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EL DEPORTE GRIEGO Y EL DEPORTE ACTUAL:

INFLUENCIA, SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS

En una época como la nuestra en la que el deporte ha alcanzado una


importancia social y económica tan extraordinaria (y generalmente tan
desmedida), puede ser interesante remontarnos dos milenios y medio atrás,
hasta otra época en la que la práctica de actividades deportivas alcanzó una
posición social preeminente semejante a la que ocupa en el mundo de hoy. El
deporte griego y el deporte actual comparten bastantes rasgos comunes,
positivos y negativos. Positivos, por ejemplo, la importancia que se concedió ya
en la antigua Grecia a la práctica de la gimnasia como fundamento de la salud
física y también como contribución a la formación intelectual e incluso moral de
las personas, o la importancia que tuvieron los grandes Juegos, en especial los
Olímpicos, como centro cultural, en el cual pensadores y escritores exponían
públicamente sus ideas y sus escritos, aprovechando que Olimpia y sus juegos
eran la ocasión más adecuada para difundir obras y teorías, ya que en ningún
otro momento y lugar se reunían mayor cantidad de griegos. Luciano de
Samosata (Heródoto 1) y otras fuentes recogen, por ejemplo, la tradición del
deseo del historiador Heródoto de difundir, a mediados del siglo V a.C., sus
investigaciones históricas mediante su lectura pública en Olimpia, de manera
que dio a conocer su obra en el opistódomo del templo de Zeus, consiguiendo
fascinar a auditorio en el que se encontraba un muchacho llamado Tucídides,
que lloró de emoción al escuchar las palabras de Heródoto. Los autores
antiguos nos hablan también de lecturas o recitaciones de obras del filósofo
Empédocles, de los sofistas Gorgias, Hipias (que había nacido cerca del
santuario y parece ser que acudía a todas las celebraciones de los juegos para
mostrar sus dotes oratorias), Pródico y Polo, etc., e incluso el tirano Dionisio I
de Siracusa, como luego haría Nerón, consiguió que sus poemas fueran
recitados públicamente en la Olimpíada correspondiente a 388 a.C., aunque,
según el historiador Diodoro de Sicilia, hizo más bien el ridículo. Este interés
“cultural” de las competiciones deportivas griegas queda bien reflejado en una
anécdota que cuenta Cicerón (Tusculanas 5.3.8; cf. Diogenes Laercio 8.8,
Jámblico, Vida de Pitágoras 12.58) a propósito del filósofo Pitágoras:
“Admirado León [rey de Fliunte] de su ingenio y elocuencia,le preguntó que arte
practicaba. Pitágoras le contestó que no conocía ningún arte, sino que era
‘filósofo’. Asombrado León ante esta palabra nueva,le preguntó quiénes eran
los filósofos y qué los diferenciaba de los demás hombres. Pitágoras le
contestó que la vida humana le parecía semejante a ese festival en el que se
celebraban los juegos a los que asistían los griegos. Allí, quienes habían
ejercitado sus cuerpos iban a buscar la gloria y el premio de una corona
famosa; otros, que habían acudido a comprar o vender, iban atraídos por el
afán de ganancia; pero también se presentaba allí una especie de visitantes –
especialmente distinguidos- que no iban en busca de aplausos ni de ganancias,
sino que acudían a observar y contemplaban con gran atención lo que
sucedía…De manera semejante, los hombres llegados a esta vida tras
abandonar otra vida y otra naturaleza, son unos esclavos de la gloria, otros del
dinero, pero hay también unos pocos que desprecian lo demás y observan con
empeño la naturaleza; éstos son los que se llaman ‘amigos de la sabiduría’, es
decir ‘filósofos’”.

Pero también el deporte griego antiguo y el deporte actual comparten


rasgos no tan positivos, como por ejemplo la sobreestimación social y
económica de los éxitos deportivos o su explotación con fines ajenos al
deporte, lo cual fue ya criticado de manera sistemática por los intelectuales
griegos al menos desde Jenófanes de Colofón en el siglo VI a. C, y luego por
Eurípides, Sócartes, y un largo etcétera, como más adelante comentaremos.

Vamos a tratar de desarrollar algunos de estos aspectos en nuestra


exposición. Y vamos a comenzar por las diferencias o, mejor dicho, dejando
aparte cuestiones más de pormenor, que se refieren, por ejemplo, a la
organización de los juegos o al desarrollo de las pruebas, por la diferencia
fundamental que separa el deporte griego y el deporte moderno. Es la
siguiente: en tanto que el deporte moderno es un espectáculo completamente
profano, las competiciones deportivas griegas se desarrollaban en el marco de
festivales religiosos, de manera que dos conceptos, deporte y religión, se
mantuvieron vinculados más o menos estrechamente en la Antigüedad,
mientras que actualmente se encuentran muy alejados el uno del otro (se ha
sugerido incluso que, en algunos aspectos, el deporte ha suplantado el papel
que antaño desempeñó en la sociedad la religión, como por ejemplo dar
cohesión a la masa social ofreciéndole un objetivo común, aunque sea tan
poco espiritual como ganar una Liga o una Copa; al respecto de esta relación
entre deporte y religión, puede leerse un estupendo cuento, lleno de ironía, de
J.L. Sampedro titulado “Aquél santo día en Madrid”, que se recoge en la
recopilación Cuentos de fútbol, editada por J. Valdano, en el cual un
extraterrestre aterriza en Madrid, en las cercanías del estadio Santiago
Bernabéu y ve una gran multitud que se dirige hacia lo que él cree que es un
santuario, de manera que sigue a la muchedumbre, penetra en el estadio e
interpreta todo lo que en él ocurre como una ceremonia religiosa en la que
once individuos vestidos de blanco, que representan obviamente el bien a
juzgar por el recibimiento de que son objeto por parte del público, se enfrentan
a once individuos vestidos de azulgrana, que representan naturalmente el mal,
en un ritual dirigido por un sumo sacerdote que se sitúa en el centro del
santuario con un silbato en la boca y es ayudado en las bandas por dos
sacerdotes auxiliares que realizan una serie de gestos rituales con unos
banderines).

El carácter religioso de los festivales deportivos griegos, en efecto,


pervivió a lo largo de la historia del mundo antiguo, desde la Creta minoica (si,
como creemos verosímil, los juegos del toro cretenses tenían un origen y una
función cultual) hasta la abolición de los Juegos Olímpicos a finales del siglo IV
A.C., unos juegos que mantuvieron siempre, en mayor o menor grado, su
función religiosa y cuyos momentos culminantes coincidían con actividades
rituales: el juramento olímpico ante la imponente estatua de Zeus Hórkios
("protector de los juramentos"); la ofrenda ante la tumba del héroe Pélope,
mítico primer vencedor olímpico; la gran procesión que acababa en el altar de
Zeus y culminaba con la ceremonia central de los juegos, el sacrificio de cien
bueyes ofrecido al dios por los organizadores eleos, etc. Esta relación que
siempre unió deporte y culto fue precisamente una de las razones que explica
la actitud contraria de los primeros cristianos hacia el deporte griego.
Ahora bien, ¿cómo debe interpretarse ese vínculo que liga
estrechamente, en la Grecia del primer milenio, deporte y religión? ¿Debe
buscarse en el ámbito religioso el origen de los juegos atléticos o, por el
contrario, su carácter originario es profano y sólo posteriormente fueron
incorporados a la esfera religiosa? ¿Cómo, en definitiva, comenzaron los
griegos, y los hombres en general, a practicar el deporte y cuál es el origen de
las competiciones deportivas organizadas? Muchas y variadas han sido las
teorías que se han propuesto para tratar de dar respuesta a esta cuestión, sin
duda la que con mayor asiduidad han debatido los estudiosos del deporte en la
antigua Grecia, con la frecuente y fecunda participación de antropólogos e
historiadores de las religiones.

Para muchos, en efecto, los juegos griegos, como el deporte mismo en


todas las culturas, hunden sus raíces en actividades ligadas al culto, aunque
las discrepancias son notables a la hora de precisar qué tipo de rito está en el
origen de los juegos que conocemos en época histórica.

Por un lado, numerosos testimonios permiten establecer de manera


inequívoca una estrecha vinculación entre competiciones deportivas y
ceremonias funerarias. La costumbre de celebrar juegos deportivos durante los
funerales de un muerto ilustre es, en efecto, práctica común que cuenta con
numerosos paralelos en otras culturas y que en Grecia está documentada
desde nuestras más antiguas obras literarias y artísticas (en estelas y vasos
micénicos y en los poemas homéricos: prácticamente todo el canto 23 de Ilíada
está ocupado por los juegos fúnebres que Aquiles organiza en honor de
Patroclo), y además tampoco faltan testimonios que atestigüen la celebración
de agones fúnebres de carácter deportivo en época histórica. Quienes
pretenden hallar el nacimiento de las competiciones atléticas en ritos funerarios
explican por diferentes caminos la relación entre unas y otros. Para Malten, los
juegos deportivos serían un último y civilizado recuerdo de antiguos sacrificios
humanos ante la tumba de un guerrero, práctica atestiguada ocasionalmente
en Grecia, desde la épica homérica hasta la época helenística; tales sacrificios
humanos originarios habrían ido atenuándose paulatinamente hasta
desembocar en un desarrollo tardío y amortiguado que serían los combates
deportivos. Por su parte, el gran erudito suizo Karl Meuli ha sugerido que las
competiciones deportivas fueron inicialmente parte de un combate ritual, un
juicio de dios, destinado a descubrir y castigar a la persona responsable de la
muerte del hombre que era enterrado; el culpable sería, por supuesto, el
perdedor del combate, quien expiaba con su propia derrota y consiguiente
muerte la muerte supuestamente causada por él, de manera que el muerto era
vengado y los vivos quedaban protegidos de su ira. Tales manifestaciones, en
principio ocasionales, piensa Meuli que se habrían institucionalizado y
organizado como competición deportiva periódica.

