de Blair y el Mé-xico de
Fox no son triviales ni teórica ni políticamente (Ibid., 383).
Sin embargo y a pesar de su énfasis en la diversidad, Peck y Tickell
también identifican un cambio de un neoliberalismo “regresivo” (roll-
back) fincado en la “activa destrucción de las instituciones keynesianas
social-colectivistas y de asistencia social”, hacia un neoliberalismo “pro-
positivo” (roll-out) que se dedica a “la construcción y consolidación in-
tencionales de formas del Estado, modos de gobierno y relaciones regu-
latorias neoliberalizados” (Ibid., 384). Esto ha creado “un patrón más
formidable y robusto de gobierno proactivo y de metaregulación ubicua”,
aunque la actual “forma difusa, dispersa, tecnócrata e institucionaliza-
da del neoliberalismo” ha “engendrado un mercado libre de regresión
social” (Ibid., 385). En tanto un sistema ubicuo de “poder difuso” (en el
sentido en que Hardt y Negri [2000] usan el término), Peck y Timlett ar-
gumentan que el neoliberalismo es:

[…] cualitativamente diferente de proyectos regulatorios y experimentos


“alternativos”: moldea los medio ambientes, contextos y marcos dentro de
los cuales tiene lugar la reestructuración político-económica y socio-institu-
cional. Así, los sistemas de gobierno neoliberales se vuelven perplejamente
escurridizos: operan entre sitios específicos de incorporación y reproduc-
ción y adentro de ellos, tales como los Estados nacionales y locales. Conse-

9 2
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

cuentemente, tienen la capacidad de constreñir, condicionar y constituir el


cambio político y la reforma institucional en maneras trascendentes y mul-
tifacéticas. Aunque sea erróneo caracterizar a la neoliberalización como un
campo de fuerza de presiones y disciplinas extralocales, carente de actores
–dado lo que sabemos sobre las intervenciones decisivas y propositivas de
los think-tanks, elites políticas y expertos, para no mencionar el papel funda-
mental del mismo poder del Estado en la (re)producción del neoliberalis-
mo– como un proyecto ideológico continuo, el neoliberalismo es claramente
más que la suma de sus partes (locales institucionales) (Ibid., 401, énfasis del
original).

Al conceder a los grupos de ciudadanos pobres una voz colectiva en


la esfera pública (a través de sus organizaciones y representantes), el
campo político brasileño neoliberalizado proyecta la posibilidad de una
sociedad plural en que los intereses de todos estarían balanceados, in-
cluso al costo de aceptar un grado de desigualdad social que hubiera
sido impensable para anteriores proyectos izquierdistas. Esto dota a la
política local de un tono despolitizado, aun cuando los grupos inter-
cambian gritos en las oficinas de gobierno. Y es que en medio del grite-
río todos parecen iguales y es difícil distinguir un tipo de asociación de
ciudadanos activos de otro. Empero, como muestra Caldeira, el hecho
de que están diferenciados estructuralmente en términos de clase y po-
der y, especialmente, respecto de su acceso a una esfera pública más am-
plia a través de los medios de comunicación, en la práctica del mundo
real algunas voces siguen siendo más fuertes que otras. Al parecer,
Marta Suplicy ha logrado acotar el poder “tras bambalinas” de los em-
presarios de bienes raíces, comparado con la influencia que ejercieron
en la admi-nistración de Maluf. Sin embargo, precisamente porque la
gobernabilidad neoliberal faculta a todos los intereses, en efecto permi-
te la reproducción de procesos que crean la segregación social y ahon-
dan la desigualdad.
En cierta medida este es el eterno problema de la “sociedad civil”
fuera del original contexto europeo que la vio nacer: la lucha de la bur-
guesía contra la “antigua corrupción” del Estado absolutista. Al menos
en aquel mundo entendíamos de lo que hablábamos, como también en

