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Tiro Libre.

Crónicas
(2003-2013)
Francisco Mouat
Viernes 29 de Agosto de 2003
Apostillas a Bolaño
En esta misma revista, el 18 de
abril de este año, Rodrigo Pinto
publicó una entrevista a Roberto
Bolaño en la que el escritor
hablaba de su insuficiencia
hepática y le preguntó:
"¿Cuándo supo que estaba
enfermo?". Me cuesta olvidar la
respuesta de Bolaño, y por eso
vuelvo sobre ella: "En realidad
me di cuenta de que estaba
enfermo a los 11 o tal vez a los
10 años, en Cauquenes. Yo
estaba solo, en el patio de mi
casa, y un tipo muy alto y muy
flaco me preguntó, desde el otro
lado de la barda, por una calle.
Le dije que no sabía dónde
estaba esa calle y el tipo se
alejó. Yo me asomé a la barda
(era una barda no de ladrillos ni
de cemento, sino de adobes
hechos con barro y paja) y lo vi
alejarse. Parecía un zancudo. Y
entonces me di cuenta de que,
de la misma forma en que él se
alejaba, yo también, en cierto
modo, me alejaba, ambos nos
alejábamos mutuamente de
nuestras respectivas
conciencias. Me di cuenta de
que yo pensaba y que él también
pensaba y que ambos
pensamientos no sólo no eran
parte de un juego, sino que eran
dos pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de pocos segundos. Que yo
tenía mi vida y que él también
tenía su vida. Y esa toma de
conciencia fue para mí el primer
atisbo concreto de la muerte,
pese a que ya por entonces
había visto a dos muertos (en
dos velorios, naturalmente)".
Bolaño se murió hace más de un
mes en Barcelona de un shock
hepático incontrarrestable, y de
su muerte y su legado literario
se ha escrito bastante en este
tiempo. Pero sus palabras dichas
en esa entrevista siguen dando
vueltas en mi cabeza. La imagen
narrada, el flaco preguntando y
luego perdiéndose para siempre
en algún rincón de Cauquenes,
posee la fuerza de una novela
existencial. Bolaño reflexiona
en su respuesta acerca de
aquellos encuentros casuales
con otras personas que nos
remiten a nuestra propia
conciencia de muerte: "Dos
pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de pocos segundos".
A veces se trata de un flaco con
aspecto de zancudo que te
pregunta una dirección y luego
se pierde para siempre de tu
vida. A veces es un extraño con
el que compartes asiento en el
metro o en el estadio y del que
no sabrás demasiado, aparte de
su aspecto físico. A veces es el
lector desprevenido de un libro
escrito por Bolaño —yo
mismo— que durante el tiempo
de lectura se entromete en las
obsesiones de sus personajes.
Mañana será el dependiente de
por ahí que te sirva un café, o el
quiosquero de más allá que te
extienda el diario. A veces la
vida te da sorpresas, y la
casualidad te llevará a
encontrarte en un terminal de
buses con la que más tarde será
una entrañable amiga del alma.
Nosotros mismos, todos
nosotros, sin excepción, somos
el resultado de un montón de
accidentes y azares ocurridos en
cientos de años que nos tienen
hoy en nuestro puesto de
combate. No sabemos qué viene
para nosotros más adelante, y
esa sola comprobación de
fragilidad nos hace humanos,
exageradamente humanos e
imperfectos, mortales.
Cuando supe la muerte de
Bolaño, pensé en mis amigos
que eran sus amigos. A uno le
escribí de inmediato, intuyendo
su tristeza. Me respondió al
minuto: "Por el momento no
hay consuelo. Se me agolpan las
imágenes de mi último
encuentro con él, en mayo, y
lloro. ¿Qué más podría hacer?".
Los amigos más amigos se
hacen imprescindibles, incluso
cuando están muertos. Bolaño
sabía que estaba enfermo y que
su enfermedad podía traerle la
muerte por anticipado. "Tengo
fecha de caducidad", decía. Y
resistía escribiendo.
"Escribiendo a contrarreloj",
como apuntó su amigo
mexicano Juan Villoro.
"Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable",
escribió una vez José Agustín
Goytisolo en su hermoso poema
"Palabras para Julia". Ahora
Bolaño está muerto en
Barcelona, cremado y echado al
viento sobre las aguas del
Mediterráneo, y nosotros
seguimos acá, también con
fecha de caducidad, sin
demasiada idea de lo que nos
espera. Lejos de su conciencia,
como lejos estaba él de la
conciencia de aquel flaco con
aspecto de zancudo que le
preguntó por una dirección en
Cauquenes.
Termino de escribir esta
columna y voy sobre sus libros.
Convertido ahora en su lector,
pienso nuevamente en sus
palabras, las que el propio
Bolaño redactó en esta revista:
"Dos pensamientos distintos,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de pocos segundos". Y corrijo
su texto: debiera decir "casi
siempre por espacio de pocos
segundos". Pero no esta vez.
Tratándose de sus libros, por
todos los segundos que dure la
lectura, hasta el último de sus
versos.

Viernes 12 de Septiembre de
2003
La barra del Bierstube
Guardo desde hace años la
imagen de un hombre gordo que
casi siempre vestía pantalones
grises, camisa blanca y a veces
suspensores. Un hombre gordo
y de lentes sentado en uno de
los pisos de la barra del
Bierstube, dándome la espalda a
mí y a todos los que íbamos y
nos sentábamos en alguna de las
seis mesas del bar.
Hablo del Bierstube frente al
parque Forestal, en Merced 142;
hablo de la segunda mitad de los
años ochenta, y de este hombre
gordo y alemán que era el dueño
del local, o mejor dicho el
esposo de la dueña, porque lo
que él hacía a toda hora, día y
noche, era tomar cerveza
sentado en la barra, cerveza
rubia y negra, mientras su
señora llevaba las riendas del
negocio muy bien parada al otro
lado del mostrador.
Este señor alemán de lentes, con
quien los clientes nativos
prácticamente no cruzábamos
palabra, salvo ligeros ademanes
de cabeza al entrar y al salir del
boliche, ya no está más en el
Bierstube. El otro día, cuando
volví al lugar después de
muchos años de tregua y
abandono, me enteré por la
nueva dueña que el hombre
había muerto.
Según la ley de probabilidades y
estadísticas, la muerte de este
señor alemán, gordo y bueno
para la cerveza, debo leerla
como un asunto más o menos
natural, tomando en cuenta que
han pasado 15 años o más de
cuando yo frecuentaba el local
dos o tres veces a la semana,
momento en el cual este
caballero andaba fácil en los 65
o 70 años de edad. Si
consideramos además su ingesta
diaria de cerveza, que seguro no
iba acompañada de ejercicios
cotidianos en el parque Forestal,
sumada a la deglución
sistemática de los
extraordinarios embutidos que
la cocina de su propio local le
proveía, el pronóstico acerca de
su salud se simplifica todavía
más.
Pero el hombre del que hablo
aquí no es el único ausente en el
nuevo Bierstube. Tampoco está
ahora Frau Lilo, mujer que
según recuerdo era medio prima
o sobrina de la dueña, y que
aparentemente se hizo cargo en
los años noventa del bar.
Cuando pregunté por Frau Lilo,
me comunicaron que había
muerto el año pasado. Entonces
pregunté por las dos mujeres
mayores que atendían las mesas,
la Olguita y la Rosita, las dos de
genio ligero, aunque la Olguita
más cascarrabias que la Rosita,
ambas encantadoras, siempre
vestidas de delantal celeste. Y la
respuesta no fue tan diferente:
"La Olguita jubiló hace varios
años, y la Rosita fíjese que
también murió".
No seguí preguntando. Me senté
en una de las mesas dispuesto a
repetir el menú de tantas
jornadas. El público empezó a
llegar. Un par de estudiantes
universitarios, tres oficinistas
empeñados en tomarle el pulso a
la economía del futuro, una
pareja de trato delicado y pocas
palabras, y en la mesa más
grande, la de la entrada, un
grupo de ocho o nueve personas
que parecían compañeros de
trabajo.
Eso sí, la barra permaneció
desocupada en todo momento.
El vacío de la nueva imagen
contrastaba con la fotografía del
pasado: en el Bierstube de los
ochenta podía haber alguna
mesa desocupada, pero la barra
estaba siempre en movimiento.
En la barra se instalaban los
alemanes junto al dueño de casa
a tomar cerveza, amigos o
conocidos del gordo que a veces
hablaban fuerte, que contaban
chistes en su idioma y se reían
de buena gana, y que más
encima podían enterarse con
exactitud de los resultados de la
Bundesliga de fútbol, incluida la
tabla de posiciones, gracias a un
extraordinario tablero verde con
insignias colgado en la pared
que el gordo se encargaba de
mantener al día.
El Bierstube fue un gran reducto
en mi vida y en la vida de
muchos santiaguinos que
merodeaban Plaza Italia, la
Escuela de Derecho de la Chile,
el parque Forestal, el Bellas
Artes, el barrio Lastarria. Es
probable que no vuelva a ser mi
guarida, como también dejó de
serlo para los alemanes que lo
frecuentaban y que ahora no
sabemos en qué barra seguirán
acodándose para continuar
adelante con sus vidas.
El tiempo hace su trabajo, pero
no nos impone el olvido.

Viernes 26 de Septiembre de
2003
El gran secreto de Charles
Lindbergh
El célebre Charles Lindbergh, el
primer hombre en el mundo que
atravesó con éxito en avión el
Atlántico sin escalas entre
Nueva York y París en 1927, un
ciudadano que solía estar en las
noticias y que a lo largo de su
vida ocupó mucha energía en
protegerse de las cámaras y los
flashes y los micrófonos,
enfermó de cáncer en sus
últimos años de vida y murió un
día de 1974, llevándose a la
tumba un gran secreto que sólo
ahora empezamos a conocer.
Su ejemplo es contundente: la
biografía de cualquier ser
humano siempre está
incompleta. Aunque se trate de
un hombre famoso y
archiconocido, aunque haya
libros y más libros escritos
sobre él, aunque el hombre se
haya esmerado en dejarnos un
exhaustivo diario de vida,
aunque uno haya sabido detalles
increíbles de las cosas que decía
y la ropa que vestía, aunque
haya mil fotografías que lo
descubran en la intimidad de su
casa, o durante sus viajes, o
posando uniformado junto a sus
compañeros de colegio, igual
cualquier narración sobre la
vida de otra persona dejará
espacios en blanco, zonas de
misterio, que a veces el paso del
tiempo se encarga de ir
completando.
Lo de Lindbergh es más intenso
que el más intenso de los
culebrones, y es la vida real. Se
sabía que el hombre estuvo
casado —no felizmente casado,
pero casado a fin de cuentas—
con Anne Morrow, hija de un
diplomático norteamericano, y
que con ella tuvo seis hijos, uno
de los cuales fue secuestrado y
asesinado en 1932 cuando aún
no cumplía dos años de edad.
Pues bien, notas de prensa
despachadas hace algunas
semanas desde Alemania
sacuden el polvo del archivo
familiar de los Lindbergh: ahora
se sabe que Charles mantuvo
durante los últimos diecisiete
años de su vida una relación
extramarital con una sombrerera
alemana, Brigitte Hesshaimer,
con quien tuvo tres hijos que
están vivos y coleando en su
país, y que han decidido hablar
en voz alta no para cobrar parte
de una herencia, sino para
restituir el nombre del padre en
sus vidas.
¿Cómo supieron ellos que
Lindbergh era su padre, si en las
fichas del registro civil figuran
como hijos de "padre
desconocido"? Muy simple:
gracias a viejas fotografías y un
centenar de cartas que la hija
mujer —Astrid— descubrió
casualmente hace muchos años
en el granero de casa, todas
dirigidas a su madre, todas
escritas por el mismo hombre,
todas guardadas en la misma
bolsa; decenas de cartas que
hablaban cariñosamente de
"nuestros hijos" y que hicieron
confesar a su destinaria el gran
secreto: sí, el hombre que venía
dos o tres veces al año a nuestra
casa, el hombre que se hacía
llamar Careu Kent, el hombre
que jugaba con ustedes y les
hacía trucos de magia y les
hablaba de animales salvajes en
África, ese hombre era su padre
y su verdadero nombre es
Charles Lindbergh.
El compromiso de los tres hijos
alemanes con su madre fue que
nadie diría una palabra antes de
que ella muriera. Y la
sombrerera murió el año 2001,
curiosamente el mismo en que
murió también la viuda oficial
de Lindbergh, Anne Morrow, y
entonces los hijos no
reconocidos se sintieron libres
para golpear el tablero y hacer
saltar las fichas de la ordenada
biografía de Charles Lindbergh.
El biógrafo oficial de
Lindbergh, el norteamericano
Scott Berg, autor de un
entretenido libraco de
ochocientas páginas que ganó el
Pulitzer donde supuestamente
cuenta con pelos y señales todo
lo que hay que saber de la vida
del piloto, está denodado, casi
sin habla. En la biografía de
Scott Berg la sombrerera
alemana no existe, en su libraco
sólo se apuntan seis hijos, todos
bien documentados. ¿Qué hará
Berg ahora? Tratándose de
Lindbergh, no bastaba con
investigar cronológicamente su
vida, con meterse a todos los
archivos, con entrevistar a sus
hijos, a sus amigos; ni siquiera
servía el propio diario que
Charles escribió, o saber que su
padre lo había educado para que
ocultara sus sentimientos.
Siempre el biografiado se
reservará un as. Por ejemplo,
viajes furtivos a Alemania cada
tres o cuatro meses en donde
sólo él conoce su paradero, o
escribirle 112 cartas secretas de
amor a su otra mujer, a Brigitte
Hesshaimer, la última de las
cuales despachó desde Maui,
Hawai, diez días antes de morir.
En ella escribió: "Estoy
perdiendo fuerzas cada día, me
resulta difícil escribir. Mi amor
para ti y para los niños es todo
lo que puedo enviar".

Viernes 10 de Octubre de 2003


Sala de espera
Mi suegro tuvo un infarto. Han
pasado sólo tres días desde
entonces, pero ahora lo puedo
escribir: se salvó.
Empezó con dolores en el
pecho; dolores fuertes y
desconocidos. No quiso
despertar a nadie. Eran las dos
de la mañana. Los dolores iban
y venían. Quiero suponer que se
preocupó, pero su relato
posterior dice que no tanto. Más
tarde los dolores empezaron a
extenderse hacia un brazo. Ahí
sí se preocupó: tomó nota de
toda la literatura médica a la que
alguna vez tuvo acceso y pensó
que tal vez sería bueno ir a un
hospital. Pero los dolores
cedieron, y prefirió esperar. A la
hora del desayuno se levantó
como todos los días, se duchó, y
sólo en ese momento abrió la
boca: he tenido molestias en el
pecho, voy a ir al hospital a que
me vean.
A nosotros nos avisaron desde
su casa cuando ya estaba en
urgencia del Hospital Militar, a
eso de las diez de la mañana.
Llegué a verlo una hora
después, y él lucía tranquilo
echado en una camilla dentro de
un boxer. Lo primero que hizo
fue comentar el partido de
fútbol de la noche anterior:
"Perdió la U por goleada, nos
dieron un baile, Superman
Vargas atajó todo en el arco de
ellos".
El diagnóstico ya era claro:
estaba haciendo un infarto. En
urgencia del Hospital Militar le
hicieron un montón de
exámenes y le dieron una
pastilla sublingual que le bajó la
presión y le provocó una gran
fatiga. Esto lo supe después: ahí
sí pensó en la muerte.
El problema en el Hospital
Militar fue que la máquina
hiperespecializada a través de la
cual se verifica el estado interno
del corazón estaba mala, así que
había que trasladarlo a otro
hospital. El médico que lo
trataba pidió que le encontraran
lugar en el de la Fuerza Aérea, y
así se hizo.
Mi suegro, que se llama Hernán,
partió en ambulancia cerca del
mediodía al Hospital de la Fach,
y detrás de la ambulancia
partimos nosotros en caravana:
su mujer, su hermana, sus cuatro
hijos, sus yernos, su nuera.
Antes que saliera del Hospital
Militar, uno de nosotros había
ido a la esquina a comprar
boletos de kino. Nunca entendí
por qué, pero todos compramos
un boleto.
Ya en la Fach, previo pago de
cheques de garantía y firmas
según las cuales uno se entrega
a lo que decidan los facultativos
del lugar, empezó la espera
fatal. Información:
necesitábamos saber en qué
estado estaba Hernán, qué venía
ahora, cuál era la magnitud del
infarto.
La figura del doctor a cargo se
convirtió en un mito. En la
Unidad de Cuidados Intensivos,
a donde ahora no podíamos
entrar, le practicaron un
ecocardiograma y otros
exámenes. Una hora después,
por lo menos, asomó el doctor.
Pidió reunir a todos sus
familiares, y expuso la
situación: Hernán tenía
totalmente obstruida la
coronaria derecha, y había que
ejecutar un "procedimiento" que
supone riesgos. El doctor habló
de matemáticas, de porcentajes,
de fracciones, de posibilidades
de vida, y todos nos quedamos
con el alma en un hilo. En
media hora más habría
novedades, y, si todo iba bien,
se sabría qué hacer: si destape
de las coronarias, si cirugía.
La primera espera de media
hora fue con minutos de sesenta
segundos contados de uno en
uno. Los que estábamos ahí
pensamos, inevitablemente, que
la frontera entre la vida y la
muerte estaba a pocos metros de
nosotros, y, lo que es peor en
estos casos, nada podíamos
hacer. Sólo repletar la sala de
espera. Los más creyentes
rezaron. Yo, lo reconozco,
pensé en Dios durante mis
caminatas de ida y vuelta por
los pasillos. No sé bien qué
pensé, pero sé que pensé en
Dios, pensé en lo cerca que
estamos de la cornisa sin darnos
cuenta, pensé en la fragilidad de
la vida, pensé en la copa de
buen tinto que nos tomamos
durante el cumpleaños de dos
días atrás en que habíamos
estado juntos, pensé en las
tantas veces que fuimos al
estadio a ver jugar a la U, pensé
en mi mujer, y en que Hernán es
su papá.
El doctor asomó la nariz a los
veinte minutos y llamó a un
familiar. Fue mi cuñado. A él le
explicó lo que venía: iban a
tratar de destapar la arteria
obstruida. Era lo único que
cabía hacer. Nuevamente el
riesgo, nuevamente las
matemáticas. En media hora
habría novedades.
La segunda espera fue más tensa
todavía. Me crucé en los
pasillos con mi cuñado, su único
hijo hombre, que es también mi
amigo. No podíamos hablar.
Ambos traíamos los ojos
húmedos. En una de mis tantas
idas y venidas por el pasillo
acerqué mi cuerpo lo más que
pude a la puerta detrás de la cual
le practicaban el
"procedimiento" a mi suegro y
le dije en voz baja: "¡Vamos,
Negro, vamos, aguanta!". Yo
nunca le he dicho Negro en mi
vida a él, pero así lo llaman sus
amigos más cercanos, y por
alguna razón del inconsciente
me salió hablarle de ese modo
en aquel momento.
A la hora señalada, el doctor
abrió la puerta y caminó hacia
nosotros. ¿Y, doctor? Su
respuesta todavía la escucho,
repetida con emoción en mi
cabeza una y otra vez: "Salió
bien, ahora está bien,
destapamos".
Viernes 24 de Octubre de 2003
Muertos de risa
El otro día le comentaba a un
amigo lo grato que es morirse
de la risa, no aguantarla, echarla
fuera desde el estómago,
generosamente, ojalá con
lágrimas y espasmos.
La risa más feroz que conozco
es la de una amiga española de
nombre Concepción Rodríguez,
historiadora de profesión y
amante del cine, radicada en
Chile hace una porra de años y
conocida en esta tierra como
Pinki. La Pinki se ríe de un
modo animal, único, estridente,
y su risa es famosa entre sus
conocidos y también entre
aquellos periodistas y críticos de
cine que asisten a exhibiciones
privadas de películas a las que
ella también concurre por su
trabajo. Uno de estos críticos
califica la risa de Pinki como
"orgásmica, hiperventilada". Ya
pueden imaginarse lo que es.
La última vez que vi a la Pinki,
hace cuestión de un mes para el
lanzamiento del libro de una
amiga común, la encontré
viviendo un momento difícil,
pues su madre había muerto en
España y ella aún no podía
viajar hasta allá. Así y todo,
igual se daba maña para reír
estruendosamente, y de hecho
me enteré de que estaba en el
lanzamiento cuando durante el
vino de honor escuché a lo lejos
su carcajada impresionante y
chillona. La Pinki es famosa por
su risa, y también por contar
aquellas divertidas historias de
sexo en las que intervienen
curas y monjas, ítem en el cual
los españoles son alumnos
aventajados.
A propósito de españoles, el
escritor Enrique Vila Matas
escribió hace un tiempo en Las
Últimas Noticias una columna
en la que exploraba distintos
lemas que uno podía adjudicarle
a diferentes etapas de nuestra
vida, y me puse a pensar en un
lema al cual adscribir, y lo
primero que se me vino a la
cabeza fue algo vinculado a la
risa. Algo así como "Reiré".
Primo hermano de "Resistiré",
inmortalizado en la canción del
Dúo Dinámico ("Resistiré,
erguido frente a todo/ Me
volveré de hierro para endurecer
la piel/ Y aunque los vientos de
la vida soplen fuerte/ Soy como
el junco que se dobla/ pero
siempre sigue en pie"), y
también primo, aunque en
segundo grado, del acuñado por
el propio Vila Matas:
"Responderé", bastante más
contundente y existencial.
Pero hay que irse con cuidado
con la risa, porque aun cuando
en privado todos la festejamos,
en público el asunto ya no es tan
así. Una vez, hace más de
quince años, escribí un artículo
liviano sobre el condón cuando
del tema no se hablaba
públicamente, y referí el caso de
un modelo exclusivo tejido a
crochet para su marido por una
candorosa señora española que
no entendía por qué seguía
trayendo hijos al mundo. A mí
—y sospecho que a algunos
lectores también— el tema nos
daba risa, pero hubo unos pocos
que incluso cancelaron su
suscripción a la revista por el
solo hecho de referirnos al
mentado artefacto profiláctico,
más encima en tono festivo.
La risa nos defiende del riesgo
de nuestra propia solemnidad. Y
la complicidad en esta materia
se agradece. Hace dos o tres
semanas leí otra columna de Las
Últimas Noticias que me hizo
reír y pensar; en ella, el escritor
Marcelo Mellado contaba el
caso de un amigo suyo que se
fue a vivir fuera de Chile y al
que extraña muchísimo, por la
extraordinaria facultad que su
amigo tenía para hacerlo reír de
buena gana con humor legítimo.
Este amigo suyo, cuando lo
veía, le decía: "¿Y, cómo anda
ese fracaso?". Si alguna vez
alguien se alargaba con un
cuento, lo interrumpía y le
espetaba: "Un momento. Antes
de continuar con la historia,
¿hay o no hay en ella
penetración, porque, si no, para
qué seguir con el cuento?". La
última vez que este amigo fue a
su casa ejecutó un plan de
humor colegial: le dibujó a
escondidas con un plumón
decenas de penes tipo Walt
Disney en los rincones más
recónditos del hogar,
interruptores, guardapolvos,
repisas, para después marcharse
seguramente muerto de la risa.
La mejor risa es la que no
calculamos, la que sirve como
desahogo hasta en un entierro.
Edwards Bello cuenta una
notable historia de sentido del
humor en una de sus crónicas,
cuando el actor de cine y de
variedades Luis Romero perdió
su pierna izquierda en San
Felipe, durante el rodaje de la
película El odio nada engendra.
Cito textual: "Cuando se la
cortaron la pidió para verla. La
besó y lloró sobre ella. Pidió
que se la guardaran en alcohol.
Cuando salió del hospital
reclamó su pierna y la llevó a
enterrar pomposamente en el
cementerio de Playa Ancha.
Despidieron el duelo, mejor
dicho, la pierna, los amigos
Enrique Báguena, Arturo Bührle
y Nicanor de la Sotta. Las
damas sollozaban, en tanto
Romero agradecía. De ahí se
encaminaron a uno de los
inseparables Quitapenas
fronteros a los cementerios. La
fiesta duró tres días y tres
noches, y terminó
prosaicamente en la Séptima
Comisaría de Playa Ancha".

Viernes 7 de Noviembre de
2003
Manuel, ciudadano
La historia de cualquiera de
nosotros puede ser contada un
día. No se necesitan galones
especiales ni haber prendido
fuegos artificiales para hacerlo.
Siempre hay un pasado que se
desvanece poco a poco, un
presente fugaz, un futuro
incierto, alguna frase echada al
viento. El protagonista de esta
columna trabaja en la misma
esquina de la comuna de Ñuñoa
desde hace más de quince años.
Hasta ahí llega en micro a
instalarse todas las mañanas
muy temprano, a eso de las
siete, y lo normal es que vuelva
a casa alrededor de la una o una
y media de la tarde, donde lo
esperan a almorzar.
Cuando pensé en escribir sobre
él, no sabía cómo se llamaba.
Ahora sé que se llama Manuel,
que tiene 70 años y que es
viudo. Antes ya sabía que era
bajo de estatura, menudo, de
barba cana, dueño de una calva
lustrada y brillante. Esta mañana
en que me detengo a observarlo,
presenta un aspecto de hombre
pobre pero digno: zapatillas
blancas con mucho uso, una
muleta para sostener y
acompasar la cojera de su pierna
izquierda, pantalones café
gastados, polera gris con blanco
a rayas y casaca beige.
Durante años he pasado con
frecuencia en auto por su
esquina en las mañanas y
siempre he advertido su
presencia, pero mi capacidad de
observación se había limitado a
los pocos segundos que
transcurren al paso cuando hay
luz verde, y a medio o un
minuto más cuando tocaba luz
roja.
No sé por qué, pero desde
siempre el hombre me cayó
bien. No parece ni siquiera estar
a la expectativa: exhibe una
actitud quieta, serena,
desprovista de ansiedad,
mientras espera de pie el gesto
amable de un chofer que baje la
ventanilla, lo llame y le extienda
una moneda. Para saber un poco
más, para ser espía de su vida
cotidiana, decido por una vez no
pasar de largo.
Es una mañana de miércoles
como cualquier otra, pero
soleada, primaveral. Me siento
en el banco de una plaza
pequeña que está justo en
diagonal a la esquina con
semáforo donde Manuel vive su
ciudadanía desde hace más de
quince años. Son las nueve de la
mañana. Un perro callejero
viene a instalarse junto a mí.
Parece querer decirme que
nunca estamos totalmente solos.
En ese mismo momento, un
señor mayor de sombrero
jipijapa y camisa celeste de
manga corta aborda a Manuel.
Es, a las claras, un jubilado con
ganas de charlar. Lo más
probable es que se conozcan
desde hace tiempo, y que el
ritual de la conversación
tempranera sea una rutina en la
vida de ambos. Manuel
enciende un cigarrillo y se
distrae de los autos que bajan y
siguen bajando rumbo a millares
de oficinas y puestos de trabajo.
Me concentro en los ruidos que
acompañan la vida callejera de
Manuel: bocinas, el motor de
una motoneta, el ladrido de un
perro, una máquina eléctrica de
cortar pasto, los frenos sonoros
de un inmenso camión. No hay
mucho más.
Pensaba que Manuel era de
pocas palabras, pero, antes con
el jubilado y ahora con una
empleada doméstica que sale a
regar, el hombre se afana en
mantener una conversación
larga e incluso gesticulada.
Observo, además, que fuma y
fuma, y que el don de la vista lo
mantiene intacto cuando
acompaña con la mirada por
varios segundos el paso
vaporoso y esbelto de una chica
buenamoza con polera negra sin
mangas y aspecto de estudiante
universitaria.
En la última media hora,
Manuel se ha desentendido del
que se suponía era su primer
afán en esta esquina: estar
atento a los aportes monetarios
de los vehículos que pasan y se
detienen con la luz roja. Pero la
vida continúa, la empleada
doméstica que regaba ya entró a
su casa, unas señoras que habían
salido a pasear sus perros se han
marchado, y Manuel vuelve a
afirmarse en el semáforo a
esperar. Pasadas las diez de la
mañana, decido cruzar la calle y
abordarlo. No cuesta nada
conversar con él, saber su
nombre, su edad, su costumbre
de fumar dos cajetillas de Derby
rojo todos los días, su adicción a
la cocacola y ciertos detalles de
su buena salud: "No tomo nada
de alcohol, ni pílsener. Me
levanto a las cinco y media de la
mañana todos los días, estoy
bien con Dios, y aquí me ve,
enterito. Uso muleta porque me
atropellaron de cabro y quedé
con la rodilla mala". En esta
misma esquina dice haber visto
muchas cosas. "Hace poco, unos
jóvenes quisieron quitarle la
cartera a una señora. No puede
ser. Si yo fuera Presidente,
aplicaría mano dura. Mano dura
con los ladrones y los
violadores"
Me despido de Manuel. Cuando
el ruido de autos se desvanece,
es posible escuchar en la plaza
el profundo sonido de la ópera
desde el interior de una casa
cercana que aún no descorre las
cortinas: otro ciudadano
jubilado, imagino, que saluda el
inicio de un nuevo día.

Sábado 22 de Noviembre de
2003
Mi abuelo y mi tatarabuelo
El otro día fui al cementerio a
enterrar al último de mis
abuelos, Arnaldo Croxatto
Rezzio. Pienso en él y pienso en
mis años de cabro chico, cuando
al volver del colegio saltaba la
reja interior (éramos vecinos-
vecinos) para correr a perderme
en su casa, que era también la
casa de mi abuela Amalia.
Había en esa casa de dos pisos
en la comuna de La Reina, casi
en la frontera con Ñuñoa,
apenas divididos por Avenida
Ossa, una glorieta grande en la
que se podía jugar fútbol en
solitario o en compañía de
alguno de mis hermanos; una
glorieta flanqueada por paltos
gigantescos que daban esa palta
hilachenta y sabrosa que poca
salida tiene en el mercado, pero
que igual es rica. Había también
en esa casa patines para correr,
raquetas de bádminton y una
plumilla, duraznos blanquillos y
nísperos jugosos, un gran
mueble con herramientas y una
bicicleta aro 24 de ruedas
anchas en la que podíamos
recorrer un larguísimo parrón
que en verano se cargaba de
estupenda uva blanca, negra y
rosada.
Tampoco faltaban los juegos de
salón, entre los que recuerdo el
Dilema y el Tablero Chino, los
que más jugábamos con mi
abuela, aparte del naipe inglés
que muchas veces nos hizo
pelear cuando uno de nosotros
se llevaba el montón repleto de
canastas sucias y limpias.
Con mi abuela no sólo
jugábamos y peleábamos.
También la acompañaba a ver
teleseries, y de las pocas veces
en que recuerdo haberla visto
llorar, una fue cuando ella veía
un capítulo terrible del culebrón
mexicano Lucía Sombra, y otra
la mañana del 5 de septiembre
de 1970, cuando el diario
confirmó la victoria de Allende
en la elección presidencial.
Aunque mi abuela Amalia era -
de los dos la que hablaba fuerte,
mi abuelo Arnaldo era algo así
como la reserva moral de esa
casa. De bajo perfil en el
mundo, se convirtió en un
profesional meritorio de la
química orgánica industrial,
dictó cátedra en la universidad
con la modestia que lo
acompañaba a todos los sitios, y
en la empresa en la que
trabajaba realizó la síntesis de la
famosa sustancia insecticida
DDT mediante un método
totalmente distinto al conocido
hasta entonces. Ese era su gran
mérito: inventar una nueva
síntesis que permitiera la
fabricación de un producto con
licencia propia, sin tener que
pagar derechos. Lo hizo con un
remedio para la tuberculosis,
con el conocido cloranfenicol, y
también con muchos colorantes
que llenaron de tintura los
textiles de este país durante
décadas, cuando ese trabajo de
teñir las telas era obra casi
exclusiva de la industria
nacional. Mi abuelo, si hubiera
sido ambicioso, habría ganado
mucho dinero con tan sólo
patentar uno o dos de sus
inventos químico-industriales,
pero sus afanes estaban en otro
sitio. En ese sentido era un gil
buena persona.
Mi abuelo era el que llevaba a
sus nietos hasta su escritorio
para cargarnos de municiones
dulces: caramelos, calugas,
chocolates y turrones, a vista y
paciencia de una colección
meticulosamente empastada de
la revista Mecánica Popular. Él
me prestaba sus binoculares
para ver más de cerca a los
jugadores del equipo de sus
amores, Audax Italiano, las
pocas veces en que fuimos
juntos al estadio. Él me abría la
puerta del subterráneo de su
casa, donde guardaba las
películas de Chaplin y El Gordo
y el Flaco que más de una vez
vimos proyectadas por él
mismo. Él me bautizó una vez
como Guatón Bolis.
Lo echo de menos. Lo extraño.
Pero a quién le importa eso. Lo
que importa en este momento es
que él no está más, y que ahora
empieza a vivir como memoria
y como palabra.
Voy al archivo y me encuentro
con una crónica de Daniel de la
Vega publicada alguna vez en
El Mercurio. En ella habla de
otro familiar, de mi tatarabuelo
paterno, el relojero escocés Juan
Mouat, avecindado en
Valparaíso y constructor del
primer observatorio
astronómico que hubo en Chile,
cuando "Valparaíso era una
aldea que sólo tenía una calle
pavimentada". Según De la
Vega, los comerciantes que
habían oído hablar de sus
aficiones astronómicas se
burlaban del silencioso relojero
y le preguntaban irónicamente:
¿Ha descubierto alguna estrella,
don Juan?
"Don Juan sonreía con paciencia
escribe Daniel de la Vega. Él
conocía el desprecio de los
comerciantes por la curiosidad
científica, por la inquietud
filosófica, por el temperamento
artístico. Eran cosas de
desequilibrados. O de vanidosos
que pretendían llamar la
atención. Al hombre se le medía
por su capacidad para obtener el
dinero. En las tardes, don Juan
Mouat cerraba su relojería, se
iba a su casa y sacaba el tubo de
su anteojo por una ventana".
Juan Mouat miraba las estrellas.
Arnaldo Croxatto inventaba
fórmulas de química orgánica
industrial. Daniel de la Vega
escribió de mi tatarabuelo
paterno y de su desdén por el
dinero. Yo escribo ahora de mi
abuelo materno para que sus
besos no se desvanezcan
totalmente y su voz ronca siga
hablándome al oído.

Viernes 5 de Diciembre de 2003


Lejos de Bagdad
Alguna vez, en medio de la
guerra feroz, nos quisieron
hacer creer que el centro de
nuestro mundo y de nuestras
vidas estaba en Irak.
Escuchábamos las bombas
como quien oye llover en el sur
de Chile: era el sonido ambiente
de la televisión. Tanto ataque
salvaje acabó pronto con la
resistencia de Hussein y su
ejército, después vino el
desmadre y la ocupación, y al
poco rato se hizo el silencio,
cuando el eje de las noticias se
desplazó hacia un frente de
batalla más jugoso.
Debe ser una cierta debilidad
que siento por las zonas de
silencio periodístico, allí donde
los noticieros no llegan porque
no se produce la noticia, pero
llevo un buen tiempo guardando
algunos recortes y haciéndome
preguntas sobre Irak y sus
habitantes. Por ejemplo: ¿qué se
teje ahora mismo en Bagdad?
¿Tenemos alguna idea de lo que
ocurre a esta hora dentro de las
casas de Bagdad, en sus calles,
en sus oficinas, en sus escuelas,
en los hospitales, en los
almacenes, en las afueras de la
ciudad, en los puestos
fronterizos? ¿Hay testimonios
de ciudadanos de Bagdad al
alcance de nuestros oídos y de
nuestra vista en estas últimas
semanas, testimonios que
podamos leer y que
permanezcan en nuestra
memoria?
Salvo el sonido monótono de
noticias aisladas y esporádicas,
no tenemos idea de Bagdad ni
nos quita el sueño. La vida
nuestra de cada día transita por
otros rumbos. Siempre fue así,
incluso en pleno combate,
cuando nuestros corresponsales
jugaban a ser héroes y estaban
en medio de la batalla
sumándole adrenalina al relato
sonoro y visual de la guerra. De
Bagdad seguimos siendo
ignorantes, y apenas nos alcanza
para recoger unos datos sueltos
de muertos aquí y allá, de
heridos, de bombazos, de
atentados, hechos que en verdad
pueden ocurrir en Bagdad o en
cualquier otro sitio del planeta,
qué más da.
Es la ley del periodismo salvaje.
Las noticias existen para ser
publicadas, exprimidas y luego
desechadas y devoradas por
otras. ¿Qué queda de Irak?
Queda una guerra unilateral,
queda una biblioteca milenaria
incendiada y saqueada, quedan
muertos y mutilados, queda el
odio y la venganza, queda un
basural que limpiar, como
quedan también millones de
sobrevivientes cargando sus
propias vidas con la memoria de
la guerra y la ilusión de un
futuro menos desquiciado, pero
sobre todo atados al presente.
Pienso en los ciudadanos sin
rango: los que no tienen más
remedio que obedecer o esperar.
De ellos guardo recortes, para
tener la ilusión de saber algo
más de sus vidas. Uno del diario
El Mundo de España recoge
fragmentos de cartas enviadas
por soldados norteamericanos
obligados a permanecer en Irak.
Nick, mayo de 2003, Bagdad:
"Nadie debería tener tanto
poder, mamá, para hacerle esto
a un país. No te preocupes.
Conseguiré volver... de alguna
manera".
Junio de 2003: "Llevamos
semanas despertándonos con 43
grados y normalmente la
temperatura llega hasta 51 o
más durante el día. No hay
sombra en el desierto, madre.
Conseguí montar para nuestros
hombres una tienda con unas
tablillas de madera, hemos
desviado un canal de agua de la
que reciben los prisioneros de
guerra y ahora por lo menos
podemos ducharnos. Algunos de
mis hombres tienen una piscina
de plástico, de ésas para niños, y
la usan para refrescarse en agua,
que en realidad está hirviendo al
final del día".
Isaac Kindblade, soldado,
agosto de 2003: "Los generales
dicen que no necesitamos más
tropas. Claro, ellos no están
aquí. Se necesitaría un grupo de
Superman para hacer lo que nos
están pidiendo. Tal vez la gente
en casa cree que lo somos".
Otro de los recortes que guardo
habla de una Penélope iraquí
llamada Ishwaq que esperó con
santa paciencia el regreso de
Sabah, su novio, durante más de
veinte años, hasta que cuatro
días antes del inicio de la
guerra, el 16 de marzo de este
año, un irreconocible Sabah
tocó la puerta de su casa en
Bagdad después de haber estado
preso en una cárcel iraní desde
1981. Dijo Ishwaq: "Al
principio no lo reconocí, y creo
que él tampoco a mí. Era otro
hombre. Pero enseguida me di
cuenta de que su espíritu no
había cambiado".
Supongo, a pesar de que no
tengo cómo saber, que Ishwaq y
Sabah sobrevivieron a la guerra
de Bush y también a sus propios
recuerdos de cárcel y distancia.
La vida de Ishwaq y Sabah
podría ser el guión de una gran
película, es una de las mejores
historias que contar sobre lo que
ha estado sucediendo en Irak en
las últimas décadas, y entre
nosotros está condenada a
sobrevivir apenas como un
recorte de diario.
Viernes 19 de Diciembre de
2003
Mauricio Pinilla
Su sueño dorado dejó de ser
fantasía el 2003: buen dinero,
buena ropa, peinado a la moda,
mujeres guapas que caen a sus
pies, firmar autógrafos allí
donde va, portadas de diarios y
revistas con su cara llena de risa
y goles, muchos goles; goles de
carne y hueso, goles de cabeza,
de palomita, de tijera, de taco o
de volea.
"Prefiero hacer un gol a tener
sexo". Eso dijo la otra vez
Pinilla, el Pinigol, aplicando en
su discurso una lógica
implacable: si hace hartos goles,
el éxito total estará a la vuelta
de la esquina.
Tiene 19 años aún, y se nota. Es
alto y fuerte en la cancha, pero
cabro chico de alma. Fuera de
entrenar duro y jugar fútbol, le
gusta ir a las discotecas y a los
malls: "Compro cosas que ni
uso. Lo último que me compré
fue un televisor grande, un
hometheater, con cinema at
home, picture in picture y todas
esas huevadas. Me gusta leer el
diario también, sobre todo
cuando salgo yo. Libros, no.
Prefiero dormir".
Fanático en su momento de
Protagonistas de la fama, no
dudó en invitar a salir a la chica
de moda, Janis Pope, antes de
irse a Italia contratado por el
Inter de Milán. Antes jugó en la
U, ahora juega a préstamo en un
equipo italiano de la provincia,
el Chievo Verona, pero quiere
seguir los pasos de Zamorano y
Salas. Él mismo dice que su
juego es una mezcla de lo mejor
de uno y de otro: "Me gusta
jugar enganchado y llevar la
pelota, como Salas, pero poseo
buen salto y buen remate de
cabeza, como Zamorano".
Todavía no ha ganado nada
importante, está recién
comenzando. En la U no
alcanzó a jugar demasiado
cuando lo empezaron a ofrecer
en venta a medio mundo para
pagar sueldos atrasados y otras
deudas. En la selección chilena
apenas ha jugado tres o cuatro
partidos oficiales, pero metió un
gol en su debut y entró en la
leyenda. El periodismo
deportivo lo convirtió en la gran
promesa, el cheque a fecha del
fútbol chileno. Un cheque que
Pinilla quiere cobrar rápido
porque la apuesta del muchacho
va en grande. Sus frases no
admiten vacilaciones. Se trata
de un chico famoso que ama su
destino de estrella, aunque por
ahora sólo sea una estrella
fugaz.

Viernes 26 de Diciembre de
2003
El Finado Vargas
Claudio Vargas, el Finado
Vargas, está vivo pero está
muerto. ¿Cómo? Tal cual. Lo
mató su primera esposa hace
más de 35 años, pero sigue
vivito y coleando. Le explico: el
hombre respira, es de carne y
hueso, es nacido y criado en
Curicó, dice tener ahora 59
años, vive en una casa de la
calle Higuerillas, ha trabajado
toda su vida hasta hoy de
gásfiter, pero desde 1966 figura
en el Registro Civil como
fallecido en San Bernardo.
Leo su breve historia en el
diario Las Últimas Noticias, y
llamo al cronista, a Fabián
Llanca, para saber algo más del
Finado Vargas. Llanca me
facilita el teléfono celular de la
víctima, y no tengo más
remedio que llamar ahora a
Curicó para escuchar de boca
del mismo muerto la historia de
su vida.
La señora que atiende, al
parecer su actual mujer, me dice
que espere un momentito, que
ya viene el Finado.
Doy fe: Vargas es real. El
Finado vive, pero es de pocas
palabras. Su voz ronca, áspera,
es de fumador crónico y está al
otro lado de la línea.
—¿Cómo fue que lo mataron a
usted, Claudio?
—Mi mujer de entonces, con la
que me casé por ahí por 1960,
se fue un día de la casa, año
1965 o 1966, con los dos hijos
que teníamos. Hizo abandono
del hogar. Y yo dejé una
constancia en Carabineros,
porque fue ella la que me
abandonó.
—¿Por qué se fue? ¿Usted le
hizo algo?
—Una tía estaba preocupada y
decía que yo tenía otra mujer. Y
ella le hizo caso y se fue
enojada conmigo. Ella dudaba
de mí, se fue con los hijos y no
volvió.
—¿Era verdad lo que decía la
tía?
—Nada que ver, bajo ningún
punto de vista.
—¿Y?
—Y tiempo después, un año y
siete meses después que se fue,
ella me mató.
—¿Cómo lo hizo?
—No sé cómo lo hizo, pero me
mató con funeral y todo, porque
yo tengo nicho con nombre y
cajón en el cementerio de San
Bernardo. Mi muerte fue
completa.
—Por despecho, o para sacar
certificado de defunción y poder
casarse de nuevo, o por lo que
haya sido que su esposa de
entonces lo mató, Claudio
Vargas quedó legalmente
muerto desde 1966 y se
convirtió a ojos de todo Curicó
en el Finado Vargas.
En su ciudad lo conocen y le
gastan bromas con el cuento de
estar muerto en vida. El Finado
las toma con naturalidad. Lo
que sí le preocupa es que no
puede hacer vida ciudadana
normal, salvo votar los días de
elecciones: "No sé cómo, pero
estoy inscrito en el Registro
Electoral y nunca tengo
problemas cuando voy a votar
porque los encargados de la
mesa me conocen. El problema
grande va a ser cuando cambien
a los encargados. Ahí seguro
que no voy a poder votar".
El Finado Vargas no puede
pedir un crédito en el banco
porque está muerto, no puede
tener trabajo estable en ninguna
empresa porque está muerto, no
puede comprar con tarjeta de
gran tienda porque está muerto,
no puede comprarse un auto
porque está muerto, no puede
acogerse a jubilación porque
está muerto. Lo único que puede
hacer es trabajos esporádicos de
gasfitería para sobrevivir junto a
su nuevo familión que incluye
mujer y siete hijos, cinco
hombres y dos mujercitas.
Oiga, Finado, yo creo que usted
debe presentarse en el Registro
Civil y tratar de resolver su
problema.
He ido dos veces ya, pero
resulta que esta gente cuando yo
voy está en huelga. Y yo no
estoy para andar perdiendo el
tiempo. Si yo no trabajo, no
como. Si yo no trabajo, no tengo
ni para los vicios, ni para
comprarme cigarros.
No faltan en esta vuelta los
asesores improvisados que le
aconsejan al Finado Vargas
arreglárselas para pedir un
crédito a la mala. Total, le
dicen, como está muerto no
tendría que pagarlo después.
Pero él no se deja tentar: "Nada
que ver. Lo derecho es lo
derecho. El que miente, roba; y
el que roba, asesina".
El Finado lo tiene claro: así
como está, muerto, no puede
hacer ningún malabar, ningún
negocio. La última vez que tuvo
posibilidad de tener un trabajo
estable, le pidieron certificado
de antecedentes. El hombre
partió ilusionado al Registro
Civil y la respuesta de la
funcionaria de turno lo dejó
tumbado en el piso: "Usted no
puede sacar un certificado de
antecedentes porque no está
vivo. Lo que sí le puedo dar es
un certificado de defunción".
Oiga, Finado, le insisto: trate de
resolver su asunto, vaya de
nuevo al Registro Civil, hable
con un abogado.
—Chís, una vez hablé con un
abogado y me pedía tanta plata,
yo no tengo para eso.
—Bueno, vaya de nuevo, no
siempre estarán en huelga.
—Fui dos veces y las dos veces
estaban en huelga. Yo no puedo
andar caldeándome la cabeza
con este asunto. Sé que lo tengo
que hacer, ya veré.
La última pregunta, Finado:
¿alguna vez tuvo contacto con el
Más Allá en todos estos años en
que ha figurado como muerto?
—PAWSara nada. Nada que
ver. Ninguna cuestión.
Sábado 10 de Enero de 2004
El circo Guinness
Leo en el diario que no figuran
chilenos en la nueva edición del
Libro de los Récords Guinness.
No puedo creerlo. ¿Cómo es
posible? Nos hemos pasado los
últimos años inventando cada
tontería que es un gusto, y
resulta que ahora nos dan con la
puerta en las narices y ninguna
de nuestras proezas queda
registrada como tal. ¿Será
verdad o sólo se trata de un
rumor de mala leche?
Pasemos revista: en Chile, en el
último tiempo, hay intentos de
todos los tipos. Una ciudad, La
Ligua, decide tejer el chaleco
artesanal más grande del
mundo. Otra ciudad del norte
agita en una coctelera digna de
Gulliver el pisco sour más
voluminoso del planeta. Herido
en su amor propio, Puerto Montt
prepara en una excavación
profunda el curanto más grande
del mundo. Y así, suma y sigue:
en Paniahue arman un anticucho
de un kilómetro de largo, en
Chillán se cuadran con una
longaniza de 183 metros, en
Curicó le echan manjar a una
torta del porte de un estadio, en
Valparaíso cocinan una paila
marina del tamaño de un
océano, en Carahue se afanan
con el pastel de papas más
grande del mundo, y un poco
más allá se matriculan con una
empanada de horno capaz de
alimentar a un pueblo entero.
No faltan los giles que
enganchan y se juegan poco
menos que la vida en el intento,
acicateados por el estímulo de
ver el nombre de su pueblo o
ciudad impreso en un libro de
asuntos extremos. ¿A qué viene
tanto afán de trascender de este
modo, digo yo?
Echo mano a recortes de prensa
y doy con un agitador de la
causa Guinness en Chile: un
sujeto llamado Jaime Moya, que
parece cobrar buena plata por
prestar asesoría a personas e
instituciones interesadas en
registrar marcas en el libro de
los récords. No sería raro que
este Moya o algún otro
vivaracho hayan estado
lavándoles el cerebro a
funcionarios municipales
durante todos estos años para
motivarlos a participar en estas
festivas cruzadas. ¿El gran
premio final? Ver el nombre de
Curicó, por poner un ejemplo,
en el ítem "torta más grande del
mundo". Genial.
Hace veinte años, sin Moya de
por medio, Chile figuraba en el
Guinness casi exclusivamente
por asuntos de naturaleza y
geografía: el volcán inactivo
más alto del mundo, el desierto
más seco del planeta, la
vivienda de mayor altura. La
única exponente de raza con
nombre y apellido era Leontina
Espinoza, considerada entonces
la madre más prolífica del
mundo, con más de sesenta
hijos a su haber. Pero su marca
duró poco porque después no
hubo cómo comprobar que
todos sus hijos fueran paridos
por ella y no recogidos o
adoptados.
Figurar en el Guinness no es
una obsesión exclusivamente
chilena, en todo caso. Para nada:
esto es un asunto que
compromete a humanos de
todas las latitudes. En
Alemania, un piño de obsesos
lee en voz alta los libros de
Herman Hesse durante 52 horas
corridas. Ufff. En Panamá les
pica el amor propio y hacen lo
propio leyendo El Quijote
durante 60 horas para batir el
récord.
Y en el mundo entero, el Libro
de los Récords Guinness se
apunta con su propia marca: ser
tal vez el libro más vendido
entre todos los libros. Por ahí
encontramos una pista de su
éxito: usar a la gilada como
carne de circo para después
vender proezas por millones y
en todos los idiomas. Legítimo,
por supuesto. A nadie lo obligan
a caminar a pata pelada más de
veinte metros sobre brasas
ardientes, para después
sumergirse durante una hora y
veinte minutos en una tina
rellena con doscientos kilos de
puro hielo a veinte grados bajo
cero de temperatura. Y eso fue
lo que hizo en septiembre
pasado el karateca chileno César
Vergara, convirtiéndose según
la prensa de esos días en el
último chileno en inscribir su
nombre en el Guinness.
¿El karateca Vergara tampoco
figura en la última edición?
¿Todo su esfuerzo fue en vano?
Si se hicieran millonarios con la
proeza, uno podría entender la
lógica de los que se afanan: lo
hice por dinero. Pero no:
muchos de estos señores lo
hacen por el bendito honor de
ver su nombre en letras de
molde dentro de un libro donde
figuran millones de otros
nombres; un libro en donde es
imposible retener por más de un
segundo el nombre tuyo o de tu
pueblo porque en la línea que
sigue ese nombre es superado
por la marca del vecino: el
fulano que donó más litros de
sangre, el que tiene la lengua
más larga, el que sostiene más
culebras vivas en su boca, la
mujer más gorda, la más vieja,
el que ha vivido más tiempo con
una bala alojada en su cabeza, el
que se metió más hamburguesas
en la boca sin tragar un solo
pedazo.
¿Cuál será la verdadera gracia
de todo esto, fuera de
provocarnos risa? Algo
intrínsecamente humano tiene
que haber aquí. ¿El honor del
ridículo? ¿Decir lo logré, y qué
fue? ¿Tener un minuto de fama?
Por más que le doy vueltas a la
pregunta, no encuentro más
respuesta que risa nerviosa.

Sábado 24 de Enero de 2004


La buena memoria de Brodsky
He repasado dos o tres veces el
mismo libro antes de escribir
esta columna, y podría seguir
haciéndolo porque en cada
nueva lectura vuelvo a
emocionarme. El libro,
probablemente difícil de
encontrar hoy en Chile, se llama
Buena memoria y su autor es el
fotógrafo argentino Marcelo
Brodsky. ¿Cuál es la trama?
Simple y conmovedora: el punto
de partida es una clásica foto del
curso del colegio en el que
estaba Marcelo Brodsky,
tomada en los años sesenta en el
Colegio Nacional de Buenos
Aires, pero acompañada ahora
del paso del tiempo, de apuntes
hechos a mano alzada y el
retrato actualizado de los que
entonces eran sólo unos
muchachos, con un agregado
clave y fatal: dos de los
compañeros de curso de
Brodsky ya no están, porque
antes fueron secuestrados y
desaparecidos por la dictadura
militar que gobernó a Argentina
entre 1976 y 1983; y un tercero
ha muerto de "una enfermedad
incurable".
Sólo en el Colegio Nacional de
Buenos Aires algo así como la
versión argentina del Instituto
Nacional chileno hay registro de
98 desaparecidos o muertos por
la junta militar que encabezaba
el general Rafael Videla.
El libro de Brodsky me
conmueve no tanto por remitir
indirectamente a asesinatos
políticos, lo que ya sería
suficiente en todo caso, sino por
mostrar en imágenes cotidianas
las mismas fotos que hay en
cualquier álbum de cualquier
familia del mundo el rostro de
muchachos que se comportan
como cualquier niño o joven,
niños y adolescentes que juegan
fútbol, se dejan retratar junto a
sus abuelos, van a fiestas de
quince y se gastan bromas, y
que pocos años después
encontrarán la muerte sin haber
tenido tiempo para imaginarla
siquiera: entre ellos, el hermano
menor de Brodsky, Fernando,
secuestrado en 1979 cuando
apenas contaba 22 años.
La foto del curso de Marcelo
Brodsky está intervenida por sus
propios apuntes, hechos a mano:
"Erik se hartó. Vive en Madrid".
"Ambrossini volvió al barrio".
"Martín fue el primero que se
llevaron. No llegó a conocer a
su hijo, Pablo, que hoy tiene 20
años. Era mi amigo, el mejor".
"Yo soy fotógrafo y extraño a
Martín". "Silvia no quiere saber
nada de todos nosotros, ¿por
qué será?". "Gabriel se dedica a
la producción audiovisual".
"Patricia se sobrepuso, pero
también le dolió". "Pablo murió
de una enfermedad incurable".
"Leonor zafó y volvió a Buenos
Aires hace poco". Y así van
sucediéndose los testimonios
que hablan de la nueva vida que
llevan los compañeros de
colegio de Brodsky, entre los
cuales estaba su mejor amigo,
Martín, ahora desaparecido, y
algunos cursos más abajo su
hermano Fernando, también
desaparecido.
La mayoría de las imágenes del
libro habla con gran intensidad.
En una de ellas, Marcelo
Brodsky rema en las aguas del
Río de la Plata junto a su
hermano en la zona del Tigre,
mientras atrás le ríe a la cámara
su hermana menor, Andrea. El
fotógrafo entonces no tiene más
de trece años. ¿Quién no anduvo
en bote con su hermano en
alguna vacación de infancia? En
otra fotografía, ambos juntan
sus caras con la playa como
telón de fondo. Más allá se ve a
Fernando Brodsky de niño
presto a salir de campamento
con su mochila cargada al
hombro. O junto a su padre
exhibiendo ambos el remo del
Club Náutico Hacoaj. En otra
página, en unas imágenes
sacadas de una cámara de cine
súperocho, vemos a los dos
hermanos Brodsky jugando a
matarse simuladamente con arco
y flecha, y muriendo los dos,
tendidos en el pasto.
Yo también jugué a la guerra, vi
en televisión la serie Combate
con Vic Morrow y caí
acribillado en el pasto junto a
mis hermanos mayores, pero
tuve la suerte de nunca tener
que publicar un libro para
volver a la vida a un hermano
secuestrado y hecho desaparecer
por el gobierno de tu país.
El gesto de Marcelo Brodsky le
quita ideología al drama de los
detenidos desaparecidos y en
cambio le agrega humanidad.
Los que fueron muertos eran en
un momento iguales a ti, a ti y a
ti. En su infancia subían cerros,
jugaban a las muñecas y les
gustaba bañarse en una piscina.
Cuando podían, se encaramaban
a un árbol. Después crecieron.
Fueron a fiestas y se
enamoraron. Y tuvieron sueños
e ideales. En eso estaban,
creciendo, empezando a vivir
por sí mismos, cuando su
historia quedó trunca porque
alguien decidió que ellos no
debían seguir viviendo.
Buena memoria le hace honor a
su nombre y nos trae de vuelta
la historia que cuenta más: la
historia de lo vivido, no la
historia de tu muerte. Escribe
Martín Caparrós en una de las
páginas del libro: "Era necesario
reconstruir sus historias, contar
y contarnos que todos ellos
fueron, antes que víctimas,
personas, y que tenían, mucho
antes, mucho mejor que sus
muertes, una vida".

Sábado 7 de Febrero de 2004


Los consejos de Mario Rivas
Ahora que la farándula está de
moda en diarios, radios y
canales de televisión, pienso en
lo entretenido y oportuno que
sería leer en estos tiempos las
crónicas de uno de los
periodistas auténticamente
irreverentes y filudos que tuvo
la vieja guardia. Hablo de Mario
Rivas, muerto hace ya más de
treinta años.
Mario Rivas González escribía
prácticamente todos los días,
desde los años 40 y hasta los 60,
una página de vida social en
diarios populares, primero en
Las Noticias Gráficas y después
en La Última Hora. "¿A dónde
va Vicente? ¡Donde va la
gente!" y "High Life" —así se
llamaban sus páginas— fueron
el caballo de batalla con el cual
Rivas se hizo un festín riéndose
sin contemplaciones de la alta
sociedad santiaguina y de todos
los que aspiraban a integrarla.
Los que no tuvimos oportunidad
de leer en vivo y en directo sus
consejos del tipo "ninguna niña
distinguida se cura con rompón"
sabemos poco de su vida, entre
otras cosas porque no parece de
buen gusto andar contando a
viva voz las brutalidades que
hacía y decía este personaje
sacado de una novela picaresca.
La mejor crónica sobre Rivas la
escribió Roberto Merino hace
algunos años, y forma parte de
su libro Horas transcurridas en
las calles de Santiago. Allí se
cuenta, por ejemplo, que Rivas
"fue el único detentor de cierta
cátedra de periodismo
humorístico en la universidad,
sitio en el cual ofreció una
conferencia acerca de la
decadencia de la aristocracia
chilena con un chuico de vino
sobre la mesa, en vez del
consabido vaso de agua".
También relata que Rivas se
hizo experto en poner apodos
memorables, como el que le
dedicó a Benjamín
Subercaseaux: Benjamona
Subercasiútica.
Hijo de Manuel Rivas Vicuña,
político liberal que fue ministro
y senador y que hizo una
importante carrera diplomática,
pudo seguir los pasos de su
padre pero obviamente no
estaba hecho para esas lides.
Alcanzó, eso sí, a trabajar como
su secretario en la embajada de
Chile en Perú, pero según
Merino la cosa duró poco y
terminó mal: "En una recepción
con Pedro Aguirre Cerda, el
niño terrible protagonizó una
insolencia que todo Chile
conoce. El aprendiz de
embajador se tiró, según se
cuenta, un peo a todo forro, y
luego se volvió hacia el
Presidente preguntándole con
preocupación: ¿Se siente mal,
Excelencia?".
Ya de lleno en sus menesteres
periodísticos, Rivas fue ganando
con el tiempo lectores y
enemigos. Sus consejos eran
implacables, algunos de los
cuales son referidos por Jorge
Palacios en su libro Retrato
hablado: "Una señorita
distinguida jamás llega con una
botella de chicha a la oficina", o
"ninguna niña distinguida se
fuma los cigarrillos hasta
quemarse la jaba", o "ninguna
niña distinguida se hurguetea las
agallas en público", o "ninguna
niña distinguida pasa la mano
después de haberse chupado los
dedos". Para los hombres
también había recomendaciones
y observaciones: "Un caballero
no se manda a hacer un terno
morado", y "un mal caballero
anda con las ropas pasadas a
naftalina".
Una señora bien, molesta con
esta forma de hacer vida social,
"tan necia, tan sucia", le escribió
una carta a su admirado Joaquín
Edwards Bello para que el
famoso cronista de La Nación se
las cantara claras a Rivas, pero
Edwards Bello no le hizo caso y
en cambio escribió una crónica
reivindicando el oficio de Mario
Rivas: "Este periodista me
divierte y me recuerda al Pipo
de La chica del Crillón, el que
sabía de memoria los números
de los teléfonos de toda la gente
chic y podía indicar el precio de
las pieles que se ponían las
bonitas y la cantidad de letras
protestadas de los padres, los
maridos y los novios. En vez de
atacar a ese genio precoz, sería
más justo felicitarle por el hecho
de haber descubierto ricas vetas
en las minas inextinguibles de la
vanidad, la murmuración y la
envidia".
Mario Rivas estaba lleno de
fobias. Le molestaba ir al cine
"por las colas y el olor a
sobaco", cuando podía le daba
duro a la Carmen Balmaceda,
una ex novia que lo había
abandonado, encontraba una
rotería levantarse antes del
mediodía si no se era empleado,
y no faltó la ocasión en que
escribió acerca del infaltable
ataque de risa en un funeral de
gente encopetada: "Yo vi a una
niña que en medio de su dolor
se tomó distraídamente un vaso
de agua oxigenada, y la gente se
rió a gritos con toda crueldad".

Sábado 21 de Febrero de 2004


Los hermanos Robledo
Se llamaban Jorge y Ted
Robledo Oliver, eran los
hermanos Robledo. Los mismos
hermanos que muy pequeños,
cuando Jorge tenía cinco años
de edad, habían dejado el país
para irse a vivir con su madre a
Inglaterra, y que mucho tiempo
después, en 1953, volvieron a
Chile como futbolistas famosos
a jugar por Colo-Colo sin hablar
un gramo de castellano.
Esto es lo que la mayoría de los
chilenos, me incluyo, sabía de
los hermanos Robledo, aparte de
que Jorge era un crack de marca
mayor, un jugador fuera de
serie, campeón y goleador
jugando por el Newcastle de
Inglaterra antes de volver a
Chile. Hasta que hace poco abrí
el libro Carne de perro de
Germán Marín y en sus
primeras páginas me encontré
con la siguiente dedicatoria.
Cito textual:
"A los hermanos Ted y Jorge
Robledo, esa extraña pareja del
fútbol chileno, venida de
Inglaterra, de quienes aprendí a
temprana edad, al leer las
crónicas de sus vidas, la
vocación del fracaso. Ted
terminó en África, cansado de
vivir, dedicado, según se dice, al
alcohol, si bien otras fuentes
indican que, tras servir como
agente de inteligencia, fue
asesinado en Omán. Jorge
repitió los días, en el pueblo de
Rancagua, en un empleo
burocrático, acabando como
guardián de puerta en el colegio
Mackay de Viña del Mar".
Después de leer esta dedicatoria,
y aunque los datos ahí
manejados no fueran
estrictamente ciertos, me
pareció estar viendo en el
destino de los Robledo
argumento suficiente para
fraguar una investigación
mayor, una crónica de sus vidas,
por qué no un libro, o un
documental.
En eso estoy ahora: empezando
a recabar información. La
mínima información que
permita ir confrontando el texto
de Germán Marín y ojalá
completándolo.
Empecemos por Ted. Dos o tres
años menor que Jorge, no tuvo
ni su talento ni su
profesionalismo. Cuando Jorge
deslumbraba en el Newcastle,
Ted formaba parte de las
divisiones menores del club. Al
venirse a Chile en 1953, Jorge
Robledo exigió hacerlo con toda
su familia: su madre, Elsa; su
hermano Ted y su hermano
menor, Guillermo. Ambos,
Jorge y Ted, jugaron en Colo-
Colo entre 1953 y 1958. Pero
mientras Jorge era figura y
sobresalía por su disciplina y su
capacidad en la cancha, Ted
alternaba la titularidad y no
escondía su amor por la jarana,
la noche y las mujeres.
Nunca se casó Ted Robledo. Y
después de 1958 su pista se
desvaneció. Vicente Riveros,
antiguo dirigente de Colo-Colo
y amigo de Jorge Robledo, dice
haberle conocido varias novias
del mundo de la farándula a
Ted, entre ellas una hermosa
bailarina de flamenco de
Valparaíso. Pero en algún
momento Ted se borra del mapa
chileno y nada más se sabe de
él, hasta su extraña
desaparición. Pudo ser a fines
de los años sesenta. Las
distintas versiones, la del Sapo
Livingstone, la del periodista
Lucho Urrutia O'Nell, la del
propio Vicente Riveros, la del
antofagastino Danilo Díaz,
apuntan a que fue arrojado
desde un barco en altamar, en
una riña, en el oceáno Índico, o
al menos cerca de África. ¿Qué
hacía ahí Ted Robledo? No es
claro: al parecer, dicen estas
fuentes, el hombre se dedicaba a
negocios poco claros,
contrabando o drogas, y sus
amistades eran relaciones
peligrosas. Lo concreto es que
al puerto de desembarque de
aquella nave nunca llegó Ted
Robledo.
La dedicatoria escrita por
Germán Marín no contiene
información descabellada en
absoluto. Ted terminó mal,
asesinado, no sabemos si en
territorio asiático o en algún
océano de la región, y lo de
agente de inteligencia de los
británicos tampoco es tan
descartable. ¿Y si ésta hubiera
sido la razón para arrojarlo al
mar, haberlo descubierto
durante el viaje en una
operación camuflada de
infiltración?
Jorge Robledo nunca dijo una
palabra en público ni en
reuniones sociales de lo que
había pasado con su hermano.
No era un tema para conversar a
viva voz. Hombre sencillo y
discreto, abandonó el fútbol sin
hacer mayor ruido y en
Rancagua conoció a su futura
esposa Gladys, con quien
construyó "una hermosa pareja",
según Vicente Riveros.
Alguien me señala que la
muerte de su hermano lo afectó
muchísimo, y que desde
entonces se puso bueno para el
trago, pero Riveros lo
desmiente: "Yo creo que Jorge
era un gran bebedor social, seco
para el whisky, pero nunca lo vi
descompuesto por el alcohol".
Jorge Robledo terminó sus días
no de guardián de puerta del
colegio Mackay, sino como
encargado de deportes del
colegio Saint Peter de Viña del
Mar. Murió joven e
inesperadamente, a los 62 años,
de un paro cardiorrespiratorio.
Le sobreviven su esposa y una
hija, ambas radicadas hasta hoy
en Viña del Mar.

Sábado 6 de Marzo de 2004


Los amigos del colegio
Tengo enfrente un par de
fotografías de años de colegio.
Una de quinto básico, y otra de
séptimo. Dos colegios distintos,
en la primera mitad de los años
setenta. Una foto es de 1972, la
otra es de 1974. Los dos cursos
son de puros hombres, ahí
donde se aprenden las primeras
técnicas de defensa personal y
ataque colectivo.
Miro las fotos con detención, y
reparo en la tenida de 1972:
overol. Ideal para la guerra.
Hago un barrido de apellidos de
ese quinto básico. Arriba, a la
izquierda, está Salinas, chico y
con las mechas tiesas. Después
viene Vergara, de lentes.
Después el guatón Corvalán. El
que sigue no tengo idea.
Después Geisse y Montealegre.
Al lado de Montealegre está
Tello. A Tello lo recuerdo con
nitidez porque una vez en un
recreo nos agarramos a combos,
y de inmediato se formó el
clásico círculo alrededor nuestro
que gritaba ¡pelea-pelea-pelea!
ansioso de que la sangre llegara
al río, pero ese día ninguno pegó
fuerte y al final nos fuimos a
puro aleteo.
Empiezan a desfilar en la foto
caras que no recuerdo para
nada. Ni siquiera me acuerdo de
sus apodos. Entre los pocos que
identifico están Echavarri, que
era mi amigo, Kappés, Luco,
Darraidou, Amenábar, Cruz,
Fuentes, Pérez con cara de
payaso, Troncoso, Naranjo y
por supuesto Mario Campero,
que ese año era mi mejor amigo,
y que el otro día, investigando,
descubrí que es neurólogo de la
Clínica Alemana y escribe
columnas en internet sobre la
jaqueca o cualquier otro tema de
su especialidad. Parafraseando a
Edwards Bello, hablo de
"amigos cuyos nombres hoy me
parecen tumbas".
Salvo Corvalán y Amenábar,
contra quienes jugué pimpón en
campeonatos escolares cuando
estábamos en la enseñanza
media, a ninguno de los otros
volví a verlo desde diciembre de
1972, hace más de treinta años,
cuando abandoné ese colegio.
No los vi más ni en el Metro, ni
al otro lado de la vereda, ni en
una esquina en auto frente a un
semáforo, ni en la playa de
vacaciones, ni arriba de un
avión, ni en el Paseo Ahumada,
ni en el estadio, ni parados
frente a un quiosco, ni en el
matrimonio de algún amigo
común.
No es tan distinto lo que pasó
con el otro curso, el de 1974,
que fue además el mismo curso
con el cual egresé del colegio en
1979. Miro la foto y recuerdo
mejor sus apellidos, pero no sé
prácticamente nada de sus vidas
de hoy: ahí están, entre otros, el
Camión, el Fatiga, el Chino, el
Chico, el Guatón, el Negro, la
Citroneta, Colacho, la Momia,
el Perro Durán. Me detengo en
Jorge Durán. La última vez que
lo vi, que fue en la calle, venía
saliendo de algo así como un
jodido infarto cerebral. Tiempo
después supe que había muerto.
Era mi profesor jefe en 1974, de
fachada estricta, pero en el
fondo un buen tipo, muy
cariñoso conmigo ese día en que
nos cruzamos a la salida de un
videoclub, cuando él ya estaba
jubilado y acompañaba a su
señora a una peluquería que
había por ahí cerca.
La última señal del mundo de
mi primer colegio la recibí por
e-mail hace cuestión de tres
meses. Era un compañero de
primero a cuarto básico que
había leído una columna mía en
esta revista y quería confirmar
que yo era el mismo con quien
él había estado cuatro años de
su vida en una sala de clases. Sí,
le dije: soy yo. Entonces se
produjo un breve y entusiasta
intercambio de mails que
incluyó a otros compañeros,
entre ellos uno que tenía una
casa antigua en Algarrobo
donde había murciélagos.
"Amigos cuyos nombres hoy me
parecen tumbas". La frase de
Edwards Bello, citada por
Armando Uribe en uno de sus
libros de poemas, me hace
pensar inevitablemente en estos
compañeros de sala a los que un
día dejamos de ver porque cada
uno hace su camino y porque la
vida no se detiene ningún
segundo. Ni siquiera cuando
volvemos a encontrarnos muy
de cuando en cuando a hacer
recuerdos, en esa reunión social
a la que nunca llegaremos todos
y en la que contaremos los
mismos chistes, recordaremos
los atributos físicos de la Rosita
y de aquella profesora de inglés
que nos trajeron casi a propósito
cuando todos despertábamos
sexualmente, evocaremos
guerras de peorrillas y
pichangas memorables,
subiremos al columpio a los que
podamos y posaremos
finalmente para la foto luciendo
calvas más evidentes, canas,
barrigas gruesas, arrugas y hojas
de vida que incluyen
separaciones, hijos, padres que
ya no están, compañeros
muertos, besos, risas, facturas,
contratos, silencios, amores
fatales y accidentes del tránsito
que casi nos costaron la vida.
Sábado 20 de Marzo de 2004
El honor de Ted Robledo
Hace cuatro semanas escribí en
esta misma página una columna
sobre los hermanos Jorge y Ted
Robledo. Me había cautivado la
dedicatoria escrita por Germán
Marín en su libro Carne de
perro, en la que él decía haber
leído que Ted Robledo había
terminado en África, "cansado
de vivir, dedicado, según se
dice, al alcohol, si bien otras
fuentes indicaban que, tras
servir como agente de
inteligencia, había sido
asesinado en Omán".
La historia de la desaparición
del ex futbolista Ted Robledo
parecía sacada de una película.
Mi columna fue publicada
mientras yo estaba de
vacaciones, y, en lo que respecta
a Ted, agregaba algunas
indagaciones sobre su vida (que
nunca se casó, que tuvo como
novia a una hermosa bailarina
de flamenco) y también sobre su
muerte: versiones de periodistas
que parecían estar de acuerdo en
que Ted Robledo había sido
arrojado desde un barco en
altamar después de una riña
cerca de alguna costa africana,
tal vez porque el hombre estaba
metido en asuntos poco claros,
drogas, contrabando, cosas así.
Hasta que volví de vacaciones y
encontré sobre mi escritorio un
sobre de correo remitido por
Carmen Calé viuda de Robledo.
Abrí el sobre y en él había una
carta manuscrita de cuatro
páginas, una foto en blanco y
negro de un matrimonio
religioso y la copia escrita a
máquina de un juicio auspiciado
por la Corona británica.
El primer desmentido saltaba a
la vista: Ted Robledo sí se había
casado. Lo hizo en Chile y en
1956 con Carmen Calé, ex
bailarina de danzas españolas.
En la carta, Carmen Calé
aprovecha de aclarar que no es
verdad que Ted fuera bueno
para la noche, la jarana y las
mujeres, y luego precisa sus
movimientos después del
matrimonio. Primero se fueron a
vivir a Inglaterra, donde Ted
jugó un par de temporadas en el
Notts County de Nothingham,
pero el clima inglés afectó
bastante a su mujer y se
volvieron a Chile en 1959. Ted
fue entonces contratado por la
Nasa como técnico electrónico,
su segunda profesión, pero su
sueldo era bajo y pronto buscó
nuevos rumbos como entrenador
de fútbol.
Más adelante, Ted trabajó
ayudando a levantar torres
petroleras en Africa y Brasil. En
ésas andaba cuando fue
contratado por una compañía
norteamericana de barcos
petroleros, la International
Drilling Co. en el Golfo Pérsico.
Y fue en esa condición que
encontró la muerte. A
comienzos de diciembre de
1970, solo y prácticamente sin
dinero, aprovechó una
invitación del capitán alemán
del barco petrolero Assahn para
pasar cuatro días de vacaciones
a bordo de la nave, y se
embarcó en el puerto de Dibbah,
en el sultanato de Omán, para
realizar un crucero a través del
Golfo de Omán. Jamás regresó.
Según la viuda, en el juicio
consta que la noche del 5 de
diciembre de 1970 cenó con el
capitán y luego jugaron cartas
junto a otras personas, y fue
entonces cuando desapareció,
sin dejar huella.
En Chile nadie se enteró porque
Ted no era muy amigo de
escribir cartas y marcar su
paradero, hasta que el 4 de
marzo de 1971 El Mercurio
tituló en portada: "Asesinado
Ted Robledo. Se abre
investigación en Sultanato de
Omán".
La primera noticia fue un golpe
en la cabeza de la familia
Robledo. Su hermano Jorge se
descompuso y no pudo seguir
hablando con el periodista que
le contaba detalles del caso.
En los meses siguientes, el
juicio verificó que el capitán
alemán, Hans Besseinich, había
mentido al decir primero que
Ted Robledo jamás se había
embarcado, y luego había
tratado de influir a los otros
testigos, un cocinero y otros
miembros de la tripulación, para
que dijeran lo mismo. Los
testigos no cedieron a la presión
y verificaron que Ted sí había
estado en el barco, y además
relataron cómo el capitán había
hecho desaparecer su equipaje.
Casos y cosas de la justicia, el
jurado británico por dos votos a
uno decretó al final que el
capitán alemán era inocente,
descartó cualquier tesis de
suicidio y determinó que sólo se
había tratado de un accidente.
Treinta y tres años más tarde,
escribo esta columna para
intentar restituir la memoria de
Ted Robledo con la carta de la
viuda a la vista. La leyenda, sin
embargo, seguirá escribiendo en
la imaginación de cada uno de
nosotros. ¿Lo mataron? ¿Sufrió
un accidente y cayó al mar?
Ahora sabemos dónde estaba
esa noche y quién era el capitán
del último barco que lo vio con
vida. También sabemos de su
relación con Carmen Calé, su
matrimonio y su reticencia a
escribir cartas. Estamos seguros
de que nunca fue agente de
inteligencia de los británicos. Lo
que probablemente nunca
sabremos, como tantas veces
ocurre, es cuáles fueron sus
últimos movimientos después
de aquella partida de naipes, y
cómo fue que su vida terminó
para siempre cinco millas mar
adentro en las aguas del Golfo
de Omán.

Sábado 3 de Abril de 2004


El Titanic chileno
Medio aturdido por las
imágenes que nos regalaba la
televisión del último atentado
terrorista a los trenes de España,
decidí no seguir mirando en la
pantalla aquellas secuencias de
fierros retorcidos, vagones
destrozados y ciudadanos
cubiertos de sangre, y en
cambio preferí concentrarme en
leer relatos narrados por la
prensa española. Al final, me
detuve en un detalle descrito por
un testigo que me pareció una
imagen tremenda de las
tragedias de estos tiempos
modernos: el detalle de los
teléfonos celulares que portaban
las víctimas en el momento del
estallido de las bombas,
aparatos que luego de difundirse
la noticia empezaron a sonar
dispersos entre decenas de
cadáveres que ya no podían
contestar esa última llamada de
familiares desesperados que
precisaban saber si les había
ocurrido algo.
Me puse a pensar en grandes
tragedias que en cuestión de
minutos les arrancan la vida a
centenares de personas. Y en lo
distinta que es la percepción que
los ciudadanos tenemos de esas
tragedias si ellas ocurrieron
hace un siglo o son de última
generación, cuando la televisión
nos pone de frente a la imagen
descarnada de los despojos que
quedan en el campo de batalla.
De las tragedias de antes
sabemos poco y nada, pero
sobre todo no tenemos imágenes
de ellas, a menos que alguien
nos refresque la memoria con
una película. Titanic, por
ejemplo. En eso estaba cuando
recordé el comentario de un
amigo hace cosa de dos meses:
"¿Sabías tú que en Chile
también tuvimos nuestro propio
Titanic? El barco se llamaba
Itata. Averigua".
Me fui de cabeza al archivo a
revisar las microfichas de El
Mercurio de agosto de 1922,
hasta que en la edición del 29 de
agosto aparece la primera señal
del Itata. Desde Coquimbo, el
corresponsal escribe: "Frente a
Cruz Grande habría naufragado
un gran vapor, pereciendo todos
los pasajeros y la tripulación. Se
cree que puede ser el Itata". El
30 de agosto, la noticia se
confirma y es tragedia nacional:
sólo hay hasta ese momento 13
sobrevivientes y más de 230
desaparecidos. El barco había
zarpado desde Valparaíso, había
hecho escala en Coquimbo, y
luego debía detenerse en Taltal,
Antofagasta, Mejillones,
Tocopilla, Iquique y finalmente
Arica. Llevaba cemento, fardos
de pasto, animales y
mercaderías varias. Según el
primer reporte, entre sus
pasajeros figuraba "el ex oficial
de ejército Pablo Varas, que
comerciaba animales y se había
embarcado en Coquimbo
llevando una gran partida de
bueyes y corderos".
¿Por qué se hundió el Itata en
tres minutos? En los primeros
informes se escribió cualquier
cosa: desde que había chocado
con una roca hasta que llevaba
exceso de carga.
¿Cómo saber las causas
verdaderas del hundimiento?
¿Cómo contar con rigor
histórico un hecho sucedido
hace 82 años? ¿Cómo narrar las
imágenes de la otra historia de
la humanidad, la de los
ciudadanos comunes y
corrientes que viven tragedias
en distintos momentos de la
historia, ayer y hoy, expuestos
como estamos a los azares y las
inconsistencias propias de la
vida?
El primer sobrecargo del Itata,
Arriagada, logró sobrevivir
después de estar más de quince
horas luchando en el mar y
escribió un telegrama contando
lo que vio: "Hice todo lo que
pude por salvar la mayor
cantidad de personas. Capitán
hasta último momento a bordo,
se hundió con buque, saliendo a
flote con herida en barba; lo
subí al bote, que volcó al llegar
a la playa, perdiéndose casi
todos". Otro sobreviviente,
Pedro Arancibia, relató: "Hacía
poco rato que la campana del
Itata había tocado las dos de la
tarde. El buque marchaba
tratando de poner el menor
blanco al fuerte viento y a las
grandes olas, pero los 500
corderos y las formidables
rumas de sacos de papas y de
cebollas que venían en la
cubierta superior y que rodaban
de babor a estribor
desequilibraban el barco en tal
forma que en cada tumbo
embarcaba grandes masas de
agua por las escotillas. Los
pasajeros se asomaban por las
ventanillas de los camarotes con
sus rostros espantados y
pudimos presenciar muchos
cuadros emocionantes de
madres abrazadas y llorando
con sus hijitos".
En los días sucesivos al
hundimiento del Itata siguió
especulándose con carga no
autorizada y con los efectos
devastadores del viento
huracanado. No hubo en agosto
de 1922 ni televisión ni
helicópteros encimando el lugar
de la tragedia ni teléfonos
celulares sonando en altamar.
Pero sí mucho dolor y relatos
escritos que permiten volver a
contar la historia del Titanic
chileno.