Otros estudiosos del tema han recurrido a postular como origen de los
festivales atléticos no ya ritos funerarios, sino otro tipo de actos cultuales
relacionados con ritos de fertilidad, ascensión al trono e iniciación. Hace un
siglo, en efecto, Cornford y Jane Harrison quisieron ver en ritos agrarios e
iniciáticos el origen de los Juegos Olímpicos y sus ideas han hallado eco
posterior en una larga lista de estudiosos del problema. Para Cornford, los
Juegos Olímpicos nacieron de un ritual de año nuevo y de iniciación que se
celebraba en territorio sagrado, fuera del habitat acostumbrado de los jóvenes,
con estricta separación de sexos (rasgos todos ellos que encuentran reflejo en
los Juegos Olímpicos históricos). Del rito iniciático formaba parte una carrera
cuyo vencedor era proclamado mégistos koûros, “el mejor de los jóvenes”, el
cual llevaba a cabo una “boda sagrada” con la vencedora de la carrera de
doncellas, todo ello con el objeto de propiciar la renovación de la fertilidad (de
hecho, en Olimpia, como habremos de ver, se celebraba una carrera femenina
en honor de Hera y exclusivamente carreras pedestres formaron el programa
de los Juegos Olímpicos masculinos nada menos que durante las diecisiete
primeras Olimpíadas).

De ritos de fertilidad parten igualmente quienes, desde Cook y Frazer,


hacen remontar el origen de las competiciones deportivas a disputas rituales
por el trono, que iría a parar a manos de los vencedores, según pudiera
deducirse de algunos mitos referentes a la fundación de los Juegos Olímpicos,
que nos hablan como aition de los mismos del triunfo de Pélope sobre Enómao,
que le dio acceso al reino de éste y a la mano de su hija Hipodamía, o la
leyenda menos difundida que nos habla como origen de los Juegos Olímpicos
de la carrera que Endimión organizó entre sus hijos, con el trono como premio.
Según Frazer, cada cierto período de tiempo el rey debía ponerse a prueba
combatiendo con un rival aspirante a su puesto, para comprobar si aún seguía
en condiciones de mantenerse en el trono o debía cederlo a otro hombre cuyo
mayor vigor asegurase la renovación de la vida. Ese sería el germen de las
competiciones atléticas.

Frente a las tesis expuestas hasta aquí, que establecen una vinculación
directísima, esencial, entre el culto y el origen de las competiciones deportivas,
muchos de los más señalados estudiosos del deporte griego en nuestro siglo
han defendido para los festivales atléticos un origen profano y meramente
“deportivo”: habrían nacido sencillamente del placer por competir y mostrar las
propias cualidades, de ese “espíritu agonístico” que se considera innato en el
ser humano, aunque posteriormente, como no podía ser menos, adquirieron
carácter religioso al quedar bajo la protección de alguna divinidad y pasar a
desarrollarse en el marco de ceremonias religiosas.

Pero ya fuera original ya adición secundaria, el caso es que el carácter


religioso de los juegos deportivos se encuentra plenamente arraigado en los
festivales griegos de época histórica y en ello radica una diferencia
fundamental entre el deporte griego y el deporte actual. No obstante, como
habremos de ver más adelante, una adición progresiva de elementos laicos
(influencia política, peso económico, creciente carga espectacular) fue
gravando paulatinamente el desarrollo de los grandes festivales, que fueron
perdiendo poco a poco contenido religioso. No obstante, fuera del programa de
las grandes competiciones deportivas y de los estadios, libres del dominio de
los atletas profesionales y de las influencias políticas y económicas, se
celebraban por todo el mundo griego otro tipo de competiciones atléticas
(especialmente carreras pedestres) que mantuvieron de manera más inmediata
el sentimiento de su vinculación con el culto. Entre ellas destacan, por su
difusión y popularidad, las carreras con antorchas o lampadedromías, carreras
de relevos en las que los relevistas debían pasarse unos a otros antorchas
encendidas. Las diversas interpretaciones simbólicas a las que una carrera tal
se presta (ya encontramos en Platón, Leyes 776b, o en el poeta latino Lucrecio,
2.79, la imagen de la "antorcha de la vida" o “del saber y la tradición” que se
transmite de generación en generación) han sido bien aprovechadas por el
atletismo moderno, pues no en vano el ritual de la antorcha olímpica fue
introducido en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 a imagen y semejanza
de las antiguas lampadedromías, las cuales, sin embargo, nunca tuvieron en
Grecia la menor conexión ni con Olimpia ni con ningún otro de los grandes
festivales atléticos. Las carreras con antorchas tienen probablemente un origen
cultual, en relación, por ejemplo, con el robo del fuego por Prometeo y con el
ritual del rápido traslado de fuego nuevo de un altar a otro, de manera que no
es de extrañar que fueran uno de los momentos culminantes de las
celebraciones que tenían lugar en Atenas en honor de dos divinidades
vinculadas estrechamente con el fuego, Prometeo (junto a su altar comenzaba
la carrera, según Pausanias 1.30.2) y Hefesto.

Fuera de los circuitos habituales del deporte profesional, también una


estrechísima vinculación con ritos religiosos mantuvieron otras "competiciones"
pedestre menos extendidas y conocidas que las carreras con antorchas, como la
llamada "carrera del racimo" (staphylodrómos), que tenía lugar en Esparta y nos
es brevemente descrita por diversas fuentes (Anecdota Graeca I 305 Bekker;
Hesiquio, s.v.): "Durante la celebración de las Carneas, un joven ceñido con
cintas corre, pidiendo algún beneficio para la ciudad, y lo persiguen unos jóvenes,
llamados 'corredores del racimo'; si lo capturan, aguardan algo bueno para la
ciudad en los asuntos locales, y si no, lo contrario". Se reconoce fácilmente, pues,
el carácter ritual y su vinculación con cultos agrarios. Y algo semejante puede
decirse de otra carrera ritual que se celebraba en Atenas y que Ateneo (495f)
describe así: "Aristodemo, en el libro tercero de su obra 'Sobre Píndaro', afirma
que en Atenas, en las Esciras, tiene lugar una competición pedestre de efebos, y
que corren llevando una rama de vid cargada de fruto llamada 'ôschos'; y corren
desde el templo de Dioniso hasta el de Atenea Escírade, y el vencedor recibe una
copa a la que llaman 'pentaploa' ['quíntuple']...por cuanto contiene vino, miel,
queso y un poco de harina de cebada y aceite"; no sabemos con seguridad si
esta carrera tenía algo que ver con las Oscoforias, las fiestas atenienses de la
vendimia, o si estaba relacionada con otras fiestas, las Esciras (en honor de
Atenea). En todo caso, el carácter ritual de la carrera resulta evidente.

Junto a este tipo de festividades locales, el significado religioso de las


actividades deportivas prevaleció siempre sobre cualquier otra consideración en
un segundo ámbito, el deporte femenino, dado que el status social de la mujer
hizo imposible su evolución hacia una práctica profesional del atletismo, como
ocurrió en el caso del deporte masculino; se evitó, en consecuencia, en el deporte
femenino la intromisión de elementos profanos, de manera que la actividad
deportiva de las mujeres (y en particular la carrera pedestre, que fue siempre el
deporte femenino por excelencia en Grecia) continuó siempre íntimamente ligada
al ámbito cultual en el que se desarrollaba. Así, carreras de muchachas formaban
parte de los ritos iniciáticos que se celebraban en Braurón, no lejos de Atenas,
bajo los auspicios de Artemis, y es posible que una práctica semejante deba
extenderse también a otros cultos y juegos locales, ya que carreras rituales
femeninas están igualmente bien documentadas en Esparta, en honor de Dioniso
y en honor de Helena; éstas últimas tienen marcado carácter iniciático y
prematrimonial, al igual que la carrera que, en honor de Hera, se celebraba en el
santuario de Olimpia y que constituye la más importante competición deportiva
femenina de la antigua Grecia. El texto que nos proporciona la mejor, y casi
única, información es un pasaje de Pausanias (5.16.2-3): "Cada cuatro años tejen
a Hera un peplo las dieciséis mujeres, y ellas mismas convocan una competición,
los Juegos de Hera. La competición consiste en una carrera para muchachas, no
todas de la misma edad, sino que corren primero las más jóvenes, y después de
ellas las segundas en edad, y las últimas las muchachas que son mayores. Y
corren de la siguiente manera: llevan suelto el cabello y una túnica les llega un
poco por encima de la rodilla y enseñan el hombro derecho hasta el pecho...A las
vencedoras les conceden coronas de olivo y parte de la vaca sacrificada a Hera,
y además les está permitido ofrendar imágenes con inscripciones...Estos juegos
de muchachas los hacen remontar también a época muy antigua, diciéndose que
Hipodamía, para dar gracias a Hera por su boda con Pélope, reunió a las
dieciséis mujeres y con ellas fue la primera en organizar los Juegos Hereos". Así
pues, se atribuía a esta carrera femenina un origen mítico semejante al de los
Juegos Olímpicos, que habrían sido fundados en conmemoración de la victoria
que el héroe Pélope obtuvo en la carrera de carros sobre Enómao, a
consecuencia de la cual obtuvo como premio su boda con Hipodamía, la hija de
Enómao; Hipodamía ofrendó a Hera, al diosa del matrimonio, su peplo nupcial en
acción de gracias y en recuerdo de tal ofrenda se celebraba periódicamente la
carrera pedestre de los Juegos de Hera, que era un ritual relacionado con el
matrimonio.

Así pues, el carácter religioso de las competiciones deportivas, ya sea


mantenido en estado digamos puro en fiestas locales y en el deporte femenino,
ya desplazado por elementos profanos pero aún así superviviente en los grandes
festivales, constituye un rasgo esencial del deporte en la antigua Grecia que
carece de correlato en el deporte actual. En cambio, otra diferencia que se ha
pretendido establecer entre el deporte antiguo y el deporte moderno (el supuesto
carácter "amateur" del atletismo griego frente al profesionalismo de nuestro
deporte) es una diferencia probablemente más ficticia que real, y es un tema que
creo merece tratar con cierto detenimiento, ya que ha tenido una influencia
decisiva en el deporte moderno, en concreto en la historia moderna del
olimpismo.