9 3
JOHN GLEDHILL

el mundo que lo siguió, cuando en algunos países los sindicatos labora-


les se unieron con el capital organizado en el campo político para crear
sus propias estructuras de representación. En el mundo actual, los ciu-
dadanos suelen estar identificados con –siguiendo a Caldeira en su uso
de otro término de Rose– “comunidades de lealtad” que proliferan en
formas que suelen ser más bien virtuales, al tiempo que organizaciones
comparativamente pequeñas consiguen una voz como interlocutores en
el “gobierno a distancia” del Estado, y que las personas que articulan
esa “voz” se vuelven cada vez más distanciados socialmente de sus “co-
munidades” putativas, aunque no son, en el sentido estricto de estos
términos, simplemente sobornados o cooptados.
Pero hay paradojas más profundas. La mayoría de las variedades
del neoliberalismo se preocupan por reconstruir a la “comunidad” en
algún sentido, aunque están al pendiente de cualquier desliz entre la
“comunidad” y el tipo de ideología “comunitaria” que militaría en con-
tra de la definitiva soberanía ético-política del ciudadano individual
responsable y activo, portador de derechos dentro de dichas colectivi-
dades. Esto es, en parte, un reflejo de lo que el neoliberalismo ha hecho
en el pasado para desatar aquellos lazos de comunidad que sobrevi-
vieron a la “modernización” económica y al retiro del Estado asisten-
cial. La “desaparición del trabajo” y el creciente empobrecimiento de las
familias ha reducido el alcance de las reciprocidades horizontales entre
hogares que alguna vez fungían como el tejido social que construía soli-
daridades en los barrios pobres (Auyero 2000, 109; González de la Ro-
cha 2004, 19). Al mismo tiempo, las ONG, las agencias de desarrollo y la
maquinaria de los partidos políticos tienden a administrar los escasos
recursos disponibles para aliviar la pobreza al actuar (a veces delibera-
damente, en otras no-intencionalmente), como aparatos que alientan la
competencia entre clientes que buscan el patrocinio, a menudo en per-
juicio del tipo de movilización social colectiva que alguna vez parecía
albergar la esperanza de poder construir sociedades más bondadosas y
democráticas (Auyero op. cit., 110). Irónicamente, hemos visto más de-
mocracia al mismo tiempo que el renacimiento de la política clientelista.
En el caso de las favelas, y gracias a las películas, las bandas armadas
de traficantes han llegado a ser vistas, por los impotentes, como fuentes

9 4
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

quintaesénciales de ayuda económica ocasional, de justicia rústica, y de


una cierta medida de protección contra la violencia sistemática y los
abusos de la policía. En la medida en que este estereotipo corresponda
a la realidad, para la gran mayoría de los favelados es un tipo de depen-
dencia ambigua y desdichada que ellos mismos reconocen como inde-
seable. Pero, éstos no son fenómenos propios sólo de los márgenes de la
sociedad. Cuando visité Salvador, Bahía (de diciembre del 2003 a enero
del 2004), un importante traficante no sólo logró escapar misteriosa-
mente de una redada policiaca escenificada donde fueron atrapados in
fraganti varios elementos de la policía, sino que después andaba por la
ciudad tratando de convencer a sus patrones en el congreso estatal a
cumplir sus promesas de protección, además de ser visto varias veces
en compañía de diputados estatales. En México, se reconoce amplia-
mente que el apogeo y caída de los narcotraficantes es, primero y siem-
pre, un asunto político. México es uno de los países que mejor ilustra la
afinidad entre el neoliberalismo y la recreación de varios tipos de ca-
ciquismo.
No todo esto está relacionado directamente con la expansión de la
economía ilegal, aunque el temor a que el continuo empobrecimiento
inevitablemente obligue a los ciudadanos a caer en manos de los narcos
es expresado con frecuencia en los círculos políticos. Allí donde el Es-
tado está totalmente “ahuecado”, tras dos décadas de reformas neolibe-
rales y continuos cambios estructurales en la economía y en los viejos
poderes corporativos, ha perdido sus tradicionales fuentes de ingresos
y su habilidad para garantizar empleos –como en el caso de Argentina–
la movilización política viene a depender cada vez más del control de
los pocos recursos que existen para programas diseñados para aliviar la
pobreza e impulsar el desarrollo social. Gracias a los cambios en las po-
líticas del Banco Mundial en la segunda mitad de los noventa, estos re-
cursos han sido repartidos cada vez más entre las provincias, lo que
alienta el surgimiento de regímenes casi “feudales” en el nivel local y
una mayor dependencia de aquellos movimientos sociales que logran
sobrevivir en los acuerdos que logran negociar con los políticos regiona-
les que de alguna manera mantienen la capacidad de captar recursos
del exterior.