Sábado 17 de Abril de 2004


Anoche soñé con Dolores
Esta columna parece que la
soñé. Estaba en Buenos Aires
con mi amigo Nibaldo
Mosciatti. Nos subimos a un
taxi y viajamos por calles
amables y cosmopolitas, con
luces de neón y escaso tráfico,
hasta que descendimos en una
esquina y apareció ella: Dolores.
Mi entrañable amiga Dolores.
Yo iba sólo por el día a Buenos
Aires, debía regresar esa misma
tarde, teníamos poco tiempo.
Quería verla, conversar,
ponernos al día después de
tantos años. Finalmente nos
subimos a otro taxi y partimos
rumbo a su casa.
El sueño se diluye en el camino
y reaparezco en Santiago. La
nueva escena me encuentra en
una oficina que parece ser la de
una radio, propiedad del padre
de mi amigo Nibaldo. Lo veo a
él, a Nibaldo papá, a la entrada,
y lo abrazo fuerte, y entonces
caigo en la cuenta de que todo
esto es un sueño porque él luce
demasiado joven. Dolores ya no
está conmigo y ahora Buenos
Aires es un fantasma.
Hago un esfuerzo para no
sucumbir frente al celular-
despertador que chicharrea en el
velador de mi pieza, pero no hay
caso, el sueño empieza a ser
narrado por la conciencia. En un
último intento inconsciente por
apresarlo digo que este sueño
debo escribirlo porque en él
actúa Dolores, mi gran amiga
Dolores Ezcurra, a la que conocí
hace veinte años en Chiloé el
mismo día en que se murió Julio
Cortázar en París, y que ahora,
en la supuesta vida real, está
muerta desde hace ya cerca de
nueve años, cuando un cáncer
acabó por vencerla en Buenos
Aires, su ciudad.
La vida es sueño. Me gusta
soñar y recordar después la
película soñada. En este caso,
me gusta devolver a Dolores a
la vida y encontrármela en una
esquina y llevarla a pasear en un
taxi, aunque el viaje se
desvanezca rápido. La imagen
posterior del sueño me abriga,
me hace escapar de la realidad,
me olvido por algunos segundos
de que hay un solo tiempo
infalible que avanza y no deja
nunca de avanzar.
Lo mejor es cuando el sueño te
sorprende viviendo una fantasía
inimaginable. El año pasado
soñé con el escritor español
Enrique Vila-Matas, a quien no
tengo el gusto de conocer, pero
sí de haberlo leído con mucho
agrado. Vila-Matas era mi
anfitrión en una ciudad del
mundo que imagino era la suya:
Barcelona. Un amigo del mundo
real me había contado hacía
poco, durante un almuerzo, lo
buen anfitrión que había sido
Vila-Matas en su último viaje a
Europa. Ahora me tocaba a mí
ser agasajado por él. Yo sabía
que él, Vila-Matas, llegaba tarde
a todas las citas (en el sueño).
Por eso lo esperaba
pacientemente en la calle donde
había dicho que iba a pasar a
recogerme. Él demoraba mucho
en llegar, pero finalmente
aparecía en un auto muy antiguo
y se sacaba un sombrero de
copa y me hacía una reverencia,
y a mí su gesto me hacía reír de
buena gana. No sé cómo siguió
el sueño, pero desperté con la
sensación inequívoca de haber
compartido con Vila-Matas
mucho más que las páginas de
un libro suyo o una noche
común en Barcelona.
Con Dolores Ezcurra viví lo que
hay que vivir en una amistad
inolvidable: desde prepararnos
una taza de café en la cocina
hasta darnos un abrazo apretado
en el andén de una estación de
trenes que nos separaría por no
sabíamos cuánto tiempo. El
mismo día que la conocí supe
que tenía cáncer. Me tocó vivir
de cerca los ires y venires de su
enfermedad: desde el día
increíble en que fue dada de
alta, hasta el maldito día en que
me contó por carta que los
tumores habían reaparecido. La
recuerdo viajando en el tren
urbano desde Retiro hasta
Martínez, San Isidro o La
Lucila, allá en el barrio norte de
Buenos Aires donde ella vivió
siempre. La recuerdo riendo
generosa, o recortando
periódicos para mandarme notas
que sabía que a mí me gustaría
leer. Guardo en una carpeta el
breve texto de William Faulkner
que ella
me obsequió: "Ya escribirá
algún día. Quizá ahora no tiene
nada que decir. Hay que tener
algo quemando las entrañas para
poder decirlo, ahora no lo tiene,
pero no se preocupe; no tiene
importancia si usted escribe o
no; escribir sólo es importante
cuando se quiere hacerlo, y sólo
sólo sólo escribir será suficiente
para devolverle la paz".
La vida es sueño, Dolores.

Sábado 15 de Mayo de 2004


Locos de remate
El otro día encontré, en un
ejemplar veraniego de la revista
Fibra, una crónica
extraordinaria de Alejandra
Gajardo sobre el asesinato del
siquiatra Óscar Fontecilla
Espinoza, a manos de un
paciente suyo, loco como cabra,
el 31 de marzo de 1937.
La historia es apasionante y
feroz. Carlos Rebolledo
Matamala era un muchachuelo
de 21 años que se atendía con
Fontecilla, una eminencia que
había traído a Chile entre otras
gracias técnicas de sicoanálisis,
el tratamiento de electro-shock
y la vacuna contra la
tuberculosis.
El día fatal, Fontecilla estaba en
su consulta y hasta allá llegó
Rebolledo, a reprocharle que
cada día estaba peor. Si le
hacemos caso a la confesión
posterior de Rebolledo,
Fontecilla le habría respondido
que se atendiera con otro
médico. Acto seguido, el
siquiatra tomó el teléfono, discó
un número e inició una
conversación. Rebolledo no
soportó este gesto, sacó un
revólver y le disparó cuatro
balas locas. Una quedó
incrustada en la pared, otra
destrozó el auricular y las dos
últimas dieron en el blanco.
Dice la crónica de Fibra:
"Herido de gravedad, Fontecilla
salió a la sala de espera donde
estaba la secretaria y tres
pacientes que lo esperaban.
Pidió ayuda y antes de
desplomarse dijo: 'Es un loco,
sólo un loco'. Trataba de evitar
que agredieran al muchacho a
quien tiempo atrás había
sugerido internar".
Fontecilla murió en la
Asistencia Pública y Rebolledo
se entregó a la policía. Estuvo
cinco años preso, y después la
familia se lo llevó a Valdivia, su
ciudad natal. Mala decisión,
porque años más tarde asesinó
allá a su padre y ahora sí fue
devuelto a Santiago, donde lo
internaron de por vida en el
Siquiátrico. A un doctor que lo
entrevistó allí le reconoció
haber matado a Fontecilla "por
un malentendido, porque creía
que estaba hablando mal de él
por teléfono, pero de la muerte
de su padre nunca se hizo
responsable".
La locura desatada tiene muchas
caras. A comienzos del siglo
pasado, se hizo famoso en
Buenos Aires un niño orejudo,
perverso y débil mental llamado
Cayetano Godino. Cayetano era
tan malo, y tan incontrolable en
su demencia, que su propio
padre fue a la policía para rogar
que lo tomaran preso. Nadie le
hizo caso, y después lo
lamentaron: Cayetano asesinó a
cuatro niños y torturó a otros
tantos antes de ser detenido para
siempre en 1912, cuando aún
era adolescente.
Hay otras locuras. No sé si
menos extremas, pero sí menos
feroces y más amables. Más
surrealistas. Locuras que
provocan otra clase de
desasosiego. Hace poco leí en
Las últimas noticias sobre un
nuevo libro, Cartas desde la
Casa de Orates, una selección
de cartas de hace más de setenta
años nunca enviadas y
rescatadas por la sicóloga
Angélica Lavín. En una de ellas,
un tal Horacio I le ofrece
matrimonio a la ex primera
dama Sara del Campo, viuda de
Pedro Montt: "Desde la
desaparición del gran hombre
célebre y sabio esposo de usted
cuya memorable historia me
honra, le ofrecí en mi corazón el
cariño más sincero y elocuente
por cuya circunstancia espero
que retribuirá a mi deseo de
contraer matrimonio con usted".
En otra carta, Antonio Lara pide
para empezar que le compren
"un par de anteojos, queso,
mantequilla y cuatro meses de
deseos".
La que más me gustó la firma
Aurelio Gutiérrez: en ella
asegura haber descubierto "la
verdad, el Dios Todopoderoso y
la electricidad subterránea,
gracias a la cual funcionarán
todos los ferrocarriles del
mundo, con un costo de
instalación muy barato, pues
sólo se necesita cobre, acero,
imán y goma". Generoso, iba a
depositar una parte de lo que
ganara con su invento en la
tienda Gath & Chaves para que
su esposa se comprara toda la
ropa del mundo. Loco amor.

Sábado 29 de Mayo de 2004


Yo soy espía
Más de una vez me han dicho
que me comporto como un
espía, como un intruso al que le
gusta hurguetear en vidas
ajenas, y tienen razón. Se trata,
eso sí, de espionaje inocente,
muy distinto al seguimiento
practicado por policías secretas
que ven en el espiado a un
blanco al que hay que intimidar
o derechamente borrar del
mapa.
Lo mío es un juego, pero
también una pasión. Ejemplos
de esta actitud espía: escuchar
una conversación telefónica que
se cruza accidentalmente en
nuestro aparato y jamás colgar
el teléfono hasta que se acaba la
comunicación; levantar la oreja
en el restorán y concentrarse
más en lo que discute la mesa
vecina que en la propia
conversación; subirse a una
micro, sentarse al fondo y
observar con detenimiento y por
la espalda a ciudadanos
solitarios a los que les
imaginamos una vida; y, si se
puede y se dispone de tiempo,
seguir por la calle durante un
tiempo prudente a algún
personaje que nos llame la
atención por su aspecto físico o
sicológico.
Durante un año y medio sin
interrupciones, fui todos los
martes temprano en la mañana
al mismo café antes de ir a dar
clases en la universidad. Era un
rato propicio para leer, corregir
trabajos, pensar en los
contenidos de la clase que
venía. Pero muchas mañanas me
vencía la pasión del espionaje.
Al cabo de unos meses, varios
de los rostros que
acostumbraban llegar al café se
me hicieron familiares, pero con
ninguno de ellos jamás crucé
una palabra, ni siquiera un
ademán de saludo. Es regla en
este tipo de espionaje hacerse el
de las chacras siempre y en todo
lugar.
Ahora mismo, puesto a hacer un
balance, debo admitir que vi y
escuché desde sentidas
confesiones padre-hijo hasta el
primer beso de un par de
adolescentes recién entrados a la
universidad. Desde la
asombrosa ternura de un
matrimonio cincuentón que no
perdona no tomarse un café
todas las mañanas hasta el
solitario lector que ocupa media
hora exacta en despachar un par
de capítulos de su novela
matinal.
Lo más fuerte: una pareja de ex
casados, separados seguramente
no hacía mucho, que por
mantener todavía algo de
autocontrol no se arrojaron el
café cortado en plena clara, pero
que escupían fuego y pólvora
por la boca y se hablaban con
palabrotas de odio y venganza.
La lucha era feroz, sin cuartel,
por los hijos, por la plata, sin
reparar en el volumen de sus
voces. A pesar de que
estábamos prácticamente solos
en el café, en ningún momento
sentí incomodidad por saberme
en ese momento un gran intruso.
Todo lo contrario: disfruté la
oportunidad de escuchar en vivo
y en directo una larga escena
que serviría de modelo a los que
todavía no asumen el divorcio
como un tema de la vida.
Ser detective de vidas ajenas lo
lleva a uno a estar todo el día
atento a encontrarse con un
episodio digno de ser conocido.
Incluso a investigar en diarios y
revistas en busca de nuestra
presa. En eso estamos, espiando,
cuando nos vence la pasión
ociosa y encontramos por
casualidad noticias antiguas que
no podemos dejar pasar. Como
ésta, del invierno de 1922, que
trata del intento de suicidio de
un chancho en Santiago durante
una gran nevazón. La noticia de
El Mercurio habla de "un buen
cerdo que hastiado de la vida y
viéndose de pronto acometido
por la nevada, decidió poner fin
a sus días arrojándose a las
aguas de dudosa limpieza del
Zanjón de la Aguada que corre a
tajo abierto (...) Dando una
última mirada al basural donde
pasara sus mejores horas, se
lanzó valientemente a las aguas
turbulentas. Cuando ya se
aprontaba a dar el último
suspiro se sintió cogido por una
mano piadosa que lo empujaba
hacia la orilla".
La historia del chancho en
medio de una pesquisa
detectivesca en la biblioteca
confirma que los espías de
ocasión somos unos ociosos sin
remedio. A mucha honra.

Sábado 12 de Junio de 2004


El pistoletazo de Mr. Fallarton
Leer diarios viejos puede ser
una experiencia reveladora.
Sobre cómo funciona la justicia,
por ejemplo. Hace un tiempo
recibí de regalo un facsímil de
la primera edición de El
Mercurio de Valparaíso, el
periódico de habla castellana
más antiguo de América. Su
fecha de aparición: miércoles 12
de septiembre de 1827. Le eché
una mirada por encima y lo
guardé sin leerlo en una de las
tantas carpetas que forman mi
desordenado archivo. Hasta que
meses después volví sobre estas
carpetas buscando un recorte y
ahora sí leí el periódico con
calma.
Gran descubrimiento: en esas
cuatro páginas venía contada
una alucinante historia de
sangre que casi desencadena un
enfrentamiento armado entre
tropas chilenas y británicas,
además de información precisa
sobre los enfermos del hospital,
los presos en la cárcel, y los
bautizos, matrimonios y
defunciones de los últimos días.
Los hechos centrales narrados
en la primera edición se referían
a la tarde del domingo 9 de
septiembre de 1827. El Teatro
de Valparaíso estaba lleno. Se
representaba una tragedia. Iba a
comenzar el cuarto acto de la
obra cuando Mr. John Fallarton,
oficial de la marina de Su
Majestad Británica, "con un
tono insolente y amenazador,
manda a un ciudadano a que se
levante del asiento que ocupaba
para colocarse él". El chileno
que ocupaba con toda justicia su
asiento se niega a hacerlo, "pero
en sus expresiones no se separa
de la moderación y decencia
debida al lugar". Mr. Fallarton,
que de míster no tenía nada, se
indigna, lo agarra a puñetazos, y
además saca una pistola. En ese
momento se interponen "el
comandante de serenos y el
capitán de artillería don Pedro
Gazitúa".
Gran alboroto en el teatro: "El
mayor de plaza ordena la prisión
del delincuente, y dos soldados
destinados al efecto son
obligados a retirarse arredrados
por los repetidos gritos de fuera
tropa, fuera tropa. Se encarga de
nuevo la ejecución de la orden
al comandante de la guardia,
sargento de artillería José María
Muñoz, quien se aproxima al
criminal para intimársela,
cuando éste lo asesina de un
pistoletazo".
Queda la escoba. Mr. Fallarton
arranca, y en el desorden toman
presos a los marinos británicos
de la fragata Doris que lo
acompañaban. Llegan al lugar el
gobernador militar, el cónsul
inglés y el comandante de la
fragata para informarse de lo
ocurrido. Cuando el capitán del
barco inglés se entera de que
habían tomado prisioneros a
algunos de sus hombres, exige
de inmediato que los pongan en
libertad, a lo que accede el
gobernador militar cuando se le
confirma que el asesino no es
ninguno de ellos.
Ciudadanos chilenos de
Valparaíso se indignan y opinan
que este negocio está
terminando de manera
indecorosa y humillante para la
nación. Están en ese trance,
discutiendo sobre lo que acaba
de ocurrir, cuando parte de la
tropa inglesa desembarca y va al
encuentro de la tropa chilena
que salía del teatro. En ese
momento suena la voz de
alarma en todo el puerto: "Los
señores comisarios de guerra y
de marina vuelan al cuartel de
artillería, arman y municionan la
tropa y ciudadanos; y en pocos
momentos todo estaba del mejor
modo preparado para conservar
la independencia nacional".
Al final no pasa nada, salvo lo
previsible: que Mr. John
Fallarton se esconde en su nave
y espera la salida del primer
barco británico para escapar de
la justicia chilena. Según una
nota del mismo El Mercurio de
Valparaíso, Fallarton se iría el
jueves 13 de septiembre en la
corbeta de guerra Jasieur con
destino Río de Janeiro.
Hasta aquí la historia de Mr.
Fallarton. Lo que sigue en la
primera edición del periódico
son informaciones más triviales.
Por ejemplo, los enfermos del
hospital y sus dolencias
divididas por sexo. Hombres:
uno con obstrucción del
estómago, diecisiete con
reumatismo, dos con tercianas,
tres con pulmonía, un crónico y
tres apestados. Mujeres: diez
con mal venéreo, dos con tisis,
una crónica y otra apestada
incurable.

Sábado 26 de Junio de 2004


La última conversación
Me entero por el diario de que
ha muerto Vicente Riveros. Es
probable que usted no lo
conozca. No era hombre público
fuera del mundo del fútbol. Yo
tampoco lo conocía hasta hace
unos meses, cuando investigaba
a los hermanos Jorge y Ted
Robledo y amigos periodistas
me dijeron que Vicente Riveros
era el hombre indicado para
saber más de ellos. Lo ubiqué
por teléfono en su oficina del
estadio Monumental, a donde él
iba prácticamente todos los días.
Riveros era algo así como el
historiador de Colo Colo y
ahora último estaba preocupado
de montar un museo de Colo
Colo. Socio de toda la vida y
viejo dirigente del equipo de
fútbol, gastaba su tiempo
revisando recortes, fotos,
objetos y revistas antiguas.
Me ha pasado muchas veces.
Entrevisto a un hombre o una
mujer mayor de edad, y al cabo
de un tiempo, esta vez sólo unos
pocos meses, me entero de que
esa conversación que tuvimos
fue la última, que no habrá otra
oportunidad en la que volvamos
a encontrarnos para hablar de
fútbol, de libros o de lo que se
nos venga en gana.
Muchas veces también escuché
el discurso de que un periodista
jamás debe encariñarse con un
entrevistado. Gran tontería. ¿Por
qué no? En mi caso,
encariñarme con ellos forma
parte de mi historia. Me ocurrió
con el poeta Alberto Rubio, con
quien conversamos la última
vez hace quince años en el patio
de su casa sobre temas tan
precisos como el verso justo, el
control de la inspiración y
ciertos juicios criminales. Me
pasó con Oscar Waiss, director
del diario La Nación el día del
golpe. Me pasó con Genaro
Gajardo, el chileno dueño de la
luna, con quien incluso
intercambiamos un par de
cartas. Más de una vez lo fui a
buscar a su casa, a de Rocas de
Santo Domingo para conversar,
sin saber entonces que la casa
estaba vacía porque él ya había
muerto. Me pasó con Sergio
Gaete, un chileno que estuvo en
el frente de batalla para la
segunda guerra mundial porque
quería ponerle aventura a su
vida de empleado bancario y
además conocer Europa. Me
pasó con Ernesto Sottolichio, el
dueño del Picaresque, a quien
conocí mientras el viejo
ordenaba plumas de vedettes y
remataba hasta el califont del
local. Me pasó con Carlos Peña
y Lillo, ciudadano con
mayúsculas, ex periodista, ex
bombero, ex alcalde, que
insistió hasta el día de su muerte
en que el Teniente Bello había
caído junto a su avión en la
Quebrada del Diablo, cerca de
San Vicente de Tagua Tagua, y
no en el mar, como siempre
creyó la familia del aviador.
Ahora mismo, no sé dónde
encontrar a Gabriel Cancino,
portero del Tap Room durante
años, para reanudar la charla
sobre la bohemia de los años
cincuenta y sesenta. ¿Estará
vivo, o partió al patio de los
callados? ¿Dónde está el
Comandante Letelier?, aquel
carabinero de uniforme que nos
llamaba al orden: "Cúidese,
queremos que usted viva". Me
gustaría ubicarlo para ponernos
al día.
Vicente Riveros fue muy
amable en nuestra única
conversación en vivo. Generoso,
había preparado incluso unas
notas sobre los hermanos
Robledo, las que pasó a
compartir apenas me senté
frente a su escritorio. Cuando
nos despedimos en la puerta de
su oficina, ni él ni yo pensamos
que sería nuestra primera y
última vez. Yo me fui
caminando esa tarde al
estacionamiento del estadio
Monumental con la sensación
de que había conocido a un
sujeto cordial y sobre todo ávido
de conversar, con quien pude
haber vivido largas jornadas de
tertulia si nos hubiéramos
propuesto continuar la charla en
días sucesivos.
Su número telefónico quedó
escrito en mi agenda. ¿Qué
nombres y números habrán
quedado escritos para siempre
en la suya?

Sábado 10 de Julio de 2004


La Cicciolina, por favor
Hurgueteando el otro día en mi
archivo, di con un puñado de
cartas manuscritas enviadas a
Televisión Nacional en el
invierno de 1992 por
televidentes del programa El
Mirador. Para poner un poco de
contexto, digamos que la de
1992 era la segunda temporada
de El Mirador, y que entonces
yo trabajaba ahí como periodista
con varios de los que hoy siguen
calificando entre mis buenos
amigos. Ese año el programa se
cerraba con un pequeño espacio
a mi cargo, El catalejo de
Mouat, breve noticiario de
actualidad nacional e
internacional que pretendía
reírse de moros y cristianos, y
que concluía dedicándole el
huevo de la semana a la noticia
a mi juicio más impresentable
de esos días.
Contra lo que pudiera pensarse,
no llegaban demasiadas cartas
por correo ordinario a nuestras
manos. Había probablemente
más llamados telefónicos, y sólo
uno o dos sobres semanales con
textos casi siempre escritos a
mano.
En una de las primeras cartas
recibidas esa temporada, la
televidente María Sepúlveda
felicitaba al programa por
valedero, didáctico, bien
pensado y bien realizado, salvo
por el huevo que el señor Mouat
arroja a la pared: si su
programa, señor Bañados, va a
durar doce jueves, será una
docena de huevos perdidos, una
docena de huevos que podrían
ser entregados a un hogar de
ancianos o de niños. Para ellos
comerse un huevo es un lujo, y
el señor Mouat se da el lujo de
desperdiciarlos. Hay mucha
hambre en el mundo.
En otra carta, María Luz, sin
apellido, escribió textual: A ese
anteojudo que le dedica huevos
a los que le parecen mal, yo le
quebraría todos los huevos en la
cabeza por huevón. No contenta
aún, se despidió así: El que
parece ser también eso es el
relamido Patricio Bañados, que
me cae guatona.
El más notable de los
televidentes, en todo caso, firmó
como Jorge Verdejo en su carta
fechada el 1 de junio de 1992:
Honorable señor don Patricio
Bañados. Considero al
programa El Mirador el mejor
programa chileno y
latinoamericano que ha tenido la
televisión (...) A nombre de los
telespectadores, le pedimos un
gran e inmenso favor: que el
programa El Mirador se
prolongue por todo el año. Al
final de la carta venía un
asterisco: A Francisco Mouat:
vuelva a repetir el video donde
aparece la Cicciolina (actriz
italiana) en topless, ya que es
muy hermosa.
Sospechosamente, en carta
fechada el 20 de julio de ese
año, con exactamente la misma
letra de Jorge Verdejo, un tal
Carlos Alegría de San Miguel le
solicitaba al entonces director
de Televisión Nacional, Jorge
Navarrete, que hiciera las
gestiones correspondientes para
que El Mirador se alargara por
todo el año.
Pero Jorge Verdejo, o Carlos
Alegría, no quedó tranquilo con
las dos cartas enviadas, y mandó
una tercera fechada el martes 21
de julio y dirigida al estimado
periodista Patricio Bañados. En
ella, con el mismo lápiz pasta
azul, se hacía llamar ahora
Eduardo Gaete y manifestaba su
tristeza porque se terminaba el
ciclo de El Mirador: Señor
Patricio: como ahora toca el
último programa, quiero pedirle
un gran favor: que el Catalejo
de Pancho Mouat tenga una
duración más larga de contenido
y video, y, con el debido
respeto, que pasen el video
donde aparece la Cicciolina en
topless mostrando su belleza, ya
que eso es parte de la rama
plástica cultural. Digo esto
porque vivimos en democracia y
somos libres de nuestros gustos.
Verdejo-Alegría-Gaete se quedó
con las ganas, pero dejó por
escrito un testimonio notable de
televidente de principios de los
años noventa, cuando mostrar
una pechuga era todo un
acontecimiento.
Sábado 24 de Julio de 2004
Alcance de Nombre
Corría 1985. Yo trabajaba en la
revista Apsi. Un día cualquiera,
la Meme, secretaria diligente,
me avisa que tengo un llamado
telefónico.
-¿Aló?
-Ingrato.
-¿Qué?
-Eres un ingrato, Francisco. Te
pasaste -respondió una voz
femenina.
-¿Qué? -dije, sin entender nada.
-Volviste a Chile y no me
llamaste, no te hagas el leso,
quién sabe cuánto tiempo llevas
aquí y no me has llamado.
Recién en ese momento empecé
a entender que se trataba de un
alcance de nombre, pero me
costó varios minutos convencer
a la sentida mujer del otro lado
del teléfono de que yo no era
quien ella creía que era.
Finalmente me creyó cuando le
dije que yo tenía apenas 23
años, y que nunca había vivido
en el exilio.
Cuando conté la anécdota en la
revista saltó Osvaldo Puccio
hijo, que entonces era
columnista de Apsi, y me dijo
que él conocía a mi homónimo,
amigo suyo, militante socialista
como él y efectivamente
exiliado en Alemania.
Olvidé el asunto, hasta que un
par de años después recibí en la
redacción de Apsi un sobre
desde Suecia. No conocía al
remitente, pero podía tratarse de
un lector, así que curioso abrí la
carta. Me la enviaba un amigo
desde la cárcel. El hombre había
sido condenado por un delito
menor, le quedaba aún un
tiempo en prisión, y había
sabido por conocidos de que yo
ya estaba en Chile. Quería
volver a establecer contacto,
contarme de su vida, y sobre
todo quería que yo supiera cómo
estaba mi hijo Francisco. Para
eso me enviaba una fotografía
de Francisco Mouat junior, sano
y rozagante, de una edad
digamos que adolescente, y me
aclaraba que el muchacho
estaba creciendo muy bien, que
me quedara tranquilo. Tanta
intimidad me complicó, razón
por la cual guardé la foto en el
sobre y lo reenvié al remitente
en Suecia con una breve nota
aclaratoria.
Nuevamente olvidé el tema,
pero reconozco que cada cierto
tiempo el asunto volvía a darme
vueltas en la cabeza. Mi primer
impulso entonces era ubicar por
teléfono a mi homónimo,
presentarme y ojalá conocernos
personalmente. Ya sabía bien
quién era, había conocido a dos
primos hermanos suyos, no
costaba nada hacer el contacto.
Pero una mezcla de pudor y
timidez siempre me retuvo.
Cinco años atrás, más o menos,
fui a buscar a mi hija a la casa
de una compañera de colegio, y
el novio de la mamá de la niña
me dijo que una tía suya me
ubicaba, que incluso había sido
mi polola. Le pregunté cómo se
llamaba. Digamos que contestó
Marta, pero yo no recordaba
haber pololeado con ninguna
Marta. Le pregunté la edad de la
tía, y la mujer tenía diez años
más que yo. Entendí
perfectamente de qué se trataba.
Un par de años después, recibí
el llamado de un periodista al
que conocía desde hace tiempo.
Me pedía un gran favor: que
gracias a mis contactos en el
partido hiciera gestiones para
que pudieran llevar a su esposa
enferma a tratarse en Cuba.
No fue el último enredo. Hace
cosa de semanas, me llamó
Albita Sotomayor, compañera
de curso en el liceo. Me dijo que
me había visto en la foto que
aparece junto a esta columna, y
que le había dado mucho gusto
saber de mí, que por eso ahora
me estaba llamando, para que
retomáramos el contacto.
Imagínate: no nos vemos desde
que salimos del colegio. Le hice
ver a Albita que yo terminé la
enseñanza media rodeado de
puros hombres, y que jamás
estudié en el Liceo A 104.
Albita no lo podía creer. Yo
tampoco. Cuando le pregunté la
edad, quedé de una pieza: me
dijo 42. La misma edad mía.
¿Otro alcance de nombre?

Sábado 7 de Agosto de 2004


La plenitud del vacío
Nadie quiere pasar por la
experiencia de que se te muera
un hijo. Cuando eres papá, sólo
imaginarlo nos empieza a
parecer devastador. Pero ocurre,
y a veces ocurre cerca tuyo, y
entonces no tienes más remedio
que levantar la vista y mirar de
frente para ver qué hacen esos
padres, cómo sobrellevan la
pérdida, qué significa realmente
dejar de contar con el cuerpo
vivo de un hijo para convertirlo
a la fuerza en sólo memoria.
Hace cinco años, el hijo menor
de una pareja de amigos se mató
en un accidente de auto.
Habíamos sido vecinos de
condominio hasta dos años
antes de la tragedia, y no veía al
Cris, que así se llamaba él,
desde hacía varios meses. La
noticia de su muerte me perforó
y me tuvo cavilando durante
varios días. El tenía apenas 18
años. Pensé en el llanto del
Tani, su papá; en las jornadas de
fútbol y fórmula uno
compartidas con él por
televisión, en el asado que
hicimos en su casa para la final
del Mundial de Francia 98, en
las veces en que el Cris se
entretuvo jugando básquetbol
con mi hija Antonia, casi diez
años menor que él.
Escribo esta columna no porque
pronto se cumpla un nuevo
aniversario de su muerte
violenta, sino para comentar el
gesto lúcido y humanizador de
su madre, Isabel Vera, quien
hace un año presentó frente a su
familia, sus amigos y los amigos
de su hijo que ya no estaba un
libro maravilloso y altamente
recomendable para cualquier
persona interesada en la vida:
Cris o la plenitud del vacío, de
editorial Cuarto Propio.
Cris o la plenitud del vacío no
está hecho como texto de
autoayuda para padres afectados
por la tragedia de la muerte de
un hijo, aunque en buena
medida también lo sea. Lo
hermoso del libro es que
tampoco está hecho
explícitamente para curarse,
sino como un testimonio
honesto y por supuesto doloroso
de las distintas etapas y signos
que acompañaron a esta madre,
a Isabel, durante los primeros
años después del accidente.
Mientras se fue escribiendo este
libro, nadie sabía aún que iba a
ser publicado. Ni siquiera
Isabel. Por eso, la intensidad de
los textos supera cualquier fin
utilitario. Botones de muestra.
Página 34: "¿Seremos realmente
animales de costumbre,
podemos acostumbrarnos a
todo? ¿Hasta vivir con este
desgarro? ¿Puede vivirse la vida
sin sentido? ¿Por qué la vida es
tan fuerte? Odio la vida, odio la
idea de acomodar y eso que
llaman "aprender a vivir con el
dolor". Esto no es un
aprendizaje, no hay tal aprender
a vivir con el dolor. Uno tiene el
dolor y el terror, y vive. Son dos
cosas separadas, la vida vive y
sigue, el dolor también, no es
que ambos se junten. ¿Cómo
entender el desgarro de la
ausencia? ¿Será que uno sigue
viviendo en dos dimensiones?
Siento que todavía no logro
captar el cambio de sentido que
de alguna manera vendrá. Algo
intuyo, pero claramente no es
aprender a vivir con el dolor,
eso es imposible".
Poco más adelante, en la página
36, escribe Isabel: "Aquí hay
una pérdida del sentido que es
total, es absoluta. Sólo
aceptando la pérdida del sentido
total, quedándose en la duda, en
el sin sentido, en la
incertidumbre, en la incerteza,
es posible empezar a sentir la
vida de nuevo. No es un
problema de búsqueda de
sentido".
Hacer el duelo es pan de cada
día. En el último mes asistí a
tres funerales, vi mucho dolor y
también sentí dentro la pena
negra de no volver a ver a mi
amigo Miguel Budnik,
atropellado por una micro; a la
esposa de Damián, fulminada
por un infarto y un derrame
cerebral; y a mi amada tía
Titina, vencida por un cáncer.
La vida sigue hasta que dejamos
de respirar, casi siempre no
tenemos idea por qué, pero
sigue, y de eso Isabel Vera sabe,
sabe demasiado, más de lo que
es preciso saber, sin duda.

Sábado 21 de Agosto de 2004


El Viaje de Tu Vida
Esta columna es un plagio
descarado, partiendo por el
título. Sucede que acabo de
editar un muy bonito texto de
Juan Pablo Meneses para la
revista Domingo en Viaje a
partir de esta pregunta, ¿cuál ha
sido el viaje de tu vida?, y desde
que lo leí no he podido
despegarme de este asunto que
alude más a una experiencia que
te ha marcado que a una mera
anécdota o un rutero de miles de
kilómetros.
Alguna veces le damos vuelta a
cuáles son los libros de la vida
que más nos han tocado, o las
películas más entrañables, con
escenas que nunca dejaremos de
recordar. Otras veces repasamos
viejos amores, cuando los hay, o
encuentros furtivos, o la música
de fondo que nos acompañó en
el funeral más triste y
emocionante en el que alguna
vez estuvimos.
La memoria se obstina en
traernos imágenes, y nosotros
buscamos el modo de
ordenarlas, de entenderlas, de
interpretarlas.
¿Cuál ha sido el viaje de tu
vida? Me queda claro, al menos
para mí, que no fue el más
remoto. Pudo ser aquí cerca,
muy cerca. En tiempos de
colegio, recuerdo una ida
invernal a El Tabo con un grupo
de compañeros que se supone
eran entonces mis mejores
amigos. No hicimos nada
demasiado especial, salvo
apostar en un día de mucho frío
la poca plata que llevábamos a
que ninguno de nosotros se
tiraba en pelota a un charco
asqueroso lleno de basura y
zancudos que había en una
quebrada cercana. Uno de
nosotros desafió la lógica, y lo
hizo: se sacó la ropa y se lanzó,
y después, muy campante, se
secó con la misma ropa que
traía y se la volvió a poner. El
muy cabrón, que hasta hoy es
mi amigo, vivió como rey ese
fin de semana gracias a nuestros
fondos y nosotros debimos
contentarnos con comer de sus
sobras. Algo aprendí en ese
viaje, no sé bien qué, pero volví
distinto, un poco más viejo, aun
cuando apenas tenía catorce
años.
Recuerdo también un viaje en
barco junto a mi padre por el
Mediterráneo. Pocas veces he
tenido en la vida la oportunidad
de estar solo con él durante
varios días consecutivos.
Cuando formas parte de una
familia de varios hermanos,
echas de menos los recuerdos
individuales, aquellos que sólo
te pertenecen a ti. Esa vez,
navegando noche y día tuvimos
tiempo para conversar de lo que
nunca hablábamos, para reírnos
a destajo, para conocer nuevos
pueblos y ciudades y una capital
que nos deslumbró a los dos:
Lisboa.
¿Cómo calificar el viaje de tu
vida? ¿Te has puesto a pensar tú
también? Una vez, con mi
hermano Cristián nos fuimos
colgando en un vagón de tren de
segunda desde Puerto Montt
hasta Temuco. Hasta hoy
recuerdo el frío casi
desesperante de esa madrugada.
Con el mismo Cristián,
atravesamos el Golfo del
Corcovado con temporal
desatado en una barcaza
llamada Quellón, llena de sacos
de papas y corderos amarrados.
Estoy seguro de que él no ha
olvidado ese viaje, a pesar de
que han pasado casi veinticinco
años: fue el primero de nuestro
grupo en sucumbir a los
extraordinarios vaivenes del
Quellón: era como estar en un
ascensor y subir y bajar sin
parar entre el primer y el quinto
piso durante varias horas
seguidas.
Hay viajes inolvidables porque
allí descubrimos mejor que
nunca el valor de la amistad, la
necesaria sobrevivencia o el
amor de tu vida en la cabina de
un barco, la número 7. No
sabemos aún si esas
experiencias fueron el viaje de
tu vida o no: qué importa el
ranking. Lo que cuenta es la
suma y el peso de tu memoria.
Mientras haya tiempo,
desplazarse aunque sea unos
pocos kilómetros de tu centro
habitual seguirá siendo una
necesidad del alma, un derecho
humano fundamental, una
aventura irrenunciable.

Sábado 4 de Septiembre de
2004
¡No dispares!
Narrada desde el sentido común,
la historia es más o menos así.
Trabajas como empleado en la
bodega de una de las
multitiendas Ripley del barrio
alto. Te contrataron hace poco.
Un sábado cualquiera del último
invierno, viene a las seis de la
tarde una señora a comprar un
televisor, y en la tienda te dicen
que por favor la acompañes
junto a un compañero hasta su
casa, en La Dehesa, para dejarle
instalado el electrodoméstico.
Tú, empleado obediente, haces
caso, y parten los dos con la
señora en su auto hasta su casa.
Llegan, se bajan del auto, y tú y
tu compañero se adelantan y
asoman primero por el hall de
entrada a esperar instrucciones,
mientras la mujer se retrasa
unos segundos. Algo extraño
sucede en esa casa en ese
momento. Hay alboroto. Una de
las hijas grita que parece que
están robando, y en cuestión de
segundos aparece el marido de
la señora que compró el
televisor armado con una
pistola. "¡No dispares!",
alcanzas a decirle. Pero el
hombre no te escucha y, sin que
tú le hagas nada, te descerraja a
quemarropa dos balazos en el
pecho. Caes herido de muerte en
el piso, y entonces llega la
mujer que compró el televisor y
el hombre que disparó se da
cuenta de que se equivocó, que
se equivocó mortalmente, pero
ya es tarde para enmendar el
error, y tú empiezas a morirte
definitivamente porque una bala
te perforó el corazón, y aunque
te llevan a la clínica ya no hay
vuelta que darle, dejas de
respirar y no puedes contar esta
historia por ti mismo.
No es fácil enterarse de los
detalles de tu historia. Tú sabes,
son las leyes no escritas de esta
sociedad. Eres sólo un empleado
de la bodega de una multitienda,
un ciudadano clase b, un
ciudadano sin cartel, y por eso
las noticias cuando hablaron de
ti dijeron algo, pero poco.
Saliste en notas policiales
comunes y corrientes, triviales:
en general, mencionaron la
"lamentable confusión" del que
te disparó creyendo que eras un
ladrón, un asaltante, y
explicaron la reacción
desmesurada (¿no sería mejor
decir enloquecida?) del dueño
de casa porque unos años atrás
su familia había sido asaltada en
esta misma residencia de La
Dehesa. ¿Qué culpa tienes tú?
Ninguna, por supuesto. La
culpa, dicen, es de los
delincuentes que asustan a los
ciudadanos decentes y los hacen
armarse en sus casas para
enfrentarse a los antisociales.
¿Quién te defiende a ti, Sergio
Lagos León? ¿Quién te
devuelve la vida? ¿Quién
consuela a tu madre, a tu padre,
a tus hermanos, a tu novia si es
que tenías una? ¿Quién controla
a los civiles armados dispuestos
a dispararle al primer
desconocido que encuentran en
su casa? No hay justicia posible
en este caso. Como sucede a
menudo. Pueden litigar los
abogados, pueden argumentar
que se trató de legítima defensa,
o de un exabrupto momentáneo
por una crisis nerviosa sin
control, o lisa y llanamente
puede concluirse que todo esto
fue una gran fatalidad, una obra
del destino cruel, porque Sergio
Lagos León nunca debió estar
en ese lugar a la hora de las
balas.
Tú ya no estás aquí para contar
tu versión de los hechos. Hasta
la justicia más ciega te dejaría
libre por falta de méritos:
llegaste un sábado de invierno a
trabajar a tu tienda, fuiste al
anochecer a dejar un televisor a
la casa de una clienta, y cuando
llegaste allá te metieron dos
balazos mortales sin preguntarte
nada.
Escribo tu historia porque nunca
he cargado una pistola, y estoy
casi seguro de que tú tampoco
lo hiciste. Escribo tu historia
porque muchos se arman en sus
casas, y lo cuentan incluso con
orgullo. "Para defenderse",
dicen. Escribo tu historia para
que armados y desarmados no
se olviden de tu nombre, Sergio
Lagos León.

Sábado 18 de Septiembre de
2004
Cartas de amor
Me gustan los libros de cartas,
tengo incluso una pequeña
colección. Me gusta el género,
la comunicación epistolar, el
tono con que se dicen las cosas,
más natural y menos impostado,
con los lirismos justos y
necesarios.
Las cartas, sobre todo en manos
de quienes alguna vez las
recibieron, y más aún si eran
cartas de amor, suelen tener
larga vida y encontrarse entre
los recuerdos que dejan los
difuntos. A veces se guardan
incluso cartas
comprometedoras, que en vida
habían sido escondidas bajo
siete llaves porque ocultaban un
secreto muy bien conservado, y
que en el momento del hallazgo
ayudan a construir una imagen
más humana, más frágil, más
misteriosa de quienes las
mantuvieron consigo hasta sus
últimos días. También las cartas
pueden ser un territorio de
amores no correspondidos o
historias inconclusas.
Ahora mismo, para los que
gustamos de escribir, el e-mail
se convierte a ratos en un
enojoso vehículo lleno de
basura y propaganda, pero
también es una increíble
oportunidad para conectarnos
con otros a través de la palabra.
Guardo en carpetas virtuales
correspondencia personal en
formato e-mail con el mismo
celo con que he acumulado
sobres timbrados con
estampillas rellenos de cartas
manuscritas.
Entre los epistolarios amorosos
que más me gustan, está el de
Juan Rulfo. En su libro póstumo
Aire en las colinas, el escritor
mexicano le va contando a su
novia y después esposa, Clara
Aparicio, los avatares de su vida
y de su amor por ella. Clara es
mucho más joven que él, y
Rulfo debe esperar varios años
antes de que su prometida
cumpla la mayoría de edad y
puedan casarse. Juan Rulfo la
aguarda con santa paciencia, y
entretanto le escribe: "Clara,
pequeña amiga mía. Te estoy
escribiendo desde un
restaurante. Aquí estoy en mi
elemento. Son las diez de la
noche y se me magulla el alma
de pensar que tú algún día
llegues a olvidarte de este loco
muchacho. No, ahora no estoy
triste. Tristeza la de antes de
conocerte, cuando el mundo
estaba cerrado y oscuro; pero no
ahora en que, si no me porto
mal, tal vez algún día de éstos
llegues a comprender lo
encariñado que estoy contigo.
Clara, vida mía, me hace falta
tantita de tu bondad, porque la
mía está endurecida y echada a
perder de tanto andar solo y
desamparado (É) Soy un
desequilibrado de amor y tú no,
ahora lo sé y sé también que por
eso me gustas así, porque eres
como la brisa suave de una
noche tranquila. Es
precisamente por esto que yo te
anduve buscando y me metí en
tantos trabajos para dar contigo
porque sabía que, ya
conociéndote, podía contarte las
cosas que le dolían a mi alma y
tú me darías el remedio".
En mi colección hay cartas de
Kafka a Milena y a Felice, de
Miguel Hernández a Josefina,
de Joyce a Nora, de Borges a
Estela Canto. Si le gusta el
género, búsquelas en las
librerías y léalas en voz alta.
Como todos nosotros, también
guardo cartas mías, de mi
propiedad: hablo de e-mails y
sobre todo de cartas recibidas en
sobre, de una época en que la
vida entera que soñábamos vivir
cabía en una hoja de papel y
podía ser narrada. La magia de
las cartas estriba en su
condición más exclusiva: ser
hojas fugaces de un tiempo
pretérito dispuestas a
permanecer en uno a pesar del
presente y del futuro, que
imponen otro ritmo y vienen a
borrar, a desteñir, a quemar, a
renegar incluso nuestras propias
palabras anteriores, dichas con
una convicción que entonces
creíamos invulnerable.

Sábado 2 de Octubre de 2004


Rieles que hablan
Mantengo encima de mi
escritorio, desde hace un rato, la
primera página de El Mercurio
del pasado jueves 23 de
septiembre. Bajo el título
"Rieles hallados en mar de
Quintero" hay una fotografía
que para un lector desatento
puede pasar inadvertida, con dos
hombres cargando un pesado
fierro lleno de óxido. Sin
embargo, si la imagen se
observa sin prisa y además se
lee de qué se trata el hallazgo,
estos mismos cinco rieles de
tren encontrados se transforman
en símbolos fieros de una
historia humana que muchos
quisiéramos que nunca hubiera
ocurrido.
El fierro de la fotografía es real,
es tangible y se puede ver con
nuestros ojos. El fierro mide, a
juzgar por la imagen, poco más
de dos metros de largo. Y los
dos sujetos que lo acarrean no
son ni pescadores ni pionetas de
Quintero, sino policías que
siguen las instrucciones del juez
Juan Guzmán, quien escuchó
testimonios de personas
involucradas en la desaparición
de cientos de cuerpos arrojados
al mar entre 1974 y 1978
amarrados a estos trozos de
rieles de tren para que nunca
más se supiera de ellos en la
tierra.
El problema es que las historias
de desaparecidos siempre
encuentran un modo de ser
contadas. Hace pocas semanas
fue descubierto el cuerpo
momificado de una ciudadana
del norte, mujer, que a fines de
los años 40 se extravió en la
pampa. El hallazgo junto a
billetes y monedas de 1946 y
una lista de provisiones permitió
inferir que la mujer había ido de
compras a la pulpería de una
salitrera y se perdió en el
camino. El paso del tiempo, en
estos casos, hace su trabajo de
modo implacable, pero deja
huellas que otros tendrán la
tarea de descifrar y contar. El
mismo día en que un grupo de
buzos ayudó a rescatar los rieles
del mar de Quintero, apareció
en una laguna cerca de San
Fernando el maletín con
documentos intactos del
empresario Francisco
Yuraszeck, desaparecido el 28
de marzo de este año.
Se trata de signos, de señales
que exigen ser miradas con
detención, sin volver la vista,
para dejar que ellas mismas nos
hablen con toda su carga de
horror. Los rieles no cayeron al
mar por casualidad ni son parte
de una nave naufragada. Estos
rieles, encontrados a doce
metros de profundidad, en la
bahía de Quintero, son la cara
más visible hasta hoy de un
método criminal y cruel
empleado para ocultar el cuerpo
del delito, aun cuando el juez
Guzmán tenga la prudencia de
decir que, por ahora, sólo se
trata de una presunción. La idea
de los victimarios era llevar ese
peso hasta el fondo del mar.
Pero hay otro peso feroz: el de
la conciencia de muchos de
quienes obedecieron órdenes en
una estructura de mando militar,
y que con el paso del tiempo no
soportaron seguir callando su
actuación cómplice. Ellos
terminaron hablando,
entregando detalles de su
participación, de cómo cargaban
los helicópteros del Ejército con
cadáveres de ciudadanos
chilenos, amarrados firmemente
a estos trozos de riel para ser
borrados del mapa.
Los rieles de Quintero tienen
voz, y exigen de nosotros al
menos un gesto: no sacarles la
vista y dejarlos hablar. Del
mismo modo como esa imagen
de un ciudadano norteamericano
que vuela cayendo de una de las
Torres Gemelas se convirtió en
un símbolo tangible de los miles
de hombres y mujeres que
perdieron la vida en aquel
atentado del 11 de septiembre
en Nueva York, estos rieles de
tren oxidados por el mar son la
imagen palpable de una acción
aberrante que quiso ser borrada
de la Historia, sin saber que las
historias encuentran, tarde o
temprano, su particular modo de
ser narradas.

Sábado 16 de Octubre de 2004


Papudo
Bernardo Aguilera es
radiocontrolador en el 102.5 del
dial FM, la radio Universidad de
Chile, y el otro día estuve
conversando con él y
poniéndole oreja a sus historias
mientras el hombre movía
perillas, pinchaba canciones y
sacaba al aire el programa
periodístico de la mañana.
A veces no queremos escuchar a
nadie más que a nuestro propio
murmullo, sobre todo en
aquellos días en que la vida
parece ofrecernos más de lo
mismo. Pero hay mañanas en
que el buen ánimo nos ocupa y
nada de lo que está por ocurrir
forma parte de ninguna
planificación. Esos momentos
son queribles, porque de un
modo inesperado hacemos con
gusto algo que más tarde
recordaremos, por ejemplo, en
el interior de una crónica como
ésta sobre un balneario remoto,
unas vacaciones infantiles y el
recuerdo entrañable de nuestros
primeros pololeos.
Bernardo Aguilera tuvo suerte.
Más que la mayoría de los
mortales. Veraneaba todos los
años en Papudo, y desde que
cumplió once años de edad
ejercitó un rito magnífico.
Pololeó con Lala una chica
hermosa, según su memoria
durante más de diez veranos
consecutivos, de enero a marzo.
Cuando se acababan las
vacaciones se interrumpía la
relación, y luego se reanudaba
al verano siguiente, apenas
Bernardo volvía a Papudo a
encontrarse con Lala.
¿Qué sucedía el resto del año
entre ellos? Nada. Ni un
llamado telefónico, ni una carta,
ninguna señal de que entre los
dos había algún tipo de
compromiso que los amarrara y
les impidiera, por ejemplo, tener
nuevas parejas. Al contrario:
tanto Lala como Bernardo
ejercían su derecho a meterse
con quien quisieran sin tener
que dar explicaciones. Hasta
que llegaba el verano y volvían
a pololear entre sí, de enero a
marzo, con fidelidad
encomiable.
La relación, está dicho, no
ofreció mayores variaciones
durante más de diez temporadas,
pero en un verano de los años
setenta Lala dejó de estar en la
casa familiar acostumbrada, y
tardó cuatro o cinco días en
dejarse ver por Bernardo. "¿Qué
te hiciste, Lala?", medio que le
reprochó Bernardo. Y ella le
contestó con palabras aceradas:
"Es que me casé". Bernardo se
quedó mudo. La vida real,
pensó, es así: jodida a veces.
Lala y Bernardo dejaron de
verse por muchos años. Hasta
que un día, siempre en Papudo,
volvieron a cruzarse. Esta vez,
Lala iba flanqueada por dos
muchachas adolescentes y
distinguidas, ambas hijas suyas.
A ellas les dijo: "Éste es
Bernardo, de quien tanto les he
hablado". Las jovencitas
sonrieron, y Bernardo creyó ver
incluso algo de picardía pero
sobre todo cariño en el saludo
de beso que las dos le
prodigaron.
Lala era la hija menor de Justo
Encina, pescador de Papudo por
quien Bernardo sentía temor
reverencial: "Un auténtico lobo
de mar", recuerda, "superior en
tamaño y en impostura a
Hemingway". Con él, con Justo
Encina, dice Bernardo haber
sostenido la conversación más
intensa de su vida: "Fueron tres
horas sentados los dos en una
roca, juntos, sin decirnos ni una
sola palabra, mirando el mar y
escuchando el rumor de las olas.
Tres horas de mi vida que nunca
olvidaré, y que se
interrumpieron cuando Justo
Encina se paró y me dijo hasta
mañana, Bernardo".
Cuando puede, Bernardo va al
cementerio de Papudo a
encontrarse con la tumba de
Justo Encina, el padre de Lala.
Lo saluda en voz alta y se queda
en silencio, mirando el mar.
"Necesito hacerlo", cuenta: "No
sé por qué, pero necesito
hacerlo desde que el viejo se
murió, hace ya más de treinta
años".

Sábado 30 de Octubre de 2004


Apasionados
El otro día, una amiga entró a
mi oficina con un libro en sus
manos y empezó a leerme un
fragmento de La noche del
oráculo, la última novela de
Paul Auster, uno de mis
escritores favoritos.
El episodio escogido contaba el
hallazgo en el garaje de la casa
de uno de los tantos personajes
de un curioso instrumento
llamado estereoscopio, con el
que era posible ver diapositivas
en tres dimensiones. El
estereoscopio había
permanecido guardado junto a
doce diapositivas durante treinta
años, y Richard así se llama el
personaje después de
encontrarse con estos recuerdos
de familia se obsesionó a tal
punto que cada mañana, antes
de ir al trabajo, y cada tarde, al
volver, se instalaba con el
estereoscopio en el garaje a ver
estas imágenes capturadas
cuando él era un muchacho de
sólo catorce años.
Richard estuvo dos meses
poseído observando a familiares
retratados que en su mayoría ya
estaban muertos: "Su padre,
fallecido de un ataque al
corazón en 1969. Su madre, que
murió en 1972 a consecuencia
de un ataque renal. Su hermana
Tina, de cáncer, en 1974 (É) En
una de las fotos salía él en el
jardín, con sus padres y Tina.
Sólo estaban los cuatro, cogidos
del brazo, apoyados los unos en
los otros, una hilera de cuatro
rostros sonrientes, ridículamente
animados, haciendo el tonto
delante de la cámara (É) El
estereoscopio era como una
linterna mágica que le permitía
viajar en el tiempo y visitar a los
muertos".
Hasta que la máquina falló y
Richard sintió que volvía a
experimentar el luto de no poder
recuperar la imagen de su
primera familia. Finalmente
Richard cedió a las palabras de
su mujer que lo veía
peligrosamente atrapado en una
rutina que podía llevarlo a una
depresión y estimó que lo mejor
era olvidar el estereoscopio, no
pensar más en cómo repararlo, y
concentrarse en vivir el
presente: "El pasado, pasado
está, y por mucho que mire estas
fotos, jamás podré recuperarlo".
El relato de este fragmento de
dos o tres páginas de la novela
de Auster me emocionó, me
llevó a repasar mentalmente
algunas de las fotografías
familiares que guardo en casa,
fotografías donde también se
verifica la fugacidad de estas
imágenes pretéritas, y sobre
todo me hizo pensar en la
pasión artística. Hablo de la
pasión de los que quieren contar
una buena historia con las
palabras justas. Hablo de la
pasión desatada por el propio
Auster en la factura de su libro,
sumada a la pasión de sus
lectores más entusiastas cuando
atravesamos las páginas de los
libros suyos que más nos gustan
y nos provocan.
No es casual que en la nueva y
vibrante película de Pedro
Almodóvar, La mala educación,
pasión sea la última palabra que
se deja ver en pantalla, antes de
que la imagen se vaya a negro y
aparezcan los créditos finales.
Como tampoco es casual que el
mejor programa televisivo de
estos días el más emocionante,
al menos sea Apasionados, la
serie documental de Cristián
Leighton que cuenta historias de
chilenos comunes y corrientes
que con una pasión descomunal
por algo (por los niños, por el
teatro, por la ley) se lanzan a
convertir sus vidas en una
aventura digna, imperfecta,
humanizada, donde el éxito
prefiere llamarse satisfacción y
donde el fracaso, lejos de ser un
demonio, también forma parte
de la pasión que los ocupa.

Sábado 13 de Noviembre de
2004
López Zubero
Me sucede desde hace ya dos o
tres años: durante la primavera
empiezo a pensar en que pronto
vendrá a Chile mi amigo José
Luis López Zubero. Cada
verano, José Luis viaja a Chile
junto a su mujer que es chilena
y se queda acá un par de meses
para disfrutar del sol y de una
ciudad que durante enero y
febrero ofrece el encanto de
saberse más desocupada,
apacible, calurosa y verde que
nunca.
José Luis es sabio: vive los
mejores meses del año en
Miami, mirando el mar desde un
departamento amplio y cómodo
que es su residencia oficial;
luego se traslada a Madrid, a su
pequeño y céntrico apartamento
en la capital española, donde
disfruta la primavera y el verano
europeos; y finalmente se
instala un par de meses en
Santiago, en otro departamento
que tiene en pleno corazón de
Santiago, como le gusta a él,
esta vez con vista a la Plaza de
Armas, para seguir disfrutando
del buen clima y los amigos que
ha ido repartiendo por todo el
mundo.
José Luis, está claro a estas
alturas, es un jubilado con
suerte: tiene una mujer
encantadora y harto más joven
que él, sus hijos se
autoabastecen en todo sentido y
él ya no tiene que trabajarle un
peso a nadie, lo que le permite
darse estos gustos gracias a que
a lo largo de su vida trabajó
duro y sin pausa como oculista.
Lo conocí hace tres o cuatro
veranos, en una tertulia de
amigos, un viernes a la hora de
almuerzo. Calvo, buen
conversador, risueño, con el
mismo entusiasmo con que
deglutía jamón serrano hablaba
de la vida, de España, de los
chilenos, de mujeres guapas, de
operaciones a los ojos, de
juegos olímpicos en los cuales
sus hijos habían obtenido
medallas en natación y sobre
todo de cine, su gran pasión.
Desde entonces ya trabajaba en
un libro que lo mantiene
ocupado hasta hoy, y que es
básicamente un compendio con
las películas de su vida: las
mejores películas que ha visto,
una ficha técnica de cada una de
ellas, y una reflexión que
fundamente por qué las
consagra en su propio ranking.
Después de ese primer
almuerzo, en un nuevo
encuentro supe que José Luis
había estado en la guerra de
Vietnam. No como soldado del
ejército norteamericano, sino
como oculista voluntario que va
al frente de batalla a operar ojos
y a darles atención médica a
todos los que necesitaban ayuda
en el hospital de Vinh Long, en
pleno delta del Mekong. No
pude saber mucho esa vez de su
paso por Vietnam, porque José
Luis se mostró particularmente
reservado en la materia.
En el verano siguiente, supe por
una amiga que lo había
entrevistado que José Luis había
mantenido un diario de vida
durante los dos meses que había
estado en Vietnam. Cuando nos
vimos, le dije si era posible que
me facilitara ese diario por unos
días: quería leerlo, imaginaba la
posibilidad de convertirlo en la
base de un libro que aún no
sabía mucho de qué iba a versar.
José Luis fue algo evasivo con
la idea, pero aprovechó la
ocasión para decirme que había
vuelto a Estados Unidos en julio
de 1967, había guardado aquel
diario en un baúl y nunca más lo
había vuelto a ver. Nunca.
Finalmente lo convencí, y en el
verano de 2003 José Luis abrió
el baúl y vino a Chile con su
diario bajo el brazo y me lo
entregó, para que hiciera lo que
quisiera con él. Desde entonces,
nos reunimos cada vez que él
está en Santiago una o dos veces
a la semana para almorzar solos.
Yo grabo las conversaciones:
hablamos de Vietnam, de la
vida y de la muerte, de mujeres
guapas, de la guerra, de los
hijos, de libros, de viajes, de
películas que debo ver. Tengo
ya un cerro de casetes. Este
verano, en 2005, decidí no
grabarlo más. Ahora
charlaremos sin pauta y
empezaré a pensar en la
estructura posible para un libro
que comienza con José Luis en
la guerra de Vietnam y que será,
a fin de cuentas, un libro sobre
la amistad.

Sábado 27 de Noviembre de
2004
Fotografías
En las paredes de mi casa hay
sobre todo fotografías, no
pinturas. Cuestión de gusto.
Desde una foto de Los Tres
Chiflados en un pequeño baño
de visitas hasta la imagen
enmarcada y en gran formato de
una pareja de enamorados arriba
de un triciclo en alguna calle de
París. Desde la breve cara en
blanco y negro de Borges y de
Julio Cortázar con un cigarrillo
en la boca hasta fotos familiares
de cumpleaños remotos,
navidades del siglo pasado,
infancias olvidadas, tías y tíos y
abuelas y abuelos a los que
vuelvo a ver sólo a través del
recuerdo y de estas fotografías.
En las paredes de mi oficina
sucede casi lo mismo: un par de
banderines pequeños de equipos
de fútbol y tres recortes de
fotografías publicadas alguna
vez en la "Revista Domingo en
Viaje". Un señor que se seca
con una toalla después de darse
un baño en un lago creo que de
Estados Unidos, un niño cubano
que extiende los brazos
elásticamente en una calle de La
Habana, una mujer religiosa que
reza frente a un muro, de
espaldas a la cámara, en algún
rincón de Asia. Tres
instantáneas de mundos lejanos
que, sin embargo, se instalan a
exactos cincuenta centímetros
de mi mirada.
Casi no hay lugar de mi
modesto territorio soberano en
donde no haya fotos, fotos y
más fotos, además de libros,
recortes y revistas llenas de
fotos. Las llevo dentro de mi
chequera, las guardo en algunas
carpetas de mi computador, las
muestro en el tapiz de pantalla
del mismo computador.
Me gustan las fotos, y a ratos
parecen una necesidad en mi
vida. La necesidad de mi ojo y
de mi mente y de mi espíritu
para conectarme con la mirada
de otros y ver a través de sus
ojos lo que los míos no alcanzan
a apresar, ocupados casi siempre
en miradas rápidas, efímeras,
inconscientes, fugaces.
La gracia de las fotos es que
podemos posarnos sobre ellas
todo el tiempo que queramos, y
entonces ver. Me pasó hace
unos días viendo la imagen
ganadora del último World
Press Photo, aquella magnífica
exposición anual que muestra
las mejores fotografías
periodísticas tomadas a lo largo
y ancho del planeta. La
ganadora esta vez, una de las
imágenes que acompaña esta
columna, fue tomada por un
fotógrafo francés, Jean-Marc
Bouju, en un campo de
concentración en Irak. Se trata
de un prisionero iraquí,
encapuchado, que sentado sobre
la tierra consuela a su hijo
pequeño descalzo, mientras las
zapatillas del niño descansan
ordenadas a medio metro de
ellos, rodeados ambos por
mallas y mallas de alambres
utilizados para marcar territorio
en esta cárcel de presos.
La otra imagen que acompaña
esta columna data de 1941, y
fue tomada en Rusia. Una
madre despide con un beso en la
boca a su hijo adolescente antes
de que él se marche a combatir.
El muchacho carga un fusil,
mientras al fondo lo esperan un
compañero y dos caballos. El
beso de la mujer no es un beso
más de una madre a su hijo.
Lleva toda la carga emotiva de
una despedida, ignorante del
futuro que les espera a ambos.
Cuando nos afanamos en
completar la historia que se nos
está mostrando, cuando una
fotografía nos despierta del
letargo, cuando parafraseando al
escritor Antonio Muñoz Molina
hay un cierto momento en que
encontramos algo que no
esperábamos, y recordamos algo
que hasta entonces no sabíamos,
se produce la magia y el
fotógrafo puede sentirse
realizado. Leí una vez un
ensayo de no recuerdo quién
que decía textual:
"Paradojalmente, sólo en la
fotografía y en la muerte se
ocupa un lugar definitivo. Se
muere a los ojos de la Historia
cada vez que se nos fotografía,
y, al mismo, entramos en la
inmortalidad de la memoria".
Santiago está tapizado ahora
mismo de muy buenas
exposiciones fotográficas. La
más célebre: Henri Cartier-
Bresson en el Bellas Artes hasta
enero de 2005. La frase
magistral del francés no admite
indiferencia: "El tiempo fluye y
se desvanece, y sólo nuestra
muerte logra alcanzarlo. La
fotografía es una daga que, en la
eternidad, atrapa el instante que
la deslumbró".
Todos los que leemos estas
líneas algún día dejaremos de
respirar. Entonces alcanzaremos
al tiempo, y seremos, con
suerte, una fotografía en manos
de alguien que todavía respira.

Sábado 11 de Diciembre de
2004
Vivir a destiempo
Tengo al frente tres o cuatro
libros abiertos en páginas
escogidas. No sé cuál de ellos
debo citar para esta columna.
Elijo una de mis debilidades:
Los dominios perdidos, de Jorge
Teillier. Releo en voz alta el
poema "Cuando todos se
vayan": "Cuando todos se vayan
a otros planetas/ yo quedaré en
la ciudad abandonada/ bebiendo
un último vaso de cerveza/ y
luego volveré al pueblo donde
siempre regreso/ como el
borracho a la taberna/ y el niño
a cabalgar/ en el balancín roto./
Y en el pueblo no tendré nada
que hacer/ sino echarme
luciérnagas a los bolsillos/ o
caminar a orillas de rieles
oxidados/ o sentarme en el roído
mostrador de un almacén/ para
hablar con antiguos compañeros
de escuela".
Leer un poema, en mi caso, es
un ejercicio necesario en
aquellos días en que necesito
vivir a destiempo. Cada uno
busca su modo de escapar a la
dictadura que nos imponen el
reloj, los contratos, las deudas,
las enfermedades, las noticias de
último minuto. Mis palabras,
ahora mismo, están atravesadas
por la necesidad del destiempo,
y tal vez por un elogio velado a
la pereza. El otro día me crucé
con un texto de Juan Goytisolo
que traía un mensaje cifrado:
entre arduas reflexiones sobre
su vida en la España del siglo
veinte, dejó caer una expresión
que se ganó el título de esta
columna: vivir a destiempo. La
frase me prendió, me inspiró,
pero sobre todo me dejó un
estado de ánimo. Cito una frase
de Goytisolo: "Un libro de
poemas, una obra musical, un
simple artículo de periódico,
pueden abrirnos los ojos e
introducir una emoción, un
razonamiento esclarecedor en
nuestra amenazada existencia de
ciudadanos".
Un par de horas antes de leer a
Goytisolo había estado hablando
con un amigo sobre uno de
nuestros temas predilectos, las
distintas filosofías de vida que
nos ofrece la vida hoy, y me
había entusiasmado diciéndole
que ya no quería más deudas
con el banco, que quería ir al
revés de los mortales, que mi
mayor éxito y lo que más había
disfrutado el fin de semana
había sido ir al estadio con mis
dos hijos hombres y ver a José
celebrar por primera vez en su
vida de pie y con los puños en
alto un gol de la U. Y fue ahí
cuando mi amigo me dijo,
medio en serio medio en broma,
que parecía personaje de una
película de Aristarain. Hablaba
él de Adolfo Aristarain, director
de cine argentino que en una de
sus últimas películas, Lugares
comunes, muestra a un profesor
universitario despedido por
razones políticas y por viejo,
cuando él estimaba que le
quedaban muchos años para
seguir enseñando amor a la
literatura y sobre todo amor a la
libertad de pensamiento. El
profesor de Aristarain estuvo
obligado a inventarse una nueva
vida, y en esa nueva vida, lejos
de la gran ciudad, nunca dejó de
entusiasmarse con sus valores
del destiempo: libertad,
igualdad, fraternidad.
Le dije a mi amigo que sí, que
los personajes de Aristarain me
conmueven y en parte me
interpretan, aunque los adictos a
las modas digan que son
anacrónicos. Vivir en el
destiempo, para ese profesor y
también para mí, no era dejar de
tener opinión y mirada sobre lo
que pasa frente a tus narices.
Vivir en el destiempo era, es,
tener la oportunidad también de
inventarte un mundo menos
triste que el de los profesores
despedidos por razones
políticas, menos feroz que la
tortura y menos oportunista que
los lavados de imagen, tan
frecuentes en estos tiempos. Un
mundo en donde sea posible leer
a Teillier, disfrutar un partido de
fútbol, gritar el gol de tu equipo
y comprobar que en las tierras
del destiempo llevamos sangre
en las venas, muchísima sangre
en las venas.

Sábado 18 de Diciembre de
2004
Carlos Pinto
Carlos Pinto ya es marca
registrada en la televisión
chilena. Lo que toca lleva su
sello: rating y más rating. Pero
su fórmula no es la de Kike
Morandé, por favor: Pinto es
más eficaz, y más sabio.
No me interesa la verdad, me
interesa la realidad, dice, y hay
que creerle. Las frases que
Carlos Pinto se despacha son
para el bronce, y son también la
luz y el faro que iluminan y
conducen el camino de sus
producciones. A Carlos Pinto no
le interesa el paseo en pantalla
de modelos despampanantes, ni
el concurso de actores famosos
que se supone garantizan
sintonía.
Cuando Carlos Pinto dirige la
orquesta, el guión lleva los
adjetivos justos para mantener
el suspenso durante cada
capítulo, y los actores son el
rostro encarnado de un Chile
profundo y desconocido. Los
reclutados de Carlos Pinto se
juegan la vida cada semana.
Ellos llegan a grabar la escena
que recordarán hasta el fin de
sus días.
Las historias que narra Carlos
Pinto son historias con barrio:
ciudadanos comunes y
corrientes que trabajan ocho
horas diarias en una oficina, y
que una noche cualquiera
descubren que son engañados y
se vuelven locos y matan por
celos a su mujer y de paso
también a sus cabros chicos. La
fórmula Pinto no sólo recrea la
historia, sino que además nos
enfrenta cara a cara, al final del
capítulo, con el sujeto real, el
asesino de carne y hueso que
paga su culpa en una cárcel
apartada del territorio nacional.
Si los protagonistas de sus
historias no son asesinos que
hacen su mea culpa, entonces
son ciudadanos que viven una
experiencia paranormal el día
menos pensado, o estafadores
que alguna vez les fueron con el
cuento del tío a vecinos
incautos. La fórmula Pinto,
chilena hasta las patas, no deja
nada librado al azar, todo está
bajo control. En mis filmes hay
sexo y garabatos y realidad
social. Pero dosificado. Lo
importante es que existan
personajes, momentos, buenas
tallas y una mirada. Yo no
quiero crear verdad, quiero crear
historias donde te reconozcas y,
de paso, sientas que en esa
historia hay chispazos de
verdad.

Sábado 25 de Diciembre de
2004
Vieja querida
Una vez tomé un taxi para ir
donde mis viejos, cuando ellos
aún vivían en la casa de La
Reina en la que pasé mis
primeros veinte años de vida.
Poco antes de llegar a destino, el
taxista me empezó a hablar de
una mujer a la que él le había
seguido la pista en sus años
mozos, y que vivía justo ahí, en
la esquina de Avenida Ossa y
San Vicente de Paul. Esa casa,
le dije, había sido la casa de mis
abuelos. El tipo, entusiasmado
con la coincidencia, me siguió
dando pistas: eran dos
hermanas, una más morena que
la otra, la otra de ojos azules,
linda, linda. "Las dos hacían el
mismo recorrido que yo (¿en
bus, en tranvía, en trolley?) para
ir a la escuela, y yo estaba
enamorado de la de ojos azules.
Me encantaba. ¿Qué será de
esas mujeres?".
Cuando hablamos de fechas, no
me costó demasiado darme
cuenta de que esa mujer joven
de ojos azules de la que el
taxista hablaba era mi madre. El
hombre se refería a ella con
detalle y admiración,
mitificándola. Recuerdo que me
sentí orgulloso de ser su hijo, y
que le di al chofer señas
actualizadas de quien fuera por
mucho tiempo su amor
platónico. Está casada, le dije,
tiene cinco hijos, y sus ojos
azules conservan un brillo
único. La que la acompañaba, la
hermana mayor, la más morena,
es mi tía Mari, precisé, mi
madrina. El chofer del taxi
detuvo la marcha y nos
quedamos charlando un buen
rato. Quería saber más, y sobre
todo quería que ese momento
azaroso, la casualidad de
encontrarse con el hijo de una
mujer que su memoria
recobraba en ese instante con
fuerza, se extendiera lo
suficiente para ser narrado
después por él del mismo modo
como yo recuerdo ahora el
episodio.
El río de la vida. Los azares. El
día en que tu papá y tu mamá se
cruzaron y el destino hizo que
después tu historia contara. No
hay respuesta para tantas
casualidades entrelazadas. Ayer
mismo fui a ver una película
argentina, Roma, donde la
verdadera protagonista es la
madre del narrador, la que
empuja la acción, la que pare, la
que enviuda, la que cría, la que
se siente orgullosa de su hijo, la
que vende el piano con el que
hace clases en su casa para que
el muchacho tome un barco y se
vaya a España.
Pienso en mi vieja. Pienso en lo
falso que es el Día de la Madre.
Pienso en lo que me cuesta
decirle con palabras que la
quiero, que a veces la extraño.
A ella la he visto reír, y también
la he visto desesperar,
justamente por su amor de
madre. Recuerdo sus
sándwiches cuando volvíamos
del estadio con mis hermanos y
era tarde y hacía hambre.
Recuerdo sus mermeladas
caseras, sus postres, que eran su
manera de decirnos cuánto nos
quería, y también sus bandejas
cuando caía enfermo y el mejor
panorama era ver a media tarde
Los Tres Chiflados comiendo
un paquete de galletas de vino
para que no estuviera tan solo.
Esos recuerdos me pertenecen,
vieja, como también me
pertenece saber desde chico que
la vida no es un jardín de rosas.
En parte esa certidumbre te la
debo a ti, a que nos dejaste
probar de nuestra propia
medicina, a veces con temor,
pero sin la impostura ni la
soberbia de hacernos sentir que
íbamos por mal camino si
hacíamos algo distinto a lo que
tú habías soñado para nosotros.
Si lo pienso bien, nunca nos
transmitiste el peso de ningún
sueño especial. Crecimos cerca
de ti, y tú estuviste ahí,
vigilante, pero jamás nos
marcaste un camino.
Escribo de ti esta mañana
porque me da la gana, tal vez
para liberar la emoción de haber
llorado ayer con la película
Roma, y a lo único que aspiran
estas líneas es a tenerte a ti
como lectora y protagonista.
Como dice el narrador de la
película, al final, tú, mamá, que
en mi caso te llamas Amalia,
eres lo único importante entre
tantas cosas que nos suceden y
que mejor sería olvidar. James
Ellroy lo dice mejor que nadie:
"Quiero borrar la distancia que
nos separa. Quiero darte
aliento".

Sábado 22 de Enero de 2005


Experimentos con la verdad
El día de San Jorge, o Sant
Jordi, existe la costumbre entre
los catalanes de regalarse libros
y flores. Me tocó estar una vez
justo para esa fiesta en Vic,
pequeña ciudad de Cataluña
famosa por sus cecinas y
butifarras, y ese día los
viquenses en vez de comprar
jamones y chorizos asaltaron
librerías y florerías para estar a
tono con la tradición. En la
plaza principal de Vic estaba
lleno de puestos de libros, y yo
me hice el catalán por un rato
para regalarme uno:
Experimentos con la verdad, de
Paul Auster. El volumen recién
salía del horno, aún no llegaba a
Chile, era un dulce al que había
que hacer chupete cuanto antes.
Me encerré en un cafetín y lo
primero que leí fueron aquellos
capítulos que reproducen
distintas entrevistas hechas en el
tiempo a Paul Auster. Allí
estaban sus temas, sus
obsesiones, su metodología de
trabajo y el viejo cuento del
azar.
Auster ha vivido obsesionado
con el tema del azar, de las
casualidades, de las
coincidencias, de los
imprevistos. Yo también. Por
eso vuelvo cada cierto tiempo
sobre estas entrevistas y leo:
"De un momento a otro puede
suceder cualquier cosa. Las
convicciones de toda una vida
sobre el mundo pueden
desaparecer en un segundo. En
términos filosóficos, hablo del
poder de lo fortuito. Nuestras
vidas no nos pertenecen,
pertenecen al mundo, y a pesar
de nuestros esfuerzos por
comprenderlo, el mundo va más
allá de nuestra capacidad de
comprensión".
Viendo imágenes del tsunami
feroz en el sudeste asiático y
leyendo en el diario los
testimonios increíbles de
aquellos que se salvaron, no
dejo de pensar en el destino
azaroso de todos nosotros. El
mismo Aurelio Montes, el
marido de Francisca Cooper, la
chilena que finalmente fue
reconocida en una morgue de
Tailandia. Montes se salvó
porque esa mañana partió solo a
caminar a un cerro mientras ella
eligió tomar sol en la piscina del
resort. La decisión que ellos
tomaron esa mañana terminó
siendo crucial, pero en su
momento fue apenas una
trivialidad.
¿Por qué algunos se salvan y
otros sucumben? ¿Qué tiene que
ver Dios en este asunto? Una
joven indonesia sobrevive
aferrada al tronco de una
palmera flotando en el mar
durante cinco días. Otra mujer
de la etnia de los jarwas, que se
cuelga de la rama de un árbol
como un murciélago, ve
dramáticamente cómo
"desaparecen en el agua, uno a
uno, los 36 integrantes de su
familia".
No tiene que venir un tsunami o
un terremoto o un atentado
salvaje para que nos hagamos
estas preguntas sin respuesta.
Sólo que ellas quedan más en
evidencia cuando suceden estas
catástrofes. Jorge Falus,
biofísico argentino de 62 años
de edad radicado ahora en
Nueva York, sobrevivió en 1985
al terremoto que asoló a Ciudad
de México y mató a treinta mil
personas: "El edificio donde
vivía fue el único que quedó en
pie en tres manzanas a la
redonda". El 11 de septiembre
de 2001, Falus estaba a pocas
cuadras de las Torres Gemelas,
en Manhattan, cuando el primer
avión se estrelló contra uno de
los edificios. Sintió la
explosión, vio mucho humo y
salió corriendo. Y ahora, para el
tsunami, Falus eligió vacacionar
en Tailandia después de ir
durante 35 años consecutivos a
Brasil. Arriba de un jeep, la ola
gigante lo cogió a él y a su
mujer y lo arrastró dos cuadras
hasta dejarlo parado en un
terraplén: "Pensábamos que el
auto se iba a hundir. Bajamos
las ventanillas, salimos cómo
pudimos y nadamos hasta el
hotel". Me gustaría entrevistar a
Falus, el gran sobreviviente.

Sábado 5 de Febrero de 2005


Ocio Bendito
El otro día, sentado en el bar de
mi nueva casa junto a una
cerveza helada recién destapada,
fui sorprendido por mi mujer en
la actitud que mejor me
representa en esta etapa del año:
mirando hacia el frente con la
vista perdida y sin mover un
solo músculo. Aparentemente
estático y semivegetal, creo
haber estado sin embargo
reflexionando sobre mi
inminente salida a vacaciones y
también sobre la importante
cantidad de amigos ociosos que
he cultivado a lo largo de mi
vida.
Yo soy uno de ellos, por
supuesto. A mí no me emociona
trabajar. Para qué contar
cuentos. No soy trabajólico ni lo
seré, a menos que el horno no
esté para exquisiteces. No
pongo al trabajo en un altar ni le
prendo velas en las mañanas.
Otra cosa bien distinta es que
todo esto lo disimule más o
menos bien y que además mi
trabajo me guste, cuestión que
valoro muchísimo y que
considero en estos tiempos una
bendición casi tan maravillosa
como el ocio a secas.
Trabajo por necesidad, como lo
hace la mayoría de los adultos
del planeta. Igual que mis
amigos. Tengo uno que trabaja
media jornada y el resto del
tiempo se encierra a escribir en
una pieza independiente que se
hizo a medida en el fondo de su
casa. No lo he vigilado, pero
estoy seguro de que sus tiempos
de encierro no son sólo para
escribir, sino sobre todo para
divagar, escuchar música,
fumar, comer, dormir y leer.
Como tiene que ser. Hasta
ahora, escribe y publica un libro
cada dos o tres años. Excelente
promedio y gran productividad
para quien escribe libros por
gusto y por pasión, y no para
ganar dinero. En cuanto a su
media jornada, la administra con
sabiduría, puesto que trabaja en
un organismo internacional,
cuya oficina en Chile es él
mismo, y nadie más que él, sin
jefes encima que lo anden
presionando. Mi amigo organiza
una vez al año unas jornadas
culturales de gran calidad que lo
dejan estresado al pobre y
vociferando amenazas de
renuncia que rápidamente deja
sin efecto cuando se da cuenta
de que es un gran privilegiado,
igual que yo, que he
interrumpido mi estado
semivegetal en el bar para
escribir esta columna en la que
hago pública mi mayor
vocación: el ocio.
Si alguien me financiara la vida,
si apareciera un mecenas caído
del cielo y se ofreciera
gentilmente a cubrir todos mis
gastos (incluidos los del tiempo
libre y la jubilación) hasta el
incierto momento en que
ingrese al patio de los callados,
dejaría de trabajar con horario y
le daría rienda suelta al ocio
destemplado. ¿Cuál es el mejor
panorama en mi caso? Descarto
de plano la idea de dar la vuelta
al mundo con una mochilita al
hombro. Demasiado fatigoso y
en algún sentido inútil, al menos
para mí. Si se trata de recorrer,
prefiero hacerlo primero por
Chile sin agenda, libremente, en
auto, descubriendo chilenos
ociosos duchos en el arte de la
buena conversación, la mesa
servida y el
desapego a las urgencias.
Alguna vez pensé en recorrer
Chile en una camioneta
llevando películas documentales
de autores chilenos
contemporáneos a rincones
apartados, pero después
abandoné la idea porque no
encontraba el modo de hacer
viable el proyecto. En
momentos ociosos plenos me
gusta ver películas, dormir sin
despertador matinal, comer
sándwiches en los boliches de
mi agrado, jugar dominó, estar
de vacaciones y leer sin
imponerme obligaciones
literarias ni culturales de ningún
tipo. Pero sin duda el mejor
momento es éste, cuando faltan
pocas horas para salir de
vacaciones.
La paradoja de mi condición
ociosa es que en los últimos
veinte años, desde que terminé
la universidad, no he dejado
nunca de trabajar. Los
trabajólicos dirán que veinte
años no es nada. Yo encuentro
que, en una vida cualquiera, más
de veinte años es un mundo y
bien vale un primer bono de
jubilación. Un año sabático, por
ejemplo. Los ociosos
coincidimos en que, al menos en
una materia tan sensible como
ésta, en el pedir no hay engaño.

Sábado 19 de Febrero de 2005


Una vida de gestos
Leí hace un par de días una
entrevista al sociólogo francés
Alain Touraine en la revista El
Periodista que me dejó
pensando. Dice Touraine, a
propósito del período previo a la
muerte de su esposa, ocurrida
hace más de diez años, cuando
él trabajaba en un libro durante
las mañanas y se iba todas las
tardes a acompañarla al
hospital: "El ejemplo de mi
mujer, su fortaleza para
enfrentar la enfermedad me
habían transformado y siempre
sentí una admiración extrema
por ciertos comportamientos
privados. Para mí, un hermoso
discurso, una buena ley, una
buena empresa son muy
inferiores a una buena acción
privada".
Touraine habla del valor
sagrado de los gestos privados,
de todo aquello que hacemos
libremente, sin presiones, sin
que nadie nos esté mirando ni
vigilando ni controlando. Y de
cómo esos gestos pueden
marcarnos a fuego. El valor del
ejemplo. El irreemplazable
valor del testimonio de vida. Un
amigo sabio dice que lo que te
define a ti mismo es lo que
haces cuando nadie te ve. Es en
esas tierras donde te comportas
tal como te nace, es allí donde te
vistes o desvistes sin protocolo,
donde no estás obligado a tener
vida social y prefieres la vida
con los amigos, con los que
quieres, sin ataduras. En tu
república privada no estás
obligado a ser políticamente
correcto, no gastas energía en
decir lo que hay que decir para
estar bien con Dios y con el
diablo. Tienes permiso para
sentir cólera, para llorar de
emoción, para golpear la mesa,
para sonreírle a todo lo que te
gusta sin complejos. También
para ser mezquino y darte
cuenta de que la mezquindad
forma parte de la existencia
humana.
Uno de los dramas del hombre
público es que rara vez hace,
dice y piensa libremente, sin
sacar cuentas de los efectos que
provocará lo que está haciendo,
diciendo o pensando. Me quedo
con la libertad del que se
comporta sin detenerse a pensar
en los beneficios que le
reportará su conducta. Lo que
más me disgusta de la Teletón,
para citar un ejemplo conocido
por todos, no es el resultado en
atención médica, necesario y
siempre urgente, sino aquella
"generosidad" televisada a todo
Chile y vociferada con
micrófonos. ¿De qué valor se
está hablando ahí? ¿Por qué las
empresas pagan a cambio de
publicidad? ¿Serían igualmente
dadivosas si el gesto de dar
fuera privado y silencioso?
Acabo de conocer a un profesor
universitario de Puerto Montt,
inteligente, judío, religioso,
generoso. Durante el almuerzo
que compartimos, me habló de
lo hermosa que es para él la vida
a pesar de los campos de
concentración de Auschwitz y
de que hace mucho tiempo uno
de sus dos hijos se ahogó en
Concepción cuando apenas tenía
catorce años de edad. Las cosas
que me decía, el entusiasmo y
las broncas que sentía, me las
transmitía mirándome a los
ojos. Uno aprende a reconocer
miradas. La de él era franca,
profunda, auténtica. Lo suyo no
era vender pomadas para aliviar
el dolor ni para hacerse el
bondadoso. Me puse contento
de haberlo conocido. De que
nuestras miradas se cruzaran.
Nuevamente el valor del gesto
privado. Nada obligaba a Juan
Félix Burotto a compartir parte
de su vida conmigo, pero ahí
estábamos los dos digiriendo un
plato de pollo con puré con vista
al mar.
Esta misma columna, más que
ser pública, lo que quiere es
formar parte de la intimidad de
una lectura posible. No está
escrita para convertirse en
pancarta de nada y nadie. Es
simplemente un conjunto de
palabras que delatan una
mirada, una manera de ver, un
punto de vista, un gesto. Una
vida de gestos y de palabras, eso
es.