Un texto de Heródoto (8.26) sirvió de punto de partida para que muchos de


los promotores del movimiento olímpico moderno (impulsados en parte por las
razones extradeportivas y también acientíficas a las que luego nos referiremos)
sostuvieran la idea de que los atletas griegos no eran profesionales, sino que
practicaban el deporte no por dinero sino por amor al arte. Dice así Heródoto:
"Vinieron a ellos [a los persas] unos pocos desertores de Arcadia, faltos de
medios y deseosos de ser útiles. Los llevaron ante el rey y los interrogaron los
persas, hablando uno solo en nombre de todos, acerca de las cosas en las que
estaban ocupados los griegos...Ellos les dijeron que estaban celebrando los
Juegos Olímpicos y contemplando competiciones atléticas e hípicas. El persa les
preguntó cuál era el premio propuesto por el que competían, y ellos contestaron
que la corona de olivo que allí se daba. Entonces Tritantegmes, hijo de Artabano,
expresó un juicio muy noble que le valió ser tenido por el rey como cobarde;
informado, en efecto, de que el premio era una corona y no dinero, no aguantó
permanecer en silencio y dijo a todos lo siguiente: '¡Ay Mardonio! ¿Contra qué
hombres nos has traído a luchar, que no compiten por dinero, sino por poner a
prueba sus cualidades?". Este pasaje de Heródoto refleja bien la imagen
tradicional del atleta griego que ha venido imperando desde la creación del
movimiento olímpico moderno en la segunda mitad del siglo XIX, es decir, el
deportista que compite sin ánimo lucrativo, con el único objetivo de conseguir el
triunfo y mostrar así sus cualidades, simbolizadas por una simple corona vegetal.
Según esta opinión tradicional, hasta época clásica los atletas habrían sido en su
mayoría de origen noble y practicaban el atletismo y participaban en
competiciones con espíritu puramente "amateur", sin que para ellos los premios y
privilegios resultantes del triunfo significaran nada desde el punto de vista
económico; posteriormente, sin embargo, el profesionalismo, y con él el vil metal,
se habría impuesto en el deporte griego, lo que habría traído consigo la irrupción
de atletas de las clases inferiores y con ello la degeneración y corrupción de los
nobles ideales que movían a los atletas de la época arcaica y comienzos de la
clásica y, en definitiva, la decadencia absoluta del deporte. Estas teorías,
defendidas con especial tenacidad (et pour cause) por los grandes estudiosos
británicos del deporte griego encabezados por el profesor Gardiner, han sido
puestas tela de juicio en los últimos decenios en diversos estudios,
particularmente en un libro del filólogo norteamericano David Young que lleva por
significativo título El mito olímpico del atletismo amateur griego, en el cual ha
intentado demostrar la imposibilidad de seguir manteniendo, al menos de manera
tan tajante la existencia de dos etapas en la historia del deporte griego, una
primera maravillosa y pura en la que los nobles competían para demostrar sus
cualidades, y otra decadente y corrupta en la que los miembros de las clases
inferiores competían en busca de dinero y privilegios.

Las razones por las que Young y otros estudiosos rechazan esta teoría
tradicional son varias. En primer lugar, conocemos los nombres de atletas de
época arcaica y clásica que no salieron de las filas de la nobleza. Incluso el
primer vencedor olímpico (triunfador en la primera Olimpíada, 776 a.C., en la
única prueba existente entonces, la carrera del estadio) fue, según la tradición, un
cocinero, Corebo de Elide, y a un pescador celebra Simónides, con su
humorismo habitual impensable en los epinicios de Píndaro, en un epigrama (41
Page) donde hace decir al anónimo atleta: "antes en mis hombros soportando
una áspera percha llevaba pescado desde Argos a Tegea". También fue cantado
por Simónides el famoso boxeador de Eubea Glauco de Caristo, hijo de un
labrador, y, a su vez, en el si duda muy honesto pero poco aristocrático oficio (a
los ojos de un griego, y seguramente de cualquier otro aristócrata hasta nuestros
días) de pastorear cabras y vacas ocupaban su tiempo respectivamente
Polimnéstor de Mileto, vencedor en el estadio infantil de Olimpia a comienzos del
siglo VI a.C., y Amesinas, de la colonia libia de Barke, que triunfó en la lucha
olímpica en 46O a.C.

Suponiendo, pues, como parece que debemos suponer, que miembros de


las clases inferiores hubieran tenido activa participación en las competiciones
deportivas, ¿cómo podían hacer frente a los cuantiosos gastos que exigían los
entrenamientos y los continuos viajes? (porque precisamente una de las razones
que esgrimían quienes defendían que durante los primeros siglos del deporte
griego únicamente los nobles podían intervenir en las competiciones era que se
trataba de los únicos que disponían del tiempo y del dinero necesarios para
hacerlo; los demás bastante tenían con buscarse la vida y ganarse el pan de
cada día como para andar entrenándose en gimnasios y palestras). Young
propone una explicación que nos adentra ya en un segundo argumento en contra
de la suposición de un deporte plenamente "amateur" durante las épocas arcaica
y clásica: los premios en las competiciones atléticas. Un joven atleta de familia
humilde que conseguía vencer en una competición local, podría emplear el
montante del premio para pagarse su intervención en unos juegos más
importantes y mejor dotados económicamente; a su vez, si triunfaba también en
ellos, estaría en condiciones de pagarse un entrenador profesional e iniciar así
una carrera deportiva que le permitiría incluso participar en los grandes Juegos
Panhelénicos.

Porque sabemos que había, en general, dos tipos de competiciones


deportivas en la antigua Grecia: los llamados agônes stephanîtai o “juegos por
coronas”, que eran los más importantes y en los cuales los vencedores recibían
como premio una corona vegetal que simbolizaba su triunfo, y en segundo lugar
los agônes chrematîtai o “juegos por dinero”, en los que los vencedores recibían
premios de valor material, a menudo elevado. Por poner un ejemplo significativo,
en los que eran quizá los más importantes de los “juegos por dinero”, los Juegos
Panatenaicos de Atenas, quien vencía en la carrera del estadio (que no era la
prueba mejor dotada económicamente) a mediados del siglo IV a.C. recibía como
premio cien ánforas de aceite, cuyo montante económico venía a equivaler, como
mínimo, al salario que recibía un trabajador especializado durante cuatro años y
suponía, por tanto, una pequeña fortuna.

Pero ¿qué ocurría en el caso de los grandes Juegos Panhelénicos, en los “juegos
por coronas”? En Olimpia, como es sabido, los vencedores recibían como
recompensa una corona de olivo, corona que era de laurel en los Juegos Píticos
de Delfos, de apio en los Juegos Ístmicos de Corinto y de apio fresco en los
Juegos Nemeos. Sin duda, al igual que ocurre en las modernas Olimpíadas, no
era el dinero, sino el deseo de triunfar, el primer incentivo de los atletas, y la
victoria misma, simbolizada en una corona o una medalla, la mejor recompensa..
No obstante, al igual que actualmente cada país acostumbra a mostrar su
agradecimiento, a menudo en metálico, al atleta que ha dejado alto su pabellón
nacional, y la cotización del propio deportista aumenta considerablemente tras un
comportamiento destacado en una competición importante, también en la antigua
Grecia numerosas ventajas se derivaban del triunfo en alguno de los grandes
juegos. En efecto, una larga serie de honores y recompensas aguardaban al
atleta vencedor en su patria (y ya en el lugar mismo de la competición, donde se
celebraba una fiesta para conmemorar la victoria y además tenemos
documentada desde Platón al menos [República 621d, Suda p 1054] la
costumbre de que el vencedor diera la vuelta de honor, entre las aclamaciones de
un público que le lanzaba toda clase de objetos, como a los toreros), fiel
testimonio de la importancia que la comunidad otorgaba a los ciudadanos que la
representaban en el terreno deportivo, con los cuales se identificaba con un fervor
de sobra conocido en el deporte moderno. Acostumbrados, en efecto, como
estamos a contemplar a menudo el desbordante delirio con que es recibido en su
ciudad o país el equipo o el deportista individual que alcanza un triunfo
sobresaliente (la copa se pasea por toda la ciudad, se ofrece a la Virgen Patrona
y a los aficionados, hay una recepción por las autoridades locales, los aficionados
se bañan en una fuente, y otras cosas de semejante guisa), no nos extrañará el
espectacular recibimiento que, según Diodoro de Sicilia (13.82.7) tuvo Exéneto de
Acragante tras vencer en la Olimpíada de 412 a.C. en la carrera del estadio:
"Habiendo vencido Exéneto de Acragante, lo condujeron a la ciudad sobre un
carro, y lo escoltaban, aparte de otras cosas, 300 bigas de caballos blancos,
todas pertenecientes a los propios acragantinos". Un recibimiento semejante sólo
un general victorioso podía soñar con tenerlo.

En relación también con las pasiones que levantaban los espectáculos


deportivos, tenemos ya lamentablemente documentadas en la Antigüedad peleas
entre seguidores de equipos rivales que no tenían nada que envidiar a los
enfrentamientos entre los actuales hooligans (normalmente en los juegos del
circo y del anfiteatro, rara vez en los estadios). El historiador Tácito (Anales
14.17) nos cuenta que, a mediados del siglo I p.C., en el anfiteatro de Pompeya
se produjo una batalla campal entre los aficionados locales y sus rivales de la
ciudad de Nocera, con el resultado de que el anfiteatro de Pompeya fue
clausurado por diez años y los cabecillas de la trifulca castigados con el destierro
de por vida. Tácito deja caer que muchos hinchas se encontraban bajo los
efectos del alcohol, el cual por cierto quizá estuviera prohibido en los estadios
antiguos (cf. P. Aupert, Le stade [Fouilles de Delphes II], París 1979, 26-17, 52-
54). En todo caso, enfrentamientos más o menos ásperos entre hinchas se
documentan ya en la primera descripción de una competición deportiva de la
literatura occidental, los Juegos Fúnebres que organiza Aquiles en memoria de su
amigo Patroclo en el canto 23 de la Ilíada.