9 5
JOHN GLEDHILL

“DERECHA” VS. “IZQUIERDA” DESPUÉS DE LA NEOLIBERALIZACIÓN

Si bien debemos aplaudir el celo reformista que ha mostrado Marta Su-


plicy en sus intentos por combatir la corrupción en São Paulo, así como
los experimentos en el empoderamiento de la ciudadanía en Recife, la
reciente historia política de Bahía nos da mucho en que pensar. Hace
poco allí, el gobierno saliente del prefecto de Salvador, Antônio Imbas-
sahy, recibió el más alto grado de aprobación en el país. La política urba-
na de Imbassahy ha consistido principalmente en embellecer su ciudad
para atraer al turismo y en promover la conservadora política multicul-
tural instituida por el jefe de su partido, el gran cacique bahiano Anto-
nio Carlos Magalhães (A.C.M.). Otro protegido del ejército, A.C.M. y su
partido han jugado un papel central en la moderna política brasileña, al
ofrecer su apoyo tanto al gobierno de Cardoso como, más recientemen-
te, al de Lula.
Como pionero del multiculturalismo, A.C.M. ha logrado una nota-
ble popularidad entre sectores claves de la comunidad mayoritaria ne-
gra de Bahía, gracias a su promoción del panafricanismo y sus subsidios
para la cultura negra que han generado beneficios políticos y comercia-
les. Aunque el imaginario popular que concibe a A.C.M. como un ejem-
plo del ejercicio corrupto y violento del poder, refleja que son pocos los
ciudadanos que se engañan sobre la naturaleza de su proyecto, pode-
mos aprender mucho de la capacidad que mostró recientemente cuan-
do sobrevivió a un escándalo por vigilancia clandestina (wiretapping) y
a la disasociación pública, sólo temporal, de su persona de actores como
el prefecto Imbassahy. Lo más seguro en este caso es que A.C.M. siga
controlando los empleos y que su nefasta reputación, lejos de ser un im-
pedimento, es parte del misterio de su particular carisma no tan caris-
mático. Aunque tal vez nunca logre formar una dinastía, a menos que
su nieto supere los logros de su hijo (muerto prematuramente por un
ataque cardiaco que se supone fue provocado por el abuso de alcohol y
drogas), lo que este caso nos enseña es que las virtudes públicas requeri-
das para tener éxito político en la era neoliberal rara vez son afectadas,
siquiera por los peores vicios privados.
Mientras tanto, la izquierda sigue presentándose ante el electorado
con una plataforma que reafirma su capacidad de manejar el capitalis-