Sábado 5 de Marzo de 2005


La última imagen
Guardo enmarcada desde hace
casi veinte años una pequeña
fotografía tomada por Inés
Paulino en la que aparecemos
Chamullo Ampuero y yo
muertos de la risa una tarde
cualquiera del invierno de 1987.
Hernán Chamullo Ampuero,
para los que no saben quién es,
hizo en algún momento de su
vida cursos de primeros auxilios
y de enfermero auxiliar para
convertirse después en un
chileno conocido en el mundo
del fútbol y en todo el país
como "paramédico" del mítico
Colo-Colo 73 y de la selección
chilena. Tenía cabeza grande,
una risotada franca y
contagiosa, y un vozarrón
apurado y entretenido que
ayudaron a que ese encuentro en
un boliche cercano a la estación
Mapocho yo no lo olvidara
jamás. Quizás por eso mismo
enmarqué aquella foto: para
conservar un momento estelar
de nuestras vidas, tres o cuatro
horas en que sobre todo reímos
a carcajada limpia escuchando
el verso y las historias de
Chamullo, un hijo de obrero
portuario que hizo sus primeras
armas en los cerros de Playa
Ancha, y que a los veintidós
años de edad abandonó para
siempre el alcohol después de
"tener cinturón negro para
chupar", según sus propias
palabras.
Aquella conversación fue la
única vez en la vida en que nos
encontramos. Mi memoria cree
también a veces haber
conversado por teléfono con él
un día cualquiera de los años
noventa, pero no alcanzo a
precisar si eso lo soñé o si de
verdad ocurrió. Lo poco que
supe de Chamullo después fue
que trabajó conectado con el
fútbol amateur, y que alguna
vez el ambiente del fútbol
organizó una actividad social en
su beneficio porque Chamullo
estaba gravemente enfermo y
necesitaba costear su
tratamiento.
Ni siquiera entonces me
conmoví. Me mantuve junto a
mi foto enmarcada, la de la
imagen feliz de Chamullo
Ampuero, sin reparar en que la
enfermedad lo estaba
cambiando y en que a lo mejor
cabía la posibilidad de un nuevo
encuentro entre nosotros. No
recuerdo con exactitud la fecha
de su muerte, pero sí estoy
seguro de que a esa noticia
llegué tarde, cuando la impronta
del tiempo había enfriado el
suceso.
Hace cosa de un mes,
desempolvé la foto para llevarla
a un almuerzo pactado con
Andrés Ampuero, hijo de
Chamullo, periodista, a quien
apenas conocía después de que
me abordara en noviembre
pasado para hablarme de su
padre y de su interés en que
escribiéramos juntos su historia.
Le mostré la foto de Chamullo a
su hijo Andrés y él la miró y se
quebró de inmediato. Entre
sollozos me pidió tontas excusas
por emocionarse, y me explicó
que verlo así, gordo, sano,
rozagante, riendo
generosamente, era una
experiencia fuerte después de
haberlo acompañado durante
todo el cáncer y de haberlo visto
frágil, taciturno, delgado y
quebradizo.
Pensé en la última imagen que
guardamos de aquellos que
conocemos y que mueren en el
camino. Recordé cuando mi
madre me dijo que no viera a mi
abuela Adriana en el ataúd el
día de la misa final y el entierro,
para así quedarme con la mejor
imagen de ella, la alegre, la
festiva. Había pasado mucho
tiempo de la última vez que yo
la había visto en vivo y en
directo. De ella me quedaban
unas pocas fotografías, mi
memoria de infancia, su buen
humor, el rouge rojo en sus
labios y el eco de su voz
efusiva. Le hice caso a mi
madre y no la vi, y hasta hoy me
arrepiento.
Con Chamullo Ampuero me
pasa igual que con mi abuela.
No tener imágenes finales
suyas, de los últimos momentos,
lo siento como un vacío, un
vacío que no alcanzo a
completar con sus fotografías y
su notable risa.
Sábado 19 de Marzo de 2005
Kapuscinski
Es polaco, y lo admiro. Vive en
Varsovia, no usa e-mail, escribe
a mano, tiene más de setenta
años, se llama Ryszard
Kapuscinski y es el mejor
periodista del mundo. Se ganó
la vida durante muchísimos
años como corresponsal de la
agencia polaca de noticias
recorriendo África, Asia y
América Latina, y después ha
escrito una veintena de libros,
ocho o nueve de los cuales están
editados en español.
Kapuscinski abandonó la noticia
dura hace bastante tiempo y hoy
consagra su vida a su mujer, sus
lecturas, sus reflexiones y los
nuevos libros que continuará
escribiendo a mano mientras
siga teniendo salud y energía.
Es la ley de su vida: no
abandonar el interés por el
mundo que nos ocupa hasta el
último suspiro.
Lo admiro por su inteligencia,
su coraje y su humanidad, tres
condiciones que rara vez van de
la mano. Lo conocí en octubre
de 2002 en Buenos Aires
durante un taller que dictó a una
docena de periodistas
latinoamericanos, y sus
palabras, registradas en un par
de libretas de apuntes que
guardo hasta hoy con celo,
siguen siendo nobles materiales
de reflexión, al igual, por
supuesto, que sus libros
Anagrama de tapa gris, de la
colección Crónicas.
Reducir a Kapuscinski a una
columna es un agravio, lo sé;
pero lo nombro para que en
Chile su apellido deje de sonar
extraño y su testimonio sea más
conocido. No concibo una
escuela moderna de periodismo
que pase por alto los libros y las
enseñanzas del polaco. Ni
quiero concebirme tampoco a
mí mismo menospreciando lo
leído y aprendido en sus libros.
Por supuesto, yo también llegué
tarde a él. Antes del taller de
Buenos Aires, pero no
demasiado antes, mi amigo
Nibaldo Mosciatti me habló de
un libro que no podía dejar de
leer: La guerra del fútbol y otros
reportajes. La portada muestra
una foto de un guatemalteco
cargando un ataúd durante el
entierro de un grupo de
campesinos asesinados en 1979
por soldados del gobierno de ese
país. La imagen es feroz y da
cuenta de un momento de la
historia en que Centroamérica
vivía asolada por una violencia
extrema.
Aparte del magnífico y
documentado reportaje a la
guerra del fútbol entre Honduras
y El Salvador, gatillada después
de un partido eliminatorio para
el Mundial de México 70,
Kapuscinski ensaya en ese
volumen el borrador de un libro
paralelo a sus reportajes en el
cual despliega su sabiduría.
Hacia el final escribe: "Después,
el viento de los acontecimientos
volvió a empujarme al otro
hemisferio y luego a África. Sin
embargo, ¿tiene algún sentido
seguir el hilo de esta historia?
¿Hablar de la odisea a la hora de
atravesar el Zambeze o de la
visita al mariscal Idi Amín?
Describir el mundo sólo era
posible cuando la gente vivía en
un planeta tan pequeño como el
de los tiempos de Marco Polo.
Hoy el mundo es inmenso e
infinito, se ensancha día a día, y,
en verdad, pasará un camello
por el ojo de una aguja antes
que podamos nosotros conocer,
sentir y comprender todo
aquello que configura nuestra
existencia, la existencia de
varios miles de millones de
personas".
En el planeta de Kapuscinski
todos cuentan, especialmente
los que no tienen poder, los que
no alcanzan las páginas de los
medios porque nadie logra hacer
buenos negocios con sus
historias, a menos que haya
sangre y morbo.
Kapuscinski nos está diciendo
con sus escritos que podemos
no ser comerciantes, que los
periodistas no escribimos sólo
para nosotros mismos o para
cobrar un sueldo, que para
escribir un libro es necesario
leer antes cien libros y dejar que
pasen los años para que el
tiempo haga también su trabajo.
Nos dice también que los
cínicos (y vaya que lo somos,
cada vez más) no servimos para
este oficio, que leer poesía es un
sano ejercicio para hacer más
preciso al lenguaje, y que hay
que seguir navegando y
buscando en las esquinas y
debajo de las piedras la realidad
de la gente con la cual nuestro
oficio de cronistas al menos
tendrá un sentido.

Sábado 26 de Marzo de 2005


A las cinco en punto
Cada día, entre el 22 de abril de
2003 y el 10 de noviembre de
2004 vale decir, durante exactas
568 jornadas, la fotógrafa Mara
Santibáñez obturó su cámara a
las cinco en punto de la tarde
desde la ventana de su taller, en
Quinta Normal, para registrar el
mismo encuadre, el mismo
paisaje. A primera vista, según
consta en una crónica sobre la
exposición publicada en Las
Últimas Noticias, "un basurero,
partes de tres árboles, una
porción de pasto, fragmentos de
una reja y de construcciones
cercanas".
Lo de la fotógrafa, más que una
obsesión, fue un gesto artístico,
una enorme reflexión sobre el
transcurso del tiempo y el
espacio. La cámara se mantuvo
siempre fija en la ventana, junto
a un reloj que le indicaba el
momento justo en que ella debía
obturar. Por supuesto, aunque
en apariencia se trate de la
misma foto repetida hasta el
cansancio durante más de un
año y medio, la imagen nunca
fue idéntica a cualquier toma
anterior, siempre conservó
alguna particularidad.
Los elementos básicos se
mantuvieron, pero las cuatro
estaciones y el azar hicieron el
resto del trabajo: cambió la luz,
el otoño arrastró las hojas, la
primavera trajo flores, el verano
invitó a jugar a la pelota y no
faltaron en el día a día parejas
de enamorados ni perros de
paseo ni caminantes sin rumbo.
La vida misma.
El importante tiempo invertido
por Mara Santibáñez en
registrar la escena de un ínfimo
pedazo de parque es
inversamente proporcional al
escaso interés que solemos
dedicar a registrar nuestros
movimientos cotidianos. Es bien
probable que el ritual de Mara
sea calificado por aquellas
mentes puramente utilitarias
como una gran pérdida de
tiempo, como un trabajo sin
sentido. Yo, por el contrario, sin
conocerla ni haber hablado
jamás con ella sobre el espíritu
ni el propósito de su trabajo, me
saco el sombrero y me rindo
ante su magnífica obsesión y la
belleza de su muestra y sobre
todo de su gesto: ser una espía
inocente y mostrarnos a través
de sus fotografías un espejo de
nuestra vida cotidiana y de lo
que sucede en una pequeña
porción de ciudad durante un
tiempo determinado.
Mara Santibáñez ve a diario lo
que nosotros dejamos de ver
todo el tiempo: la luz, por
ejemplo. O las caras de las
personas con las que nos
cruzamos atropelladamente en
el día a día. Mara detiene el
tiempo, por un instante, para
dejar registro de aquello que
nunca volverá a ser lo mismo
aunque las apariencias digan lo
contrario. Esa conciencia, esa
lucidez, esa energía
entrañablemente ociosa y
creativa aporta oxígeno y es la
que a ratos salva el ahogo de la
monotonía y la repetición.
Un destello, o la frase de un
libro, o una sombra fugaz en
alguna de las fotografías de
Mara Santibáñez: eso es, a
veces, todo lo que necesitamos
para ser conscientes de que
estamos vivos, de que el tiempo
nunca deja de pasar, de que en
cualquier momento ocurrirá
algo nuevo, algo inesperado,
una sorpresa que nos recordará
que aún no somos definitivos,
que aún respiramos, que todavía
queda tiempo para vivir.

Sábado 2 de Abril de 2005


Un hombre de palabra
Una vez le preguntaron a
Joaquín Edwards Bello en una
entrevista:
¿Qué medidas propondría para
intentar alegrar a los chilenos?
El chileno es alegre contestó.
Tiene la alegría del incendio, de
la demolición, del velorio.
La cita del cronista es un
manjar, y viene como anillo al
dedo para explicar lo sucedido
hace algunas semanas a Adolfo
del Tránsito Lizama, ciudadano
chileno que le prendió fuego a
su Lada en plena carretera.
Me enteré del arrebato leyendo
el diario un jueves de marzo.
Una breve crónica policial
contaba sin demasiados detalles
que un chofer estacionó cerca de
las doce de la noche su Lada
Samara en la berma de la Ruta
68, a la altura del aeropuerto de
Pudahuel, se bajó y luego, sin
decir agua va, le prendió un
fósforo al auto y lo incendió,
manteniéndose a prudente
distancia mientras el vehículo se
achicharraba. Lo más notable de
la historia era la actitud del
sujeto. Al que se le acercaba le
decía lo mismo: "Sí, yo lo
quemé, ¿y qué? Es mi auto, y
hago lo que quiero con él".
Hasta aquí, todo más o menos
fluido. El asunto se complicó
cuando llegaron al lugar los
bomberos y los pacos alertados
por personal de la concesionaria
de la autopista. Lizama, según el
cronista, "en evidente estado de
ebriedad", se limitó a decirles a
ellos lo que ya había pregonado
a los cuatro vientos: que era su
auto, y que si quería lo
quemaba. "Pero no en la calle",
parece que le contestaron los
funcionarios, quienes se
olvidaron del auto carbonizado
y se llevaron preso a Lizama por
conducir curado y "hacer
desorden en la vía pública".
Al otro día, cuando el hombre
ya estaba libre "por falta de
méritos", la diligente reportera
Marcela Andrés fue a ver a su
casa en Pudahuel a Silvia
Alcapia, la esposa de Lizama, y
la entrevistó. La mujer se
mostró orgullosa de la actitud
consecuente de su marido, aun
cuando nunca imaginó que él
cumpliría su palabra de quemar
el auto: "El auto se lo habíamos
comprado a un vecino y
compadre en 300 mil pesos
hacía seis meses, pero se
quedaba en pana a cada rato.
Salíamos una cuadra y no
andaba. Nadie pensó que lo iba
a quemar, pero siempre lo decía.
Bueno, se quedó en pana en la
Ruta 68 y decidió quemarlo ahí
mismo".
Silvia Alcapia aprovechó la
tribuna, además, para aclarar
que su marido no estaba curado,
que sólo se había tomado dos
cervezas, y que por lo tanto no
actuó "bajo la influencia del
alcohol".
El otro dato relevante que
aportó la mujer fue la ocupación
de Adolfo del Tránsito Lizama
(nótese el segundo nombre):
chofer de micro. Aquí tal vez
esté la madre del cordero: un
chofer estresado que maneja
todo el día arriba de un enorme
bicho amarillo, que conoce al
dedillo el mundo de las esquinas
abarrotadas de transeúntes que
se disputan un lugar en la
pisadera de la micro, que sabe lo
que es la guerra de las calles.
Un hombre sin ahorros que por
fin cumple el sueño del auto
propio, que sale a tomarse un
par de cervezas con los amigos
y que luego, en mitad de la
carretera, ve que el maldito auto
propio no avanza y se queda en
pana. Piensa por un momento en
el compadre y vecino que se lo
vendió, pero luego piensa en su
propia frase echada al viento
tantas veces: yo este auto lo
quemo. Y Adolfo resulta ser un
hombre de palabra, como hay
pocos en este país tan dado a la
alegría del incendio, de la
demolición, del velorio.

Sábado 9 de Abril de 2005


El diario
Me gusta leer el diario para ver
si encuentro historias que me
atraigan, me interesen, me
emocionen, me diviertan;
historias que no estén
condenadas al olvido y puedan
de alguna forma volverse a
contar. Leo el diario con ese
ojo, no para mantenerme
informado, figura muy
profesional, muy de periodista,
muy correcta, que en mi caso no
tengo idea qué significa. ¿Estar
informado? ¿De qué?
Abro mi carpeta verde, donde
junto recortes y artículos y
fotocopias que pueden
ayudarme a escribir esta
columna, y me encuentro con
una contraportada de un libro de
relatos de Borges. Textual de
Borges: "En mi curioso ayer
prevalecía la superstición de que
entre cada tarde y cada mañana
ocurren hechos que es una
vergüenza ignorar. El planeta
estaba poblado de espectros
colectivos, el Canadá, el Brasil,
el Congo Suizo y el Mercado
Común. Casi nadie sabía la
historia previa de esos entes
platónicos, pero sí los más
íntimos pormenores del último
congreso de pedagogos, la
inminente ruptura de relaciones
y los mensajes que los
presidentes mandaban,
elaborados por el secretario del
secretario con la prudente
imprecisión que era propia del
género. Todo esto se leía para el
olvido, porque a las pocas horas
lo borrarían otra trivialidades".
Leemos en los periódicos para
el olvido. Lo sé. Pero yo igual
sigo buscando allí historias que
me acompañen, aun cuando a
ratos la información que nos
llegue sea una sola majamama
delirante. Tomo al azar un
diario de hace unos días y
repaso sólo los titulares y los
encabezados. Es para quedar
con la lengua afuera. Y todo
ocurre en 24 horas. Un siquiatra
pregona: "A los bomberos hay
que hacerles chequeos mentales
permanentes" porque entre sus
filas está lleno de pirómanos.
Otra: concejal desapareció
después de fiesta en club de
rayuela. Otra: terror por
fantasmas tras aluvión de
Antofagasta. La población de la
Villa Los Salares está aterrada
con ruidos nocturnos, objetos
que vuelan y hasta un niño
vestido de blanco. Otra: en
Novena Región, ebrio lanzó su
guagua a Carabineros. Otra: en
Italia, consideran culpable en el
tribunal a un marido que no
quiso tener relaciones sexuales
con su esposa durante siete
años. La última, para no saturar:
en Florida, Estados Unidos,
Jesús muere todos los días a las
11:30 en estrambótico
Disneyworld de la Biblia. Todo
esto en cinco o seis páginas
seguidas de un diario
cualquiera.
¿Qué es estar informado? ¿Para
qué? ¿Para tener opinión?
¿Opinión sobre los temas que
aparecen en los diarios, las
revistas y la televisión, y que
luego se desechan para ser
reemplazados por nuevas
trivialidades? Me quedo con la
historia del concejal socialista
desaparecido después de una
fiesta en un club de rayuela.
Nadie se explica qué pudo
sucederle. Al otro día aparece
muerto en las aguas de un río
cercano a su casa, en el sur de
Chile. Todos lloran su trágico
desenlace. Incluso alguno
sugiere que pudo tratarse de un
crimen. Asalto no fue, porque
apareció con todas sus
pertenencias. La foto del
concejal en el diario me mira a
los ojos. ¿Cómo desentrañar el
misterio de su muerte? ¿Venía
tomado? ¿Fue un accidente?
¿Alguien se la tenía jurada?
Habría que ir al sur. O motivar a
un cronista de la zona para que
investigue junto al juez y al
abogado que asignarán a la
causa los familiares del
concejal, si es que hay ánimo y
recursos para continuar con la
historia. A lo mejor todo se
terminó en el cementerio.
¿Cuántos sujetos pasan por este
mundo sin nunca escribir su
nombre en un diario? La
mayoría. ¿Cuántos lo escriben
por primera vez cuando sus
familias inscriben su muerte en
la lista de defunciones? La
mayoría. Me asusta mi propia
imagen de lector desmemoriado,
pero más me asusta mi
condición de ciudadano
desmemoriado, atrapado por el
olvido de todas las cosas,
incapaz incluso de recordar los
pasajes más preciados de un
libro auténticamente
inolvidable. Por eso leo el
diario. Para recordar que el
olvido a veces, sólo a veces, no
puede con la memoria.

Sábado 16 de Abril de 2005


Dieta
Con mi amigo Tito Matamala
estuvimos un tiempo
empeñados en confeccionar un
ranking de las mejores
empanadas fritas de mariscos
del país. Él decía que en la
caleta de Lenga, cerquita de
Talcahuano, había probado, sin
ninguna duda, las mejores fritas
de mariscos de Chile, y yo
retrucaba que aquello era
imposible, que las más sabrosas,
las más sublimes, las más
generosas, se hacían en
Maitencillo, en el restorán La
Caleta. No había modo de
contradecirse, porque Tito
jamás había estado en
Maitencillo y yo apenas sabía
cómo escribir la palabra Lenga.
Hasta que tuve oportunidad de
reunirme con Tito en
Concepción, y esa vez, cerca ya
del mediodía, sin que hubiese
necesidad de una sola palabra,
apenas con una mirada, supimos
que nuestra próxima parada era
Lenga y que había un mito que
confirmar o desmentir.
Nos llevó en su auto el Profesor
Barría: Alfredo Barría,
académico de muchísimos años
en la Universidad de
Concepción y gran amigo de
Tito, el mejor. La llegada a
Lenga fue rápida y sin
contratiempos. Estacionamos el
auto frente al restorán al que
ellos solían ir donde se
fabricaban las mentadas
empanadas fritas de mariscos y
en ese momento ocurrió algo
que jamás olvidaré: el Profesor
Barría me miró con sonrisa
socarrona, luego abrió la maleta
de su auto y pude ver, envueltas
en bolsas de papel kraft, tres o
cuatro botellas de vino fina
selección. El examen de las
empanadas no podía ser con el
vino de la casa: tenía que
acompañarse con un reserva
debidamente protegido en la
parte trasera de su vehículo
particular. El Profesor Barría le
preguntó a Tito cuántas llevaba,
y Matamala, muy seguro,
contestó: "Con dos estaremos
muy bien". Para mí, esto era
totalmente nuevo: el local, del
cual ellos eran buenos clientes,
no hacía ningún atado porque
uno llevara su vino y dejara de
lado la oferta de la casa.
Fantástico. Incluso la segunda
botella de blanco se guardó en
el refrigerador del restorán hasta
alcanzar la temperatura ideal.
Durante el almuerzo no hubo
mayor inconveniente en bajar
las dos botellas, las que
sirvieron para acompañar no
sólo dos docenas de empanadas
de mariscos (eran pequeñas, no
se crea), sino también los
mejores locos-mayo que
recuerde en mucho tiempo. Mi
veredicto final no cambió: estas
fritas de Lenga eran buenas,
nada que decir, pero la masa no
competía con las de Maitencillo
y el relleno era derechamente
inferior, más básico, menos
inspirado.
La jornada incluyó también la
toma de un par de fotografías de
los tres en la mesa, imagen que
tiempo después Tito me envió
por mail y que por supuesto
conservo en el álbum digital.
Fue la primera y última foto de
los tres juntos. Tito Matamala
me anunció ya el año pasado
que el Profesor Barría padecía
un cáncer fulminante,
enfermedad voraz que terminó
de pasarle la cuenta este último
verano.
Recuerdo el placer con que
tomamos y comimos esa vez.
Recuerdo los inspirados versos
y el humor que destilaba ese día
el Profesor Barría, quien,
fatigado ya del almuerzo, hizo
votos para que el bajativo lo
tomáramos en su casa o en
algún boliche de Concepción.
Escribo estos recuerdos hoy, día
en que cumplo un mes en dieta
estricta, dieta médica, dieta que
se supone es para la vida pero
que por supuesto es también
renuncia y muerte. Hace poco
estuve en casa de otro amigo
que también tiene un doctor que
lo puso a dieta, y fuera de
mostrarme resignado un
refrigerador repleto de
productos diet me confesó que
sus primeras semanas de
restricción vinieron aparejadas
de una depresión feroz: no
quería hablar con nadie, no le
salían las palabras, y tuvo que
recurrir a ginseng y
multivitamínicos para no
pegarse un balazo. Todo lo
contrario de aquel Profesor
Barría exultante de Lenga,
cuando la vida se rendía a sus
pies y en la maleta de su auto
las botellas brillaban a pesar del
envoltorio. ¡Salud, profesor!
Somos apenas un sueño,
¿verdad?

Sábado 30 de Abril de 2005


El Gordo y el Flaco
El otro día me invitaron a
conversar con estudiantes de
periodismo de la Universidad de
Chile, y mientras charlábamos
en la sala de clases con espíritu
de academia sobre el valor de
narrar el mundo real, afuera, a
cien metros, en el
estacionamiento del campus
Juan Gómez Millas, algún
sujeto mala leche, estudiante o
visita, me robaba los espejos
laterales de mi auto japonés
clase media años noventa. Por
supuesto, no me di cuenta del
robo hasta que iba manejando
de vuelta por Grecia con
Salvador y, al querer utilizar el
espejo izquierdo, me encontré
de golpe con un socavón negro
de plástico que no despedía
ninguna imagen, salvo un par de
hoyos donde alguna vez
estuvieron unos tornillos. Hijos
de puta, dije en voz alta,
sorprendido, me robaron los
espejos. Eran las doce veinte. A
la una tenía una cita con un
amigo en un boliche de Vicuña
Mackenna.
Me fui conejeando por unas
calles perpendiculares a
Avenida Matta en dirección
Plaza Italia y sin darme cuenta
entré a Cuevas y avancé hasta
casi llegar a Diez de Julio. De
pronto aparecieron frente a mis
narices un montón de locales
que vendían, cómo no, espejos
laterales de autos. Un gordo
sentado en una silla de lona en
el pequeño bandejón central de
calle Cuevas me cachó al vuelo:
¿Qué anda buscando, jefe?
Espejos laterales.
Aquí tenemos, pues.
Estaciónese ahí y espéreme un
momento.
El momento duró por lo menos
cinco o seis minutos. Hasta que
apareció el Flaco, con gorra y
overol, y entonces el Gordo le
dijo: ahí está, es todo tuyo. El
Flaco revisó lo que quedaba de
espejo y me dijo que sí, que él
tenía. Yo, candoroso, le advertí
que sólo necesitaba los vidrios,
que la caparazón estaba intacta,
y el Flaco, con oficio, me
contestó: "Claro, jefe, está la
caparazón, pero sin estos
tornillitos que usted no tiene,
que le robaron, ¿ve estos
hoyos?, la luneta queda bailando
y no funciona el espejo
eléctrico. Pero usted no se
preocupe, yo se las voy a
conseguir".
¿Y cuánto me sale la gracia?
No se preocupe, ahí llegamos a
un arreglo: veinticuatro mil cada
espejo, ¿qué le parece?
Instalado. Una ganga. En la
automotora le venden el espejo
completo, y no le sale por
menos de setenta lucas cada
uno. ¡Gordo! Desatornilla los
espejos por mientras, yo voy a ir
a buscar las lunetas y las piezas.
No hubo ningún forcejeo en la
negociación. El Flaco salió
disparado, le dije que tenía muy
poco tiempo, y el Gordo se
aplicó en desatornillar los
espejos antes de volver a
sentarse en la silla de lona del
bandejón central, a la espera de
una nueva víctima.
Cuando saqué la chequera, el
Gordo puso cara de asco y la
soltó de inmediato: "Chis,
piensa pagar con cheque.
Noooo, pues: medio atado
después pa' cobrarlo. Aquí a la
vuelta hay un cajero. Vaya
tranquilo, deje cerrado el auto
eso sí. El Flaco ya viene". No
hubo modo de contradecirlo. El
Gordo hablaba con convicción.
Atravesé al frente por Diez de
Julio y me topé con el Flaco
hecho un bólido arriba de un
Toyota Tercel blanco con
escape libre: "Ya vuelvo, jefe",
alcanzó a escupir al viento.
Pensé lo peor: media hora
esperando a que llegue el Flaco,
mi amigo en Vicuña Mackenna
a la una en punto, ninguno de
los dos usa celular para poder
avisarle el atraso.
Saqué los 48 mil pesos del
cajero y volví rápido a Cuevas.
El Gordo seguía impávido en su
silla de lona, trabajando.
Mientras tanto, en el negocio de
los espejos, uno de los
mecánicos festinaba a viva voz
a un negro de dos metros de
alto, un tremendo ropero que se
notaba que era conocido del
barrio y que había ido a
visitarlos: "¿Vieron en la tele
ese programa donde una tribu de
negros se lavaba el pelo con
pichí de vaca, jua jua jua, este
negro era de esa tribu, jua jua
jua". El negro se reía con ellos.
El Flaco volvió tan rápido como
se había ido. Bajó la ventanilla
del auto, le pasó los dos espejos
armados al Gordo y se fue a
estacionar. El Gordo atornilló
los espejos y en un par de
minutos la instalación estaba
hecha. ¿Dónde los conseguiste?,
preguntó el Gordo. "El Cabeza
de Martillo no tenía", contestó
el Flaco, "así que fui donde el
Aguja".
Así funciona el negocio: te
roban los espejos laterales del
auto, se los pasan a unos tipos
en el sector Diez de Julio, tú vas
a Diez de Julio y los consigues,
usados, más baratos que en la
automotora. Todos ganamos.
Le pasé la plata en billetes al
Flaco, y, cuando ya me iba, se
acerca y me dice: "Oiga, jefe,
rájese con dos luquitas para el
Gordo, una propinita por la
atornillada, se los merece, ¿no
es cierto? Una luca, más que
sea". A esas alturas del partido,
yo ya no era el mismo que había
llegado por casualidad a Cuevas
con Diez de Julio. Chao, Flaco,
arréglate tú con el Gordo. Y
partí, haciéndome el duro, y los
miré por el nuevo espejo lateral:
el Gordo se iba a sentar en la
silla de lona, el Flaco se
guardaba la plata en el bolsillo.
El trato estaba hecho.

Sábado 7 de Mayo de 2005


Américo Grunwald
En Rumania, donde nació en
1923, se llamaba Emeric, pero
aquí en Chile fue bautizado por
el funcionario del Registro Civil
como Américo, Américo
Grunwald. Llegó en enero de
1948. El hombre, joven, venía
de Europa junto a su nueva y
flamante esposa, Irene, una
mujer polaca a la que conoció
en Alemania poco después de
terminada la Segunda Guerra
Mundial. Grunwald había
sobrevivido por milagro a un
año y algunos meses como
prisionero en distintos campos
de concentración nazis,
incluyendo el tétrico Auschwitz.
Había sido justamente a su
llegada a Auschwitz cuando
Grunwald vio por última vez a
toda su familia: su padre, su
madre, sus abuelos paternos y
su única hermana, Caterina,
cinco años mayor. Con ellos
vivía en Oradea, hoy parte de
Rumania, hasta que por orden
de los nazis fueron arrancados
de sus casas en marzo de 1944 y
posteriormente llevados en tren,
hacinados como animales, a
campos de concentración.
En Auschwitz, sus padres y sus
abuelos no superaron la primera
selección y murieron asesinados
en cámaras de gases, y luego
fueron incinerados en los
crematorios. Caterina, por su
edad, por su juventud, se supone
fue llevada primero a trabajos
forzados y en algún sitio no
pudo más contra el frío, el
hambre, la enfermedad.
Un lunes de abril de este año,
después de haber pactado hace
semanas una entrevista, llego
hasta la casa de Américo
Grunwald en el centro de
Concepción y toco el timbre. El
hombre, de 82 años de edad,
está en cama, ligeramente
resfriado, pero no tiene
inconveniente en que igual nos
reunamos a conversar en su
dormitorio. Irene, "mi bella
esposa", como él la llama
cuando nos presenta, intenta
cuidar a su marido y que el
diálogo no se prolongue
demasiado, pero Américo
Grunwald tiene energía para
regalar e insiste en que sigamos
adelante con el relato. Nuestra
primera conversación dura dos
horas.
Hay detalles de novela en la
historia. Como cuando, dos o
tres años después de terminada
la guerra, Américo le escribe
una carta a un dentista en
Oradea para preguntarle si sabe
algo de su hermana Caterina, y
toca la casualidad de que en el
momento de llegar la carta se
encuentra en la sala de espera de
la consulta dental el que fuera
novio de Caterina, Nicolás, un
rumano que también había
sobrevivido a la guerra. El
novio, que en ese momento
creía que Américo estaba igual
de muerto que Caterina, le
escribe de vuelta a Grunwald y
le envía dos fotografías de su
hermana, las mismas dos
fotografías que había llevado
consigo en el pecho, en Rusia,
durante toda la guerra. Esas
fotos son el único vestigio que
tiene hoy Américo Grunwald de
su familia, de sus raíces, de su
primera historia. Son el único
cargamento de sus primeros
veinte años de vida.
Una de esas fotos descansa
enmarcada sobre el piano del
living de su casa en
Concepción. Irene, que toca el
piano estupendamente bien y
que admira sobre todo a Chopin,
trae la mentada fotografía a la
mesa y la deja encima. Ahora es
martes, hora del té, y Grunwald,
que ya está mucho mejor del
resfrío, la queda mirando.
Bonita su hermana le digo.
Muy bonita contesta él.
Es probable que nos quedemos
cortos. El retrato en blanco y
negro de Caterina, conservado
por el novio durante la guerra y
ahora ampliado y enmarcado en
Concepción, muestra a una
mujer bellísima, de finas
facciones y rostro elegante.
Grunwald no le quita la vista a
su hermana. Quisiera por un
momento estar en su mente y
saber qué imágenes se le vienen
a la cabeza. Imposible adivinar.
Luego le pide a su mujer que
devuelva la foto a su lugar, el
piano, y sonríe, y pregunta por
el paté de ave que hemos estado
comiendo, hecho por él mismo,
paté que él sabe que es muy
sabroso, y yo le contesto que
está buenísimo, y él me
palmotea la espalda, está
contento, y yo recuerdo una
frase leída en alguno de los
textos de prensa que hablan de
Grunwald, cuando él dice que
después de lo vivido durante la
persecución nazi se propuso
hacer reír a lo menos una vez al
día a una persona, y él asegura
que lo ha logrado, y yo lo miro
reír y le creo, cómo no, si
estamos riéndonos de buena
gana en la mesa de su casa a
pesar de Auschwitz y los
fantasmas del recuerdo. Cómo
no aprender de ti, Américo
Grunwald.

Sábado 21 de Mayo de 2005


Andaluces de Jerez
Jerez de la Frontera. El lugar
común dice que aquí fabrican
los mejores vinos ajerezados del
mundo, que los gitanos cantan y
bailan el flamenco con una
fiereza que parece que se
estuvieran desangrando, que
igual que en buena parte de
España es común comer churros
en el desayuno y picar unas
gambas a la hora de almuerzo.
Lo que no está escrito en las
guías de viaje de Andalucía es
que aquí en Jerez de la Frontera
viven juntos, casi desde
siempre, Ángeles Borrego y
Santiago González.
Los conocí en una caseta
llamada La Farándula durante la
Feria del Caballo, un evento que
se hace todos los años en mayo
y que es el gran pretexto para
que todo Jerez de la Frontera
esté de fiesta en el mismo
parque durante una semana
completa, bailando y cantando y
bebiendo y charlando con los
amigos. Ángeles bailaba sola
con una rosa roja en el pelo los
discos flamencos que resonaban
en la caseta, y el bueno de
Santiago la contemplaba
mientras bebía un rebujito,
mezcla fresca y ligera de vino
fino y seven-up.
Pero la historia de Ángeles y
Santiago, los dos jerezanos, se
remonta a cuarenta años atrás.
Ambos rozan ahora la
cincuentena, pero entonces
tenían 10 y 12 años de edad
respectivamente. Eran del
mismo barrio. Santiago era el
hijo mayor de la dueña de un
bazar, llamado también refino, y
Ángeles una niña que
deambulaba por esas calles
adelantando ya con sus
facciones y su sonrisa que sería
una mujer hermosa. Santiago le
echó el ojo desde siempre,
desde que eran unos niños, y ya
entonces a sus amigos les
comentó con convicción: ella
será mi novia.
Había que ser paciente, y todo
indica que Santiago lo fue.
Cuando Ángeles ya estuvo en
edad de merecer, digamos que
cuando cumplió los trece,
Santiago la abordó, pero ella, a
pesar de que su cuerpo decía lo
contrario, se sentía aún muy
niña y lo mandó a volar con
viento fresco: "Tú por tu lado y
yo por el mío, ¿vale?". Santiago
no se amilanó.
Cuando Ángeles cumplió
catorce hubo que superar el
primer escollo serio: un buen
amigo de Santiago también la
pretendía. Entonces Santiago,
con una sangre fría digna de
elogio, ejecutó una maniobra
maestra: le dijo a su amigo "te
doy un año para que la
conquistes; si en un año no pasa
nada contigo, entonces me dejas
el campo libre y tú abandonas".
El amigo aceptó el trato, y el
año transcurrió sin mayores
novedades: Ángeles nunca le
dio cancha al amigo de Santiago
ni a nadie. Cuando Ángeles
cumplió quince años de edad,
Santiago, paciente como el que
más, sin ojos para otra mujer en
su vida que no fuera Ángeles,
volvió a la carga y la respuesta
de la niña fue la misma: "No
insistas, ve tú por tu lado que yo
iré por el mío".
Sin desanimarse, Santiago
continuó viviendo en el barrio
mientras Ángeles lucía cada vez
más bella y más simpática. Al
cabo de unos meses, un día
cualquiera, dos amigos de
Santiago, Antonio y Alicia, lo
invitaron a que se encontrara
con ellos en El Puerto de Santa
María, zona costera distante
unos quince kilómetros de Jerez
de la Frontera. Y Santiago
partió en su motocicleta, pero el
destino hizo que tuviera una
caída poco antes de llegar al
puerto, resbalón que le provocó
pequeños cortes en la cara y
rasmillones en los brazos. De
vuelta en Jerez y debidamente
parchado, Santiago se paró en la
puerta de su casa y fue avistado
por Ángeles, quien al verlo algo
maltrecho se acercó y le
preguntó: "¿Qué te ha pasado,
Santiago?". "Pues nada, me he
caído en la motocicleta".
De vuelta en su casa, Ángeles le
comentó a su madre que había
visto al niño del refino, que
estaba todo parchado porque
había tenido un pequeño
accidente, y que algo le había
sucedido a ella, no sabía qué, no
podía explicarlo. A partir de
entonces, las conversaciones
entre Ángeles y Santiago fueron
sucediéndose con cada vez más
frecuencia. Santiago no dejó de
pretenderla como su novia. La
respuesta de Ángeles, ahora
menos tajante, fue: "Déjame
ver, déjame ver. Mientras lo
pienso somos amigos".
La historia continúa hasta hoy.
Un accidente en motocicleta
gatilló el destino de los dos. Si
Santiago hubiera llegado al
Puerto de Santa María a
encontrarse con Antonio y
Alicia y otros amigos, si
Ángeles nunca se hubiera
cruzado con su vecino
malherido por la caída, la
historia pudo escribirse de otro
modo. Siempre es así. Los
detalles hacen la diferencia y te
marcan. Nunca sabrás qué
rumbo puede tomar tu vida en
los próximos cinco minutos.
Ángeles y Santiago fueron
novios por primera vez el uno
con el otro, y no cejaron.
Santiago se hizo militar, tiempo
después se casaron, tuvieron dos
hijos, han vivido en numerosas
ciudades de toda España, han
sido fieles a su pareja desde el
comienzo, y doy fe de que sus
hijos los admiran por lo mismo:
por el ejemplo.
Santiago ya no es militar. Se
retiró hace más de seis años y
ahora trabaja en una escuela
para conductores de autos. Lo
conocí con un vaso de rebujito
en sus manos mientras Ángeles
bailaba sola con una rosa roja en
el pelo y mucha gracia la
música flamenca que despedían
los parlantes de la caseta La
Farándula. Ángeles se dedica a
las manualidades. Da clases y
con sus manos es capaz de hacer
lo que le pidan. Su historia es la
de dos andaluces de Jerez como
hay pocos en el mundo. Juntos
desde que eran niños, cuando
Santiago la apuntó y le dijo a
sus amigos con convicción
apasionada y apasionante: ella
será mi novia.

Sábado 28 de Mayo de 2005


Los ojos de mi madre
Me puse a buscar textos sobre la
ceguera, y di con una anécdota
protagonizada por Borges
cuando ya casi no veía nada y
aún hacía clases en la Facultad
de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires.
Según el relato de su amiga
María Esther Vásquez, una
mañana entró un estudiante
cualquiera en su aula y le dijo:
Profesor, tiene que interrumpir
la clase.
¿Por qué? preguntó Borges.
Porque una asamblea estudiantil
ha decidido que no se dicten
más clases hoy para rendir
homenaje a Fulano de Tal.
Ríndanle homenaje después de
la clase contestó Borges.
No. Tiene que ser ahora y usted
se va.
Yo no me voy, y si usted es tan
guapo, venga a sacarme del
escritorio.
Vamos a cortar la luz prosiguió
el otro.
Yo he tomado la precaución de
ser ciego. Corte la luz, nomás.
Borges siguió adelante con la
clase, habló a oscuras y sus
alumnos, impresionados, no se
movieron de sus sillas.
Borges era un ciego que no
renunció a pronunciar palabras
y a escucharlas, que en sus años
postreros, de luces y sombras, se
las ingenió para dictar textos y
hacer que le leyeran aquella
literatura que sus ojos no
alcanzaban a descifrar. Borges
fue un ciego privilegiado.
Fuera de la literatura, creo no
saber nada sobre el mundo de
los ciegos. A pesar de la miopía
intensa que me acompaña desde
niño, de lo cerca que viví
durante una veintena de años de
una Escuela de Ciegos ubicada
en la frontera de Ñuñoa con La
Reina, acabo de darme cuenta
de que nunca sostuve una
conversación íntima, privada,
con una persona ciega. Por eso
quiero narrar el llamado
telefónico que recibí hace pocos
días de Mónica González:
chilena, radicada en Rancagua,
50 años de edad, ciega y sorda.
Mónica González no ve nada
desde que tiene trece años y
escucha gracias a unos
audífonos especiales que se
conectan con los huesos del
oído. Se los instala a las cinco
treinta de la mañana, cuando su
pareja se va al trabajo y ella se
queda sola con su perra Dalin, y
se mantiene con ellos hasta la
noche, antes de dormir, cuando
la vida vuelve a ser silencio y
oscuridad. Mónica quería
compartir conmigo la orfandad
en la que se encuentran los
sordociegos que hay en Chile.
Registrados en la corporación
que ella preside hay setenta
chilenos sordociegos repartidos
en ciudades del norte y el sur,
aunque Mónica sabe que si
investigaran un poco más la
cifra aumentaría.
En el último encuentro nacional
de discapacitados que se hizo en
Algarrobo, Mónica pidió la
palabra y preguntó por qué la
sordo-ceguera no es reconocida
ni recibe ayuda de nadie. No
hubo respuesta. Nunca la hay.
Nadie se ocupa de ellos. En año
de elecciones, además,
representan una porción del
electorado demasiado
insignificante: apenas setenta
almas. "¿Qué podemos esperar
del país, dice ella, si ni siquiera
dentro de nuestros pares somos
considerados?".
De los sordociegos que viven en
Chile, Mónica González es una
de las que se encuentra en
mejores condiciones. En estos
días trabaja dictando talleres de
relajación para adultos mayores
y jóvenes en la Municipalidad
de Rancagua. Alguna vez se
casó, tuvo una hija, se separó,
encontró nueva pareja; ahora
tiene un nieto.
En nuestra conversación
telefónica, Mónica se larga a
llorar dos o tres veces. Intuyo
que el dolor del abandono y el
gesto de ser escuchada le
provocan un revoltijo de
emociones. "Vengo de una
familia de discapacitados", dice.
"De ocho hermanos, cuatro
tuvimos problemas. Uno de
ellos es ciego, otro tiene
síndrome de Down, y otra era
deficiente mental. Lo mío es
más vivencia que estudio. Por
eso lucho. Para que mis pares
dejen de ser un bulto, un lastre.
Es fácil dejarlos tirados en sus
casas, aislados. Yo me rebelo
contra eso. Respiramos el
mismo aire, nos entibia el
mismo sol, también nos cae la
lluvia. ¿Por qué nos olvidan?".
Mónica González no se mira al
espejo ni se maquilla. Tiene,
según propia descripción, tez
blanca, ojos celestes, un metro
cincuenta y seis de estatura, y
no es ni gorda ni flaca. Cuando
le pregunto qué fue lo último
que vio, lo último que recuerda
haber visto con nitidez, se queda
un rato en silencio y luego
contesta: "Los ojos de mi
madre. El movimiento de los
ojos de mi madre".

Sábado 4 de Junio de 2005


Abrazos
Hay abrazos que guardarás toda
tu vida. Es cuestión de afinar la
memoria y ponerse a recordar.
Abrazos inolvidables, sentidos,
y también de los otros: fríos,
metálicos; abrazos que no
debieron ser. A la hora de
abrazar, nos encontramos con
sorpresas. El abrazo es un
lenguaje, un idioma que de
cuando en cuando vale la pena
descifrar.
Nunca olvidaré el abrazo de mi
amiga Dolores en la estación de
trenes de Martínez (¿o era San
Isidro?), en Buenos Aires: fue
en los años ochenta, no
sabíamos si volveríamos a
vernos, Dolores era viuda y
estaba enferma de cáncer y me
decía al oído que cuidara de sus
hijos, de Joaquín y Pilar, cuando
ella no estuviera. Me mantuve
de una pieza no sé cómo,
sosteniendo torpemente mi
propia fragilidad. Echamos unos
lagrimones. Fue un abrazo
fuerte y contenido. Un abrazo
de despedida. No recuerdo bien
cómo se dio nuestro reencuentro
posterior, pero sí que tuvimos
varias oportunidades futuras en
las cuales vernos y abrazarnos,
y en ninguno de ellos volví a
experimentar la intensidad que
me hace recordar de manera
especial aquel atardecer en una
estación de trenes del barrio
norte de Buenos Aires. Ni
siquiera la última vez que nos
vimos, cuando ambos
sospechamos que ése podía ser
nuestro encuentro final pero
simulamos que todo estaba bien
para no rompernos por dentro.
Hay abrazos de pareja, de
amigos, de despedidas y
reencuentros, de puro cariño o
simple protocolo. Abrazos de
padre a hijo y de hijo a padre y
madre. Cortos y largos.
Apretados y tímidos. El arte del
abrazo: a veces nos refugiamos
en los brazos de otro, a veces
contenemos el cuerpo entero de
quien recibe nuestra brazada.
Le pregunto a una amiga si
recuerda algún abrazo en
especial. Me responde por
escrito: "Esta misma mañana les
pedí a los niños que me
abrazaran antes de entrar al
colegio, porque siempre siento
que se van demasiado rápido
para todo el tiempo que estaré
sin verlos".
El primer libro de Juan Carlos
Onetti se llamó Tiempo de
abrazar. Onetti era un maestro
titulador: Para una tumba sin
nombre, Cuando ya no importe,
Los adioses. Tiempo de abrazar
es un libro triste, o, mejor dicho,
un libro que habla de hombres
tristes. Por cierto, los abrazos
tristes a veces se extienden por
largos minutos. Ayer sostuve
entre mis brazos a Elisa,
secretaria de Domingo en Viaje,
la revista que edito. No sé
cuánto tiempo estuvimos
abrazados, ni sé lo que me dijo
entre sollozos. Sí supe que debía
y quería afirmarla, que su
tiempo de abrazar era el mismo
tiempo en que estábamos
abrazándonos: hacía menos de
un día, uno de sus cuatro hijos,
Eduardo, había muerto en sus
brazos, furtivamente, de un mal
cardiaco jamás detectado en sus
cuarenta años de vida. Elisa,
según su propio relato, lo había
abrazado desesperada, como
madre, mientras él exhalaba su
último aire. Elisa nunca olvidará
aquel abrazo final, del mismo
modo como narró en medio de
su pena la primera imagen que
guarda de su hijo fallecido, la
imagen de otro abrazo, cuando
lo sostuvo recién nacido.
Muchas veces sentiremos el
vacío de no poder completar un
abrazo, de no poder terminarlo,
de dejarlo inconcluso en la
memoria. A no engañarse, eso
sí: la fauna humana es de
variada especie, y entre la
multitud habrá uno dispuesto a
abrazarte mientras esconde el
cuchillo con el que luego te
atacará.
He leído que el abrazo es
terapéutico, y hasta dietético
porque ayuda a reducir el
apetito. Un proverbio dice que
necesitamos cuatro abrazos
diarios para sobrevivir, ocho
para mantenernos y doce para
crecer. Entre sus ventajas
evidentes se cuenta que libera
tensiones, es portátil y no
requiere de gran infraestructura
para concretarse. Normalmente
reemplaza a las palabras,
aunque a veces está hecho de
ellas, como cuando le dediqué a
mi padre un capítulo del libro El
empampado Riquelme y lo
terminé así: "Algún día, papá,
uno de nosotros dos se quedará
solo en este mundo, sin el otro.
Antes de que eso ocurra déjame
abrazarte con estas palabras".
Sábado 11 de Junio de 2005
Libros de invierno
El otro día, enfrentado a una
buena botella de tinto y unos
quesos cáscara roja, un amigo
me presentó a su escritor
favorito: Felisberto Hernández.
Y me dijo que si tuviera que
elegir sólo un libro para llevarse
a la tumba, se iría al patio de los
callados acompañado de las
Obras Completas del bueno de
Felisberto. Yo, indocumentado,
no lo había leído jamás, y su
nombre, original, inolvidable,
había pasado frente a mis
narices sin que nunca me
detuviera en él, ni siquiera en
las librerías de Montevideo,
donde uno se imagina que el
uruguayo Felisberto Hernández
es genio y figura.
No me demoré nada en
encantarme con Felisberto.
Afuera llovía. El invierno estaba
desatándose. Agarré el tomo tres
de sus Obras Completas y leí al
azar en la página 269: "Ya hace
un rato que estoy sentado en el
Café La Forza del Destino. Pero
todavía me queda mucho tiempo
libre. Después tendré que ir al
empleo. Entre algunas de las
personas antipáticas que hay
allí, hay una que es la angustia
de mi vida: es cobarde, mal
adaptada, hace sonrisas y chistes
para llenar el tiempo que está
con los otros. Su gran miedo de
que lo despidan se debe, dice él,
a la casi insalvable dificultad de
conseguir otro empleo. Esa
persona, que me da tanta
vergüenza de vivir, es la que se
produce en mí a medida que me
voy acercando a la puerta de ese
maldito lugar".
Felisberto no sólo escribía como
los dioses. También tocaba el
piano, y cuando joven
acompañaba en vivo en las salas
de Montevideo algunas
exhibiciones de cine mudo. Ese
oficio lo llevó a escribir un
relato inconcluso y sin título
que ahora leo en la página 232:
"En una noche de otoño hacía
calor húmedo y yo fui al cine.
La linterna del acomodador
alumbraba mis pasos y hacía
brillar mis zapatos, que a cada
instante estaban a punto de
pisarlo. Él se detenía
bruscamente para ofrecerme
asiento y le parecía raro que a
mí me gustara sentarme tan
adelante. Mientras tanto yo
pensaba: él no sabe que yo
tocaba el piano en los cines
cuando era joven y me
acostumbré a mirar la película al
pie de la pantalla. Como quien
dice: tomar leche al pie de la
vaca".
Cada vez que descubro a un
autor nuevo en mi vida me
pongo contento. La sensación es
parecida a la que me ocupa
cuando hago un nuevo amigo:
se trata de un hallazgo, un
descubrimiento, una nueva
emoción: ese tipo o tipa con el
que te gustará estar libremente y
con quien vas a desarrollar
complicidades dignas de
archivar en tu disco duro.
Del mismo modo, un libro que
se me cae de las manos porque
no estoy llamado a ser su lector
no me genera reacciones
violentas ni su autor se
convierte en mi enemigo. Me
gusta la manera que tenía
Roberto Arlt de resolver el
asunto: simplemente dejaba de
leerlo y no se hacía más
problemas. Arlt no podía
entender por qué tanta gente se
irritaba con sus columnas o sus
libros y además se lo hacía ver
mandando cartas a los
periódicos para insultarlo: "No
pasa un día sin que me lleguen
dos o tres cartas en este estilo.
Pienso que algo sumamente
verdadero, tristemente real, debe
haber en el fondo de estos
artículos despreocupados
cuando motivan la indignación
de algunos. De otro modo no se
concibe que haya gente que por
el gusto de insultarlo a uno se
tome el trabajo de escribir una
carta, meterla en un sobre,
gastarse diez centavos de
estampilla y llevarla al correo o
al buzón".
Leer a Felisberto Hernández se
me antoja ahora como un gran
panorama para este invierno. Su
tono sencillo y profundo, sus
cavilaciones mentales que
llevan la fuerza de una película
de acción sin que en ellas
transcurra gran cosa se
convierten para mí en una
compañía entrañable. Cada uno
puede ir haciendo acopio de sus
próximas lecturas para
sobrellevar los días de frío y
lluvia que acompañan al
invierno. Hay que saber elegir.
Hay que saber abandonar a
tiempo, también. Los mejores
libros para mí son aquellos que
te acompañan y te movilizan.
Los que te desplazan, los que se
convierten en una experiencia,
de risa o llanto, de perplejidad,
asombro, simpatía o
desasosiego. Los que te dejan en
un sitio distinto al que estabas
cuando comenzaste la lectura.
Los que quisieras llevarte a la
tumba para que nunca nunca te
abandonen.

Sábado 18 de Junio de 2005


Preguntas que sobran
Nunca se me ocurriría obligar a
alguien a que me dé una
entrevista. Si lo hice alguna vez,
ahora me arrepiento. Somos
libres y soberanos para hablar
con quien nos parezca. Sé que
decir algo así, tratándose en mi
caso de un periodista, es
renunciar a parte del decálogo
no escrito de nuestra profesión.
No me importa nada. Del
mismo modo, comulgo con
Roberto Merino cuando en una
de sus magníficas crónicas
cuenta cómo se niega a
importunar al dramaturgo Jorge
Díaz, que está sentado al lado
suyo en una mesa del Tavelli un
domingo en la mañana, y que
bien podría ser su entrevistado
por la cantidad de evocaciones y
recuerdos escolares que le
provoca su presencia: ¿Cómo
puede interrumpírsele a un ser
humano ese momento de
entusiasmo inexplicable que
constituye el domingo en la
mañana? ¿Cómo acercarse a
alguien so pretexto de
familiaridad visual con una
grabadora oculta bajo la manga
y ningún asunto concreto en el
temario?. Merino dejó pasar esa
virtual entrevista, como
seguramente ha dejado pasar
muchísimos otros momentos
por timidez o, como él mismo
dice, porque un exagerado
sentido de la pertinencia lo
congela.
Algo parecido le ha sucedido al
polaco Ryszard Kapuscinski en
su andar mundano: ser
periodista, y de los mejores del
planeta, no le da patente para
importunar a los demás ni lo
obliga a hacer preguntas allí
donde la realidad se exhibe con
una ferocidad evidente. Una
vez, estando él en la mina
Komsomólskaia, en la vieja
Unión Soviética, le ofrecieron la
oportunidad de hablar con
mujeres mineras: Paredes
cubiertas de hielo, torres
cubiertas de hielo, haces de luz
casi imperceptibles y, debajo de
los pies, un barrizal negro.
Mujeres distribuyendo
vagonetas, levantando y bajando
palancas, traviesas y postes.
¿Quieres hablar con ellas?, me
pregunta Guennadi
Nikoláievich. ¿Pero de qué? En
derredor no hay más que frío,
oscuridad y tristeza. Y ellas, que
se mueven trabajosamente,
están ocupadas, cansadas (...)
Más vale que les muestre mi
respeto, que les proporcione un
pequeño alivio que,
simplemente, consistirá en que
no querré nada de ellas, ningún
esfuerzo adicional, aunque sea
tan insignificante como
contestarme a una pregunta de
rutina.
Torpemente, a los periodistas
nos enseñan muchas veces a
desconfiar de nuestras propias
percepciones. A no creer en lo
que dice nuestra propia mirada.
A no darle importancia. El gran
argumento esgrimido es que
nosotros no somos los
protagonistas de la historia que
contamos. Somos, se supone,
apenas sus narradores.
Ignoramos de este modo una de
las fuentes básicas de
información: la que nos revelan
nuestros sentidos y nuestra
mente. Kapuscinski lo expresa
con claridad, siempre a
propósito de los mineros: No
hay ninguna necesidad de hacer
preguntas cuando todo está
claro nada más verlo. Nos
damos perfecta cuenta de lo
durísimo que es el trabajo del
minero, una vida plagada de
dificultades y en la que la gente
pasa medio año sin ver la luz del
día. Ya sé que cobran sueldos de
miseria. ¿Qué más da que me
digan dieciséis rublos o
dieciocho? Es un dato sin
ninguna importancia; lo
importante es que son pobres,
muy pobres.
Recibo de rebote un e-mail de
una doctora joven, ginecóloga,
llamada Francisca Valdivieso,
ex estudiante de la Universidad
de los Andes que está desde
hace algunas semanas
trabajando en Liberia. Lo que
cuenta a sus amigos revela un
abismo de distancia entre
nuestras comodidades, a las que
nos acostumbramos con brutal
inconciencia, y el mundo
despiadado en que les toca vivir
a las mujeres liberianas que
atiende día a día. Se trata de un
rincón de África que hoy está
sin luz eléctrica, sin agua
potable, sin alcantarillado, sin
teléfono, sin correo, sin
gobierno, sin anestesia, con los
escasos hospitales colapsados y
donde el primer afán de
Francisca es impedir que las
guaguas mueran al nacer y
lograr que las madres que estén
en parto puedan sobrevivir a la
experiencia. No hay demasiado
que preguntar, en verdad. Sólo
comprobar en silencio, una vez
más, que nuestro mundo
ordenado es un privilegio que
convive con otros mundos
acerados por el filo de la
pobreza, donde se ríe y se baila
para no llorar.

Sábado 25 de Junio de 2005


El puente fantasma
La Huerta, en la provincia de
Curicó, es un pueblo de poco
más de mil habitantes que
terminó de abandonarse a su
suerte en 1972, cuando un
temporal furioso se llevó tres
puentes del río Mataquito, entre
ellos el enorme puente de varios
cientos de metros que unía a
esta localidad con su vecina
Villa Prat. Los otros puentes
caídos se reconstruyeron en su
momento, pero el de La Huerta
se vino abajo y de él nunca más
se supo. Desde entonces, los
vecinos del pueblo han debido
arreglárselas como pueden para
sortear el río y avanzar hasta sus
puestos de trabajo, que en la
mayoría de los casos se ubican
en Villa Prat y sus alrededores.
Ahora que en el norte hubo un
terremoto, es bueno revisar esta
historia y comprobar cuánto
pesan a veces en la agenda de
los ministerios y las empresas
aquellos pueblos remotos que
no deciden elecciones ni poseen
el don de ser estratégicos. ¿Se
imaginaba usted que un puente
cualquiera de este país pudiera
ser arrastrado por el río y
pasaran treinta y tres años sin
que ese puente volviera a ser
levantado? Parece chiste.
La Huerta de Mataquito tiene su
historia. Fue en estas tierras
donde se supone murió en 1557
el fiero toqui Lautaro, a quien
todavía le deben un monumento
de veinte metros de alto
aprobado por ley en 1998. La
leyenda popular dice también
que es en estos parajes donde se
ha avistado al mítico Hombre-
Chancho, sin que esta
información haya podido
corroborarse científicamente.
Aquí nació el célebre artista
Florcita Motuda, orgullo
huertino.
En La Huerta de Mataquito, que
está en un alto a unos cincuenta
kilómetros de la costa, llevan
treinta y tres años esperando que
la ya rancia promesa de las
autoridades de todos los colores
se haga realidad. Cansado de
esperar y también de que sus
coterráneos le preguntaran por
el puente cada vez que lo veían,
el noble periodista Fabián
Llanca, auténtico hijo ilustre de
La Huerta de Mataquito, tomó
al toro por las astas y acaba de
realizar una película documental
sobre su pueblo y el puente que
se derrumbó cuando él apenas
contaba tres años de edad.
Ver la película de Llanca
provoca risa nerviosa. Horas
antes de su estreno en público,
tuve ocasión de sentarme con él
en una casa particular a disfrutar
el documental. Llanca retrata a
su pueblo, donde vivió hasta los
doce años, con piedad, cariño y
humor. De hecho, el primer
lugar en donde se exhibió esta
película fue el gimnasio de La
Huerta. Asistieron trescientas
personas, la cuarta parte de la
población total de huertinos.
Fue un éxito. El alcalde no
llegó, por supuesto, a pesar de
que estaba invitado. Los vecinos
gozaron a pata suelta con su
momento de fama, con poderse
ver retratados en una pantalla
grande, a pesar de que el tema
de fondo de la película es la
precariedad, el aislamiento, el
abandono y la vida cotidiana de
un pueblo que toca una sirena a
las doce del día, que recibe el
pan en bote desde Villa Prat
todas las mañanas, que levanta
fondas como corresponde para
las Fiestas Patrias, que juega
fútbol contra las localidades
vecinas y que hoy exhibe sobre
el río Mataquito los restos del
gran puente fantasma como si se
tratara de ruinas del imperio
romano.
La mayoría de los vecinos de La
Huerta de Mataquito
entrevistados en el documental
creen que el puente algún día
será levantado nuevamente. No
saben cuándo. Por eso esperan,
pacientes. Y escuchan al alcalde
prometer que ahora sí, que ya
viene. Y le preguntan al
periodista Fabián Llanca cada
vez que lo ven si él trae alguna
nueva noticia. Y Llanca se
encoge de hombros y contesta
ahora con una película que deja
una sensación extraña en el
paladar: la sensación de que
perfectamente pueden pasar
otros treinta y tres años sin
puente. Peor aún: la sensación
de que a La Huerta de
Mataquito le pudo caer una
bomba atómica encima y a
nadie le importó demasiado.

Sábado 2 de Julio de 2005


El dios del azar
En las últimas semanas, he
podido registrar cuatro noticias
que son, cada una, el punto de
partida de una novela que está
por escribirse y en la que no
faltarán cabos sueltos y zonas de
misterio, porque de ellos
también está hecha la vida.
Noticia uno. Antuco: aquella
caminata insensata en medio del
viento blanco que significó la
muerte por congelamiento de 45
reclutas que habían llegado
hacía poco tiempo al Ejército a
hacer el servicio militar. La
primera crónica que anuncia la
tragedia traía el testimonio de
un soldado que vio caer en el
camino a varios de sus
compañeros, y que siguió
adelante únicamente guiado por
su instinto de supervivencia que
le decía que avanzara para no
morir. En ese momento, la
información oficial sólo hablaba
de muchísimos militares
desaparecidos. Después la
historia empezó a escribirse de
modo más prolijo y terminó con
el exacto reporte de quiénes
sobrevivieron y quiénes
murieron, más la búsqueda
desesperada bajo la nieve de
decenas de cuerpos congelados
para siempre. El afán
periodístico, en este caso, no
resuelve todas las ecuaciones
imaginables: desde el posible
descriterio del oficial a cargo
hasta el incontrolable y fiero
viento blanco que te arranca la
vida en la montaña.
Noticia dos. En Huara, el
terremoto del norte grande
sacudió la tierra en el mismo
momento en que una parte del
pueblo enterraba en el
cementerio al huarino Juan
Varas. Es tradición en Huara,
porque todos se conocen y
porque en el día hace mucho
calor, que a los entierros vaya
harta gente y que éstos se hagan
a la hora del crepúsculo.
Cuando vino el terremoto,
muchos de los asistentes al
funeral arrancaron asustados y
dejaron botado a Varas dentro
del cajón en el día de su
despedida.
Noticia tres. El mismo día del
terremoto, a la misma hora en
que los muros de Huara se
venían abajo y el ruido de la
muerte silbaba a su paso, una
familia de Iquique quedó
enterrada bajo tierra y piedras
por estar rezándole a una
animita de San Lorenzo en la
subida de Alto Hospicio. El
destino, a veces, no escatima
crueldad: vas a rezarle a tu
santo, a pedirle favores, y te
contesta con un terremoto tan
mortífero como imprevisto.
Tienes fe, haces pregón de tu fe,
vives tu religiosidad con
entusiasmo, pero ella no alcanza
para devolverles la vida a los
soldados de Antuco, o para
despedir en paz a Juan Varas en
Huara, o para creer en el favor
concedido del impredecible San
Lorenzo.
Noticia cuatro. Leo en el diario
de hoy que un afortunado
chileno sobrevivió a la caída de
una avioneta en el sur del país.
Los otros tres ocupantes del
avión, incluyendo al piloto,
murieron. José Rojas, en
cambio, bodeguero de Chaitén,
estuvo según su hermano Jaime
tratando de sacarse de encima el
cuerpo de una de las víctimas, y
luego rezando y cubriéndose
con una toalla para soportar el
frío, el viento y la nieve, hasta
que por fin lo encontraron en el
Parque Pumalín: "Mi hermano
José sabe que Dios lo protegió,
que esto es un milagro", dijo
Jaime Rojas.
Se entiende: hablar de Dios en
estos casos es una manera de
decir cuando no hay otro modo
de interpretar las reglas azarosas
del destino. La silla que él
ocupaba, el peso de su cuerpo,
la ubicación dentro de la cabina,
la fortaleza de su cuello; vaya
uno a saber qué fue lo que
determinó que sólo José Rojas
pudiera sobrevivir a la caída. A
lo mejor Dios es la suma de
todos esos pequeños detalles
que hacen la diferencia entre
estar vivo o muerto después de
una situación imprevista.
Nunca olvidaré un ensayo breve
escrito por el filósofo italiano
Norberto Bobbio a propósito de
creer o no creer en Dios. Bobbio
se apuntaba entre los que no
creían, lo que no significaba que
él no tuviera un sentido
religioso de la vida. Textual:
"He continuado reflexionando
sobre los grandes temas de la
existencia y ninguna de las
respuestas de la religión me han
convencido jamás. Pero al
mismo tiempo, tampoco yo he
logrado respuestas. Por lo tanto,
de nuevo digo que tengo un
sentido religioso de la vida,
justamente por esta conciencia
de un misterio que es
impenetrable".

Sábado 9 de Julio de 2005


El proceso
Aún no leo El proceso, de
Kafka, pero me apresto a
hacerlo después de comprar el
otro día una edición preciosa del
famoso libro hecha por Galaxia
Gutenberg. Lo que sí leí más de
una vez es que el protagonista
de El proceso, Josef K., es
detenido y enjuiciado sin que
nunca le digan de qué lo acusan.
El argumento es kafkiano, pero
a veces tan real como la vida
misma. Una amiga me hace
llegar una noticia breve recién
aparecida en el diario sobre
cinco ciudadanos de India que
llevan recluidos entre 32 y 54
años a la espera de que se oficie
su juicio. El caso más extremo
es el de Machang Lalung,
veterano de 77 años de edad
que, cuando tenía 23, fue
ingresado a un hospital
siquiátrico del estado de Assam.
Lalung se desempeña
actualmente como jardinero del
hospital, no habla con nadie, no
toma ninguna medicina ni
presenta síntomas de sufrir una
enfermedad mental. La
Comisión Nacional de Derechos
Humanos de India informó que
en 1967 Lalung fue considerado
apto para presentarse a un juicio
en su contra, pero el hombre
nunca llegó al tribunal. No se
sabe qué ocurrió entonces, y
hoy el propio Lalung no
recuerda la razón por la cual
había sido sometido a proceso.
El jardinero Lalung ha hecho
casi toda su vida al interior de
un hospital siquiátrico a la
espera de un juicio que se
eterniza, que todavía no se afana
en ir a buscarlo.
La imperfección de la justicia
puede llegar a entenderse: es
humana. Pero lo que uno no
tiene por qué entender es
cuando esa imperfección se
convierte en manual de estilo, y
esto lo saben mejor que nadie
los propios abogados.
En Argentina, una mujer
llamada Patricia Ramos vivió
durante once años obsesionada
con el asesino de su hijo, hasta
que a fines del año pasado hizo
justicia con sus propias manos
de un modo elegante y eficaz.
Después de que su hijo Pablo
Domínguez fuera asesinado en
1993 de cuatro balazos por un
señor llamado Rafael Peralta,
Patricia Ramos fue testigo años
más tarde de cómo un juicio
oral dictaminaba que Peralta era
culpable de homicidio sin que
nunca se pudiera ejecutar la
sentencia de ocho años de
cárcel, ya que, en algún
momento del juicio, Peralta que
siempre estuvo libre vendió sus
propiedades y se esfumó de La
Plata, donde vivía.
Como la "justicia" nunca se
movió para ubicar a Peralta, fue
la propia madre de Pablo
Domínguez junto a sus dos hijas
mujeres las que hicieron el
trabajo detectivesco: rastreando
en Internet, moviendo fotos por
aquí y por allá, investigando el
mundo hípico porque sabían que
Peralta era cuidador de caballos,
hasta que finalmente lo
encontraron un jueves
cualquiera apostando a su yegua
favorita en el Hipódromo de La
Plata. Cuando Peralta fue
detenido ese día por la policía,
Patricia Ramos lo encaró en el
mismo lugar y probablemente se
sintió más aliviada: "Mi hijo era
vendedor ambulante en la
mañana y por las tardes ayudaba
a su papá en un bar. Pero
después del crimen y del juicio,
no sólo lo perdí a él. También
quedé viuda porque el corazón
de mi marido no resistió tanto
dolor. Ahora podré festejar Año
Nuevo".
Que el malvado pague es parte
de un guión universalmente
aceptado. Pero sabemos que las
cosas no suceden así. Sería
justo, casi perfecto, pero ya
vemos: lo de la madre argentina
que hace justicia con sus propias
manos sin mancharse con
sangre es una excepción, tan
increíble y real como aquel
hombre en India que lleva
internado 54 años en un
sanatorio sin saber por qué lo
procesaron un día.
El resto, la mayoría, vivimos
más en el día a día
probablemente con la ilusión de
que la vida no sea injusta con
nosotros, cuestión que por
supuesto escapa a nuestro
control y, a la larga, tal vez sea
mucho pedir.

Sábado 16 de Julio de 2005


La vida deshilachada
Revisando carpetas, me
encuentro con un proyecto de
libro que alguna vez bosquejé y
que ciertamente nunca escribiré.
El libro, poco original en
verdad, es la historia de un
sujeto que muere, y que a partir
de entonces asiste como testigo
mudo y omnipresente al
desarrollo de la vida de quienes
lo rodeaban y que ahora viven
sin él. ¿Qué ocurre en esos
momentos de espionaje
postmortem, cómo se
comportan los sobrevivientes,
cuán fuerte es la sensación para
él de que la vida rueda y rueda
sin más final que el
experimentado por los que
pierden la batalla y dejan de
respirar? Aquel espíritu se
supone que se queda a ver qué
pasa en su antiguo mundo sin
que los demás se enteren, y,
como ya está muerto, aprovecha
también de repasar lo vivido,
aun cuando la revisión no le
sirva para sacar ninguna
conclusión válida, pues se
supone que ellas sólo tenían
sentido cuando estaba entre los
vivos. El argumento, a estas
alturas bastante absurdo, se
resuelve según mis apuntes con
la desaparición del personaje
muerto hacia el final del libro,
cuando deja de narrar y ya
ninguno de los que lo
sobreviven se ocupa en
nombrarlo.
¿Cuántas generaciones
transcurren entre tu muerte y el
olvido definitivo? Un escritor
amigo me dijo una vez: ¿Quién
se acuerda de los bisabuelos?
¡Nadie!. Es probable que así
suceda, salvo que hayas hecho
historia por alguna situación
estrambótica que lleve a
recordarte una y otra vez como
parte del anecdotario que nunca
dejará de representarse para
regocijo de los que quedan. No
es un mal final para uno. A
todos nos gusta que nos cuenten
historias, y siempre habrá un tío,
una abuela, un vecino, un
tatarabuelo o uno mismo
después de al cual echar mano.
A lo mejor el libro mejora si
este espíritu entrometido
escucha cómo su entorno se
desternilla de la risa contando
historias en las que él hace de
protagonista. Pero en esos
casos, igual le llegará la hora en
que dejará de ser nombrado para
siempre a menos que haya
escrito un libro perdurable o
compuesto una música o
pintado un cuadro, en cuyo caso
puede demorarse un poco más
en ser ignorado, a pesar de que
hay ejemplos notorios en los
que el afán de inmortalidad
acelera el proceso de ninguneo
histórico en el que todos vamos
a ir a parar alguna vez.
No escribo estas cavilaciones
para cortarme las venas por la
extinción inevitable a la que
estamos condenados, sino
justamente para valorar el
presente, único activo al cual
podemos echar mano mientras
ocupamos nuestro metro
cuadrado. Hay un poema de
Fernando Pessoa, Tabaquería,
que es bellamente implacable, y
que en algunos de sus versos
dice así: Morirá él y moriré yo. /
Él dejará la muestra y yo dejaré
versos. / En determinado
momento morirá también la
muestra, y los versos también. /
Después de ese momento,
morirá la calle donde estuvo la
muestra. / Y la lengua en que
fueron escritos los versos./
Morirá después el planeta
girador en que sucedió todo
esto... / Siempre el misterio del
fondo tan verdadero como el
sueño del misterio de la
superficie. / Siempre esto o
siempre otra cosa o ni una cosa
ni otra.
Leer a Pessoa, en mi caso, opera
como antidepresivo cuando
alcanzo a vislumbrar como un
destello la fugacidad de lo real.
Cuando eso sucede me
emociono. Y emocionarme, al
fin y al cabo, es lo que hago con
más gusto en esta tierra, es la
receta que junto al humor mejor
funciona para combatir el estrés
de no poder contestar las
preguntas más esenciales que
uno puede formularse.
Acabo de leer una entrevista al
escritor Roberto Merino.
Entrañable. El periodista le pone
acertadamente punto final
cuando Merino empieza a
cavilar en voz alta, evocando a
cuatro amigos escritores que
eran mayores que él y que ahora
están muertos: ¿Cómo alguien
que le da crédito a su
sensibilidad empieza a ser
erosionado? ¿De qué manera
uno se va consumiendo a sí
mismo? No sé, cuatro
inteligencias apagadas... así se
deshilacha la vida.

Sábado 23 de Julio de 2005


Sal si puedes
En la Sexta Región, en la
provincia de Cachapoal, no
demasiado lejos de Roma, hay
una aldea de nombre sugerente:
Salsipuedes. Un vecino de la
zona, Roberto Jerez, contó una
vez en la revista Domingo en
Viaje que el origen del nombre
de la aldea estriba en un funeral
que demoró muchísimos días en
consumarse: "Una vez se murió
un vecino justo en una tormenta.
Pasaron como cuatro días
velándolo, porque el río había
crecido y como siempre el
puente del río Claro estaba
cortado y no había forma de
llevarlo a enterrar al cementerio.
Pero como el entierro y el
finado no podían seguir
esperando, unos huasos
agarraron sus caballos,
amarraron el ataúd con unos
lazos y se tiraron al río". La
arriesgada maniobra terminó
bien, con el muerto al otro lado.
Pero como los jinetes llegaron
todos mojados, decidieron ir
primero a calentar el cuerpo con
unas buenas cañas de
aguardiente en una cantina
ribereña antes de seguir camino
al cementerio: "Pero el asunto
de las cañas se prolongó más de
la cuenta, los caballos se
asustaron con la corriente del
río, soltaron amarras y se
devolvieron al pueblo con ataúd
y todo. ¿Resultado? Que al
finado tuvieron que velarlo
otros diez días, hasta que
finalmente el río Claro permitió
irlo a dejar al cementerio".
En Salsipuedes, la medida del
tiempo sigue marcada por la
naturaleza, el clima, los
movimientos del caballo y el
ritmo del trabajo, por supuesto
ajeno al frenesí de la gran
ciudad. Es probable que, salvo
el Servicio Nacional de Salud,
nadie se agite demasiado en
Salsipuedes si las circunstancias
obligaran a repetir un velorio de
dos semanas. Cosas del río,
dirían los deudos.
No tengo demasiado claro por
qué escribo hoy de Salsipuedes
y sus vínculos con el transcurso
del tiempo. Tal vez porque el
sábado pasado, al mediodía,
estacionado en segunda fila en
calle Luis Thayer Ojeda cerca
del Hospital Militar, mientras
esperaba con luces intermitentes
que el cobrador del
estacionamiento callejero
recibiera los trescientos pesos
que le adeudaba, un chofer
histérico, candidato seguro al
infarto, empezó detrás de mí a
tocar la bocina como un
desesperado, y pude ver por el
espejo retrovisor que además
hacía señas con las manos.
Cuando se despejó la otra vía, el
fulano de unos sesenta años se
instaló con gran alharaca a mi
lado. Entonces la copiloto, una
vieja harto fea que imagino era
su señora, bajó la ventanilla de
su auto y me hizo unas
musarañas incomprensibles,
mientras el chofer me dedicaba
a todo pulmón una sarta de
insultos que pueden resumirse
en una idea básica: que yo era
un imbécil por haber
obstaculizado su andar durante
un minuto.
Apenas lo miré y no le dije
nada. Para variar, reaccioné
tarde. Un minuto después pensé
que habría sido bueno
contestarle: por lo menos
"tómate un armonyl, anda al
siquiatra, te va a dar un infarto"
o algo así. Pero es mi costumbre
en estos casos quedarme
callado. No es que lo planifique
así. Sucede. A los que andan
con el rosario a flor de piel, a
los que probablemente van a
todas partes con un fierro en su
auto para resolver disputas
callejeras, a los que se pegan a
la bocina detrás tuyo, yo no les
digo nada, no los enfrento, rara
vez los miro. No sé si es buena
política. Pero sí sé que esta
política involuntaria ayuda en
casos extremos a salvar el
pellejo. Leo en el diario que un
taxista enceguecido por la rabia
persiguió por tres comunas a un
sujeto que lo había toponeado
por detrás cerca de la Pérgola de
las Flores. El fugado, que no
quiso enfrentar al taxista y
prefirió salir arrancando
disparado, terminó fatalmente
incrustado contra el tránsito en
un muro de contención de la
Costanera Norte. Murió. El
taxista declaró después a la
prensa que no es ningún
asesino, que él se compró su
taxi con sacrificio y pagando
cuotas, y que ahora, pensando
con la cabeza fría, sabe que
pudo reaccionar de otra manera,
que hubiese bastado con tomarle
la patente y denunciarlo a
Carabineros, pero ya es
demasiado tarde. El tiempo
corre en la gran ciudad.
Sábado 30 de Julio de 2005
Carretera norte
Nos juntamos con un amigo a la
hora del crepúsculo en su casa.
El menú en su departamento ya
es tradición: una botella de
tinto, marraqueta fresca,
arrollado, tomate, aderezos de
ají y mostaza, y una sobremesa
improvisada que trata de lo
primero que está a la mano, lo
que se nos viene en gana: desde
recuerdos de infancia vividos
intensamente en la panadería
Santa Julia, en calle Irarrázaval,
donde comí los mejores panes
de huevo de toda mi vida, hasta
felicitaciones mutuas por el
buen vino que acompaña a la
conversación.
De pronto, mi amigo trae a la
mesa un libro de título
sugerente: Mandar al diablo al
infierno. Y se despacha en voz
alta un poema, el de la página
77. Textual: "Mi hijo crece
lentamente en otra ciudad / su
nuevo padre lo lleva al estadio
los fines de semana / Le compró
un pasa películas / a fines de
año les entregarán una cabaña
en la costa / Por lo tanto debo
enviarle un traje de baño talla
14 / y los regalos que le prometí
para su cumpleaños / Que si soy
escritor / por qué no le escribo /
En el colegio han leído algunos
poetas / y esperan que en
cualquier momento lleguen a mí
/ Me comenta por último / que a
su madre se le ve muy feliz / y
me pide le haga llegar una
fotografía / donde salga
escribiendo algunos poemas /
OK".
El poema es de Sergio Parra, mi
librero. Y librero de muchos
santiaguinos que valoran su
oficio y todo lo que sabe. Sabía
que Parra era poeta. Sabía que
había publicado. La sorpresa, lo
que no podía adivinar, era
cuánto me gustaría escuchar por
primera vez un poema suyo, ese
poema, el de la página 77. Es un
tipo de emoción que no sucede
todos los días. La misma
emoción me ocupó una vez,
hace veinte años, con Erich
Pohlhammer y su poema
"Catedral 7" en su libro Gracias
por la atención dispensada,
ejemplar con dedicatoria que
una vez Pohlhammer me regaló,
y que él mismo me pidió un par
de años después por unos días
porque no tenía más ejemplares
y lo necesitaba. Todavía estoy
esperando de vuelta mi libro. En
fin. Ese poema de Pohlhammer
nos hizo más amigos, estoy
seguro. Ese poema, más la
vecindad de vivir a media
cuadra y no tener mejores
panoramas, nos llevó a Quillota
en un escarabajo azul una tarde
aburrida de domingo a ver jugar
a la U con San Luis.
En esa misma carretera norte,
hace pocos días, frente a
Longotoma, vi fugazmente a un
ciudadano de unos cuarenta
años, los mismos que podría
tener hoy Sergio Parra, llevando
un vistoso ramo de flores en la
mano. Como manejar en la
carretera, cuando la ruta está
tranquila, es un ejercicio de
asociaciones libres, no sé por
qué pensé en Parra cuando lo vi:
imaginé una escena. No sabía si
el vecino de Longotoma iba al
cementerio a dejarle flores a su
madre, a su padre, a un hijo, a la
que fue su mujer, o si, en
cambio, iba a ver a su novia. No
sabía si el hombre era viudo o si
está pensando en la idea de
casarse a fines de año. Llevaba
con tanta convicción su ramo de
flores, que allí donde fuera no
pasaría inadvertido, de la misma
manera como el poema de mi
librero encuentra finalmente su
lector. El poema de la página 77
es triste, pero igualmente
hermoso. Es un poema de amor.
Algo así como Parra llevando
un ramo de flores en la carretera
para que a pesar de ir a cien por
hora alcances a reparar en él y
ya no puedas olvidarlo.