Volviendo a los premios concedidos a los atletas, las ciudades no


solamente asignaban elevadas recompensas económicas para los vencedores en
los grandes juegos (como ya preveían las leyes de Solón para los atletas
atenienses, en el siglo VI a.C.), sino que además el erario público costeaba a
veces la erección de una estatua del atleta, el cual disfrutaba también de otras
ventajas, como la concesión de cargos públicos y, sobre todo, de algunos
privilegios que estaban reservados exclusivamente a un reducidísimo número de
personas, considerados benefactores de la comunidad: la manutención gratuita
de por vida en el Pritaneo a expensas de la ciudad, la proedría o derecho a
ocupar de manera gratuita asiento de honor en los espectáculos públicos, y
también la atelía o exención de impuestos, etc.
En definitiva, este cúmulo de privilegios económicos y honoríficos mal se avienen
con la imagen tradicional del atleta griego como un aficionado que se limita a
competir ars gratia artis, un tipo de atleta que fue sobre todo una idea fomentada
desde el siglo pasado por quienes deseaban presentar un antecedente histórico y
prestigioso para el tipo de deporte que intentaban implantar, a saber, el deporte
elitista propugnado por los caballeros ingleses de la época victoriana, en cuyos
clubs amateurs no tenían cabida los trabajadores, sino únicamente aquéllos que
no necesitaban trabajar para ganarse el sustento y que, por tanto, disponían de
todo el tiempo del mundo para practicar el deporte por el deporte, sin esperar
remuneración económica alguna. "El amateurismo -recojo aquí palabras de
Young- fue en realidad un sueño soñado por unos pocos privilegiados entre 1860-
1870", un sueño que convirtió a los atletas griegos en caballeros sportmen de la
Inglaterra victoriana, pero un sueño que ha afectado grandemente al movimiento
olímpico moderno, que nació precisamente en este ambiente de los selectos
clubs británicos y de aristócratas amantes del deporte como el barón Pierre de
Coubertin, los cuales no tenían generalmente mucho interés en medir sus fuerzas
con gentes de niveles sociales inferiores, que, decían, sólo compiten pensando
en el vil metal (naturalmente porque no lo tenían). Concluye Young que el
amauterismo es un concepto moderno, que nació en Inglaterra en la segunda
mitad del siglo XIX como medio ideológico para justificar un sistema deportivo
elitista, que trataba de eliminar de las competiciones a la clase trabajadora, quizá
porque cuando un aristócrata es derrotado por un trabajador pierde algo más que
una carrera o un trofeo, se tambalea un mundo de valores que se basa en la
innata superioridad de las clases altas sobre las clases bajas en todos los
aspectos. No es extraño, en consecuencia, que en los clubes deportivos
británicos de la época tuviera prohibido el acceso “cualquiera que sea o haya sido
mecánico, artesano o trabajador o se haya ocupado en trabajos domésticos”, o
que el presidente del comité olímpico de los Estados Unidos, Caspar Withney
(que a finales del XIX formaba parte de la dirección del COI junto con cinco
condes, dos varones, un duque y el príncipe de Rumanía), llamara “sabandijas” y
otras lindezas por el estilo a los atletas de las clases trabajadoras. E incluso la
cabeza visible de los promotores del olimpismo moderno, el barón Pierre de
Coubertin, no pudo escapar a estos prejuicios; a pesar de que su postura al
respecto del tema que nos ocupa fue siempre muchísimo más moderada que la
de la mayoría de sus colegas y en ningún momento podemos dudar de las
buenas intenciones (e incluso de los magníficos resultados) de su deseo de
restaurar el movimiento olímpico para que sirviera de vínculo de paz entre los
pueblos, de vez en cuando se le escapa a Coubertin alguna alusión que denuncia
los prejuicios a los que hemos hecho alusión y el ambiente en el que nació el
moderno movimiento olímpico. Por ejemplo, en su escrito “Por qué resucité los
Juegos Olímpicos”, de 1908, dice Coubertin que el objetivo que se propuso al
recrear los Juegos Olímpicos fue el de proporcionar “los medios para conseguir el
perfeccionamiento de la fuerte y esperanzadora raza blanca, con el fin de
contribuir al perfeccionamiento de toda la sociedad humana”.

Este ambiente en el que nace el movimiento olímpico moderno ha


determinado en buena medida su historia posterior. La hipócrita distinción entre el
atleta supuestamente amateur que puede participar en los Juegos Olímpicos y el
profesional que tiene vedada su intervención en ellos se ha mantenido hasta hace
bien poco (como sabrán los aficionados, los jugadores de la liga profesional
norteamericana de baloncesto han sido admitidos por vez primera en unos
Juegos Olímpicos en las Olimpíadas de Barcelona de 1992), y ha afectado
incluso a algunos de los más grandes atletas contemporáneos, como el gran
fondista finlandés Paavo Nurmi (nueve veces campeón olímpico entre 1920 y
1928) y sobre todo a quien muchos consideran aún uno de los mejores atletas del
deporte moderno, el piel roja norteamericano James Thorpe, quien venció en el
décatlon de los Juegos Olímpicos de Estocolmo de 1912, pero posteriormente fue
desposeído de su título y su nombre borrado de la historia olímpica, podríamos
decir, parodiando el título del célebre spaghetti-western, "por un puñado de
dólares", ya que fue acusado de ser un deportista profesional, y por ello indigno
de competir en unos Juegos Olímpicos, por haber cobrado la desorbitada
cantidad de...cinco dólares a la semana como jugador de béisbol. La
rehabilitación de su nombre le llegó tarde a Thorpe, en 1983, treinta años
después de su muerte.
En definitiva, el "amateurismo" que se atribuye tradicionalmente a los
atletas griegos de los primeros tiempos es (quizá no totalmente, pero sí
probablemente en buena medida) una excusa para justificar un ideal deportivo
moderno dotándolo de un antepasado prestigioso. En este aspecto, como en
tantos otros, no creemos que hubiera tanta diferencia cualitativa como se ha
pretendido entre el deporte griego y el deporte actual (me refiero siempre por
supuesto al deporte de competición) y en ambos casos los intereses económicos
y sociopolíticos tienen gran peso.

Efectivamente, como consecuencia en cierto modo lógica de los intereses


de todo tipo que fueron rodeando el mundo del deporte por su imparable
popularidad, el afán por obtener victorias deportivas llegó a ser tan grande que se
acudió ocasionalmente a toda clase de medios (no siempre legales) para lograr el
triunfo con el fin de explotarlo posteriormente, a veces con objetivos totalmente
ajenos al ámbito deportivo (y en este aspecto el deporte antiguo anticipa
lamentablemente prácticas bien conocidas y bien actuales en el deporte
moderno). El mejor ejemplo de explotación política de éxitos deportivos en la
Grecia de época clásica lo proporciona probablemente Alcibíades. En un
discurso que pone en su boca Tucídides (6.16 ss.), el primer mérito que este
hombre sin escrúpulos y con un ansia inagotable de poder y protagonismo
personal alega para convencer a los atenienses de la conveniencia de enviar
(naturalmente bajo su mando) una expedición a Sicilia durante la Guerra del
Peloponeso (estamos en 415 a.C.), es precisamente su espectacular triunfo en
los Juegos Olímpicos. Alcibíades presentó nada menos que siete carros en la
carrera de cuadrigas de los Juegos (un dispendio económico enorme, sobre
todo en una época de terrible escasez en Atenas a causa de la guerra); los
puestos primero, segundo y cuarto fueron para él, lo cual le hizo popularísimo
en su ciudad y le fue concedido el mando de la expedición a Sicilia, cuyo
desastre, por cierto, aceleraría la derrota definitiva de Atenas en la guerra. En
fin, también en la Atenas clásica, al igual que hoy, era posible un uso aberrante
del deporte para manipular a las masas, y en casos como el descrito es
especialmente aberrante, porque al fin y al cabo Alcibíades sólo tuvo que poner
el dinero para costear los carros y no su sudor y esfuerzo personal, ya que en
los juegos antiguos era proclamado vencedor no el conductor del carro, sino su
propietario (aún más lejos llegó Nerón, de quien cuenta Suetonio que fue
coronado vencedor en la carrera olímpica de cuadrigas a pesar de que su carro
derrapó y no llegó el primero a la meta; su nombre fue borrado posteriormente
de la lista de vencedores olímpicos).

Esta explotación de los éxitos deportivos con fines políticos no fue


únicamente cosa de los ciudadanos particulares con ambiciones, sino que
también recurrían a ella los propios estados, deseosos de hacerse propaganda
por este medio, como ha sucedido y sigue sucediendo aún en el deporte
moderno (recuérdese el caso de países como la antigua Alemania Oriental y su
“deporte de estado” o los casos de “doping” que afectan, por ejemplo, a los
atletas chinos). Conocemos incluso casos en los que la rivalidad entre ciudades
condujera en algunos casos a la compra de victorias o al “fichaje” de atletas
extranjeros “convenciéndolos” con sustanciosas recompensas, milenario
antecedente de los recientes casos de “pasaportes falsos” y de esos
misteriosos maletines que según parece van y vienen cuando se acerca el final
de la liga futbolística. Nos cuenta, por ejemplo, Pausanias (6.13.1) que el gran
velocista Ástilo de Crotona, doble vencedor en las pruebas de 200 y 400
metros de los Juegos Olímpicos de 488 y 484 a.C., en 480 a.C. corrió como
representante de Siracusa, la ciudad más poderosa del sur de Italia (en esa
Olimpíada, además de en las dos pruebas citadas, Astilo venció también en la
carrera con armas). Pausanias dice que corrió como siracusano “para
complacer a Hierón” (el hermano del tirano Gelón de Siracusa), una expresión
de la que posiblemente debamos deducir que Hierón se hizo con los servicios
de Ástilo atrayéndolo con suculentas recompensas. Los de Crotona, como es
de suponer (y recuerden ustedes el reciente “caso Figo”), no vieron con muy
buenos ojos la traición de Ástilo, de manera que convirtieron su casa en prisión
(castigo reservado a los traidores) y derribaron la estatua que le había sido
dedicada en el santuario de Hera.

