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Otros estudiosos del tema han recurrido a postular como origen de los
festivales atléticos no ya ritos funerarios, sino otro tipo de actos cultuales
relacionados con ritos de fertilidad, ascensión al trono e iniciación. Hace un
siglo, en efecto, Cornford y Jane Harrison quisieron ver en ritos agrarios e
iniciáticos el origen de los Juegos Olímpicos y sus ideas han hallado eco
posterior en una larga lista de estudiosos del problema. Para Cornford, los
Juegos Olímpicos nacieron de un ritual de año nuevo y de iniciación que se
celebraba en territorio sagrado, fuera del habitat acostumbrado de los jóvenes,
con estricta separación de sexos (rasgos todos ellos que encuentran reflejo en
los Juegos Olímpicos históricos). Del rito iniciático formaba parte una carrera
cuyo vencedor era proclamado mégistos koûros, “el mejor de los jóvenes”, el
cual llevaba a cabo una “boda sagrada” con la vencedora de la carrera de
doncellas, todo ello con el objeto de propiciar la renovación de la fertilidad (de
hecho, en Olimpia, como habremos de ver, se celebraba una carrera femenina
en honor de Hera y exclusivamente carreras pedestres formaron el programa
de los Juegos Olímpicos masculinos nada menos que durante las diecisiete
primeras Olimpíadas).
Frente a las tesis expuestas hasta aquí, que establecen una vinculación
directísima, esencial, entre el culto y el origen de las competiciones deportivas,
muchos de los más señalados estudiosos del deporte griego en nuestro siglo
han defendido para los festivales atléticos un origen profano y meramente
“deportivo”: habrían nacido sencillamente del placer por competir y mostrar las
propias cualidades, de ese “espíritu agonístico” que se considera innato en el
ser humano, aunque posteriormente, como no podía ser menos, adquirieron
carácter religioso al quedar bajo la protección de alguna divinidad y pasar a
desarrollarse en el marco de ceremonias religiosas.
Las razones por las que Young y otros estudiosos rechazan esta teoría
tradicional son varias. En primer lugar, conocemos los nombres de atletas de
época arcaica y clásica que no salieron de las filas de la nobleza. Incluso el
primer vencedor olímpico (triunfador en la primera Olimpíada, 776 a.C., en la
única prueba existente entonces, la carrera del estadio) fue, según la tradición, un
cocinero, Corebo de Elide, y a un pescador celebra Simónides, con su
humorismo habitual impensable en los epinicios de Píndaro, en un epigrama (41
Page) donde hace decir al anónimo atleta: "antes en mis hombros soportando
una áspera percha llevaba pescado desde Argos a Tegea". También fue cantado
por Simónides el famoso boxeador de Eubea Glauco de Caristo, hijo de un
labrador, y, a su vez, en el si duda muy honesto pero poco aristocrático oficio (a
los ojos de un griego, y seguramente de cualquier otro aristócrata hasta nuestros
días) de pastorear cabras y vacas ocupaban su tiempo respectivamente
Polimnéstor de Mileto, vencedor en el estadio infantil de Olimpia a comienzos del
siglo VI a.C., y Amesinas, de la colonia libia de Barke, que triunfó en la lucha
olímpica en 46O a.C.
Pero ¿qué ocurría en el caso de los grandes Juegos Panhelénicos, en los “juegos
por coronas”? En Olimpia, como es sabido, los vencedores recibían como
recompensa una corona de olivo, corona que era de laurel en los Juegos Píticos
de Delfos, de apio en los Juegos Ístmicos de Corinto y de apio fresco en los
Juegos Nemeos. Sin duda, al igual que ocurre en las modernas Olimpíadas, no
era el dinero, sino el deseo de triunfar, el primer incentivo de los atletas, y la
victoria misma, simbolizada en una corona o una medalla, la mejor recompensa..
No obstante, al igual que actualmente cada país acostumbra a mostrar su
agradecimiento, a menudo en metálico, al atleta que ha dejado alto su pabellón
nacional, y la cotización del propio deportista aumenta considerablemente tras un
comportamiento destacado en una competición importante, también en la antigua
Grecia numerosas ventajas se derivaban del triunfo en alguno de los grandes
juegos. En efecto, una larga serie de honores y recompensas aguardaban al
atleta vencedor en su patria (y ya en el lugar mismo de la competición, donde se
celebraba una fiesta para conmemorar la victoria y además tenemos
documentada desde Platón al menos [República 621d, Suda p 1054] la
costumbre de que el vencedor diera la vuelta de honor, entre las aclamaciones de
un público que le lanzaba toda clase de objetos, como a los toreros), fiel
testimonio de la importancia que la comunidad otorgaba a los ciudadanos que la
representaban en el terreno deportivo, con los cuales se identificaba con un fervor
de sobra conocido en el deporte moderno. Acostumbrados, en efecto, como
estamos a contemplar a menudo el desbordante delirio con que es recibido en su
ciudad o país el equipo o el deportista individual que alcanza un triunfo
sobresaliente (la copa se pasea por toda la ciudad, se ofrece a la Virgen Patrona
y a los aficionados, hay una recepción por las autoridades locales, los aficionados
se bañan en una fuente, y otras cosas de semejante guisa), no nos extrañará el
espectacular recibimiento que, según Diodoro de Sicilia (13.82.7) tuvo Exéneto de
Acragante tras vencer en la Olimpíada de 412 a.C. en la carrera del estadio:
"Habiendo vencido Exéneto de Acragante, lo condujeron a la ciudad sobre un
carro, y lo escoltaban, aparte de otras cosas, 300 bigas de caballos blancos,
todas pertenecientes a los propios acragantinos". Un recibimiento semejante sólo
un general victorioso podía soñar con tenerlo.