9 6
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

mo mejor que la derecha. Sin embargo, vivimos en una era en que la in-
versión extranjera directa pesa más que la ayuda multilateral que po-
dría ser usada en apoyo a las agendas de justicia social. De hecho, en los
países latinoamericanos en general, las remesas enviadas por los mi-
grantes ya rebasan la ayuda multilateral, un factor que quizá alivie pro-
blemas sociales en un nivel, pero al mismo tiempo agrava la diferen-
ciación social y contribuye a sostener una situación en que la gente está
predispuesta a creer en la receta neoliberal que sostiene que la “auto-
ayuda” brinda mejores resultados que la creencia en que el gobierno re-
solverá sus problemas. Los escándalos de corrupción que están azotan-
do al homólogo del PT brasileño en México, el Partido de la Revolución
Democrático (PRD), muestran cómo todos los espacios políticos suelen
llegar a contaminarse por la integración de clases políticas enteras me-
diante las redes de poder del Estado en las sombras que atraviesan los
–aparentes– límites ideológicos en esta época en que el “realismo” tien-
de a borrar las diferencias sustanciales entre partidos. Si bien se podría
sostener que la administración perredista de la ciudad de México de
Manuel López Obrador ha hecho una diferencia en algunas áreas
–como asistir a la “población de la tercera edad” y a los socialmente ex-
cluidos– no ha impulsado cambios importantes en la estrategia del de-
sarrollo urbano. La remodelación del centro histórico de la ciudad ha
sido encabezada por el empresario Carlos Slim, y la nueva “ciudad glo-
bal” periférica de Santa Fe, ubicada en la orilla de un parque nacional,
ha empeorado las vidas, ya de por sí precarias, de los vecinos de asen-
tamientos irregulares que penden peligrosamente de las colinas y ba-
rrancas que rodean esa nueva utopía de concreto, acero y vidrio con de-
partamentos alquilados a precios del primer mundo alrededor de la
Universidad Iberoamericana de los jesuitas.
Aunque debemos considerar como un avance el hecho de que los
pobres y marginados hayan obtenido una voz en los asuntos públicos
gracias a los factores mencionados por Caldeira, su análisis de la lógica
de las técnicas de gobierno neoliberales es revelador respecto del por
qué este acontecimiento no ha cambiado la emergente geografía social
de la ciudad actual y tampoco ha transformado de manera radical –ni
en Brasil ni en México– la lógica del aparato policiaco urbano creado
para proteger los privilegios de los ricos en el nivel nacional y reflejado

9 7
JOHN GLEDHILL

cada vez más claramente al nivel internacional por los esfuerzos globa-
les de Estados Unidos y sus aliados de reducir todos los islotes de resis-
tencia, que aún existen, al domino corporativo. Como Caldeira expuso
en su libro City of Walls (Ciudad de muros, 2000), en las condiciones que
actualmente rigen en los espacios urbanos excluyentes de las ciudades
latinoamericanas, mucha gente trabajadora expresa entusiasmo por téc-
nicas no precisamente foucaultianas para inscribir la justicia en los cuer-
pos de los malvados. Por razones profundamente históricas y contempo-
ráneas, no será fácil inhibir estas reacciones dentro del marco de una
política socialdemocrática que, si bien sigue cuestionando, ya no se
siente capaz de desafiar efectivamente las configuraciones actuales del
poder económico privado. En la ausencia de alternativas genuinas, no
es difícil entender por qué los votantes en Bahía prefieren al PFL.

PODER DESCENTRADO, MARGINALIDAD Y VIOLENCIA

En una era en que muchos antropólogos exigen, razonablemente, que se


preste más atención a los entendimientos clásicos del imperialismo, con
el fin de explorar la lógica de las actuales intervenciones anglonorte-
americanas, quizá parezca excéntrico terminar esta discusión reiterando
lo que hoy quizá parezca un llamado anacrónico a estudiar la naturale-
za “descentrada” de la soberanía postmoderna. Sin embargo, lo hago
sin arrepentimientos. El neoliberalismo funciona porque es un sistema
de gobierno descentrado; una afirmación que de ninguna manera con-
tradice el hecho de que los Estados regularmente despliegan otras for-
mas de poder cuando es necesario y a veces a petición directa de grupos
de interés que distan de ser invisibles. Los sistemas de gobierno neolibe-
rales también alientan el poder capilar del mercado capitalista para au-
mentar su penetración en la producción de la vida social, en ésta que es
en realidad “la etapa más alta del capitalismo”.
Un episodio narrado en Cidade dos Homens trata del impacto simbóli-
co del último estilo de tenis acojinados en la división social que separa
a los protagonistas: dos muchachos negros de la favela y dos niños de
clase media asombrosamente blancos que observan la favela desde recá-
maras cuyas ventanas deberían estar tapadas con postigos para preve-