No obstante, y para compensar, tenemos también noticias de otros


atletas que no se dejaron seducir por el vil metal. También nos cuenta
Pausanias (6.2.6) que un sucesor de Hierón en el trono de Siracusa, Dionisio I,
trató de sobornar al padre de Antípatro de Mileto, vencedor en Olimpia en el
pugilato infantil en 388, para que éste se hiciera ciudadano de Siracusa y como
tal se hiciera proclamar vencedor; Antípatro se negó a ello e hizo constar
orgullosamente su origen milesio en la basa de la estatua que fue erigida en su
honor.

Conocemos también algún caso en que se recurrió al soborno de los


rivales para obtener la victoria. El primer caso que podemos fechar con
exactitud (y que Pausanias, 5.21.2-4, menciona como primer intento de
soborno en Olimpia) es el del corredor tesalio Eupolo, que en 388 (unos Juegos
muy movidos, a lo que parece) compró a sus adversarios, pero el engaño fue
descubierto y tanto el sobornador como los sobornados hubieron de pagar
fuertes multas, con las cuales se financiaron seis estatuas broncíneas de Zeus,
que los locales llamaban en su dialecto “Zanes” y que fueron colocadas a la
entrada del estadio, con inscripciones en las que constaba el nombre de los
culpables, para su vergüenza eterna, y se advertía que la victoria en Olimpia no
se conseguía con dinero, sino con la rapidez de los pies y la fuerza del cuerpo.

Medio siglo más tarde, en 332, fue el pentatleta ateniense Calipo quien
pagó a sus rivales para que se dejaran vencer, y esta vez el suceso tuvo mayor
repercusión, por las vergonzosas presiones de Atenas para proteger a su
representante. Calipo fue por supuesto rigurosamente multado, pero los
atenienses enviaron al prestigioso orador Hiperides para que tratara de
persuadir a los jueces de que le perdonaran el castigo. Éstos, naturalmente, se
negaron, y entonces los atenienses, adoptando una actitud soberbia y
prepotente, se negaron a pagar y boicotearon los juegos. Hubo de ser el dios
de Delfos quien solucionase finalmente el conflicto, al declarar que no daría
ningún oráculo a Atenas hasta que la multa fuera satisfecha. Los atenienses
cedieron ante tal amenaza y con el importe de la multa se erigieron otros seis
Zanes con inscripciones en las que se recordaba el suceso y se hacían
advertencias semejantes a las anteriormente aludidas.

Es, pues, indudable, que en algunos casos se acudió a toda clase de


medios, desde el ofrecimiento de dinero hasta la presión política, para
conseguir la victoria deportiva y explotarla posteriormente. No obstante, no
tenemos ni muchísimo menos razones para suponer que fuera éste un
comportamiento generalizado, y nos reconcilian con la nobleza de los ideales
atléticos comportamientos como el ya comentado del niño púgil Antípatro de
Mileto o el de un espartano que, según Plutarco (Licurgo 22.8) rechazó un
intento de soborno al más puro estilo espartano: “El rey [de Esparta] avanzaba
contra los enemigos llevando junto a él a los que habían vencido en alguno de
los grandes juegos. Y cuentan que un espartano al que le fue ofrecida una
buena suma de dinero en Olimpia [por dejarse ganar], no la aceptó, sino que,
tras haber vencido a su adversario con gran esfuerzo, cuando alguien le dijo:
‘espartano, ¿qué más has obtenido con tu victoria?’, respondió sonriendo:
‘lucharé contra los enemigos formando delante del rey’”. Cuando no eran los
propios atletas los que rechazaban comportamientos deshonestos, en lugares
emblemáticos como Olimpia los jueces de las competiciones parece que
tuvieron bien cuidado en cortar enérgicamente los casos de corrupción (y
probablemente también el significado religioso que se atribuía a un triunfo
olímpico hacía que la violación de las reglas del juego fuera sentida no
únicamente como una falta deportiva, sino incluso como una falta religiosa)

Todos los aspectos, tanto los positivos como los negativos, que hasta aquí
hemos comentado en el deporte griego antiguo, los encontramos reflejados en los
textos literarios, que nos ofrecen grandes alabanzas del deporte y de los atletas y
también fuertes críticas. Es la Ilíada, el poema con el que comienza la literatura
europea, la obra con la que empieza también la historia de nuestra literatura
deportiva, en el siglo VIII a.C., el mismo siglo en el que se sitúa la fundación de
los Juegos Olímpicos, que se celebraron por vez primera, según la tradición, en
el año 776. De entre las numerosas referencias al mundo del deporte que
hallamos en los poemas homéricos (tanto en Ilíada como en Odisea), destacan
sobre todo dos largas descripciones. En el canto 23 de la Ilíada el poeta dedica
nada menos que 640 versos a relatar los juegos funerarios que el héroe griego
Aquiles organiza para honrar la memoria de su amigo Patroclo, muerto a
manos del troyano Héctor. La competición más destacada y popular de esos
juegos es la carrera de carros, cuyo relato se prolonga por espacio de casi 400
versos y aún hoy emociona por su viveza y sorprende por la extraordinaria
minuciosidad en la descripción de los pormenores técnicos, de manera que
permite al oyente o lector participar casi activamente del esfuerzo y del ansia
de victoria de los competidores, y participar igualmente de la emoción con la
que viven la prueba unos espectadores que no pierden detalle y a los que el
entusiasmo lleva incluso, como antes se comentó, a enfrentarse verbal y casi
físicamente en defensa de sus favoritos (e incluso a cruzar apuestas sobre
quién va a ser el vencedor)

Otras pruebas componen el programa atlético de esta primera crónica


deportiva de nuestra tradición literaria: el boxeo, la lucha, la carrera pedestre, el
lanzamiento de peso y de jabalina y el tiro con arco. Las descripciones de cada
disciplina son ya mucho más breves, pero no carecen tampoco de la vivacidad
y emotividad que caracteriza los relatos deportivos homéricos, hace casi tres
milenios.

Como se ha indicado, se trata de juegos deportivos organizados para honrar la


memoria de un difunto, de manera que ya en nuestro primer documento
literario del deporte griego encontramos reflejada la estrecha vinculación entre
deporte y religión antes comentada. No obstante, también los poemas
homéricos documentan ya la que podríamos denominar “vertiente laica” del
deporte griego, es decir, la práctica del deporte como diversión y por el mero
placer de competir y también de mostrar cada uno su propia capacidad física.
Así ocurre en el canto 8 de la Odisea, cuando Ulises se encuentra en el feliz
país de los feacios y queda afligido al escuchar al cantor Demódoco relatar los
sucesos de Troya, en los que él ha participado; entonces Alcínoo, el rey de los
feacios, propone celebrar unas competiciones atléticas (juegos de pelota,
carrera pedestre, lanzamiento de disco, salto de longitud) para consolar a su
huésped, unas competiciones en las que también el público participa con
entusiasmo. Dice así Alcínoo (vv.97 ss.): “Escuchadme, caudillos y príncipes de
los feacios. Ya tenemos saciado nuestro ánimo en el banquete común y la
forminge, que es compañera del festín espléndido; ahora salgamos y probemos
juegos de toda clase, para que el huésped cuente a sus amigos, tras regresar a
casa, cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y
en la carrera”.
La influencia de Homero en la cultura griega es inconmensurable, de manera
que no es de extrañar que también las narraciones deportivas de los poemas
homéricos se convirtieran durante más de un milenio en modelos para los
escritores posteriores, tanto en la literatura griega como en la latina, incluso
cuando se describen disciplinas en principio tan diferentes de las que incluye
Homero en sus relatos, como la regata que en el canto quinto de la Eneida
organiza el héroe que da título al poema para honrar la memoria de su padre
Anquises y cuya descripción está modelada sobre el patrón de la carrera de
carros de Ilíada 23.

En realidad, el deporte está presente en todas las épocas y en todos los


géneros de la literatura griega antigua, lo cual no es sino un evidente reflejo de
su importancia dentro de la sociedad griega. Es, en efecto, difícil encontrar una
sola obra literaria de la Antigüedad griega (sea prosa o verso, tragedia,
comedia, oratoria, filosofía, historia, novela o medicina) que no contenga
referencias al mundo del deporte, ya a través de descripciones de
competiciones o reflexiones sobre el papel del deporte y los deportistas en la
sociedad (un tema sobre el que volveremos más adelante), ya sea mediante el
uso de metáforas tomadas del mundo del deporte, que son frecuentísimas y
que exigen para ser comprendidas un amplio conocimiento del léxico y del
mundo del deporte tanto por parte del autor como por parte del oyente o lector.
Veamos un par de ejemplos característicos. En las comedias de Aristófanes, en
las cuales las alusiones sexuales son muy abundantes, con gran frecuencia las
escenas eróticas se describen mediante términos deportivos como un “combate
amoroso”; así, en los versos 894 ss. de la comedia La Paz (representada en
421 a.C.) el protagonista, Trigeo, ha conseguido ya liberar a la Paz, que se
encontraba prisionera de la Guerra, y para celebrar la felicidad que conlleva su
vuelta a la ciudad, propone Trigeo organizar unos juegos “deportivos” muy
peculiares, que tendrán como protagonista pasiva una hermosa muchacha
presente en escena (en el original griego cada término deportivo tiene doble
sentido erótico): “luego será posible organizar mañana unos juegos preciosos,
luchar en el suelo, ponerla a cuatro patas, derribarla de costado, ponerla de
rodillas con la cabeza agachada…y el tercer día de los juegos celebraréis una
carrera hípica, en la que un caballo adelantará a otro caballo, y los carros,
revolcados unos sobre otros, se menearán jadeando y resoplando, mientras
otros aurigas quedarán caídos, descapullados, en las curvas”. Algunas
décadas más tarde el abogado y político Demóstenes dedica sus mejores
energías a intentar convencer a los atenienses de que depongan su actitud
abúlica y actúen con decisión e iniciativa para impedir que Filipo, el rey de
Macedonia, se haga el amo de Grecia. Sus arengas están plagadas de
espléndidas metáforas tomadas del mundo del deporte, como la que
encontramos en el Primer discurso contra Filipo (4.40; año 351 a.C.), en la cual
Demóstenes censura a los atenienses por no emplear todos los recursos de
que disponen contra Filipo, sino que le dejan la iniciativa y luchan contra él
“como los bárbaros cuando practican el boxeo. Porque cuando uno recibe un
golpe, se protege la parte golpeada; y si se le golpea en otro lado, hacia allí van
también sus manos. Pero ponerse en guardia o mirar al rival de frente, ni sabe
ni quiere”. En fin, del empleo de metáforas deportivas no están libres siquiera
los autores cristianos, pese a sus críticas (a menudo virulentas) contra el
deporte pagano. Baste recordar que términos tan importantes en el vocabulario
cristiano como “ascesis, ascético”, son préstamos del léxico del deporte, ya que
designan en concreto el entrenamiento del atleta (en sentido cristiano, el
entrenamiento del creyente para alcanzar la meta del cielo y conseguir el
triunfo de la vida eterna).