Sábado 6 de Agosto de 2005


Un electricista en Londres
Despliego encima de mi
escritorio recortes de diarios de
hace unos días.
Sábado 23 de julio de 2005:
"Con cinco balazos remataron a
sospechoso. Tenía aspecto
paquistaní. La policía británica
estrenó ayer la autorización de
disparar a matar si se está ante
un sospechoso que se dispone a
hacer estallar una bomba,
aunque aún no se confirma si el
fallecido llevaba algún artefacto
explosivo. Según la BBC, el
presunto terrorista ya estaba
bajo vigilancia policial cuando
entró a la estación del metro,
porque había sido visto saliendo
de una de las casas indagadas
por la policía británica".
Domingo 24 de julio: "Hombre
acribillado por la policía en
Londres no era terrorista. Se
trataba de un electricista
brasileño de 27 años que vivía
hace tres en la capital británica.
Jean Charles de Menezes
contaba con todos sus papeles
de migración en regla y había
llegado al país desde la
provincia de Gonzaga, en el
estado de Minas Gerais". "Fue
un lamentable error. Así definió
la policía británica el incidente
del viernes pasado en que
dispararon a un hombre en la
estación de metro Stockwell,
creyendo que se trataba de un
terrorista".
Lunes 25 de julio: "Scotland
Yard se disculpa, pero insiste en
disparar a matar. La Policía
lamentó ayer la muerte en el
metro de Londres de un
ciudadano brasileño que fue
acribillado a quemarropa por
agentes de seguridad, pero
insistió en que seguirá adelante
con su política de disparar a
matar a los sospechosos de
posibles atentados suicidas. Esta
es una tragedia. La Policía
Metropolitana acepta su total
responsabilidad por lo que
sucedió, y sólo puedo
manifestar a la familia que lo
lamento profundamente, dijo el
comisario de Scotland Yard Ian
Blair". La crónica se acompaña
con una fotografía de gran
tamaño en la que se ven los
padres del electricista, María y
Matzinhos, cada uno con una
fotografía en sus manos de su
hijo Jean Charles. "Los
familiares del joven se
mostraron indignados con el
accionar de Scotland Yard, y
afirmaron que la intención de
Menezes era quedarse tres años
más en el Reino Unido y
después volver a su pueblo natal
para comprar un terreno y criar
ganado. El padre del joven,
Matzinhos, dijo que hace cuatro
meses, cuando su hijo fue a
visitarlos a Brasil, le advirtió de
lo peligroso que podía ser vivir
en Londres. No hay violencia,
allá se está bien y nadie anda
armado, le respondió Menezes.
Martes 26 de julio: "Ocho
balazos fueron los que mataron
a Jean Charles de Menezes en la
estación de metro de Stockwell.
Siete disparos en la cabeza y
uno en la espalda, tres más de lo
que se dijo el primer día, lo que
no hace ninguna diferencia para
quienes lo lloran en Brasil y en
Londres. Patricia Armani, prima
de Menezes, contó que él estaba
feliz porque ayer comenzaba en
un nuevo empleo. Y su amiga
Sonia María de Oliveira aseguró
que había hablado de comprarse
una motocicleta para evitar
andar en metro".
Miércoles 27 de julio: "Famosa
abogada vería caso de brasileño.
Gareth Pierce podría asumir el
caso de la muerte del brasileño
Jean Charles de Menezes. Así lo
sugirió ayer el diario Folha de
Sao Paulo. Pierce alcanzó
notoriedad pública en Gran
Bretaña por su participación en
la defensa de Gerry y Giuseppe
Conlon, dos irlandeses acusados
de pertenecer al IRA".
Jueves 28 de julio: "El
Presidente brasileño, Lula,
llamó por teléfono a la familia
de Menezes para expresarle sus
condolencias e informar sobre
las acciones de su gobierno para
el traslado del cuerpo en las
próximas horas".
Viernes 29 de julio: Jean
Charles de Menezes deja de ser
noticia.

Sábado 13 de Agosto de 2005


Perder la cabeza
Hay maneras y maneras de
perder la cabeza. Algunas más
literales que otras. La historia de
la Humanidad sabe del tema:
ejecutados en la guillotina,
accidentes horrorosos, amores
desquiciados que te hacen
mandar al diablo tu vida
anterior, ataques de amnesia,
efectos especiales en el cine,
locura súbita. Perder la cabeza
casi siempre provoca
expectación. Hay una película
llamada La leyenda del jinete
sin cabeza en la que un asesino
en serie tiene de rodillas a todo
Nueva York a fines del siglo 18.
La gente cree que el autor de los
crímenes es el fantasma de un
legendario jinete que en su
momento murió decapitado. Un
policía empieza a seguirle los
pasos y el festival de sangre
crece y crece.
Yo no soy mucho de perder la
cabeza, y a ratos sufro de exceso
de cabeza cuando me atacan las
jaquecas. Mis extravíos
mentales son, al parecer,
pasajeros, y tienen más que ver
con una cierta dosis de
pajaronería. Me pasó la otra
vez: habíamos quedado de
almorzar con una amiga, Teresa.
No nos veíamos hacía años, y
concertamos el encuentro
telefónicamente. La cita era a la
una y media en el Gatopardo, un
restorán que queda en calle
Lastarria, justo frente al cine El
Biógrafo. Al final, los dos
almorzamos solos, cada uno por
su cuenta, porque nunca nos
encontramos a pesar de que
ambos estuvimos en el
Gatopardo a la misma hora. Par
de pajarones. Yo no tengo
celular. Los dos decimos que
llegamos al restorán antes de la
una y media. Teresa dice que se
instaló al fondo, cerca del
mesón de ensaladas, en la zona
más luminosa del boliche. Yo
me instalé, al revés, cerca de la
entrada, en la zona más oscura
del local. A pesar de que me
paré dos veces a ver si por ahí
estaba Teresa, a pesar de que
vigilé la puerta sin cesar durante
más de una hora, nunca la vi, y
ella, igual cosa, nunca me vio.
Esperamos hasta las dos antes
de ordenar, comimos rápido,
nos paramos y nos fuimos sin
vernos la cara. ¿Dónde dejamos
la cabeza ese mediodía?
Una de las mejores pérdidas de
cabeza la leí no hace mucho en
una notable crónica del
periodista Marcelo Mendoza. El
artículo investigaba con el rigor
de un detective privado el
paradero actualmente
desconocido de la calavera de
José Miguel Carrera, el patriota,
y lo publicó Mendoza poco
después de la aparición del
cuerpo momificado de Diego
Portales en la Catedral de
Santiago.
En la crónica se cuenta que
después de fusilado Carrera en
Argentina, el 4 de septiembre de
1821, le cortaron los brazos y la
cabeza, y el resto lo enterraron
en un patio del Convento de la
Caridad. Cuento corto: la
calavera de José Miguel Carrera
se paseó por distintas manos.
Cruzó la cordillera hecha bulto
y estuvo, entre otros lugares, en
la capilla de El Paico, donde
ganó fama de milagrera. Cuando
demolieron la capilla, y como
nadie quería la calavera porque
podía traer mala suerte, la
señora Lilian Pellegrini de
Wormald se la llevó a su casa, y
fue ella quien se la cedió a un
conocido, el doctor Héctor Díaz
de Valdés, quien la mantuvo en
su residencia de la comuna de
Providencia. Uno de los hijos
del doctor usaba la calavera de
Carrera para asustar a su
hermana menor. Y lo conseguía,
por supuesto. El doctor Díaz de
Valdés murió, y la cabeza de
Carrera quedó en manos de su
hijo Héctor. Fue envuelta en
plástico, depositada en una caja
de cartón y guardada en el
subterráneo de la casa familiar
de los Díaz de Valdés, donde se
supone está hasta ahora,
"arrumada entre trastos y
cachivaches" según la crónica
de Mendoza, sin que nadie se
interese demasiado en ella. Así
se escribe la historia.

Sábado 20 de Agosto de 2005


Ojo al chancho
Leí el otro día una columna de
Juan Manuel Vial en Las
Últimas Noticias en la que
remataba confesando su temor
de convertirse en un ludópata.
Lo decía por un bisabuelo suyo,
adicto al juego, del cual se sabía
muy poco en su familia, y que
según Vial le había inoculado a
sus descendientes, entre los que
se incluía, por supuesto, el vicio
de las apuestas. Ojo al chancho,
termina diciendo Vial. Ojo al
chancho "porque por nuestra
sangre corre el vicio del juego".
Me quedé pensando en el tema
de las herencias, de los legados,
de las marcas familiares. Desde
el hecho de heredar una voz
ronca y la nariz de gancho hasta
el gusto por subir cerros o
comer asados. No son pocos los
sitios en donde todavía se usa
seguir la profesión o el oficio
del papá y el abuelo: mineros,
campesinos y pescadores saben
del tema, igual que militares,
médicos y abogados. Para citar
casos emblemáticos. Aunque es
probable que cada vez nos
rebelemos más en contra de
llevar escrito en la frente desde
siempre nuestro destino.
Los mineros de Lebu que
acaban de morir quemados en
una explosión de gas grisú son
fiel testimonio de vidas
heredadas, con toda su carga de
riesgo y dolor. La esposa de una
de las víctimas decía que
durante veinte años se había
despedido de su marido en la
mañana con el miedo instalado
en el alma: no sabía si él
volvería en la noche sano y
salvo desde la mina de carbón.
Hasta que vino la explosión
fatal.
A veces se hereda plata. Otras
veces se heredan deudas. A
veces heredamos gusto por la
lectura o aversión al cochayuyo.
A veces una religión o un color
político. O ciertas taras que nos
acompañan desde cabros chicos.
Yo, por ejemplo, en mi ficha
médica, heredé miopía,
hipertensión leve y una
malévola tendencia a engordar
que me hace subir como medio
kilo cada vez que me engullo un
Barros Luco. Para qué hablar de
las jaquecas, que me acompañan
como perro fiel desde que salí
del colegio. Mi hija Antonia, de
16, ya sabe también de jaquecas,
y nadie duda de que yo soy el
culpable.
La facilidad para engordar me
obliga a estar ojo al chancho,
como dice Vial, pero el gusto
por los sándwiches desbordantes
de palta y tomate lo hace a uno
flaquear, y capaz que esta
debilidad también la hayamos
heredado. ¿Qué es lo
auténticamente nuestro, lo
esencialmente propio, y qué lo
prestado por nuestros
antepasados y compañeros de
viaje?
Una vez, conversando con mi
padre, descubrí que nos afligía
el mismo problema arriba de los
aviones: a veces, cuando la nave
iniciaba el descenso, nos
taladraban la cabeza unas
puntadas feroces, en la zona de
la frente y los ojos, y lo peor es
que no podíamos prevenirlas.
Nunca sabíamos cuándo
vendrían. Y cuando venían no
había modo de detenerlas y
quedábamos tumbados hasta el
aterrizaje, y a veces magullados
hasta varias horas después de
tocar tierra. Habré comentado el
tema en voz alta, porque un día
me llamó por teléfono el amigo
de un amigo para decirme que él
sufría el mismo mal arriba de
los aviones, y preguntarme si yo
había descubierto alguna
fórmula para aplacar las
puntadas. Conversamos un buen
rato, no llegamos a ninguna
conclusión válida sobre cómo
enfrentar las crisis, pero es un
hecho que desde entonces ellas
se han distanciado,
afortunadamente.
No se me ocurriría culpar a mi
papá por padecer puntadas en
los aviones. Al contrario: a
veces me acompaña la emoción
de saber que no he estado
irremediablemente solo durante
esos dolores, que él también los
vivió, y gracias a esa herencia
me acerco más a él y
compruebo lo evidente: que sin
él no existo, que sin su marca yo
soy nada.
Sábado 27 de Agosto de 2005
El Teniente Bello
El 9 de marzo de 1914 fue un
día desgraciado en la historia de
Chile. Esa tarde, o esa noche, no
se sabe con claridad qué hora
era cuando se lo vio por última
vez con vida, el Teniente
Alejandro Bello Silva, conocido
popularmente desde entonces
como el Teniente Bello, se
perdió para siempre de la faz de
la tierra, en una jornada de
viento y neblina. Han pasado
más de 91 años desde entonces,
y de Bello nunca ha habido un
rastro, una señal, un indicio de
que su avión Sánchez-Besa haya
caído al mar o se haya estrellado
en una quebrada. El Teniente
Bello y su nave se perdieron
misteriosamente entre Culitrín y
Cartagena cuando el hombre
rendía examen en el aire para
obtener su diploma de aviador
militar.
Bello no está solo en su
silencio. Amigos del Teniente
Bello trabajamos hoy, casi un
siglo después, para restituir su
memoria. Baste un ejemplo: dos
artistas chilenos, Iván Godoy y
Yanko Rosenmann, preparan
desde hace tiempo una gran
expedición multifacética para ir
en su rescate: desde una
exposición multimedia en el
Bellas Artes en octubre de 2006
hasta una película en la que
intentarán desentrañar todos los
significados posibles de su
extravío.
En medio de su investigación,
Rosenmann y Godoy han dado
con documentos y testimonios
magníficos. Entre ellos, por
ejemplo, el acta escrita a
máquina el 24 de abril de 1914,
apenas un mes y medio después
de su desaparición, en donde la
Comisión de Inventario de la
Escuela de Aviación Militar da
de baja todo lo que el Teniente
Bello llevaba consigo cuando se
perdió. Textual: "Un aparato
Sánchez-Besa (el avión), un
altímetro registrador, un
altímetro aneroide, una brújula
Deperdusin, dos bombas para
neumáticos, cinco llaves
inglesas chicas, un inyector de
esencia, una bomba para aceite,
un cojín del Sánchez, un juego
de llaves para desarmar motores
(sencillas), un martillo, un
alicate redondo, dos alicates
planos, un botador de 5
milímetros y un tornillo de
mano". Esa fue,
documentadamente, la
compañía de Bello en su vuelo
final y definitivo.
El otro día almorcé con
Rosenmann y Godoy en casa de
uno de ellos. Arroz con pollo y
aderezo de champiñones,
marraqueta fresca, coca-cola y
café. Buen almuerzo. La idea
era hablar del Teniente Bello,
ver un video de doce minutos
con reflexiones sobre su
desaparición y analizar los
pasos siguientes para convertir
el 9 de marzo en feriado
nacional. Los tres coincidimos,
sin tomar una gota de alcohol,
en la conveniencia de presentar
una moción ante el Congreso
para que el 9 de marzo se
convierta en un nuevo feriado.
Un bello día. Un bello gesto.
Algo así como el Día de la
Aventura, o el Día de los
Perdidos, que no son pocos en
Chile. Marzo, lo analizamos
cuidadosamente, no es un mal
mes para decretar feriado.
Marzo tiene el estigma de ser un
mes jodido para el chileno
medio: por los pagos, por la
entrada a clases, por la nostalgia
de las vacaciones recientemente
abandonadas. Sería una manera
de infundirnos ánimo y de paso
rendirle tributo a Bello.
Bello Cielo se llama la
exposición que Rosenmann y
Godoy montarán en el Bellas
Artes. La idea futura, si se
concreta lo del feriado nacional,
es que nadie pregunte en Chile
quién fue el Teniente Bello, y a
cambio nos interesemos en su
pasión y su historia de vida,
aunque en su caso el viaje haya
sido sin retorno. La idea es que
dejemos de hablar de él con
sorna cada vez que nos
perdemos. La idea es demostrar
la veracidad de la Primera Ley
de Bello, así definida: "No todo
lo que sube tiene que bajar".

Sábado 3 de Septiembre de
2005
Exclusivas
Un amigo periodista me escribe
desde Concepción para
contarme la idea de su próximo
libro: un compendio con todas
las noticias mulas que sujetos
aparentemente muy bien
informados llegan a ofrecer a
los lugares en donde trabajamos.
En general se trata de noticias
exclusivas, rimbombantes,
curiosas, increíbles, pero
finalmente mulas; o sea, falsas.
Mi amigo me pide ayuda, la
misma que en este minuto le
está solicitando a otros
periodistas cercanos para que lo
abastezcamos con buenas
historias de vendepomadas
célebres que nos haya tocado
conocer.
La idea es muy buena, le digo, y
él se apresura en contestarme
por e-mail: "Tan buena que
acaba de salir un libro en
España en la misma cuerda. Se
llama Buenos días, tengo una
exclusiva, he sido asesinado".
Una crónica publicada en el
diario El Mundo anunció
algunas de estas noticias mulas
publicadas en el libro español:
que Bin Laden trabaja en un
McDonald's de Huelva, que
cada noche hay una procesión
de fantasmas por el centro de la
ciudad de Linares, que el ex
presidente español Felipe
González tiene una máquina
secreta que al ser activada hace
que se defequen ciertas
personas. Una de las más
notables es la de una tipa que
dice que la secuestran y la
obligan a hacer películas porno.
Pero sin duda la mejor de todas
se originó en el llamado
telefónico a la redacción del
diario El Mundo de una mujer
que se escuchaba algo turbada,
y que había leído un artículo
sobre los dineros que mueve la
prostitución en España. Ella
decía que su historia les podía
interesar:
Bueno, verá, es que... No sé
cómo decírselo. Es un tema muy
gordo. Es importante.
Después de algunos rodeos, la
mujer, que hablaba desde una
cabina telefónica en la autopista,
fue al hueso:
Mire, yo por las mañanas soy
funcionaria en el Ayuntamiento
de Zaragoza, pero por las tardes
me hipnotizan y me hacen puta.
Al periodista que escuchaba se
le cayó de las manos el teléfono:
"¡¿Cómo?! ¡¿Escuché bien?!".
Sí, escuchó bien. Y los que me
hipnotizan están ahora
escondidos en una furgoneta, yo
los estoy viendo.
Ya, pero eso usted debería
denunciarlo a la policía.
He ido muchas veces, pero se
ríen de mí y, aunque se creen
que no les oigo, dicen: "Mira,
ahí viene la puta por hipnosis".
Después de que el periodista
intentara convencerla en vano
durante media hora para que
fuera a una consulta médica, o
bien que se tomara vacaciones
en una playa, la mujer cerró su
testimonio con una frase para el
bronce: "Yo por las mañanas no
tengo ningún problema. Me
levanto, me aseo, desayuno y
voy a trabajar. Y estoy
considerada. Pero, como
funcionaria, no trabajo por las
tardes. Y mientras estoy en casa,
esta gente me hace algo en la
mente y me convierte en
prostituta sin yo quererlo.
Supongo que lo hacen a través
de las ventanas, porque no abro
a nadie".
Mi amigo de Concepción está
trabajando en su libro y me
anuncia por email algunas de
sus historias: un sujeto que
declara ver ovnis todas las
tardes, un loco que llega a
denunciar increíbles historias de
corrupción policial, incluido el
descuartizamiento de un
sobrino, un viejo que dice que
los carabineros le pusieron un
chip en la cabeza mientras
dormía, en fin. Yo también me
acordé de algunos casos, así que
haré memoria y se los mandaré
al sur. El que más recuerdo me
lo dijo muy serio un fotógrafo
hiperkinético cuando hacía la
práctica en la revista Hoy en un
verano de comienzos de los
ochenta: le habían contado que
uno de los pilotos
norteamericanos que participó
en la operación bomba atómica
en Hiroshima se había hecho
cura para calmar la conciencia y
trabajaba de párroco nada
menos que en Curepto, pueblo
que queda entre Curicó y Talca.
Estuve bastante tiempo
obsesionado con el tema.
Incluso me compré un libro
sobre Claude Ethely, piloto de
Hiroshima, pero no encontré
ningún rastro que me llevara a
Curepto. Hasta hoy lamento no
haber ido nunca al pueblo para
ver el asunto con mis propios
ojos. ¿Y si era verdad?

Sábado 10 de Septiembre de
2005
Malvinas
La escena parecía sacada de una
película, pero era pura realidad:
parapetados en unas carpas, en
un ángulo de la Plaza de Mayo,
frente al Palacio de Gobierno en
Buenos Aires, un piquete de ex
combatientes argentinos en Las
Malvinas protestaba un año
atrás, en pleno invierno, para
que el gobierno de su país les
mejorara las pensiones y les
otorgara seguros de salud que
los sacaran de la marginalidad
en que se encontraban viviendo.
El escritor Tomás Eloy
Martínez los visitó un domingo
lluvioso de fines de agosto de
2004 y escribió una crónica en
la que describía el movimiento
de protesta, que ya llevaba
varios meses, y los oídos sordos
en que rebotaban las quejas de
los ex soldados: "En cada una
de las carpas hay dos catres de
campaña, una garrafa de gas
para cocinar y una lámpara
mortecina, cuya energía
depende de los cables de la
calle. Afuera, bajo la garúa,
algunos ex soldados recogen
firmas para apoyar el petitorio
que han presentado al gobierno
y, en una alcancía precaria de
cartón, las donaciones de los
paseantes".
El texto de Eloy Martínez
contenía datos elocuentes: hasta
esa fecha, los suicidios de
argentinos que combatieron en
las islas Malvinas sumaban
doscientos ochenta y seis;
doscientos ochenta y seis
sujetos que se pegaron un
balazo o se ahorcaron o se
arrojaron al vacío o quién sabe
qué inventaron para acabar con
su historia. Sin contar ahí a
otros veteranos de guerra, como
uno que se llama Marcelo
Torres, que cuando vino la crisis
económica de 2001 en
Argentina quiso matarse y le
tembló la mano y "el disparo
rompió el techo de su casa
mísera".
Le leo en voz alta estos dos
primeros párrafos de la crónica
a un amigo que estuvo en
Buenos Aires el año pasado
justo cuando se hacía esta
huelga de hambre en la Plaza de
Mayo, y me cuenta un episodio
de aquel viaje.
Era domingo: él iba sentado con
su mujer en la tercera o cuarta
fila de un colectivo, como le
llaman allá a las micros. Venía
justamente de haber visto las
carpas de los ex combatientes
que estaban instalados frente a
la Casa Rosada, cuando de
pronto se sube al colectivo un
tipo cojo, de poco más de
cuarenta años, con una pata de
palo, una muleta y una mochila.
El hombre muestra una
credencial, no paga y se sienta
en primera fila. El chofer se da
vuelta, masculla unas palabras y
hace ademán de cobrarle el
boleto. Y entonces el cojo se
pone a gritar como un
energúmeno: ¿me querés cobrar,
hijo de puta? No dejaba de
insultarlo. Luego se paró de su
asiento, se ubicó junto al chofer,
abrió la mochila y se la mostró:
¿querés que te llene la cabeza de
plomo, hijo de puta? En la
micro, que venía relativamente
ocupada, todos se quedaron
mudos. Nadie dijo una palabra.
Mi amigo tuvo miedo de que en
ese momento este ex veterano
de Las Malvinas, como después
quedó claro que era por los
comentarios de los pasajeros del
colectivo, sacara un arma y se
pusiera a disparar. Fue un
momento de mucha tensión. El
hombre se bajó a las pocas
cuadras no sin decirle antes al
chofer: agradece que te perdoné
la vida, hijo de puta. Cuando ya
estuvo abajo, la gente que iba en
la micro recuperó rápidamente
el habla y se armó un debate
improvisado: algunos defendían
al chofer, otros le reclamaban
por haber querido cobrarle a un
pobre infeliz, víctima de una
guerra absurda.
¿Hay alguna guerra que pueda
ser recordada amablemente?
Cuando se refiere a guerras, se
trate de Vietnam, Las Malvinas
o Irak, vale la pena detenerse un
momento en las historias de los
que quedan vivos pero
traumatizados. Gente que ha
sido puesta ahí a la fuerza, por
obra y gracia de un destino
administrado por otra gente a la
que estos temas no le interesan.
A estos veteranos, como el de
aquel colectivo en Buenos
Aires, la guerra sí que los jodió.
No están en las estadísticas de
los que se han suicidado, aún,
pero hay que ver cómo andan
por la vida. Son fantasmas.
Fantasmas que se suben a la
micro, provocan miedo y nos
recuerdan la crudeza de una
guerra que no se acaba ni en la
muerte ni en la protesta
desvalida de sus veteranos.

Sábado 24 de Septiembre de
2005
Corvina a lo macho
No quería, pero finalmente me
dejé influir por las palabras de
mi amigo y me subí a la romana
del hotel, y entonces verifiqué
lo que ya sabía y no quería
comprobar: superé la barrera de
los cien. De los cien kilos. Mi
amigo también se subió a la
pesa, para no dejarme solo, y
marcó un kilo más que yo. Ja.
Fuimos un par de ballenas
aleteando en el subterráneo del
hotel de Iquique, cerrando un
fin de semana de excesos
culinarios que habían empezado
el viernes en la noche
picoteando una provoleta y unos
pescaditos apanados en salsa
golf, excesos que vivieron su
clímax la noche de sábado
cuando nuevamente azuzado por
este amigo pedí una corvina a lo
macho después de haber
degustado unos locos con
mayonesa y salsa verde, excesos
que culminaron el domingo en
la tarde con los jugos gástricos
completamente revolucionados,
la bodega estomacal repleta y la
verdad de los kilos impresa a
fuego en el alma.
Es segunda vez que me ocurre
que veo en una balanza cómo
supero los cien kilos. La
primera fue donde mi querida
doctora Valdés, en medio de un
control, y la consecuencia
resultó fácilmente imaginable:
dieta, dieta estricta, dieta
rigurosa. Salí de esa consulta
renovado, dispuesto de una vez
por todas a cambiar. Otra
mentalidad. Alimentación sana,
frugal, equilibrada, la justa y
necesaria para ir liviano por el
mundo, ligero de equipaje, sin
arrastrar las piernas, sin hacer
que el corazón bombee sangre
como si estuviera siempre
corriendo una maratón.
Duré un mes. Un mes de
privaciones y tortura. Un mes
saboreando como gran cosa
cereales light con yogurt
descremado. Un mes de
incontinencia por eso de tomar
mucho líquido, tanto líquido
que hasta pude haber dibujado
cómo son exactamente mis
riñones. Bastó una salida de
madre, en España, con amigos
levantando copas y estímulos
sabrosos y aromáticos desde la
mañana hasta la noche, para que
la vuelta a casa fuese con
nuevas redondeces y la idea, no
declarada por cierto, de
olvidarme de dietas y disfrutar
la buena mesa todo lo que se
pudiera mientras el cuerpo
resistiera. Había mucho trabajo
por delante, un libro que
terminar, excusas perfectas para
no mirarse al espejo ni menos
subirse a una romana.
Pero la hora te llega. Cuando te
agachas y haces fuerza para
abrocharte los zapatos, cuando
atraviesas trotando una calle
ancha y te fatigas, cuando tratas
de ir a la par con tus críos en los
juegos y duras medio minuto en
forma, cuando la única manera
de jugar fútbol es tirar al arco no
más de cinco minutos, no hay
modo de evadirse. Un reloj
interno empieza a sonar
segundo a segundo, y comienza
la preparación para el combate.
Esto es una guerra, una guerra
en la que he estado enfrascado
más de veinte años. Un
enfrentamiento en el que he
aplicado todas las formas de
lucha: hasta hipnosis. Y el
balance es desolador. El balance
final te sorprende un sábado por
la noche atacando ya sin fuerzas
una corvina a lo macho, un
trozo de pescado bañado en
salsa picante, sabrosísimo pero
salvaje, que no te deja dormir,
que te obliga a caminar insomne
a las cuatro de la mañana
buscando en vano el equilibrio
extraviado hace ya muchos
kilos.
A veces ando por la calle y miro
con envidia a todos los que no
son gordos: a los flacos y a los
normales. Que son la mayoría.
Puesto uno a revisar con detalle
en el metro las prominencias
abdominales de chilenas y
chilenos, verifico que soy
minoría relativa, pero minoría al
fin.
Mi amigo de Iquique,
pragmático, me dice que
pensemos seriamente en
ponernos una cinta gástrica
durante un año, bajar los
veinticinco kilos que ahora
sobran, y después nueva vida.
Suena a medida extrema. Nunca
pensé que achicar el estómago
en el quirófano podía ser una
estrategia de combate. Pero
ahora, enfrentado a la crisis, no
descarto nada. Me corresponde
una nueva visita de control
donde la doctora Valdés. Ella,
sabia, sabrá cuando entre a su
consulta que me estoy
preparando para una nueva
batalla. ¿Qué puede cambiar
ahora, que me haga cantar
victoria después de la lucha?
Estas mismas palabras son una
nueva declaración de guerra.
Una declaración parecida a las
que hacía el poeta Teófilo Cid
en medio de un bar cuando ya
los parroquianos estaban con
unas buenas copas en el cuerpo:
"¡No tomo más!", decía. "¡Pero
tampoco tomo menos!".

Sábado 1 de Octubre de 2005


Rubem Braga
Tomaba whisky de manera
furiosa. Dentro de lo posible,
Johnny Walker etiqueta negra.
Valoraba el buen destilado, y no
le importaba demasiado la hora
de la ingesta: podía ser a media
mañana, de aperitivo, al
almuerzo, junto al té o después
de comida. O todas las
anteriores. Tomaba como un
cosaco. Bajaba botellas sin
pudor, a ratos en una terraza de
Ipanema acompañado de su
buen amigo Vinicius de Moraes,
a ratos en solitario mirando una
ventana y escribiendo crónicas
inmortales para el periódico.
Como buen brasilero, nunca
pensó que el whisky era un
bajativo. Prefería vivirlo
intensamente, como un
compañero de ruta. Según Jorge
Edwards, que fue el primero en
hablarme de él, hace asunto de
dos meses, Rubem Braga se
constituyó en el primer bebedor
feroz de whisky que hizo su
aparición en el mundo literario
chileno. Vino a Chile en los
años cincuenta, en misión
diplomática, más por casualidad
que por vocación. Se instaló en
un departamento de calle
Roberto del Río, y todas las
noches bajaba al centro. Cuenta
Edwards en El whisky de los
poetas: "Bajaba a la casa de
Neruda en el San Cristóbal, al
departamento de Enrique Bello
en Teatinos, armado de unas
botellas compactas, cúbicas,
auténticamente escocesas, que a
nosotros nos parecían
milagrosas. Era frecuente que al
final de esas noches se olvidara
de dónde había dejado su
automóvil y tuviera que regresar
a Roberto del Río en taxi. Como
era, a pesar de las apariencias,
persona sensata, optó por
trasladarse a vivir en un hotel
del centro". La primera crónica
que leí de Braga se titula "Mi
ideal sería escribir" y me dejó
embrujado. Empieza diciendo
que su ideal sería escribir una
historia tan divertida, pero tan
divertida que aquella mujer que
está sufriendo dentro de una
casa gris tome el periódico, lea
la historia y se sorprenda de su
propia risa. Que luego llame a
dos o tres amigas por teléfono
para contarles esta historia,
graciosa, entretenida. Lo que
quiere Braga es que su historia
sea como un rayo de sol,
caliente, vivo, en la vida de
aquella mujer recluida, enlutada,
doliente. También quiere el
cronista que su historia la lea
una pareja de ciudadanos que
están peleados entre sí, que no
se hablan, y que la lectura de
esta historia, divertida a más no
poder, sirva para que recuperen
la risa y la alegría perdida de
estar juntos.
Braga quiere que en las
cárceles, y en los hospitales, y
en las salas de espera esa
historia tan graciosa llegue a
muchos lectores, y se haga tan
irresistible, tan colorida, tan
pura, que hasta el comisario se
ablande y deje libres a los
hombres y mujeres a los que ha
tomado presos la noche anterior
bajo el compromiso de que se
comporten. El cronista quiere
que esa historia se cuente en
todos los idiomas y se la
atribuyan a un persa, a un
nigeriano, a un australiano, a un
japonés, a un hombre de
Chicago, y quiere también que
en todas las lenguas conserve su
frescura, su encanto
sorprendente, y que en el fondo
de una aldea china remota un
chino diga: "Nunca oí en toda
mi vida una historia tan
divertida y tan buena; valió la
pena haber vivido hasta hoy
para oirla. Esa historia no puede
haber sido inventada por un
hombre, fue con certeza un
ángel que se la contó al oído a
un santo que dormía, y el ángel
pensó que estaba muerto".
Y cuando al cronista Braga le
preguntaran de dónde sacó esa
historia, él diría que la escuchó
por casualidad en la calle,
contada de un sujeto a otro, para
ocultar la humilde verdad: que
él inventó toda esa historia en
un solo segundo "cuando pensó
en la tristeza de aquella mujer
que está sufriendo, que siempre
está sufriendo y siempre está de
luto y sola en aquella pequeña
casa gris de mi barrio".
Así es Braga. Escribe con los
ojos y la mente y el corazón
puestos en la vida cotidiana, en
los vecinos, en los parroquianos
de los bares, en las mujeres y
los ancianos y los niños que
andan por las veredas con sus
historias a cuestas sin que el
periódico se entere siquiera de
lo que piensan y sienten.
"Escribo de pálpito, así como
otros tocan el piano de oído", ha
dicho. Y no queda otra que
leerlo y después aplaudirlo de
pie, como se hace cuando
termina un concierto de
categoría.

Sábado 8 de Octubre de 2005


Amigos en el horizonte
Me cuentan por teléfono que un
viejo amigo, a quien no veo
hace años, está radicado en
Londres desde enero y hasta
diciembre, estudiando, y que en
este preciso instante comparte
con su curso junto a un grupo de
beduinos en Jordania. Alguna
vez fue un joven revolucionario
de los años setenta, dueño de un
discurso incendiario que casi le
cuesta el pellejo. Mi viejo
amigo reaccionó a tiempo,
porque le sobra inteligencia y
humanidad y porque en su caso
aprendió a golpes de la vida
misma. Hoy exhibe entre lo
mejor de su currículum a cuatro
hijas: una psicóloga, otra
licenciada en literatura, otra
estudiante de arte y la última
todavía en el colegio; además de
una mujer, encantadora, que no
sólo lo quiere y lo admira, sino
que también lo espera mientras
el perla termina sus estudios
avanzados en Inglaterra. Fue
ella la que me contó de sus
andanzas con beduinos en el
desierto.
La hija mayor de ambos, la que
ahora es psicóloga, alguna vez
fue una colegiala de jumper. Así
la recuerdo yo, al menos, a
mediados de los ochenta: me
pasaban a buscar todas las
mañanas, temprano, en una
renoleta; ella se bajaba en la
escuela y los dos seguíamos
rumbo al trabajo. Compartíamos
oficina en Apsi. Yo aprendía de
él, de su humor, de su oficio.
Éramos amigos. Echábamos la
talla, sorteábamos la dictadura
con juego de cintura hasta
donde era posible esquivarla,
nos burlábamos sin piedad de
esas palabrotas súper
ideologizadas (pueblo,
conciencia, fusil, revolución,
compañero, imperialismo
yanqui, reaccionario) que
alguna vez campearon en Chile
a sus anchas, aunque, en rigor,
nunca campearon demasiado y
fueron arrasadas con golpes de
martillo, balas de verdad y
bombardeos aéreos.
Dejé de verlo con frecuencia
cuando él se cambió de trabajo,
y sucedió lo de costumbre: nos
distanciamos. Cuando los
amigos se instalan en el
horizonte y se acaba el contacto
periódico, y dejamos de
llamarnos, y dejamos de estar
juntos, estos mismos amigos
empiezan a desvanecerse, a
evaporarse, a desaparecer, y
cuando vuelves la vista hacia
ese lugar compruebas que ya no
están, que se han marchado o
han sido reemplazados. Es una
de las leyes no escritas de la
vida.
Leo en el diario de un domingo
cercano una entrevista a otro
viejo amigo, a quien dejé de ver
hace más de diez o tal vez
quince años. Encaramado arriba
de un árbol, mi viejo amigo se
deja retratar por el fotógrafo de
Las Últimas Noticias y le señala
al periodista que el mejor
escenario para la entrevista es
conversarse unas cervezas en
algún boliche de la Plaza
Ñuñoa. Allá pide, haciendo uso
del sentido común, que por
favor le bajen el volumen al
televisor del local. Viene en la
entrevista citado el fragmento
de un antiguo poema suyo:
"Usted va en la micro/ la 4 la 1
la Matadero Palma/ va aburrida
va preocupada va alegre/ casi no
va porque viene dormitando".
Yo vivía muy cerca de él, a
pasos, y desde el escritorio en
mi cuarto piso veía por las
noches la luz encendida de su
dormitorio que daba a la calle
Echeñique, y entonces sabía que
Pohlhammer leía o escribía,
porque en esos días y a esa hora
mi viejo amigo no hacía otra
cosa que leer y escribir y
meditar. A veces pasaba a
buscarme temprano un domingo
en la mañana, se alternaba con
los testigos de Jehová que
también tocaban el timbre a
horas imprudentes, y partíamos
a pichanguear por ahí junto a un
piño de cabros chicos, entre
sobrinos, un hijo de él y amigos
de los sobrinos. Ahora recuerdo
estas imágenes, y veo su retrato
en las páginas interiores del
diario y me recorre el nervio de
comprobar cómo pasa el tiempo
por nuestras vidas, y cómo nos
ocupa a ratos la distancia. La
última vez que había sabido de
él fue cuando moderó hace un
par de años un foro-debate sobre
la empanada auspiciado por la
revista Fibra y formuló
preguntas notables como, por
ejemplo, ¿por qué se repiten las
empanadas? El debate azuzado
por Pohlhammer no dejó asunto
sin tocar: desde el tamaño ideal
de la aceituna hasta la
siutiquería nacional que sugiere
comerse una pastillita de menta
después de echarse al pecho una
de horno.
El escritor italiano Claudio
Magris vino recién a Chile y
declaró en un diario: "La vida es
un género literario impuro".
Cuánta verdad esconde su frase.
Escribir la vida es también
escribir el abandono, la pérdida,
la impureza, la empanada que se
repite y la fatal distancia. ¿Fui
feliz con mis viejos amigos? Sí,
tanto como ahora, o tan poco.
La felicidad absoluta es una
ilusión, pero qué bien nos hace
beber a ratos de su medicina.
Aunque sea recordando y
poniendo escenas remotas en
tiempo presente.

Sábado 15 de Octubre de 2005


Secreto de familia
En breve y emotiva ceremonia,
mi papá me llevó el otro día a su
escritorio de trabajo y me
entregó un libro empastado, de
tapas color burdeo, que había
sido de mi abuelo Víctor y que
permaneció sospechosamente
oculto en los anaqueles de la
antigua casa familiar, para luego
abandonarse a un rincón
olvidado en la biblioteca de mi
padre. Desnudismo integral, de
Laura Brunet. "Creo que te
puede interesar", me dijo,
sonriendo maliciosamente, y
nos pusimos a ojearlo los dos y
nos encontramos en sus páginas
con un gran despliegue de fotos
blanco y negro de mujeres y
hombres piluchos en campos
nudistas, junto a reflexiones del
más alto nivel sobre el nudismo
y sus relaciones con la moral, el
traje, la salud y las letras.
Le agradecí el libro y supe de
inmediato que se trataba de una
joyita. No sólo por las fotos
antiguas, blanquecinas,
inocentes, de formas
redondeadas y pieles lozanas,
sino por el tono de sus primeras
páginas, en las que Laura
Brunet se solaza aclarando de
entrada que le es
"absolutamente indiferente que
los hombres se vistan o no, de la
misma manera que no se
interesa por saber la
trascendencia social que las
gallinas puedan conceder al
hecho de que unas luzcan más
abundoso y rico plumaje que
otras".
La autora, en verdad, es un
escritor catalán que publica con
seudónimo en 1931 este libro de
tintes liberales, contrario al
discurso dominante de la
sociedad conservadora, libro
que ha debido corregir en la
clandestinidad para no ser
objeto de persecución en la
agonía del régimen borbónico.
Escribe Laura Brunet que no por
cargar uno un sable y medallas
te conviertes automáticamente
en general, ni por andar con
sotana te haces ministro de
Dios. Escribe también que el
ropaje es un asunto en general
superfluo, y que debe su
existencia y esencia a que nos
protege de los cambios
climáticos y las diferencias de
temperatura.
Brunet mira con simpatía los
movimientos desnudistas que se
propagan en Europa a fines de
los años veinte del siglo pasado,
especialmente en Alemania,
adonde concurre a pasar unos
días para escribir un reportaje
novelado que ocupa la segunda
parte del libro, y que tiene
pasajes calientes en los que el
protagonista se excita y
reflexiona junto al lector:
"Caminando lentamente, me
acerqué a la cabaña, y una vez
más mis ojos pudieron
extasiarse contemplando aquella
maravilla carnal que era el
cuerpo de mi amiguita. Los
últimos rayos del sol la
bronceaban, y sus intimidades
femeninas acusaban umbrías de
extrema voluptuosidad. Me
pareció adivinar en su sonrisa
que se había dado perfecta
cuenta del fuego que en mi
interior levantaban sus carnes".
A medida que fui leyendo pensé
en mi abuelo Víctor. En su
lectura concentrada de
Desnudismo integral. No conocí
a este abuelo porque murió
joven, cuando mi padre apenas
contaba quince años. Hasta este
libro nunca tuve nada suyo, ni
siquiera una fotografía. Era
buen lector, se sabe, y solía ir a
la librería Chilena, en la
Alameda, a revisar las
novedades y a dejar apilados un
montón de libros reservados que
se iba llevando en la medida en
que podía pagarlos.
Hay detalles fantásticos en su
ejemplar: un boleto de tranvía
marcando la página 83, una
frase subrayada con lápiz mina
en la página 100, dos láminas
arrancadas de cuajo
(¿demasiado provocativas?) y
párrafos de alta temperatura en
la lectura remota de mi abuelo,
humanizado, de carne y hueso:
"Fueron inútiles cuantos
esfuerzos realizara para
contener los lobos hambrientos
de la lujuria. Aquella figura
joven, fresca, fragante, ejercía
en mí inexplicables presiones
medulares que turbaban mi
mente y atropellaban cuantas
razones les salieran al paso. No
estaba en mí evitar mis propios
actos. Una vorágine arrolladora
lo devastaba todo en mi interior.
Miré a mi alrededor y pude ver
que la más absoluta soledad nos
rodeaba. Nadie podría acudir en
defensa de la muchacha en caso
de que ella intentase evitar mi
embestida".
Lo estoy viendo, a mi abuelo,
encerrado en su escritorio,
desatento a todo cuanto lo
rodea, a mi abuela y sus hijos,
desatento a su salud quebradiza,
a su hipertensión, entregado con
pasión a las peripecias de este
narrador caliente, entregado a la
contemplación de las fotos de
mujeres desnudas, y esa imagen,
desconocida hasta aquí, la
guardo, y es el mejor recuerdo
de mi abuelo junto a su querido
libro, Desnudismo integral,
ahora en mis manos.

Sábado 22 de Octubre de 2005


El hombre oso
Enfermo de amigdalitis, echado
en la cama sin energía para
concentrarme en la lectura,
paseo con el control remoto por
el cable a esa hora de la tarde en
que la gente común trabaja o
estudia, mientras otros echamos
la siesta con un ojo puesto en el
televisor. Nunca he sido
aficionado a las historias de
animales, domésticos o salvajes,
pero la imagen de un gringo
deschavetado que convive con
osos pardos en Alaska me deja
pegado en un canal en el que
rara vez me detengo y ahora
abro los dos ojos.
Registro su nombre: Timothy
Treadwell. El documental que
están mostrando sobre su vida
anticipa una historia dramática.
Se siente. Los entrevistados
hablan de él en pasado: era un
loco, era un genio, le gustaba
acercarse a centímetros de unos
osos que pesan 500 kilos, y que
de un solo manotazo lo
mandarían al infierno.
De pronto aparece en escena
Werner Herzog, el gran director
de cine alemán. Lo conocí en
Fitzcarraldo, una película
increíble sobre un obsesionado
con la ópera que se obstina en
llevar la voz de Caruso hasta el
mismísimo corazón del
Amazonas. Siempre se especuló
con aquel rodaje de Herzog: el
mito asegura que varios
indígenas de la zona, reclutados
para el largometraje, murieron
por las condiciones extremas en
que se llevó a cabo la película.
Herzog es polémico, le gusta
desafiar los límites, y por lo
mismo le atraen aquellos
personajes extremos: el loco de
la ópera, el hombre oso.
Ya en pie, lo primero que hago
es buscar en internet más
información de Timothy
Treadwell. Y la encuentro
rápido. Herzog acaba de
estrenar hace unos meses en
Estados Unidos su documental
sobre el hombre oso, y
probablemente lo que yo vi en
el cable fue buena parte de su
película.
Entre los materiales más
impactantes del documental se
cuentan las cien horas de
grabación sobre su vida con los
osos pardos que dejó el propio
Timothy: el hombre estuvo trece
temporadas seguidas
conviviendo con ellos en
Alaska, en el Parque Nacional
Katmai, donde se concentra la
mayor cantidad de osos pardos
de todo el mundo.
¿De dónde salió este Timothy?
Sus padres cuentan en el
documental que muy joven dejó
la casa, y partió a probar fortuna
como actor. Fracasó en el
intento. Después se hizo
drogadicto, y vivió algunas
temporadas en el infierno y lejos
de sus antiguos y escasos
amigos. Siempre fue medio
excéntrico. Quería hacer
historia. Un día, no se sabe bien
cómo, apareció junto a un grupo
de osos pardos y se hizo el
muerto para sobrevivir.
Entonces anunció a los cuatro
vientos que desde ese día
dedicaría todas sus energías a
defender a estos animales
vigorosos, a ayudar a su
conservación, y empezó a
registrar con su cámara su nueva
vida junto a los osos.
Werner Herzog debe haber
sabido de esta historia leyendo
el periódico, tomando un café,
tal como yo leo ahora en
internet la noticia publicada en
la prensa el miércoles 8 de
octubre de 2003: "Varios osos
matan a dos personas en un
parque nacional de Alaska (...)
Los cadáveres de Timothy
Treadwell y Amie Huguenard,
su novia, fueron descubiertos el
lunes por el piloto de un
aerotaxi que debía recogerlos.
El piloto informó a las
autoridades que el campamento
de ellos se veía totalmente
destruido y que un oso pardo
estaba comiendo lo que parecían
ser restos humanos".
En su obsesión por registrarlo
todo, Timothy ni siquiera apagó
la cámara cuando fue atacado
junto a su novia por los osos. La
cámara quedó encendida, con la
tapa puesta, registrando sólo el
audio del ataque mortal, de los
últimos momentos de su vida.
Esa grabación fue escuchada
después por el forense y por un
amigo de Timothy. El forense
cuenta en la película que el
primero en ser atacado es
Treadwell, y que su novia le
grita frenética que huya, que
escape. Lo que viene después no
se anima a contarlo.
La grabación quedó finalmente
en manos de la madre de
Timothy, pero esta mujer nunca
quiso escucharla. Hasta ella
llegó Werner Herzog. La
imagen en la película es
apabullante: Herzog con
audífonos escuchando la cinta,
sentado frente a la madre de una
de las dos víctimas de los osos.
Ambos lloran. Cuando termina
de correr la cinta, Herzog le
pide a ella que nunca la escuche.
Herzog decide no utilizar la
grabación en su documental.
¿Para qué? Probablemente la
mayor ferocidad no está en el
audio, sino en la certeza de
saber que la muerte violenta de
ambos está registrada minuto a
minuto, segundo a segundo,
hasta el escalofrío.

Sábado 29 de Octubre de 2005


El arte de desaparecer
Llevo varios días obsesionado
con el escritor suizo Robert
Walser. Elías Canetti dice que
un personaje tan singular como
Walser no hubiera podido
inventarlo nadie. Es verdad: no
existe ningún personaje de
ficción que se haya internado
voluntariamente en un
manicomio los últimos
veintitrés años de su vida, hasta
el mismo día de su muerte, en la
Navidad de 1956, cuando un
grupo de niños encontró su
cuerpo tendido en la nieve horas
después de que Walser había
salido a dar un paseo, como era
su costumbre.
Leo acerca del último sonido
provocado por la humanidad de
Walser en este mundo: "El ruido
que produce al caer sobre la
nieve el cuerpo de un viejo".
Llevo a Walser a cuestas, pienso
en sus gestos radicales, en su
decisión de desaparecer del
mundo, de abocarse a los paseos
y al silencio como un camino
posible, como antídoto al ruido
ambiente que en momentos
abruma: "Declaro que una
hermosa mañana, ya no sé
exactamente a qué hora, como
me vino en gana dar un paseo,
me planté el sombrero en la
cabeza, abandoné el cuarto de
los escritos o de los espíritus, y
bajé la escalera para salir a buen
paso a la calle".
En eso estaba, procesando a
Walser, releyendo sus paseos,
"su andar errante en la niebla
por una carretera perdida",
cuando la otra noche el relato de
una amiga, Catalina, nos dejó
mudos a todos los que
estábamos con ella. Su papá
había muerto hacía unos meses,
y la mayoría de nosotros no lo
sabíamos.
Mi amiga sintió el impulso de
contar, y relató una experiencia
difícil de olvidar. Su papá tenía
65 años, estaba separado de su
mamá hacía un tiempo y vivía
solo desde hace un par de meses
en una pieza en el centro, en
calle Cumming. Delicado de
salud, arrastraba algunos
problemas al corazón. Dos
semanas antes de morir, tal vez
olfateando su destino, se pasó
una semana entera viviendo en
la casa de esta hija y disfrutando
a sus nietos. Días después, un
viernes de mayo de este año,
llamó al anochecer a su hija
Catalina desde su teléfono
celular para decirle que se sentía
muy mal, que le faltaba el aire.
El papá siempre recurría a ella
en momentos difíciles. Mi
amiga le dijo que tomara
urgente un taxi y se fuera a la
Clínica Dávila, que ella partía
de inmediato para allá. Catalina
llamó a uno de sus hermanos
para avisarle que el papá se
sentía mal, y que todos debían
irse en ese momento a la clínica.
Este hermano de Catalina sintió
el impulso de saber más y llamó
a su padre al celular, y esta vez
contestó un señor de la calle, un
transeúnte que pasaba por ahí:
"Lo siento, señor, su padre está
muerto, está aquí en la calle, en
Moneda con Cumming". Lo que
siguió es la novela de morirse
sobre una vereda. Los
carabineros acordonan el lugar,
los de la Brigada de Homicidios
se demoran en llegar, hay que
ubicar al juez para que dé la
orden de levantar el cuerpo, y
entretanto se supone que es
ilegal tocar a tu padre, al que
ves tendido en el suelo, inmóvil,
nunca más desvalido y
silencioso que en ese momento,
las horas que demora la
burocracia en certificar tu
muerte.
A la mañana siguiente de haber
escuchado el relato de mi
amiga, un e-mail de otra amiga,
Macarena, vuelve a
sorprenderme: está triste porque
el sábado que pasó se cumplía
un mes desde que murió su
mamá. Le contesto sobre la
marcha y al cabo de unos
minutos me llama por teléfono.
Quiere contarme, necesita
desahogarse: "Yo estaba en el
zapatero cuando mi papá me
llamó al celular y me dijo:
parece que tú mamá se murió.
Corrí hasta la casa de mis
padres y era verdad. Se murió
durmiendo siesta. Fui la última
en hablar con ella ese día, por
teléfono, a las cuatro de la tarde.
Me empezó a contar una historia
y le dije que después
siguiéramos hablando, que
mejor descansara. Se durmió de
nuevo. Mi papá estaba de
espaldas a ella en la pieza
jugando en el computador. En
un momento mi mamá se sentó
en la cama y dijo ¡Ricardo,
Ricardo!, y después se murió".
Nadie puede con la muerte, sólo
cambia el sonido que la
acompaña. Con Walser se
escuchó el ruido que produce al
caer sobre la nieve el cuerpo de
un viejo. Al papá de Catalina le
sonó el celular cuando ya no
pudo contestarlo. La mamá de
Macarena llamó a su esposo
antes de respirar por última vez.
Recuerdo haber leído que el
poeta Fernando Pessoa pidió
con angustia que le acercaran
sus lentes justo antes de morir.
¿Qué querría ver?

Sábado 5 de Noviembre de 2005


El Guatón Loyola
A comienzos de octubre, fui
invitado a Los Andes a
presentar mi libro Crónicas
ociosas. Era lunes. Se
inauguraba con esta ceremonia
la Fiesta de la Cultura Andina.
En la sala en que se hizo la
presentación, muy amplia y
bonita, habíamos, con buena
voluntad, entre veinte y
veinticinco parroquianos, cifra
meritoria si tomo en cuenta
aquel sábado de unos años atrás
en que presenté un libro en la
Feria de Chillán, a mediodía en
el hall central del mall, en donde
la gente se paseaba
naturalmente más interesada en
comprar ropa y vitrinear que en
escuchar hablar a un señor a
quien no habían visto ni en
pelea de perros. Esa vez hubo
que convocar a unos palos
blancos amigos de la
organización para juntar diez
personas y poder dar la partida.
La idea que finalmente agradecí
era evitar que yo me sentara a
hablar de un libro frente a un
público fantasma.
A la hora señalada en Los
Andes, siete y media de la tarde,
nos dispusimos a comenzar.
Entre el público asistente había
una señora escritora, dos
muchachitas preadolescentes
que gustan de escribir poesía, un
periodista de Codelco-Chile,
dos funcionarias de la Cruz
Roja, el gobernador de la
provincia, un historiador y
concejal conocido en la zona, el
alcalde de una localidad vecina,
un caballero probablemente
jubilado, dos o tres miembros de
la organización, el encargado de
sonido de la sala y una decena
de otros andinos con quienes
compartí una charla animada en
un ambiente cálido, familiar.
Tan entusiasmado estaba, que
en un momento no resistí la
tentación de felicitar a la
comunidad de Los Andes por
haberse adueñado de una
historia que había sucedido en
los años cincuenta en el sur, en
Parral, esa vez en que le
pegaron al Guatón Loyola en un
rodeo y todo Chile supo de la
golpiza por la cueca que un par
de años después inmortalizaron
Los Perlas.
Conté que había investigado el
caso, que el Guatón Loyola se
llamaba Eduardo Loyola Pérez,
que todavía figuraba en la Guía
de Teléfonos de Chile, que
había conocido a la viuda, que
Los Perlas le habían pedido al
Flaco Gálvez, autor de la letra,
cambiar Parral por Los Andes
porque rimaba mejor, y conté
incluso la cuchufleta que
metieron una vez los
vendedores viajeros en la
Revista Domingo en Viaje de El
Mercurio, cuando inventaron
que uno de los suyos, un tal
Miguel Loyola, era el auténtico
Guatón Loyola, afirmación que
motivó sendas cartas de una hija
y de un amigo del verdadero
Guatón.
Pensé, ingenuamente, que el
tema acababa ahí, que se trataba
apenas de una digresión, pero a
la hora de las preguntas del
público, primero el gobernador,
después el historiador y
concejal, más tarde el alcalde de
San Esteban y por último un
señor mayor que estaba en una
de las filas posteriores aportaron
antecedentes que iban en una
sola dirección: que en Los
Andes nadie se vestía con ropa
ajena, y que aquella versión que
yo había dado sobre el Guatón
Loyola en el rodeo de Parral era
muy discutible, pues ellos
tenían datos fidedignos para
afirmar que la pelea en la que se
enfrascó el Guatón Loyola
sucedió efectivamente en el
rodeo de Los Andes. No
contentos con la argumentación
del micrófono, recibí a los
pocos días en Santiago un libro
del historiador Carlos Tapia
Canelo, en el que sugiere la
posibilidad de que el Guatón
Loyola que peleó con entereza
en el rodeo no sea Eduardo
Loyola Pérez, sino Evaristo
Loyola, hijo de Rupertino
Loyola y de Zenaida Loyola,
según relata el articulista Jorge
Loncón en el diario El
Llanquihue del 30 de
septiembre de 1994.
Al terminar el encuentro en el
auditórium, se me acercó una
señora de la organización para
decirme que ella tiene a su
cargo la realización del Festival
Folclórico Guatón Loyola, que
se celebra desde hace seis años
en Los Andes para las Fiestas
Patrias, y que si yo estaría
dispuesto a venir como jurado a
la versión 2006. Por supuesto, le
dije. Encantado. La ocasión será
propicia para reavivar una
polémica inoficiosa, ociosa, y,
por lo mismo, hasta incluso
divertida. En rigor, nada me
importa menos que el lugar
preciso en donde le aforraron a
Loyola. Pero que quede claro:
mi Guatón Loyola, el único
Guatón Loyola del que doy fe,
fue golpeado según propia
confesión en Parral en 1954,
estuvo casado con María Luisa
Trivelli, tuvo dos hijas y murió
flaco y en silencio en 1978, sin
que entonces se escuchara
ninguna cueca en su nombre. Ni
en Los Andes ni en Parral.
La discusión, casi puedo
asegurarlo, seguirá a pesar
nuestro hasta el fin de los
tiempos.

Sábado 12 de Noviembre de
2005
25 de abril de 1994
El miércoles pasado volví al
trabajo después de poco más de
una semana de vacaciones. La
última noche antes de volver
dormí bien, sin sobresaltos, sin
reparar en que al día siguiente el
paraíso se evaporaba. Soñaba
con un director de cine que
ensayaba la mejor manera de
titular su película cuando una
voz conocida me hizo saber que
eran las siete de la mañana, hora
de levantarse. Poco a poco me
dejé ocupar por la realidad. Pero
el sueño de la película no me
dejaba despertar. Recordé sus
escenas principales durante la
ducha. Las registré mentalmente
y ahora las escribo.
En una esquina fantástica de la
ciudad, una esquina que no
existe en ningún otro sitio salvo
en mi sueño, una esquina
techada y cerrada, parecida a la
sala de espera de una estación
de trenes, una esquina que
servía para guarecerse del frío y
la lluvia que caía, un puñado de
ciudadanos esperábamos quién
sabe qué. Entre ellos, en el
medio, un hombre relativamente
joven, vestido de abrigo, bajo de
estatura y rostro difuso, escribió
una nota en un papel y alguien
que debió ser mi alterego en el
sueño fue el único testigo de su
escrito: "Te amo", decía la hoja.
Y abajo una firma: "Yo".
La destinataria del mensaje,
quiero creer, era la mujer guapa
que aparecía en la escena
siguiente en primera fila, arriba
de una micro o tal vez un
tranvía, porque el ambiente
visto en el sueño era
notoriamente antiguo. Y esta
mujer era la misma que figuraba
en el afiche de la película
mencionada al comienzo,
película cuyo nombre aparecía
atravesado en letras grandes
sobre la foto de la protagonista:
"Amalia".
Viene al caso decirlo: Amalia es
el nombre de mi madre y de la
madre de mi madre, mi abuela.
La historia descrita tenía un aire
a película de inmigrantes
remotos. Por lo mismo pensé un
rato más tarde en los
antepasados de mi abuela
materna: en cualquiera de ellos
que haya venido en barco desde
España, cuestión que
probablemente nunca ocurrió.
Qué importa. El miércoles de
rutina hace su trabajo. El sueño
se desvanece, y de él quedan
apenas unos pocos fragmentos
cada vez más deshilvanados. No
hay remedio: lo que cabe ahora
es someterse a la realidad.
Suena el teléfono, salta el e-
mail, me reúno con la jefa, tomo
café con un amigo y luego
recibo una carta en un sobre
cerrado con cuatro estampillas
de veinte pesos de aves chilenas
pegadas más una estampilla de
230 pesos en la que sale el Papa
Juan Pablo II. Mi nombre viene
escrito a máquina, como los
antiguos. Al dorso, un timbre
del remitente: el viejo y querido
Godofredo Stutzin. La carta,
breve, firmada a mano, la
transcribo, porque me alegró el
día: "Apreciado Francisco: te
agradezco la inclusión de mi
recordado MAPOCHO como
personaje inicial de tu libro.
Acompaño una última foto de
él, tomada un año antes de su
muerte, ocurrida el 25 de abril
de 1994. Tuvo una buena vida
en mi parcela bautizada como
Isla Paraíso en mi reciente
librito que te acompaño también
(por si sabes alemán). Un
afectuoso abrazo, Godofredo".
Mapocho había sido un perro
rescatado por Stutzin en
noviembre de 1988 desde el río
Mapocho, muy cerca del puente
Pío Nono. Esa vez, lo que no
pudo el Cuerpo de Socorro
Andino ni se molestó en hacer
la Sociedad Protectora de
Animales lo lograron la
inteligencia y voluntad de
Stutzin, más el fervor de una
periodista conmovida por este
quiltro que se refugiaba en un
islote de escombros para no
sucumbir a la magra corriente
del río.
Stutzin se llevó al perro a vivir a
su parcela, o mejor dicho a
convivir con docenas de otros
perros y gatos recogidos en la
calle en circunstancias menos
épicas. Lo bautizó ese mismo
día como Mapocho y así vivió
el animal hasta 1994. Stutzin
registra en la carta con precisión
la fecha de su muerte. Esa
justeza para recordar en el
calendario la pérdida de uno de
sus tantos perros retrata a
Godofredo Stutzin, igual que
esta carta escrita a máquina, que
ahora guardo como un tesoro
junto a la fotografía de ese perro
de fines de los años ochenta, al
que hoy recuerdo como si fuera
parte de un sueño.

Sábado 19 de Noviembre de
2005
Aforismos
Las cosas suceden frente a
nuestras narices y no
alcanzamos a procesarlas
cuando el vértigo te empuja a un
nuevo escenario. Me subo a un
taxi a la salida de la Feria del
Libro, frente a la estación
Mapocho, y no alcanzo a
avanzar un metro cuando un
piño de carabineros detiene el
vehículo, le pide los
documentos al chofer y como no
están al día le dicen que se lo
llevan detenido. Me bajo del
taxi, abandono al chofer a su
suerte y me subo a otro. ¿Qué
pasa con él? Ni idea. ¿Se lo
llevan realmente preso, o sólo se
trata de una bravata? ¿Por qué
los pacos se le van encima como
si se tratara de un prófugo? Sigo
de largo, y la historia del chofer
al que quieren meter preso se
convierte rápidamente en
ficción y olvido.
Pienso en la impresionante
cantidad de información que la
vida urbana nos obliga a
procesar en breves lapsos de
tiempo. En un día cualquiera de
nuestras vidas computamos
miles de señales: palabras,
gestos, colores, miradas, olores,
emociones, gritos, hambre,
murmullos, sabores, frenadas de
auto, puntadas, silencios,
texturas, risotadas, fatiga. Y no
nos detenemos, ni siquiera en el
sueño. Somos un barril sin
fondo, y entonces, para no
volvernos locos, para sobrevivir,
seleccionamos unas pocas cosas
a las cuales verdaderamente
ponerles atención y el resto es
una buena dosis de indiferencia
hacia todo lo demás.
El otro día se murió un
empleado del diario en que
trabajo asfixiado por una
aceituna. Comentaron después
que fue un infarto, pero
provocado por el ahogo con la
aceituna. Vi su foto en un panel
y tuve la sensación de que no lo
conocía, de que nunca lo había
visto. Tal vez fue así. En todos
estos años, es probable que más
de alguna vez nos hayamos
cruzado, pero nunca reparamos
el uno en el otro. Ahora yo sé de
él por esta tragedia y por su foto
en el panel. Así vamos andando.
Separados unos de otros para no
sucumbir.
Llevo varios días leyendo
aforismos. Un amigo me
contagió el vicio. Aforismos de
Fernando Pessoa. Se pasean por
temas espinudos: Dios, el arte,
la ciencia, el pensamiento, la
vida, la religión, el estado de
ánimo, la electricidad, el
tiempo, el futuro. Son frases
para pensar, frases que
permanecen, que resuenan y nos
ayudan a evitar que todo el
universo se desvanezca, se
disuelva, se diluya a centímetros
de nosotros. Escojo algunos, al
azar. Pueden ser leídos
perfectamente como poemas,
que es a fin de cuentas lo que
son:
"A menudo pienso que no son
los pensamientos demasiado
profundos para las lágrimas,
sino las lágrimas demasiado
profundas para el pensamiento".
Otro: "Todas las frases en el
libro de la vida, si son leídas
hasta el final, van a terminar en
una interrogación".
No es casual que Pessoa haya
escrito El libro del desasosiego.
Sus escritos son una fuente de
desasosiego, un movimiento
provocado por la lectura
delicada y serena de sus textos.
Sería más fácil pasar de largo de
las palabras escritas por Pessoa
y no ocupar nuestra energía en
tratar de comprender lo infinito,
lo que no existe para ser
comprendido, las zonas de
misterio que nos acompañan,
ayer, hoy, mañana.
Hay un aforismo de Pessoa que
no me suelta: "Dar a cada
emoción una personalidad, a
cada estado de alma un alma".
Si fuera posible, si lograra al
menos un fragmento de esta
sentencia, creo que mi vida
estaría plenamente vivida, hasta
donde existe la plenitud o la
ilusión de ella en nosotros,
mortales incompletos que
vamos por el mundo apenas una
fracción de segundo en la
historia del tiempo, el tiempo
justo para saber que existimos y
no mucho más que eso.

Sábado 26 de Noviembre de
2005
El tiburón de Las Cruces
Sabe del mar como pocos en
Chile. Es un auténtico lobo
marino. Vive en La Herradura,
en una casa que semeja un
barco. Alguna vez fue campeón
de caza submarina. Bucea desde
que tiene diez años. Hoy supera
los setenta. Hace poco terminó
de dibujar la inmensa variedad
de peces que hay en Isla de
Pascua. Es médico de profesión.
Su vida está ligada al mar desde
siempre y para siempre: su hijo
mayor murió en un accidente de
buceo en Nueva Caledonia
cuando sólo contaba 21 años. Y
el doctor Alfredo Cea lo sufrió
como nadie, pero no abandonó
el mar. Su hijo menor lo
acompaña a bucear hasta hoy, y
eso ayuda a que sean buenos
amigos.
Lo conocí hace unos días, y
agradezco haberme cruzado con
él. Da gusto cuando en la vida te
encuentras con un tipo que
alucina con un tema y lo
profundiza y se apasiona y lo
respira hasta en sueños. Eso es
lo que hace Alfredo Cea con el
mar: lo vive intensamente. Lo
disfruta, y lo cuida. Para él, es
un escándalo que diez buzos se
hayan muerto este año en Chile
en distintos accidentes por las
condiciones precarias en las que
desarrollan su trabajo. Para él,
es otro escándalo que un barco
derrame petróleo frente a la
costa de Antofagasta y a
nosotros nos importe un huevo
porque estamos acostumbrados
a que se contamine.
Entre sus muchísimas gracias,
Alfredo Cea es uno de los
chilenos que más y mejor ha
buceado el barco La Esmeralda.
Junto a un grupo de buzos
encontraron al guardiamarina
Ernesto Riquelme, el que
disparó el último cañonazo del
buque en el Combate Naval de
Iquique: "Su cuerpo estaba
aplastado por una serie de
estructuras del barco, y tenía su
uniforme", contó en una
entrevista.
Le comento el bautizo de la
caleta de pescadores de Las
Cruces, adonde él iba a veranear
de cabro chico, cuando conoció
a pescadores y buzos que le
enseñaron un mundo y lo
metieron de cabeza en el mar.
La caleta de Las Cruces lleva
hoy su nombre. Se llama Caleta
Alfredo Cea. Un auténtico
honor. Cea se ríe: "Sí, eso tiene
ya su tiempo. La última vez que
fui a la caleta de Las Cruces me
encontré con un pescador al que
no conocía, y le pregunté quién
era ese gallo, quién era Alfredo
Cea". El pescador lo quedó
mirando y le dijo que había sido
un tipo muy capo de la zona, un
sujeto que había inventado unas
escafandras especiales para
bucear, pero que ya estaba
muerto. Le mostró incluso una
roca a lo lejos, y le dijo que
justo ahí se lo había comido un
tiburón. "Se lo comió entero",
dijo, "no quedó nada de Alfredo
Cea". También le contó que
pensaban hacerle pronto un
monolito, para recordarlo. El
doctor Cea se rió.
Nos gusta fantasear. Decir que
Alfredo Cea es investigador
marino, que la medicina de
inmersión es su especialidad,
que conoce las más de ciento
sesenta variedades de pescados
que se pueden conseguir en las
costas de Coquimbo y que más
encima está vivo no sirve
demasiado para alentar el mito.
A lo más ayuda a decir que el
hombre es instruido. Pero decir
que se lo comió un tiburón, eso
sí que no se olvida.
Envidio a Cea. Debe ser
fantástico estar vivo y ser
testigo privilegiado de cómo en
el mito de Las Cruces te come
un tiburón justo ahí, donde está
la roca. Un gran chiste, ideal
para reírnos de nosotros
mismos. Un chiste terapéutico
para quedar con hipo de la risa.

Sábado 3 de Diciembre de 2005


Chancho eléctrico
El otro día me llamó por
teléfono una amiga, Jovana
Skármeta, y no le entendía nada
de lo que decía porque justo en
ese momento estaban pasando
un chancho eléctrico en la casa
desde donde me estaba
llamando. Le pedí que hiciera
algo, y ella se encerró en el
baño a seguir la conversación,
que ahora sí pudo desarrollarse
con normalidad. El tema saltó
como resorte. Jovana me contó
que la enceradora eléctrica o
chancho eléctrico reemplazó al
viejo chancho, aparato manual
con el que se le sacaba lustre al
piso. Uno de los chanchos más
famosos en Chile era de marca
Skármeta, con lo que a Jovana
siempre le hacían la misma
dudosa broma en el colegio:
Estamos trapeando el piso con
los Skármeta.
Escuchar el chancho eléctrico
después de mucho tiempo me
remitió a la infancia. Le dije a
Jovana que ese sonido
exasperante me provocaba
cuando chico estados anímicos
melancólicos. No sé por qué.
Algo así como la sensación de
que la vida se iba, se deshacía,
se evaporaba, en medio del
ruido atronador y neurótico de
un aparato desafinado que hoy
se supone se bate en retirada
gracias a las alfombras y los
pisos vitrificados. Lo escuchaba
en días de semana cuando por
alguna razón no iba al colegio.
O porque no había clases o
porque estaba enfermo en cama.
Tal vez por ese estado de
excepción a la norma, es que
sentir ese ruido me hacía más
introvertido aún de lo que era.
Cuando tenía diez años y
cursaba quinto básico, le pedí a
mis padres que me cambiaran de
colegio. Una razón de peso para
ir a otra escuela pudo ser que en
sexto básico en mi primer
colegio habría tenido que ir a
clases en las tardes, lo que
significaba escuchar el chancho
eléctrico en las mañanas todos
los santos días, como parte de la
rutina, con quién sabe qué
consecuencias para la salud
física y mental.
Mientras hablaba con Jovana,
recordé una crónica entrañable
de Roberto Merino: Música de
chancho eléctrico. Figura en su
último libro, En busca del loro
atrofiado. Aproveché ahora de
releerla. Merino cita al escritor
Carlos Ruiz-Tagle que en sus
memorias escribe que el
zumbido persistente, sordo y
preferentemente matinal del
chancho eléctrico le provocaba
reminiscencias alegres de la
infancia. A diferencia de la
mayoría de los mortales, dice
Merino, que al escuchar este
aparato debieron soportar
pequeños acercamientos a la
locura en aras de la profilaxis
doméstica.
Merino sugiere en su crónica
que las aspiradoras modernas
que han reemplazado a los
chanchos eléctricos debieran ser
silenciosas, y que dicho invento
tendría que provenir de
Inglaterra, donde han tenido la
ocurrencia de cortarle las
cuerdas vocales a ciertos perros
demasiado ladradores para que
desarrollen su hábito sin
molestar a nadie.
El chancho eléctrico, y su cruel
sucesor, la aspiradora, son
artículos no sólo nefastos para el
oído y el espíritu, sino en
algunos casos protagonistas de
la crónica roja. Yo sé de dos
historias. Una la leí en La
Cuarta y la otra me la contó una
amiga con cara de horror. La
crónica del diario hablaba de un
asalto con robo en Ñuñoa, en la
casa de dos abuelos donde no
dejaron nada, salvo las argollas
de matrimonio de los viejos y la
ropa que llevaban puesta.
¿Cómo entraron tan libremente
y sorprendieron a los dueños de
casa? Porque la vieja estaba
pasando el chancho y no se dio
cuenta en ningún momento del
alboroto que hicieron los
ladronzuelos, quienes incluso
mantuvieron amarrado al
marido. La otra historia es
macabra y sólo la cuento para
que a nadie le vaya a suceder
algo parecido: una mujer
embarazada pasaba el chancho
inocentemente y de pronto una
zona del piso que estaba mojada
hizo que se electrocutara y
muriera en el acto.
Revisando en Internet, me
entero de varias noticias
vinculadas al chancho eléctrico.
En Puerto Montt, una señora
vendía a fines de octubre un
chancho eléctrico a precio
conversable sin precisar en qué
estado se encontraba. En Angol,
hay una casa famosa donde
funcionó el Juzgado de Letras
de esta ciudad en la que el alma
de un estafador pena en el
segundo piso pasando el
chancho eléctrico. Por último,
en Santiago, hubo en el año
2003 un gran robo en una casa
del barrio alto donde se llevaron
todo lo que había, incluido un
chancho eléctrico de última
generación, lo que confirma que
de este aparato no nos
libraremos tan fácilmente.
Sábado 10 de Diciembre de
2005
Rupumeica
Alguna vez, hace ya muchos
veranos, acampé a orillas del
lago Maihue, en una playa
desierta y pequeña a la que
solían llegar de visita en las
mañanas vacas y chanchos,
porque lugareños había muy
pocos, y los que había no se
aparecían temprano por la playa
o pasaban arriba del caballo
rumbo a quién sabe dónde.
Sabía yo que al frente de donde
tenía instalada la carpa, al otro
lado del lago, había una
comunidad mapuche. Lo sabía
porque en las noches, en medio
de un silencio poderoso y bajo
cielos a veces estrellados, se
escuchaba el sonido de la
trutruca con una intensidad que
emocionaba. Uno sabía después
de escuchar la música de esas
trutrucas que allá al frente había
vida. Me hubiera gustado
entender un poco más ese
sonido, descifrar esa música
honda y grave, pero en ese
momento bastaba oír las notas
para no sentirme enteramente
solo. En los días en que estuve
ahí ni siquiera me molesté en
saber cómo se llamaba el lugar
que habitaban, que ahora sé, por
el hundimiento de la lancha "La
Santita" en el lago Maihue, que
se llama Rupumeica. Reviso la
Guía de Toponimia Chilena Por
qué se llama como se llama,
donde figuran hasta las aldeas
más pequeñas y remotas, y
Rupumeica no aparece. Es
sintomático, reflejo fiel del
abandono y la soledad en que
los rupumeicanos desarrollan su
vida sin que los demás nos
enteremos de su existencia.
Ha sido la política del Estado
chileno; es decir, de todos
nosotros, abandonar a las
comunidades indígenas a su
suerte. No pescarlos. Y sólo
enterarnos de sus vidas cuando
la crónica roja los golpea con el
horror de la tragedia. Sí, es triste
ver cómo vidas humanas, la
mayoría de ellas en edad
escolar, se ahogan en el lago un
domingo en la tarde cuando
viajan de Rupumeica a Maqueo.
Un frente de mal tiempo, un
lago embravecido, una lancha
sobrecargada, un patrón de
lancha sin el expertizaje
necesario ayudan a
desencadenar la fatalidad. Pero
más triste es comprobar que
nada cambiará y que un
milagro, sólo un milagro, podría
modificar en parte el
aislamiento de una cultura que
hoy vive fuera del sistema. La
inercia, la inexorable inercia.
Un amigo, Rafael, conoce bien a
los habitantes de Maihue. A él
lo invitaron incluso una vez al
nguillatún de la región, que se
hace justamente en Rupumeica.
Se trata de un lugar sagrado
para ellos, tan sagrado como la
naturaleza, la misma que los
golpeó con violencia para el
terremoto de 1960 y que ahora
vuelve a sacudirlos. Rafael
cuenta que están todos
conectados entre ellos. El
hundimiento de La Santita los
enlutece sin distinción: en la
lista de fallecidos y
desaparecidos no falta el tío, la
tía, el papá, el hijo, el amigo, el
novio, el sobrino o el primo que
contribuya a la depresión que se
adivina golpeará más fuerte aún
en Rupumeica. No es primera
vez que se ahogan en el Maihue,
además. Lo que pasa es que
nosotros no nos enteramos.
Dice Rafael que en Maihue hay
un teléfono público. Está en
Maqueo. Funciona con
monedas. Pero sirve de poco
para comunicarse con el mundo,
porque en apenas un día de uso
se taponea de monedas y
demoran habitualmente un mes
en venir a vaciarlo para que
vuelva a ser útil.
Leo el diario, veo televisión,
escucho radio, y me dejo vencer
por la rabia y la tristeza. Para
referirnos a la tragedia, nos
comportamos como ese padre
que abandona a su familia y
vuelve después de quince años a
la casa y tiene la desfachatez de
encontrar todo malo. A los
mapuches de Rupumeica los
abandonamos hace muchísimo
tiempo, los dejamos librados a
su suerte, y en su mundo,
precario, frágil, ellos hacen lo
que pueden para sobrevivir.
Viven aislados, tocan la trutruca
en las noches, recargan la
lancha, se hunden en el lago y
esperan, como han hecho desde
hace tanto tiempo, que alguna
vez haya un camino que les
permita no ahogarse después de
despedirse para ir a la escuela.

Sábado 17 de Diciembre de
2005
Manuel Pellegrini
A Manuel Pellegrini lo
bautizaron en Argentina, cuando
dirigía a San Lorenzo de
Almagro, como El Ingeniero.
Nunca estuvo mejor puesto el
apodo, porque al Ingeniero
Pellegrini le sobra método y
planificación y rigor
matemático. Siempre ha sido
así. Profesional. Desde joven.
Desde que combinó estudios
universitarios de ingeniería con
el fútbol de primera división.
Desde los tiempos en que era
jugador de la U, defensa central
y de los duros. El más alto del
equipo, el más sacrificado, el
más trabajador, el más rubio. Un
muchacho de buena familia,
Pellegrini Ripamonti, que pudo
haber sido ingeniero pero que
prefirió el fútbol. Porque el
fútbol era y es su gran pasión.
Pellegrini llamaba la atención
de la gente: no era talentoso,
pero suplía sus ripios técnicos
con una disposición al trabajo
que marcaba diferencias con el
resto. Él mismo lo decía: se
quedaba a entrenar más horas
que los demás, porque sabía que
sólo con perseverancia y trabajo
llegaría a la meta. Como
jugador lo logró: fue titular de la
U durante una década, una
década en que la U era un
equipo discreto, del montón, y
coronó su carrera de jugador
defendiendo incluso una vez a la
selección chilena.
Lo suyo, está dicho, es el rigor,
la aplicación, el método, la
organización. La única vez en
que Pellegrini le hizo caso sólo
a la emoción, tomó la gran
decisión de su vida, la que hoy
lo llena de orgullo: dedicarse al
fútbol totalmente; decisión que
hoy lo tiene encumbrado como
el entrenador chileno más
exitoso en el campo
internacional. Primero fue
campeón en Ecuador, pero nadie
lo infló demasiado. Después fue
campeón con San Lorenzo, en
Argentina. Y ahí sí se convirtió
en estrella y pasó a ser El
Ingeniero. Más tarde fue
campeón con River Plate. Y
después, como les sucede a los
entrenadores, fue sacado con
viento fresco porque los
resultados no acompañaron la
nueva campaña y ya nadie lo
quiso, y los mismos hinchas que
antes lo celebraban ahora lo
pifiaban.
Pellegrini no se amilanó. Es un
tipo duro, frío, calculador. Sabe
que en su oficio se vive de
resultados y no de poemas
echados al viento. Lo sabe
mejor que nadie, porque es
ingeniero, la mejor manera de
sobrevivir como entrenador de
fútbol. Y entonces voló más
lejos, a Europa, donde hoy es el
flamante entrenador del
Villarreal, un equipo modesto
que clasificó con Pellegrini a la
Liga de Campeones de Europa y
que ahora se dispone a jugar la
segunda fase de la copa más
importante del fútbol europeo.
El Villarreal y Pellegrini juegan
en las ligas mayores del fútbol
mundial. No te equivocaste,
Ingeniero: tu pasión es tu
profesión.

Sábado 24 de Diciembre de
2005
La Mañana
Cuando hablamos de cronistas
chilenos del siglo XX, el
nombre de Joaquín Edwards
Bello salta como un resorte.
Con justicia, por lo demás: a
estas alturas, es difícil discutir la
calidad e importancia de
Edwards Bello en la crónica
nacional. Ya está instalado. Pero
hay otros cronistas. Tan buenos
como Edwards Bello, pero de
un perfil más bajo. Más serenos,
más elusivos, a ratos con más
humor. Daniel de la Vega es
uno de ellos. Lo venía
observando con detención desde
hacía un tiempo, releyendo a
saltos sus textos en libros
prestados, archivos de diario y
páginas de internet, hasta que
finalmente me rendí y acabo de
comprar de un viaje los cuatro
tomos de sus Confesiones
imperdonables, antología
editada por Zig-Zag en los años
60 con sus mejores crónicas.
En una de las crónicas del
primer tomo, De la Vega cuenta
con maestría cómo vivía el
diario La Mañana, adonde llegó
a trabajar una noche del verano
de 1912. Su función: "Escribir
notas breves para redacción,
encargarme de las lecturas de
las fotografías de primera
página y trasnochar". Sobre
todo lo último: trasnochar. El
diario La Mañana en sus últimos
años de vida andaba a patadas
con el dinero, luchando contra
la bancarrota. En un momento
se hizo cargo del periódico
Emilio del Villar, quien después
de hacer preguntas al personal
se encerraba en su escritorio a
sacar cuentas. Un día,
consciente de que La Mañana
no tenía arreglo, Del Villar se
marchó en puntillas y no se
despidió de nadie, y el resto del
personal creyó durante toda una
semana que el hombre se
mantenía concentrado en su
oficina tratando de salvar el
diario. Hasta que una tarde,
"con gran sorpresa, abrimos la
puerta y encontramos el
escritorio solitario".
La situación se puso tensa
cuando las oficinas del
periódico empezaron a ser
ocupadas por atorrantes que no
tenían dónde dormir. Ofrecían
escribir unas líneas a cambio de
entradas para el teatro y un sofá
para pasar la noche: "Eran unos
individuos siniestros, que no se
afeitaban jamás y que andaban
con unos sobretodos muy largos
y muy raídos. ¡Son los
monstruos de la derrota!,
decíamos nosotros".
De la Vega y sus colegas
llegaron a tener miedo de entrar
al diario y recorrer sus salas casi
desocupadas, entre otras cosas
porque corría el rumor de que
estos atorrantes se habían
comido a un reportero, uno de
apellido Fernández, bastante
gordo y buena persona:
"Desapareció misteriosamente.
Y en cuanto se preguntaba por
Fernández y se trataban de
averiguar las causas de su
ausencia, los hombres siniestros
se ponían muy nerviosos".
Como no llegaban avisos, como
nadie estaba cobrando sueldo,
era frecuente que partiera uno
de La Mañana al mesón de
anuncios de El Diario Ilustrado
a tratar de levantar un cliente.
Apelando a engañifas y
maromas, una vez lograron
convencer a un sujeto de que
trasladara un aviso de defunción
del Diario Ilustrado a La
Mañana, lo que significó
prácticamente asaltar al deudo y
quitarle entre cinco el billete
con que venía a poner el aviso
apenas pisó las oficinas del
diario.
"Una tarde de los primeros días
de marzo de 1916", La Mañana
dejó de existir y los escasos
protagonistas de esta historia se
separaron. De la Vega, ajeno al
rigor del que tanta gala y
alharaca hace nuestro
periodismo de hoy, "se echó a
andar hacia el porvenir".
Aprendió como nadie el arte de
escribir historias, encantó
durante décadas a sus lectores,
obtuvo tres Premios Nacionales
(Literatura, Periodismo y
Teatro) y todavía nos sigue
encantando, cuando han pasado
casi cien años de esa noche de
verano en que llegó a trabajar al
diario La Mañana.