Medio siglo más tarde, en 332, fue el pentatleta ateniense Calipo quien
pagó a sus rivales para que se dejaran vencer, y esta vez el suceso tuvo mayor
repercusión, por las vergonzosas presiones de Atenas para proteger a su
representante. Calipo fue por supuesto rigurosamente multado, pero los
atenienses enviaron al prestigioso orador Hiperides para que tratara de
persuadir a los jueces de que le perdonaran el castigo. Éstos, naturalmente, se
negaron, y entonces los atenienses, adoptando una actitud soberbia y
prepotente, se negaron a pagar y boicotearon los juegos. Hubo de ser el dios
de Delfos quien solucionase finalmente el conflicto, al declarar que no daría
ningún oráculo a Atenas hasta que la multa fuera satisfecha. Los atenienses
cedieron ante tal amenaza y con el importe de la multa se erigieron otros seis
Zanes con inscripciones en las que se recordaba el suceso y se hacían
advertencias semejantes a las anteriormente aludidas.
Todos los aspectos, tanto los positivos como los negativos, que hasta aquí
hemos comentado en el deporte griego antiguo, los encontramos reflejados en los
textos literarios, que nos ofrecen grandes alabanzas del deporte y de los atletas y
también fuertes críticas. Es la Ilíada, el poema con el que comienza la literatura
europea, la obra con la que empieza también la historia de nuestra literatura
deportiva, en el siglo VIII a.C., el mismo siglo en el que se sitúa la fundación de
los Juegos Olímpicos, que se celebraron por vez primera, según la tradición, en
el año 776. De entre las numerosas referencias al mundo del deporte que
hallamos en los poemas homéricos (tanto en Ilíada como en Odisea), destacan
sobre todo dos largas descripciones. En el canto 23 de la Ilíada el poeta dedica
nada menos que 640 versos a relatar los juegos funerarios que el héroe griego
Aquiles organiza para honrar la memoria de su amigo Patroclo, muerto a
manos del troyano Héctor. La competición más destacada y popular de esos
juegos es la carrera de carros, cuyo relato se prolonga por espacio de casi 400
versos y aún hoy emociona por su viveza y sorprende por la extraordinaria
minuciosidad en la descripción de los pormenores técnicos, de manera que
permite al oyente o lector participar casi activamente del esfuerzo y del ansia
de victoria de los competidores, y participar igualmente de la emoción con la
que viven la prueba unos espectadores que no pierden detalle y a los que el
entusiasmo lleva incluso, como antes se comentó, a enfrentarse verbal y casi
físicamente en defensa de sus favoritos (e incluso a cruzar apuestas sobre
quién va a ser el vencedor)
Y [el amigo] llegó antes que Carmo a la meta. Y si llega a tener Carmo
Bajo esta divisa, "la gimnasia para el cuerpo y la música para el alma",
durante el siglo V a.C., en los años que siguieron en Atenas a las Guerras
Médicas (en las cuales la preparación atlética de los griegos había desempañado
un papel fundamental en la victoria sobre los persas, como indica ya Heródoto) se
alcanzó un muy notable grado de equilibrio entre el cultivo de las cualidades
físicas e intelectuales del hombre, equilibrio que los antiguos expresaron con el
término kalokagathía.
Para acabar, quisiera dedicar unas pocas palabras a otro rasgo que el
deporte moderno ha admirado y deseado compartir siempre con el deporte
griego, pero a causa, lamentablemente, de una interpretación exagerada de sus
bondades. Me estoy refiriendo a la llamada "tregua olímpica" o "tregua sagrada".
Tradicionalmente se ha venido creyendo que la instauración de una tregua desde
el mes anterior a los juegos hasta el mes posterior a ellos suponía la interrupción
de los conflictos bélicos que enfrentaban a las ciudades griegas durante este
tiempo (durante la celebración de todos los Juegos Olímpicos escuchamos
sistemáticamente en las ceremonias de inauguración clamar por la adopción en
nuestro mundo de una tregua así entendida, de una paralización de las guerras
durante el desarrollo de los juegos). El profesor Harris, uno de los más
destacados estudiosos del deporte griego en nuestro siglo, ha apuntado, no sin
ironía, que ello hubiera supuesto el fin de las guerras en la antigua Grecia, ya que
en los demás Juegos Panhelénicos se decretaba también un armisticio
semejante, y se celebraba al menos un gran festival cada año. La "tregua
sagrada" no pretendía, ni podía pretender, tal cosa. Se trataba sencillamente de
lograr una especie de salvoconducto que asegurara la inviolabilidad de los
deportistas y de los espectadores durante su viaje hacia Olimpia y posteriormente
cuando retornasen a sus ciudades respectivas, a fin de que las guerras,
constantes antes como ahora, no impidiesen la celebración de los juegos. Sea
como fuere, la proclamación de la tregua olímpica al menos consiguió durante un
milenio lo que las modernas Olimpíadas no han logrado cuando su existencia
apenas ha cumplido un siglo: que los juegos se celebren todos los cuatrienios,
independientemente de los conflictos políticos y militares en que los hombres se
hallen envueltos (los Juegos Olímpicos modernos han conocido ya dos largas
interrupciones, durante las dos Grandes Guerras, y varios boicots).