Así pues, el deporte está presente constantemente en todos los géneros


y en todas las etapas de la literatura griega. Pero hay un género poético
destinado en exclusiva a exaltar los triunfos atléticos; se trata del epinicio,
canto entonado por un coro para celebrar la victoria de un atleta en una
competición deportiva, compuesto por encargo del propio atleta vencedor o su
familia (más raramente su ciudad). El epinicio se cantaba en el lugar mismo de
la competición o bien durante la fiesta que tenía lugar cuando el atleta
retornaba a su ciudad, y fue un género que alcanzó su cénit entre 500 y 450
a.C. por obra de dos poetas de la pequeña isla de Ceos, Simónides y
Baquílides (del primero solamente se han conservado pequeños fragmentos,
no poemas enteros), y sobre todo por obra de Píndaro de Tebas.
Para Píndaro el atleta es el hombre ideal, la más perfecta plasmación del
aristócrata, tal como lo concibe el poeta, a saber, el hombre que destaca tanto
por sus cualidades físicas como por sus cualidades intelectuales y morales,
puestas siempre al servicio de la comunidad, en beneficio de la buena marcha
de los asuntos de su ciudad. El hecho de que Píndaro nos presente a los
vencedores en los juegos deportivos como modelos de conducta (e, insisto, no
sólo en lo físico, sino sobre todo en el terreno moral) tiene su fundamento en la
convicción de que la competición atlética es un test muy fiable para evaluar la
valía de un hombre, pues en ella el ser humano saca a relucir lo mejor de sí
mismo. Y es que para Píndaro en el atleta vencedor concurren una serie de
factores cuya unión se produce únicamente en unos pocos hombres escogidos:
el éxito atlético (y esto puede extenderse, y Píndaro lo hace, a cualquier faceta
de la vida) requiere en primer lugar un talento natural, que incluye no sólo
capacidades puramente físicas sino también intelectuales y morales, y que en
el ideario de Píndaro sólo están al alcance de los aristócratas. Pero este talento
natural resulta insuficiente para procurar el triunfo, si no va acompañado por
otra cualidad que debe poseer el atleta sobresaliente (y por extensión todo
buen ciudadano) que es el esfuerzo constante, la capacidad de sufrimiento y de
superación, sin la cual no es posible ningún éxito en la vida. Todas estas
cualidades hallan su plasmación en el triunfo atlético, que conlleva la gloria, la
admiración de la gente y el canto del poeta que la celebra y la difunde. La
victoria atlética, y su canto por parte del poeta, proporciona así las dos cosas
más ambicionadas por el hombre en el contexto social de la época en que
Píndaro vive: ser admirado en vida y recordado tras la muerte.

Con Píndaro llega hasta su más alta cima en el pensamiento griego la


estimación del atleta, presentado en definitiva como un modelo. De él ha dicho
la profesora Bernardini que “el ideal atlético no ha vuelto a encontrar en el
tiempo una voz tan entusiasta y no se ha vuelto a sostener una construcción
ideológica tan orgánica y coherente de los rasgos distintivos que hacen del
atleta un modelo de vida y comportamiento”. Nada comparable, en efecto,
encontramos después de Píndaro, ni tampoco era posible, ya que los grandes
cambios que, en todos los aspectos, se produjeron en la Grecia del siglo V a.C.
hicieron que muy pronto (en realidad ya en vida del propio Píndaro) este ideal
humano aristocrático quedara rápidamente trasnochado.

Nada más aleccionador al respecto que comparar a los atletas


pindáricos con los que cinco siglos después describen los poetas Lucilio y
Nicarco en sus epigramas satíricos. En ellos ya no aparecen los heroicos,
hermosos e idealizados atletas de Píndaro, prodigios de fuerza y velocidad,
sino atletas que son más bien prodigios de fealdad y torpeza, corredores tan
lentos que llegan a la meta después del último y a los que adelanta hasta el
público, y boxeadores que después del combate ni siquiera ellos mismos se
reconocen al mirarse al espejo. Veamos un par de estos epigramas:

Nicarco, Antología Palatina 11.82:

Junto con otros cinco, en Arcadia participó Carmo en la carrera de fondo.

¡Milagro, pero es verdad: llegó…el séptimo!

“Si eran seis -preguntarás quizá-, ¿cómo es que llegó el séptimo?”.

Es que un amigo suyo se acercó a él [mientras corría] diciéndole:


“¡Ánimo, Carmo!”.

Y [el amigo] llegó antes que Carmo a la meta. Y si llega a tener Carmo

cinco amigos más, habría llegado el duodécimo.

Lucilio, Antología Palatina 11.77

Después de 20 años Ulises regresó a su patria sano y salvo.

y reconoció su figura su perro Argos al verlo.

En cambio a ti, Estratofonte, después de cuatro horas boxeando,

no es que no te reconozcan los perros, es que no te reconoce nadie en


tu ciudad.
Y si quieres mirar tu propio rostro en el espejo,

Tú mismo dirás bajo juramento: “No soy Estratofonte”.

Estos epigramas son en realidad el resultado de un largo proceso, que


conocemos al menos desde el siglo VI a.C. (antes de Píndaro, por tanto).
Desde entonces, muchas de las más destacadas voces del mundo griego (sin
negar nunca -y esto me interesa subrayarlo desde el principio- los beneficios
que la práctica del deporte proporciona al bienestar físico e intelectual del
hombre), atacaron enérgicamente el deporte de competición, centrando sus
críticas en dos aspectos que constituyen igualmente, creo, el blanco de las
censuras que los intelectuales y hombres de ciencia de nuestro siglo continúan
dirigiendo contra el deporte profesional: en primer lugar, la exagerada
valoración social de las cualidades físicas por encima de las intelectuales, que
se traducía, como ahora, en las desmesuradas recompensas económicas que
recibían los atletas y en la devoción popular de que eran objeto, sobre todo en
comparación con las menores satisfacciones que aguardaban a quienes
cultivaban el espíritu más que el cuerpo; en segundo lugar, el régimen de vida
que los deportistas se veían obligados a seguir, cuyos excesos en la
alimentación y en los esfuerzos físicos resultaban ser, en última instancia,
sumamente perjudiciales para la salud y en modo alguno contribuían (sino todo
lo contrario) a la formación de un cuerpo bello y armonioso.

Ya hemos hablado del primero de ambos aspectos, la exagerada (en opinión


de los intelectuales) valoración social de la capacidad física y las
consecuencias económicas que ello conllevaba. La censura de la exagerada
valoración social de los éxitos deportivos, si se tiene en cuenta su escasa
contribución al bienestar y progreso de la comunidad ciudadana (al decir de los
críticos), se halla expuesta por vez primera de manera clara y explícita en la
segunda mitad del siglo VI a.C., en los versos del filósofo Jenófanes de Colofón
(fr.2): “Pero si alguien alcanza la victoria allí donde está el recinto sagrado de
Zeus junto a las corrientes del río de Pisa, en Olimpia, sea por la rapidez de
sus pies o compitiendo en el pentatlo, sea en la lucha o incluso en el doloroso
pugilato o en la terrible prueba que llaman pancracio, como hombre muy ilustre
aparece a los ojos de sus conciudadanos, y puede alcanzar el derecho a
ocupar asiento de preferencia en los espectáculos y recibe de la ciudad
alimentos a cargo del erario público y un premio. E incluso compitiendo en las
carreras de caballos podría lograr todo eso, sin ser tan valioso como yo.
Porque superior a la fuerza de hombres y caballos es nuestra sabiduría. Pero
eso se juzga muy a la ligera y no es justo preferir la fuerza a la verdadera
sabiduría. Pues aunque entre el pueblo se encuentre un buen púgil, pentatleta
o luchador o quien destaque por la rapidez de sus pies…no por eso la ciudad
va a estar mejor gobernada. Poco gozo puede obtener la ciudad si alguno
compite y vence junto a las riberas del río de Pisa, pues eso no engorda los
fondos de la ciudad”.