Sábado 31 de Diciembre de
2005
Dulce de membrillo
En víspera de las clásicas fiestas
de diciembre, leo sin apuro un
texto del uruguayo Felisberto
Hernández. El fragmento escrito
por Felisberto se llama "La
Pelota" y está en el primer tomo
de sus Obras completas. Narra
una historia de infancia, cuando
un niño que pudo ser él mismo
tenía ocho años y vivió un
tiempo, "una larga temporada",
con su abuela en una casa pobre.
Todo lo que quería entonces el
niño era que la abuela le
comprara una pelota de colores
que vendían en el almacén, pero
la abuela se resistía y alegaba
que no tenía dinero. Como el
muchacho la cargoseó bastante,
la abuela buscó entre las telas de
un baúl los géneros suficientes
para hacerle una pelota de trapo,
lo que le provocó más fastidio al
niño. El no quería la de género,
él quería la de colores que
vendían en el almacén. Cuando
la abuela se la entregó, el nieto
volvió a encapricharse porque
no le agradaban los
movimientos de la pelota en el
aire, ni que se llenara de tierra,
ni que perdiera la forma cuando
era golpeada con el pie.
Finalmente, cuando el
muchacho se aburrió de jugar
con la pelota de trapo e insistió
una vez más en que le
compraran la del almacén, la
abuela lo mandó a comprar
dulce de membrillo: "Cuando
era día de fiesta o estábamos
tristes, comíamos dulce de
membrillo".
El niño volvió del almacén, y
siguió jugando con la pelota
hasta que la dejó chata como
una torta. Luego fue a donde
estaba la abuela y le dijo que
aquello no era una pelota, sino
una torta, y que si ella no le
compraba la de colores del
almacén él se moriría de
tristeza. La abuela se echó a
reír, y entonces el nieto (que a
estas alturas uno casi puede
asegurar que es el propio
Felisberto) puso su cabeza en la
barriga de su abuela y se sentó
en una silla que ella le arrimó y
se fue quedando dormido
sintiendo "la barriga como una
gran pelota caliente que subía y
bajaba con la respiración".
Leer a Felisberto Hernández,
sentir la respiración de sus
imágenes, la cadencia de los
personajes que se mueven al
interior de sus historias, es una
manera fértil de saludar el fin de
año. Un amigo viene llegando
de Falabella. Me dice que allá
adentro es el caos: turbas que
hacen cola para pagar con
tarjeta los regalos de Navidad,
ropas tiradas en el piso, clima de
efervescencia, cajas gigantes
llenas de juguetes dentro de
bolsas que se mueven como
espadas de combate para abrirse
paso entre la muchedumbre.
Escribo esto cuando me
interrumpe uno de mis hijos: me
dice que su hermano le acaba de
regalar un mono plástico muy
bacán que él ha colocado dentro
de un vaso con agua y ha puesto
en el freezer para verlo más
tarde congelado, tieso, en el
centro de un vaso ahora hecho
hielo.
Ellos, los niños, nos vuelven a
revelar lo que sabemos de sobra:
que su necesidad de fantasía
puede ser satisfecha con un
mono congelado dentro de un
vaso, o con una pelota de
plástico de colores que venden
en el almacén de la esquina, o
con un trozo de dulce de
membrillo.
Me agrada la idea de vivir una
fiesta de fin de año con apenas
un trozo de dulce de membrillo,
y dejar pasar el tiempo sin más
accesorios. Me gusta la imagen
de concentrarme en la mirada de
mi mujer y de mis hijos, y
sostenerlos, y hacerlos respirar
en mi panza. Quiero quedarme
sólo con la certeza de que ese
momento está siendo vivido, y
que yo estoy reparando en él.
Quiero escuchar por un minuto
a mi hija Antonia, con su voz
que antes era casi exclusiva de
uno y ahora se expande por
otros mundos buscando su
tiempo y su espacio. Ese minuto
suyo me basta. Ese minuto hace
el trabajo del dulce de
membrillo en la mesa.

Sábado 7 de Enero de 2006


Vocal de mesa
Me tocó, como a tantos, ser
vocal de mesa en las últimas
elecciones. Primera vez que
figuraba en las listas. Será, dije.
Qué tanta cosa. Ser vocal de
mesa no es la mejor manera de
pasarse el día en jornadas
usualmente calurosas, pero son
las reglas del juego si estás
inscrito.
No fui a la constitución de
mesas que se hizo el sábado 3
de diciembre, pero el domingo
11, día de la elección, estuve -
como dice el manual a las siete
de la mañana al pie del cañón
acompañado de unos cuantos
sándwiches de jamón-queso en
pan de molde y unas cajas de
jugo.
A la hora señalada no había
nadie en mi mesa, la 22. La sala
de clases asignada estaba vacía,
y en ella se veían muy bien
dispuestas las típicas mesas y
sillas de melamina y aluminio
donde forjan su destino millones
de escolares, tres urnas con sus
respectivas etiquetas impresas
en computador y pegadas
encima (Presidente, senadores,
diputados) y dos cámaras
secretas de estructura
enclenque.
Me puse a esperar en la puerta.
Siete y cuarto: nadie. Siete y
media: nadie. Mientras tanto,
los vocales de la mayoría de las
mesas ya llevaban a sus salas las
cajas de útiles para dar rápido
inicio a la votación. Me puse un
pelo nervioso. Veinte para las
ocho, vi cómo el encargado del
Servicio Electoral notificaba en
el medio del patio y a viva voz a
un hijo de vecino de que
acababa de ser designado vocal
de mesa. La escena siguiente era
para la risa: dos militares
flanqueaban a este ciudadano
medio y le decían con buenas
palabras que si no quería ser
vocal saliera rápido del lugar.
Imaginé lo peor: que mi mesa se
constituyera tarde y con puros
vocales obligados a la fuerza.
En ese caso, no me quedaría
más remedio que ser presidente.
Pero mis temores comenzaron a
apaciguarse cuando a un cuarto
para las ocho se acercó un rubio
de lentes a decirme que él
también era vocal de la mesa 22,
que era la octava vez que lo
nombraban vocal, que ya no
quería más guerra, que estaba
desde un cuarto para las siete
esperando, y que todavía no
llegaban ni el presidente ni el
secretario escogidos el sábado 3.
Desde ese momento todo
sucedió más o menos rápido:
apareció finalmente el
presidente cerca de las ocho,
pedimos los materiales, nos
organizamos, quedé de
secretario, abrimos la votación a
las 8:35 de la mañana y al rato,
tipo nueve de la mañana, ya
estábamos los cinco vocales
funcionando con una
organización envidiable.
El día pasó rápido mientras
hubo actividad; la cola nunca
superó las ocho personas en la
hora peak entre las once de la
mañana y la una de la tarde, y
entre medio tuvimos tiempo
para ir tarjando en el libro de
firmas a las decenas de
fallecidos y al gran número de
inscritos que se cambiaron de
domicilio. De los 350 inscritos
originales de la mesa, quedaban
habilitados para votar 180. De
los habilitados, más de uno
aprovechó la oportunidad para
conversar y desahogarse. El más
elocuente de todos fue un
hombre mayor que vivía con su
suegra de más de 100 años de
edad en la casa. "No se lo doy a
nadie", decía: "Vivir bajo el
mismo techo con una vieja
jodida y mañosa a la que hay
que hacerle todo y que más
encima está media lúcida no se
lo doy a nadie, es horrible".
Uno de los vocales, que no
había traído nada para comer en
la mañana, fue asistido por su
señora a la hora de almuerzo
con una vianda increíble: pollo
con ensalada rusa, Coca cola,
melón de postre. Los demás le
hicimos a los sánguches, y el
momento más delicado de la
jornada se vivió cuando la
digestión hizo su trabajo. Como
el flujo de votantes disminuyó
radicalmente a partir de la una y
media de la tarde, vino la hora
de estirar las piernas, relajarse
un poco y partir al baño. Fue
una experiencia límite. Peor que
en el más insalubre de los
estadios de fútbol, a esa hora la
votación había hecho estragos y
los ciudadanos no
demostrábamos precisamente
madurez cívica en los servicios
higiénicos. El baño era una
inmundicia, y las condiciones
para el ejercicio de la
evacuación francamente
indignas. Sin puertas que nos
permitieran al menos mantener
un cierto decoro e intimidad,
tuvimos que hacer equilibrio y
fuerza a vista y paciencia de los
que entraban. Al final, todos
reíamos.
Volveremos a encontrarnos los
vocales de mesa el próximo
domingo 15, en la segunda
vuelta. Esta vez nos pagarán
seis mil pesos a cada uno.
Echaremos la talla desde
temprano, comeremos muy
liviano y con poca fibra,
beberemos bastante líquido,
haremos patria.

Sábado 14 de Enero de 2006


Las lucas
En estos últimos días, por la
peregrina idea que tuve de
cambiarme de banco, he vivido
en función del dinero. Yo, que
me jactaba de mantener una
relación distante, indolente y
desinteresada con la plata, con
el chinchín, con los morlacos,
con las lucas, con el billete, con
los cristales o como quiera
llamarse a este monstruo de mil
cabezas que nos acecha de la
mañana a la noche, me empecé
a afanar en planillas excel,
sumas y restas, cálculos de tasas
de interés, dividendos y revisión
minuciosa de cuentas. Tanta
cuestión contable me puso en
guardia, al acecho, consciente
más allá de lo saludable de que
en este mundo dominado por las
lucas estamos rodeados de tipos
salvajes, como los que alguna
vez describió Tolstoi: "Hay
quien cruza el bosque y sólo ve
leña para el fuego".
Para los que viven haciendo
maromas financieras, esto debe
ser juego de niños y pan de cada
día, pero para un sujeto no sólo
poco acostumbrado a las lides
bancarias, sino además
inexperto y blanco predilecto de
cobros de algún tipo de interés,
la sola idea de rescatar cheques
a fecha entregados a terceros ya
suena tortuoso.
El balance de mi primer mes
preocupado como nunca antes
de las lucas es para dejarte
temblando. La única tarjeta que
tengo de gran tienda me estaba
cobrando en la cuenta de enero
2006 la cuota de un seguro de
auto ya anulado, además, por
supuesto, de la primera cuota
del nuevo seguro. Me pareció
extraño, por decirlo de manera
elegante. Así que fui al mall,
subí escaleras mecánicas, saqué
número de atención, y cuando
me correspondió el turno le
expliqué al señor que me
estaban cobrando una plata de
más. El hombre revisó en
pantalla con mi rut, y
efectivamente verificó que el
cobro no correspondía. Lo
magnífico vino enseguida.
Como ya estaba facturado, la
solución propuesta era muy
simple: yo tenía que pagar las
dos cuotas, y en el próximo mes
aparecería en mi cuenta un saldo
a mi favor por el importe de la
cuota que estaba pagando ahora
y que no correspondía pagar. En
otras palabras, yo tenía que
pagar el cobro indebido y ese
cobro indebido me lo
devolverían un mes después, en
la cuenta de febrero. La moral
del procedimiento es
implacable: si te liquido una
vez, debo seguirte liquidando
para que no colapse el sistema.
Como no tengo ni tiempo ni
ánimo para pasarme la vida
reclamando en una gran tienda,
y como sé que ese cristiano que
da la cara no toma decisiones,
sino que ejecuta órdenes, acepté
el trato, pagué de mala gana, y
ahora estaré atento a que en la
cuenta de febrero venga el saldo
a mi favor. Así se estila en
nuestra economía doméstica,
regulada por computadoras y
máquinas tragamonedas.
Acto seguido, fui a regularizar
una cuenta pendiente de tevé-
cable de julio del año 2003 que
recién ahora me entero por
teléfono que debía, once mil
pesos que no tengo más remedio
que asumir que efectivamente
quedé debiendo. Pagué sin
chistar, y aproveché que estaba
ahí para cancelar por ventanilla
la cuenta de enero del triple
pack: teléfono, internet y tevé-
cable. La cuenta venía más cara
que de costumbre. Revisé el
detalle, y encontré algo raro. Le
dije a la mujer que me atendía.
Ella se puso a digitar teclas en el
computador y ¡sorpresa! me dijo
que sí, que había un cobro mal
hecho, que lo que correspondía
pagar eran siete mil pesos
menos. Vaya. Pagué la cuenta
con el descuento de los siete
mil, pero quedé con una
sensación extraña, incómoda.
¿Habrá sido siempre así para
atrás, todos esos meses y años
en que nunca revisé las cuentas
y ellas se pagaron
mecánicamente? Vino el
desasosiego de las lucas, la
sentencia de Tolstoi: "Hay quien
cruza el bosque y sólo ve leña
para el fuego".
Estamos rodeados. Y no hay
puerta de escape.

Sábado 21 de Enero de 2006


Responso
El otro día fui a una iglesia. A
una misa fúnebre. Voy poco a
las iglesias. Y las últimas veces
que fui ha sido la misma
historia: allá adelante, cerca del
altar, un cajón ocupado, rodeado
de flores y ampolletas
encendidas, y alrededor deudos
y amigos y conocidos que
acompañan a la familia de la
persona fallecida. El cura que
oficia la misa lleva la voz
cantante. Suele ser el que más
habla en estos trances. Casi
siempre palabras de cortesía, de
compromiso. Nada que te
levante de tu asiento. Esta vez
será un poco diferente. Ha
muerto la mamá de César, un
periodista al que estimo mucho
y con el que hablo poco. El cura
predica y ofrece la palabra. Y
César, el hijo, sube y lee unas
notas escritas a sangre y fuego.
Palabras atravesadas por la
emoción, quebradas hasta lo
ininteligible, cargadas de dolor,
amor, pasión. Un testimonio
implacable. La imagen
descarnada y palpable de un hijo
al que la vida le arranca a su
madre para dejarlo huérfano.
Escucho a César con atención,
me emociono. Pienso en mis
padres: viven, están sanos,
acabo de estar con ellos, de
almorzar juntos en su casa como
casi todos los martes.
Compruebo que la vida es una
rueda en movimiento, una rueda
que gira sin pausa, a veces con
más prisa, y que sólo se detiene
cuando se corta para siempre la
respiración. No sabemos mucho
más que eso. No hay más
certezas que nos acompañen. En
buena hora. Me gustan las zonas
de misterio. Me gusta no saber -
ni tener siquiera una vaga idea
del origen de nuestra vida, de la
misma manera como celebro el
albur de no poder describir ni
siquiera con un gramo de
certeza todo lo que sucederá de
aquí hasta el fin de mis días.
Esto me entusiasma y me
provoca. Hubo algún momento
en que me desesperó no poder
articular un solo pensamiento
lógico sobre el sentido de lo
humano, sobre el destino que es
implacablemente certero en la
muerte, pero bastante ignorante
en los demás asuntos de la vida.
Ahora no. Ahora me gusta saber
que no sé, y que lo que haré será
avanzar por un camino que
difícilmente sabré dónde ni
cómo termina.
Escribo estas divagaciones en la
mesa de un café en calle
Príncipe de Gales. Estoy
sentado en un rincón de la
terraza. Escucho una voz a lo
lejos que creo reconocer. Se
parece demasiado a la voz de
César, el periodista al que
estimo mucho y con quien hablo
poco. No puedo creer la
coincidencia. Debe ser una
ilusión, pienso. De tanto estar
conectado en este rato con lo
que dijo César en la misa del
último martes, ahora he
terminado por escuchar su voz.
La voz continúa hablando fuerte
desde una mesa cercana. Es
demasiado parecida. No aguanto
la curiosidad y me paro con
discreción. Asomo la cabeza por
entre los pilares y ahí está él: es
César, acompañado de dos
mujeres, probablemente
familiares suyas. Hablan fuerte,
pero no quiero escuchar la
conversación. Más que espía,
prefiero ser compañía esta vez.
¿Pura casualidad que César esté
aquí esta mañana, justamente
aquí, habiendo miles de cafés en
Santiago, y que yo me mantenga
a metros de su mesa escribiendo
a partir de la muerte de su
madre sin que él repare en mi
presencia? Prefiero pensar que
se trata de un maravilloso
misterio para el que no hay
respuesta. La vida es una rueda
en movimiento. Leí hace poco
una crónica de Rubem Braga
escrita hace decenas de años,
donde habla de una noticia
anunciada en el periódico en
apenas tres líneas. La noticia, en
medio de un mundo que parecía
caerse a pedazos, era que en el
Jardín Botánico ya podía verse
en flor a la llamada "Flor de
Mayo", y que ese espectáculo
sólo duraría unos pocos días.
Braga dice que probablemente
él no se dará el tiempo para ir al
Jardín Botánico, ocupado como
está en mil asuntos domésticos,
pero si alguno de los lectores
repara en el detalle y parte a ver
la Flor de Mayo, entonces
querrá decir que no todo está
perdido, que las palabras
importan, que podemos tocarnos
y dejarnos tocar por ellas, que
aún tiene sentido escribir en un
café y luego pagar la cuenta y
pasar con el computador portátil
en la mano por detrás tuyo,
César, sin que me veas, y
decirte en silencio que esta
crónica es para ti y fue escrita
primero que nada con tus
propias palabras dichas a sangre
y fuego, con tu dolor, tu amor y
tu pasión, cuando la muerte de
tu madre te visitaba.

Sábado 28 de Enero de 2006


Libro de clases
Cuando pienso en mi vida
escolar, lo primero que recuerdo
son episodios fugaces y
chaplinescos ocurridos casi
todos en la sala de clases: el
rucio Vial incendiándome la
chasca con un encendedor, el
olor a pelo quemado y a
peorrilla; las guerras de tiza y
borradores; los pedazos de
cáscara de naranja arrojados en
tubitos Bic; las interrogaciones
orales del "Huaso" Pinto; el
padre Bernardo usando tu
cabeza de cenicero, los gritos
desaforados de profesores que
perdían la paciencia y no sabían
cómo hacer callar a esta manada
de pergenios revoltosos.
¿Qué tanto puede cambiar el
mundo escolar? Ahora los
adolescentes de uniforme
chatean y hablan por celular,
pero siguen pendientes en los
cursos mixtos de coquetear con
los del otro sexo y con los del
colegio de enfrente, y en los
cursos de puros hombres
continúan pegándose patadas a
la maleta, colocado no cobra, y
los más hediondos sufren y los
más tímidos estudian la mejor
manera de defenderse de las
bestias, que invierten buena
parte de su energía en molestar
a los débiles, mostrar los
dientes, reír destempladamente
y ejecutar la crueldad en estado
puro.
Anoche releí Pichulita Cuéllar,
título original de aquel relato de
Vargas Llosa que las editoriales
prefirieron llamar Los
cachorros, donde se narra la
historia de un niño nuevo en el
curso del colegio, buen alumno,
aplicado, de apellido Cuéllar,
que siendo cabro chico fue
mordido "justo ahí" por un perro
salvaje mientras se duchaba en
los camarines de la escuela,
provocándole con el tiempo un
gran complejo con las mujeres,
porque lo mordido por el perro
nunca pudo ser remediado por la
ciencia.
Historias menos exageradas y
dramáticas que la de Cuéllar
pueblan los clásicos encuentros
de ex alumnos. En mi caso,
apenas tres o cuatro reuniones
en veinticinco años donde al
calor de unas botellas aflojan las
risotadas y los cuentos con que
saltamos de la infancia a la edad
del pavo. Hubo otros cursos, sin
embargo, en los que la
costumbre de reunirse a lo
menos una vez al año nunca se
traicionó.
Mi padre, que está cercano a
cumplir 60 años desde que
egresó del colegio, continúa
juntándose todos los años a
comer con sus compañeros de
curso. El otro día me llevó a su
escritorio y leyó en voz alta una
hoja suelta enviada por su
compañero y amigo Lucho
Grau, en la que venían
mencionadas anotaciones
célebres hechas por los
profesores en el Libro de Clases
de su curso en Sexto Año de
Humanidades.
"19 de marzo de 1947. Mouat
expulsado. Firma: Profesor
Roque Esteban Scarpa". "28 de
junio de 1947. García rompió su
trabajo y no lo entregó. Firma:
Profesor Muñoz". "2 de julio de
1947. Jorquera y JL González,
OUT. Firma: Profesor
D'Autremont". "4 de agosto de
1947. Los alumnos de este curso
perturban el desarrollo de la
clase. Firma: Profesor
Cereceda". "8 de agosto de
1947. Rodríguez emite sonidos
irracionales de improviso.
Firma: Profesor Roque Esteban
Scarpa".
Aparte de las anotaciones en el
Libro de Clases, la hoja
preparada por Lucho Grau
consigna acuerdos suscritos en
comidas posteriores. Por
ejemplo, en la comida del 19 al
20 de mayo de 1972, se lee:
"Acuerdo número 3. La primera
operación de próstata correrá
por cuenta del curso". ¿A quién
le debemos?, pregunta Grau. En
la misma cena se suscribe otro
acuerdo pensando en el futuro
lejano: "Las reuniones anuales
se celebrarán hasta que quede el
último, quien deberá hacerlo
con su enfermera".
La escena es de película: el
último de los compañeros vivos,
no sabemos si lúcido o
extraviado, si parado sobre sus
pies o en silla de ruedas,
probablemente sordo y
maltrecho, acude acompañado
de su enfermera a la reunión
final. La asistente pasa lista,
redacta un acta breve, y luego el
anciano se retira en silencio a
sus cuarteles de invierno, en
donde, tal vez, aún vivan con él
algunos recuerdos.

Sábado 4 de Febrero de 2006


Los emigrados
Estoy leyendo un libro que me
tiene atrapado por su belleza: lo
escribió el alemán Winfried
Georg Sebald y se llama Los
emigrados. No es un libro de
esos que llaman de verano:
rápidos, fáciles, entretenidos,
llenos de diálogos, livianos,
donde encontrar una idea es casi
tan difícil como detenerse a
pensar algo mientras nos ocupa
la lectura. Aquí es al revés: se
trata, en palabras del propio
Sebald, no tan sólo de contar la
historia de personajes fortuitos,
sino de construir ideas y
mundos, y también tomar una
postura sobre el estado de las
cosas. En Los emigrados,
Sebald cuenta parte de su propia
historia a través de la vida de
cuatro personas que supieron lo
que era vivir trasplantados en
sitios ajenos al lugar donde
nacieron: un médico lituano
judío que el autor y su mujer
conocieron en un pueblo de
Inglaterra, un profesor alemán
de Sebald en la escuela
primaria, un curioso tío abuelo
que partió a vivir a Nueva York
y al que Sebald sólo vio una vez
en su vida, y un pintor alemán,
Max Ferber, enviado a
Inglaterra antes de que sus
padres desaparecieran en los
campos de concentración nazi.
Voy en la tercera historia, la del
tío abuelo, Ambros Adelwarth.
El ritmo de lectura que impone
la escritura de Sebald es
tranquilo, decantado, siguiendo
la respiración honda de cada
párrafo. La narración es
acompañada a lo largo de todo
el libro por fotografías en
blanco y negro, imágenes que
hacen las veces de un álbum
familiar antiguo que estuvo
abandonado en un subterráneo y
que recién ahora descubrimos.
El propio Sebald se refirió
alguna vez a la incorporación de
fotos en sus libros: "Las
imágenes en blanco y negro me
remiten a otros mundos. Son
documentos de una ausencia
casi metafísica. Mudas, las
figuras te miran como
esperando la oportunidad de
decir algo".
No escribo esta crónica para
persuadir a los lectores de que
Winfried Georg Sebald es un
escritor al que hay que leer. Eso
sería desmerecer la obra de
Sebald, un autor ya consagrado
en la literatura, que
lamentablemente murió en un
accidente de auto en 2001
cuando uno quiere creer que aún
le quedaban libros por escribir,
a pesar de que él mismo ya
planteaba algunas dudas y
manifestaba temor de repetirse,
de no tener nada nuevo que
contar, de que tal vez lo mejor
era dejar de escribir y
desaparecer.
Escribo sobre Sebald para
referir un modo de hacer
literatura ajeno a la moda y
concentrado en el lenguaje,
donde hay desasosiego más que
conformismo y donde, además,
la melancolía ocupa un lugar en
la tarea creativa. Palabras de
Sebald: "La melancolía, en
principio, no es un estado
emocional. Puede que esté
cargada de pesadumbre, que
supongo es una forma de
depresión, pero también es algo
muy cerebral, que tiene mucho
que ver con el pensar. Walter
Benjamin y los que lo siguieron
reflexionaron acerca de que la
melancolía es una condición
básica del trabajo creativo. Es
decir, no es muy probable que
se escriba literatura de cierta
profundidad con un
temperamento diametralmente
opuesto a lo melancólico".
En Los emigrados, donde
Sebald se ocupa de reconstruir
las historias de personas
condenadas al olvido absoluto,
uno de los protagonistas es su
profesor de escuela Paul
Bereyter, quien vuelve a
Alemania y se quita la vida
tendiéndose en la línea del tren
una semana después de cumplir
los setenta y cuatro años.
Escribe Sebald: "En un lacónico
comentario, el artículo de la
gaceta local decía también que
el Tercer Reich había privado a
Paul Bereyter del ejercicio de su
profesión de maestro. Esta
constatación, tan fría y tan seca,
junto con la forma trágica de su
muerte fueron la causa de que
en el curso de los años
siguientes me ocupara
mentalmente cada vez más a
menudo de Paul Bereyter, hasta
que al final me propuse rastrear
su historia, para mí
desconocida, más allá de mis
propios y muy entrañables
recuerdos que guardaba de él".
En una sociedad brutal como la
nuestra, que trata con
desconfianza y sorna a los que
se ocupan en pensar, que moteja
de densos y desagradables a los
que quieren hacer una pausa o
no están dispuestos a reírse todo
el santo día, la literatura de
Sebald es un aliciente, el
combustible necesario para
seguir creyendo en la memoria
como uno de los grandes temas
de la humanidad. "Recordar a
los muertos", dice Sebald, "nos
distingue de los animales".

Sábado 11 de Febrero de 2006


Minuto de silencio
Con José y Francisco llegamos
temprano al estadio. Hacía
bastante calor. Pagamos la
entrada, avanzamos de la mano
a paso lento y nos instalamos
con parsimonia en la tribuna
andes. Ubicación perfecta para
ver buen fútbol, salvo que el sol
todavía pegaba de frente en los
ojos. Miré el reloj: veinticinco
para las ocho. El partido era a
las ocho. Teníamos tiempo de
sobra para tomarnos una bebida.
Pronto estarían la U y la Unión
en la cancha para animar la
primera fecha del campeonato.
José y Francisco me esperaron
en sus asientos mientras fui por
gaseosas. Ambos bebieron en
silencio, mirando cómo poco a
poco se iba poblando la galería
sur de hinchas de la U. Estos
primeros recuerdos en una
cancha de fútbol debieran ser
inolvidables. Si me preguntan
qué es lo primero que recuerdas
de tus idas de niño al fútbol, yo
digo la cancha, el verde de la
cancha. Y claro: lo digo
rastreando una emoción lejana.
No tengo idea cuál fue el primer
minuto de silencio del que tuve
conciencia en un estadio de
fútbol. Hubo muchos. Ha
habido tantos. Jugadores,
dirigentes, entrenadores,
periodistas deportivos. La
mayoría de las veces, sujetos a
quienes no conocía
personalmente o de los cuales
sólo sabía su nombre.
Esta vez, con los equipos
parados en la cancha en sus
respectivos puestos, el árbitro
empezó a demorar el pitazo
inicial, y de pronto se escuchó
por altoparlantes la voz de un
relator narrando un partido de
fútbol. Donde nosotros
estábamos se escuchaba pésimo.
No entendí prácticamente nada,
salvo el gol gritado a todo
pulmón por un relator deportivo
a quien no lograba identificar.
Después habló el locutor oficial
del estadio. Seguía sin
escucharse nada en la tribuna
andes, además que la barra de la
U no dejaba de gritar. Hice
esfuerzos por escuchar y creí
entender algo así como
"Campusano". Tuve un ligero
sobresalto. La gente de la
tribuna oficial se puso de pie, la
barra siguió gritando, y sólo
entonces caí en la cuenta de que
estábamos en medio de un
minuto de silencio, que nunca
fue real porque la fanaticada
jamás dejó de gritar.
"Campusano", musité.
"¿Estaban hablando del Gordo
Campusano, del relator Carlos
Alberto Campusano? ¿Le pasó
algo al Gordo? ¿Está muerto el
Gordo?".
Seguí el partido con atención,
pero cada cinco o diez minutos
volvía a pensar en Campusano.
No quise preguntarle a nadie
qué había pasado por temor a
escuchar lo que no quería.
Gritamos con mis hijos el gol de
Salas al final del primer tiempo,
y después vuelta a lo mismo: el
fantasma de Campusano
rondando en el Estadio
Nacional.
Lo que vino al terminar el
partido fue la confirmación del
sobresalto: Campusano, el
Gordo, estaba muerto de un
derrame cerebral, y el minuto de
silencio y el relato suyo en los
altoparlantes del Nacional
habían sido en su nombre.
Al día siguiente, Esteban
Abarzúa escribió en LUN una
despedida entrañable al Gordo:
lo recordaba en Buenos Aires
sentado en una parrilla libre en
Liniers bajándose doce cervezas
de litro entre cuatro
parroquianos y enfrentándose a
la mayor cantidad de carne que
Abarzúa vio en su vida. Yo
guardo recuerdos suyos en la
misma cuerda. Lo conocí para
una Copa América en Cuenca,
Ecuador, el año 93. Me
gustaban mucho sus relatos,
rebalsados de adrenalina y
sentido del humor. Campusano
lucía radiante en Cuenca: tenía
apenas veintiocho años y la vida
entera para gritar goles, pero
parecía de 40 con su tremenda
panza y su aspecto inocultable
de profesor de historia y
geografía y socialista orgulloso.
Le pedí una entrevista para Don
Balón, y nos fuimos charlando
con grabadora arriba de un taxi
que se caía a pedazos. Esa
minientrevista la tengo aquí, al
frente, en un tomo empastado.
Se llama "La carne al asador", y
en ella Campusano se ríe de sí
mismo y de sus términos
acuñados: trepa-trepa-trepa-
trepa cuando un lateral avanza
por el costado, o terminó-
terminó-terminó-terminó-
teeeerminó el partido cuando el
árbitro tocaba el pitazo final.
Como su inglés era
rudimentario, estaba practicando
bastante para convertir el saque
lateral en un throwing, que él,
malamente, llamaba drawing:
"Por ahí va", decía, "pero lo
tengo que trabajar un poco
más".
Campusano puso toda la carne a
la parrilla en su oficio de relator
y periodista deportivo, y se
murió muy joven, y se perdió
seguro varios Mundiales, y nos
hizo la vida un poco más triste,
y un día de enero, en el verano
del 2006, escuché su voz remota
en un estadio de Ñuñoa sin
saber que ése sería su último
relato, final y definitivo.

Sábado 18 de Febrero de 2006


Beneficencia
Sigo con atención en la prensa
la noticia del payaso Pingüino,
en Osorno, que según el título
de la nota "huyó con plata de
bingo solidario: se ofreció para
vender boletos y no ha dado
señales de vida".
Primera vez que escucho hablar
del Pingüino. Leo la nota y
quedo de una pieza. La crueldad
del payaso es el motor de la
noticia. El pequeño Nicolás, de
ocho meses de edad, padece "un
reflujo gástrico severo y un
cuadro asmático de cuidado".
Los remedios son caros y la
familia decide organizar un
bingo para recaudar fondos y así
costear en parte la enfermedad
del niño. La madre de Nicolás
se encuentra en la calle con
Armando Valenzuela, que así se
llama Pingüino, y Valenzuela se
ofrece gratuitamente para
venderle boletos del bingo
disfrazado de payaso. Trato
hecho: la mujer le entrega los
boletos, y quedan de juntarse
unos días después en la oficina
de una concejala para que
Pingüino entregue la plata y las
entradas no vendidas.
Pasan los días, y Pingüino se
borra del mapa: no llega a la cita
acordada, y todos piensan lo
peor. La noticia que leo el
domingo es justamente ésta: el
payaso se fugó con veinte mil
pesos del bingo solidario. La
madre de Nicolás está furiosa, y
con razón. No es demasiada
plata, dice, pero mañana le
puede pasar a cualquier otro
incauto. Tenemos que denunciar
a Pingüino. Pingüino es cosa
seria. La nota de prensa va más
lejos. Según Luis Álvarez,
presidente de la Unión Comunal
de Juntas de Vecinos de Osorno,
no es primera vez que Pingüino
trabaja de estafador: "Estoy
completamente seguro de que es
el mismo que hace un tiempo
ofreció su show en jardines
infantiles de pueblos rurales de
la zona, cobrando antes de las
presentaciones. Nunca se
presentó".
El mismo día de la nota en
LUN, Pingüino es localizado en
Osorno y da la cara. Aparece al
día siguiente una nueva crónica:
"Payaso que huyó con plata de
beneficencia: eran sólo siete
lucas". El diálogo entre la
periodista y Pingüino es una
joya:
¿Qué hizo con la plata de los
boletos?
Yo vivo en una choza muy
pobre. Aparte de que tenía
hambre.
¿Asume que cometió un error al
no entregar el dinero?
Creo que sí. Yo tengo 8 tarjetas
que no vendí. Me compraron
como siete, así que eso da unas
siete lucas. Jamás he tenido las
veinte lucas que dicen.
¿En qué se gastó la plata?
En comida... bueno, y también
un poquito en trago. Pero lo
principal era la comida.
¿Qué piensa hacer ahora,
Pingüino?
Le voy a devolver la plata a la
señora. Ya le dije que me diera
diez días. Yo estoy consciente.
Por siete lucas, Pingüino se fue
al infierno, pero antes tuvo la
hombría, al ser sorprendido in
fraganti, de asumir el fallo. No
todos los que andan detrás de lo
ajeno, usen corbata o se vistan
de payasos, acostumbran a
reconocerse en falta. Casi
siempre es al revés. Les gusta
pasar por inocentes, por santas
palomas, por hombres de bien, y
a veces salen hasta en las
páginas sociales.
Estafar es un verbo antiguo, y
está en la naturaleza frágil y
medio tramposa del ser humano.
Pingüino se apoderó de siete
lucas que no le pertenecían y las
hizo chupete para matar el
hambre y la sed. La famosa
beneficencia, no lo sabremos
acaso, tiene un largo recorrido
de estafas en nombre del buen
corazón. Cuántos bingos
solidarios y colectas se habrán
hecho que acaban en la cuenta
corriente de algún caradura.
Inventamos la trampa junto con
el dinero y las transacciones
comerciales.
La desubicación de Armando
Valenzuela lo expondrá al
escarnio público, de eso no hay
duda. Será el cobro de las siete
lucas hurtadas. Si se llega a
vestir de Pingüino nuevamente,
la gilada no lo va a dejar en paz
durante el show. Lo estoy
viendo en las calles de Osorno:
¡devuelve las siete lucas del
bingo, Pingüino!; ¡afuera te está
esperando la mamá de un niño
enfermo, Pingüino!
Sábado 25 de Febrero de 2006
Patrimonio
¿Qué le queda a uno de sus
vacaciones, fuera de músculos
distendidos si su mayor esfuerzo
consistió en abrir
frecuentemente el refrigerador
para sacar una lata de cerveza,
tumbarse a leer varias veces al
día y durante una semana
consecutiva bañarse en agua
salada en una playa tan buena
que es mejor olvidar su nombre
para no hacerle propaganda?
Cuando me toque volver en los
próximos días al trabajo, ¿con
qué me arroparé para
sobrellevar la experiencia
tediosa de regresar del Paraíso a
sudar el sustento en el Infierno?
¿Qué imágenes, qué emociones
me acompañarán, sobre todo en
los primeros días, antes de que
una avalancha de nuevos
asuntos y obligaciones me
anestesie sin piedad? ¿Queda
algo del ocio bendito en que nos
hemos empeñado estas semanas,
y por el cual aunque suene
contradictorio seguiremos
luchando?
Hay imágenes que recordaré:
por ejemplo, echado en una
tumbona, un día lunes, a eso de
la una de la tarde, seguí con
expectación la carnicería
ejecutada por un pájaro
corpulento en un techo vecino:
algo así como un tiuque
desplumando y destripando a un
gorrión. Pocas veces tenemos el
tiempo y la disposición para
dejarnos atrapar por una
revuelta pajarera. Pocas veces
estamos en posición y ángulo
para asistir a un desplume literal
en la punta del techo de la casa
de al lado, y ser testigos
privilegiados de cómo se
comporta la naturaleza sin
consideraciones morales de
ninguna especie.
Vacacionar es dejarse llevar.
Entrarle a un libro al que le
tenías muchas ganas, y ojalá
satisfacer la necesidad. Me pasó
ahora con Patrimonio, de Philip
Roth. "Una historia verdadera",
como dice la tapa; la historia del
padre, Herman Roth, agente de
seguros jubilado, narrada por el
hijo, Philip, el escritor. Una
historia gatillada por el tumor
cerebral que le descubren a
Herman, y que Philip se encarga
de explicitar en estas páginas -
según él por la falta de decoro
propia de su profesión, la de
escritor: "Este libro lo estuve
escribiendo durante toda su
enfermedad y su agonía. No hay
que olvidar nada".
De vuelta de la playa abro el
correo electrónico y me
encuentro con la carta de un
periodista, Cristián Arcos, al
que no veo hace un par de años.
En ella me habla de su abuelo
materno, Manuel Morales
Arenas, un caballero de noventa
años que se está muriendo: "Mi
abuelo, el padre de mi madre,
agoniza. Un viejo hermoso,
lindo, sano, de esos que se
levantaban con el alba y usaba
chupalla. Huaso. Entero huaso.
Alguna vez peón de un fundo
cerca de Molina, al lado de
Curicó. Una enfermedad
multisistémica lo tumbó".
Me cuenta Cristián que compró
y se llevó para leer en estas
vacaciones mi libro El
empampado Riquelme, y que
cuando lo leyó en Guanaqueros
no pudo dejar de pensar en su
abuelo, en Manuel Morales
Arenas. Ya de vuelta en
Santiago, viajó al sur, al
hospital de Curicó, a leerle en
voz alta fragmentos del libro:
"Postrado en su cama de
hospital público, no sé si me
escuchó o me entendió. Ya
perdió la memoria y la razón.
Pero me sentí bien. Tranquilo.
En paz. Mi abuelo sigue vivo en
Curicó, pero su mente, su
pensamiento, está en otra parte,
no sé muy bien dónde". Pocos
días después de haber ido a
Curicó a ver al abuelo respirar
su último aire, su esposa le
contó que estaba embarazada,
que una nueva vida venía en
camino.
El relato de Cristián Arcos me
conmueve: su mamá quiere que
el muchacho lea trozos de El
empampado Riquelme en el
sepelio del abuelo. Será un
honor ayudar con palabras a
despedir a Manuel Morales
Arenas, viudo desde el 2002 de
Claribel Quitral, su mujer
durante sesenta años.
Vuelvo a Patrimonio, de Philip
Roth. Su lectura marcó un hito
en estas vacaciones. Ahora
puedo contar que boté
lagrimones mientras leía las
últimas páginas, tumbado en la
playa, y que al volver a Santiago
se lo recomendé a mi padre,
para que él lo lea y piense en
Herman Roth y en su propio
padre, mi abuelo, muerto
cuando mi papá apenas contaba
quince años.

Sábado 4 de Marzo de 2006


Como un monje
Cuando uno está en dieta
estricta, arrinconado por el
miedo a la muerte que te
anuncia con altoparlantes la
medicina si sobrepasas los cien
kilos de peso y sigues quieto,
estático, paralizado, en labores
de engorde; parte del sabor de la
vida deja de concentrarse en la
buena mesa y en la cerveza
helada que tanto bien le hace al
espíritu en verano, y al parecer
no hay más remedio que
convertirse en un monje austero
que sobrevive con agua, hierbas,
amigos y ejercicios.
En eso estoy: empeñado en vivir
como un monje auténtico,
haciéndole el quite a la angustia
que debiera producirme pasar
los días sin marraquetas frescas,
sin queso, sin cecinas, sin el
magnífico pernil palta del
estadio, sin latas de cerveza, sin
una copa de vino, sin papas con
mantequilla, sin tortas de
milhojas, sin empanadas fritas
de la Fuente Suiza, sin
completos del Dominó, sin los
redondeles a la piedra de la
pizzería Roma, sin, sin, sin;
ocupado ahora en desmenuzar
tomates, lechugas, un poco de
palta, quesillos, atún al agua,
zanahorias, pechugas de pavo
cocidas y pálidas frutas de
distintos colores, jaleas con
saborizante y hasta una
mermelada sustituta, sin azúcar,
que quiere hacernos creer que es
como la mermelada que hacía
mi vieja en unas ollas enormes
cuando yo era chico, dulce
depositado en frascos grandes
de vidrio a los que hoy recuerdo
con sentida melancolía.
A veces, estar de vacaciones te
deja el tiempo suficiente para no
ocupar todas tus energías en
tonterías olvidables, y al cabo
de unas semanas llegas a
sentirte capacitado para tomar
decisiones que en otros
momentos de mayor ajetreo no
podrías asumir. Por ejemplo:
ponerme a dieta de una buena
vez, y hacerlo, y llevar ya cuatro
días, y soñar que en el futuro no
tan lejano, digamos un año,
volveré a jugar pimpón sin
sufrir espasmos después de
darle lucha a un sobrino
insolente de dieciséis años que
derrocha energía todo el santo
día, que tiene muchas novias
por delante para enamorar y que
puede estar horas andando
arriba de una bicicleta y después
subir un cerro y después nadar
mil metros y después salir de
noche y después desafiarte a
jugar pimpón y llegar a todas y
ponerte en tu sitio, cuarentón de
tomo y lomo.
En medio de esta tormenta cruel
en la que se supone deben
desterrarse por un buen tiempo
todo tipo de churrascos, de
emparedados, de masitas, de
bollos, de grasitas sabrosas, de
bordes horneados y aderezos de
crema y chocolate, echo mano a
mis buenos amigos, que son
parte esencial de la ruta que hay
que atravesar para sobrevivir y
no morir en la batalla.
Recibo un mail de una amiga
muy querida: una amiga nueva,
del último año. Una amiga
2005. Me envía copia de la carta
que le mandó a su siquiatra. Una
carta emocionante, en la que
narra con detalle por qué hoy se
siente más querida por sí
misma, por qué hoy se acepta
mejor que un año atrás, y en ella
dice que parte de su crecimiento
y del enfrentamiento hasta ahora
exitoso a una de las taras
jodidas que le ha puesto la vida
cuesta arriba se lo debe a dos
nuevos amigos, entre los que me
cuenta.
Los amigos son el capítulo más
agradable de nuestras vidas, son
la complicidad justa y necesaria.
No digo el mejor capítulo ni el
más valioso, porque eso es
asunto de cada cual. Están los
hijos, la pareja, la plata, el arte,
el sexo, el fútbol, los hermanos,
los libros, el poder. Que cada
uno haga su propio ranking.
Pero puesto a pensar en lo más
agradable, acabo rindiéndome a
los pies de la amistad. Yo
también le debo cosas a mi
nueva amiga, no sólo compañía
para paliar la soledad, que ya es
bastante. Ella escribe: "A veces
me pregunto qué hubiera sido de
mis días grises sin sus cariños.
Imagino el paso de los meses
sin sus llamados a mi celular,
sin las charlas, sin el café de las
doce, sin los almuerzos. Me
respondo: hubiera sido un año
menos llevadero".
Eso es: cariño fraternal, dice
ella, sincero y del bueno. Ella
necesita ayuda para sobrellevar
sus asuntos, y ahí entra el
siquiatra y detrás estamos los
amigos para acompañarla. Yo
también necesito ayuda, para no
soñar todo el día con barros
lucos en marraqueta y
empanadas fritas de camarón-
queso, y sé que ella estará ahí
junto a mis otros amigos para
hacerme el año 2006 más
llevadero, más ligero de
equipaje.
Sábado 11 de Marzo de 2006
Año seco
Lo escucho hablar, a mi amigo,
y cruzo los dedos para que no se
le vaya la vida en su nueva
empresa: hace unos meses
decidió, junto a su pareja,
comprar la casa en que viven y
hacerle algunos arreglitos que la
dejaran como nueva: una
mansarda, la renovación
completa del baño y algún otro
detallito que se me escapa. El
proceso, tedioso, burocrático,
bancario, supuso finalmente que
le aprobaron su crédito
hipotecario, y, semanas más,
semanas menos, la casa ya es
suya y de su mujer.
Ahora viene lo bueno: atrasados
en dos meses, porque los
arreglos estaban previstos para
ejecutarse durante el verano
pero el crédito y la firma de las
escrituras demoraron lo suyo, al
fin están a punto de entrar en
obra. Lamentablemente, como
suele suceder en estos casos,
han sufrido los primeros
reveses. La municipalidad
rechazó la "recepción" de la
ampliación porque en los planos
de la casa figuraba una pequeña
casuchita que había sido
levantada por la anterior dueña
sin notificación al municipio.
Una minucia, que en ningún
caso trabará la construcción de
la mansarda, pero que está
obligando a llenar otro
formulario para la "recepción"
de la obra.
Mi amigo dice que está curtido,
que después de toda esta demora
se siente preparado para
enfrentar cualquier tempestad,
pero igual se pone un poco
nervioso y yo no le creo su
impostura. Es su naturaleza: el
tipo es un perfeccionista de
primera. Yo le digo que se
prepare. Que aún no empieza la
obra. Que ahí se ven los gallos.
Que sus sufrimientos mayores
vendrán cuando vea la casa sin
techo, forrada en nylon,
aguantando las primeras lluvias
del otoño. Ahí lo quiero ver. No
conozco a nadie que haya
decidido entrar a picar en su
casa y que no termine estresado
y en algún momento del
proceso, sobre todo al
comienzo, arrepentido de
ejecutar la mejora. Mi amigo se
ríe: dice que el constructor, un
tipo mesurado, que habla lo
justo y necesario, le anunció que
el 2006 viene seco, que no se
preocupe de nada porque este
año no va a llover. Está visto: la
obra, con suerte, saldrá en el
invierno.
El asunto de las platas es cuento
aparte. ¿Cuándo ha pagado uno
lo que se estimó en un comienzo
que costaría la obra? Siempre
están los imponderables.
Conozco casos dramáticos:
ampliaciones que empezaron
costando siete millones y que
terminan entre los quince y los
veinte, porque en el camino los
dueños se van entusiasmando y
los arquitectos se van en la
volada y los constructores
eligen el material supuestamente
más duradero.
Mi vecino acaba de arreglar el
lavadero de su casa. Lo hizo de
nuevo, en verdad. Contrató al
Che, un maestro conocido aquí
en el barrio, y el Che trajo a su
cuadrilla de hombres, y lo que
iba a salir en diez días terminó
demorando casi un mes porque
cada mañana aparecía un nuevo
detalle. Una vez vi al vecino con
la cara descompuesta porque su
hermoso lavadero no acababa
nunca de ver la luz, sumido en
el polvo, los escombros y los
sacos de cemento. Al final, el
hombre se arrancó con su mujer
y su hijo una semana a Brasil
para librarse del estrés post-
lavadero.
Yo mismo, puesto en la
situación de tener que entrar en
obra, prefiero cerrar la puerta
por fuera y mudarme de casa.
Para mí, cambiar un enchufe es
una obra de ingeniería mayor,
un trabajo de relojería que
necesita la presencia de un
especialista con temple de
acero. Una vez viví en un
departamento donde una cañería
subterránea de agua caliente que
salía del baño al pasillo se
rompió. La alfombra en esa
zona pasaba húmeda.
Empapada, en rigor. La
filtración era tremenda. Hubo
que entrar a picar. No una vez,
sino varias veces, porque cada
maestro que llegó se encargó de
parchar un hoyo mientras en el
camino abría con su martillo
nuevos forados. Al final, los
vecinos de los pisos de abajo
nos miraban con cara de odio
porque llevábamos meses
picando el piso y haciendo ruido
sin acabar nunca con la
filtración. Hasta el día de hoy,
tengo serias dudas de que esa
cañería esté bien reparada, pero
eso ya es otra historia.

Sábado 18 de Marzo de 2006


Amores envenenados
Cuenta Roberto Merino en una
crónica suya reciente que no
conoce otro lugar como
Providencia donde uno se entere
de tanto relato ajeno. Dice que
"es cuestión de sentarse un rato
en un café y parar la oreja:
quiebras de fundos, litigios
bancarios, proyectos de
películas, filosofía del teatro,
amores envenenados".
La pura verdad. Puede ser que
por la cantidad de cafés que hay
en la comuna, Providencia lleve
la voz cantante en la materia,
pero no hay rincón de la ciudad
que escape a esta costumbre de
contarnos la vida y más que la
vida, los dramas frente a una
taza de café, un vaso de cerveza,
un buen sánguche.
A propósito de amores
envenenados, he escuchado un
par de historias en los últimos
días de parejas que se masacran
entre sí. La primera fue en un
café perdido dentro de una
galería, un local chiquito, donde
uno creería que no vuela una
mosca y sólo se comen
medialunas. Una mujer
cuarentona, sola, inflamada por
la rabia, hablaba por celular.
Hablaba y gesticulaba. La tenía
frente a mí, y me incomodaba
un poco sentirla tan cerca. El
lugar era estrecho, yo hacía
como que miraba para otro lado,
pero en verdad tenía todos los
sentidos puestos en su
conversación, las orejas bien
paradas para seguir el hilo de la
historia mientras ella, canchera
y alterada, prolongaba su
discurso incendiario. La mujer
hablaba a viva voz con una
amiga de otra amiga común,
separada y víctima de un ex
marido que le quería quitar los
hijos y dejarla sin un peso,
botada en la calle, porque tú
sabes cómo es él, una bestia, un
cretino, no tiene escrúpulos.
Por mi mesa pasaron dos tazas
de café mientras ella seguía
avivándole la cueca y diciéndole
a la amiga la estrategia que
debían emprender todas juntas
para salvar a una mujer que no
me acuerdo cómo se llamaba
pero a la que me habría
encantado verle la cara esa
misma mañana para ponerle
rostro a una historia tan
apasionadamente feroz, donde
había juicio, abogados, hijos y
dinero involucrado, cóctel
explosivo del tipo Dinastía que
ha hecho añicos a ejércitos de
parejas, de aquí y de allá,
porque los amores envenenados
no saben de fronteras.
La coincidencia sucedió un par
de días después, cuando fui con
mi mujer a comer un asado a la
casa de unos amigos y la gran
historia de la noche fue el relato
pormenorizado de otro amigo
muy querido de ellos que
mantenía un conflicto de nunca
acabar con su ex esposa, un tipo
que llevaba por lo menos un par
de años sacándose los ojos con
la bruja en un juicio donde por
supuesto había cabros chicos,
harta plata, extorsiones,
crueldad manifiesta, suegros
malditos y un par de abogados
caros dibujando estrategias para
vencer en la corte al enemigo.
El gran temor del amigo de mis
amigos era que nunca más lo
dejaran ver a sus dos hijos, y
para impedirlo el hombre
invertía la totalidad de su
tiempo y energía.
Estas historias son pan de cada
día y también las dos caras de
una misma moneda: amores
envenenados donde hay restos
de dolor impregnados de
venganza, donde afloran las más
bajas pasiones y los gestos que
mejor delatan el lado oscuro del
alma humana. No quisiéramos
trabajar en esa película, pero
nunca sabremos si el director
nos reserva un papel en ella.
Acabo de leer una carta recibida
por una amiga donde le desean
un buen año, un 2006 grato, con
la dosis justa de dolor, con "el
dolor suficiente". Me gusta esa
frase: el dolor suficiente. No
negar la existencia del dolor es
una manera de pararse en esta
vida. Nada que ver con el
masoquismo. Se me ocurre que
si sobrevivimos a las dosis de
dolor que siempre nos reservará
el hecho de vivir sabiendo que
allá en el final nos espera la
pelada, entonces el camino se
hace más llevadero, e incluso el
desamor lo podemos llegar a
experimentar sin ataques de
histeria, como un hecho
doloroso y a veces irremediable;
un asunto humano,
tremendamente humano.

Sábado 25 de Marzo de 2006


El croata Zuvic
Hay variadas maneras de
hacerte caer en el cuento del tío.
En estos últimos meses
estuvieron de moda unos
truhanes que te llamaban al
teléfono celular, te decían que
habías ganado un premio y que
para cobrarlo tenías que partir
de inmediato a un cajero
automático, meter la tarjeta del
banco, digitar tu clave, y ahí te
pinchaban la clave y alcanzaban
a hacer un giro desde tu cuenta,
hasta que entrabas en razón,
dejabas de hacerle caso a ese
desconocido que te daba
instrucciones por teléfono, y
entonces verificabas el saldo de
tu cuenta y comprobabas que te
habían timado con algunos
miles de pesos, veinte, treinta,
cuarenta mil. En mi circuito más
cercano, se ensartaron mi
hermana chica, una cuñada y
una amiga.
Joaquín Edwards Bello se
despachó una vez una crónica
insuperable sobre "Inoportunos
y lateros en la vida nacional".
Decía que "en pocas partes
piden con la audacia, a veces
siniestra, de esta capital".
El croata Zuvic es un estupendo
ejemplo contemporáneo de lo
advertido por Edwards Bello
hace cincuenta años. Se trata de
un viejo cuentero que hasta hace
poco se paseaba cerca del
puente Pío Nono invitando a la
lástima, y que fue
desenmascarado hace algunas
semanas por Las Últimas
Noticias. La cronista que lo
abordó, Luciana Lechuga,
cuenta que Zuvic se paseaba por
el sector como carnero
degollado, con una cara de pena
que hacía llorar a los más
débiles, y al que pasaba le
largaba la historia: señor,
señora, me asaltaron, vine de
Viña a ver a una sobrina, me
robaron la billetera en la micro,
no tengo cómo volver. Los más
afectados con la historia le
soltaban billetes de los grandes,
y Zuvic en un buen día podía
conseguir veinte y hasta treinta
mil pesos. El croata le dijo a la
cronista que había nacido en la
isla de Brac hacía 76 años, que
es verdad que era cuentero, pero
que él no robaba ni mataba, y
que incluso daba limosna
cuando se la pedían al que la
necesitaba: "Doy hasta
quinientos pesos cuando veo
que alguien está sufriendo". Era
tan buena la actuación de Zuvic,
que el comando de Bachelet lo
eligió como modelo para la
campaña presidencial, lo
fotografiaron en un estudio
(seguro a cambio de un poco de
plata) y alcanzaron a circular
unas gigantografías con la
imagen del viejo y la leyenda
"Tengo valor", hasta que el
comando fue avisado de que el
viejo Zuvic era un conocido
cuentero de la capital.
La investigación de Las Últimas
Noticias siguió adelante. La
cronista Lechuga ubicó la casa
de Zuvic, en Maipú, una casa
bien cuidada, y allá la esposa y
una hija revelaron los secretos
del personaje, quien, para
empezar, no es croata y se llama
en verdad Humberto Cabello.
Cabello, conocido en su casa
por sus nietos como El Tata
Beto, según el relato de estas
mujeres tuvo alguna vez una
tienda de zapatos en el centro.
En los años setenta se le murió
un hijo de cáncer y desde
entonces empezó a sufrir
trastornos sicológicos.
Quiero creer que Cabello se
inventó una nueva vida, que no
tuvo más remedio que escapar
de la realidad y crear un
personaje que lo ayudara a
enfrentar el vacío, la ruina, la
pena. Después de fracasar en los
negocios y perder a un hijo,
inventar al croata Zuvic fue una
manera de salvarse, de no morir
completamente, de escribir una
novela con su propia vida. A lo
mejor nada de esto es verdad y
sólo se trata de un sujeto que
disfruta engañando a la gente.
Dicen que lleva como diez años
cuenteando en la calle. Los
vecinos agregan que el viejo
sale todos los días a las nueve
de la mañana y vuelve "con los
bolsillos llenos de monedas". El
Tata Beto acaba de cumplir 55
años de matrimonio, pero casi
no se hablan con su señora,
quien alega que el hombre está
en otra: "Por la noche pone la
televisión sin audio y escucha
sus tangos. Yo ya no puedo
conversar con él".
A mí me parece que la historia
del croata Zuvic es para
enmarcarla. Hace pocos días, un
noticiario de televisión encontró
a Zuvic cuenteando en Vitacura,
lejos del puente Pío Nono y de
Providencia. Ahí estaba de
nuevo el viejo croata,
ablandando corazones. Tal vez
si contara su verdadera historia
todos pasaríamos de largo y no
tendría más remedio que volver
con los bolsillos pelados a
Maipú, donde se llama
Humberto Cabello y donde lo
esperan el tango y la soledad.

Sábado 1 de Abril de 2006


Éxito
Estoy aprendiendo portugués,
sobre todo para poder leer más
fluidamente a una saga de
cronistas brasileros que me
gustan mucho. Cronistas viejos
y jóvenes, vivos y muertos.
Rubem Braga, Luis Fernando
Verissimo, Ruy Castro, Nelson
Rodrigues. En español no se
encuentran sus textos, así que
no queda otra que leerlos en su
lengua madre y empezar a
traducirlos de a poco, para que
el disfrute sea compartido.
La última crónica que leí de
Verissimo habla de los libros de
autoayuda y se llama Peligro.
Parte diciendo que entre los
libros más vendidos de la última
Feria del Libro de Sao Paulo
estaban aquellos que enseñan a
las personas a tener éxito.
Textual de Verissimo: "Son
libros persuasivos y eficientes
que llegan a un número cada
vez mayor de lectores,
convenciéndolos de que ellos
son vencedores y de que nada
podrá detenerlos. Estos libros
muestran a las personas cómo
optimizar sus capacidades,
cómo adquirir más confianza y
control sobre sus vidas, cómo
imponer su voluntad sobre los
otros y llegar a la cima. El
resultado es que crece
asustadoramente el número de
vencedores en las calles, en una
sociedad donde las chances de
victoria están limitadas a
quienes tienen pistola o ya se
encuentran en la cima. ¿Qué
sucede entonces? Que las
personas que mejoraron sus
capacidades, a falta de no saber
qué hacer con ellas, acaban
volcándose amenazadoramente
sobre todo el resto de la
sociedad".
Tanta autoconfianza, tanta
obsesión por el éxito, dice
Verissimo, lleva
inevitablemente a la lucha
ciudadana con los demás que
son vistos como rivales, a la
violencia, y en casos extremos a
la muerte, cuando un sujeto
humillado por la vida decide
estrangular al primer vencedor
que se le cruza por delante.
La propuesta de Verissimo es
notable: que aparezcan libros
que hagan pensar a la gente
sobre la dosis de irrealidad que
contiene el éxito, y que quizá un
empate en la vida sea suficiente.
Nunca olvidaré las palabras
finales que el papá de una amiga
dejó escritas antes de morir:
"Vida, estamos en paz". La frase
es una lección de sabiduría: en
el momento de mayor derrota,
cuando la muerte te acecha y ya
no tienes remedio, acabas
apreciando tu única oportunidad
sobre la tierra, desprovisto de
histeria y de angustia. Ese
hombre ganó y perdió en la
vida, como nos sucede a la
mayoría de los que pensamos en
estos temas, como exige
cualquier salud mental bien
robustecida. A Luis Fernando
Verissimo le gustaría que
apareciera un libro llamado
Usted es peor de lo que piensa,
donde se demostraría que
cualquier mejora en la opinión
que tenemos de nosotros
mismos está siempre
comprometida con la falta de
objetividad y es probablemente
un engaño. Habría en ese libro
capítulos con títulos como
"¿Salir de la cama en la mañana:
es realmente necesario?" o
"Diez razones por las cuales
nada vale la pena".
Este antídoto de sinsentido, esta
dosis de derrota, de fracaso, de
vacío, forma parte en mi caso
del sentido definitivo, y se hace
necesaria para sobrellevar tanta
fatuidad, soberbia y engaño con
la que quieren ocuparnos en esta
loca carrera del éxito, como si
ganarle a tu vecino en lo que sea
significara algo importante. Un
amigo que vive en España y que
ya ha vivido bastante me hace
llegar una carta desde Zaragoza.
Lo siento estupendamente bien,
a pesar de que aún no recupera
la movilidad completa de su
rodilla después de una
complicada operación. Mi
amigo está lejos, muy lejos de la
obsesión por el éxito, y su
mayor triunfo es ahora no tener
que usar bastón, despertar vivo
cada mañana y disfrutar junto a
su mujer lo que le ofrece una
ciudad como Zaragoza: "Nos
encontramos felices y cómodos
en compañía de personas
amigas, sencillas y de
ambiciones cortas". Sus
palabras me resuenan como si lo
estuviera escuchando en un bar.
Cuando viejo, yo quiero ser
como él, y pasearme por mi
propia Zaragoza en busca de un
buen asiento en la plaza, una
buena conversación, una sonrisa
que haga olvidar la inminencia
del fin. Qué más éxito que ése.

Sábado 8 de Abril de 2006


Polo
Sabía que un día iba a terminar
escribiendo de él. Sucede que en
casa tenemos un gato negro, se
llama Polo. Todavía no cumple
un año y medio de edad. Está
con nosotros desde enero de
2005. Como puso en su ficha el
veterinario la primera vez que lo
examinó, Polo es un gato
mestizo. Así se les dice a los
gatos quiltros, a los que no son
de raza, a los que no son angora
o como se llamen.
Hasta Polo, nunca habíamos
metido a un gato en la casa.
Polo fue nuestra primera
mascota oficial. Lo vimos
crecer, supimos de su instinto
buscavidas desde que cumplió
cinco o seis meses, y cuando
tuvo ocho el veterinario sugirió
caparlo para protegerlo de los
demás gatos y prolongar sus
expectativas de vida. No fue
fácil la decisión: ¿qué hacer con
él?, ¿respetar su naturaleza de
macho o convertirlo en un gato
de chalet? Hicimos lo segundo:
asumir su condición de gato de
chalet. Era lo que queríamos:
una mascota para la casa, un
compañero de mil batallas, un
gato negro que nos entretuviera
la vida.
Las primeras noches que no
volvía a casa, antes y después de
la operación, prácticamente no
pegamos un ojo. Mi mujer ponía
cara de tragedia y terminábamos
imaginando lo peor. Salíamos a
buscarlo a la calle a las horas
más inverosímiles, cuando nadie
circulaba y como mucho se
sentía de lejos el ladrido de un
perro; nos encaramábamos a ver
si estaba en el techo, agitábamos
su plato de comida a ver si
aparecía, lo llamábamos por su
nombre y por sus diminutivos,
Polito, Polaino, pero no siempre
funcionaba el recurso. Más de
una vez nos dormimos con el
alma en un hilo porque Polo no
volvía a una hora decente, y
entonces dejábamos abierta la
ventana de nuestro dormitorio
para que entrara por ahí a la
hora que fuera. Era urgente
ponerle un cascabel en el collar,
para saber mejor dónde y cómo
localizarlo cuando estuviera
medio perdido. Eso hicimos.
Así nos enteramos de por dónde
corría, a qué techos se subía,
cuándo había que abrirle la
puerta para que don Polo hiciera
su ingreso triunfal al bungalow.
Anoche volvimos cerca de las
diez con mi mujer a la casa y
Polo no había entrado aún. Creí
sentirlo, pero probablemente fue
una ilusión sonora. Lo
llamamos, lo buscamos, y nada.
Como es costumbre, dejamos la
ventana abierta de nuestra pieza
y nos dispusimos a dormir con
un ojo entreabierto, esperando el
momento de paz que llega
cuando el bueno de Polo hace
sonar su cascabel. Pero Polo no
volvió anoche. Me desperté
varias veces, hasta que pasadas
las dos de la mañana
escuchamos una pelea de gatos
en el techo. Breve, aguda. Mi
mujer se levantó sobresaltada y
salió afuera a buscarlo, pero no
hubo respuesta. Polo guardaba
silencio, y nosotros no sabíamos
dónde estaba.
Mantuvimos la ventana abierta
y nos dormimos. Cuando sonó
el despertador, a las seis y
media de la mañana, no había
noticias de Polo y eso me dio
mala espina. Pensé que podía
haberle pasado algo en la pelea,
lo imaginé malherido en el
techo. Nos levantamos, y
cuando me duchaba en el último
turno sentí el llamado de mi
mujer: me asomé por la ventana
y vi cómo ella tenía a Polo entre
sus brazos, mientras el gato
maullaba de dolor. Lo había
encontrado frente a la casa
tirado en la calle, en la cuneta,
donde se encuentra uno a los
animales atropellados. En no
más de diez minutos estábamos
entrando a la casa del
veterinario, que por suerte es
medio vecino. Polo sangraba
por la boca, respiraba con
dificultad. No sabíamos si había
quedado así después de una
pelea o si un auto le había
pasado por encima. Polo estaba
en estado de shock. Hubo que
inyectarlo de inmediato y
dejarlo en observación. Escribo
estas líneas mientras Polo
duerme sedado por su doctor.
Alguna vez dije que no me
gustaban las mascotas en mi
casa, por la carga de dolor que
le agregan a uno cuando sufren.
Pero uno olvida. Y vuelve a
cometer la locura de encariñarse
hasta la médula con un animal
de cuatro patas.
Polo se debate ahora entre la
vida y la muerte. José y
Francisco se fueron al colegio y
dijeron que iban a hablar con
San Francisco de Asís para que
él ayude a Polo.
Releo para no sentirme tan solo
una bella crónica de Álvaro
Bisama en Postales urbanas. Se
llama "Entierro", y es el relato
de los últimos días de su gato.
Un relato que concluye en un
cerro de Valparaíso con una
pala, una fosa de cincuenta o
sesenta centímetros de
profundidad, una escalera
pronunciada y la tristeza que
acompañó a los deudos durante
varios días. A diferencia del
gato de Bisama, Polo aún vive.
A las ocho de la noche el
veterinario despachará el nuevo
informe médico. El día será
largo.

Sábado 15 de Abril de 2006


El abuelo Bazán
Alguna vez me tocó estar justo
en Brasil para un partido de la
selección brasileña en un
Mundial. Es el acabose. De
partida, por ley de la República,
cuando le toca jugar a Brasil
hay medio día feriado. Si el
juego es en la mañana, se entra
a trabajar unas pocas horas en la
tarde. Y si el partido es en la
tarde o en la noche, hacia el
mediodía se paraliza el país.
Nadie trabaja, y todos se
organizan para vivir la fiesta en
comunidad. No en vano Brasil
es el país que más veces en la
historia ha salido campeón del
mundo. Las cábalas y
supersticiones están a la orden
del día. Si una abuela se levantó
del televisor para ir a buscar a la
cocina unos bocadillos, y justo
en ese momento Brasil marcó
un gol, la abuela se quedará
definitivamente exiliada en la
cocina durante el Mundial
porque su presencia allí le trae
suerte al equipo. Si la selección
gana, hay que repetir en el
partido siguiente la misma
vestimenta, el mismo sillón, los
mismos contertulios.
Caminando el otro día por los
pasillos de la embajada de
Brasil en Chile, alcancé a
escuchar desde la ventana de
una oficina el relato radial de un
partido internacional en el que
jugaba Ronaldinho, la gran
figura actual del fútbol
brasileño. Me pareció
extraordinario que en un recinto
diplomático, generalmente tan
proclive a la formalidad y el
protocolo, la atmósfera se
desordenara gracias al relato
radiofónico apasionado de un
partido de fútbol. Esa dosis de
fanatismo auténtico es
infrecuente en Chile. Estoy en
eso, dándole una vuelta al tema
de la pasión brasileña genuina,
divertida y alegre en el fútbol,
cuando un joven periodista me
remite la historia de su abuelo
paterno, el hincha chileno más
sufrido que alguna vez haya
tenido la Católica.
Se llamaba Fernando Bazán, y
el fútbol lo trastornaba. Cuando
lo enterraron, hace ya tres años,
sus hijos debatieron qué objeto
colocarle en el pecho. La idea
del crucifijo no correspondía
porque Bazán, pese a ser hincha
de la Católica, era ateo.
Finalmente, sus dos hijos
coincidieron en que su padre
fuera acompañado de su fiel
radio a pilas, aquella radio
portátil en la que escuchaba los
partidos y los comentarios
especializados. Cuenta el nieto:
"El día de su funeral, cuando mi
padre y su hermana decidieron
ponerle su radio a pilas en vez
de un crucifijo, no hubo
mayores dramas ni una misa
elocuente. A petición de mi
abuelo, sólo hablaron un par de
amigos y el asunto se dio por
terminado con los sones de su
tango favorito. Luego se le sacó
su radio a pilas del pecho, y su
cuerpo pasó a ser incinerado".
A lo largo de su sufrida vida
como hincha de fútbol, Bazán
padeció diversos males del
corazón. Desde anginas de
pecho hasta infartos. En algún
momento le colocaron dos by-
pass y sus expectativas de vida
nunca fueron generosas. Le
prohibieron estrictamente
escuchar por radio partidos de la
Católica, pero Bazán no se
amilanó. Más de una vez fue
sorprendido en el hospital de la
Fuerza Aérea escuchando a la
mala en su radio un partido de
su equipo. Cuando le quitaban
el aparato y había fútbol,
obligaba a las enfermeras a irle
reportando cada cinco minutos
el resultado parcial del partido.
Una de sus crisis más severas la
vivió una vez que estaba viendo
por televisión un partido entre la
Católica y Huachipato junto a su
hijo Ernesto y su nieto Ignacio.
El equipo rival metió un gol y el
viejo Bazán se descompuso.
Hubo que llamar a la
ambulancia y cambiarlo de
pieza, pero Fernando Bazán no
arrugó, y siguió preguntando
cómo iban hasta el mismo
momento en que la ambulancia
se lo llevó de urgencia al
hospital.
Mientras vivió, la esposa de
Bazán, Hilda, no sintió celos de
ninguna mujer. Sentía celos del
periodista deportivo Julio
Martínez, porque Bazán no
perdonaba el rito de las siete de
la tarde, cuando Jota Eme hacía
su comentario diario y él lo
escuchaba fielmente en su radio
portátil. Su nieto Ignacio dice
que cuando no había partido de
fútbol, el abuelo Bazán era un
hombre tranquilo, casi un
dandy.

Sábado 22 de Abril de 2006


Convalecencia
Nuestro gato Polo, negro,
mestizo, de chalet, tuvo una
pelea feroz con otro gato y
terminó internado diez días en la
casa-clínica del veterinario. Al
comienzo no sabíamos qué
había sucedido: por encontrarlo
tirado en la calle, casi inmóvil y
sangrante, pensamos que pudo
ser víctima de un atropello o la
pateadura de un desalmado,
pero los exámenes practicados
por el veterinario Emilio Matas
fueron poco a poco arrojando
luces sobre las causas del
accidente. Polo había sufrido las
consecuencias de una riña
callejera, y su estado era grave,
muy grave. Tenía un esguince
cervical severo, la mandíbula
totalmente descarretillada y
estaba en estado de shock. No
presentaba otras lesiones a la
vista, pero maullaba de dolor,
respiraba con dificultad y
apenas se movía. Tampoco
controlaba esfínter. El parte
médico del veterinario era
cauto: no sabemos si podrá
resistir, haremos todo lo posible
por salvarle la vida, pero hay
que esperar a lo menos tres días
en la UTI conectado a suero y
antibióticos para comprobar que
no haya lesiones cerebrales
severas o irreversibles. El
esguince cervical, además,
provoca mucho dolor y
prácticamente no le permite
mover la cabeza.
El trabajo del veterinario fue de
joyería. Lo primero era
mantenerlo con vida, irle
eliminando paulatinamente el
estado de shock, estudiar las
radiografías y examinarle esa
mandíbula totalmente rota y
desencajada. Su instrucción fue
precisa: no vengan a verlo por
lo menos durante tres días,
porque el gato debe evitar
cualquier trabajo neurológico,
por mínimo que sea.
Telefónicamente, Emilio Matas
fue reconstruyendo la historia:
la pelea había sido brava, y el
esguince se había producido
probablemente porque Polo
tenía agarrado al otro gato con
toda su fuerza y en el forcejeo
cayeron ambos de altura, desde
el techo, sin soltarse, con la
mala suerte de que Polo sacó la
peor parte porque se azotó
contra el piso y el otro gato le
cayó encima. Si fue así, ¿por
qué Polo apareció en la calle
tirado junto a la cuneta a las
siete de la mañana, a treinta
metros de su casa? El
veterinario no tiene dudas: lo
que Polo hizo fue defender su
territorio. Él no es peleador,
asegura, pero vino otro gato
intruso, se mostraron los
dientes, se enfrentaron y Polo
defendió con sus garras su
propio terreno. Perdió un
colmillo, que según él en este
momento debe estar incrustado
en la piel del otro gato, y seguro
lo salió persiguiendo hasta
donde sus fuerzas se lo
permitieron. Por eso quedó
botado en la calle, dispuesto a la
muerte.
Me emociona recordar ese
momento, ahora que lo veo de
vuelta en casa después de pasar
diez días internado. A juzgar
por su nueva actitud, podría
decirse que el gato ha ganado en
vida interior. Está averiado,
lento, operado de la mandíbula,
tomando antibióticos y
antiinflamatorios todas las
noches, pero vive, y poco a
poco, día a día, sus
movimientos ganan en ligereza.
Un cuello plástico lo protege
para que con sus garras no
destruya el trabajo hecho por el
veterinario durante la operación,
que fue tema aparte: tres horas y
media duró la cirugía. Cuando
el veterinario llamó cerca de las
once de la noche para decir que
había terminado exitosamente la
operación y que Polo dormía a
su lado, nos miramos con mi
mujer y no hubo necesidad de
decir nada.
Durante la convalecencia, que
sabemos será larga, ya ha
habido momentos
emblemáticos. Uno de ellos,
cuando estando aún en la clínica
fuimos a visitarlo con mi mujer
y le pusimos un teléfono celular
en la oreja derecha a Polo y José
le habló: Polo se recogió e
inmediatamente se puso a
ronronear. Ahí empezamos a
verificar que estaba de vuelta.
Lo otro fue la primera vez que
comió: el veterinario le había
comprado comida blanda, un
colado de pollo, y él, frente a
nosotros, le pasó la lengua
repetidas veces al plato.
¿Qué diferencia importante hay
entre la convalecencia de una
mascota herida y la de un
humano jodido por algún
accidente o ataque repentino?
Creo que ninguna especial. La
medicina hace su trabajo, con
más o menos herramientas, y
nosotros quedamos ahí al
acecho, expectantes,
aguardando que ese cuerpo
frágil resista los embates de la
tragedia. A Polo le quedan
ahora seis vidas. Agradezco ese
regalo de sobrevida, como
agradezco a cada uno de los
muchos lectores que en estos
días se comunicaron para
apoyar a Polo, para preguntar
por su salud, para compartir sus
propias historias y dejar en claro
que la historia de un gato
mestizo o un perro de la calle
recogido en una noche de lluvia
puede ser también nuestra
propia historia, además de un
gran ejercicio de humanidad.

Sábado 29 de Abril de 2006


El último disparo
Tengo una amiga que vive en
Caracas. Se llama Sandra. La
conocí en un taller para
periodistas en Buenos Aires
hace más de tres años, y desde
entonces nunca nos hemos
vuelto a ver. Pero cada tanto nos
ponemos al día por e-mail.
Cuando algo sucede en
Venezuela, y estoy atento a las
noticias, pienso de qué manera
esa noticia puede tener algo que
ver con la vida de Sandra.
Mientras ella transita por
territorios donde la violencia
está a un paso de alcanzarla, yo
ejerzo en Santiago de Chile mi
trabajo de periodista con el
sosiego más propio de un
jubilado que de un reportero de
batalla, sin mayores apremios,
con una comodidad aparente
que no se condice con el alma
de este oficio, se supone más
cargada de adrenalina, de
vértigo, de noticia dura y pura.
No me siento culpable de que
así sea. Nunca quise estar en la
primera fila del frente de
combate, ni siquiera en la
última. Mi admiración por
reporteros como Tito Mundt o
cronistas como Daniel de la
Vega no nace de saberlos a ellos
poseedores de un fuego interior
que ya me quisiera para mí, sino
del talento y la energía que
despliegan para llevar a cabo la
tarea. No hay un modelo de
periodista que debamos seguir
al pie de la letra; eso es una
falacia. Mundt y De la Vega
eran muy diferentes entre sí, y
hoy conviven perfectamente en
la memoria de quienes los
recordamos como maestros del
oficio.
Mi propio ejercicio de la
profesión lo admito como un
ejercicio menor, poco conectado
con las redes del poder, poco
entusiasmado en descifrar los
grandes cambios que sacuden a
la humanidad, más preocupado
de la historia pequeña, del
mundo privado, de lo que
sucede una tarde cualquiera en
la vida de un fotógrafo
venezolano llamado Jorge
Aguirre, reportero gráfico del
vespertino El Mundo de
Caracas, conocido de mi amiga
Sandra, de quien supe por las
noticias del otro día.
Aguirre fue enviado a tomar
unas fotos del estadio de la
Universidad Central de Caracas,
y volvió muerto. El 5 de abril
último en la tarde, mientras
registraba las dependencias del
estadio para una serie sobre
unos Juegos Bolivarianos que
pronto se van a disputar en
Venezuela, Aguirre se encontró
con una manifestación
ciudadana en las puertas de la
universidad, una manifestación
por las víctimas de la violencia
en Caracas en los últimos días.
Aguirre se puso a disparar su
cámara, como buen fotógrafo
periodístico, para registrar lo
que sucedía, y un sujeto que
manejaba una moto se acercó a
él y al chofer del periódico y les
dijo que se fueran de ahí, que él
era la autoridad. El tipo estaba
armado, y la patente de su moto
estaba cubierta. En tono
sosegado, Aguirre le contestó:
Pana, estoy trabajando.
Y siguió disparando su cámara.
Luego Aguirre se subió al
vehículo del diario y enfilaron
hacia la autopista. En ese
momento, el mismo sujeto de la
moto sin identificación se
acercó y le disparó al auto
varios balazos, uno de los cuales
le perforó una axila a Aguirre.
El reportero, con la bala en el
cuerpo, alcanzó a disparar su
última foto, con el horizonte
caído, para registrar quién lo
estaba matando, y esa foto dio la
vuelta al mundo.
Jorge Aguirre murió, y un
colega suyo, Gabriel Osorio, del
diario El Nacional, donde
trabaja mi amiga Sandra,
escribió una crónica en caliente
para recordarlo: "Jorge Aguirre
no estaba armado. Sólo llevaba
una cámara, tres lentes y un
carnet de la cadena Capriles,
donde trabajaba como reportero
gráfico para El Mundo. Estaba
haciendo su trabajo, el mismo
que hizo durante toda su vida: el
de fotografiar a un país viviendo
sus alegrías, sus penas y sus
luchas cotidianas. Viendo para
que los demás vean. Tratando
de poner la cabeza, el ojo y el
corazón en el mismo eje para
luego disparar. Y lo hizo bien,
tan bien, que me atrevo a decir
que es el único reportero gráfico
que ha logrado la espeluznante
hazaña de fotografiar a su
propio verdugo".
Mi amiga Sandra me cuenta que
desde la muerte de Aguirre está
intranquila: "Yo he sentido
todos estos días mucho miedo y
desamparo. Me cuesta
dormirme en las noches".
Escribo parte de su historia
desde el sosiego de mi
escritorio, sin nadie
apuntándome a la cabeza, con la
confianza de que estas palabras
cerrarán una crónica y no tu
vida.

Sábado 6 de Mayo de 2006


Mi lugar
Buena parte del tiempo libre de
los últimos días lo he ocupado
en la lectura lenta, pausada,
arítmica, de un libro adquirido a
instancias de un amigo en una
librería de saldos del centro. El
libro se llama El río sin orillas y
su autor es el argentino Juan
José Saer, muerto el año pasado
en Francia después de vivir
treinta años en Europa, lejos de
su río de la Plata.
Uno de los temas que se
desprende de la lectura de Saer
es la contundente reflexión,
probablemente involuntaria,
sobre los lugares a los cuales
pertenecemos cada uno de
nosotros: ¿cuáles son ellos,
cómo son, cómo los
reconocemos como propios?
El río sin orillas es un libro por
encargo que Saer acepta escribir
porque sus páginas tratarán
finalmente de su río de la Plata,
en vez de ser la crónica
pormenorizada de aquel ancho
río que nace de la confluencia
del río Paraná y el río Uruguay,
y que alguien con un sentido
más historiográfico haya
realizado o vaya a escribir
alguna vez. El río del que nos
habla Saer contiene un sello
único: el de su infancia, su
juventud, el río del que sólo se
vino a despegar después de
cumplir treinta y un años de
edad.
Cuando Saer viaja en avión de
Francia a Argentina para
facilitar la tarea de escribir este
libro, ya en la página 15 nos
refiere la importancia capital del
sitio escogido para dar forma a
sus memorias: "Visto desde la
altura, ese paisaje (el río de la
Plata) era el más austero, el más
pobre del mundo Darwin
mismo, a quien casi nada dejaba
de interesar, ya había escrito en
1832: No hay ni grandeza ni
belleza en esta inmensa
extensión de agua barrosa. Y sin
embargo ese lugar chato y
abandonado era para mí,
mientras lo contemplaba, más
mágico que Babilonia, más
hirviente de hechos
significativos que Roma o que
Atenas, más colorido que Viena
o Ámsterdam. Era mi lugar: en
él, muerte y delicia me eran
inevitablemente propias".
Qué maravillosa expresión para
referir el hallazgo de parte de
sus raíces, de su sitio ancestral.
Leer a Saer me lleva a buscar y
querer encontrar, suspendidos
en la memoria, mis propios ríos,
mis calles, las mesas en las que
he ido envejeciendo si tomo
como punto de partida mi propia
infancia.
Mi lugar. Alguna vez he
fantaseado con la idea de
escribir un volumen que se titule
"La mesa del fondo", donde
pueda escribir parte de las
conversaciones que voy
sosteniendo en el tiempo con las
personas con las que suelo
compartir una mesa, y que son
básicamente mis amigos. Una
mesa en la que envejecemos
contando historias, anécdotas,
combinando humor y filosofía
de cuarta categoría; la filosofía
doméstica para la cual
afortunadamente no cuentan los
estudios. Ese lugar, esa mesa del
fondo, ese sitio imaginario
fabricado por una mente urbana
que no sabe casi de recuerdos
campestres, es en un sentido el
lugar que escojo para rendir
tributo al tiempo invertido en la
conversación, un arte olvidado y
al que recurro para combatir la
ligereza de trazos de la vida
moderna.
No me siento cómodo andando
a toda velocidad. No me
satisface la vida construida a
partir de la comprobación de
grandes catástrofes ocurridas
aquí y allá o de los vaivenes de
la farándula queriendo entrar en
nuestra mesa de conversación.
Para qué vivir de vidas
prestadas si podemos edificar un
sitio donde juguemos al
espejismo de una vida propia,
con lugares propios, con
esquinas a las que podamos
recordar con una sonrisa en la
boca, con libros leídos y
masticados, con frases de Juan
José Saer en El río sin orillas.
Aunque Saer sea de otro mundo,
leerlo es una manera de
acercarlo al nuestro, de invitarlo
a la mesa del fondo. Lo estoy
viendo, a Saer, despachándose
en una noche fría de otoño la
frase siguiente: "En la geografía
abstracta de la llanura, en el
vacío sin fin del desierto, ciertos
actos humanos, individuales o
colectivos, ciertas presencias
fugitivas, han adquirido la
perennidad maciza de las
pirámides o de las catedrales".
Saer, esa noche, ocupa la
cabecera en la mesa, y tiene un
sitio reservado para cuando
quiera venir.

