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Jesús entra en Jerusalén, acompañémosle y reflexionemos.

¿Cómo hemos recorrido el camino de la Cuaresma? ¿Estamos


preparados para acompañar a Jesús en su camino hacia la cruz?
Su hora llega.
Aquellos que no entienden sus actos le ponen pruebas de las que él sale
victorioso: la misericordia, el amor y el perdón son sus armas.
¿Estamos nosotros preparados para actuar como él?
La hora de Jesús es su pasión, que se cumplirá en su entrega total.
Jesús no vivió para él, y al final se entregó a los demás. Toda su vida es
entrega y amor. Y este es también, o debe ser, nuestro camino.
Nuestra hora también llega, y esa hora deber ser la hora de nuestra
entrega sin cálculos, de nuestro amor hasta el extremo, de la ternura a
manos llenas, del perdón sin condiciones… ¿estamos preparados?
Llega el momento de dejar al pie de la cruz todo lo que hemos sido
hasta ahora, y recoger el fruto de lo realizado, para resucitar con Jesús
a una nueva vida en la que iremos mejorando y corrigiendo todo
aquello que no hayamos hecho hasta ahora. Llega la hora en la que
iremos junto a él hasta el Gólgota, nos dejará crucificarle, nos mirará a
los ojos y nos dirá: «no os condeno, iros y no pequéis más. Resucitad
conmigo».
Oremos: Señor Jesucristo, que por tu humillación bajo la cruz has revelado al
mundo el precio de su redención, concede a los hombres del tercer milenio la
luz de la fe, para que reconociendo en ti al Siervo sufriente de Dios y del
hombre, tengamos la valentía de seguir el mismo camino, que, a través de la
cruz y el despojo, lleva a la vida que no tendrá fin.
NOVENA ESTACIÓN

Cristo se desploma de nuevo a tierra bajo el peso de la cruz. La muchedumbre que


observa está curiosa por saber si aún tendrá fuerza para levantarse.

San Pablo escribe: «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí
mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

La tercera caída parece manifestar precisamente esto: El despojo, la kénosis del Hijo de
Dios, la humillación bajo la cruz. Jesús había dicho a los discípulos que no había venido
para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20,28).

En el Cenáculo, inclinándose hasta el suelo y lavándoles los pies, parece como si


hubiera querido habituarlos a esta humillación suya. Cayendo a tierra por tercera vez en
el camino de la cruz, de nuevo proclama a gritos su misterio. ¡Escuchemos su voz! Este
condenado, en tierra, bajo el peso de la cruz, ya en las cercanías del lugar del suplicio,
nos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). «El que me siga no
caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

Que no nos asuste la vista de un condenado que cae a tierra extenuado bajo la cruz. Esta
manifestación externa de la muerte, que ya se acerca, esconde en sí misma la luz de la
vida.

Ya caíste una, dos veces.


La rota túnica pisas
y aún entre mofas y risas
tendido a mis pies te ofreces.
Yo no sé a quién me pareces,
a quién me aludes así.
No sé qué haces junto a mí,
derribado con tu leño.
Yo no sé si ha sido un sueño
o si es verdad que te vi.

Y yo caigo una, dos, tres,


y otra vez más, y otra, y tantas.
Siempre tus espaldas santas
me sirvieron de pavés.
Ahora siento bien cuál es
la razón de tus caídas.
Sí. Porque nuestras vencidas
almas no te tengan miedo
caes, oh humilde remedo,
y a abrazarte las convidas.

Sigue con Aleteia el viacrucis con el Papa Francisco


desde el Coliseo

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la


angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?,
¿la espada?… Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que
nos ha amado» (Rm 8,35.37).

San Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes
por ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces.
Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido por
el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos
momentos de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».

Es el grito de los perseguidos, los moribundos, los enfermos


terminales, los oprimidos por el yugo.

Pero en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece»


(Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción siempre está su consuelo,
un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda de la vid
que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los
sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino
siempre para rebrotar. Como una madre cuando llega su hora: se
inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que son los dolores de la
nueva vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.

Que la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos


ayude a vencer la congoja que el temor por el mañana imprime en
nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la
nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del
«siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero que
luego se levanta, es la certeza de una esperanza que, alimentada por la
oración intensa, nace precisamente durante la prueba, y no después de
la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su amor, saldremos más que
victoriosos.

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