9 8
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

nir la entrada de alguna bala perdida. Incluso en esta época cuando la


marginación ha alcanzado niveles sin precedentes, muchos favelados
conservan empleos fuera de sus comunidades, mientras persiste un alto
nivel de “conexión” entre la menguante economía “formal” y la cre-
ciente economía “informal” que nada tiene que ver con las drogas. Aho-
ra los brasileños probablemente esperen menos del Estado y de los po-
líticos que en el pasado, aunque aquí, al menos, retienen una identidad
con la nación (que no se reduce sólo al fútbol). Empero, los paisajes aus-
teros urbanos y rurales del neoliberalismo son, cada vez más, paisajes
poblados de personas que anhelan participar como consumidores en el
mercado de manera importante. Allí donde las relaciones sociales hori-
zontales de parentesco y vecindad que antes alentaron el sentido de
“identidad personal” (personhood) están cada vez más fracturadas y cre-
ce la indiferencia de las elites ante el porvenir de lo que ahora parece ser
una reserva inagotable de cuerpos explotables, hay cada vez más sentido
en el intento de conservar la alegría mediante el cultivo de uno mismo.
Ciertamente, ésta no es la única manera en América Latina en que el
individuo puede cultivarse y lograr un respiro de los problemas de la
vida. Otra importante forma en que los individuos buscan nuevas an-
clas para sus vidas en el Brasil contemporáneo consiste en acudir a las
iglesias no-católicas que proliferan no sólo en las grandes ciudades sino
también en pueblos y villas rurales más pequeños, donde ofrecen una
variedad de alternativas a las (rara vez exclusivas) prácticas religiosas
católicas y afrobrasileñas.7 Aunque una discusión de las relaciones entre
los ciclos globales recientes y anteriores de la expansión pentecostal está
más allá del alcance de este artículo, la profusión de “opciones” que uno
ve en tantas calles al pasar por iglesias de mormones y testigos de Jeho-
vá intercaladas con templos evangélicos y pentecostales indica que el
mercado de servicios religiosos es tan amplio como el de los tenis. Al-
gunas de las iglesias más prósperas, especialmente la controvertida
Igreja Univesal de Reino de Deus, fundada en Río de Janeiro pero ahora
bien establecida también en Estados Unidos y Europa, ofrecen a sus fie-

7
Agradezco a Malcolm Blincow haber abordado este asunto como un tema que me-
rece una atención adicional.

9 9
JOHN GLEDHILL

les curaciones y bendiciones a cambio de donativos en efectivo y reve-


lan una afinidad nada casual con el ethos capitalista en sus operaciones,
aunque no existe una relación simple entre “elección” y “mensaje so-
cial”, ya que el significado de su práctica religiosa para las diferentes
congregaciones está relacionado asimismo con las distintas experiencias
espirituales que ofrecen. Lo que sí se puede argumentar, sin embargo,
es que hay pocas contradicciones importantes entre la expansión de las
identidades religiosas no-católicas y la propagación neoliberal del ethos
de la sociedad de mercado fincada en la responsabilidad individual.
En el caso brasileño, la población en severa desventaja económica y
política también tiene la idea agradable de que las concepciones de di-
ferencia racial llevan a sus superiores en la sociedad a pensar –¡proba-
blemente en forma correcta!– que ellos se divierten más. Sin embargo,
las industrias capitalistas contemporáneas de música y turismo han sa-
bido explotarlas con gran eficacia. Así, mientras la vida diaria de los
habitantes socialmente segregados de la ciudad se convierte en materia
de encuentros cada vez más tensos y peligrosos, en los espacios éticopo-
líticos ahuecados del neoliberalismo los sueños de todos convergen en
las ilusiones del consumismo.
Éstos no son los únicos sueños de los pobres, y tampoco son pura
ilusión. Hasta las casas autoconstruidas pueden llegar a convertirse en
hogares cómodos y atractivos, a pesar de estar al borde de un precipi-
cio. En muchos casos, la seguridad no es un problema y se podría con-
siderar un acto criminal derrumbarlas y robar a sus ocupantes su patri-
monio sólo para que otros puedan satisfacer su hambre de ganancias
especulativas logradas al aumentar el valor del terreno en vez de mejo-
rar la calidad de vida de los residentes mediante sistemas sanitarios y
otra infraestructura. A veces, la gente que vive en casas autoconstruidas
consigue empleos más dignos donde cuenta su capacidad de leer, escri-
bir y organizar. Como muestran los últimos estudios de Perlman (a
treinta años de su primera obra clásica sobre las favelas de Río), los
favelados siguen siendo tan heterogéneos racial, social, cultural y eco-
nómicamente hoy como en 1968 (2004, 191). Empero, sus trabajos tam-
bién revelan cómo el mercado de trabajo está deteriorado para todos los
sectores, ya que la clase media se está viendo obligada a aceptar em-
pleos antes destinados a los más desaventajados y a reducir su servi-