Sábado 13 de Mayo de 2006


Papeles Viejos
Revisando papeles viejos, di con
una carta que recibí en
diciembre de 2002, cuando me
desempeñaba como profesor de
un curso de periodismo en la
Universidad de Chile. La carta
la atesoro por al menos un par
de razones: porque la alumna
que la enviaba era una de mis
favoritas (los profesores
barreros hemos existido
siempre) y porque lo que ella
escribió justo o no me emocionó
hasta los huesos.
En la primera parte de la carta,
la alumna recordó una mañana
de clases en que les leí un
montón de reflexiones
desordenadas escritas en el
reverso de un boleto de tren
mientras viajaba a Chillán.
Recuerdo esa mañana de clases
como uno de los mejores
momentos de mi paso por esa
universidad, y esta alumna había
reparado en él. Suelto, sin
metodología alguna, lejos de la
pizarra, me había lanzado
caóticamente a cavilar en voz
alta y a hablarles con el corazón
en la mano sobre lo que me
gustaba de este oficio de
periodista, y por supuesto de
todo lo que no me agradaba y
tenía que hacer igual porque la
vida es así, imperfecta,
incompleta. En algún momento
de esa mañana, y seguramente
de muchas otras, cité al polaco
Ryszard Kapuscinski y eso que
él llama la necesidad de contar
con los otros para dar sentido a
nuestro oficio. Mi alumna
favorita también reparó en el
detalle, para luego dar paso a
una confesión: "No sé qué hago
aquí, estudiando periodismo. No
leo noticias, no ando agitada ni
me sé la última papa. A pesar de
lo cual a veces pienso que no
todo está perdido, y que quizá
sólo ver ya sea suficiente o un
buen punto de partida".
En el remache de su carta me
preguntaba por una canción de
Fito Páez a la cual yo nunca le
había prestado atención: "Yo
vengo a ofrecer mi corazón".
Me decía que ella sentía que
mucho de lo que habíamos
hablado durante las clases la
remitía a esa canción. Busqué
un disco en donde estuviera el
tema, y el nombre del cedé no
pudo ser más apropiado:
Crónica. Me hice adicto a la
canción de Páez: "Quién dijo
que todo está perdido/ yo vengo
a ofrecer mi corazón/ tanta
sangre que se llevó el río/ yo
vengo a ofrecer mi corazón".
Los versos de Páez refieren un
gesto extemporáneo, están lejos
de todos los manuales de
sobrevivencia en el mundo
moderno: "Como un documento
inalterable/ yo vengo a ofrecer
mi corazón".
Mi alumna favorita era favorita
justamente por eso: por la dosis
de pasión legítima que imponía
en sus escritos, por estar fuera
de la moda impersonal y
desprovista de alma. Por
cuestionarse, por hacerse
preguntas, por revisar sus
propias emociones y
pensamientos y buscar el modo
de que ellos tuvieran algo que
ver con su oficio de periodista.
Cuando se rastreen los vestigios
del mundo y se quieran escribir
crónicas finales y definitivas,
harán falta corazones que
empujen la escritura.
Después de no saber de ella en
años, advertí hace un par de
meses que mi alumna favorita
acababa de ganar un premio a la
excelencia periodística por un
magnífico y dramático reportaje
sobre los niños malditos de
Antuco, texto que figura en un
nuevo libro que se puede
comprar en cualquier librería.
Le mandé un e-mail. Más que
desearle que se ganara muchos
premios en el futuro, preferí
transmitirle mi gratitud por su
escritura y por aquella carta que
guardo entre mis papeles viejos,
y decirle que sus versos de Fito
Páez fueron el mejor regalo
recibido en la universidad. No
sé por qué, pero me gustaría
agregarle ahora a esa carta que
la voz de un periodista legítimo
no se compra. Lo digo a
propósito de al menos para mí
uno de los mejores periodistas
de todos los tiempos, el
norteamericano Joseph Mitchell,
quien dejó de publicar en 1964,
a pesar de lo cual siguió yendo a
su oficina en el New Yorker
durante 32 años hasta su muerte,
en 1996. Los que trabajaban con
él aseguran que su máquina de
escribir nunca dejó de teclear, y
sin embargo no volvió a
publicar. Mitchell dejó un libro
inspirado, El secreto de Joe
Gould, editado póstumamente, y
una saga con sus textos
periodísticos publicados en sus
primeras décadas de periodista.
Con eso bastó y sobró. Algún
día ocuparé mi tiempo en
intentar develar el secreto de
Joseph Mitchell. ¿Por qué dejó
de escribir? ¿Por qué guardó
silencio?

Sábado 27 de Mayo de 2006


Una vida es mucho
En días de frío y tormenta,
cuando tengo la sensación de
estar haciendo un poco de agua
aunque haya sol y me esperan
sobre el escritorio un montón de
obligaciones y me siento medio
atascado para resolver mis
asuntos pendientes de un
plumazo, me da por buscar
refugio en la lectura. Es mi
terapia. Primero releo
fragmentos de una entrevista
reciente a Raúl Ruiz: "Todos los
regresos al pasado son
dolorosos, porque no todo
estuvo bien en el pasado. Veo a
los mismos jóvenes de antes, y
ahora son unos caballeros. Me
cruzo con las mismas ex novias,
que pasean a sus nietos".
Después de Ruiz leo tres o
cuatro crónicas tomadas al azar
de Agustín Squella en su libro
Astillas. Me quedo con un par
de imágenes: la del filósofo
Jorge Millas, remando contra la
corriente, expulsado de la
universidad en los años setenta,
impartiendo cursos
extraprogramáticos en su casa o
en casas de amigos mientras un
gato se pasea por entre las
piernas del profesor. O la
imagen de los taxis colectivos,
tan bien descritos por Squella:
"Rebosantes, frenéticos,
invasores, no tienen ni por
asomo la simpatía del taxi
nocturno de la gran ciudad. Van
generalmente atestados, guiados
con brusquedad y poblados no
por las voces de sus ocasionales
ocupantes, sino por la más
estridente e impersonal que
irrumpe de parlantes
sintonizados alto y mal. Colman
las calles, congestionan, aturden
y emprenden locas carreras una
y mil veces, hasta estropearse a
los pocos años de uso".
Puede no haber demasiada
diferencia a veces entre el estilo
de vida de estos taxis colectivos
y nuestro propio modo de
pararnos sobre la tierra. A
zarpazos y corcoveos, vamos
conquistando el territorio de la
sobrevivencia.
Una amiga me envía por e-mail
el pensamiento de un maestro
vietnamita. El oriental se llama
Thich Nhat Hanh y viene citado
en una revista "del espíritu",
ajena a las noticias: "Una vida
es mucho. Hay que saber, pues,
utilizar su tiempo a fin de poder
tocar en profundidad esta
realidad maravillosa que está en
nosotros y a nuestro alrededor.
Hemos sufrido mucho, pero no
hemos tenido bastante tiempo
para vivir, para mirar, para tocar
la vida en profundidad. El
consumo acapara todo nuestro
tiempo. Es preciso ir contra la
corriente actual".
Una vida es mucho. Nadar
contra la corriente. Vuelvo
sobre Squella, que no sólo
retrata a Millas con cariño, sino
que además alega en contra de
la vida intelectual chilena de
estos tiempos: "Ha perdido
buena parte del vigor que se
requiere para remar contra la
corriente, y no sabe ya cómo
inmunizarse ante las
invitaciones que se le cursan
para sentarse a la mesa de los
poderosos y sumarse dócilmente
al coro de los que todo lo
aprueban y se comportan y
hablan correctamente".
Alguna vez tuve ocasión de
escuchar en vivo y en directo a
Jorge Millas. Yo era un
estudiante universitario
primerizo. Hablaba él, cómo no,
de su idea de universidad donde
reinaran la libertad de espíritu,
la disidencia razonada, una
cierta idea de tolerancia básica
sobre la cual indagar en los
distintos mundos de la academia
con toda la energía y lucidez
que fuera posible. Cuando
hablábamos de Jorge Millas, lo
nombrábamos filósofo,
pensador. ¿Cuántos quedan en
el camino del discurso filosófico
chileno? ¿Por qué casi todos
ellos están encerrados en sus
oficinas, en sus escritorios, en
las cuatro paredes de su sala de
clases? Pensar por el gusto de
hacerlo, y hacerlo con libertad,
no parece un ejercicio rentable.
Ahora menos que nunca. Me
seguirán maravillando aquellos
ciudadanos que no aplauden los
discursos oficiales ni se jactan
todo el tiempo de ser
políticamente correctos y
guardan para sí alguna dosis de
sorpresa.
Aunque nunca antes haya leído
al maestro vietnamita, me dejo
ocupar en esta mañana por su
sentencia: "Una vida es mucho".
Sábado 3 de Junio de 2006
Viejos amigos
Reviso mi antigua agenda
telefónica, de papel, donde están
escritos los números de los
amigos y los conocidos y los
familiares, y me quedo pegado
en el viejo tema de la amistad.
¿Con quiénes de mis amigos me
estoy viendo a menudo? ¿A
cuáles no necesito ver con
frecuencia y seguir de todas
formas conectado? ¿Quiénes se
van difuminando en el camino,
convirtiéndose más que en
amigos en viejos conocidos con
los cuales vamos teniendo
menos de qué conversar?
¿Cuántos de ellos entrarán en la
categoría de inolvidables y
tendrán derecho a una manilla
en el ataúd el día en que la
Pelada nos convoque?
Uno podría formular cincuenta
preguntas respecto de los
amigos que ha tenido en la vida;
de las vueltas de tuerca, los
desencuentros y los distintos
ánimos con que vamos
enfrentando las nuevas etapas
del camino, y aún así quedaría
mucho por dilucidar. ¿Cuál es la
medida justa para poder afirmar
que uno es amigo de otro y no
sufrir la decepción cuando
esperamos de ellos una dosis de
cariño superior a la recibida?
¿Es gratuita la amistad, o es en
un porcentaje casi absoluto
voluntad, tiempo y dedicación?
¿Podemos aspirar a algo más
que a amistades que van y
vienen según el viento que vaya
soplando y el puerto al cual nos
vamos arrimando?
Conozco gente que viene de
vuelta en el tema, que no parece
dispuesta a escribir en su agenda
nuevos nombres porque no
aspira a encontrarse con nadie
que lo modifique, pero aún así
la vida probablemente se ocupe
de sorprendernos y nos alargue
una lienza cuando menos la
esperamos.
No hace demasiado tiempo,
tomé café con una profesora de
periodismo a la que conocí el
año pasado. Apenas la he visto
dos veces, pero puedo decir que
la estimo, y que no me da lo
mismo qué le suceda en la vida.
No somos amigos, pero vaya
uno a saber si eso no ocurrirá
nunca. Somos, sí, cómplices en
nuestra afición por los viejos. Y
las amistades fraguan entre otras
cosas cuando la complicidad se
instala en la mesa.
Días después de esa mañana en
que tomamos café, ella me hizo
llegar un e-mail en donde
explicaba su gusto por los viejos
en medio de una cultura que los
desprecia y los desecha: "Pasé
la infancia rodeada de ellos. Mi
abuelo me llevaba a ver los
trenes, mi abuela plantaba
frutillas en pequeñas macetas
que siempre eran para mí, una
tía bisabuela se daba el trabajo
de pasarme las uvas peladas.
Los viejos son sobrevivientes de
la vida. No se rindieron y
siguieron adelante pese a los
terremotos, los cataclismos y los
naufragios. Los viejos saben
mejor que nadie que nada es
eterno".
Entre los viejos conocidos de la
profesora, que se llama Ximena,
había en Viña del Mar un viejo
escritor, un viejo poeta, Luis
Fuentealba, autor del poema El
caballo rojo. Ximena lo había
conocido en la calle Valparaíso
mirando las palomas. Alto, feo,
solo y flaco. Así se describía él
mismo. Instalado junto a ella en
su departamento de un ambiente
en la población Las Siete
Hermanas, Fuentealba dejaba de
ser un viejo taciturno para
convertirse en un mago que iba
sacando de pequeñas cajas un
montón de recortes, fotos y
libros: "Viejos libros bautizados
con vino tinto, fotografías en
blanco y negro junto a Jorge
Teillier, Braulio Arenas y
Teófilo Cid. Ahí estaba él: el
más alto, el más flaco, autor del
poema El caballo rojo por el que
lo conocían los parroquianos del
bar Moneda de Oro".
El viejo Fuentealba dejó su vida
en un poema inencontrable, en
las cañas compartidas con los
amigos del bar y en una caja
llena de recuerdos. Los amigos,
mis amigos, cómplices
irreemplazables, ¿quedarán en
el medio de la nada, sostenidos
en una palabra o dentro de una
fotografía?

Sábado 10 de Junio de 2006


Doble vida
Entre los recortes de prensa que
guardo de los últimos meses,
figuran algunas noticias sobre el
caso del descuartizado.
Prácticamente todas las
informaciones apuntan en la
misma dirección: el heladero
Martínez mató a Hans Pozo. O
por lo menos lo mandó a matar.
Y cuando iba a ser descubierto
por la policía, prefirió pegarse
un balazo antes que enfrentar las
consecuencias de su crimen. Eso
se dijo. ¿Se acuerdan de Hans
Pozo, el descuartizado? Fue
tema nacional de conversación a
lo menos un par de semanas.
Entre que empezaron a aparecer
los restos de Pozo dispersos en
la zona sur de Santiago y el
suicidio del heladero Martínez,
pasaron doce días.
Todos jugábamos a ser
detectives. ¿Quién lo mató?
¿Por qué lo hizo? ¿Cómo se
explica la sangre de Pozo en la
heladería de Martínez, ubicada
en el paradero 30 de Santa Rosa,
y en su furgón? ¿Es verdad que
Martínez dejó una carta de
veinte carillas? ¿Llevaba doble
vida el heladero Martínez?
¿Está comprobado que este
esposo y padre de familia,
pequeño empresario, jefe de
inspectores de la Municipalidad
de La Pintana, mantenía en
forma secreta relaciones
homosexuales pagadas con
muchachos de la calle? ¿Estaba
siendo extorsionado Martínez?
¿Pozo le cobraba dinero a
Martínez, cada vez más dinero,
para no contar aquellas verdades
que lo incomodaban en
sociedad? El recurso de la
extorsión en un mundo de
apariencias es antiguo, si es que
ésta fue la razón por la cual
Martínez mató o mandó a matar
a Hans Pozo.
Cuando una amiga me sugirió la
eventual doble vida del heladero
Martínez (una vida
convencional, y la otra
inconfesable a tal punto que
acaba convirtiéndolo en
asesino), pensé en la mejor
historia de doble vida que leí
alguna vez. La escribió el
francés Emmanuel Carrere en su
libro El adversario, y de esta
historia ya se han hecho tres
películas en Europa.
El adversario cuenta la vida de
Jean-Claude Romand, un
francés cuarentón casado, con
dos hijos pequeños, que iba por
la vida presumiendo ser médico
de la Organización Mundial de
la Salud y que quedó al
descubierto en enero de 1993,
cuando después de matar a sus
padres, a su esposa, a sus dos
hijos y hasta a su perro se toma
un montón de pastillas
somníferas con la idea de
suicidarse. El plan sólo fracasa
en la última parte: Romand
sobrevive al intento de suicidio,
y finalmente en el hospital y
después en un largo juicio
confiesa sus crímenes cuando el
puzzle empieza a armarse y se
hace evidente que la biografía
que Romand se ha inventado
frente a su familia y entre sus
amigos no es más que una farsa.
Jean-Claude Romand decía que
era médico, pero sus estudios de
medicina los había interrumpido
en el segundo año de
universidad. Romand aseguraba
trabajar en la OMS, con sede en
Ginebra, distante treinta o
cuarenta kilómetros del pequeño
pueblo francés donde vivía,
Gex, y donde en una casa vecina
también vivían sus padres. Lo
que Romand hacía diariamente
era irse a vagar en su auto lejos
de Gex, y a veces quedarse
horas aparcado en
estacionamientos gratuitos
dejando que transcurriera la
jornada laboral. Incluso, a veces
simulaba ir a congresos y
conferencias para así
permanecer varios días fuera de
casa. En esos casos solía
ocultarse en sex shops y casas
de masaje de Ginebra. Su doble
vida la mantuvo casi intacta
durante más de quince años, y lo
más sorprendente es que nadie
sospechó de él. Todo parecía
natural.
Estas historias de doble vida
parecen de ficción, pero son la
vida real. Me ha tocado
escuchar casos bien chilenos de
padres de familia supuestamente
ejemplares que cuando mueren
gatillan el inevitable encuentro
entre su familia titular y una
familia que ha permanecido
oculta, y que ahora llega a
reclamar lo suyo o al menos a
decir nosotros también
existimos y también tenemos
derecho a llorarlo. Los casos
más complejos suelen ser
aquellos en los cuales hay
herencias importantes: el móvil
del dinero.
Romand vivía de los intereses
generados por platas secretas
que él ofrecía administrar en
bancos suizos a distintas
personas que le confiaban
ahorros de toda una vida.
Justamente la posibilidad de que
su historia fuese descubierta por
unos dineros que no tenía cómo
devolver gatillan su decisión
final, la locura extrema: matar a
su entorno más cercano y
matarse él también para no
enfrentar la verdad de su
biografía.

Sábado 17 de Junio de 2006


Mathias Sindelar
Me crucé con un amigo el otro
día, lejos el amigo más
futbolizado que tengo, una
máquina consumidora de fútbol
en todas sus formas, y
rápidamente me hizo anotar un
nombre en un papel: "Mathias
Sindelar", dijo, "un futbolista
austriaco-judío; tiene una
historia tremenda, investígalo, te
va a interesar". Mi amigo se fue
rápidamente y me dejó con el
papel en la mano y un nombre
escrito que en ese momento no
me decía nada: Mathias
Sindelar.
Después de una semana de
rastreo en libros de fútbol,
internet y diarios locales, estoy
sorprendido de lo poco
difundida que es la historia de
este delantero brillante
perseguido por los nazis y
muerto en 1939, cuando la
amenaza de terminar en un
campo de exterminio era
inminente.
La tragedia de Sindelar había
comenzado a fraguarse con el
avance del nazismo en Europa y
la anexión de Austria a
Alemania sentenciada por las
tropas de Hitler en marzo de
1938. Hasta ese momento,
Mathias Sindelar destacaba en
su país como una de las
máximas figuras del fútbol local
y de la selección nacional.
Goleador, había sido el mejor
jugador del seleccionado
austriaco en el Mundial de
Italia, en 1934, y era
públicamente conocido como
"el Mozart del fútbol".
Con la anexión de Austria al
Tercer Reich, algunos de los
futbolistas de ese país fueron
convocados a la selección
alemana para jugar el Mundial
de Francia en junio de 1938.
Entre los llamados estaba por
supuesto Mathias Sindelar. El
equipo alemán tenía por
costumbre presentarse en la
cancha y ejecutar el saludo nazi,
con el brazo extendido hacia
adelante. Sindelar se negó a
sumarse a la selección de
Alemania y rápidamente ingresó
en la lista negra. No fue el único
valiente. Al capitán de Austria,
Nausch, lo presionaron los nazis
para que se divorciara de su
esposa, de origen judío, pero
Nausch prefirió huir con su
pareja a Suiza, donde siguió
jugando fútbol. Sindelar, en
cambio, no alcanzó a escapar,
debió retirarse del fútbol y
desde entonces fue un
perseguido político del régimen
nazi, que ofreció una
recompensa a quien lo delatara.
Por esos días, la persecución a
los judíos había comenzado de
un modo implacable. Primero
dejaron de asistir a espectáculos,
conciertos y exposiciones.
Después se les quitó el carnet de
conducir, sus hijos tuvieron
prohibición de ir a escuelas
alemanas, y los veterinarios,
dentistas y farmacéuticos ya no
pudieron seguir ejerciendo su
profesión. La idea era obligarlos
a emigrar.
Ocultos durante meses, Mathias
Sindelar y su esposa, la italiana
Camila Castagnola, se
suicidaron en enero de 1939
inhalando gas de la cocina para
evitar ser detenidos y terminar
como prisioneros en campos de
concentración, aunque hay
versiones que dicen que ambos
fueron asesinados después de
haber sido delatados por un
amigo.
En Viena, miles de telegramas
enviados desde distintas partes
del mundo al club en donde él
jugaba atascaron el correo
durante quince días, y cerca de
cuarenta mil personas fueron a
despedir sus restos en el
cementerio en medio de "la
amenazante presencia de los
soldados nazis".
La noticia de la muerte de
Sindelar tardó un tiempo en
conocerse en Chile, y así como
vino fue rápidamente olvidada.
Entonces los diarios hablaban
de la fase final de la guerra civil
española, del violento terremoto
con epicentro en Chillán la
noche del 24 de enero y de un
ingeniero argentino, de apellido
Baigorri, que después de diez
años de trabajo en un
laboratorio vendría muy pronto
a Chile a mostrar su último gran
invento: una máquina que hacía
llover.
Ahora que ha empezado el
Mundial de Alemania 2006 en
el país que alguna vez persiguió
a Sindelar, parece oportuno
recordar su gesto de rebeldía, su
magnífica negativa a jugar en el
equipo del Führer. Cuando se
hable de grandes jugadores de
fútbol en la historia, el nombre
de Mathias Sindelar no puede
estar ausente.

Sábado 24 de Junio de 2006


Gertrudis
Los finales a veces se adivinan,
se intuyen. Primero hubo que
llevarla corriendo en una
ambulancia porque ya no se
podía sostener por sí misma. Ni
siquiera en la antesala de la
muerte se quejó. Estuve junto a
su familia en forma intermitente
durante dos días, desde que la
ingresaron de urgencia en la Uti
de la clínica hasta que
finalmente su corazón dejó de
latir y su respiración se apagó
para siempre. Gertrudis
Vásquez, abuela de mi hija
Antonia, murió cuando una
complicación al hígado y los
riñones la hizo sucumbir,
después de haber convivido
razonablemente con un cáncer
durante cuatro años.
Leo unos versos de la brasilera
Cecilia Meireles que pudo
haberlos escrito ella misma:
"Hermano de las cosas
fugitivas, no siento gozo ni
tormento. Atravieso noches y
días en el viento". Gertrudis
Vásquez fue desde joven una
luchadora, poco amiga de
expresiones demasiado
elocuentes, siempre austera. La
discreción la acompañó a donde
fuera conformando un estilo de
vida. Cuando la despidió en el
cementerio su marido, Ignacio
Modiano, precisó que habían
vivido juntos 52 años de
matrimonio. "Chilena de raza",
dijo. Y luego se detuvo a
enumerar sus logros como
atleta: entre 1946 y 1951 había
sido la atleta que más puntos le
había dado a su club,
Universidad Católica, como
velocista y lanzadora de la bala.
Junto a su ataúd, un arreglo
floral del Club Deportivo
Universidad Católica mandado a
hacer por su hija menor, Pilar, le
otorgaba a la escena una belleza
y emoción propias de una
película romántica. La insignia
del club se levantaba luminosa,
diferente al resto de los arreglos
florales. La insignia parecía
contenerla a ella y dejaba
registradas todas sus marcas,
incluso la última, la definitiva.
La misma Pilar había dicho
momentos antes, en la iglesia:
"Hemos vuelto a ser niños, y
hemos vuelto a necesitarte como
cuando fuimos niños".
"No tenía estas manos sin
fuerza, tan inmóviles y frías y
muertas, y no tenía este corazón
que ni se muestra". Los versos
de Cecilia Meireles me
acompañan en su recuerdo.
Como tantas madres
protectoras, cuando sus hijos
fueron partiendo de la casa
materna cuidó que sus nuevas
despensas estuvieran siempre
bien abastecidas. Mientras fue
oficialmente mi suegra, sus
gestos fueron amables y
preocupados. Y cuando dejó de
ser mi suegra, podría apostar a
que fue más cálida aún y
deferente.
La vida la golpeó con fatal
dureza a lo menos en un par de
ocasiones, y ella se sobrepuso.
Su hermano Justino Vásquez, de
San Fernando, es detenido
desaparecido desde noviembre
de 1973, sin que desde entonces
haya un solo rastro de él o de su
paradero, y su hijo Ignacio, su
hijo regalón, el mayor, el
primero, murió de un sorpresivo
aneurisma cerebral en el verano
de 1999 en las aguas del lago
Vichuquén. Gertrudis no se
derrumbó, como sí pudo haber
sucedido, como tal vez era
natural que ocurriera. Luchó
contra el vacío, luchó contra su
propia enfermedad que apareció
tiempo después, la negó todas
las veces que pudo porque
amaba la vida, y finalmente se
despidió en silencio, dejando
que la máquina que registra los
latidos del corazón hablara por
ella mientras una de sus manos
era sostenida por su hija
Paulina.
Mi ahijado Bernardo, su nieto,
estuvo esas cuarenta y ocho
horas de agonía de punto fijo en
la clínica despidiendo a su
abuela. Sabía que ella se estaba
muriendo, y no quería dejar de
estar. Muchas veces entró a
verla a su pieza y otras tantas se
sorprendió de cómo su corazón
volvía a latir con fuerza.
Los misterios de la naturaleza y
de la vida seguirán
acompañándonos, a pesar de la
certeza de la muerte. Abracé a
Bernardo en el cementerio, y
por primera vez me supe su
padrino: sentir su llanto sobre
mis hombros, contenerlo, fue
también la manera que tuvo
Gertrudis de amarrarme a su
recuerdo.

Sábado 1 de Julio de 2006


La provincia
Hace poco más de un año hubo
un terremoto en Chile. Bien al
norte, cerca de Iquique, lejos de
la capital. Como nos gusta decir
a los periodistas cuando
narramos estas historias, "el
sismo alcanzó una intensidad de
7,9 grados Richter, dejó once
víctimas fatales y once mil
damnificados". Una estadística
para sumar a los millones de
víctimas diarias de cualquier
percance digno de ser
convertido en noticia. Un
número que nos deja fríos.
Las autoridades viajaron a la
"zona afectada" a ver con sus
propios ojos la tendalada que
había quedado: piedras
arrumbadas en las calles,
viviendas hechas pedazos,
iglesias volteadas, callejuelas
llenas de escombros y un mar de
lágrimas por el desamparo y la
pobreza más extrema aún en que
habían quedado las personas
afectadas por el terremoto. Si ya
no hay demasiada agua en ese
norte en tiempos normales, el
terremoto los había terminado
de dejar secos.
En el último mayo, cuando
faltaba poco para que se
cumpliera un año calendario del
sacudón, distintas notas
periodísticas dejaron en
evidencia con entusiasmado
sensacionalismo lo que podía
adivinarse desde el comienzo: la
mayoría de las piedras caídas
seguían donde mismo, y no eran
muchos los "proyectos" de
reconstrucción que se estaban
ejecutando. En otras palabras, el
llamado "Plan Tarapacá" era
una farsa del porte de una
catedral bombardeada. Me tocó
ver en un reportaje de televisión
al profesor de un pueblo donde
iban sólo dos o tres alumnos a
clases que vivía en la propia
escuela, en un rincón, entre los
peñascos, y el hombre ni
siquiera tenía energía para
reclamar: hacía su vida
doméstica en medio del
derrumbe, daba clases con una
vocación y entereza digna de un
corredor de la maratón, y al
final del día, imagino que sin
luz, veía el modo de atravesar la
noche en paz para a la mañana
siguiente volver a levantarse.
La provincia extrema es lejana y
desconocida para nosotros, los
metropolitanos. Pero no necesita
ni siquiera ser extrema para que
esté lejos de nuestro paisaje
físico y mental. Las historias
que se tejen en las esquinas de
la provincia no nos importan y
menos nos conmueven si no
vienen envueltas en un paquete
trágico, desolador. Hasta que
nuestra curiosidad es saciada
por otra tragedia, ojalá más
devastadora.
Esta abstracción llamada Chile,
donde hace poco más de un año
hubo un terremoto, es una
bandera agitada al compás de
una cumbia en septiembre o al
son del himno patrio en un
partido de fútbol de la selección.
No es mucho más que eso. Lo
demás somos nosotros, sus
habitantes, dispersos y
desconectados, ajenos a
cualquier propósito de
reconstrucción que nos arranque
de nuestro centro, el cual a ratos
ni siquiera sabemos reconocer.
Los ciudadanos miramos al
Altiplano como un territorio
apto para estudios geológicos y
antropológicos, no como un
sitio donde algunos viven y
mueren. Por eso en pueblos del
norte grande se usan a veces
banderas negras o banderas
bolivianas para protestar contra
el abandono y la indolencia.
En 1960, cuando hubo en Chile
nueve terremotos entre el 21 de
mayo y el 6 de junio, con
epicentro en Concepción y
Valdivia, hubo también un
periodista de corazón grande
que dejó su oficina en la revista
Ercilla para viajar al sur y
reportear y ayudar en medio de
la destrucción y las
inundaciones. Luis Hernández
Parker, Hachepé, no quería
enterarse por los diarios de lo
que estaba sucediendo en un
territorio desolado que él
también reconocía como propio.
Ese espíritu cívico encarnado en
el periodista, que luego se
transformó en un gran reportaje
contenido en el libro Catástrofe
en el paraíso, editado ese mismo
año, quiso dejar testimonio de la
magnitud de una tragedia que
esa vez alcanzó a millones de
personas, pero que en el fondo
no es demasiado distinta a la
que hoy toca a pueblos como
Sibaya y Limaxiña, que si no
los nombráramos en esta
crónica no sabríamos que
pertenecen a una abstracción
llamada Chile.
Sábado 8 de Julio de 2006
El cartero
He completado un par de
semanas escribiéndole una carta
a un amigo que vive en
Zaragoza y aún no le pongo
punto final y la despacho. No es
que la carta contenga una novela
o sea demasiado larga.
Simplemente no me he dado el
tiempo de abrocharla, de
incorporarle alguna posdata, de
dejarle saludos a su mujer. Esto
de ir absurdamente contra el
tiempo fue referido hace
algunas semanas por Roberto
Merino en su crónica semanal
de los domingos. Merino
construyó un gran alegato
moral, infrecuente en él, a favor
de no vivir contra el tiempo:
"No sabemos cómo metemos el
zapato en esta trampa, que nos
induce a correr una yimcana
absurda por las calles de la
ciudad. Avanzamos a codazos
en medio de la marea humana
de Providencia, descendemos
por las escaleras mecánicas del
metro intentando superar su
velocidad prescrita, nos
exasperamos ya en el vagón por
la gradual lentitud con que se
suceden las estaciones, salimos
por otra escalera a una esquina
desconocida con el brazo ya
tendido para parar un taxi. En
fin, todas estas lamentables
circunstancias nos convierten en
monstruosos monigotes, y como
tales hacemos el efecto risible
de los personajes de las viejas
películas mudas".
Vuelvo al correo. Mi amigo de
Zaragoza no tiene correo
electrónico y la forma más
amistosa que tengo de
comunicarme con él es recurrir
al correo tradicional: a la carta
dentro de un sobre y franqueada
con estampillas. Las cartas
manuscritas y personalizadas
son ahora las excepciones a la
regla, y para escribirlas hay que
tomarse un tiempo. Los carteros
ya no entregan cartas: ahora nos
empapelan de cuentas de
servicios, avisos de cobro,
estados bancarios y folletos
promocionales de cuanta
palangana existe, incluyéndose
en la oferta créditos
preaprobados por una suma casi
siempre varias veces superior a
nuestro sueldo. A ver si
picamos.
El cartero de mi infancia, un
gordo canoso a quien
identificábamos por su chiflido
característico un cartero que no
silbaba bien no era competente
para el cargo iba premunido de
un gran bolso negro, andaba a
pie, transpiraba en verano como
caballo de carrera, usaba la
lapicera bic afirmada en la oreja
y siempre iba apurado. Tenía
una cierta noción de la
importancia de su oficio,
identificaba perfectamente a los
vecinos, incluyendo a los cabros
chicos, seguro se enteraba de las
tragedias que sucedían dentro de
las casas de su recorrido, y más
de alguna vez soñó con abrir
correspondencia ajena.
Una vez leí la historia contada
por Daniel de la Vega de un
cartero francés al que metieron
preso cuando descubrieron que
durante un tiempo largo dejó de
entregar cartas y en cambio se
dedicó a abrirlas y leerlas, o
bien a quemarlas en un
incinerador porque le pesaban
demasiado en el bolso. Se
llamaba Maurice Croquey, y era
cartero de Hazebrouck, un
pueblo chico del norte donde
entonces vivían unas veinte mil
personas. Croquey aprendió a
conocer detalles sabrosos de las
vidas íntimas del boticario, el
alcalde, el jefe de la policía y la
señora de la casa de dos pisos de
la esquina. Se corrió la bola en
el pueblo que las cartas no
estaban llegando a destino y los
vecinos empezaron a sospechar
de él. El cartero cayó en la
trampa cuando un vecino
llamado Jean Harden le envió
una carta a la muchacha más
bonita de todo Hazebrouck con
un mensaje dirigido en verdad a
Croquey: "Usted es un
miserable, que está abriendo y
leyendo las cartas de todos los
vecinos de esta ciudad. Yo lo
voy a denunciar y usted va a
caer a la cárcel por todos los
días de su vida". Croquey se dio
por aludido y fue a interpelar a
Harden, quedando en evidencia
ante la justicia.
Según cuenta De la Vega,
muchos hombres de Hazebrouck
empezaron a entrenarse para ir a
matar a Croquey apenas saliera
de prisión, razón por la cual el
cartero creyó conveniente
pedirle a su abogado que lo
mantuviera en la cárcel por un
tiempo prudente, hasta que se
apagara el fuego de la rabia en
su contra. El cronista se tuvo
que venir de Francia a Chile y
no pudo enterarse de cómo
siguió la historia, razón por la
cual esta crónica también llega a
su fin con la sugerencia escrita
por el propio Daniel de la Vega:
"Los lectores que deseen
completar la biografía de
Maurice Croquey pueden
consultar los periódicos de
Hazebrouck publicados en el
mes de noviembre de 1953 y en
los meses sucesivos".

Sábado 15 de Julio de 2006


Tablero marcador
Algo pasó. No entiendo bien
qué. A mí el fútbol me gusta
mucho. Pero este último
Mundial de Alemania me
mantuvo frío, lejano,
indiferente. Y si hago memoria,
del Mundial de Japón-Corea en
2002 guardo también escasos
recuerdos, imágenes vagas y
difusas de la final, de los dos
goles de Brasil a Alemania y no
mucho más que eso.
Recién en octavos de final de
Alemania 2006 empecé a
sentarme un rato a ver pedazos
de partidos. No es que el trabajo
me haya mantenido demasiado
ocupado. Siempre las dos horas
de un encuentro de fútbol
jugado en horario de oficina son
recuperables, incluso en el
mismo día. Mi máxima
indiferencia fue cuando se jugó
la semifinal entre Italia y
Alemania un martes a las tres de
la tarde, y yo a esa hora figuraba
retirando exámenes en un centro
médico y un rato después hacía
cola en una isapre, con un
número en la mano, para pagar
unos bonos y reembolsar un par
de boletas. ¿Qué me estaba
pasando? Verme a mí mismo
ajeno a lo que sucedía en esa
cancha de Dortmund, rodeado
en la isapre de un cúmulo de
mujeres tan indiferentes como
yo en ese momento a la pelota
de cuero y su circunstancia, hizo
que me formulara la pregunta:
¿qué es lo que te aburre de este
Mundial, y del anterior, y tal
vez mañana de Sudáfrica 2010,
que prefieres la infame
burocracia de una oficina hostil?
Hace exactos veinte años, para
México 86, cuando Maradona
pasó a la historia por sus dos
goles a los ingleses, yo vivía ese
Mundial junto a mis
compañeros de oficina con una
intensidad inolvidable:
llevábamos estadísticas de cada
partido, hacíamos apuestas, nos
encerrábamos en patota y no
perdonábamos un minuto de
fútbol en ausencia nuestra. Al
baño se iba en los entretiempos,
tal como se hace en los estadios.
Era la infancia recobrada. Ahora
mismo, para Alemania 2006, vi
cómo mis hijos se
entusiasmaron con las láminas
de un álbum del Mundial,
escribieron el resultado de cada
partido, dibujaron banderas de
todos los países que
participaban y siguieron el
fútbol por televisión al volver
del colegio. Lo normal de un
niño pelotizado. Yo, en cambio,
hice al comienzo esfuerzos para
involucrarme y no hubo caso:
nunca el Mundial le compitió en
intensidad y gusto a la fase final
del campeonato local, donde la
U llegó a la final y estuvo a un
par de penales de coronarse
campeón. Ahí sí me apasioné.
Con el miserable fútbol local, el
vilipendiado fútbol
subdesarrollado y pichanguero
que me mantuvo expectante y
concentrado, que me subió la
presión en momentos difíciles y
me hizo liberarla con gritos
guturales cada vez que el equipo
metió goles, gustó y ganó
partidos imposibles.
El día de la final definitiva con
Colo Colo, éramos quince entre
amigos y familia los que
gritábamos frente al televisor de
mi pieza para que la U hiciera la
gracia. No se pudo, pero la
expectativa de volver a
entusiasmarme con el equipo
me tiene hoy al acecho del
próximo campeonato, en busca
de la gloria perdida: el fútbol
me sigue gustando, y mucho. Lo
que me aburrió es la
parafernalia del fútbol, la danza
de millones, los excesos y vicios
de la industria. A cambio
quedan los mitos, y el recuerdo
de los mejores goles que metiste
en un recreo escolar, y el abrazo
efusivo con tus hijos una noche
cualquiera en una grada de
Ñuñoa.
Cuando la U le ganó 6 a 1 a
Huachipato en la semifinal del
torneo, hace cosa de tres
semanas, les dije a mis hijos en
el estadio que miraran el tablero
marcador luminoso que
registraba la goleada, y que
conservaran esa imagen, porque
pocas veces íbamos a darnos el
gusto de ser testigos en la
cancha de una goleada tan
vistosa y contundente. A la
noche siguiente, acompañé un
rato en la cama a mi hijo José.
Cuando él se estaba quedando
dormido, súbitamente abrió los
ojos y me dijo: "Papá, ¿sabes lo
que está viendo mi mente?".
"No, ¿qué cosa?". "El tablero
marcador, papá. El tablero
marcador con el 6 a 1 de la U".
Puedo estar tranquilo. Como
escribe Juan Villoro a raíz de su
último libro, Dios es redondo,
"el fútbol sucede en la cancha,
pero también en la cabeza del
aficionado. Siempre he sido
aficionado al fútbol, pero sólo
jugué grandes partidos en mi
imaginación". Que esa fantasía
no me abandone. Que la
infancia no me deje solo.

Sábado 22 de Julio de 2006


Desesperados
El miércoles de la semana
pasada, sonó el despertador en
mi casa a las seis y media de la
mañana, como es costumbre en
días de trabajo y colegio. Afuera
llovía a todo dar. Me levanté
rápido a chequear que el cálifont
en el patio estuviera prendido,
porque cuando llueve mucho el
aparato tiene la maldita
costumbre de apagarse con el
agua y cuesta un mundo
encenderlo. Me costó un par de
visitas de gásfiter el invierno
pasado aprender a hacerlo
funcionar con mis manos. Ésa
era mi gran preocupación
matinal: que no se apagara el
cálifont y saber si había clases
en los colegios, porque la noche
anterior corría el rumor de que a
lo mejor se suspendían por el
temporal. Prendí el televisor, y
los ágiles de la prensa
notificaron de inmediato que sí
había clases en Santiago, que
donde estaban suspendidas era
en Concepción. Allá también
estaba la noticia. En
Chiguayante. Una tragedia, por
supuesto. Una casa enclenque,
levantada en la ladera de un
cerro, se estaba inundando la
noche anterior, el agua entraba
por todos lados, y el dueño
había pedido ayuda de amigos,
familiares y vecinos para
"salvar" sus cosas. Hasta un
piño de bomberos había llegado
al lugar. La consigna era salvar
lo que se pudiera antes que el
agua y el barro acabaran con los
enseres: la cama, el colchón, la
tele, la radio, la mesa, las sillas,
el refrigerador, los zapatos, las
frazadas, lo que hubiera. En eso
estaban dentro de esa casa:
tratando de salvar los bienes
comprados a crédito cuando un
pedazo del cerro contiguo cedió
a la lluvia y se convirtió en una
montaña de barro que sepultó de
un zuácate a todos los que allí le
ponían el hombro. Dejaron la
vida cargando trastos como si
fueran peonetas de una
mudanza. Los reporteros no
sabían si eran siete, ocho o diez
los enterrados bajo el barro. No
faltaban en el noticiario matinal
los testimonios de los vecinos
curiosos que habían visto caer el
alud de barro encima de la casa.
Tampoco faltaba el lugareño
que a grito pelado les advertía
que salieran de ahí, que eso era
muy peligroso, que ya venía el
derrumbe.
Son las típicas noticias del
invierno. Al día siguiente en la
mañana, la televisión mostraba
al único sobreviviente del alud,
Cristián Sanhueza, que contaba
llorando y con moretones en la
cara cómo parte de su familia
había quedado sepultada bajo el
barro. También el noticiario
matinal mostraba a la Presidenta
escuchando el alegato de los
vecinos que habían pasado toda
la noche de la tragedia viviendo
el drama sin que ninguna
"autoridad" se acercara al lugar,
mientras las otras "autoridades"
decretaban zona de emergencia,
"monitoreaban" las distintas
regiones azotadas por el
temporal ("monitorear", un
verbo que se usa mucho en
situaciones de catástrofe), y
daban explicaciones sobre la
ayuda que ya se había dispuesto,
la gran limosna nacional con
que se enfrenta año a año la
fragilidad en que viven los más
pobres.
No hay que ser muy diligente
para advertir que los primeros
grandes damnificados cada vez
que llueve un poco más de la
cuenta (y esto sucede en todos
los inviernos) son los pobres,
los que no tienen plata para
pagar un arriendo decoroso, los
que tienen su casucha a la orilla
del río o a un costado del cerro,
los que viven en "soluciones
habitacionales" de doce metros
cuadrados, en casas pitufas, en
casas subsidiadas a las que un
ventarrón les arranca los techos,
en casas copeva por las cuales
pagaron y a las que tuvieron que
forrar con plástico para que no
se inundaran.
Los famosos pobres no son los
únicos damnificados, pero sí los
primeros, los que no faltan a la
fiesta. Los nunca bien
ponderados pobres de este país.
Que son legión. Que votan en
las elecciones y después se dan
cuenta de que en verdad no
creen en nada que no forme
parte de la vida doméstica que
llevan. Qué gran contraste, qué
brutal contraste con este otro
país en el que yo me muevo,
donde el encendido del cálifont
y la presión del agua son las
grandes amenazas en una
mañana de temporal. Con suerte
me mojo la planta de los zapatos
en el trayecto que cubre la
puerta de mi casa hasta el auto.
¿Podemos estar hablando del
mismo país?
No hay cómo mantenerlos
debajo de la alfombra. Los
pobres asoman la cabeza en días
de lluvia, viento y nieve,
aparecen en la televisión
mostrando su intimidad
recubierta de barro, y después
vuelven a ocultarse hasta que
una nueva tragedia los exhibe
desnudos, desesperados.

Sábado 29 de Julio de 2006


Una vida mejor
Hemos leído muchas veces en el
último tiempo que la salud
mental en Chile muestra
"índices alarmantes". Hay
profusión de siquiatras y
estudiosos de la salud pública
que dicen que hoy existe un alto
consumo de todo tipo de
fármacos, mucha depresión no
diagnosticada, uso intensivo de
licencias médicas por estrés,
competencia laboral despiadada.
Las jornadas de trabajo son
extensas y no necesariamente
productivas, las vacaciones se
hacen cortas, un paréntesis que
no alcanza a mitigar la presión
del día a día, hay demasiadas
caras mustias en calles y
oficinas, compromisos
económicos que no se pueden
solventar, muchísimas parejas
que se ladran o no se hablan. No
hay tiempo, o hay demasiado
poco tiempo para reconocer con
sabiduría a qué dedicarle
nuestra mayor energía.
Yo no necesito leer estudios
para advertir que andamos con
la cabeza maltrecha. Anoche
caminaba de la mano de mi
mujer rumbo a casa poco
después de quedarnos en pana y,
antes de llegar, en una calle
pequeña y bien iluminada, más
tranquila que una foto,
presenciamos una escena del
teatro del absurdo: como había
una fila de autos estacionados a
ambos costados de la vereda,
dando cuenta del cumpleaños de
algún vecino, sólo pasaba un
vehículo por el medio en esta
pequeña calle de doble vía. Pues
bien: en el centro había dos
autos enfrentados, no sé hace
cuántos minutos, y ninguno de
los dos hacía amago de
retroceder un trecho para darle
la pasada al otro. Resultado: los
dos autos permanecían
inmóviles, como enemigos,
mostrándose los dientes,
esperando a que la paciencia de
uno de los choferes se agotara y
el asunto tuviera un desenlace.
Como empezaron a llegar otros
autos a la cola, se hizo más
urgente una solución, ya que la
tozudez de los dos involucraba
ahora a nuevas personas: una de
las partes tenía que ceder,
retroceder unos metros y abrirle
el paso al otro. Eso era todo.
Los dos choferes, estáticos en
sus asientos, con ademán de
esperaré aquí hasta que te
muevas, cabrón, parecieron en
algún momento dispuestos,
incluso, a bajarse de sus autos
para zanjar la discusión a gritos
y puñetes. Pero la sangre no
llegó al río: en vista de que al
frente suyo ya se habían
acumulado tres autos, el de la
camioneta más grande
finalmente optó por retroceder.
No hubo insultos a viva voz:
sólo miradas de fuego. Fueron
en total apenas dos o tres
minutos de tensión, tiempo
suficiente para cargar la
atmósfera. Ese par de choferes
arrastraban un mal día o
derechamente andaban con la
cabeza estropeada, esparciendo
su locura, incluso, en pequeñas
calles de la ciudad donde como
gran actividad los gatos
preparan su agosto.
Nadie está exento de perder el
equilibrio. No me gusta escribir
desde la vereda de la salud,
dejando la sensación de que la
enfermedad está del otro lado.
Conozco las crisis de pánico y
sé cómo la angustia desordena
cualquier tablero. También
confío en los vínculos afectivos,
y sé cuánto bien pueden llegar a
hacerte sentir cuando te dejas
ocupar por ellos. He escuchado
y leído en los últimos días
testimonios de gente a la que
quiero que vive episodios
difíciles o fantasmales. Una
amiga debe someterse a una
terapia de shock, y yo concurro
desarmado a darle una palabra
de aliento. No sé qué decir. La
dejo cerca de la casa de sus
padres y la veo avanzar, frágil,
por la vereda, en la misma
dirección en que yo me alejo en
el auto. Recuerdo un texto de
Carver. Lo releo: "De todos
modos, sabía que había hecho
un amigo, y un buen amigo. La
clase de amigo por el que uno se
desvía de su camino". Yo pude
haberme desviado esa tarde y
haberla acompañado un rato
más, pero, claro, tenía poco
tiempo y la dejé ir. Los amigos,
los buenos amigos, incluso, no
dejamos la vida por el otro, y
ambos lo sabemos.
Otra amiga no se siente a gusto
en este país para ella frío y
distante y piensa en largarse con
su hija a Brasil. Si tuviera lazos
que la ataran a Chile, le sería
difícil partir; pero ni ella ni su
hija se sienten cómodas y
acogidas. Ambas sueñan con un
enunciado simple y a veces
demoledor: una vida mejor.

Sábado 5 de Agosto de 2006


Sin piedad
La otra vez dieron un completo
informe por televisión de la
estafa de los quesitos mágicos.
El golpe periodístico no fue
revelar el procedimiento a
través del cual embaucaban
incautos, haciéndoles pagar
doscientos cincuenta mil pesos
por cada sobre de polvitos que
luego se exportarían a Francia
en forma de sopaipillas para
hacer cosméticos, cuestión que
ya sabíamos, sino haber
encontrado muy campante en su
departamento de París a la gorda
francesa que los metió a todos
en este negocio cazabobos.
Madame Gil estuvo alguna vez
avivando la cueca en Coltauco,
incitando a la gente a invertir en
los quesitos, tomándose fotos
con medio mundo. Era tan
carismática la señora a ojos del
pueblo, que incluso le cantaron
esa vez qué bonita va, a vender
quesitos frescos a la ciudad.
No sabían con qué chichita se
estaban curando. A la voz de
plata fácil, estos nuevos
inversionistas, muchos de los
cuales no tienen ni dónde caerse
muertos, pidieron préstamos o
echaron mano a las vacas del
campo o a la jubilación para
participar de la fiesta. Hasta el
alcalde de Peumo puso plata, lo
que incitó a otros vecinos a
moverse rápido porque el
negocio parecia redondo. Ahora
que están caídos, ahora que se
sabe que les metieron el dedo en
la boca, ahora que la francesa se
pasea en un Jaguar por París y
los dos ejecutivos de la empresa
Fermex están presos, asoma a lo
largo y ancho del territorio el
humor nacional socarrón y
despiadado. Por giles les pasó,
es lo menos que se escucha. Por
ambiciosos.
El embrujo del negocio fácil no
es asunto de chilenidad, en todo
caso. En el norte de Perú,
Madame Gil montó el mismo
tinglado hace un par de años, los
primeros afortunados
alcanzaron a cobrar y a
reinvertir (si ya ganaste diez,
quieres ganar cien) y pronto la
estafa reventó: el gerente de la
empresa peruana hoy está preso
y las víctimas que cayeron
todavía no ven un sol de vuelta.
Allá en vez de quesitos se
llamaban honguitos.
Los sitios de internet donde se
están organizando los estafados
han sido asaltados por
compatriotas que no escatiman
la burla. Un anónimo cibernauta
puso en venta una crema en
base a algas marinas que en diez
días te hace ver diez años más
joven: "Sólo deben aplicarla una
vez al día y por cada diez años
más joven que te veas te
premiamos con un bono de
quinientos mil pesos. ¿Qué
tal?". No hay piedad con las
víctimas. Hasta ellos mismos se
ríen de su propia desgracia. En
Coltauco vieron por televisión
el reportaje de la gorda en París
y dijeron que la película El rey
de los huevones tendría que
estrenarse en su pueblo, donde
hay la mayor tasa porcentual de
embaucados de todo el país.
El humor corrosivo está en los
genes. Cualquier defecto físico
ya en el colegio es siempre
motivo de burlas y
sobrenombres. Un par de cursos
más arriba que el mío había un
estudiante que tenía una oreja
más chica que la otra. Le decían
"El Taza". A una profesora de
mis hermanos mayores, con un
bigote más frondoso que lo
normal, la llamaban a
escondidas "La Chancha", y no
faltó el chistosito que una vez le
dejó en el escritorio una
prestobarba de regalo. Cuando
alguien se cae en la calle, lo
primero que hacemos es reírnos,
independientemente de cómo
termine el caído. El otro día
venía en un taxi, y el chofer
inventó una ruta para sortear un
enorme taco. Lo logró, y al ver
que había dejado atrás a una
inmensa fila de autos que seguro
tendrían que esperar allí mucho
rato sin moverse, lanzó una
carcajada destemplada que me
impresionó. El hombre parecía
disfrutar la imagen de aquellos
sujetos que permanecían
estáticos, sin avanzar, en medio
del taco.
El mejor ejemplo de humor
nacional despiadado lo leí una
vez en Norte Grande, de Andrés
Sabella. Allí se cuenta la
historia de "El Borrado", un
obrero de la salitrera María
Elena muy poco querido por sus
pares que un día se cayó en las
chancadoras y se esfumó: no
quedó nada de él. De ahí su
sobrenombre: "El Borrado". El
día del accidente, el gringo a
cargo de las operaciones, míster
Bark, supo que el trabajador se
había caído y de inmediato
calculó que no había vuelta: "Ni
las suelas de los zapatos
pudimos encontrar. Las
chancadoras lo habían reducido
a una simple aleación.
Decepcionado, iba yo de vuelta
a reiniciar la faena cuando un
compañero de 'El Borrado' me
zambulló en la realidad: ¿Se da
cuenta, míster Bark? ¡El
viajecito a Estados Unidos que
se va a pegar el huevón!".

Sábado 12 de Agosto de 2006


Crónicas
A fuerza de leer crónicas
durante años, le tomé el gusto al
género y me convertí en un
adicto. Hoy no pasan días sin
que deje de leer una y otra y
otra más. Crónicas antiguas,
publicadas en libros gastados
por el tiempo, y por supuesto
nuevas, recién salidas del horno,
con la impronta de los tiempos
que corren, aunque siempre
dispuestas a recortar la
actualidad y ponerla sobre un
fondo más personal, menos
predecible.
La última perla me la trajo una
amiga desde Brasil: una
antología de diez cronistas
brasileros contemporáneos, con
un prólogo donde Manuel da
Costa Pinto dice que las
crónicas pueden leerse como
"pequeños fragmentos de
reflexión cotidiana". Del primer
cronista brasilero antologado,
Carlos Heitor Cony, leo
"Edición Final". Allí Cony
cuenta la anécdota de una charla
con estudiantes universitarios a
la que concurrió como invitado
de honor, y en la que uno de los
asistentes le preguntó, con gran
solemnidad, qué faltaba para
que el hombre, la historia, el
mundo, tuviesen un sentido.
Cony estaba sentado detrás de
una mesa, con un micrófono y
un vaso de agua al frente, y no
podía responder honestamente
que no tenía idea, porque todas
aquellas personas esperaban de
él una respuesta más
desarrollada. Entonces dijo:
"Falta en la historia y en el
mundo una edición final, la
misma edición con que se arma
una película, un espectáculo
teatral, un texto de prensa. El
mundo, la historia y el hombre
no pasan de ser apenas un
making off, una sucesión de
escenas, frases, personajes,
emociones y puntos de vista que
necesitan de un montaje
posterior, de una mesa de
edición. El mundo, la historia y
el hombre son infinitas tomas,
lavas subterráneas vomitadas
por volcanes, animales extraños
en la profundidad de los mares,
guerras y masacres idiotas,
ciudades levantadas y después
destruidas, y de repente un
sujeto melenudo componiendo
la Novena Sinfonía y una
estatua gigantesca de una mujer
casi desnuda en un museo".
Cony no vislumbra sentido en la
manera como se presenta ante
nuestros ojos la vida en el
mundo contemporáneo: "Un
hombre matando a otro, un niño
muriendo de hambre, un barco
solitario en el océano, un hongo
de fuego subiendo desde el
suelo, una enfermera tomándole
la presión a un enfermo y
diciendo 16 con 10, ¡está alta!".
Cony se formula preguntas:
"¿Qué sentido puede tener todo
esto? No hay un rutero previo,
las locaciones son aleatorias, los
diálogos improvisados, el
making off está siendo realizado
hace billones de años, con
billones de intérpretes en
billones de escenarios. ¿Cuándo
vendrá un editor final a darle
sentido a todo?".
Manuel da Costa Pinto ensaya
sentado en un escritorio de
Brasil una respuesta posible:
"En medio del caos y las
injusticias galopantes de la
sociedad contemporánea, las
crónicas pueden descubrir la
gracia, la armonía, las miradas
de afecto y complicidad; en fin,
sentimientos y recuerdos que
alimentan nuestro sentido
crítico, pues nos ayudan a
luchar por un lirismo que
todavía respira en las casas y en
las calles". Nunca mejor dicho.
Sábado 19 de Agosto de 2006
Dolores
Hay ciudades de las que nunca
podrás desprenderte, ciudades
cuyo recuerdo está atado a
momentos de tu vida que se
repiten en el tiempo una y otra
vez, en forma de sueño o de
palabra o de rostro vuelto a
dibujar en tu memoria. Ahora
que estoy en Buenos Aires,
verifico nuevamente que para
mí esta ciudad es, en gran
medida, y adivino que para
siempre, Dolores Ezcurra.
Puedo no pisar el barrio norte,
puedo no asomar la nariz por el
tren urbano que sale desde
Retiro hasta Martínez, La
Lucila, San Isidro, y de todas
formas la estoy viendo.
Atravieso las calles de Palermo
Viejo y recuerdo la casa de una
hermana suya que hacía
artesanía en vidrio y que vivía
en el barrio. Admiro los
gomeros gigantescos que hay
frente al café La Biela y
reconozco que ella fue la
primera en mostrármelos, y que
un poco más allá nos cruzamos
una noche con Adolfo Bioy
Casares, y que a pocas cuadras
de La Recoleta, sobre la avenida
Libertador, me llevó un día a
conocer a una mujer
discapacitada porque sabía que
su testimonio de vida no lo
olvidaría jamás.
Cuchareamos dulce de leche en
la cocina de todas sus casas,
preparamos té en una tetera
artesanal que un día me llevó de
regalo a Santiago para que la
conservara, caminamos
orillando la línea del tren muy
cerca del río de la Plata,
entramos al cine, a librerías, a
heladerías y también a
hospitales, cuando tenía que
controlarse por su cáncer.
Desde el día en que la conocí,
en Chiloé, nuestra amistad
estuvo atravesada por su
enfermedad. A veces
lográbamos esquivar su nombre,
pero ella no perdía oportunidad
de hacerse notar. En sus cartas y
en las charlas telefónicas entre
Buenos Aires y Santiago fueron
persistentes los comentarios y
las preguntas por su estado de
salud, el avance de la terapia,
los últimos rigores del
tratamiento. La enfermedad
latía, y hasta donde pudimos, la
encaramos casi siempre con
palabras y muchas veces con
humor, cuando ya no quedaban
herramientas más eficaces.
Una vez, en agosto de 1986,
recibí una carta suya en la que
me hablaba con angustia del
cáncer de una de sus hermanas.
Se sentía culpable: "Te escribo
en un difícil momento. Una
hermana está muriendo de
cáncer. Siento rabia,
impotencia, esa cosa
ambivalente de la culpa por mi
curación. Esto me remueve y
resuena en mí con una fuerza
muy grande. Esta enfermedad es
terrible porque hace estériles
todas las luchas".
Al cabo de un tiempo el cáncer
volvió a su vida, y con él los
exámenes, la terapia, el control.
Dolores no tuvo más remedio
que acostumbrarse a vivir con la
sombra de una enfermedad que
no la iba a abandonar jamás,
pero a la que supo sortear en el
camino con juego de cintura y
una voluntad de fierro.
Recién pude despedirme física y
emocionalmente de ella en
octubre de 2002, cuando con
flores en la mano visité su
tumba en un cementerio en las
afueras de Buenos Aires y
comprobé su muerte, ocurrida el
21 de julio de 1995, dos días
después del suicidio del
hermano de un amigo, en una de
las semanas más desoladoras
que recuerde mi fragmentada
memoria.
Las amistades entre personas
que no viven en la misma
ciudad suelen ser fugaces y
evaporarse con el paso del
tiempo, a menos que un
poderoso y misterioso vínculo
las hermane. Mi amistad con
Dolores me acompañó a donde
fui y me acompaña hasta hoy.
Su presencia es un fantasma
vivo que me empuja a seguir
recuperándola. No hay pausa,
Dolores, no te dejo en paz.
Ahora en Buenos Aires, entre
librerías y charlas de café y
empanadas sanjuaninas, les
transmití a mis nuevos amigos
porteños que tú sigues siendo
mi Buenos Aires querido, el
punto de partida de una ciudad
que nunca se cansará de
nombrarte: Dolores, Dolores,
Dolores.

Sábado 26 de Agosto de 2006


Hace mucho tiempo que no
bebo champán
En mis ratos libres, leo a
Chéjov. Sus cartas, sus cuentos,
los ensayos que de él se
escriben. Había leído muy poco
de él, y no me perdono haber
demorado tanto en prestarle
atención. No encuentro mejor
ocio en estos días que una cierta
obsesión por fijar la mirada en
este autor remoto que murió en
Rusia hace más de cien años.
Miles de lectores, cientos de
miles de lectores han consumido
tiempo y energía en las historias
narradas por Antón Chéjov. Él
es un artista clásico: sus escritos
respiran naturalmente hasta hoy
y revelan con extraordinaria
lucidez los conflictos que
afligen a un ruso medio de 1900
o a un chileno del siglo
veintiuno.
Juan Villoro dice que leyendo a
Chéjov queda muy claro que
"toda historia narrada con
pericia desemboca en un
silencio estremecedor".
En una de sus cartas a Alekséi
Suvorin, fechada el 9 de marzo
de 1890, el médico y escritor
Antón Chéjov le cuenta a su
editor y amigo que viajará al
campo de prisioneros de Sajalín
para ver con sus propios ojos
cómo se vive allí, y después
escribir un libro que narre esa
historia: "Admitamos incluso
que el viaje no me aporte
absolutamente nada, pero ¿es
posible que todos esos meses no
me ofrezcan dos o tres días que
recordaré mientras viva, con
profunda alegría o con
amargura?".
Esa misma pregunta podemos
formularla nosotros en cualquier
momento a propósito de los
afanes que nos ocupan
diariamente. En mi caso, como
lector, aspiro a seguir
encontrando en el camino cinco,
seis, ocho, diez autores que
pueda metabolizar a lo largo de
mi vida, cada uno de ellos en el
momento justo y sin
mezquindades, autores que
ayuden a sobrellevar mejor la
fiera carga que nos impone la
farándula doméstica de cada día.
Autores clásicos y modernos.
Vivos y muertos. Con Chéjov a
la cabeza.
De vuelta de Sajalín, Chéjov
escribió en una libreta de
apuntes: "La vida es una marcha
hacia la cárcel. La verdadera
literatura debe enseñar a escapar
o prometer la libertad". Leyendo
a Chéjov, envidio al italiano
Piero Brunello y a la checa
Janet Malcom que han podido
ocupar años de sus vidas en
revisar las cartas del ruso, leer
sus cuentos una y otra vez,
anotar frases para el bronce y
después publicar libros donde la
obra y figura de Chéjov es
revisitada para deleite de sus
lectores. Ellos se obsesionaron y
la pesquisa tuvo final feliz.
A propósito del final
supuestamente abrupto con que
el escritor concluyó uno de sus
cuentos, Luces, y que le valió en
su momento una carta del
novelista y dramaturgo Iván
Scheglov, Chéjov le contestó a
los pocos días dejando sentada
además una poética literaria:
"Debemos dejarnos de
charlatanerías y declarar con
franqueza que en este mundo no
hay nada claro. Sólo los tontos y
los charlatanes lo comprenden
todo".
Chéjov murió muy joven, a los
44 años, y su muerte como su
literatura estuvo revestida de
elegancia. Enfermo de
tuberculosis, ya no resistía los
dolores en sus últimos minutos
de vida y le pidió a su esposa, la
actriz Olga Knipper, que le
trajera un médico a la pieza del
hotel alemán donde pasaban
unos días. Llegó el doctor, le
puso una inyección y pidió
champán para Chéjov. "Hace
mucho tiempo que no bebo
champán", dijo el moribundo, y
apuró la copa, y luego se recostó
sobre la cama y calló para
siempre. Algunos biógrafos
dicen que deliró con marineros
rusos en Japón. El silencio que
se hizo después fue apenas roto
por el sonido de una polilla que
había entrado a la habitación, y
que se golpeaba torpemente
contra las lámparas encendidas.
La pieza de Chéjov permaneció
iluminada, tal como acostumbra
a hacer con nosotros, sus
lectores, cada vez que entramos
en los cuartos donde transcurren
sus historias. Chéjov ilumina la
vida y la muerte, y eso es de
agradecer.

Sábado 2 de Septiembre de
2006
Héroes y tumbas
Un lector me escribe y en su
carta refiere a grandes trazos el
caso de aquel gendarme chileno
abatido a tiros por fuerzas
argentinas en la zona fronteriza
de Laguna del Desierto. La
historia me parece haberla
escuchado alguna vez, recuerdo
incluso haber leído algo, pero
no retengo ningún detalle.
Busco en archivos y doy con la
fecha del altercado: la tarde del
6 de noviembre de 1965. El
teniente Merino, Hernán
Merino, la víctima, tenía
entonces 29 años y es ahora
mártir de Carabineros de Chile:
sus restos están enterrados
desde hace unos años en una
tumba especial donde en cada
noviembre sus compañeros de
armas le rinden honores.
Su historia, leo en diarios
antiguos, contiene la clásica
fatalidad que acompaña a estos
héroes abandonados. En algún
momento del conflicto que
había en esos años por la
disputa territorial de Laguna del
Desierto, la patrulla de Merino
(formada por seis carabineros en
total), que había fijado su
cuartel en una choza
abandonada, quedó sola y no
alcanzó a enterarse a tiempo de
que debían retirarse de la zona
en litigio por acuerdo de los
presidentes de Argentina y
Chile. Parte de la literatura
disponible dice incluso que el
avión que debía informarles
tuvo que devolverse por falta de
combustible, y que el walkie-
talkie de la patrulla tampoco
funcionó, al parecer porque las
baterías se habían gastado
escuchando un partido de fútbol
y no había repuesto.
Lo cierto es que un mensajero
llegó tarde a avisarles que
debían retirarse de donde
estaban, y fue justo en ese
trance de desarmar campamento
cuando ocurrió el episodio que
le costó la vida a Merino. Lo
que se sabe bien es que en algún
momento esta patrulla con
cuatro hombres (los otros dos
habían ido a buscar caballos)
fue cercada de improviso por
alrededor de noventa gendarmes
argentinos armados. El mayor
Torres, a cargo de la patrulla
chilena, le dijo a su gente que
iría a hablar con las tropas
argentinas. Merino, el teniente
Merino, que era bravo y atlético
y de armas tomar, un patriota
que incluso alguna vez había
prohibido a los chilenos entrar a
Cochrane vistiendo pantalones
tipo bombachas propios de los
gauchos argentinos, fue a buscar
su fusil ametralladora para no
dejar solo a Torres. Aquí la
historia es imprecisa. El relato
póstumo de uno de los
carabineros que había ido a
buscar los caballos asegura que
el teniente Merino alcanzó a
disparar su fusil. En el
testimonio posterior del mayor
Torres se señala también que
"Merino, en su afán de apoyar
mis palabras o mi intención de
hablar con el jefe argentino,
tomó su fusil ametralladora
haciendo varios disparos al
aire". Lo que sea que haya
ocurrido, los argentinos
dispararon a matar en contra de
Merino (la herida mortal fue en
el pecho) y también dejaron
baleado al sargento Manríquez.
El cuerpo de Merino fue llevado
a territorio argentino a lomo de
caballo, y devuelto días después
desnudo en una urna metálica.
El teniente Merino fue enterrado
en Santiago con honores, en
medio de una multitud que lo
despidió como héroe, y luego
fue poco a poco olvidándolo y
abandonándolo, hasta hoy, en
que su recuerdo es remoto y
difuso. Los héroes tampoco
tienen cómo escapar del olvido,
aunque el día de su despedida
suenen tambores y trompetas.
Después, mucho tiempo después
de su muerte, fueron sabiéndose
más detalles de cómo vivían
estas patrullas de carabineros en
una zona fronteriza caliente.
Apenas alimentados gracias a la
buena voluntad de un piloto
civil, pasando frío y hambre,
incomunicados del resto del país
y de su alto mando, fueron
incluso después del
enfrentamiento detenidos y
sumariados. La vida del mayor
Torres y de los otros carabineros
que sobrevivieron no supo de
homenajes ni reconocimientos.
Todos siguieron su carrera en la
institución sin contratiempos,
hasta que se retiraron en silencio
cuando les correspondió
hacerlo. No fueron héroes
porque siguieron vivos. Merino,
en cambio, quedó atrapado por
una bala en medio de la
Patagonia y su nombre figurará
empolvado en los tomos de
Historia.

Sábado 9 de Septiembre de
2006
Momentos estelares
La Historia no trabaja inspirada
todo el santo día, de la mañana a
la noche. Igual que la vida de
los artistas, sólo sabe de
inspiración en ciertos momentos
excepcionales. El resto del
tiempo, la Historia transcurre
como suelen correr nuestros
días, uno tras otro: sin mayor
alarde, con ligeras brisas de aire
fresco cuando la percepción está
más fina, escasa en situaciones
que llamen a posar nuestra
mirada en ellas como si se
tratase de una oportunidad única
sobre la Tierra.
Esta idea, por supuesto, no la
inventé yo. La leí el otro día en
el prólogo del libro Momentos
estelares de la humanidad, una
joyita de Stefan Zweig, después
de arrebatarle de las manos a un
buen amigo el ejemplar que
acababa de comprar y que me
venía a mostrar con sonrisa
pícara, como diciendo mira lo
que tengo, ja.
La idea de que hay momentos
de la Historia únicos e
irrepetibles, instantes sublimes
que ninguna imaginación de
artista debe intentar superar, es
una variante elegante y más
completa de ese lugar común
tan certero que dice que la
realidad muchas veces supera a
la ficción.
Como aún no compro el libro,
cuando quise volver sobre lo
que escribía Zweig tuve que
llamar en la noche a este amigo
para que me leyera por teléfono
desde su casa aquellos párrafos
marcados, mientras yo tomaba
nota de lo esencial. Esa es
amistad, aprovecho de comentar
al paso: poder llamar a este
hombre, tan obseso como yo
con el mundo de los libros, a
cualquier hora a su casa para
pedirle que me lea un pedazo de
prólogo que en ese momento me
quita el sueño lo considero un
privilegio.
Zweig llama a estos episodios
"momentos estelares", porque
son resplandecientes e
inalterables como estrellas, y
brillan sobre la noche de lo
efímero. ¿Puede decirse esto
mismo de mejor manera?
Casualidad o no, releía esta
frase maravillosa cuando un
mensaje en la pantalla del
computador me avisó que mi
hija Antonia se había conectado
al messenger. Rápidamente fui
sobre ella y la saludé, y tuve el
impulso no sólo de decirle que
la amaba, imperfectamente por
cierto, sino que la amaba y que
hacía un esfuerzo por
mantenerla la mayor parte del
tiempo en mi horizonte.
Antonia, mi hija mayor,
adolescente muy próxima a la
mayoría de edad legal, es por
supuesto desde su gestación uno
de mis momentos estelares.
Verla nacer un mediodía de
junio en el pabellón de una
clínica de Santiago, llevarla en
las mañanas al jardín infantil,
posar con ella el primer día de
clases en el colegio, besarla,
abrazarla, contemplarla,
alimentarla, vestirla, viajar con
ella al sur profundo y entre los
dos hacerle rogativas al cielo
para que deje de llover a chuzo,
bañarnos en el mar, llorar su
ausencia tantas veces, discutir,
pelear, compartir lecturas y
hojear en este mismo momento
el primer tomo de los Cuentos
completos de Julio Cortázar,
libro que le voy a regalar
cuando la vea el fin de semana y
que cuidará como un tesoro en
su naciente biblioteca, son
episodios que no compiten en la
Gran Historia de la Humanidad
con algunos de los hitos
documentados por Zweig en su
libro, como el día en que nació
el Mesías de Händel, en 1741, o
el día en que indultaron a
Dostoievski momentos antes de
su ejecución, en 1849; pero que
recortados sobre el fondo de mi
vida, una vida más entre
billones de otras vidas que han
sido, constituyen momentos
estelares que usando las propias
palabras de Zweig brillan sobre
la noche de lo efímero.
Ese brillo, esa luz en la
oscuridad, es también
combustible que ayuda a
levantarnos un día y otro y otro
más para rastrear en estas
palabras algo parecido a una
declaración de amor, una
declaración de amor
incorruptible, de padre a hija,
escrita una mañana de invierno
con la inmejorable ayuda de
Stefan Zweig.

Sábado 16 de Septiembre de
2006
Septiembre
Miércoles, doce del día. Voy
leyendo arriba del taxi cuando
una débil sonajera de pitos y
silbidos me recuerda, en pleno
centro de Santiago, que estamos
en septiembre, que se cumple un
año más del 11 de septiembre
del 73. Primero un puñado de
santiaguinos sin un perfil
demasiado definido (más viejos
que estudiantes, menos
embanderados que militantes de
un partido), apostado en la
esquina de José Miguel de la
Barra con Monjitas, hace amago
de tomarse la calle, y luego, un
par de cuadras más abajo, otro
grupo de no más de sesenta o
setenta personas intenta llamar
la atención desde una vereda,
avivando la cueca con un
megáfono en malas condiciones
y desplegando un letrero que no
alcanzo a leer, porque el taxi no
se detiene y avanza por
Monjitas rumbo a la Plaza de
Armas. Nadie hace demasiado
caso de las breves
manifestaciones, que por
supuesto ganan en escenografía
por la presencia inmóvil de
carabineros de las fuerzas
especiales.
El taxista hace un ademán de
molestia: "Hasta cuándo la
revuelven", masculla, sin
demasiada convicción. Me
quedo callado, no contesto.
Falta poco para bajarme y no
tengo ganas de conversar.
Venía leyendo Es tiempo ya, de
Rodrigo Atria, un libro que
demoró más de treinta años en
escribir y publicar, y que,
justamente gracias a todo el
tiempo transcurrido, es sin duda
uno de los buenos libros
disponibles en Chile para contar
el 11 de septiembre de 1973, lo
que había antes, lo que vino
después.
Pocos días atrás, había recibido
este libro de manos del propio
Atria tras una suculenta comida
de sábado en la noche en su
casa. El ejemplar venía con
dedicatoria, breve y precisa:
"Por el tiempo recuperado". No
nos habíamos visto en años. Era
una comida de reencuentro: con
él, con su mujer, con sus
recuerdos.
Entre las muchas historias que
el propio Atria narró mientras
comíamos pasta, hubo una
particularmente simbólica: la de
su anillo de matrimonio. Está en
el libro.
Rodrigo Atria fue detenido el
martes 11 de septiembre en la
fábrica Lucchetti de Vicuña
Mackenna, donde había
decidido quedarse con disciplina
militante junto a un centenar de
trabajadores hasta el toque de
queda que empezaba a las seis
de la tarde, y al día siguiente, el
miércoles 12, fue llevado como
prisionero al Estadio Chile.
Cuando ya hubo cerca de cuatro
mil prisioneros en el estadio,
presumiblemente la noche del
mismo miércoles 12 o la del
jueves 13 de septiembre, los
detenidos fueron autorizados a
ir al baño en grupos. Fue en ese
momento cuando Atria calculó
que la inscripción de su anillo
de matrimonio podía delatarlo
más allá de lo necesario. En su
anillo no figuraba el nombre de
su esposa, como se estila
regularmente, sino una
consigna: "Hasta la victoria
final". La frase, de alta retórica
revolucionaria, estaba en el
anular de su mano izquierda y
era preciso echarla por el water.
Atria no vaciló. El miedo puede
más que los símbolos. Es más
urgente, al menos. Atria dejó
caer el anillo por la taza del
inodoro, tiró la cadena y regresó
al lugar de detención aún con el
miedo abrazándolo entero.
La victoria final de Rodrigo
Atria fue sobrevivir a su
detención, llegar a tener cuatro
hijas con su misma mujer, llegar
incluso a reírse de la historia del
anillo, hacer silencio y
finalmente, después de treinta
años, publicar un libro donde
recuerdos y reflexiones se
combinan para dibujar un nuevo
septiembre, más lúcido, menos
revuelto, menos enloquecido.

Sábado 23 de Septiembre de
2006
El cumpleaños de Chile
No recuerdo quién fue el
primero en usar la expresión
"estar más arriba del
paracaídas", creo que fue
Pinochet o el almirante Merino
a propósito, me imagino, de los
comunistas, que al caso eran
muchísimos, una inmensa
legión, pero por Dios que es
buena y elocuente la expresión.
En este caso, me funciona como
anillo al dedo: quedé hasta más
arriba del paracaídas con todas
estas celebraciones escolares
dieciocheras, sobre todo cuando
comprometen a cabros chicos a
los cuales hay que disfrazar de
chilote, chinita, huaso o
integrante de una diablada,
porque en estos casos "el
cumpleaños de Chile" se celebra
dándole un minuto de fama a
todo el territorio nacional, y
hasta los pascuenses saltan al
escenario.
Siempre es la misma vaina. No
hay primavera que no se
anuncie de la mano de estos
trajes que hay que fabricar o
comprar, y que vienen exigidos
con semanas de anticipación
para tortura de los padres que
debemos gastar plata y energía
en producir parte del evento.
Estoy seguro que si se hace una
encuesta nacional a los
profesores de Chile, la inmensa
mayoría de ellos también está
chata del estrés que provocan
estos actos dieciocheros, y lo
único que quieren es comerse
una empanada y cambiar el
curso de la historia y que el
cumpleaños de la patria se
celebre en febrero, lejos de
cualquier responsabilidad
escolar.
Pero no: la historia no se tuerce,
y aquí estamos en septiembre
avivando la cueca, organizando
presentaciones, vistiendo
pergenios y alimentando una
creciente industria que gana
dinero a costillas nuestras. Me
impactó este año ver en
supermercados no sólo a los
tradicionales trajes de huaso o
china, sino hasta un combo
chilote empaquetado: calceta y
gorro de lana a cerca de tres mil
pesos.
En mi casa, al menos, de prole
numerosa, la presentación
dieciochera tuvo ribetes de
pesadilla. Uno de mis hijos fue
comisionado no sólo para bailar
con gorro de lana, camisa
escocesa y calceta chilota, sino
que después debió transformarse
en un eximio músico intérprete
de unas sambas en metalófono,
las que debía ejecutar vestido de
brasilero, en lo que imagino fue
un guiño a la integración
latinoamericana. El muchacho
no tenía camisa con motivos
tropicales ni pantalón blanco, y
fue un parto convencerlo de que
no se reirían de él si llegaba a la
presentación con sobrios
bluyines y una polera con una
palmera, lo más cercano que
tenía al disfraz de brasilero.
En los casos en que la
presentación es con apoderados
de público, la pesadilla
continúa. Los más pechugones
no dejan ver a los de atrás
poniéndose por delante a punta
de codazos y captando en video
o cámaras fotográficas el
minuto de gloria de su cabro
chico, canción que se despacha
rápidamente en lo que dura la
cueca o el costillar o el sau-sau.
No hay renovación alguna en el
imaginario de los colegios, y
este trance debemos revivirlo en
las fiestas de fin de año, cuando
vuelven a disfrazarlos, ahora
normalmente de animales o
árboles para rendirle homenaje
al ecosistema amenazado por el
hombre. Yo creo que la
verdadera amenaza en estos
casos es a la salud física y
mental de los padres y
espectadores, sobre todo a las
madres, que son las que
normalmente asumen la
responsabilidad de coser,
maquillar y vestir a los infantes.
¿Por qué no simplificar las
cosas, por qué no invitar a los
que saben de música a tocar una
canción, al más payaso a contar
un buen chiste y al más mateo a
resolver una ecuación en la
pizarra, y buenas noches los
pastores? Ya me tocó el caso de
otro hijo mío, que en la última
presentación en diciembre
pasado estuvo al borde del
desmayo después de pasarse
parado en el escenario quince o
veinte minutos sin poder
respirar por la máscara que
llevaba en la cabeza. Para no
aguar la representación, aguantó
hasta el límite de sus fuerzas, y
sólo cuando terminaron de
actuar se animó a sacarse la
capucha. Estaba blanco. Pálido
como una hoja de papel. Costó
reanimarlo. Verlo
semidesmayado fue una
lamentable metáfora de los
extremos a que se puede llegar
en nombre de la educación.

Sábado 30 de Septiembre de
2006
El caos
Anoche me quedé hasta tarde
leyendo y marcando frases de
un diario de guerra. El diario de
guerra que escribió un amigo
mío, José Luis López Zubero,
oftalmólogo que fue a Vietnam
como médico voluntario en
1967, y que estuvo más de
cincuenta días atendiendo
heridos y enfermos en el
Hospital de Vinh Long. Cada
mañana, antes de comenzar el
trabajo, José Luis escribía en
una hoja de su libreta negra un
resumen de lo sucedido el día y
la noche anteriores.
Buena manera de organizar el
caos, o de registrarlo. En su
diario de guerra conviven, en un
mismo día, operaciones de
tumores oculares y cataratas,
natación en la piscina de unas
monjas, amputaciones de
piernas, cenas a orillas del río
Mekong, películas al aire libre y
el sonido intermitente de
explosiones y ráfagas de
metralla.
A veces llegaban al hospital
camionadas de muertos y
heridos, y los propios pilotos de
los helicópteros que habían
bombardeado esa zona donaban
sangre para tratar de salvarles la
vida a los moribundos que iban
dejando sus ataques. El absurdo
se vivía no sólo en estas
situaciones límite, sino a cada
momento. A veces la mayor
preocupación de la mañana
entre los voluntarios era que
hubiese huevos al desayuno. Un
obispo católico celebraba misa
los domingos en una catedral
gigantesca y semiabandonada a
la que sólo asistían diez
oficiales, los que después de
escuchar la plegaria y comulgar
seguían su marcha.
En el diario de guerra de López
Zubero figuran soldados,
enfermeras, intérpretes, putas,
ciegos, mercenarios y médicos
construyendo un mismo
escenario, caótico y en algún
sentido incomprensible.
Soldados que plantean en voz
alta dudas morales derivadas del
acto de matar antes que te
maten, para después acabar
todos en una fiesta tomando
whisky y escuchando música
mejicana. Hay un día en que a
los voluntarios les da por ir a
disparar a los arrozales: "En un
jeep, armados hasta los dientes,
vamos a los arrozales que
controla el Vietcong por la
noche y disparamos y
disparamos M-16, carabinas y
revólveres, hasta que la lluvia
del monzón nos echa del
barrizal. Más tarde dormimos
siesta y después comemos arroz
con carne en un restaurante
local".
Las palabras escritas en este
diario de guerra, las mismas que
registran el caos, sirven también
para fijar fragmentos de vida y
dejar constancia que allí se vivió
y se murió. A veces no nos
percatamos de que la vida que
nos rodea es un gran desorden,
imposible de entender por la
razón. Tomo el diario de un día
cualquiera de un par de semanas
atrás y no aprecio demasiadas
diferencias entre la locura
vietnamita y la locura que
acompaña nuestro andar por el
mundo. Leo. Una alcaldesa
manipula condones repartidos
por el gobierno a los municipios
y alega que son demasiado
delgados, que no son confiables.
Un escolar de 14 años manipula
en el colegio una calibre 22 y
balea en el antebrazo a un
compañero de curso. Un
ascensor en mal estado en un
edificio del centro de Santiago
aplasta a un joven economista y
lo deja en estado grave. Días
después sabremos que ese
hombre no resistió el accidente
y finalmente murió, y también
sabremos que ese sábado había
salido en la mañana a comprarle
comida a su gato. Sigo la lectura
del diario. Una mujer que se
ganó 50 millones en el Kino se
gastó toda la plata en comprarse
una parcela con chanchos,
gallinas y gansos, ahora anda en
una camioneta toda destartalada
y ya no tiene plata para
alimentar a sus animales. Un
humorista enfermo se resiste a
vivir de la beneficencia, y se
presenta en una parrillada con
show.
Las religiones y la política
trabajan justamente con los
desechos del caos. Quieren
ordenarnos la vida, adjudicarse
el sentido de nuestra fe. Mi hija
menor me interrumpe: está de
vacaciones, hoy no ha ido al
colegio, y quiere jugar. Me pide
que me ponga un gorro blanco
que trae puesto en su cabeza, me
regala varias sonrisas y me dice
que le convide algunas tabletas
de vitamina C. La echo del
escritorio con modales
agradables, le ruego que me
deje terminar esta crónica.
Cuando se va, me queda su
rostro, y en su rostro sonriente
adivino, ahora sí, un mundo de
sentido.

