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Un tarde, la abuela le dijo a su esposo que tomaría unas vacaciones, sin él. Atónito, el
abuelo le respondió con un silencio y una cara de extrañeza, reflejo del desorden reinante en su
mente cuando escuchó tal sentencia.
Ese día, el pasado mañana, que resultó ser un jueves, llegó, porque todos los días han de
llegar, aunque tarden en venir. Sesenta años de amor definitivo y setenta y dos largas horas sin su
esposa no fueron buena mezcla. Ya no tenía el abuelo de donde asirse, quien le cocinara el arroz,
quien le dijera buenos días, ¿Ya hiciste la cama? Ni quien le besara los labios. Ni quien le
despertara al cantar el gallo. Llegó mi madre a cuidar del abuelo pocos minutos después de que la
abuela se fuera. Abstraído en su lectura, él apenas le saludó cuando la oyó entrar. Acostumbrada a
ello, mi madre simplemente se dedicó a hacer lo que la abuela le encargó.
- Vieras que me siento inútil. Verdaderamente inútil. Tu madre hace todo esto, y yo en
sesenta años nunca he aprendido – Espetó de repente el abuelo.
Mi madre miraba la cazuela donde se cocinaba el arroz, como cuidando que no se pegara,
pero más cuidando lo que respondería. Sin voltear a verlo, le contestó:
No pudo terminar la oración. Justo volteaba sobre su espalda cuando al decir "calmar"
pudo ver a su padre con la mirada baja. Mi madre nunca lo había visto bajar la mirada. Nunca
hasta esa mañana. Terminó de cocinarse el arroz cuando la tía Juana llegó al relevo. Mi madre se
fue. Su despedida fue apresurada. Ella (que mentía sólo para deshacerse de situaciones o
personas indeseables) mintió diciendo que se tenía que ir porque iba a recoger a su hija a la
universidad. Sólo manejó a su apartamento, unos pocos kilómetros de la casa del abuelo.
Divorciada desde los 48, mi madre ya no podía entender cómo es que dos personas podrían estar
juntas por tanto tiempo… y seguir queriéndose.
Ese primer día fue un viernes. A la mañana siguiente, sábado, llegó puntual. Transcurrió
todo con quietud y normalidad. Ella limpiando, cocinando, lavando la ropa y platicando con el
abuelo inútil y el abuelo inútil leyendo sus cuentos de vaqueros. De vez en cuando miraba la tele,
que mantenía prendida aunque no la estuviera viendo. Las horas transcurrieron como le suelen
transcurrir a mi madre en los días de quietud: aburridas y lentas. Llegó la tía, mi madre se fue. El
domingo le fue fatal al abuelo: le llevaron nietos, le hicieron comida, le pusieron su película
favorita, le quisieron animar… pero él estuvo callado, tímido. Sólo hablaba lo necesario. Y, de vez
en cuando, perdía la mirada, que se le volvía en la de un hombre apenado, acongojado. Se terminó
la comida, la bebida y la fiesta, y se fueron los hijos y los nietos, menos la tía Juana. Ella y él,
cansados, se pusieron a recoger y ordenar todo.
- Te extrañé. Te amo.
- Yo también. Y yo también.