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El abuelo Francisco y la abuela Constanza llevaban sesenta años juntos.

Con ellos la frase


“hasta que la muerte los separe” cobraba vida. Vida auténtica. Pasaban días y noches juntos casi
sin separarse, y habían pasado todas las que pasa una pareja sin romper sus votos. Sesenta años
de amor y respeto y todo eso que uno veía en sus ojos cuando estaban uno al lado del otro.

Un tarde, la abuela le dijo a su esposo que tomaría unas vacaciones, sin él. Atónito, el
abuelo le respondió con un silencio y una cara de extrañeza, reflejo del desorden reinante en su
mente cuando escuchó tal sentencia.

- Ya las he planeado, Fernando.


- ¿Has planeado qué?
- Mis vacacione. Me iré de vacaciones sin tí
- Y… ¿Por cuánto te irás?
- Tres días. Me iré pasado mañana. Gertrudis pasará por mí, después iremos por Fernanda y
su hija. Vamos a una playa.

En el vocabulario y cabeza de la abuela Constanza la palabra mentir no existió nunca; esta


no fue la excepción. Meticulosa, perfeccionista que era, todo planeado lo tenía. Mi madre vendría
en las mañanas a estar con el abuelo y cocinarle, y en las tardes la tía Juana haría lo propio hasta
que durmiera. Mi madre – me lo dijo después de la primer mañana de cuidar al abuelo – estaba
también sorprendida de que la abuela se tomara estas vacaciones sin su esposo. ‘Pero está bien.
Aparte, Gertrudis maneja bien. No es como muchas viejas que somos re-pendejas para manejar’.

Ese día, el pasado mañana, que resultó ser un jueves, llegó, porque todos los días han de
llegar, aunque tarden en venir. Sesenta años de amor definitivo y setenta y dos largas horas sin su
esposa no fueron buena mezcla. Ya no tenía el abuelo de donde asirse, quien le cocinara el arroz,
quien le dijera buenos días, ¿Ya hiciste la cama? Ni quien le besara los labios. Ni quien le
despertara al cantar el gallo. Llegó mi madre a cuidar del abuelo pocos minutos después de que la
abuela se fuera. Abstraído en su lectura, él apenas le saludó cuando la oyó entrar. Acostumbrada a
ello, mi madre simplemente se dedicó a hacer lo que la abuela le encargó.

- Vieras que me siento inútil. Verdaderamente inútil. Tu madre hace todo esto, y yo en
sesenta años nunca he aprendido – Espetó de repente el abuelo.

Mi madre miraba la cazuela donde se cocinaba el arroz, como cuidando que no se pegara,
pero más cuidando lo que respondería. Sin voltear a verlo, le contestó:

- ¡Sólo son tres días! ¡Pasará rápido el tiempo!


- Pero yo la extraño hoy.... Soy un inútil sin mi Constanza.
- Tendrás que calmar...

No pudo terminar la oración. Justo volteaba sobre su espalda cuando al decir "calmar"
pudo ver a su padre con la mirada baja. Mi madre nunca lo había visto bajar la mirada. Nunca
hasta esa mañana. Terminó de cocinarse el arroz cuando la tía Juana llegó al relevo. Mi madre se
fue. Su despedida fue apresurada. Ella (que mentía sólo para deshacerse de situaciones o
personas indeseables) mintió diciendo que se tenía que ir porque iba a recoger a su hija a la
universidad. Sólo manejó a su apartamento, unos pocos kilómetros de la casa del abuelo.
Divorciada desde los 48, mi madre ya no podía entender cómo es que dos personas podrían estar
juntas por tanto tiempo… y seguir queriéndose.

Ese primer día fue un viernes. A la mañana siguiente, sábado, llegó puntual. Transcurrió
todo con quietud y normalidad. Ella limpiando, cocinando, lavando la ropa y platicando con el
abuelo inútil y el abuelo inútil leyendo sus cuentos de vaqueros. De vez en cuando miraba la tele,
que mantenía prendida aunque no la estuviera viendo. Las horas transcurrieron como le suelen
transcurrir a mi madre en los días de quietud: aburridas y lentas. Llegó la tía, mi madre se fue. El
domingo le fue fatal al abuelo: le llevaron nietos, le hicieron comida, le pusieron su película
favorita, le quisieron animar… pero él estuvo callado, tímido. Sólo hablaba lo necesario. Y, de vez
en cuando, perdía la mirada, que se le volvía en la de un hombre apenado, acongojado. Se terminó
la comida, la bebida y la fiesta, y se fueron los hijos y los nietos, menos la tía Juana. Ella y él,
cansados, se pusieron a recoger y ordenar todo.

La abuela llegó al día siguiente, en que el abuelo ya no necesitó de mi madre ni de la tía. Se


despertó a las 8 con un taxi, unas maletas y su mujer a la puerta de su casa.

- Te extrañé. Te amo.
- Yo también. Y yo también.

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