Sábado 7 de Octubre de 2006


El Indio Juan
En el Cerro Barón de
Valparaíso, hubo a comienzos
del siglo pasado un equipo de
fútbol llamado La Cruz famoso
no por su talento para marcar
goles, sino para sacar cuchillo
cada vez que les metían uno.
Algunos de sus jugadores
llevaban el estoque escondido
en los calcetines, y era frecuente
que sus partidos terminaran a
combos y pedradas, con policías
a caballo, heridos y detenidos en
la cancha.
Recordar episodios remotos de
gallos choros como los
jugadores de La Cruz es un
ejercicio que hoy mueve más a
la risa que al miedo: han pasado
cien años, ellos ya no juegan en
Valparaíso y no fuimos nosotros
los que tuvimos que arrancar de
las cuchillas que blandían estos
malandras.
Pero todos sabemos que en las
canchas del fútbol amateur la
posibilidad de una riña no ha
mermado con los años y está
siempre a flor de piel. La cancha
es el escenario perfecto para
reparar el orgullo herido, zanjar
diferencias extradeportivas o
ajustar cuentas. Esto lo supo
siempre el Indio Juan, de
nombre completo Juan Mujica
Hernández, famoso pato malo
de la población San Gregorio
que acaba de morir desangrado
después que le encajaran un par
de feroces machetazos en la
cárcel de San Miguel.
Fue en una cancha de fútbol, la
cancha 4 de su población, no
hace demasiados años, creo que
el 2000, cuando el Indio Juan
participó en una balacera que
acabó con un par de muertos
que ciertamente se los
adjudicaron a él. Nadie
atestiguó en su contra en los
juicios que se abrieron. Es lo
que pasó siempre con los
muertos que le imputaron al
Indio Juan: nunca hubo para él
sentencia de culpable. Se
recogían pruebas, pero los
testigos fallaban a último
momento.
El Indio Juan era un bravo. A
los periodistas los despreciaba.
Una vez, cuando salía de un
cuartel policial rumbo a la
cárcel en una de sus
detenciones, un reportero le
preguntó al pasar: "¿Cuánta
gente mataste, Indio Juan?". El
Indio, mientras lanzaba patadas
a las cámaras que lo filmaban,
contestó con voz clara: "Ponle
los que querái".
El mito del choro, del que hace
justicia o mejor dicho se cobra
venganza con sus propias
manos, del héroe popular que es
despedido en el cementerio por
medio millar de chilenos, como
ocurrió ahora con el Indio Juan,
refiere un mundo ajeno a la vida
doméstica de la mayoría de las
personas, pero tan real como un
cuchillo o un revólver que se
usa para matar.
A mí, al menos, las historias
policiales de carne y hueso me
dan miedo, sucedan en
Estambul, Nueva York, Las
Condes o la San Gregorio.
Prefiero leerlas o verlas en la
pantalla, matizadas por un
narrador que las cuenta y las
explica, antes que enfrentarlas
en vivo y en directo. La crónica
roja es a veces un género
fascinante, pero si se lo mira de
lejos. Cuando lo tienes al frente,
sin narradores de por medio, lo
más probable es que el temor te
ocupe.
Hay gente más preparada que
otra para la violencia física y
verbal. Yo me declaro un
incompetente. Por eso me voy
con cuidado con los mitos
mafiosos. Ver la saga de El
Padrino puede ser muy
entretenido, y lo es, siempre y
cuando la familia Corleone no
sea enemiga tuya en la vida real.
Guardando las proporciones, me
molesta muchísimo cuando
ciertos sociólogos tratan de
explicar el comportamiento de
gente disociada sin reparar
también en la violencia concreta
que estos sujetos pueden llegar a
ejercer porque se les da la gana
o no conocen otro modo de
relacionarse con los demás. Lo
que no tiene nada que ver con
justificar que civiles se armen
para combatir las potenciales
amenazas en su contra. Esa es la
ley de la selva, y nada bueno se
puede esperar de ella.
El Indio Juan murió en su ley.
Seguro habrá nuevas venganzas,
como venganza fue la que lo
llevó a la tumba. Hacer de la
violencia un modo de vida
supone riesgos. El Indio Juan
seguro lo sabía, pero no pudo
impedir que le cayeran encima
una mañana cualquiera. Como
dijo el director de Gendarmería
hace unos días, los ajustes de
cuentas en las cárceles demoran
quince segundos en consumarse.
Tiempo suficiente incluso para
acabar con el Indio Juan.

Sábado 14 de Octubre de 2006


Noruega
Viajo en un barco por mares del
norte recorriendo canales y
estrechos en la zona de los
fiordos noruegos, y pasan frente
a mis narices pequeñas ciudades
y pueblos y caseríos que
difícilmente vuelva a ver en mi
vida. En los ratos más muertos,
cuando la navegación se hace
monótona o cuando el frío
simplemente te empuja adentro,
a tu cabina, está la posibilidad
de leer y escribir y quedarte
contigo mismo y con nadie más.
Es lo que hago ahora,
dejándome acompañar por el
bamboleo de la nave. Hace un
momento escribo estas líneas en
un domingo a las cinco de la
tarde cruzamos por el agua bajo
un enorme puente carretero,
dueño de unos pilares inmensos
que haría las delicias de un
ingeniero, y unos niños muy
rubios que había arriba del
puente junto a su madre nos
hacían señas a los que íbamos
abajo en la cubierta del barco.
Para ellos era un juego: agitaban
brazos de un modo festivo, casi
frenético, como si supieran que
nunca más nos volveremos a
cruzar en este mundo. O al
menos nunca más sabremos que
hubo una vez en que nuestros
destinos se cruzaron, por un
segundo, ellos allá arriba
agitando sus brazos y gritando
en noruego, y yo acá abajo,
enfundado en una parka negra,
correspondiéndoles con una
sonrisa que probablemente no
alcanzaron a leer.
Navegar a bordo de un crucero
por zonas remotas, en donde
estás fugazmente porque no da
el tiempo para quedarse y ya
debes partir y seguir adelante
con la ruta trazada, me recuerda
episodios cotidianos que uno
vive arriba de trenes y buses
interurbanos, en tu país o en
cualquier parte del mundo,
cuando por la ventanilla ves
pasar postes de electricidad,
árboles, cerros, animales y
personas, hombres, mujeres,
niños, viejos, y de todos ellos te
va quedando una pequeña estela
que después la borran tus
nuevos días con sus nuevas
andanzas a cuestas.
El primer libro que despaché
arriba del barco se llama Los
suicidas del fin del mundo y
narra las desventuras de un
pueblo fantasma en Argentina
llamado Las Heras. Lo escribió
Leila Guerriero, y tiene
momentos emocionantes en que
sólo queda callar y mirar a un
costado. Trata de aquellos
sucesivos suicidios ocurridos en
este pueblo de la Patagonia
durante los años noventa, y que
luego de una pausa de tres años
contada desde el 2000 han
vuelto a suceder, hasta ahora.
Las Heras vive
permanentemente con viento, un
viento que te cala los huesos y
que no te deja nunca tranquilo.
Un viento tal vez no demasiado
distinto al que nos visita ahora
mismo en la cubierta durante
esta navegación por Noruega.
Los vecinos de Las Heras, salvo
aquellos marcados a fuego por
los suicidios, no quieren hablar
demasiado de lo que les ha
sucedido. ¿En Aisén no pasó
algo similar? ¿No fue en Aisén,
acaso, el año 2000, el 2001, el
2002, cuando hablaron de una
secta satánica que estaba
provocando suicidios por
montones, lo mismo que decían
en Argentina los habitantes de
Las Heras?
Es casi seguro de que hay en
este otro confín del mundo, en
medio de los fiordos noruegos,
pueblos y ciudades con dramas
enormes esperando a que
escritores escandinavos los
cuenten para que nosotros tal
vez algún remoto día lleguemos
a enterarnos.
Acarreamos nuestras emociones
no a bordo de una maleta, sino a
bordo de nosotros mismos, y no
podemos desprendernos de ellas
como quien se muda de un
continente a otro. Igual les
sucede a los pueblos. De aquí y
de allá, viven con su humanidad
a cuestas y no acaban de
entender cuando un nuevo
episodio escribe su presente.
Termino de leer a Leila
Guerriero, bajo al tercer piso del
barco a conectarme a internet
para saber del sur y mi amiga
Jovana me escribe que ha
muerto su padre a las 6:40 de la
mañana de ayer sábado en una
clínica de Viña. No me toma por
sorpresa. Me vine sabiendo que
esto podría ocurrir. Sólo que no
estoy en Chile para abrazarla.
Por eso escribo su nombre:
Jovana. Para fijar un momento,
similar al de los chicos rubios
del puente: un segundo en
donde nos cruzamos, en donde
nos hacemos señas, tú
escribiendo el mail de la noticia
de la muerte de tu padre y yo
leyéndolo al otro lado del
mundo para no dejarte
totalmente sola.

Sábado 21 de Octubre de 2006


La maldición del Che
Hace unos días, en Bolivia,
hubo un par de actos para
conmemorar un nuevo
aniversario de la muerte del Che
Guevara. En la ceremonia
oficial estuvo Aleida, la hija del
Che, y se supone que también
iría Evo Morales, pero el
Presidente boliviano al final se
excusó por un enfrentamiento
que había entre mineros en
Huanuni. El otro acto de
conmemoración fue más
privado y en él participaron los
militares que mataron al Che y
que hasta hoy se enorgullecen
de haber ayudado a acabar con
la guerrilla.
Juan Pablo Meneses, gran
cronista chileno y mejor amigo
aún radicado en Buenos Aires
por el amor de una mujer,
escribe series de crónicas
temáticas en el diario Clarín y
ahora empezó una sobre el Che
Guevara donde hablará del mito,
la leyenda, la historia o
cualquier asunto o personaje
que tenga alguna relación con
Ernesto Guevara de la Serna, el
famoso guerrillero de los
sesenta.
Meneses, que tiene olfato
periodístico para detectar
noticias que le interesan a una
minoría entre la que yo también
me cuento, se despachó en su
segunda entrega sobre el Che
una primicia mundial: tras
conversar telefónicamente con
el periodista boliviano Pablo
Ortiz, del diario El Deber, supo
que el militar boliviano que
disparó y mató al Che, un sujeto
llamado Mario Terán, fue
operado de catarata por médicos
cubanos en forma totalmente
gratuita gracias a la Operación
Milagro. Por supuesto, los
doctores cubanos que llegaron
hasta Bolivia enviados por el
gobierno de Fidel Castro nunca
supieron que el tipo al que
estaban curando era el mismo
que había matado al Che.
El hijo de Mario Terán apareció
en agosto en las oficinas del
diario El Deber porque quería
agradecer públicamente el
hecho, pero después desapareció
misteriosamente y la noticia
nunca alcanzó a divulgarse. Lo
que se sabe, según le cuenta el
periodista Pablo Ortiz a
Meneses, es que Mario Terán
está muy viejo y casi ciego y no
quiere ningún tipo de publicidad
porque le teme a la maldición
del Che: "Terán no quiere ser
identificado, teme que le pueda
pasar algo. Terán está
convencido de que todo militar
de alto rango que participó en la
captura y muerte del Che cayó
en desgracia. El caso más
notable es el de Gary Prado, que
comandaba las fuerzas. Gary
Prado quedó en silla de ruedas
por un disparo en la columna.
Había sobrevivido a un atentado
en Brasil".
Mario Terán quiere pasar piola,
con su vejez y su ceguera y sus
fantasmas, pero Meneses no le
da tregua. El anuncio de que el
militar boliviano que asesinó al
Che se trata gratis una catarata
con médicos auspiciados por
Fidel Castro es una buena
historia, hay que reconocerlo, y
hasta suena divertida, hoy,
cuarenta años después del
combate. Lo comentamos por e-
mail con Meneses. Imaginamos
a Terán queriendo pasar
inadvertido, haciendo votos en
el quirófano para que nadie se
entere de su pasado.
¿Qué hubieran hecho los
médicos de Fidel de haber
sabido a quién tenían enfrente
suyo? Probablemente nada
distinto a lo que hicieron. A
Terán le tocó estar ahí en el
momento justo, y en su lógica
militar, de jerarquía, obediencia
y adoctrinamiento ideológico, lo
que él hizo, más que un crimen,
seguramente lo entendió como
un acto liberador para el
continente. Así de grandes y
disparatados eran los conceptos
en los años sesenta y setenta: se
supone que los ciudadanos
hacían la Historia, que eran
protagonistas de ella, y tanto
Terán como el Che respondían a
la lógica de que en la lucha
había que dejar la vida si era
necesario. Además, en esa
misma lógica, los métodos
empleados eran implacables, sin
contemplaciones. Y para
infortunio del Che, Terán
respondió con celo a lo que sus
superiores esperaban de él.
Pero ahora Terán tiene miedo. Y
no quiere que se sepa nada de
él. Pasan los años, las décadas, y
el fantasma de la muerte igual lo
acecha. Aunque su conducta se
haya disfrazado alguna vez de
ideología, la fragilidad de Mario
Terán hoy es inevitablemente
real. Casi ciego, muy viejo, aún
le teme a la maldición del Che.

Sábado 28 de Octubre de 2006


Malas noticias
Estuve de viaje. Lejos, a miles
de kilómetros de distancia.
Arriba de un barco. Hubo
momentos inolvidables en los
que me dediqué a mirar el mar
con la cabeza vacía como una
pelota de tenis. Algunas veces
reparé en la luz del horizonte
infinito. La mayor parte del
tiempo la pasé solo. Dormí
siesta sin culpa, sin nadie que
tocara a la puerta para
despertarte. Conocí al paso
puertos y aldeas de pescadores
que hacen su vida de espaldas a
los grandes centros urbanos del
planeta. Y casi siempre me
acompañó cierta ansiedad por
mantenerme conectado con mi
mundo doméstico, con Santiago
de Chile, para no perderle
pisada al día a día en la ciudad,
los hijos, la mujer, el trabajo; y
entonces las malditas noticias se
encargaron de decirme más de
una vez que la muerte de los que
fueron tus amigos podían
seguirte incluso hasta el fin del
mundo.
Ya no me acuerdo quién fue
primero: si Fidel Sepúlveda,
magnífico profesor del Instituto
de Estética de la Católica, o
Eduardo Mignona, escritor y
director de cine argentino amigo
de mi amiga Dolores. A ambos
no los veía hacía varios años, y
nunca me enteré en su momento
que estaban enfermos de cáncer.
Simplemente murieron mientras
navegaba por canales de nombre
desconocido y sólo quedó
imaginar cómo fue la despedida.
Por casualidad acabo de
establecer contacto con quien
fue ayudante de Fidel Sepúlveda
en la universidad durante el
último curso que dio. Todavía
no quiero saber detalles, ni de su
enfermedad ni de su muerte.
Prefiero imágenes más remotas,
ajenas al dolor, corregidas por el
tiempo de la inocencia, cuando
nos reuníamos en un bar, y
leíamos poemas en voz alta, y
nos reíamos de sus
inconfundibles ademanes con
las manos cada vez que quería
fijar con palabras las cosas de la
vida que lo maravillaban.
Imágenes fugaces, desprovistas
de narración, acompañaron mi
viaje: amigos lejanos que
volverán una y otra vez en
forma de recuerdo, hasta
evaporarse en el tiempo.
El cáncer que fulminó a
Sepúlveda y a Mignona no da
tregua. Es una epidemia a la que
hay que temerle como a un
fantasma de nombre conocido.
Cuando me fui, sabía que el
poeta Gonzalo Millán contaba
sus últimas semanas de vida.
Finalmente la noticia de su
muerte se escribió en el diario
un domingo. Rocío, sobrina del
poeta Millán, faltó al trabajo el
lunes para acompañar a su
madre que lloraba a su hermano.
Yo, que nunca conocí a Millán,
me encerré ese domingo en la
tarde a leer y releer sus poemas.
Los poetas como Millán nos
llevan ventaja al común de los
mortales: sus versos quedan
suspendidos en el tiempo,
esperando que un lector afine la
mirada y pueda visitarlos. Leer
de corrido el largo e implacable
poema La ciudad es para dejarte
sin aliento, del mismo modo que
sus últimos versos publicados
en Autorretrato de memoria
contienen imágenes
contundentes difíciles de
olvidar, además, por la justeza
con que están dichas: el
paradero de micro, el cine
Recoleta, la casa de Avenida
Perú 931, el cerro Blanco, el
cementerio y el Psiquiátrico
como punto de partida de una
vida que se afanó en rastrear en
la memoria para buscar los
materiales con los cuales
trabajar autorretratos que no
fueran una reproducción de la
imagen en el espejo, sino una
vida recobrada con nuevas
palabras.
Una de las citas que encabeza
Autorretrato de memoria es un
texto del pintor y sabio chino
Chiang-Tzu que pregunta:
"¿Cómo puedo yo saber que
amar la vida no es una trampa?
¿Que odiar la muerte no es
extraviarse como se pierde un
niño al regresar a casa?".
"¡Tenís que salvar el pellejo
como sea!", le dijo Millán a un
periodista dos meses antes de
morir, cuando él fue a su casa a
entrevistarlo, y enfrentaron el
tema de la muerte inminente.
"¡Tenís que salvar el pellejo
como sea!": la frase de Millán
es también un poema, breve,
acechante, que no nos abandona
y que sirve a los vivos para dar
batalla.

Sábado 4 de Noviembre de 2006


¿Ganar? ¿Perder?
¿Por dónde empezar? ¿Por el
último poema que escribió
Raymond Carver antes de morir
o por lo que dijo mi papá
durante la celebración de sus
bodas de oro hace dos o tres
semanas?
Comencemos con Carver. En su
libro Un sendero nuevo a la
cascada, cuya dedicatoria es
Tess, Tess, Tess, Tess, cuatro
veces el nombre de su esposa
Tess Gallagher, Carver emplea
sus últimos días leyendo con
gran intensidad a Chéjov y
escribiendo poemas sabiendo
que con ellos se está
despidiendo de su mujer y de la
vida. El último de los poemas,
titulado "Último Fragmento",
dice: ¿Y conseguiste lo que/
querías de esta vida?/ Lo
conseguí./ ¿Y qué querías?/
Considerarme amado, sentirme/
amado en la tierra".
Carver había vivido de prestado
los últimos diez años después
que el alcoholismo lo
mantuviera en estado crítico,
pasándolo mal y al borde de la
muerte. Dejar de tomar y
encontrar a Tess Gallagher
supusieron para él el inicio de
los mejores momentos de su
vida, y lo animaron a seguir
escribiendo cuentos y poemas
que hoy se leen y releen en
cualquier país del mundo y
quién sabe por cuánto tiempo
más. La lucha final emprendida
por Carver se alimentó, cómo
no, de mucha literatura. Chéjov,
por supuesto, García Lorca y los
Poemas Selectos de Czeslaw
Milosz, varios de los cuales
están citados en su último libro.
Carver hace suya la pregunta
final de Milosz: "Así es como
perdura la Tierra, en todas las
pequeñas cosas/ Y en las vidas
de los hombres, irreversibles./ Y
eso parece un alivio. ¿Ganar?
¿Perder?/ ¿Para qué? si el
mundo de todos modos nos va a
olvidar".
Mis padres celebraron con hijos
y nietos y hermanos y cuñados
sus cincuenta años de
matrimonio hace unas semanas.
Querían fijar en el tiempo ese
momento único e irrepetible,
querían luchar contra el olvido.
En medio de los festejos, que
saludaban el privilegio no sólo
del tiempo transcurrido, sino
también de la salud que los
acompaña hasta hoy, mi papá
dijo estar sintiendo en ese
momento la mayor emoción de
su vida. Que un hombre de 77
años, con cinco hijos, un
número importante de nietos y
hasta un bisnieto; que ese
hombre que ha atravesado
mares imposibles y ha visitado
las pirámides egipcias y ha visto
morir muy joven a su padre y ha
recibido numerosos aplausos y
homenajes de otros médicos y el
cariño de sus pacientes
experimente la mayor emoción
de su vida simplemente
tomándose una copa de vino con
sus afectos más inmediatos, es
un episodio difícil de ignorar.
Como en el poema de Carver,
consiguió lo que quería de esta
vida: "Considerarme amado,
sentirme/ amado en la tierra".
Escribo estas líneas en España,
en Zaragoza, en plan
vacaciones: lectura, caminatas,
café, conversación amable.
Tomé un tren desde Madrid
hace un par de días y en la hora
y media que demora el trayecto
a toda velocidad casi sólo
escuché conversaciones de
dinero a mi alrededor. Por
teléfono celular, un tipo de
mediana edad, curtido por la
vida, vaya uno a saber si
querido, le daba consejos a
Carlos: "Tienes que meter caña,
Carlos, porque te duermes un
segundo en este negocio y no te
das cuenta cuando todo se ha
venido abajo o te han pasado
por encima. No puedes
descuidarte un minuto, Carlos,
meter caña, meter caña". Casi
todos venían en plan trabajo.
Era día de semana, y más que
mochilas lo que traían de
equipaje eran computadores o
maletines. Momentos antes de
subir al tren, en un bar de la
estación, había reparado en un
catalán neurótico que estuvo
diez o quince minutos
hablándole por teléfono de la
competencia a un sujeto que
debe haber quedado agotado de
sólo escucharlo. En ese
momento celebré mi condición
de viajante sin mayores apuros:
no porque abomine del trabajo,
sino porque en muchos
momentos esa faena implacable
no te deja ver lo que
verdaderamente me importa.
Leer los últimos versos de
Carver y escuchar a mi padre
hablar esa noche lo entiendo
como un regalo y un privilegio.

Sábado 11 de Noviembre de
2006
As de trébol
Alguna vez, hace no tantos
años, quise estudiar magia. La
idea era aprender una buena
cantidad de trucos para después
presentarme en casas de amigos
y divertirnos un rato jugando a
que yo era mago y ellos un
público entusiasta que celebraba
mis números. Incluso alcancé a
comprar un par de videos de
Tamariz, más una caja de magia
elemental que quedó arrumbada
quién sabe dónde y de la que no
logré aprender ni un solo truco,
porque finalmente el entusiasmo
se deshizo con la velocidad con
que un mago hace aparecer una
paloma de un pañuelo.
Por esos días, había trabado
amistad con una muchacha
uruguaya que pololeaba con un
chileno que era mago de verdad.
Joven, experto en trucos de
salón con una baraja de naipes,
lo invité con su polola para que
fuera a ponerle color a un
cumpleaños de mi mamá un 25
de mayo en que ella estaría más
o menos sola. El mago, que no
recuerdo cómo se llama, aceptó
encantado y apareció esa tarde
en el departamento de mi
madre.
Habrá estado, no sé, cuarenta
minutos entreteniéndonos a
todos con una docena de trucos
que nos tenían con la boca
abierta: el tipo era bueno en su
oficio, lucía una habilidad
envidiable con las manos. Uno
hacía esfuerzos por encontrar la
trampa y no había caso. Antes
de despedirse, el muchacho le
dijo a mi mamá que quería
dejarle en su casa un regalo que
ella no olvidaría jamás. Le pidió
enseguida que eligiera una carta
cualquiera de la baraja. Mi
madre eligió el as de trébol, y
entonces él la firmó y volvió a
ponerla con las demás cartas.
Siguió barajando. Luego hizo
una serie de piruetas y cabriolas
con las manos y finalmente,
¡bum!, un naipe voló al techo
del comedor y quedó allí
pegado, mirándonos a todos
nosotros. Era el as de trébol que
había escogido mi madre.
Aplaudimos con risa nerviosa,
no entendíamos cómo lo había
hecho. Han pasado varios años
desde aquella tarde de mayo y el
as de trébol continúa pegado en
el mismo sitio, sin moverse un
centímetro, y permanecerá allí,
estoy seguro, todo el tiempo que
mi mamá quiera que ese naipe
viva allá arriba.
Cada vez que voy a almorzar a
su casa me encuentro con el as
de trébol en el techo. Me gusta
lo que esa carta representa: un
momento de alegría, magia y
misterio. Y me encanta que a mi
madre también le guste.
Leo en un libro que el arte
consiste en imponer una tregua
al combate de los hombres.
Buena definición. En medio de
la batalla diaria de la
sobrevivencia, el arte sirve de
algo, al menos supone una
pausa a la que se le puede sacar
todo el provecho que ella
contiene, si es que hay enjundia.
El ilusionista, el mago, es de
alguna manera también un
artista: trabaja en una zona
misteriosa, teatraliza el engaño,
y si es bueno saca aplausos. Mi
mamá nunca me lo ha dicho,
pero estoy seguro que ese as de
trébol que nos mira desde el
techo del comedor de su casa es
uno de los mejores regalos de
cumpleaños que ha recibido. Y
se lo dio un mago a quien no
conocía ni ha vuelto a ver en su
vida.

Sábado 18 de Noviembre de
2006
Estridencias
Bebíamos café con mi amigo, y
hablábamos de las inevitables
estridencias que caracterizan a
la vida moderna, la vida que
llevamos hoy en cualquier
ciudad del mundo que se
vanaglorie de formar parte de la
economía de mercado. Es decir,
en prácticamente todo el
planeta. Una especie de chirrido
físico y mental a ratos tenue, a
ratos descarado que nos
acompaña a donde vayamos, y
que se impone no sólo como el
ruido ambiente de nuestros días,
sino también como la manera
que hemos escogido para
relacionarnos con los demás.
Esto que digo no es una
abstracción ni una metáfora:
hablo de las estridencias que nos
acompañan concretamente en la
calle, en el trabajo, en la
televisión, en los titulares de la
prensa, en la casa, a veces
incluso cuando estamos solos y
nos cuesta apañarnos con
nuestra propia soledad.
Estridencia que, pensándolo un
momento, tiene que ver
probablemente con cierta
desconfianza y hasta cierto
desprecio hacia el silencio. Un
silencio que puede ser peligroso,
perturbador, improductivo; un
silencio que puede hacernos
pensar incluso en el sentido de
lo que hacemos más o menos
mecánicamente día a día.
Abunda en este tiempo la
necesidad casi siempre
adquirida de vendernos a cada
rato, de mostrar en el escenario
virtual del mercado las
bondades de nuestro producto,
para que se vea bonito y ojalá se
compre. Nada de lo que
hacemos parece gratuito o no
tiene un fin evidente: no nos
conviene la gratuidad, no es
moneda de cambio. Y, de
vuelta, también a nosotros nos
tratan como compradores
potenciales de lo que el otro nos
ofrece. Que nadie se libre de la
cadena productiva. Que nadie
tenga dudas de que lo que
hacemos es cuantificable,
medible, convertible en billetes.
Que nadie sospeche de que no
colaboramos en el siempre bien
ponderado progreso de la
economía mundial.
Hacer ruido para que se note tu
presencia. Nunca correr el
riesgo de pasar inadvertido. Y
apostar a ganador. Si más
encima te haces famoso, el
círculo suena a perfecto
mientras dura. Porque el propio
mercado que te dispara al cielo
envuelto en fuegos de artificio
te advierte que debes
aprovechar tus quince minutos
de fama. Entre los periodistas,
por ejemplo, es típico escuchar
que el mayor riesgo que corres
es desaparecer de la escena
pública. No figurar. La pesadilla
en ese caso es que el mundo te
olvide apenas abandonas el
ruedo. No se te vaya a ocurrir
irte a la pieza del fondo a
trabajar callado. Cuando
vuelvas, dicen, nadie te
reconocerá y tu espacio ya habrá
sido ocupado por un relevo. Se
supone que lo tuyo, más que
una vida, es una carrera.
La estridencia restalla en tu
oído, te habla de la mañana a la
noche, parece no dejarte en paz.
Me confieso sensible al tema:
vengo llegando de unas
vacaciones en solitario, donde
durante más de una semana
nunca subí la voz ni me la
subieron. No me encaramé a
una micro, menos a un taxi, tuve
tiempo para lustrarme los
zapatos y comer jugosas
manzanas, apenas caminé en un
radio de diez a quince cuadras a
la redonda, y el mayor ruido que
escuché en todo este tiempo
vino de la pantalla grande, cada
vez que fui a encerrarme a una
de las salas del fantástico
multicine que había en la
esquina del departamento donde
me alojaba. Vi historias de
película, dormí siesta, leí sin
apuro, escuché a mi amigo José
Luis hablarme de unas niñas de
siete y ocho años que eran
tratadas como esclavas en
Bangladesh, unas niñas que
acarreaban ladrillos sobre sus
cabezas a pleno sol y que él
nunca ha podido olvidar, y me
traje a la oficina para terminar
esta crónica unos versos de
Chuang Tzu que también dejaré
escritos en la pared: "Escojo
crisantemos al pie de la haya, y
contemplo en silencio las
montañas del sur; el aire de la
montaña es puro en el
crepúsculo, y los pájaros
vuelven en bandadas a sus
nidos. Todas esas cosas tienen
una significación profunda, pero
cuando intento explicarlas se
pierden en el silencio".

Sábado 25 de Noviembre de
2006
Chivolito
La historia es más o menos así:
en el norte de Colombia, en una
ciudad llamada Soledad, cerca
de Barranquilla y del Mar
Caribe, vive un tipo que
responde al nombre de
Chivolito y que se gana la vida
contando chistes en los velorios.
No es que el hombre ofrezca sus
servicios y uno lo contrate. Lo
suyo forma parte de la economía
informal: Chivolito, que ya tiene
cerca de 80 años, se entera de
una muerte o es avisado de un
fallecimiento y concurre al sitio
donde se vela al finado, le
expresa su pésame a quien
corresponda y se instala allí
donde están los deudos y los
familiares y los amigos por un
rato, hasta que siente el impulso
y se pone a contar chistes a viva
voz. Lo normal es que llegue a
las ocho de la noche y se retire
varias horas después, de
madrugada.
La práctica de Chivolito es de
larga data, décadas, y su fama se
ha extendido prácticamente por
toda Soledad, donde ya casi no
hay velorio como Dios manda
sin las tallas del bufón. Hay
gente que no tiene nada que ver
con los muertos que igual llega
al sitio del suceso, porque sabe
que Chivolito lo más probable
es que aparezca con su show.
Ellos, que conocen su batería de
historias, son los que casi
siempre le piden que cuente el
chiste del hombre con dos
próstatas, o el del viagra
pediátrico, o el de los esposos
que se odiaban. Así le ayudan a
Chivolito a recordar parte del
repertorio que pueda estar
olvidando a causa de los años.
Al terminar su rutina, que casi
siempre arranca grandes
carcajadas entre su público,
preferentemente masculino,
Chivolito hace pasear su
sombrero por entre los
asistentes para recaudar alguna
propina que le permita costear
sus necesidades básicas. Más
que un negocio, lo de Chivolito
es una manera de capear el
temporal de la vejez y no morir
de hambre.
El periodista colombiano
Alberto Salcedo siguió su rutina
por un tiempo y acaba de
publicar un magnífico reportaje
donde cuenta la historia de
Chivolito, que, como es
costumbre en estos casos, carga
consigo un montón de dramas
de los cuales no es mala idea
escapar contando chistes.
Cuando el periodista conversa
con Chivolito, escucha de él una
larga lista de maldiciones: "Me
duelen las articulaciones, me
arde la garganta, duermo muy
poco. Me molesta la catarata del
ojo izquierdo y me preocupa el
ácido úrico. Hace treinta años
me abandonó mi esposa y hace
diez se me murió mi hija. A
estas alturas vivo donde un
compadre en una pieza estrecha
y oscura porque mi familia me
dio la espalda". Sus compañeros
de dominó no saben si es verdad
tanta calamidad, pero sospechan
que igual la fortuna no le ha
sonreído demasiado. Como sea,
Chivolito no tiene
inconvenientes para montar un
espectáculo capaz de hacer
aullar de la risa a los que
concurren a los velorios donde
se presenta. Dice Salcedo que
Chivolito, de baja estatura, tiene
"una voz chillona que taladra
los oídos y una variadísima
colección de ademanes cómicos:
tuerce la boca, se pone bizco,
camina renqueando, se tira al
piso, se alborota el pelo, saca
una peineta, se peina con la raya
al medio, hace la mímica de un
borracho, aplaude, se arrodilla".
Cuando se pone a hablar más en
serio, Chivolito confiesa que
todas las mañanas recorre tres
kilómetros a pie vendiendo
boletos de lotería, y que eso le
permite ganarse algunos pesos,
porque lo de los velorios no
siempre es seguro. Dice que a
veces le ha pasado que los
deudos lo corren a patadas por
considerarlo irrespetuoso.
"¿Irrespetuoso yo? Son ellos los
que creman los cadáveres o se
ponen a pelear herencias cuando
el cajón todavía está en la sala".
Alguna vez en su juventud
trabajó Chivolito metiéndoles
voz con megáfono a las
películas mudas de Chaplín.
Hoy convive con la gente en
medio de los velorios y escucha
una y otra vez cómo le piden el
chiste del hombre de las dos
próstatas, el de la viejita que se
desnudó frente al espejo, el del
monstruo que se casó con la
monstrua. Mientras su corazón
se lo permita, Chivolito seguirá
dedicándole unas cuantas
carcajadas a la muerte.

Domingo 26 de Noviembre de
2006
Se fleta
Primero da risa. Ver a un
camión cargado de maíz,
volteado por el peso, dibujando
una gran melena sobre su techo,
aprovechando cada milímetro de
carga posible en este envejecido
se fleta. Pero después ya no da
tanta risa, cuando comprobamos
que la imagen ilustra un mundo
ajeno y remoto que no ha
cambiado demasiado en estos
últimos años. Somalía: un país
pobre entre los pobres, del que
nos enteramos tarde, mal y
nunca que existe, esta vez
gracias a un viejo y delirante
camión que quiere sumarse a la
economía informal de un país
que podría desaparecer mañana
y no salir en las noticias.
Sábado 2 de Diciembre de 2006
Crisis de pánico
Quién te manda a meterte en las
patas de los caballos. Es buena
la expresión: es gráfica y
elocuente. Se supone que nadie
en su sano juicio metería la
cabeza por voluntad propia
entre las patas de los caballos.
Se supone. Un mínimo sentido
de sobrevivencia. La posibilidad
de que te llegue un chancacazo
que te mate o te deje para
siempre turuleco es alta.
La expresión es buena, y la
escuchamos a menudo allí
donde hay conflicto. Pero la
expresión también supone un
gesto ético: hacerte el gil todas
las veces que sea necesario.
Físicamente hablando, me
considero bastante cobarde, y no
sé qué haría si al frente mío en
el metro o en la calle cogotean
con un cuchillo o una pistola a
un sujeto indefenso. No sé si
arriesgaría el pellejo por esa
persona desconocida. No he
estado en esa situación, pero no
descarto para nada la
posibilidad de que yo sea uno
más de los muchísimos tipos
que se hacen los lesos para no
correr el riesgo de salir
perjudicados. Lo sé. Cobarde
actitud. Tal vez pensar en ella
ahora mismo me aporte alguna
dosis de valor para tratar de
torcer mi naturaleza, y
atreverme a algo más el día en
que el destino quiera vestirme
de héroe. Preferiría no hacerlo.
Espiritualmente hablando, no
me considero tan cobarde a
estas alturas de mi vida. Mirado
el asunto con sentido común,
verifico que ya estamos metidos
en las patas de los caballos.
Estamos vivos en este mundo,
sin consulta previa, y
condenados desde el comienzo a
la extinción. El asunto no es
menor.
Ayer en la noche recordaba un
episodio de mi vida risible y
macabro al mismo tiempo: tenía
apenas veintiún años, hacía mi
práctica profesional en la revista
Hoy y ayudaba a una periodista
con años de circo en la
investigación del asesinato de
Tucapel Jiménez. La historia del
crimen era feroz, y en el
reporteo me había tocado ir
incluso a un cuartel de la CNI a
entrevistar a unos dirigentes
sindicales de dudosa reputación
que habían sido acusados de
haber participado
indirectamente en el homicidio.
Andaba saltón, asustado, muy
nervioso. Y no le decía a nadie
lo que me pasaba. Para tratar de
relajarme un poco, fuimos al
estadio con un amigo que
también hacía su práctica en la
revista. Reunión doble en el
Nacional. Partido de fondo:
Colo Colo con la U. El estadio
repleto. Setenta mil personas.
Estuve todo el rato
ensimismado, rodeado de una
turba que vivía el momento y
disfrutaba un simple partido de
fútbol. Yo, en cambio, en vez de
concentrarme en lo que ocurría
en la cancha, estaba inquieto por
mis palpitaciones, las puntadas
y el estado de tensión del que no
lograba librarme. Cuento corto:
en algún momento, me faltó el
aire y sentí que me estaba
ahogando, que el corazón
fallaba y que me iba a morir.
Fui al baño, y ahí prácticamente
me desmayé. Vendedores de
maní solidarios sostuvieron mis
lentes junto a un carabinero y
llamaron a una ambulancia. Yo
estaba verde. La ambulancia se
demoró el tiempo justo para que
miles de compatriotas durante el
entretiempo del partido me
vieran descompuesto en el baño,
entre ellos mi amigo, que tuvo
la delicadeza de abandonar el
fútbol y acompañarme en la
ambulancia a la Posta 4. No
sufría ningún infarto ni me iba a
morir. Tampoco fue el triunfo
holgado de Colo Colo el que me
tumbó, como deslizó algún
amigo entre risas después de la
crisis. Simplemente tuve un
ataque de pánico que no
olvidaré jamás, y que hoy me
ayuda en el recuerdo a enfrentar
los momentos complicados.
Estaba metido en las patas de
los caballos, sin saber mucho
cómo protegerme, y sentía un
temor reverencial hacia la
muerte que imagino se va
diluyendo en el tiempo, a
medida que vamos avanzando
con nuestra mochila a cuestas
intentando hacer más ligero el
equipaje.

Domingo 3 de Diciembre de
2006
Gracias por la atención
dispensada
Hay un libro de poemas de un
amigo que se llama así: Gracias
por la atención dispensada. Mi
amigo dice que lo bautizó de
este modo porque Julio
Martínez, Jota Eme, cerraba sus
comentarios deportivos
dominicales con la frase de
rigor: gracias por la atención
dispensada. Es justamente lo
que queremos decirles en estas
líneas: gracias por ayudarnos a
respirar a través de las páginas
de Domingo en Viaje. Gracias
por la lectura. Gracias por el
comentario boca a boca. Gracias
por llevarnos de compañero de
ruta en sus viajes. Gracias por
hacernos ver lo bueno y lo que
puede mejorar.
Borges escribió una vez: "Un
hombre se propone la tarea de
dibujar el mundo. A lo largo de
los años, puebla un espacio con
imágenes de provincias, de
reinos, de montañas, de bahías,
de naves, de islas, de peces, de
habitaciones, de instrumentos,
de astros, de caballos y de
personas. Poco antes de morir,
descubre que ese paciente
laberinto de líneas traza la
imagen de su cara". Nosotros
decimos con él: semana a
semana, durante 40 años,
hicimos una revista poblada de
imágenes y palabras que
finalmente dibujan la cara de
todos nosotros. De los que
trabajamos en ella, y de ustedes,
sus lectores, que viajan a través
de sus páginas rumbo a destinos
aún inexplorados.
Vienen por delante nuevos
cuarenta años. Adivinar el
camino no es posible. Debemos
transitarlo, paso a paso,
montaña a montaña, calle a
calle, océano a océano, carretera
a carretera, para encontrar
durante el viaje los rostros de
aquellos hombres y mujeres que
habitan la Tierra y que le dan
sentido a esta aventura. Eso es
lo que más nos gusta de este
trabajo: la aventura de vivir para
después narrar la vida.
Seguiremos en contacto.

Sábado 9 de Diciembre de 2006


La muñeca de Kafka
Un amigo me habla de la última
novela de Paul Auster:
Brooklyn Follies. Le ha gustado
mucho, y me la presta. Me
refiere, entre sus elogios, un
episodio narrado por Auster que
al parecer ocurrió en la vida
real. Algo de Franz Kafka y una
muñeca.
Busco en el libro la página en
que el narrador se detiene en
Kafka hasta que doy con ella,
cuando el personaje Tom trata
de comprobar que el checo no
sólo era un gran escritor, sino
además un hombre
extraordinario.
Eran los últimos meses de vida
de Kafka. El hombre se había
enamorado de Dora Diamant,
una joven polaca de veinte años,
la única mujer con la que Kafka
vivió alguna vez y que lo
convenció de dejar Praga para
irse con ella a Berlín, a donde
llegaron en el otoño de 1923. En
algunas biografías del escritor
se deja ver que estos meses, a
pesar de su deteriorada salud,
fueron los más felices de su
vida.
Todas las tardes Kafka salía a
dar un paseo por el parque. Casi
siempre con Dora. Un día, se
encuentra con una niña que
lloraba a mares. Kafka le
pregunta qué le sucede y la niña
le contesta que acaba de perder
su muñeca. Rápidamente Kafka
le inventa una historia, le dice
que la muñeca se ha ido de
viaje, cansada de la gente de
este mundo, y que le ha escrito
una carta a ella contándole su
decisión y su deseo de hacer
amigos en otras latitudes. La
niña, un poco incrédula, le pide
la carta, y Kafka le dice que la
ha dejado olvidada en su casa,
pero que mañana sin falta se la
traerá. Por supuesto, Kafka
vuelve esa tarde a casa a escribir
con la misma concentración con
que trabajaba en sus relatos la
carta de la muñeca. Y así, día
tras día, durante tres semanas,
concurre al parque a leerle en
voz alta las cartas que la
muñeca le escribe a la niña.
El narrador de la novela de
Auster reflexiona: "Ya es
increíble que Kafka se tomara la
molestia de escribir aquella
primera carta, pero ahora se
compromete a escribir otra cada
día, única y exclusivamente para
consolar a la niña, que resulta
ser una completa desconocida
para él, una criatura que se
encuentra casualmente una tarde
en el parque. ¿Qué clase de
persona hace una cosa así?"
Sacrificar su tiempo, enfermo
como estaba, en las últimas,
para redactar cartas imaginarias
de una muñeca perdida.
En las cartas la muñeca vive mil
aventuras, lo que no significa
que haya dejado de querer a la
niña, pero ahora diversas
complicaciones le hacen
imposible regresar con ella. La
historia necesita un desenlace, y
Kafka lo construye casando a la
muñeca y mandándola a vivir
con su marido al campo. En la
línea final, la muñeca se despide
para siempre de su gran amiga.
La niña, a esas alturas, ya no
extraña a la muñeca, y Kafka le
ha regalado una historia
increíble que vive con ella en su
mundo imaginario.
Me pareció haber leído antes,
alguna vez, esta historia de la
muñeca de Kafka, así que me
puse a investigar y di con un
texto del argentino César Aira
publicado en 2004, donde
también refiere este episodio, de
manera más documentada
todavía. El parque de Berlín se
llamaba Steglitz, aún existe y,
según Dora Diamant, al
escribirle a la niña "Kafka entró
en el mismo estado de tensión
nerviosa que lo poseía cada vez
que se sentaba a su escritorio".
A César Aira le contaron, y él
quiere creerlo, y nosotros
también, que el estudioso de
Kafka Klaus Wagenbach siguió
durante años la pista de la niña
del parque, que hizo un catastro
de la zona, que puso avisos en
los diarios buscándola, y que
hasta hoy sigue yendo al parque
Steglitz a ver a las abuelas que
juegan con sus nietos,
apostando a que la niña de la
muñeca perdida aún esté viva y
frecuente el lugar. Ella tendría
hoy cerca de noventa años, y
difícilmente supo que entre sus
cartas de infancia descansaba
una de las mejores historias de
literatura infantil que alguien
pudiera haber concebido jamás.

Sábado 16 de Diciembre de
2006
Tiempo
Soy un hombre lento, nada
vertiginoso, y el tema del
tiempo, del transcurso del
tiempo, me conmueve mucho y
lo experimento a menudo.
Puedo a veces incluso llegar a
conversar en persona con el
Tiempo, un señor elegante al
que no le entran los años y que
se pasea mirando cada cierto
rato su imperturbable reloj de
bolsillo.
Sé que el tiempo refiere, entre
otros asuntos, la fugacidad de
las cosas y la existencia. Leo
con frecuencia textos que
hablan explícitamente del
tiempo, que reflexionan sobre
él, que intentan apresar lo
inevitable antes de la extinción.
Mi amigo Roberto Merino
escribió una vez que a mí me
gustaba escribir no contra el
olvido, sino sobre el olvido: "Su
mirada parece estar clavada en
esa desembocadura donde van a
dar los acontecimientos de la
vida, un tramo antes de su
disolución".
Sin tiempo, no hay vida vivible.
Eso es lo primero y lo más
concreto. Básico como el agua y
el espacio en donde nos
movemos, el tiempo marca el
ritmo y asegura que, puestos en
la Tierra, formamos parte de
una cadena en la que hubo un
antes y habrá un después.
Me pasa a menudo: camino un
día cualquiera por una calle
cualquiera acompañado en ese
momento de muchas personas
que se mueven en distintas
direcciones, y de pronto soy
acechado por preguntas que
nunca podrán responderse, o
que no está en mí contestar de
otra forma que no sean estos
balbuceos que sustituyen al
silencio.
Ayer me preguntaron qué viaje
soñaba hacer, una bella forma
de ocupar el tiempo que nos
queda, y dije dos recorridos:
primero ir a China con mi mujer
y mi amigo el doctor Kin, seguir
el rutero que él mismo dibuje,
dejarnos llevar por su mapa
chino, escuchar las historias de
sus raíces y conmoverme con el
silencio de sus montañas; y
segundo recorrer Chile por
tierra y agua, con todo el tiempo
del mundo, acompañado de mis
hijos, y entre nosotros
mostrarnos un país intenso y
diverso en el que caímos por
azar, pero al que tenemos más a
mano para sumergirnos en él.
Tendré que juntar alguna vez el
dinero necesario no para dar la
vuelta al mundo, que no me
alcanzará ni la plata ni la
curiosidad para tanto, sino para
comprar el tiempo que precise
llevar adelante estos dos viajes
al ritmo cansino y pausado que
mueve mis pies.
Estar contra el tiempo es
probablemente la peor manera
de vivir. Si somos conscientes
de que no habrá nuevas
oportunidades sobre la Tierra,
sabremos valorar, por ejemplo,
lo que puedan decirnos los
jubilados, los más viejos, los
que vienen de vuelta. Ver y
escuchar qué tienen ellos para
contarnos del grosor de las
venas de sus manos y de cómo
miran, de la decadencia natural
en la vejez, del sentido más
profundo de la existencia si
alguna vez se preguntaron por
él.
Leo al japonés Yasunari
Kawabata en Lo bello y lo
triste: "El tiempo pasó. Pero el
tiempo se divide en muchas
corrientes. Como un río hay una
corriente central rápida en
algunos sectores y lenta, hasta
inmóvil, en otros. El tiempo
cósmico es igual para todos,
pero el tiempo humano difiere
con cada persona. El tiempo
corre de la misma manera para
todos los seres humanos; pero
todo ser humano flota de
distinta manera en el tiempo".
La lectura, uno de los ejercicios
más nobles en que puedo ocupar
mi tiempo, forma parte de esa
corriente lenta, hasta inmóvil,
de la que habla Kawabata. Un
escritor español decía el otro día
en una entrevista que se
conmovía mucho con la
constatación de que todo está
condenado a desaparecer, a irse
para no volver, pero que
respetaba los misterios sagrados
de la existencia. A mí me pasa
igual. Convivo con estas
sentencias, y me aferro al
tiempo porque sé que en él vive
la antesala de la disolución, el
escenario donde puedes leer a
Kawabata, abrazar a una mujer
y sentir por un momento que esa
vivencia no te será arrebatada
tan fácilmente.
Sábado 23 de Diciembre de
2006
Funeral
Escucho a la distancia el sonido
de aplausos que despide un
televisor cercano a mi oficina.
Por la hora, calculo que vienen
del funeral de Pinochet en la
Escuela Militar. Hace casi dos
días que llamó mi suegra por
teléfono para dar la noticia.
Acabábamos de almorzar arroz
con hamburguesas. Eran como
las dos y media de la tarde.
Murió Pinochet, dijo, al otro
lado de la línea. Creí advertir un
dejo de pena en lo que decía.
Ella nunca ocultó su adhesión
política al general, aunque
tampoco hacía aspavientos de
ella. Murió Pinochet, ahora,
recién, parece que a las dos y
cuarto. Estaba dentro de las
posibilidades. Nadie tendría que
haberse sorprendido. Un infarto
grave a los 91 años hacía una
semana, un edema pulmonar, el
vaticinio de un par de
cardiólogos entrevistados en los
diarios permitían preparar el
terreno, del mismo modo como
deben estar haciendo en Cuba
con Fidel: preparando el ánimo
para cuando el comandante sea
despedido dentro de un cajón.
Encendí el televisor. Los
periodistas estaban fuera del
Hospital Militar esperando el
comunicado oficial, pero la
noticia ya se había filtrado.
Leo un libro magnífico de
Joseph Roth sobre las ciudades
blancas de Francia, Lyon,
Tournon, Aviñón, a la misma
hora en que despiden a Pinochet
con honores militares. Página
20, a propósito de las guerras:
"La muerte se acepta como un
regalo. La vida no posee
excesivo valor. Vale tanto como
el mísero sueldo, un vino barato
o el cine del domingo".
He guardado los diarios de ayer
y de hoy, diarios que titulan e
invierten gran cantidad de
páginas en la muerte de
Pinochet, para revisarlos
después, años más tarde, junto a
mis hijos menores que hoy son
unos niños, que no tienen idea
de quién es este señor enterrado
con uniforme de gala del que
todos hablan en estos días, y
que pronto volverá a ser
olvidado. Su llegada por última
vez al Hospital Militar, en
medio de un infarto, los gritos
de sus partidarios que le
hicieron guardia frente al
hospital, la champaña en la
Alameda de los que el domingo
festejaron su muerte, forman
parte de las últimas estridencias
que acompañarán su vida y su
historia, la que se irá apagando
progresivamente marcando el
fin de una era.
Varios compañeros de oficina
llegan hoy tarde a trabajar.
Rocío me cuenta que había un
taco fenomenal en Américo
Vespucio, cerca de la escuela
Militar, que el tránsito estaba
cortado, y que los ambulantes se
estaban haciendo el pino
vendiendo chapitas de Pinochet.
Difícilmente habrá otra
oportunidad de comerciar con
su imagen. El televisor despide
ahora discursos. Habla una
mujer. No alcanzo a escuchar
bien qué dice. Recuerdo un
texto de Vila Matas en su libro
Hijos sin hijos. Un niño se
entera del asesinato del
Presidente Kennedy y corre
escalera abajo a avisarle a sus
amigos del barrio. ¡Han matado
a Kennedy, han matado a
Kennedy!, grita. Y uno de los
muchachos que escucha la
noticia le replica: "¿Y?".
Con Pinochet me sucede algo
parecido. Ha muerto, y verifico
que nada cambia demasiado.
Probablemente el país (¿puede
uno hablar del país con certeza
sin equivocarse medio a medio
en lo que se afirma?) cambie en
algo. Joseph Roth, en Las
ciudades blancas, se sorprende
de que los libros y los diarios
informen del presente con
certeza histórica, cuando "basta
un segundo para que miles de
rostros transformen y desfiguren
cada cosa hasta volverla
irreconocible". Pinochet fue
comandante en jefe en un
momento histórico que lo
catapultó violentamente al
primer plano. Quiso creer que el
poder y la victoria eran para
siempre. Cuando cayó en
desgracia, se negó a asumir su
condición de derrotado y menos
su responsabilidad en lo que
había ordenado bajo su mando.
Después de su funeral, al que
ahora nadie le presta demasiada
atención en el televisor cercano
a mi oficina, vendrá el silencio y
la constatación de que si
escuchamos nuestras voces
interiores, hacía mucho rato que
Pinochet ya no vivía entre
nosotros.

Sábado 30 de Diciembre de
2006
Yi yi
Me sucede con relativa
frecuencia: veo fragmentos de
una película que me gusta, leo
páginas de un libro que me
mueve, y más ganas me dan de
vivir todo el tiempo que se
pueda dentro de ese mundo
virtual, con leyes que parecen
desafiar a esta otra realidad
preestablecida que aparece cada
mañana en los diarios. Es un
escape. Lo sé. Para vivir,
prefiero una película que narre
la tristeza y la felicidad al titular
de prensa del ministro de
Hacienda de turno. Cada uno es
dueño de elegir los materiales
con los cuales acompañar sus
días.
Anoche vi en el cable, entre la
una y las dos de la mañana, la
última parte de una larga
película llamada Yi yi. El
director, un taiwanés llamado
Edward Yang, ha dicho en una
entrevista que el tema de su
película exige paz. Tiene razón:
a la una de la mañana de un
miércoles cualquiera, después
de hacer dormir a los niños de la
casa pasada la medianoche,
finalmente en paz, consigo
conectarme gracias a un control
remoto con Yi yi mientras
buena parte del resto de la
ciudad duerme. Las imágenes
narradas por Yang, el discurso
final del niño de ocho años que
escribe en su cuaderno una carta
a su abuela muerta, diciéndole
que quiere llegar a contarle a la
gente las cosas que los demás
no ven, se quedan conmigo, no
se evaporan con el sueño, y
reviven esta mañana junto a la
ducha. "Mirar la vida en su
conjunto", dice Yang, "así como
la exploración del día a día,
exige paz".
Me dejo atrapar por las
obsesiones de Yang: la vida no
es lo que nosotros pensamos
que es, porque cada uno la
cuenta de manera distinta. Lo
que dice Yang no tiene nada de
especial, pero rara vez nos
detenemos a pensar en la dosis
de verdad que esconde su
sentencia. Hay tantas vidas
posibles como narradores dando
vueltas.
Leo en el diario que un niño de
un año y medio de edad llamado
Igor fue encontrado muerto en
su casa de Iquique, debajo de
una cama, sosteniendo un
pedazo de pan en una de sus
manos. Llevaba muerto una
semana, absolutamente solo,
descomponiéndose, sin que
nadie se enterara de su suerte.
Vivía con su madre, pero ella
había muerto en la calle hacía
dos semanas y entró a la morgue
como NN, sin identificarse, y en
todo ese tiempo nadie se enteró
de cómo se llamaba ni supo que
un niño la había estado
esperando en casa para
sobrevivir.
Un amigo cronista escribe el
domingo pasado en el diario un
texto revelador: dice que
vivimos haciendo equilibrio en
líneas imaginarias. Que la vida
consiste en pasar a otra cosa
permanentemente. Que todo lo
que se dijo sobre Pinochet
después de su muerte ya se fue
por el desagüe.
Qué cierto. Avanzamos
anestesiados por un camino que
cada día se nos presenta con
mayor o menor dificultad, sin
entender demasiado si hay un
libreto que dirige nuestros
movimientos. La historia del
niño muerto en Iquique
constituye una imagen horrorosa
de soledad y abandono, pero esa
imagen es apenas el fragmento
de una película mayor donde
también existen Yi yi y tantas
otras historias que conviven en
nuestro imaginario
representando las dos caras de
una misma moneda, el anverso
y el reverso del cine de Edward
Yang y de nuestras propias
vidas: la tristeza y la felicidad,
el amor y el desamor, la risa y el
llanto, la esperanza y la
desesperación, la música y el
silencio, la distancia entre la
vida y la muerte, la frase a
tientas o la última palabra.
Sábado 6 de Enero de 2007
Los jueves
De un tiempo a esta parte, siete,
ocho semanas, me junto a
almorzar religiosamente los
jueves con el poeta Erich
Pohlhammer en algún comedero
de Santiago. Como pasaron
muchos años sin vernos, la
primera cita fue un vano intento
por hacerle saber al otro qué se
habían hecho nuestras vidas.
Pero resumir el tiempo
transcurrido es una tarea
imposible, así que rápidamente
abandonamos cualquier
propósito en ese sentido y nos
abocamos desde ese día a
trabajar (es un decir) en un libro
que le propuse que
escribiéramos durante los
próximos cinco años. Dije cinco
años como pude haber dicho
tres o diez: el tiempo necesario
para que pase agua bajo el
puente y las conversaciones
cristalicen en recuerdos,
historias, ideas, relatos
inteligibles. Al almuerzo voy
con algo más que lo puesto: una
lapicera, una libreta de apuntes,
algunos libros para citar.
La primera vez que nos vimos
después de tanto tiempo le
pregunté por la muerte de su
padre, el escultor Roberto
Pohlhammer, ocurrida un par de
años atrás. Recordaba haber
leído que él no estaba en Chile
cuando sucedió. Así fue.
Pohlhammer vivía de paso en
Ecuador, no tengo muy claro
haciendo qué, pero ese día en la
tarde había mucho sol y Erich
caminaba por una calle de un
pueblo ecuatoriano cuando un
señor lo abordó y le dijo que
habían llamado de Chile para
informar que su padre había
muerto. Pohlhammer quedó
algo aturdido, no preguntó
detalles, siguió caminando y
asegura no necesariamente
haber sentido pena en ese
momento.
Nuestros primeros almuerzos
fueron en un local llamado La
Panera, en General Holley con
Nueva Los Leones, un sitio
donde Pohlhammer se sentía a
sus anchas por ser "asesor
creativo y cultural" del
restaurante. Fui testigo en esos
días de cómo Pohlhammer se
reunía con frecuencia con el
dueño del local para, al calor de
unas cervezas invitadas por la
casa, insistirle en la necesidad
de montar unos espectáculos los
viernes y sábado en la noche
titulados "¿Cuántos schops vale
tu show?", siguiendo la lógica
del mítico programa de
televisión que hace que hasta
hoy gente en la calle reconozca
al poeta y le eche una talla.
El problema es que el local no
prendía; a la hora de almuerzo
se dejaban caer muy pocos
parroquianos, y faltaba
ambiente. La niña que atendía
las mesas decía que en la noche
penaban las ánimas. Cuento
corto: la última vez que nos
juntamos en este sitio, me
encontré a la hora convenida
con Pohlhammer sentado junto
a la puerta y el boliche cerrado a
machote. Un grueso candado en
la reja, las mesas arrumbadas
adentro, y nadie cerca para dar
una explicación. El negocio
había quebrado. Ver al poeta
muerto de la risa, sentado en la
misma terraza donde antes había
un restaurante dibujado y ahora
reinaba la desolación, era una
imagen graciosa.
Ahora los jueves con
Pohlhammer se desarrollan en
un boliche oscuro de calle
Irarrázaval, y cada vez
concurren más y nuevos
parroquianos. Yo por mi parte
sigo tomando notas y pensando
en el libro que podría estar
fraguándose de aquí a cinco
años más. El último jueves
apareció supuestamente Platón
en la mesa: "El tiempo es la
imagen móvil de la eternidad".
¿Sería Platón el que dijo eso, o
Pohlhammer se arrancó con los
tarros? También leímos en voz
alta un poema del mexicano
José Emilio Pacheco que sacó
aplausos: "No importa que la
flecha no alcance el
blanco/Mejor así/No capturar
ninguna presa/No hacerle daño
a nadie/pues lo importante/ es el
vuelo la trayectoria el
impulso/el tramo de aire
recorrido en su ascenso/la
oscuridad que desaloja al
clavarse vibrante/en la extensión
de la nada".
Para el almuerzo de esta semana
tengo reservado a otro
mexicano, Sergio Pitol. Uno es,
decía Pitol, los libros que ha
leído, la pintura que ha visto, la
música escuchada y olvidada,
las calles recorridas. Uno es su
niñez, su familia, unos cuantos
amigos, algunos amores,
bastantes fastidios. Uno es una
suma mermada por infinitas
restas.

Sábado 13 de Enero de 2007


Enanos
Me mandan por e-mail la
crónica de una cuadrilla de ocho
enanos colombianos que
trabajan de toreros y dan vida a
un espectáculo circense que es
hoy un éxito de público. Leo
que la gente que asiste a las
corridas de toros se mata de la
risa con la performance de estos
enanos reporteados por el gran
cronista Alberto Salcedo.
Me descubro riendo a
carcajadas solo en mi oficina
con las ventajas de ser enano
narradas por uno de los
protagonistas del circo torero:
no sufren cuando se agachan, no
se golpean la cabeza en los
travesaños de las puertas, jamás
son los primeros sospechosos de
un crimen, dice, aunque los
encuentren al lado del cadáver
con una pistola humeante en la
mano. Y como sus ojos están
cerca del suelo, "los enanos
tenemos muchas posibilidades
de descubrir, al lado de una
alcantarilla, aquel extraviado
billete de veinte mil pesos que
los seres normales no pudieron
ver por andar en las alturas".
El dueño del espectáculo,
llamado El Gran Tin Tin, le
reconoce al autor de la crónica
que los toreros enanos generan
un placer retorcido: "La gente se
ríe de sus desplantes
caricaturescos, pero también
disfruta viéndolos arriesgar el
pellejo frente a los cachos de un
becerro".
Es igual en todo el mundo. La
economía de mercado les ofrece
a un puñado de enanos un show
donde ganar dinero, y ellos por
supuesto aceptan porque si no lo
hacen están cesantes o trabajan,
como hacía antes este grupo de
toreros colombianos,
repartiendo volantes para
promocionar un negocio de
brujería, o de vendedores
ambulantes de discos compactos
pirateados, o desgranando
toneladas de arvejas por unos
pocos pesos. Ahora ganan diez
o veinte veces más plata que
antes, tienen previsión social y
—lo dicen con orgullo— se han
ganado el respeto de la gente.
Pero cuando entran en mayor
confianza con el cronista, los
toreros terminan confesándose:
es dura la vida del enano, le
dicen. Están cabreados de que la
naturaleza los haya hecho así:
enanos. El escalón demasiado
alto de la micro, la silla alta del
bar, la dificultad para alcanzar
el timbre de una casa, la
curiosidad de la gente que los
mira sin disimulo, la
imposibilidad de acceder a una
mujer.
Un amigo escribió hace como
veinte años un artículo sobre un
deporte hilarante llamado el
lanzamiento del enano. Si la
memoria no me falla, el
espectáculo lo habían inventado
unos cortesanos ingleses para
divertirse, y durante el siglo
veinte se organizó con gran
éxito en un montón de países
supuestamente civilizados:
Francia, México, España,
Estados Unidos. Los enanos
eran enteros forrados y se les
ponía un tremendo casco para
que no se azotaran la cabeza, y
cogidos de un arnés eran
lanzados lo más lejos posible
por forzudos competidores. Para
darle un toque de
profesionalismo, se exigía
contar con el beneplácito del
arrojado y se colocaban
colchonetas en el piso de modo
que el golpe sufrido por el
enano no fuera tan brutal.
Los enanos se prestaban para el
show porque ganaban buen
dinero, e incluso un grupo de
ellos en Francia reclamó en los
años noventa cuando un coro de
"voces humanitarias" abogó por
el fin de la actividad. Hubo una
polémica jurídica. Se enfrentaba
entonces el derecho al trabajo de
un puñado de enanos, que había
firmado contrato con la empresa
Fun Productions y aseguraba
tener por primera vez un sueldo
decente y albergar ambiciones
personales y profesionales, con
el alegato de la "Asociación
Nacional de Personas de Talla
Pequeña", que reclamaba un
trato digno para sus
representados. En este caso, la
mentada dignidad se impuso,
puesto que el Estado francés
prohibió el juego en su
territorio, barriendo de paso la
libertad individual de estos
enanos que en ese momento de
su vida se consideraban artistas
y no tenían ningún problema en
ser parte de un show disfrutado
por un público que aquí y allá,
antes, hoy y mañana, con ley o
sin ley, reclama su ración de
circo.

Sábado 20 de Enero de 2007


El ciprés
Hace unos meses, una
ciudadana radicada en Puerto
Varas me escribió alarmada por
la decisión del alcalde de su
ciudad de talar un ciprés
centenario que existía hace más
de un siglo en la costanera, en la
famosa "Plaza del Pino". La
mujer argumentaba que el árbol
era un emblema de la ciudad y
que, si era verdad que estaba un
poco enfermo, lo que a ella no
le constaba, había que tratar de
salvarlo en vez de pasarle la
motosierra.
La noticia fue portada del diario
local: en una de las fotos
publicadas en esos días, podía
verse a dos sujetos encaramados
arriba del árbol para impedir
que lo cortaran que aseguraban
que no iban a bajarse hasta que
el alcalde echara pie atrás en la
ejecución y salvara la vida del
viejo ciprés. Corrieron esa vez
listas de apoyo al árbol, llegaron
los pacos, la municipalidad
decidió posponer la tala hasta
estudiar mejor el caso y los dos
ecologistas se bajaron del ciprés
al cabo de un día y una noche
porque, entre otros asuntos
domésticos, ya no aguantaban
las ganas de ir al baño, según le
confidenció la polola de uno de
ellos a uno de los periodistas
que reporteaba el hecho.
Me olvidé del ciprés, y recién
me acordé el otro día, revisando
antiguos mails, cuando volví a
ver las fotos de estos rescatistas
resistiendo el avance implacable
de la motosierra. Se me vino a
la cabeza una película
documental magnífica de
Ignacio Agüero, Aquí se
construye, donde en un período
de dos o tres años la cámara es
testigo de cómo se echan abajo
antiguas casas de una calle de
Providencia para levantar a
cambio un enorme edificio. La
narración de Agüero muestra a
un biólogo que no vende su
casa, y que ve cómo su barrio de
toda una vida es reemplazado
por un nuevo paisaje donde la
luz que entra por las ventanas ya
no es la misma, los vecinos se
han mudado, y a él sólo le
queda mirar ahora desde su
jardín cómo los nuevos
moradores se asoman a los
balcones de sus flamantes
departamentos.
Las ciudades cambian, mutan,
se transforman. Eso es
inevitable. Lo que es más
discutible es la manera: acá en
Chile somos amigos del
bombardeo despiadado, de pasar
la aplanadora, de destruir sin
asco el paisaje de tu infancia.
Una casa maravillosa en la
frontera de Ñuñoa con La Reina
donde vivieron mis abuelos
durante años, donde había
glorieta, parrón, palmeras,
paltos y hasta un subterráneo en
el que nos encerrábamos a ver
películas de Chaplín enlatadas,
es ahora un horrible condominio
bien asoleado en verano donde
podría apostar que no hay un
solo árbol en todo el sitio, y
donde su arquitecto podría
ganarse un premio por haber
levantado el edificio de cuatro
pisos más feo que hay en todo
Santiago.
Una de las casas en que viví en
José Zapiola daba hacia atrás
con una parcela increíble llena
de árboles añosos, típica de la
comuna de La Reina. Un día de
semana cualquiera, estaba
acostado en mi pieza con fiebre
cuando sentí estallidos y
explosiones que podían estar
sucediendo en mi propio patio.
Me asusté: me asomé a la
ventana y vi a un tipo arriba de
una máquina retroexcavadora
demoliendo la casa de la parcela
vecina y arrancando de cuajo los
árboles del sitio. Al final de ese
día, en una jornada de trabajo de
unas doce horas continuadas, de
la parcela no quedada nada: la
habían bombardeado como en la
guerra y ahora era un terreno
baldío y atiborrado de
escombros.
Le escribo a la ciudadana de
Puerto Varas preguntándole por
el ciprés, y me responde con una
andanada de noticias del diario
local y fotografías publicadas en
noviembre del año pasado. Ya
no hay ciprés en la ciudad:
queda el chongo de un enorme
tronco, que en las fotos se ve
bastante sano, al que le
aplicaron finalmente la
motosierra. El viejo árbol les
dio trabajo a los empleados
municipales, quienes estuvieron
algunas horas destrozándolo de
a poco hasta finalmente
voltearlo. La ex "Plaza del
Pino" luce ahora unos nuevos
juegos infantiles plásticos,
"picantes" según esta ciudadana
de Puerto Varas, enojada aún
con el alcalde, el que hizo
amago de saludarla el otro día
en el supermercado y ella se
negó, muy digna.

Sábado 27 de Enero de 2007


Huesos en Taltal
Un amigo me llama del norte
para contarme que un geólogo
encontró el otro día, cerca de
Taltal, en una zona que se llama
Sierra Overa, restos de un ser
humano que probablemente se
empampó en el desierto. El
geólogo, que trabajaba en faenas
mineras, vio unas botellas
tiradas y detuvo su camioneta.
Al acercarse, según le relató
después a Carabineros, se
encontró con el esqueleto,
jirones de ropa, un par de
zapatos tirados y un morral de
género con algunas pertenencias
que no escondían el polvo y el
sol de muchísimos años encima.
El geólogo reportó el hallazgo a
Carabineros, y al día siguiente
dos funcionarios del Servicio de
Investigaciones Policiales lo
acompañaron guiados por su
GPS para ubicar los restos,
recogerlos y llevárselos al juez
de Taltal para que empiece la
investigación.
No será fácil esta vez identificar
al ciudadano o ciudadana que se
perdió en la pampa. A
diferencia del empampado
Riquelme, que fue encontrado
en el verano de 1999 cerca de la
estación Los Vientos, cien
kilómetros al sur de
Antofagasta, con toda su
identificación intacta después de
estar más de cuarenta años
botado en el desierto, los rastros
que quedaron a la vista ahora
son imprecisos y habrá que
esperar el estudio forense de los
huesos y la revisión cuidadosa
de lo que traía consigo para
decir algo más de quién era este
ser humano que quedó atrapado
para siempre en Sierra Overa.
Entre las pertenencias que
encontraron los carabineros del
SIP había restos de un diario del
14 de marzo de 1966, un
cuaderno de matemáticas con
caligrafía pulcra y elegante,
bolsas de té, terrones de azúcar,
una botella plástica de agua,
harina tostada, una caja de
fósforos, una cajetilla de
Liberty, monedas de 1963, un
carné de identidad apenas
visible y pedazos de un libro
que podría ser la novela de un
clásico ruso.
Hay demasiadas preguntas por
hacer aún sin respuesta. ¿Era
hombre o mujer? ¿Joven o
adulto? ¿Estudiante, minero? El
esqueleto no está completo: la
mandíbula apareció tirada un
poco más allá, faltan el cráneo y
algunas extremidades. Por la
posición en que estaban los
huesos, se puede inferir que esta
persona apoyó su cabeza en el
morral y no despertó más.
Lo más probable es que este
hombre o mujer se perdiera en
1966, por la fecha del diario. Si
fue un crimen, ya está prescrito:
han pasado más de treinta años.
Intento hablar por teléfono con
el juez de Taltal y me quedo
esperando su llamada de vuelta.
Leo en un diario de Antofagasta
la única noticia que se escribe
del hallazgo, que al parecer el
esqueleto tenía alambres
amarrados en sus rodillas, pero
eso aún no puede comprobarse.
¿Por qué alambres en las
rodillas? ¿Qué se hizo el
cráneo? Llamo al ex detective
Walter Rehren, que ahora es
investigador privado y que
participó en la reconstrucción de
la historia del empampado
Riquelme, y él ofrece su ayuda
si es necesario.
Una vida humana desaparecida
en los años sesenta salta a la luz
cuatro décadas después. ¿Hay
testigos de la época que puedan
dar alguna pista? ¿Familiares o
amigos o descendientes que
tengan algo que decir sobre
alguien que no volvió a casa en
esos días?
Cuando fui al norte a investigar
a Riquelme, vi muchos letreros
de personas desaparecidas en las
oficinas de la Policía de
Investigaciones. Decenas,
cientos de personas perdidas a
través de los años que se buscan
un tiempo y luego son
abandonadas a su suerte y se
convierten en una fotografía en
un cuartel.
Hay que escribir esta historia, la
historia de un nuevo
empampado encontrado en la
mitad del desierto, y aún no sé
por dónde empezar para
terminar encontrándole un
nombre que lo arranque del
anonimato. Un nombre y un
apellido para fijarlo en la
memoria de un desierto que no
perdona.

Domingo 28 de Enero de 2007


¿Vamos de pesca?
"Escribe sobre cosas que sepas.
Escribe sobre esas excursiones a
pescar que hacíamos", le dijo
una vez Raymond Carver papá a
Raymond Carver hijo cuando
este último le confesó en una
Navidad que quería ser escritor.
El hijo finalmente se convirtió
en narrador y poeta y años
después, cuando su papá había
muerto, escribió un poema en
donde describía una foto de su
padre de joven, con jeans y
camisa de franela. Escribo estas
líneas mirando la fotografía que
corona esta página, donde un
padre y su hijo de apenas seis
años pasan la tarde pescando en
el lago Primavera en Santa
Rosa, California. ¿Puede haber
mejor panorama que salir solos
un día, padre e hijo, y por un
momento hacer que no exista
más mundo sobre la Tierra que
un muelle, un par de sillas, un
par de cañas, un bosque que
parece sacado de una pintura y
el sonido de la lienza cayendo
en el agua?

Sábado 10 de Febrero de 2007


El ocio (I)
"Un verbo horrendo: trabajar",
escribió una vez Andrés Sabella
en su Linterna de Papel,
saludando las bondades del
ocio. Decía el hombre del norte
que el más importante de los
derechos humanos era el
derecho a la pereza. Que
nuestras manos debían ser
liberadas de toda actividad, la
que realizarían las máquinas,
para que ocupáramos nuestro
tiempo en "las altas labores del
pensamiento".
Simpatizo con Sabella y con
todos aquellos bípedos a
quienes nos gusta demasiado no
hacer nada, y ejercer en cambio
con prestancia el arte de la
conversación, la divagación, la
contemplación y cualquier otra
actividad no intensiva en el uso
de calorías y contraria al
productivismo enfermante que
campea en estos tiempos.
Mi hija mayor, que ya pronto
abandonará la burbuja escolar,
viene diciendo desde hace un
buen tiempo que planea estudiar
literatura en la universidad, y no
contenta con las vicisitudes que
le esperan por tomar una
decisión de esa naturaleza, a
continuación comenta que
después le gustaría agregarle
unos añitos de filosofía. Mi hija
mayor es de los nuestros.
Escribo estas líneas a horas de
salir de vacaciones, dispuesto a
perderme como una flecha. Voy
premunido de buenos libros,
una silla arenera con un sólido
respaldo capaz de contener esta
gruesa humanidad, la que por
estos días se solazará pensando
en dosis pequeñas, entregado al
placer de la agenda vacía, esa
jornada que se va llenando de
episodios pedestres
improvisados e inesperados en
los que no debe abundar por
supuesto la idea de aventura ni
la recurrente vida social del
verano, a menos que esta última
no nos exija nada, ni siquiera un
sí o un no por respuesta.
Así como el Día del Trabajo se
celebra descansando, Sabella
cree que debemos fijar un Día
del Ocio y marcarlo en el
calendario con rojo, lo que
motivaría a todos los ociosos
del mundo a trabajar —nunca
demasiado— en la preparación
de una fiesta tan agradable al
espíritu, tan ecuménica, tan
celebrada por todas las clases
sociales.
Hay un poema de Enrique Lihn
que debiera estar escrito en las
paredes de todas las oficinas
fiscales, y también en la mía:
"Ocio increíble del que somos
capaces / perdónennos los
trabajadores de este mundo y
del otro". Estos versos ayudan a
atenuar el impacto brutal que
nos aflige cuando comprobamos
que la ilusión de vivir en un
estado ocioso permanente se
esfuma rápido, al cabo de días o
semanas, cuando regresamos a
la faena escépticos respecto del
futuro inmediato, preguntando
qué hora es, abrumados además
por la pesadilla del año escolar
de los hijos que recién
comienza, y ya ni siquiera el
recuerdo de haber vivido como
un vagoneta feliz nos
reconforta.
Hay un par de personajes del
humor gráfico chileno que
rinden homenaje a la flojera:
Condorito, pajarraco
regularmente desocupado, y
Perejil, quien, como dice Jorge
Montealegre en una crónica
sobre ocio y dibujo, "puesto
ante una alternativa de condena,
prefiere la muerte a los trabajos
forzados".
Un amigo estaba en la
universidad y hacía dedo en la
carretera. Iba a mochilear al sur.
Una camioneta que pasaba
rauda frente a él frenó y se
detuvo unos metros más
adelante en la berma. Mi amigo
corrió feliz y cuando se disponía
a abrir la puerta para negociar la
llevada y subirse a la camioneta,
el chofer bajó la ventanilla del
copiloto y le dijo: "Anda a
trabajar, vago de mierda".
Después apretó el acelerador
muerto de la risa y se perdió
rápido en la carretera. No hubo
tiempo ni para devolverle el
cumplido. Esos choferes son el
enemigo declarado. Los que
amanecen apurados y de maleta.
Los que no soportan que uno
sea más lento que ellos. Los que
viven pensando en cómo
producir más dinero y no saben
comprar tiempo con él. Los que
no se dan cuenta de su
voracidad enfermiza y terminan
sus vidas convertidos en una
gran tragedia, haciendo ruido y
tragándose incluso a sí mismos.
Que el buen ocio nos libre de
ser como ellos.

Sábado 17 de Febrero de 2007


El ocio (II)
Mi abuela Amalia era una mujer
estricta y seria que no perdía el
tiempo ni siquiera cuando
jugaba naipes conmigo. Esos
momentos los aprovechaba para
hablarme de la importancia de
estudiar en la escuela, de no ser
un porro, de alejarme como
pudiera de la ociosidad, madre
de todos los vicios. "Dedíquese
a algo útil, mijito", me decía con
convicción.
Mi abuela logró su cometido
sólo en parte: no fui un porro en
la escuela, pero a poco andar fui
descubriendo el inmenso placer
de la inutilidad, del ocio
magnífico, de contar con tiempo
para ocuparlo libremente a mis
anchas. Acaso mis mayores
rebeldías adolescentes —si las
tuve— fueron por defender el
espacio vacío de mis propios
pensamientos.
Mi abuela Amalia pensaba que
ser flojo en el colegio te
arrojaba al despeñadero en la
vida, y que en cambio llevar
buenas notas en la libreta era un
trampolín al éxito. Qué
razonamiento ingenuo: se han
visto escolares desahuciados
con promedio rojo convertidos
más tarde en empresarios de
fortuna, y viceversa, proyectos
de genio que acaban sus días
postrados en la frustración y la
pobreza.
La vida es una caja de sorpresas,
y lo que parece lógico en la
escuela no es extraño que
después carezca de valor y
sentido. El filósofo Pablo
Oyarzún pasaba muchas horas
adolescentes arrellanado en un
sofá de su casa sin hacer nada,
lo que preocupaba a su padre,
que quería ver al niño haciendo
algo útil, y más tarde ojalá
convertido en médico. Un buen
día el papá de Oyarzún quiso
buscarle por el lado bueno y le
habló de cuánta estima le tenían
los antiguos a la holganza, le
explicó el sentido de la
oposición entre ocio y negocio,
aquello de que el negocio era la
negación del ocio, y con eso no
hizo más que apresurar la
decisión del muchacho: Pablo
Oyarzún entró a estudiar
filosofía entre otras cosas
gracias a un padre que le avivó
"los placeres estériles del
pensamiento".
Pero las sociedades mutan, y lo
que antes fue un valor hoy es
una amenaza. Ahora los que
mandan son los ocupados, los
que no tienen tiempo ni para ir
al baño tranquilos, los que
andan con la fusta midiendo el
rendimiento de los demás para
asegurar que nadie desmaye en
la faena. Si quieres tomarte un
café con un amigo y
simplemente conversar, te miran
como a un sospechoso. Si
quieres una tregua para pensar
mejor lo que vas a resolver, eres
un diletante. Todo es para ayer.
La prisa es la condición. La
pausa es un desperdicio.
Entrando en mi segunda semana
de vacaciones, miro al mundo
del trabajo con la distancia del
que se sabe ganador de una
batalla, pero no de la guerra.
Alguna vez trabajé en una
revista catalana instalada en
Chile donde debía rellenar
semanalmente un control de
producción. Lo miro ahora con
distancia y me da entre risa y
náuseas el concepto. Debía
detallar en números la cantidad
de páginas que cada uno de los
redactores producía, debiendo
alcanzar ellos un promedio de
15 páginas semanales. Como la
cifra era brutal, tuve que mentir
para sobrevivir: inflaba las
cantidades de manera artificial,
inventaba crónicas futuras, los
hacía escribir pósters porque
cada uno de ellos equivalía a
cuatro páginas, gracias a lo cual
la productividad del equipo
siempre se mantuvo en niveles
óptimos, lo que intuyo que en
Barcelona se olfateaba como
trampa chilensis. Pero era tan
absurdo el sistema que tampoco
podían recriminarme por eso.
Como además me daba lata
hacerlos, enviaba un turro cada
tres meses, cuando me los
exigían, y los escribía todos con
el mismo lápiz, lo que seguro
alimentaba las sospechas de mis
custodios catalanes. Qué
ridículo puede llegar a ser a
veces el mundo del trabajo: debí
guardar una copia de aquellos
infames controles de
producción. Son una metáfora
maravillosa del perro mundo al
que no nos gusta pertenecer.