1 0 0
LA CIUDADANÍA Y LA GEOGRAFÍA SOCIAL

dumbre, al tiempo que trabajos que antes requerían sólo un diploma de


primaria ahora exigen requisitos más elevados (Mattar y Cheqeuer
2004).
En el último análisis, es difícil tener movilidad social en sociedades
donde ciertos ciudadanos siguen siendo sujetos de políticas de segrega-
ción espacial que dejan a la población más acomodada despreocupada
de la persistencia de la pobreza crónica. Río de Janeiro ha vivido una
década de programas que pretenden transformar a las favelas en “ba-
rrios” integrados a los distritos circundantes mediante la construcción
de plazas y la instalación de amenidades públicas, calles bien ilumina-
das, camellones, la canalización de los ríos y la reubicación de proyec-
tos de vivienda consistentes en edificios departamentales similares a los
de las “Cingapuras” de São Paulo. Sin embargo, dichos programas no
han logrado borrar los linderos ni la diferenciación. Como muestra Perl-
man, es cierto que ha habido un fuerte movimiento de familias de fave-
las a proyectos y “barrios” no estigmatizados socialmente como favelas,
aunque suele ser difícil distinguir entre ellos por la calidad de sus am-
bientes construidos. El cambio de favela a barrio no constituye una for-
ma de movilidad asocial y, por lo tanto, Perlman rechaza la aplicabili-
dad a Río de Janeiro de la concepción triste de Loic Wacquant (1997) de
la consignación de los pobres –incluso de los pobres negros– a “territo-
rios de relegación urbana delimitados”, que este autor percibe como ca-
racterística de Estados Unidos (2004, 192). Este modesto nivel de movili-
dad jamás podrá acabar con la “ciudad dividida” mientras el empleo y
los ingresos siguen deteriorándose.
Sin un crecimiento económico mucho más sustancial que el que se
ha logrado en América Latina en las últimas dos décadas, acompañado
de nuevas políticas impositivas y de redistribución, lo que ahora enca-
ramos es –según el diagnóstico de Mercedes González de la Rocha del
problema equivalente en México– “un proceso de desventajas acumula-
das” basado en “la exclusión del trabajo” que ha roto las anteriores
redes de solidaridad y reciprocidad y transformado el problema de la
pobreza, de aquella situación en que los pobres se adaptaban a las pri-
vaciones mediante los “recursos de la pobreza” (intensificar el trabajo,
restringir el consumo, juntar los esfuerzos de los miembros de la unidad
doméstica), a una nueva en que la “pobreza de recursos” mina cada vez