Críticas semejantes a las que vierte Jenófanes contra la sobreestimación


de la importancia de los deportistas se hicieron especialmente frecuentes a
partir del siglo V a.C., cuando las nuevas experiencias intelectuales y las
modificaciones en el sistema educativo, promovidas sobre todo por la sofística
(el movimiento que provocó en la sociedad antigua una puesta en cuestión de
las ideas tradicionales y unos cambios comparables a los que el mundo
moderno debe a la Ilustración), abogaban por la afirmación de la superioridad
de la capacidad intelectual sobre la física. Precisamente a un poeta criado en
ese ambiente, el trágico Eurípides, debemos la que es quizá la más acerba
crítica del deporte de competición que nos ha legado la literatura griega; se
trata de un fragmento de una obra perdida titulada Autólico (fr.282): “De los
innumerables males que hay en Grecia, ninguno es peor que la raza de los
atletas.. En primer lugar, éstos ni aprenden a vivir bien ni podrían hacerlo, pues
¿cómo un hombre esclavo de sus mandíbulas y víctima de su vientre puede
obtener riqueza superior a la de su padre?. Y tampoco son capaces de soportar
la pobreza ni remar en el mar de la fortuna, pues al no estar habituados a las
buenas costumbres difícilmente cambian en las dificultades. Radiantes en su
juventud, van de un lado para otro como si fueran adornos de la ciudad, pero
cuando se abate sobre ellos la amarga vejez, desaparecen como mantos
raídos que han perdido el pelo. Y censuro también la costumbre de los griegos,
que se reúnen para contemplarlos y rendir honor a placeres inútiles…¿Pues
qué buen luchador, qué hombre rápido de pies o qué lanzador de disco o quien
habitualmente ponga en juego su mandíbula ha socorrido a su patria
obteniendo una corona?. ¿Acaso lucharán contra los enemigos llevando discos
en las manos o por entre los escudos golpeándolos con los pies expulsarán a
los enemigos de la patria?. Nadie hace esas locuras cuando está frente al
hierro. Sería preciso, entonces, coronar con guirnaldas a los hombres sabios y
buenos y a quien conduce a la ciudad de la mejor manera siendo hombre
prudente y justo, y a quien con sus palabras aleja las acciones perniciosas,
suprimiendo luchas y revueltas. Tales cosas, en efecto, son beneficiosas para
la ciudad y para todos los griegos”.

Así pues, en términos semejantes a los empleados por Jenófanes, en


este fragmento de Eurípides se critica: a) el régimen de vida y entrenamiento a
que se someten los atletas, que perjudica su salud y además no los hace aptos
siquiera para defender a su patria con las armas, y b) el nulo beneficio que
aporta a la comunidad una victoria deportiva. Y en la misma línea se sitúa otro
personaje paradigmático de la época, el filósofo Sócrates, cuando, en el
proceso incoado contra él bajo la acusación de corromper a la juventud con sus
enseñanzas, propuso a los jueces que lo “castigaran” con uno de los
privilegios, ya comentado, que las ciudades concedían a los atletas como
recompensa por sus victorias, la manutención de por vida a expensas públicas,
que el filósofo consideraba que él merecía y necesitaba más que los atletas
campeones (Platón, Apología de Sócrates 36 d-e).

Durante los siglos siguientes y hasta la abolición de los Juegos


Olímpicos y el final del mundo antiguo, a fines del siglo IV p.C., críticas
semejantes contra el deporte profesional se repiten recurrentemente en las
obras de poetas, oradores, médicos, filósofos, etc., como se repite igualmente
un segundo motivo de censura que hemos encontrado ya en el fragmento de
Eurípides antes comentado: el insano entrenamiento y régimen de vida de los
atletas, que convertía a personas que en principio deberían ser prototipo de
salud e incluso de belleza y armonía corporal, en hombres de cuerpos
deformes por el sobredesarrollo y la excesiva especialización del
entrenamiento e incluso en hombres de salud precaria. El tratado hipocrático
Sobre la alimentación (34) resume estas ideas en una frase: “La constitución
del atleta no va de acuerdo con la naturaleza”, y las mismas críticas contra el
deporte profesional se reproducen con frecuencia en los escritos médicos, a
pesar de que en ellos los ejercicios físicos desempeñan un papel fundamental
como terapia y también como prevención de enfermedades. Efectivamente, la
importancia higiénica básica que se otorgaba a las actividades físicas queda
bien reflejada en el desarrollo y fijación, por parte de los profesionales de la
medicina, de un amplio programa de ejercicios, cuyo seguimiento podía
contribuir a la consecución y conservación de la salud, y que eran aplicables de
acuerdo con las condiciones físicas y las necesidades de cada persona en
particular, teniendo en cuenta tanto factores internos al propio individuo (su
edad, sexo, complexión física, etc.), como factores externos a él (las estaciones
del año, el ambiente geográfico, etc.). Probablemente es el tratado hipocrático
Sobre la dieta, junto con los escritos de Galeno Sobre cómo conservar la salud
y Sobre los ejercicios con pelota pequeña, las obras que nos ofrecen una más
detallada clasificación y descripción de los ejercicios físicos atendiendo a los
condicionamientos antes apuntados. La gimnasia se prescribe tanto para curar
como para prevenir enfermedades, y, efectivamente, la prevención de
enfermedades mediante el adecuado régimen de alimentos y ejercicios físicos
es el principal descubrimiento que con orgullo se atribuye a sí mismo el
desconocido autor de Sobre la dieta, a quien se ha considerado por ello
fundador o antecesor de la medicina preventiva.

La aplicación de la gimnasia con ambos fines, para prevenir y curar


enfermedades, experimentó gran auge a partir del siglo V a.C. Con algunos
antecedentes como el médico Demócedes de Crotona, casado con una hija del
celebérrimo atleta Milón (Heródoto 3.129 ss.), o el pentatleta Ico de Tarento, el
desarrollo de la gimnasia terapéutica, o al menos su sistematización, va
indisolublemente ligado a la figura del ex-atleta y entrenador Heródico de
Selimbria, de quien nuestras fuentes dicen que fue maestro de Hipócrates, el
padre de la medicina científica. Heródico supone una etapa importante en el
progreso de la medicina, a la que aplicó su experiencia como atleta y
entrenador; se contaba que, aquejado de una grave enfermedad, se prescribió
a sí mismo un régimen combinado de ejercicios físicos y una dieta alimenticia,
gracias a la cual recuperó la salud. El método de Heródico (a quien se ha
llegado a atribuir el antes mencionado tratado Sobre la dieta) se empleaba
tanto para prevenir enfermedades como para curarlas, y aunque nuestras
fuentes lo critican por la excesiva rigidez de sus prescripciones y comentan
fracasos que acabaron incluso con la muerte del paciente (cf. Platón, República
406a-b, Fedro 227d; Aristóteles, Retórica 1361b4 ss.) testimonian también muy
notables casos de curación, como el de aquel individuo que, según el médico
Areteo de Capadocia, del siglo II p.C., se dedicó a la práctica del deporte para
curar su gota con tan gran afán que acabó venciendo en una carrera pedestre
en los Juegos Olímpicos (de manera que sería un remoto antecedente de la
gran Wilma Rudolph, “la gacela negra”, que asombró en los Juegos Olímpicos
de Roma de 1960 al conseguir el oro en 100, 200 y 4x100 m. lisos, tras haber
sufrido poliomielitis en su niñez).

Opiniones muy semejantes a las que reflejan los escritos médicos


encontramos también en las obras de Platón y Aristóteles. Cuando Platón
describe (en República y Leyes) el sistema educativo de su ciudad ideal, la
educación física ocupa en él un lugar esencial (como ocurría realmente en la
sociedad ateniense de su tiempo), tanto para los hombres como para las
mujeres; sin embargo, Platón se muestra radicalmente contrario al tipo de vida
que llevan los atletas profesionales: “se trata (leemos en República 404 a) de
un régimen de vida que provoca somnolencia y es nocivo para la salud: ¿no
ves que esos atletas se pasan la vida durmiendo y que, a poco que se aparten
del régimen prescrito, sufren grandes y violentas enfermedades?” (esta la dieta
a base de mucho comer y mucho dormir la prescribían los entrenadores sobre
todo para los deportes pesados, ya que en el boxeo, la lucha y el pancracio no
había distinción de categorías de acuerdo con el peso corporal del atleta).

En este aspecto, con Platón coincide Aristóteles cuando describe el


papel de la educación física en el sistema educativo que defiende. Aristóteles
propugna (como era la norma en la educación ateniense de la época clásica) la
búsqueda de un sano equilibrio entre el desarrollo del cuerpo y de la mente,
destacando, en lo que a los ejercicios corporales se refiere, la importancia de la
moderación: cada edad, sexo y complexión física tienen sus ejercicios
apropiados (Aristóteles prescribe ya ejercicios físicos para las mujeres
embarazadas), que deben realizarse evitando siempre el exceso (Política 1285
b; Ética a Nicómaco 1112 b). En consecuencia, también Aristóteles critica
duramente el en su opinión insano entrenamiento y régimen de vida de los
atletas, su excesiva especialización y su sobrealimentación (Ética a Nicómaco
1106 b), que no permiten ni el desarrollo saludable del cuerpo ni la procreación
de hijos sanos y robustos (Política 1335 b), y resulta especialmente pernicioso
en el caso de los deportistas jóvenes (y es éste otro aspecto de plena
actualidad, que Aristóteles anticipa en más de 23 siglos), como demuestra el
hecho de que muy pocos de quienes vencían en la competición infantil de los
Juegos Olímpicos podían repetir su triunfo cuando pasaban a la categoría de
los adultos, gastadas prematuramente sus energías por un esfuerzo
desmesurado para su edad (Política 1338 b).

Pero, en fin, si recordamos la larga lista de honores y recompensas que


continuaron recibiendo los atletas tras sus éxitos, ni que decirse tiene que las
acerbas críticas de literatos, médicos, filósofos y moralistas en general, apenas
tuvieron eco entre el pueblo llano, que continuó otorgando fervorosamente su
admiración a los deportistas.

En fin, como no me gustaría que nos quedáramos con el eco de


aspectos más o menos negativos del deporte antiguo (que, como puede
apreciarse, no son tan diferentes de los que afean el rostro del deporte de hoy
día), quisiera acabar esta exposición insistiendo, aunque sea brevemente, en
un par de aspectos que me parecen esenciales como reflejo de la importante
presencia del deporte en la sociedad y en la literatura griegas.

