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La TREC es ideada en 1956 por Albert Ellis, quien es considerado el padre de las
terapias cognitivo-conductuales (Lega, Caballo y Ellis, 2009). Ésta es una psicoterapia
activa y directiva, donde el terapeuta “desafía” constantemente al paciente. El modelo
terapéutico de la TREC se denomina ABCD y pretende desglosar este proceso para hacerlo
abordable tanto para el terapeuta como el paciente, tanto teórica como prácticamente. Las
personas desarrollan creencias (B) sobre sí mismas, los otros y el mundo a lo largo de su
vida. Los acontecimientos (A) que experimenten serán interpretados de acuerdo a estas
creencias. Las consecuencias (C) de este proceso pueden ser tanto emocionales como
conductuales, deseadas o indeseadas, positivas o negativas. Las emociones, ergo, serían
causadas por evaluaciones o interpretaciones de la realidad y no por la realidad en sí (Lega
et al., 2009). Los problemas, entonces, no “existen” sino que uno mismo es quien los crea.
Esto produce sufrimiento y coarta las posibilidades de las personas de ser felices, afectando
la funcionalidad de las personas en alcanzar los objetivos que estas mismas se han
propuesto (Lega et al., 2009).
Los problemas se generan a raíz del cultivo de creencias irracionales como filosofía
de vida (Lega et al., 2009). Estas creencias irracionales presentan una lógica inconsistente y
se manifiestan en calidad de dogmas (Lega et al., 2009). Las personas que viven regidas por
sus propias creencias absolutistas se aprisionan en consecuencias coartadoras y dolorosas.
El objetivo de la TREC es reemplazar estas creencias irracionales, a través del debate o
cuestionamiento de las mismas, por otras racionales que resulten más apropiadas (Lega et
al., 2009).
El uso del debate como técnica pretende enseñar al paciente a someter sus creencias
a un análisis lógico usando el método científico para así lograr cambiar sus esquemas o
filosofía de vida (Lega et al., 2009). Así, el paciente cobra un rol activo,
responsabilizándose de la solución de sus problemas.
El poder, desde una visión foucaultiana, se manifiesta en las relaciones sociales que
se mantienen no tan solo entre las personas naturales, sino que el rol de las instituciones
resulta crucial: “Las relaciones de poder se definen por el deseo de dirigir los
comportamientos de los otros siendo móviles, reversibles e inestables” (Retamal, 2008,
168). La psicología es, sin duda, un blanco de inmenso poder dentro de nuestra sociedad, a
través de la que se articulan otras instituciones normalizadoras, como la escuela o el
trabajo, regidas en nuestra sociedad por los criterios de funcionalidad. Es más, el psicólogo
se halla investido de poder, en una posición privilegiada en la sociedad, pues es la
encarnación del control social: “El éxito de las terapias está fundado en las diversas
maneras en que el psicólogo ejerce de portavoz de la totalidad social” (Pérez, 2010, p. 9).
Es aquello, tal como he mencionado, lo que garantiza la utilidad de las terapias
psicológicas.
Es aquí cuando resulta necesario, para no ser injustos con la sentencia dictada,
considerar el principal motivo, quizá, al cual la psicología le debe su posición estratégica.
Él astuto lector que siguiese estas líneas habría cuestionado hace unos párrafos atrás la
herencia mencionada del poder de la religión a la psicología, pues, como bien se sabe
incluso por cotidianeidades civiles, que la herencia siempre se justifica en algún criterio. El
poder que ostentaba en su momento la religión no es el mismo que en la actualidad, pues ha
existido una devaluación de la misma a la vez que se alza la ciencia como el exponente
único de poder en nuestra sociedad. El peso de la validación científica no nos resulta ajeno,
incluso básico o necesario. La medicina, como gran aliado de la ciencia, es la disciplina
“social” ostentadora de poder desde inicios del siglo pasado. No es casualidad, entonces, la
medicalización de las prácticas en pos de su validación e incluso de su supervivencia
(Burgos et al., 2008). La medicalización es desde una mirada foucaultiana, “la
incorporación del discurso médico y su praxis en otras disciplinas” (Burgos et al., 2008, p.
19). Es así que, la dominación de psicología por la psiquiatría tuvo lugar (Pérez, 2009). No
es mi intención indagar en aquello, solo pretendo contestar al abismo que se erigía en
cuánto al poder de la disciplina. Me gustaría, dicho esto, extenderme en la manifestación
del poder, en la dominación atribuidos a nuestra disciplina.
Lo que ocurre ahora, con esta ampliación de la lógica psiquiátrica al ámbito de la vida
común, es que no sólo cualquiera de nuestros semejantes podría ser ese loco y afectarnos de
pronto con sus comportamientos desviados sino que, incluso, podría ocurrir que nosotros
mismos lo seamos, o estemos en vías de serlo, sin siquiera darnos cuenta. Esto magnifica el
efecto disciplinante que se instala ya no en la comparación con una excepción relativamente
exterior sino en la vigilancia permanente de nuestras propias conductas, y la de nuestros
cercanos, en busca del peligro potencial de una deriva al caos (Pérez, 2009, p. 24).
“Los problemas que afectan a los individuos resultan tener su origen en ellos mismos, en su
calidad de individuos, diluyéndose la responsabilidad social sobre las situaciones que lo
sobrepasan y lo obligan a los comportamientos que el orden social considera alteraciones”
(Pérez, 2009, p. 25).
REFERENCIAS
Burgos, L., Herrera, M. y Toro, E. (2008). Las técnicas terapéuticas psicológicas como
prácticas sociales de control. Revista Katharsis, (5), 18-36.
Lega, L., Caballo, V. y Ellis, A. (2009). Teoría y práctica de la terapia racional emotivo-
conductual. España: Siglo XXI.