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JOHN GLEDHILL

más su capacidad de “actuar y reaccionar” (2004, 194-195). Si bien los


esfuerzos en el ámbito local por reforzar la organización comunitaria (y
contrarrestar los estereotipos) en los barrios pobres aún no se han extin-
guido totalmente en países como México y Brasil, es difícil no aceptar
que estos procesos hacen sonar “hueca” la manta neoliberal de “ayudar
a los pobres a ayudarse a sí mismos” mediante el “reforzamiento del
capital social” (Molyneux 2002).
En abril del 2004, Luiz Paulo Conde, vicegobernador del estado de
Río, fue tan lejos como proponer la construcción de un muro de concre-
to alrededor de la enorme favela Rocinha en Río de Janeiro. Aunque el
prefecto de la ciudad, César Maia del PFL, quien promovió la conversión
urbana de favelas en barrios durante su primer periodo en el puesto en
los noventa,8 rechazó la propuesta del vicegobernador y la llamó “autis-
mo gubernamental”, luego decretó un “estado de defensa” y pidió el
despliegue de tropas federales en Rocinha para acabar de una vez por
todas con el desorden violento provocado por las guerras del narcotrá-
fico. Así, mientras los medios intentan humanizar a los que viven en las
favelas, algunos sectores de la elite siguen soñando con muros que es-
conderían al Tercer Mundo de la vista del Primero mientras reproducen
el poder del capital y conservan formas de categorización y estigmatiza-
ción sociales que la sola concesión de una “voz” y la posibilidad de un
más pleno reconocimiento de la “ciudadanía” no podrían borrar fácil-
mente.
Otros pretenden intensificar la militarización como medio para
“contener” los problemas sociales, lo que ha permitido que las ejecucio-
nes extrajudiciales se conviertan en una práctica común de la vigilancia
policiaca en las favelas (Caldeira 2000, 2002). En su análisis de las opera-
ciones de los escuadrones de muerte de la policía brasileña, Martha
Huggins argumenta que fueron un producto secundario –junto con el
vigilantismo justiciero y los informales “escuadrones de muerte a suel-
do”– de la “simbiosis funcional” entre tendencias aparentemente con-
tradictorias: una que buscaba “recentrar el control del Estado de la se-

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De hecho, Conde, para entonces su aliado político, había sucedido a Maia en la pre-
fectura en 1997.

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guridad interna”, y otra que quería descentrar el control social (2000,


223). El brazo secreto de la institución policiaca opera en un espacio li-
minal perpetuado por el fracaso inevitable de la vigilancia policiaca
normal en “ganar” la guerra contra el crimen que tan fácilmente llega a
transformarse en una guerra contra los pobres.
Esta es la razón de porque están tan íntimamente relacionados el es-
pacio y el gozo de la plena ciudadanía, lo que sugiere que una reconcep-
tualización radical del ambiente urbano edificado debe ser un compo-
nente básico de todo modelo de desarrollo verdaderamente alternativo.
Cuando uno cuestiona a la ciudad contemporánea como el “recipiente”
de la vida social que reproduce las formas más profundas de desigual-
dad, el futuro del campo también entra en debate, especialmente en una
época en que tantos pueblos rurales se mantienen gracias a los ingresos
de los migrantes y sus remesas. De hecho, desde hace mucho ha habido
propuestas sobre la mesa para una radical reorganización espacial de la
vida moderna que acabaría con la era de megaciudades opuestas a pro-
vincias cada vez más empobrecidas y demográficamente reducidas y
que trascenderían la división campo-ciudad. Entre ellas está el concep-
to de las ciudades modulares “agropolitan” del Profesor Emérito de Pla-
neación Urbana de UCLA, John Friedmann (1996). De vez en cuando en
América Latina también, alguien aborda la cuestión de la irracionalidad
del desarrollo urbano contemporáneo, como ocurrió cuando los cam-
pesinos de Atenco se levantaron machetes en mano y con los símbolos
de una revolución aparentemente derrotada hace mucho tiempo para
desafiar la construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México
en Texcoco, y lograron frustrar los planes de algunos de los intereses
económicos más poderosos y políticamente conectados del país. Sin em-
bargo, mientras estos momentos no encuentren un eco más amplio en
proyectos que trasciendan los espacios locales para atar al liberalismo
avanzado a un modelo de una economía verdaderamente progresista
que pudiera dar mayor sustancia a las promesas de empoderamiento,
par-ticipación y pluralidad del neoliberalismo, es probable que sigan
siendo sólo sueños que se realizan inesperadamente por instantes hasta
que la negrura de la vida contemporánea vuelva otra vez a nublar el
futuro de tantos nuevos ciudadanos del siglo XXI.

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Traducción de Paul C. Kersey Johnson

FECHA DE ACEPTACIÓN DEL ARTÍCULO: 30 DE JUNIO DE 2004


FECHA DE RECEPCIÓN DE LA VERSIÓN FINAL: 30 DE JUNIO DE 2004

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