En primer lugar, el gran desarrollo que alcanzó ya en la Antigüedad la


literatura técnica deportiva. Lamentablemente, casi toda ella se ha perdido para
nosotros; apenas hemos conservado parte de un manual que se utilizaba para
enseñar a los niños las técnicas de la lucha deportiva (Papiros de Oxirrinco
3.466), y el tratado Sobre el deporte de Filóstrato (probablemente del II p.C.),
que nos proporciona abundante información sobre los métodos de
entrenamiento y especialmente una descripción precisa del tipo físico que se
consideraba ideal en los atletas según la prueba que practicaran. Tenemos
documentados, no obstante, libros técnicos sobre diversos aspectos del mundo
del deporte al menos desde el siglo V a.C., a los que hay que sumar las
abundantes referencias que encontramos en los escritos médicos y en las
obras de Platón y Aristóteles y otros muchos autores. A veces ignoramos el
contenido de las obras, como es el caso de un tratado Sobre la lucha del
sofista Protágoras, en el siglo V a.C. En cambio, conocemos (y conservamos
algunas) varias listas de vencedores olímpicos, desde las que recopiló el
sofista Hipias de Élide, también en el siglo V, a las cuales siguieron las de
Aristóteles, Timeo, Filócoro, Eratóstenes, Flegón o Julio Africano; también
tenemos noticias de diversos tratados monográficos (ninguno de los cuales se
conserva) sobre diferentes competiciones.

Por fin, quisiera sobre todo resaltar un hecho que me parece


especialmente importante, positivo y significativo de la enorme importancia que
tuvo el deporte en la antigua Grecia: la formación física fue siempre uno de los
pilares básicos del sistema educativo griego, que en la Atenas clásica se
proponía como meta la consecución de un equilibrio entre el desarrollo de las
cualidades físicas e intelectuales. En efecto, de la educación física y la práctica
del deporte tuvo una arraigada implantación en el sistema educativo y, en
general, en toda la vida de los ciudadanos, a partir de la creencia de que la
práctica de ejercicios corporales es un medio de adquirir y mantener no sólo la
salud física sino también el equilibrio mental y incluso de desarrollar y pulir las
cualidades morales de las personas, una idea sostenida con frecuencia por los
teóricos actuales del deporte y que encontramos ya expuesta en el Corpus
Hippocraticum y en los escritos de Galeno y especialmente en la República
platónica (410c), donde se modifica la frase que resume los principios en que se
basaba la educación ateniense tradicional, "la gimnasia para el cuerpo y la
música para el alma" (República 376e), para afirmarse que tanto la música como
la gimnasia tienen como finalidad última el cuidado del alma (la idea reaparece
después también en Aristóteles).

Bajo esta divisa, "la gimnasia para el cuerpo y la música para el alma",
durante el siglo V a.C., en los años que siguieron en Atenas a las Guerras
Médicas (en las cuales la preparación atlética de los griegos había desempañado
un papel fundamental en la victoria sobre los persas, como indica ya Heródoto) se
alcanzó un muy notable grado de equilibrio entre el cultivo de las cualidades
físicas e intelectuales del hombre, equilibrio que los antiguos expresaron con el
término kalokagathía.

Este equilibrio no existía, en cambio, en la Esparta contemporánea, ya que


la preparación física y militar condicionaba todo el sistema educativo espartano, lo
cual es un fiel reflejo y consecuencia de las muchas peculiaridades de la
organización política y social de este estado: frente a una clase dominante de
linaje dorio, los espartiatas, que gozaba de todos los privilegios de la ciudadanía y
cuyo número era porcentualmente reducido, se situaba la gran masa de la
población, constituída por los periecos y los hilotas, que carecían de derechos
políticos y debían sostener económicamente a la clase dominante; la enorme
superioridad numérica de los hilotas con respecto a los espartiatas obligó a éstos
a una progresiva militarización de su régimen de vida, como único medio de
mantener su dominio. Muchos son los testimonios que a propósito de ello nos
transmiten los autores antiguos: "en Lacedemonia y en Creta -leemos en la
Política de Aristóteles, 1324b8-9- la educación está organizada casi
exclusivamente con vistas a la guerra", con olvido casi absoluto de la educación
intelectual; "a leer y a escribir -añade Plutarco en su Vida de Licurgo 16.10-
aprendían porque era necesario, pero todo el resto de la educación tenía como
meta obedecer disciplinadamente, resistir las penalidades y vencer en la batalla".
Lo dicho vale también para la educación femenina, ya que otro rasgo
peculiarísimo de la educación espartana, prácticamente sin paralelos en el mundo
griego (y en ninguna otra época hasta nuestro siglo) es la inclusión de las mujeres
a todos los efectos, que practicaban la gimnasia (nos dicen nuestras fuentes,
fundamentalmente Jenofonte, Plutarco y Filóstrato) para dar a luz hijos sanos y
robustos y resistir mejor los esfuerzos del parto (de modo que tenemos aquí un
antecedente de la moderna gimnasia de preparación al parto; también en Platón y
Aristóteles encontramos la recomendación de que las futuras madres realicen
ejercicios y cuiden su dieta). De paso, la práctica constante de ejercicios físicos y
la vida al aire libre de las muchachas espartanas debió contribuir no poco a que la
fama de su belleza y salud se extendiera por doquier, como queda reflejado en
numerosas anécdotas o en las palabras con que la laconia Lampito es saludada
por la ateniense Lisístrata en la comedia homónima de Aristófanes (vv.78 ss.):
"¡Hola, Lampito, queridísima Laconia! ¡Cómo reluce tu belleza, guapísima! ¡Qué
buen color tienes y cuán lleno de vitalidad está tu cuerpo! ¡Hasta un toro podrías
estrangular!". Lampito responde, a su vez, dando el secreto de su belleza: "¡Ya lo
creo, por los dioses! Pues practico la gimnasia y salto dándome en el culo con los
talones!".

Si en Lacedemonia el equilibrio entre educación física e intelectual se


rompió inclinándose la balanza del lado de la formación física, en Atenas
comenzó a quebrarse por el lado contrario, el de la educación intelectual, en la
segunda mitad del siglo V merced a las innovaciones pedagógicas capitales que
aportaron los sofistas. Dada la intensa participación de los atenienses en el
gobierno de su ciudad, la finalidad de la instrucción promovida por los sofistas era
la formación completa y eficaz de hombres capaces de conducir rectamente los
destinos de la pólis. Ello trajo consigo una insistencia en el aspecto intelectual
que provocó un cierto abandono de la educación física, la cual comienza a pasar
a un segundo plano. Así pues, a partir de los sofistas (y hasta nuestros días) la
parte intelectual de la educación es la predominante, y este abandono relativo de
la afición por la práctica del deporte entre la juventud ateniense es a menudo
criticado por los partidarios de la educación tradicional, como es el caso de
Aristófanes, sobre todo en Nubes y Ranas, donde Esquilo, adalid de la
"educación antigua", acusa a Eurípides, representante de la nueva pedagogía, de
haber contribuído a la decadencia moral de Atenas con sus nuevas ideas
(vv.1069-1071): "tú por tu parte has enseñado a cultivar la palabrería que ha
dejado vacías las palestras". Los jóvenes de ahora, repite con insistencia el
cómico, no tienen fuerzas ni para sostener una antorcha por falta de
entrenamiento (Ranas 1087-1088), y el propio dios Dioniso, que ha bajado al
Hades en busca de Eurípides, se ve obligado a reconocer (vv.1089-1093): "por
poco me muero de risa en las Panateneas, cuando vi a un hombre pesado que
corría encorvado, pálido, gordo, quedándose rezagado y haciendo terribles
esfuerzos". Estos tipos tan poco atléticos, nos sugiere Aristófanes, no los había
en época de Esquilo porque la educación era más compensada.
Pero, en fin, aunque el lado gimnástico de la educación pasó a un segundo
plano, siempre encontró un huequecito en el sistema educativo griego y es ése
un rasgo positivo que volvemos a encontrar en nuestra sociedad: tanto en los
sistemas políticos y educativos ideales imaginados por los filósofos como en la
vida real de las ciudades griegas, los hombres dedicaban muchas horas a la
práctica de la gimnasia y el deporte, y no únicamente durante los años que
duraba la escuela, sino también, una vez abandonada ésta, a lo largo
prácticamente de toda su vida, como ejemplifica, en el Banquete de Jenofonte, un
Sócrates que, ya anciano, continúa realizando cotidianamente su tabla gimnástica
para mantenerse en forma.

Para acabar, quisiera dedicar unas pocas palabras a otro rasgo que el
deporte moderno ha admirado y deseado compartir siempre con el deporte
griego, pero a causa, lamentablemente, de una interpretación exagerada de sus
bondades. Me estoy refiriendo a la llamada "tregua olímpica" o "tregua sagrada".
Tradicionalmente se ha venido creyendo que la instauración de una tregua desde
el mes anterior a los juegos hasta el mes posterior a ellos suponía la interrupción
de los conflictos bélicos que enfrentaban a las ciudades griegas durante este
tiempo (durante la celebración de todos los Juegos Olímpicos escuchamos
sistemáticamente en las ceremonias de inauguración clamar por la adopción en
nuestro mundo de una tregua así entendida, de una paralización de las guerras
durante el desarrollo de los juegos). El profesor Harris, uno de los más
destacados estudiosos del deporte griego en nuestro siglo, ha apuntado, no sin
ironía, que ello hubiera supuesto el fin de las guerras en la antigua Grecia, ya que
en los demás Juegos Panhelénicos se decretaba también un armisticio
semejante, y se celebraba al menos un gran festival cada año. La "tregua
sagrada" no pretendía, ni podía pretender, tal cosa. Se trataba sencillamente de
lograr una especie de salvoconducto que asegurara la inviolabilidad de los
deportistas y de los espectadores durante su viaje hacia Olimpia y posteriormente
cuando retornasen a sus ciudades respectivas, a fin de que las guerras,
constantes antes como ahora, no impidiesen la celebración de los juegos. Sea
como fuere, la proclamación de la tregua olímpica al menos consiguió durante un
milenio lo que las modernas Olimpíadas no han logrado cuando su existencia
apenas ha cumplido un siglo: que los juegos se celebren todos los cuatrienios,
independientemente de los conflictos políticos y militares en que los hombres se
hallen envueltos (los Juegos Olímpicos modernos han conocido ya dos largas
interrupciones, durante las dos Grandes Guerras, y varios boicots).

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