Sábado 24 de Febrero de 2007


El ocio (III)
Sin ninguna originalidad, como
casi todo el mundo, he soñado
despierto muchas veces con
alguna herencia mágica y
suculenta que caiga en mis
manos, un turro de plata que me
sirva no sólo para pagar las
deudas, sino también para
liberarme por un tiempo de la
obligación de trabajar. Pero
cansado de esperar la fortuna
que no llega, y fatigado también
de los esquivos números de la
suerte que cada vez que juegas
te hacen acumular un pozo de
frustración, me concentro —
ahora que ya falta poco para que
terminen las vacaciones— en un
proyecto aterrizado y práctico:
cultivar espacios pequeños,
ojalá todos los días, donde
detener el tiempo y sumirme en
la lectura de unas páginas o en
alguna conversación que me
haga libre por un momento.
Nos gustarían soluciones más
radicales, sin duda, pero hay que
saber que los golpes de suerte
sólo favorecen a uno entre
millones, y lo más probable es
que de la misma manera en que
te ganaste la lotería o el kino,
después te cae un rayo en la
cabeza o te atropella un tren.
El actor Philipe Noiret fue
entrevistado una vez por el
sentido de su trabajo, por la
importancia del cine en su vida:
"Yo trabajo", respondió él,
"para concederme el tiempo de
no hacer absolutamente nada.
Yo no leo, soy un gusano, y no
hacer nada es para mí la mayor
felicidad. Es verdad que a veces
trabajo y soy feliz, pero siempre
estoy pensando en cuánto
tiempo de ocio me va a dar ese
trabajo que estoy haciendo".
Joaquín Edwards Bello no le
rindió culto al ocio en su vida, a
pesar de lo cual escribió una vez
que su ideal consistiría en vagar
eternamente por la tierra
observando, anotando sus
observaciones y poniéndolas en
un fichero. También decía que
moriría de asco si un día le
quitaran sus caminatas, el
fichero en que trabajaba
diariamente y las crónicas que
escribía para La Nación.
Edwards Bello decía que había
ociosos creativos y ociosos
estériles. Los estériles eran los
lateros de cantina y un patrón de
fundo al que conoció una vez:
"Se levantaba a la una. El mozo
tenía orden de no despertarlo
antes. Su mujer, una gorda muy
alegre, llegaba todos los días a
la mesa un poco tarde y
empezaba a contar los sueños
que había tenido con voz
lánguida. Durante la tarde el
agricultor leía novelas de
Pittigrilli, después cabeceaba en
una poltrona. En verano se
trasladaba a Viña del Mar. Eso
se llama ocio estéril. Un
agricultor no se puede conducir
así".
Menos estéril, pero igualmente
ociosa era la vida del pintor
Guillermo Núñez narrada por el
músico Jorge Coulon en una
tertulia transcrita por la revista
Patrimonio Cultural, para una
magnífica edición dedicada al
ocio. Contaba Coulon que
cuando estuvo el pintor exiliado
en París, los comunistas estaban
preocupados porque el
compañero Núñez, fuera de
pintar, no hacía nada más. Un
día mandaron a un emisario a
verlo a su departamento. Núñez
lo recibió al mediodía en bata,
lo hizo pasar y le explicó:
"Mire, compañero, yo no sé si
usted entienda, pero yo en
verdad no hago mucho, me
rasco las pelotas, hago el amor
con mi mujer y de repente me
pongo a pintar. Eso es todo lo
que hago. Soy un perfecto
inútil". El funcionario se fue
desconcertado, y Núñez siguió
adelante con su vida.
Al escritor Pablo Azócar su
papá lo trataba mal. Cada vez
que lo veía acostado mirando al
techo, lo que era frecuente, le
decía ya está el ocioso, así no
vas a llegar a ninguna parte.
Nunca le precisó cuál era ese
sitio al cual debía llegar, por lo
que Azócar, ducho en las tareas
de la pereza y la inutilidad, se
hizo el leso y optó por consagrar
su vida a lo que mejor sabe
hacer: mirar al techo, escuchar
buen jazz, enamorar jovencitas,
jugar a la pelota y escribir.

Sábado 3 de Marzo de 2007


El ocio (IV)
Última semana de vacaciones.
Actividades del día: matar
hormigas en la cocina, seguir
con atención los movimientos
del gato de la casa que a veces
concluyen con una lagartija
entre sus dientes, leer, jugar
pimpón con mis hijos y
cuidarme de que ellos recojan la
pelota del suelo porque la guata
pesa bastante.
También hacer un listado de
libros disponibles en las
estanterías que no he leído y que
quiero leer este 2007. La
nómina es tan grande, que me
lleva a una conclusión saludable
para la economía doméstica: no
comprar más libros este año ni
el próximo. Con lo que hay,
podría mantenerme activo y
feliz de la vida a lo menos hasta
el 2009. En cuanto a mi Plan
Bicentenario para bajar de peso,
hacer ejercicio y llegar al 2010
en buena condición física, lo
que a estas alturas supone
eliminar veinticinco kilos, la
familia sigue haciendo mofa de
mi fallida fuerza de voluntad.
Cuando digo en la mesa que mi
vuelta a la oficina significa el
comienzo de una dieta estricta y
un plan sistemático de gimnasio
día por medio, todos se ríen a
carcajadas. Es el chiste
preferido hasta de mi hija
Agustina, que con sus casi cinco
años de edad no trepida en
llamarme guatón glotón y darme
las sobras de sus platos, las que
acepto para no defraudarla.
Roland Barthes dice que el
ejercicio del ocio en los tiempos
modernos está asociado a una
nueva manera de experimentar
la pereza: la libertad. Que como
ya es difícil moverse en este
mundo sin hacer nada, lo mejor
es introducir una diversión en la
mitad del trabajo. A Barthes lo
deslumbra la simplicidad de un
poema zen que él quisiera vivir
en carne propia: "Sentado
apaciblemente sin hacer nada /
la primavera llega / y la hierba
crece por sí misma". Conservar
el espíritu de este poema será mi
caballo de batalla apenas vuelva
a las faenas.
Hasta hace pocos años, el
Código Penal chileno
sancionaba con cárcel la
vagancia. Artículo 305: son
vagos los que no tienen hogar
fijo ni medios de subsistencia,
ni ejercen habitualmente alguna
profesión, oficio u ocupación
lícita, teniendo aptitudes para el
trabajo. Joaquín Edwards Bello
decía que si el dinero no hace la
felicidad, en cambio, la ausencia
de dinero nos hace
desgraciados. Trabajamos
entonces para no caer en
desgracia, para sobrevivir, y en
el camino nos convertimos en
unos sujetos irritables,
estresados, neuróticos, infames
y abominables. Para juntar
fuerzas y preparar mi inminente
regreso a la oficina, leo a Robert
Louis Stevenson y su Apología
de la pereza. El escocés escribe
que la devoción perpetua a lo
que un hombre llama su
profesión sólo puede
mantenerse mediante el
perpetuo abandono de muchas
otras cosas. La pereza, según
Stevenson, no es no hacer nada,
sino hacer muchas cosas no
reconocidas por la clase
dirigente. Vuelvo entusiasmado
a lo mío: las hormigas de la
cocina, el gato, leer, jugar
pimpón, que ya sobrará tiempo
durante el año para conjugar ese
verbo horrendo: trabajar.

Sábado 10 de Marzo de 2007


Montevideo
Tuve el privilegio de pasar
cuatro días en Montevideo antes
del temido fin de las vacaciones
y el regreso al trabajo. Una
inmejorable manera de despedir
el verano y volverme a encantar
con una de mis ciudades
favoritas. Montevideo es un
hermoso nombre para una
ciudad superior, y también el
escenario perfecto para escapar
del esnobismo y la moda
obsesiva con que se visten
tantas capitales del mundo.
Acá en Montevideo, en una
tanguería pequeña cargada de
ambiente porteño, escuché una
vez la mejor frase para
representar el arte de la palabra
y la seducción: "No existen
mujeres difíciles, sino mal
conversadas".
El arte de la conversación con
uruguayos tiene también sus
bemoles. Un día fueron un par
de compatriotas suyos a
entrevistar a Juan Carlos Onetti
a su departamento en Madrid,
cuando el escritor uruguayo
vivía bastante encerrado, bien
provisto de alcohol y tabaco.
Los periodistas llegaron un
sábado a verlo y no fueron bien
recibidos por su mujer, Dolly,
quien los culpó de estimularle a
su marido hábitos bebedores.
Onetti estaba en pijama
tomando vino, y los periodistas
no tuvieron inconveniente en
sumarse, hasta que el vino se
acabó y Onetti sugirió que las
dos visitas fueran a comprar
más licor para continuar con la
charla. Ninguno de ellos quiso ir
porque temieron que eso
dilataría la realización de la
entrevista, y Onetti —un poco
pasado de copas— se molestó y
los echó con viento fresco de su
casa.
La entrevista pactada con
antelación se estaba
convirtiendo en un fiasco. Ya
con menos alcohol en las venas,
Onetti recapacitó, conversó con
Dolly, y llamó al día siguiente al
hostal donde se alojaban los
entrevistadores: "Dolly hizo un
pollo al horno, va a alcanzar
para todos; traigan vino. Y el
grabador también". Resarcirse
de una mala jornada es propio
de los de Montevideo. Ese
domingo, en Madrid, tocaron el
timbre los periodistas y Onetti
demoró mucho en abrir la
puerta. Cuando lo hizo pidió
disculpas: "Perdonen si demoré.
Me quedé mirando a una
muchacha que está tomando el
sol desnuda en su terraza".
Onetti cuando chico capeaba
clases para ir a ver los barcos
del puerto de Montevideo.
Cerca de ese mismo puerto
tomo un taxi que me lleve por la
rambla hasta Parque Rodó. El
taxista reconoce mi acento y me
pregunta cómo está Chile.
"Endeudados estamos", le digo,
y le cuento que nos ofrecen
créditos por todas partes para
enfrentar cada nueva temporada
y así nos vamos hipotecando. El
taxista me habla de una
depresión tremenda que tuvo
hace un par de años por las
deudas, que recién está
asomando la nariz. Agradezco la
confianza, pero no pregunto
detalles. El hombre agrega que
quizá el exceso de carne en su
país los hace así, que la angustia
que liberan los animales en el
matadero tal vez se les mete en
la sangre a los uruguayos. No
digo nada, pero suena
exagerado.
¿Por qué hay ciudades que a
uno lo hacen sentir tan bien y en
paz como me sucede con
Montevideo? ¿O eso sólo ocurre
porque no es el sitio en que
tienes que ganarte la vida? Es
fines de febrero y agradezco
estar lejos de Santiago, donde
me estarían hablando con
altoparlantes en la oreja de la
farándula festivalera de Viña del
Mar. De noche voy con mi
familia y con amigos a un
tablado, pago dos dólares por
cabeza y me instalo en la galería
a ver las murgas disfrazadas que
se ríen de todos, incluyendo a
Pinochet. Es el carnaval
uruguayo, que afortunadamente
no se transmite por televisión.
Otra noche vamos al estadio con
los hombres de la casa a ver
fútbol del bueno en una cancha
pequeña y repleta de gente. Un
partidazo de Copa Libertadores
que hace feliz a las tribunas y
pone a Nacional de Montevideo
por un momento entre los
grandes del continente.
Montevideo es una ciudad
donde para fortuna de la
literatura nació Onetti, una
ciudad que entusiasma sin
estridencias, una ciudad del sur
del mundo en la que no existen
mujeres difíciles, sino mal
conversadas.

Sábado 17 de Marzo de 2007


Jabala Matar
Hay historias que no
acabaremos nunca de leer.
Tragedias clásicas que suceden
aquí y allá, propias del género
humano de una época y la que
sigue y la que vendrá.
Secuestrar y hacer desaparecer
para siempre no es sólo
patrimonio de dictaduras
latinoamericanas recientes, que
conocemos al revés y al
derecho. Acabo de leer la
crónica sobre su padre
desaparecido escrita hace un par
de semanas por Hisham Matar
en El País de España, en donde
el escritor libio nos introduce en
la Libia de Gadafi con más
intensidad que cien
declaraciones juntas de
Amnistía Internacional diciendo
que ahí se violan los derechos
humanos.
Un día lo fueron a buscar a su
casa en El Cairo, donde vivía
entonces, hacia 1990, y se lo
llevaron sin decir una palabra.
Su esposa y sus dos hijos, uno
de ellos Hisham, jamás
volvieron a verlo. El empresario
Jabala Matar, opositor pacífico
pero activo de la dictadura de
Gadafi, desapareció sin que se
supiera nada de su destino. En
1992 logró escribir una carta y
grabar una cinta con su voz, las
que fueron recibidas por su
familia sólo algunos años
después. Hisham Matar
conserva una copia de esa
grabación, pero no le gusta
escucharla. Apenas ha
conseguido oírla en forma
íntegra cinco veces en los
últimos trece años. "A veces
pasaba un año sin ver el sol o
sin que me dejaran salir de esta
celda", susurra en la cinta el
empresario Matar: "En cuanto a
los muebles, son Luis XVI",
dice sonriendo irónicamente,
"viejos colchones rasgados e
infectados de insectos, y
sábanas de la peor clase
fabricadas en la región. Y aquí
el mundo está vacío".
Esta historia narrada ahora por
un escritor libio que pregunta en
voz alta dónde está mi padre no
tiene nada de novedosa, pero sí
una carga enorme de
impotencia, injusticia,
perversión y violencia que te
hace volver los ojos sobre ella y
seguir leyéndola hasta el final.
Hisham Matar dice que ha
fantaseado con la justicia, pero
no con la venganza: "Dictadores
como Gadafi pueden robar
propiedades, encarcelar, torturar
y asesinar, pero no deberíamos
permitirles que nos despojaran
de nuestra humanidad".
La pretensión de Hisham Matar
es a estas alturas muy modesta.
Sólo quiere saber qué ocurrió.
Si está vivo su padre, dice,
entonces quiere verlo y hablar
con él. Si ha infringido la ley,
entonces que lo sometan a un
juicio justo donde pueda
defenderse. Y si está muerto,
quiere saber cómo, dónde y
cuándo sucedió. Una fecha para
poner en alguna lápida, y por
cierto el lugar donde está el
cadáver.
Matar sueña con su padre a
menudo: a veces el empresario
actúa de joven, a veces luce
malherido por sus torturadores.
La última vez que Hisham soñó
con él no la olvidará jamás: en
el sueño, su padre era un
anciano acostumbrado a la
soledad que hablaba poco pero
no dejaba de ser cortés. El hijo
le ponía la mano en el hombro y
su padre se quedaba en silencio.
Cuando despertó esa noche,
Hisham intentó en vano regresar
al mundo del sueño.
Termino de leer la historia de
Hisham Matar cuando mi amiga
Jovana avanza hacia la mesa del
restaurant del hotel Foresta en
donde la espero, y en donde
solemos almorzar juntos con
inmejorable vista al cerro Santa
Lucía. Me nota emocionado. Le
cuento. Y ella me devuelve la
historia: el último sábado se
juntaron en un café de calle
Tomás Moro con su tío
Miroslav, hermano de Dinko
Skármeta, su papá que murió
hace sólo unos meses. Jovana
llegó a la cita y advirtió que su
tío la esperaba puntualmente en
la esquina acordada. Su tío que
ese sábado lucía igual a Dinko.
Más alto, pero igual a Dinko.
Por un momento se confundió y
vio a su padre, vivo, parado en
esa esquina de Tomás Moro
esperándola a ella. Jovana
atravesó la calle y abrazó a su
tío Miroslav llorando, sabiendo
que la imagen de su padre
difícilmente volverá a
presentarse con la nitidez con
que lo hizo ese mediodía de
marzo.

Sábado 24 de Marzo de 2007


Iñaki
En pleno verano, mi amigo Tito
Matamala me hizo llegar por
correo electrónico el último
cuento que escribió: No me
daba para Truman Capote. La
historia de Tito está basada en
un caso real: el de aquel
estudiante fantasma que se hacía
pasar por extranjero y
engatusaba compañeras de curso
con su buena pinta y una
conversación envolvente, para
después terminar estafándolas.
Matamala tuvo la suerte de
verlo actuar en vivo y en directo
en una escuela de periodismo de
Concepción, y fue incluso su
profesor en un curso de
Redacción Periodística.
Leí el cuento de Matamala de
un tirón y recordé incluso
cuando una vez, hace cuatro o
cinco años, este grandote
alcanzó a aparecer en televisión
haciendo la señal de la paz o de
la victoria y mandándole un
beso a la cámara mientras se lo
llevaban preso.
Las veces que fue a parar a la
cárcel no demoró mucho en salir
por buena conducta, y ya lleva
más de dos años en libertad sin
que nadie esté enterado de su
paradero. ¿Con qué identidad
falsa se presentará en estos días
"Bello Marcelo", como lo
bautizaron los diarios en esos
días? ¿Estará aún en Chile, o
atravesó la frontera y hoy sus
personajes actúan en escuelas
universitarias de Argentina,
Perú y Bolivia?
Su nombre real, o mejor dicho
el que figura en su carnet de
identidad, es Marcelo Smith
Bofill, chileno de tomo y lomo
que en distintos campus de
Viña, Santiago, Concepción,
Valparaíso y Valdivia se las
arregló en los últimos diez años
para introducirse como alumno
francés o español con una
montonera de nombres falsos.
En casi todas las escuelas se
presentó como egresado de la
carrera de periodismo que venía
a un intercambio estudiantil. En
Valdivia, su actuación como el
español Felipe Velasco fue tan
convincente que sus
compañeros en vez de llamarlo
por el nombre que se había
inventado le decían "Iñaki". Su
acento y sus seseos eran
perfectos, y además seductores.
Conseguía novia con facilidad a
donde iba, y varias de ellas
acabaron denunciándolo a la
policía por robo de especies o
por estafa. También era un
experto en escapar de las manos
de dueñas de pensión que nunca
podían cobrarle una
mensualidad.
En una de sus andanzas en
Concepción, Marcelo Smith se
hizo pasar por un estudiante
francés de periodismo. Llegó en
marzo a clases, relata Tito
Matamala en su cuento, con una
mochila enorme de andinista y
rápidamente se integró al equipo
de fútbol como centrodelantero.
Se hacía llamar Gerald Rees
Wills, y hablaba un español
fruncido, todo afrancesado,
"cargado de erres y ges
arrastradas", de caricatura, que
sin embargo cautivó desde el
comienzo junto a su "porte
atlético y musculoso". Se puso a
pololear al poco tiempo con una
alumna alemana, y la pobre sólo
se enteró que su media naranja
era un ladronzuelo cuando
comprobó que el muñeco había
girado más de dos millones de
pesos de su tarjeta de crédito.
Marcelo Smith desaparecía de la
escena del crimen cuando ya no
había espacio para seguir
engañando, y de tanto repetir la
historia le llegó la hora: cayó
detenido varias veces en poco
tiempo y su treta se hizo
demasiado conocida para seguir
ensayándola. Como el hombre
era pacífico y de buenos
modales, recuperó la libertad y
ahora no sabemos dónde está.
En su cuento, Tito Matamala lo
imaginaba en la soledad de sus
noches, después de actuar todo
el día de español o francés,
mirándose al espejo y echando
un par de garabatos en buen
chileno para desahogarse,
cansado de "la impostura
permanente de un idioma
ajeno".
A lo mejor Smith en estos días
es un ciudadano de trigos
limpios que no anda metiéndole
cuentos a nadie, pero es sabido
que la fuerza de la costumbre
normalmente puede más, y que
el que nace chicharra muere
cantando. Aún esperamos la
vuelta a clases de uno de los
pillos más divertidos de los
últimos tiempos.
Sábado 31 de Marzo de 2007
¡El campo!
Nunca me ha llamado la
atención la vida en el campo, y
sé que jamás sobreviviría a la
obligación de estrujar un pedazo
de tierra para sacarle lo que
tenga de jugo. No tengo ni la
madera ni el espíritu forjado
para sobrellevar las peripecias
que supone vivir en contacto
cotidiano y doméstico con la
naturaleza en su estado más
salvaje. Uno de mis hermanos,
en cambio, arrancó de la ciudad
hace años y hoy es un pequeño
agricultor radicado en
Chimbarongo.
Mi hermano es de hábitos
sencillos y austeros, y ya
aprendió a endurecer la piel. El
otro día contaba en un almuerzo
cómo había tenido que luchar
contra un enjambre de abejas
asesinas, las chaquetas
amarillas, que lo atacó a él junto
a su hijo menor de tres años y
casi los masacran. Un tractor
con un empleado suyo estaba
arando en el mismo sector
donde jugaba él con su cabro
chico, y pasó a llevar un nido de
abejas asesinas. Los bichos se
sintieron amenazados y salieron
persiguiendo a quienes estaban
más cerca: mi hermano y mi
sobrino. Yo no tenía idea de que
en estos casos el asunto es serio
y te puede costar el pellejo: el
mote de asesinas no es un
adorno. La camioneta donde
guarecerse y arrancar estaba a
ochenta metros. Partieron
corriendo hacia ella, y las abejas
asesinas detrás tirándose en
picada. En vez de lanzazos,
estas abejas muerden, arrancan
pedazos de carne, y tienen unas
mandíbulas feroces que no
sueltan la presa. Te pueden
provocar una reacción alérgica
fatal. A manotazo limpio mi
hermano logró llegar con su hijo
en brazos hasta la camioneta,
encender el motor rápidamente
y cerrar las ventanas para que
no siguieran entrando abejas.
Tuvo que sacarle la ropa a mi
sobrino porque las malditas se
habían metido entre la polera y
la piel y no lo soltaban. El
muchacho lloraba de dolor. La
historia no pasó a mayores.
Fuera de unas buenas marcas y
de un buen susto, ahora no es
más que una anécdota perfecta
para referir la apacible vida en
el campo.
Interrumpo a mi hermano
citando un magnífico cuento de
Joaquín Díaz Garcés, en el cual
un señor de apellido Jaramillo
es invitado a pasar unas
vacaciones en el fundo de un
amigo. Jaramillo no quiere ir
porque encuentra que Santiago
en verano es una delicia:
"Desaparecen los diputados, los
acreedores, los jueces y los
abogados". Pero su amigo
Fuentes lo convence y la
experiencia es inolvidable:
nadie lo va a buscar a la
estación, un perro lo ataca y le
come todas las provisiones que
lleva, tiene que caminar de
noche varios kilómetros hasta la
casa, se cae en una zanja, y
finalmente llega al otro día
sucio y cansado. En el fundo El
Atolladero, el agua para bañarse
es color barro, los almuerzos de
campo son con un enjambre de
moscas zumbándole la cara y el
plato, el ají de la cazuela es tan
ferozmente picante que lo hace
llorar; al rato descubre que la
carne del animal que se comió
es de una ternera que habían
matado el día anterior porque
estaba enferma, tal vez era
tuberculosa. ¿Qué importaba?
¡Era una rica cazuela de campo!
Al animal se lo terminan
comiendo entero. "Era una
escena de antropófagos.
Sírvanle un ojo, recomendó
alguien. Y la lengua. Y los
sesos, que son tan buenos. Y los
hocicos, que son mejores". Bajo
la atenta mirada de la familia
Fuentes, Jaramillo debe dar
cuenta de toda la cabeza del
animal, y eso que en su vida
había comido interiores. ¡Pero
era un animal de campo!
En el paseo de la tarde, el pobre
Jaramillo es advertido a tiempo
de los riesgos: las ronchas de los
tábanos, las culebras en el pasto,
la alergia de una planta que
engranuja las manos. ¡El
campo!
Mi hermano termina de contar
el ataque de las chaquetas
amarillas en su tierra y pregunta
por el Transantiago. La mesa se
llena de relatos escabrosos:
asfixiados en el metro, tacos
descomunales, micros que no
pasan. Los ojos le brillan,
vengativos. "¡Que vivan en el
campo!", dice.

Sábado 7 de Abril de 2007


Matinales
Estaba tan cansado el otro día,
que no me pude levantar
temprano para ir a dejar a los
cabros chicos al colegio. Venía
de cuatro jornadas consecutivas
de encierro, escribiendo, y el
cuerpo no respondía a los
primeros estímulos de la
despertada. Estaba tan cansado
que avisé en voz alta y medio
dormido que no contaran
conmigo, que ese día no
pensaba formar parte del
ejército uniformado en que se
convierte mi familia cuando
concurre en masa al colegio
antes de que suene el timbre de
las ocho.
A esa hora de la mañana en que
no se escuchan ni las micros, la
moral de uno está debilitada al
máximo. Nada tiene sentido
cuando suena el despertador. Se
impone sobre el espíritu un
estado crepuscular absoluto que
te hace taciturno y ensimismado
durante todo el proceso de la
levantada. Con lo que ya cuesta
soportarse a uno mismo en esas
condiciones, hay más encima
que aguantar el genio ligero de
otros miembros del clan que se
levantan con el pie izquierdo y a
esa hora no te obsequian
precisamente palabras amables.
El plan, entonces, esa mañana,
era dormir un poco más, escapar
de la realidad, no salir corriendo
a la calle, abandonarte al sueño
y flotar en el espacio. El
paraíso, a fin de cuentas. Salvo
un detalle: a mi mujer se le
olvidó apagar el televisor de la
pieza antes de partir y ocurrió lo
que no debía: que entre siete y
media y nueve media de la
mañana fui espectador
involuntario y atento de uno de
los matinales de la televisión.
Quedé sin aliento. Fue como
correr una maratón interminable
con música estridente
machacándote los oídos. Una
cantidad increíble de estímulos
de grueso calibre imposible de
retener sin volverte un poco
loco. Estaba hipnotizado. La
pichanga formidable de
contenidos no bajaba el ritmo:
desde el monitoreo frenético por
aire y por tierra del
Transantiago hasta la nota
policial de un intento de
parricidio y posterior suicidio en
la comuna de Independencia.
Un papá al que se le había
muerto su esposa hacía dos
semanas había caído en
depresión profunda y le había
disparado un balazo en la
cabeza a su hija de cuatro años
de edad, para después pegarse
dos tiros y matarse. La niña
había sobrevivido al disparo, y
en la Uti de un hospital luchaba
para no morir. El abuelo de la
niñita es contactado por el móvil
y llora unos momentos en
pantalla, entrevistado por un
reportero que comprende el
difícil momento por el que está
pasando. De vuelta en el estudio
dejamos a un lado rápidamente
el "horror" enunciado por los
animadores y advertimos unas
morisquetas a la cámara y
después vienen entrevistas a tres
ministros sonrientes que no
dicen nada, tres ministros que
por separado y en un lapso de
treinta o cuarenta minutos
hablan de las micros, de los
desafíos planteados por la
Presidenta y del día del joven
combatiente; ministros que por
lo familiar del trato se ve que se
sienten muy cómodos en estos
estudios de televisión a los que
probablemente van a cada rato.
Y después de los ministros
vemos un largo fragmento de la
telenovela estelar del canal, con
harto gritoneo, y después de la
teleserie una encuesta callejera
donde los ciudadanos de a pie
despotrican contra la autoridad
insensible que no sabe cuánto se
sufre ahora andando en micro y
en metro, y después del alegato
ciudadano una crónica de
farándula local de tercera
categoría, con desfile de modas
y entrevistas a un par de
modelos que se sacan los ojos, y
después nota con un niño que
tenía un lunar gigante en el
brazo y es tratado exitosamente
con cirugía, y después nota con
los paraderos a medio terminar
del Transantiago, y después un
comentario a la pasada sobre los
besos que se dio Kike Morandé
con no sé quién, y a esas alturas
ya no hay estómago que aguante
seguir echándole ingredientes a
la sopa. El cóctel explosivo
logra su propósito: te deja la
cabeza como papa y el espíritu
abatido. Estás tan lleno de
imágenes como vacío de ideas.
Un poco tarde ya, pensé en las
miles de personas
bombardeadas esa mañana y
todas las mañanas hábiles del
año con esta bomba de racimo y
apagué el show, y me levanté
antes de que una embolia
cerebral me impidiera seguir
yendo a dejar temprano a mis
hijos al colegio, bendita
mañana.

Sábado 14 de Abril de 2007


La espera
Llevo días obsesionado con la
espera. Leyendo fragmentos de
libros que hablan de ella,
pensando en imágenes que la
expresen. No faltan en la
historia del arte sendas
representaciones de un motivo
crucial que nos atraviesa desde
que nacemos: esperar. No
espero ahora nada especial con
escribir sobre ella: simplemente
me dejo ocupar por un tema que
nunca me abandonará.
Hasta el final, hasta el último
suspiro, esperamos a la muerte.
Una ley no escrita es que nos
acostumbramos —aunque sea a
la fuerza— a convivir con esta
sentencia desde que tomamos
conciencia de las cosas, y parte
del encanto de vivir es fintear
estos designios que no está en
nuestras manos modificar en
modo alguno.
Vivimos esperando. Esto es lo
primero. Desde una doméstica
llamada telefónica hasta un
imprevisto golpe de suerte.
Desde una carta lejana hasta la
recuperación de un amor
perdido. Desde un aumento de
sueldo hasta el sueño más caro
que nos permitamos imaginar.
La vida humana, entre otros
posibles significados, es esperar
que el tiempo transcurra y dé
sus propias respuestas.
El coronel de García Márquez
que no tenía quien le escribiera
se había convertido "en un
hombre solo sin otra ocupación
que esperar el correo todos los
viernes", y parte del embrujo de
leer las páginas de este libro es
saber en qué momento esa
espera sufrirá un giro. El
protagonista de Saúl Bellow en
El hombre en suspenso esperaba
pacientemente su llamado a
alistarse para ir a la guerra, y
mientras esperaba escribía un
diario: "En mi actual estado de
desmoralización, he considerado
necesario llevar un diario —es
decir, hablar conmigo mismo—
y ello no me hace sentirme ni
autocomplaciente ni culpable en
lo más mínimo. Los rudos
encuentran compensaciones a su
silencio; pilotean aviones o
torean, mientras que yo raras
veces abandono mi habitación".
Los dos protagonistas de
Esperando a Godot conversan
sobre la inminente llegada de un
tercer personaje del que nunca
sabemos nada, salvo que tal vez
aparecerá al día siguiente.
Godot, por supuesto, nunca
llega, y su espera nos obliga a
pensar en nuestros propios
abandonos.
Esperamos demasiadas veces en
un solo día, y para qué decir a lo
largo de una vida. En una
mañana cualquiera esperamos
llegar sin contratiempos al
trabajo, que nos toque una dosis
de risa y contento, que el
enemigo no se cruce en nuestro
camino. Hay travesías por
supuesto de mayor aliento. Una
amiga mía, con la que viví codo
a codo su enfermedad que acabó
siendo terminal, esperaba con
demasiadas ganas sanarse de su
cáncer y puso toda su energía en
curarse. Sus amigos la
animábamos y un par de veces a
lo largo del camino logró tener
el alta médica. Sus ganas no
bastaron para superar la batalla
final, y sus últimas horas las
ocupó en arañar con
desesperación lo poco de vida
que le iba quedando. Muchos
otros enfermos sí han cantado
victoria, han esperado que el
tratamiento haga su trabajo y
han logrado finalmente salir del
pozo.
Hace poco leí la carta que una
madre le escribió a su hijo Bill,
soldado norteamericano
reclutado en Vietnam, en mayo
de 1967. La carta era banal,
doméstica: le hacía saber al
muchacho que en casa la vida
seguía su marcha, y que ojalá no
lo hirieran nuevamente en
combate, como ya había
sucedido una vez. La carta
nunca pudo recibirla Bill porque
entre traslado y traslado por el
frente de batalla murió un
sábado durante un ataque del
vietcong. La carta quedó
suspendida en el aire, y esa
madre murió esperando el
imposible regreso del recluta.
Esperamos con frecuencia que
alguien nos reconforte cuando
nos ocupa la tristeza, y
esperamos a veces —aunque sea
en vano— no damnificar a
demasiadas personas en el
camino, pero de eso nunca
podremos estar seguros. Esperar
es uno de los verbos que más
conjugaremos en el tiempo,
ocupados en vivir mientras el
reloj corre más rápido que la
memoria.

Sábado 21 de Abril de 2007


El Huaso Pinto
Una de las cosas que más te
advertían cuando ibas a pasar a
tercero medio en mi colegio era
que te verías las caras con el
"Huaso" Pinto, el temido
profesor de Química. Hacía
interrogaciones orales desde el
primer día, sin aviso, y no tenía
miramientos en ponerte todos
los unos del mundo si no te
aprendías bien las valencias.
¡Las valencias! Con el perdón
de todos los miembros de mi
familia que han estudiado
química, ¿qué interés pueden
tener las valencias de los
distintos compuestos químicos
en nuestra vida futura? A mí se
me olvidaron todas. Vagamente
recuerdo algunos de los
símbolos más convencionales,
el oro y la plata, y también el
manganeso, ni idea por qué,
debe ser por su nombre. Lo
demás es una zona gris, nubosa,
inconducente, compuesta de
letras y números revueltos y sin
sentido a los que nunca procuré
entender más allá de las
mínimas exigencias escolares.
Al "Huaso" Pinto le gustaba el
fútbol, y se decía hincha de dos
equipos: Deportes Ovalle, el
club de su tierra natal, la que lo
hacía hablar como huaso,
cambiando eses por zetas; y la
Universidad de Chile. Entonces
los domingos había que estar
atento a los resultados de los
partidos: si Ovalle y la U
ganaban, lo más probable es que
el "Huaso" apareciera de buen
humor, silbando, riendo,
mostrando su dentadura
generosa, y no torturara a nadie
en clases. Pero si alguno de sus
equipos empataba o perdía, si
alguien les hacía un gol fatal en
el último minuto, si algún
árbitro los saqueaba, había que
afirmarse: el "Huaso" iría por
nosotros a descargar su ira
obsequiando notas rojas, las que
más disfrutaba colocar en el
libro de clases. A final de año se
ponía indulgente y a veces
borraba las peores notas. Al
"Huaso" Pinto le corría también
sangre buena por las venas.
Los profesores que tuvimos van
encaneciendo con los años, se
jubilan, o cambian de oficio, o
se mueren en el camino, como
le pasó al querible "Perro"
Durán y a un especial profesor
de filosofía que nos hizo clases,
también en tercero medio: el
"Loco" Rojas. Con sus gafas
gruesas de miope, su barba
recortada y su escasa estatura, el
"Loco" Rojas nos paseó por los
primeros pensadores clásicos,
nos dijo que también podíamos
plantearnos dudas existenciales:
quiénes somos, qué hacemos
acá en la Tierra, tiene o no
algún sentido la vida.
Probablemente el "Loco" se
hizo demasiadas preguntas sin
respuesta. Hay otro profesor, a
quien no volví a ver, el "Memo"
Santana, que a veces me llevaba
en su Simca azul hasta Américo
Vespucio, y que solía encerrarse
con nosotros en la sala de
música a escuchar Las cuatro
estaciones de Vivaldi. Con él
aprendí poco y nada de hacer
música, no soy capaz de sacarle
una nota a un instrumento, pero
cada vez que escucho a Vivaldi
me distraigo como él también lo
hacía, moviendo las manos,
dirigiendo a una orquesta
imaginaria, cerrando los ojos
mientras en la sala se desataba
una guerra de proyectiles.
Norberto Bobbio cita en su libro
De senectute a un humorista
italiano que se pregunta cómo
los viejos se las arreglan para
sobrevivir a tanto peligro:
"¿Cómo no acabaron bajo un
automóvil, cómo pudieron
superar las enfermedades
mortales, cómo evitaron una teja
en la cabeza, una agresión, un
choque de trenes, un naufragio,
un rayo, una caída, un disparo
de revólver? ¡Realmente a estos
viejos debe de protegerlos el
diablo!". El "Huaso" Pinto, me
soplan por estos días, está
cumpliendo setenta años y en
diciembre se retira del colegio,
donde casi completó cuatro
décadas ininterrumpidas
haciendo clases de Química.
Setenta años son una gran
batalla. El momento preciso
para recordarlo a él, y a los
demás profesores con los que
uno sufrió y rió, ciudadanos de
los que tarde o temprano
extrañamos saber un poco más
de sus vidas, ciudadanos a los
que regresamos para reflejar en
sus rostros y en los nuestros
cómo el tiempo hace su trabajo.
Sábado 28 de Abril de 2007
Secretos de familia
Prácticamente no hay familia
que no guarde un secreto bajo
siete llaves. O más de uno.
Hijos que no son hijos carnales,
hijos que aparecen de la noche a
la mañana, hijos dados en
adopción antes de que se desate
el conflicto, hermanos que no
tenían idea que había otro más,
hombres que llevan una doble
vida hasta el último día y
sorprenden a los que quedan
cuando hay que repartirse la
herencia.
Todo el mundo quiere saber y
comentar los secretos del tío, el
vecino y el amigo. A veces son
secretos a voces, pero nadie
lanza la primera piedra. Le pasó
no hace mucho en Chile al
físico Claudio Bunster, que
siempre se llamó Claudio
Teitelboim. Un buen día supo
que no era hijo carnal de
Volodia Teitelboim, y su cuento
se ventiló en la prensa cuando
decidió cambiar de apellido.
De cerca, nadie es normal, dice
el verso de una canción de
Caetano Veloso. Uno mira con
detención a cualquier ser
humano y encuentra fisuras y
contradicciones. Uno escarba un
poco en cualquier superficie y
se topa con sorpresas.
Carlos Gardel fue fruto de un
magnífico secreto de familia, y
por eso pocos saben que su
verdadera nacionalidad es la
uruguaya. Su padre, el coronel
Carlos Escayola, era un gatillo
loco en materia de mujeres. Jefe
de la policía de la provincia de
Tacuarembó, fue amante de
Juana Schgirla, una mujer
buenamoza quince años mayor
que él, y para mantenerse cerca
de ella se casó en el tiempo con
sus tres hijas. Mientras estuvo
casado con la segunda, Blanca,
tuvo un desliz con María Lelia,
la tercera, y fruto de esa relación
nació Carlitos Gardel. Para
silenciar el escándalo en la
provincia, porque a esas alturas
el hombre era jefe político de la
región, Escayola le entregó el
niño y dinero a la lavandera de
la familia, la francesa Berta
Gardés, para que se lo llevara
lejos, lo criara y nunca más se
hablara del asunto.
El secreto de Escayola y la
familia de Juana Schgirla ha
culminado en varios libros de
investigación y un circuito
turístico en la provincia de
Tacuarembó: Gardel es ahora un
producto de exportación
uruguayo, hay un museo Carlos
Gardel, el terminal de buses
lleva su nombre, se puede
visitar la estancia donde nació el
cantante de tangos y en la
carretera, antes de llegar a
Tacuarembó, un letrero gigante
del Zorzal da la bienvenida a la
provincia.
Hace unos días nos enteramos
leyendo el diario que el escritor
inglés Ian McEwan tenía un
hermano del que sólo supo unos
meses atrás. La historia es más o
menos así: en 1942, durante la
Segunda Guerra Mundial,
mientras su marido, Ernest, está
en el frente de batalla, Rose, la
madre de McEwan, tiene
amoríos con otro militar, el
oficial escocés David McEwan,
y queda esperando un hijo. El
niño nace, pero antes de que el
marido regrese a casa, ambos
padres deciden darlo en
adopción poniendo un aviso en
el diario. El niño de un mes es
finalmente entregado en una
estación de trenes del sur de
Inglaterra. El niño pasa a
llamarse David Sharp. Ernest, el
marido de Rose, muere más
tarde en la guerra, en los
desembarcos de Normandía, y
Rose queda con campo abierto
para formalizar su relación con
David McEwan, con quien se
casa en 1947. En 1948 nace Ian
McEwan, el futuro escritor,
quien sesenta años más tarde
descubre que tiene un hermano
mayor, hoy albañil.
Mi abuela dijo varias veces que
no sabía cuál era nuestro
parentesco con muchos Mouat
que figuran en la guía de
teléfonos, y con quienes se ha
supuesto hasta ahora que no hay
ningún otro vínculo que el
mismo apellido. A mi abuela le
gustaba imaginar una comedia
de enredos que nunca pudo
explicarse claramente y que me
gustaría desentrañar. Estoy casi
seguro de que hay un secreto
guardado entre nosotros, y
pronto iré por él.

Sábado 5 de Mayo de 2007


Antonia
Le faltan pocos meses para
cumplir dieciocho años. Lo que
más tiene es energía. Nada de
medias tintas. La veo devorar
unos spaghettis al pesto en un
estupendo comedero frente al
cine El Biógrafo y hablar con
entusiasmo de si tiene algún
sentido o no el arte, de la
relación más o menos evidente
—dice ella— entre historia,
filosofía y literatura. La escucho
sin interrupciones, entretenido
con el tono apasionado con que
dibuja sus argumentos, y al final
le digo que me gustaría ser su
alumno si algún día se hace
profesora de letras. Asistiría de
oyente a sus clases y sería
testigo al fondo de la sala de las
palabras con que buscará
seducir a la audiencia y llevarla
a pensar, por ejemplo, en cómo
nos vamos completando con
nuestras lecturas. Sobre la mesa
del restorán los cinco libros que
nos acabamos de llevar a crédito
de la librería Metales Pesados:
Entre paréntesis de Bolaño,
Elegía de Philip Roth, la nueva
edición de tapa dura a seis mil
pesos de Cien años de soledad,
un libro de cuentos de Dino
Buzzati y una bella edición de
cuatro relatos de Borges con el
título de uno de ellos: La
memoria de Shakespeare.
Antonia hojea los libros, se
detiene en alguna página, los
palpa. "¿Quién es Buzzati?",
pregunta. "Nunca lo he leído",
le respondo, "él escribió El
desierto de los tártaros, un libro
famoso con el que después se
hizo una gran película".
Anoche, con Antonia, hicimos
cosas que a los dos nos gustan,
y que además nos recuerdan que
somos un papá y su hija, o
viceversa, aunque no vivamos
juntos desde que ella tiene un
año y medio. La esperé a las
cinco y media de la tarde en el
frontis del Bellas Artes. Llegó
atrasada, como acostumbra,
pero fue imposible regañarla:
venía tan tranquila escuchando
música que cualquier
comentario sobre la hora habría
resultado absurdo. Recorrimos
la exposición sobre el Teniente
Bello, los quince cuadros de
Iván Godoy, la instalación
audiovisual de Yanko
Rosenmann que simula su
último vuelo, cuando el
Teniente Bello se perdió para
siempre. Reparamos en la
impresionante fragilidad de esos
primeros aviones: había que
estar un poco loco o tener pasta
de héroe para encaramarse
arriba de esos pajarracos con
apenas una brújula, cinco llaves
inglesas, un cojín, un martillo,
un alicate y un motor que
sonaba como chicharra.
Salimos cerca de las siete del
museo y nos fuimos directo a la
librería, y de ahí a comer. Hacía
tiempo que no estábamos los
dos solos un rato largo.
Conversando sin apuro.
Esa mañana había estado
leyendo en un café al japonés
Akutagawa, cuya biografía te
deja en guardia: su madre murió
loca cuando él era muy chico, y
su padre, con quien tenía malas
relaciones, lo dio rápidamente
en adopción. Saqué el libro del
maletín y le leí a Antonia
párrafos de su Vida de un loco
en donde un narrador, trepado
en una escalera dentro de una
librería, busca libros en los
anaqueles mientras oscurece:
"Resistiéndose a la oscuridad, se
esforzó por distinguir los
nombres. Pero los libros se
hundían en las sombras. Sus
nervios se tensaron,
preparándose a bajar. Una
ampolleta desnuda,
directamente sobre su cabeza, se
encendió repentinamente.
Encaramado en lo más alto de la
escalera, miró hacia abajo. Entre
los libros se movían los
empleados, los clientes. Raro,
qué pequeños se veían. Qué
andrajosos. La suma de toda la
vida humana añade menos de
una línea a Baudelaire".
Nos quedamos en silencio.
Pagamos la cuenta, caminamos
de noche por la calle Lastarria,
subimos a un taxi en la
Alameda, y en la radio del auto,
ya cerca de su casa, se escuchó
Mira niñita, la famosa canción
de Los Jaivas que cantábamos
juntos cuando Antonia era una
niña chica. Me dijo que esa
canción la hacía acordarse de
mí. Que le daba un poco de
pena escucharla. Nos
despedimos. Tocó el timbre de
su casa, le abrieron la reja, se
marchó sin voltear la vista y yo
me quedé escuchando los
últimos versos de la canción. El
próximo libro que le regale a
Antonia serán poemas de
Baudelaire.

Sábado 12 de Mayo de 2007


Autógrafos
¿Qué se necesita para querer
pedirle un autógrafo a alguien?
Básicamente admiración. A
veces idolatría. Casi siempre
una buena dosis de fantasía e
ingenuidad para no saber que
ese sujeto que tienes ahí
enfrente, al que le pasas un lápiz
y un papel, o una pelota de
tenis, o una camiseta, o la
carátula de un disco, es
finalmente tan mortal como tú.
Por eso los que más piden
autógrafos son niños que
todavía creen en la
inmortalidad, muchachos que
fantasean con la gloria y no
andan preocupados del valor en
que algún día podría transarse
en el mercado de subastas la
firma garabateada de una
estrella que tocó el cielo con las
manos.
Aunque a veces los autógrafos
más queridos en un momento
terminan en el tarro de la
basura. Mi hijo José estaba
sentado tomándose un helado de
barquillo en la terraza de un
mall hace un par de años,
cuando justo en la mesa de al
lado se sentó con su mujer y una
guagua un futbolista casi
retirado, que alguna vez jugó en
un equipo grande e incluso en el
extranjero, pero que por esos
días quemaba sus últimos
cartuchos en un club de segunda
división. Es decir, un futbolista
del montón que venía en baja y
cuya cotización en el mercado
era prácticamente nula. Un
deportista al que hace rato
habían dejado de pedirle
autógrafos a la salida de los
entrenamientos.
Mi hijo José lo reconoció de
inmediato porque casi de lo
único que sabe mucho a sus diez
años es de futbolistas,
entrenadores y partidos de
fútbol de cualquier liga del
planeta. Papá, mira quién está
ahí. Papá, ¿puedes pedirle un
autógrafo? Su petición me puso
tontamente incómodo. Me daba
vergüenza acercarme al tipo y
extenderle un lápiz y un papel
para que garabateara su firma,
porque eso es otra cosa: los
autógrafos de futbolistas suelen
ser ininteligibles, una
mazamorra de letras inconexas
en que apenas adivinas un
nombre siempre y cuando sepas
cómo se llama. No me atreví a
pedírselo, tuve temor al ridículo,
fui un mal padre, y
afortunadamente a José no le
importó demasiado. ¿Habría
sido diferente si el jugador en
vez de viejo crack hubiese sido
la estrella del momento, el
futbolista que ahora mismo está
en la portada de los diarios y en
la televisión? No sé. Escribo
esta crónica en Buenos Aires, en
la pieza del hotel donde se
concentra Boca Juniors antes de
los partidos, y ayer a la hora de
almuerzo estaba en el lobby y
me crucé con Martín Palermo,
una de las figuras de Boca. Lo
pensé, pensé en José y en
Francisco, pero nuevamente no
me atreví o me dio lata
abordarlo, a pesar de que estos
tipos deben estar acostumbrados
a firmar mecánicamente papeles
todo el santo día.
¿Qué hubiera hecho José con el
autógrafo de Palermo? Nada
demasiado especial,
probablemente mostrárselo a sus
compañeros del colegio,
pavonearse con él algunos
minutos antes de tirarlo en su
pieza hasta que la basura se
hiciera cargo de él. Eso es lo
que sucede al final con buena
parte de los autógrafos. El año
pasado les conseguimos a mis
hijos uno de la banda Deep
Purple, escrito con plumón para
José y Francisco, y el otro día lo
vi en medio de unos trastos y
me dio risa. A mí me trajeron
este verano una servilleta
dedicada y firmada por el
Canario Luna en Montevideo,
viejo cantante popular uruguayo
que me gusta mucho, y ahora
que lo pienso, no tengo ni idea
dónde está la famosa servilleta
ni me quita el sueño. Hay algo
absurdo en todo esto. La fama y
los autógrafos en verdad tienen
bastante de ridículo cuando se
apaga la infancia. Reconozco,
eso sí, haber pedido ya de viejo
autógrafos o firmas en algunos
de mis libros. Las firmas que
más valoro son las del polaco
Ryszard Kapuscinski. Tengo
seis de sus libros firmados por
él, algunos con dedicatorias
escritas, y en verdad no los
soltaría ni por toda la plata del
mundo. Cómo cuesta admirar a
alguien de viejo. Qué fácil es
hacerlo de niño.
Sábado 19 de Mayo de 2007
Atropellos
Una vez atropellé a un perro
chico cerca de Rocas de Santo
Domingo. El animal se llamaba
Benji, y terminé esa noche con
él y con uno de sus dueños en
un hospital veterinario de
Llolleo o Barrancas, se me borra
un poco la película. Hubo que
operarlo de urgencia porque si
no, se moría. Y esperar en las
siguientes veinticuatro horas a
que el quiltro resistiera la
operación. El perro, pequeño
pero fuerte y sano, sobrevivió, y
fuera de una leve cojera volvió a
llevar, espero que hasta hoy
porque era joven, una vida
bastante normal para los de su
raza, según me enteré años
después.
Cuando el quiltro peludo se
cruzó en la carretera desde la
nada rumbo a su casa y la rueda
del auto que yo manejaba lo
pasó a llevar a ochenta
kilómetros por hora, pensé que
el golpe lo había matado en el
acto. Miré por el espejo
retrovisor y vi que el animal
había quedado botado en la
mitad del camino. Los que
estaban en el patio delantero de
su casa sintieron el pencazo y
corrieron a socorrerlo. Yo frené,
di media vuelta y me estacioné
frente a la casa. No fue fácil
atravesar ese portón.
Afortunadamente no hubo
necesidad de dar explicaciones,
y en ningún momento fui
encarado. El perro estaba mal,
era cosa de verlo. Le dije al
muchacho que lo sostenía en sus
brazos que fuéramos de
inmediato a San Antonio a una
clínica veterinaria. Sus padres
consintieron, y partimos.
No ha sido la única vez que he
atropellado a un animal. Una
noche de niebla, en Ñuñoa, hace
tranquilamente quince o veinte
años, quedé con la sensación de
haber pasado a llevar a un gato
blanco, pero tuve miedo de que
fuera cierto y no me bajé del
escarabajo a comprobarlo; y
otro día, hará unos cinco o seis
años, en una avenida
santiaguina, temprano en la
mañana, con mucho tráfico,
atropellé a un perro grande que
se metió por debajo del auto y
luego salió corriendo disparado,
sin que hubiera cómo saber si
después del golpe logró
sobrevivir a las heridas que
seguro sufrió.
He tenido suerte. Fuera de una
vez cuando chico en que un auto
pasó a llevar la bicicleta en que
yo iba al colegio provocándome
sólo un susto grande, nunca he
sido atropellado ni he
atropellado a ningún ser
humano. Tengo amigos que han
vivido la traumática experiencia
de matar a otros manejando un
auto: uno mató a un viejo que
iba borracho en un camino
provinciano de noche, y que se
cruzó de golpe sin que él
alcanzara a esquivarlo; y el otro
a una colegiala de uniforme que
una mañana atravesó donde no
debía y fue embestida por mi
amigo, que terminó en la cárcel
llorando de impotencia y
pensando que jamás podría
olvidar el episodio.
Pero el tiempo ayuda a
borronear estos traumas. Chile
maneja estadísticas feroces en
materia de atropellos. Somos
líderes en la materia: en nuestras
calles y caminos se arrolla con
una frecuencia que abisma. La
suma de la imprudencia de
conductores y peatones, la falta
de una señalización clara y de
bermas y veredas adecuadas,
son sólo una parte de la historia.
La otra son los choferes
cobardes y la fatalidad, el azar,
el destino que te lleva a pasar
por un lugar a una hora en que
nunca debiste haberlo hecho.
Andrés Contreras, técnico
mecánico industrial que vivía en
Chimbarongo, un muchacho
soltero de treinta años de edad,
fue atropellado una madrugada
de enero de este año por un
conductor que se presume
manejaba curado en el camino
San Enrique de su comuna.
Contreras venía de una fiesta
bailable con la orquesta de La
Sonora Palacios en un club
deportivo del sector. El que lo
atropelló, que no iba solo en el
auto, arrancó y hasta hoy no se
sabe quién es. Hubo testigos,
pero judicialmente nada se ha
logrado. Andrés Contreras yace
en una cama del Hospital de
Rancagua desde entonces:
respira con ayuda, se alimenta
por la nariz con una sonda, pero
no reconoce a nadie, está en
estado vegetal, y su futuro es
totalmente incierto. La próxima
semana contaré su historia.

Sábado 26 de Mayo de 2007


Andrés Contreras
La madrugada del domingo 21
de enero pasado, en el camino
San Enrique, en la comuna de
Chimbarongo, a la salida de una
fiesta bailable, a unos 900
metros del club deportivo donde
esa noche tocó La Sonora
Palacios, cuando el reloj
marcaba las cinco de la mañana
y grupos de peatones se
desplazaban por las angostas y
casi inexistentes bermas del
sector de regreso a sus casas,
justo después del callejón
Cubillos, Andrés Contreras
González fue embestido por la
espalda por un auto que iba en
dirección a Chimbarongo.
El conductor que lo atropelló,
que iba acompañado por otros
jóvenes y que se presume
también venía de la fiesta que
convocó esa noche a cerca de
mil personas, tuvo miedo de
enfrentar las consecuencias de
su fatal maniobra y salió
arrancando. En la ruta quedaron
algunos vidrios rotos, un espejo
lateral del auto, y un muchacho
de treinta años moribundo que
lentamente comenzó a
desangrarse.
Cuatro jóvenes temporeros que
caminaban junto a él llamaron al
teléfono 133 pidiendo auxilio.
La ambulancia del servicio
público de salud tardó casi una
hora y media en llegar al lugar.
Amanecía. Andrés Contreras
González fue llevado de
urgencia al Hospital de San
Fernando, y de ahí derivado al
Hospital de Rancagua. Desde
ese día, hace ya cuatro meses,
Andrés Contreras yace en una
cama de hospital sin ninguna
conciencia de estar vivo.
Los que lo atropellaron no se
sabe dónde están. Nadie ha
confesado el hecho y a estas
alturas es difícil que lo hagan,
sabiendo que la víctima está en
estado grave y vegetal, sin
ninguna posibilidad según los
médicos de volver a la vida.
Su familia ya no espera el
milagro que aguardaban al
comienzo. Su padre, un hombre
de pocas palabras, viaja
religiosamente todos los días
desde Chimbarongo a Rancagua
en bus para estar con su hijo en
los dos turnos de visita: el de
mediodía y el de la tarde. Su
madre atiende en la mañana un
pequeño negocio que tiene en
Chimbarongo y por las tardes
también viaja a Rancagua, para
después volverse juntos los dos.
Luis Contreras, hermano mayor
de Andrés, es director de un
colegio en Chillán y viaja a
Rancagua los fines de semana
para compartir con el resto de la
familia los pormenores
cotidianos de esta tragedia. No
esperan nada especial, salvo el
pronunciamiento de los médicos
de la comisión de ética del
hospital, que ya no saben qué
más hacer, si seguir
combatiendo o no con
antibióticos de última
generación las infecciones que
se presentan en el cuerpo de
Andrés Contreras una y otra
vez, dada su debilidad extrema.
Anoche volví a charlar
telefónicamente con su hermano
Luis, el profesor de Chillán.
Contaba que todo seguía más o
menos igual, que el último fin
de semana había visto más
sereno a Andrés, pero que ahora
había vuelto la fiebre. Decía
también que el accidente de su
hermano lo ha puesto
monotemático: ya casi no habla
de otra cosa. Está formando
junto a otras personas una
Agrupación Ciudadana llamada
"Sí a la Vida, por una comuna
más amigable y más segura". Y
me dice que hace pocos días, un
chimbaronguino de 45 años
murió atropellado en el sector
Cuesta Lo González. Es el
cuarto atropellado en la comuna
que muere este año. Lo
llamaron de un programa de
televisión para preguntarle por
el caso de su hermano y estos
nuevos atropellos, pero si él no
demuestra estadísticamente que
este año hay muchas más
víctimas que en otros años, no
hay noticia.
Atropellan a tanta gente, es tan
frecuente ver cuerpos tirados en
la calle y reproducir en los
medios accidentes feroces, que
no hay modo de conectarse con
el fondo del asunto. Andrés
Contreras respirará no sabemos
cuánto tiempo más. Mientras
eso suceda, sus padres y
hermanos seguirán viajando a
Rancagua a hacerle compañía, a
masajearle el cuerpo, a hablarle,
y sus palabras como nunca serán
testimonio de amor y de
impotencia.

Sábado 2 de Junio de 2007


Refugio
Vine esta mañana temprano a
mi escritorio a refugiarme en la
lectura. Encendí la radio, puse
música de Erik Satie en piano, y
separé —como he hecho tantas
veces en las últimas semanas—
los libros de Elías Canetti que
compré hace poco: la edición
completa de sus Apuntes, y
Fiesta bajo las bombas,
volumen en que narra sus años
vividos en Inglaterra: "Cuando
me invade la tristeza,
generalmente al caer la tarde,
extraigo del fondo un recuerdo.
El hecho de que sea un recuerdo
disminuye la tristeza. Mucho de
lo que sucedió en Inglaterra fue
aburrido, pero desde que ingresó
en el recuerdo ya no resulta
aburrido. Al resurgir brilla. No
quiere convertirse en noche".
Ambos libros de Canetti los
compré a crédito, y en el caso
de Apuntes creo que es el libro
por el que más dinero he pagado
en toda mi vida. Lo hice sin
ningún cargo de conciencia. Se
trata, usando las palabras de un
amigo, de un libro definitivo.
Un libro que justifica
plenamente acabar pobre
después de su compra. Como
pensaba Tomás Moro,
bienvenida la pobreza si es a
causa de comprar libros. Libros
definitivos que nos
acompañarán a donde vayamos,
que releeremos una y otra vez.
Libros que concurrirán con su
cargamento de palabras a
despedirnos.
Leer en tiempos de tormenta es
también sanarse un poco. O
enfermarse sin perder el control
de uno mismo. Como hacen los
meteorólogos, a veces
adivinamos las tempestades que
vienen. En alguna parte leí que
pescadores chilotes hacen
quelcún mientras el invierno los
azota: reparan sus casas,
calafatean los botes, esperan
creativamente que el mar vuelva
a ser navegable. En el Caribe,
los ciclones tienen su época del
año marcada con rojo en los
calendarios, y la norma es que
los habitantes de esas regiones
prevengan hasta donde puedan
el efecto devastador de la
naturaleza.
Del mismo modo que los
chilotes o los del Caribe, uno
puede pasarse el invierno
refugiado del exceso de realidad
en la lectura y en los recuerdos.
Hay tardes en las que el mal
tiempo tampoco trae buena cara
y cuesta reír. Mi amigo, el
doctor Kin, me dijo tantas veces
que en mitad de la tormenta
había que dejar de pensar. Que
el exceso de pensamiento es
dañino para la salud y fuente de
locura. Cuando entro en una
cueva oscura y mal ventilada,
me refugio en su enseñanza.
Cuando las ideas no sólo no
resuelven nada, sino que se
vuelven implacables en contra
tuyo bloqueando las puertas de
escape, lo mejor es dejar de
pensar y buscar un refugio
amable en la lectura.
Elías Canetti se refiere a su
padre en Fiesta bajo las bombas;
dice que él se convirtió en "el
fundamento moral de su vida" al
llevarle desde muy pequeño
libros para leer. El otro día mi
padre me llevó a su escritorio y
me dijo que si había un libro
suyo que me interesara
especialmente, me lo llevara.
Que nosotros, sus hijos,
tenemos un tiempo mayor por
delante para disfrutar lo que él
tuvo durante tantos años en las
estanterías. Canetti escribe: "Un
libro sobre Guillermo Tell me
familiarizó con Suiza, uno sobre
Napoléon me dispuso en contra
de él. Los cuentos de Grimm y
de Las mil y una noches se
sucedieron pronto los unos a los
otros. El gusto por las historias
y los mitos no me ha
abandonado desde entonces.
Robinson Crusoe me regaló la
soledad y los pueblos lejanos;
Dante, el juicio riguroso".
La próxima semana, cuando
vuelva sobre la biblioteca de mi
padre, le pediré su edición
empastada e ilustrada de Las mil
y una noches, en la que pretendo
refugiarme durante este invierno
y los que vendrán. Será un libro
definitivo, y leerlo, un viaje
imaginario junto a mi padre, una
manera de hacernos compañía.

Sábado 9 de Junio de 2007


Inmigrantes
Parece la secuencia de una
película de terror. Sucedió hace
cerca de cuatro años en la
provincia de La Rioja, España.
Juan Carlos Vallejo, ecuatoriano
de 20 años, natural de
Riobamba, encontró trabajo en
un secadero de embutidos de
Baños de Río Tobía, un pueblo
de apenas 1.800 habitantes. El
muchacho no tenía sus papeles
en regla, había llegado hacía
poco de su país, era un
inmigrante.
El dueño de la fábrica, Tomás
Amutio, lo reclutó para
desempeñar trabajos diversos;
sin contrato, sin previsión, sin
un salario formal, y sin la
seguridad necesaria a la hora de
realizar las faenas, según pudo
comprobarse tiempo después.
El 14 de agosto de 2003, Juan
Carlos Vallejo hizo una mala
maniobra con los botones de
puesta en marcha del
montacargas y quedó atrapado.
No pudo zafar y murió
aplastado. Estaba solo, y de su
muerte se enteraron sus jefes
algunas horas más tarde. Javier
Amutio, uno de los hijos del
dueño, lo encontró hecho
cadáver y se puso nervioso.
Imaginó que las precarias
condiciones de seguridad con
que trabajaba el joven
ecuatoriano, sumadas a su
condición de ilegal, podían
acarrearle problemas a la
empresa familiar, y con una
sangre fría alucinante le quitó el
overol azul que llevaba, las
botas de trabajo, ocultó su
mochila, y finalmente reportó a
la Guardia Civil que lo más
probable era que se tratara de un
ladrón que había entrado a robar
a la fábrica.
La versión sostenida por los
Amutio fue llevada a juicio, y
los empleadores terminaron
finalmente doblegados por la
fuerza de los hechos y
declarados culpables. Deben
pagar una indemnización de 150
mil euros a la familia de Vallejo
y, además, ir a la cárcel por tres
años. Pero, por supuesto, una
cantidad importante de fuerzas
vivas de La Rioja estiman ahora
que la vida malograda de un
inmigrante ecuatoriano no es
razón para hacer un escándalo, y
que es impresentable que esta
familia de "gente de trabajo y
esfuerzo" —con algo así como
una hoja de vida "intachable"—
vaya a prisión, que es "una
exageración" la condena, que ya
el pago de la indemnización es
suficiente reparación, etcétera,
etcétera. El cura del pueblo y el
presidente de La Rioja, entre
otros, verían con buenos ojos
que se indultara a los Amutio.
La que no quiere saber nada de
indultos es Zulema, la madre de
Juan Carlos Vallejo. Desde hace
semanas se pasea por distintos
restaurantes latinos de Madrid
donde hay compatriotas suyos y
otros inmigrantes recogiendo
firmas para combatir la solicitud
de que liberen a los Amutio. La
impotencia de Zulema, su gesto
desesperado para que se
restituya la memoria de su hijo
y quede claro que no era ningún
ladrón, sino un inmigrante más,
es un signo feroz de la
fragilidad en que vive buena
parte de los millones de
extranjeros que viajan a otros
países en busca de
oportunidades de trabajo.
Verle la cara de cerca a un
inmigrante, charlar con él,
conocer con algún detalle sus
anhelos, la vida que deja atrás,
es una manera de empezar a
derribar el muro que se impone
desde las leyes y los prejuicios.
En Chile hacemos hoy gala de
un racismo desatado, y no es
difícil enterarse de cómo a los
miles de peruanos que
atraviesan la frontera buscando
una manera de ganarse el pan
los tratamos con desprecio y
soberbia. En mi casa vive una
inmigrante. Se llama Juanita y
es una mujer increíble. En Perú
dejó a su marido y a sus dos
hijos. Tiene sus papeles en
regla, carné de identidad de
residente en Chile y contrato de
trabajo, pero hay días en que no
puede disimular la pena
inmensa de no poder vivir —por
ahora— junto a su gente. Hay
que dibujar imaginariamente
cómo es cada noche y cada
amanecer suyo, hay que verla
sola en su habitación,
acompañándose a ratos con
apenas una taza de café en la
mano, para entender un poco
más, sólo un poco, nunca como
debería hacerse, la procesión
que vive día a día lejos de Piura,
sus calles, su pobreza.

Sábado 16 de Junio de 2007


Sobrevivientes
Volvíamos anoche a casa del
trabajo. Media cuadra antes de
llegar, mi mujer —que venía
manejando— divisó un gato
tirado en la mitad de la calle.
¡Un gato muerto!, dijo. Los dos
pensamos automáticamente en
Polo, nuestro gato negro.
La escena era de terror: el gato
tenía la cabeza aplastada contra
el pavimento, había mucha
sangre; el gato era negro. Nos
detuvimos un momento, pero
ninguno de los dos tuvo el
coraje de bajarse del auto a ver
si se trataba de Polo.
No dijimos nada, pero en el
minuto que transcurrió entre que
llegamos a casa, entramos el
auto y sentimos su campana nos
resistimos a la idea de que Polo
muriera trágicamente. Ya
sabemos lo que es tener a un
gato en la Uti durante semanas.
Ya vivimos hace más de un año
la experiencia de verlo escapar
de la muerte, sobrevivir y
recuperarse conservando heridas
de combate que lo dignifican, le
dan estatura de héroe, de
veterano de guerra que sólo
cumplió con su deber: defender
su territorio. Aquella vez, mi
mujer recogió a Polo moribundo
en la calle a media cuadra de
nuestra casa, y lo primero que
pensamos fue que lo habían
atropellado.
Polo anoche estaba vivito y
coleando: acurrucado sobre un
pequeño tronco, con su ojo
derecho transparente por el que
probablemente ve poco y nada,
nos esperaba para entrar a casa
porque hacía mucho frío y
nuestro gato es un pequeño
burgués al que le gusta pasar el
invierno con buena calefacción
y música suave.
Polo se sentó a la mesa a
hacernos compañía mientras
tomamos una taza de café, y
después estuvo en los brazos de
mi mujer una media hora, hasta
quedarse dormido. Mientras lo
escuchaba ronronear pensé en la
fragilidad extrema en que se
debate la vida todos los días, en
la conmoción que nos ocupó
durante un minuto cuando no
sabíamos si era él o no el gato
que había muerto atropellado en
la calle, en el alivio que
sentimos cuando lo vimos sano
y salvo, y no pude dejar de
conectarme con Andrés
Contreras, atropellado en
Chimbarongo en enero de este
año, en estado vegetal desde
entonces, un muchacho al que
sus padres visitan diariamente
para hablarle, hacerle cariño y
soñar con que en algún
momento pueda despertar. Hace
un par de semanas, Andrés
Contreras fue trasladado del
Hospital de Rancagua (hospital
clase 1) hasta San Fernando
(hospital clase 2), luego de que
los médicos reunidos en un
Comité de Ética decidieran
dejar de realizar medidas
extremas para salvarle la vida
por "la mala condición general y
neurológica del enfermo". El
traslado de Contreras de un
hospital a otro fue una comedia
grotesca. En San Fernando
dijeron que no había cama para
él, a pesar de que estaba todo
supuestamente coordinado entre
los directores de los hospitales
respectivos, y después de
esperar varias horas lo llevaron
al hospital de Chimbarongo
(hospital clase 4, de más de cien
años de vida), donde lograron
finalmente estabilizarlo.
En San Fernando no lo
recibieron argumentando que no
había espacio, pero sus padres
en todo momento sintieron que
su hijo Andrés representaba un
cacho: ¿qué sucedía si el
paciente se les moría? Después
de muchas tratativas y
conversaciones, fue aceptado de
vuelta al otro día en el hospital
de San Fernando.
Un paciente en estado vegetal,
bien cuidado, puede permanecer
vivo un promedio de hasta cinco
años, en espera de que a veces
suceda el milagro de volver a la
vida. Andrés Contreras es un
sobreviviente que no puede
pelear por sí mismo, pero que
tiene a su familia entera
luchando por sus derechos para
que sea atendido como se debe.
¿En qué momento el que no
puede pagar con su bolsillo una
atención médica oportuna y
eficiente se convirtió en un
cacho, en un estorbo, en un
enfermo indeseable, en un
ciudadano que no importa nada,
lo mismo que un gato muerto
tirado en la calle?

Sábado 23 de Junio de 2007


El Gordo Varela
La otra vez me escribió un señor
Ernesto Bustos, periodista. En
su carta me decía que a veces
hablaba de mí con su amigo
Jorge Varela. Le pregunté si ese
Jorge Varela era el mismo
Gordo Varela con quien
coincidimos en el Area
Deportiva de Televisión
Nacional a comienzos de los
años noventa, y me contestó que
sí. Jorge Varela era el mismo
Gordo, pero, como es
costumbre, el tiempo hizo mella
en estos veinte años: Varela se
separó, vive con su mamá, una
señora de más de ochenta años,
un riñón se le fue a las pailas y
tiene que dializarse para poder
vivir. Bustos me dejó sus
teléfonos por si quería llamarlo:
"Muchos de sus amigos lo han
olvidado por completo. Pero eso
no es nuevo; suele ocurrir
cuando se pierde importancia o
notoriedad".
Lo llamé al celular. Se sentía
por el teléfono una sonajera
tremenda. Pensé que Varela
estaba en un boliche
comiéndose alguna cosita, pero
no: estaba en la casa de sus
hijos, con una taza de té al
frente, y lo que hacía ruido era
un televisor encendido a todo
volumen. Escuchar su voz
enérgica, volver a reír con él a
la segunda o tercera frase, sentir
cómo se ahogaba de la risa y
empezaba a toser, igual que
veinte años atrás, fue un gran
momento. Se me vino una época
de mi vida encima. La primera
persona a la que le escuché la
expresión "chapotear en
colesterol" fue al Gordo Varela.
Lo decía a propósito de unas
empanadas fritas que solíamos
comer cerca del canal.
Rápidamente el Gordo evocó
por teléfono un par de
anécdotas. Una de ellas me
costó ser despedido de la revista
Hoy. Aun cuando el director de
Hoy ya no le encontraba mucho
sentido a las crónicas que yo
escribía, el detonante fue esa
vez en que sin avisar a la revista
me fugué un miércoles a
Temuco con Jorge Varela y un
camarógrafo de Televisión
Nacional para hacerle una nota a
Luis Locutín Santibáñez, que
había llegado hacía poco a
entrenar a Deportes Temuco
para salvarlos del descenso. La
nota era para Zoom Deportivo.
Santibáñez nos trató como
reyes: comimos incluso una vez
en el hotel donde se alojaba, lo
grabamos en el Mercado, le
pusimos un poncho y un cintillo
mapuche, lo hicimos soplar una
trutruca, y al reportaje le
pusimos "Luis Santibáñez en
Temuco, el nuevo rey de la
Araucanía".
Varela se acordaba que después
que apareció el reportaje una
vieja llamó indignada a Zoom
Deportivo para reclamar por la
nota: decía que un par de
periodistas habían ido al sur a
darse la gran vida con el Guatón
Santibáñez, que el entrenador
nos había comprado con vino,
que ella había visto el show que
habíamos montado en el
Mercado, y que por eso no
decíamos nada en la nota en
contra de este entrenador al que
llamaba "mafioso" y "corrupto".
No hice huesos viejos en Zoom
Deportivo, pero al Gordo Varela
nunca pude olvidarlo. Me
acordaba que su esposa venía de
Europa del Este, pero no
recordaba que era rusa. Ahora
sé también que todos los lunes,
miércoles y viernes, el Gordo se
acuesta en una cama de la
Clínica Santa María entre las
siete de la mañana y las doce del
día para dializarse. Dice que
después de cada sesión queda
como "paragua de tony",
totalmente derrumbado, y debe
acostarse otro rato para
recuperar el tono. Otra de las
cosas que me contó ahora
Varela fue que él había
admirado siempre a Jorge
Robledo, el crack que jugó en
Colo Colo y que vino del
Newcastle el 53, y que uno de
sus grandes orgullos
profesionales fue cuando en el
Festival de la Una le hizo una
nota seis meses antes de que el
Gringo Robledo se muriera,
cuando ya estaba bien enfermo.
Cuando chico, el Gordo Varela
vivía en la calle Cienfuegos,
frente a la sede de Colo Colo, y
en los años de Robledo se
convirtió en la mascota del
equipo. Lo subían los jugadores
a la micro en la que iban al
estadio, lo metían al camarín, y
el Gordo con sus once años a
cuestas se sabía viviendo un
sueño junto a las estrellas de su
equipo querido. "El espíritu
alegre me mantiene vivo,
Pancho. Me he acercado mucho
en estos tiempos a la
metafísica". Te creo, Gordo. Te
creo y te abrazo.

Sábado 30 de Junio de 2007


Vértigo
No lo niego: es un vértigo
agradable a los sentidos y al
espíritu. Desde que dije hace
unas semanas que a fin de mes
dejaba el trabajo, ando por la
vida más ligero de equipaje, y
dicen los vecinos de oficina que
con la cara más risueña. Será.
Los primeros momentos
después del aviso fueron de
ansiedad. Dormía con suerte dos
horas en las noches y pensaba
en el día en todo lo que podría
hacer en esta nueva vida, ahora
que hipotéticamente tendría más
tiempo. Ya sabré que lo último
que se vende es la ilusión.
Completé más de nueve años en
la misma oficina dirigiendo la
misma revista. En mi caso, al
menos, un récord de
permanencia que se explica,
entre otras cosas, porque aquí lo
he pasado muy bien y
especialmente porque he
trabajado con gente sana y
grata. Pero algo sucede, algo
venía pasando hace un tiempo,
que de pronto, en cuestión de
minutos, tomé la decisión:
partir. Dejar la seguridad de un
buen contrato, el calor de tu
oficina en invierno. Una oficina
que, dicho sea de paso, sin
necesidad de concurso califica
como la más desordenada de
todo el diario, a mucha honra:
un cerro monumental de libros y
papeles y revistas y carpetas y
diarios y chinches y clips y
cedés y fotos y tazas y
calendarios y sobres encima de
la mesa, en el piso, metidos en
bolsas de cartón, en los cajones,
en las estanterías. Hasta el
magnético de un viejo pascuero
rastafari hay pegado en una de
las puertas metálicas de un
librero. Me lo trajo no me
acuerdo quién de uno de sus
viajes. Si abro el primer cajón
de mi escritorio, encuentro entre
otros trastos una cafetera sin
uso, un tazón de aluminio que
alguien me regaló, restos de
café de grano, botellas de agua a
medio beber, sacarina, apuntes
de viajes remotos y hasta unas
bolas de acero con las cuales
hacer ejercicios de relajación de
tarde en tarde.
Entre mis papeles más preciados
de estos años conservo a lo
menos un centenar de cartas que
me ha enviado religiosamente el
lector Sergio Miranda desde La
Serena, alias Remigio Sandar,
enseñándome su resolución del
último puzzle y comentando
algunas de las crónicas de la
última edición. No conozco otro
caso en que un lector durante
años ejercite el ritual de resolver
el puzzle semanal de una
revista, lo fotocopie y le
agregue apuntes sueltos escritos
a mano del ejemplar que acaba
de leer, para luego ir al correo a
despachar la carta.
Renunciar al trabajo sin tener
aún nada a cambio es una buena
manera de experimentar el
vértigo al que me refería en las
primeras líneas. Hay un poema
de Pohlhammer en su último
libro, Vírgenes de Chile, que
termina así: "Sálvanos de los
gatos pasados por liebres/
Sálvanos del deseo de ser
alguien en la vida". Leo su libro
de corrido en un día de lluvia,
solo, sin más ruido que el que
provocan sus palabras. Leo una
vez en silencio y otra en voz
alta, para recordar mejor estos
versos: "Sálvanos de hundirnos
en nuestros propios zapatos/
Sálvanos de los fenómenos
celestiales que envilecen a los
astronautas". Líbrame, digo yo,
Virgen de Concepción, de la
arrogancia y el arribismo,
permíteme en esta oportunidad,
en que tengo que decidir qué
hacer con mi tiempo, abandonar
cualquier carrera para ocuparme
en vivir. Permíteme nuevas y
mejores lecturas y relecturas, la
plata justa para parar la olla,
sostener la casa y pagar las
cuentas y las deudas. Déjame
caminar bajo la lluvia por gusto,
como me dijo un amigo que
hizo cuando estaba sin trabajo.
Cuán feliz fue, que lo recuerda
hasta hoy. Y han pasado años.
Seguiré buscando, a través de
estas crónicas y de los libros
que espero vengan en el futuro,
y de alguna clase universitaria
donde encontrarnos cara a cara,
y de algún taller; seguiré
buscando, digo, una respuesta
que no existe, un camino que
sólo se puede andar a medias,
un indicio, una señal que
permita, aunque sea
ilusoriamente, que la vida le
gane a la muerte mientras
estamos juntos y se quedan las
palabras entre nosotros.

Sábado 7 de Julio de 2007


Biografías
A penas la conocí. Apenas
cruzamos palabras. Supe desde
la primera vez que la vi que
tenía cáncer y que no había
remedio; era un asunto de
tiempo. Se llamaba Verónika,
con ka de kilo: Verónika Soto.
Una secretaria joven y
buenamoza. Le gustaba leer, me
dijeron. Le regalé unos libros y
lo agradeció con una sonrisa
enorme en su cara. Me gustaba
su risa. No era una risa
completamente feliz, pero sí
generosa. Había días en que la
observaba de lejos y la
encontraba taciturna, pero
apenas te veía ella regalaba una
mirada viva que estremecía.
Batirse a duelo con una
enfermedad mortal y más
encima reír es asunto de
valientes. Trabajó hasta donde
pudo en el diario, y finalmente
sucumbió a los dolores, el
malestar, la recta final.
El día en que murió, mi mujer
escribió un mail temprano en la
mañana contándome la noticia.
Fui con ella a la iglesia al día
siguiente: me pidió que dejara
una rosa roja sobre su ataúd, y
habló delante de todos del
coraje y del regalo que había
significado Verónika en la vida
de quienes la habían conocido.
Más tarde, en el cementerio,
hubo que esperar una hora y
media antes de que se ejecutara
la ceremonia fúnebre en el
cinerario. Una amiga de
Verónika dijo días después:
"Hay demasiados muertos en
este planeta. Los cementerios
están colapsando".
De vuelta al trabajo, avancé por
un pasillo del diario y vi con
efecto retardado el anuncio de
su muerte en esos tradicionales
letreros sindicales pegados en
los muros. Verónika Soto había
muerto, Verónika Soto era
ahora, entre nosotros, un
recuerdo, un nombre, una cruz
de papel, un letrero impreso en
un computador.
Marcel Schwob ha escrito
páginas memorables sobre el
arte de la biografía. "El arte del
biógrafo", dice, "consistiría en
darle tanto valor a la vida de un
pobre actor como a la vida de
Shakespeare". Me detengo en la
biografía no escrita de Verónika
Soto, aquella que la hace única,
diferente a todas las demás
mujeres del planeta. Siguiendo
con los ejemplos de Schwob, si
nos detenemos en una hoja de
árbol advertiremos que no habrá
otra hoja de árbol igual en todos
los bosques del mundo: sus
nervaduras caprichosas, la
picadura que ha dejado un
insecto, los primeros dorados de
muerte que anuncian el otoño.
Con los hombres y mujeres pasa
igual. Las biografías oficiales y
oficiosas sirven de poco y nada,
no iluminan la habitación del
lector, si no se completan con
detalles únicos. Son apenas un
almanaque, un calendario, un
año de nacimiento y otro de
defunción. Un título académico,
algún libro publicado, el detalle
de su descendencia. Qué tedio,
qué vidas aplanadas. No habrá
tiempo ni espacio para referir
sus exabruptos, sus caprichos, la
mayor injusticia emanada de sus
actos. ¿Qué le gustaba comer a
Verónika, qué párrafos leídos la
dejaron atrapada en un libro,
cuál fue el abrazo que la hizo
temblar con mayor pasión? La
palabra más hiriente que
escuchó, si disfrutaba la lluvia o
no, si prefería el frío al calor,
cuánto miedo le tuvo a la
muerte y cuándo se dejó llevar
por ella.
Continúo con Marcel Schwob:
"Para un pintor, el retrato de un
hombre desconocido de Cranach
tiene tanto valor como el retrato
de Erasmo". Para mí, referir
pinceladas de Verónika Soto es
un modo de saldar una deuda.
La vez que le di un beso en la
mejilla y le entregué unos
libros, quise abrazarla y no me
atreví. Sabía que estaba
enferma, y quería manifestarle
mi admiración por su entereza y
mi deseo de que viviera muchos
años más con esa sonrisa en la
cara. Un estúpido pudor me
contuvo. Un maldito pudor me
ha hecho callar muchas veces,
por esa tonta costumbre de creer
que podrías importunar al otro.
Hay veces en que la muerte se
interpone y no existen segundas
oportunidades, eso es lo triste y
definitivo.

Sábado 14 de Julio de 2007


5 de julio de 2007
Nueve de la mañana. Estoy en
Paraty, en Brasil. A unos pocos
kilómetros del centro histórico
del pueblo, arriba de un
pequeño cerro, alojando en una
parcela cómoda y rústica desde
cuya terraza en las mañanas de
sol aprecio la inmejorable vista
de un campo enteramente verde.
No recuerdo ahora mismo
alguna postal vivida que la
supere en intensidad, verdor,
aroma, espíritu y sonidos
naturales. En Chiloé, alguna
vez, estuve una semana
durmiendo en una selva
impenetrable sin ver a nadie, y
si bien no recuerdo demasiado
qué hacía allí para matar los
días, salvo preparar sopas,
tallarines y tomar café, rescato
de la memoria una atmósfera
remota, el sonido de los pájaros,
el bote que me llevó por el río
cerro arriba, la abundancia del
bosque.
Salgo a la terraza y veo en el
medio de la parcela un árbol
centenario, erguido e
imponente, que destaca sobre
los demás. Edivaldo, el cuidador
de la casa, asegura que el árbol,
que se llama jequitiba, tiene más
de trescientos años. Caminar
con Edivaldo por el terreno
sirve para conocer un poco más
las especies que pueblan su
campo. Edivaldo saca hojas de
árboles y arbustos, las muele y
te pide que las huelas: pimienta,
limón, canela. Para un pajarraco
urbano, que difícilmente
distingue entre un arbusto
insignificante y un árbol de
cacao, se trata de un
descubrimiento magnífico.
Salí de Santiago con una foto
enmarcada de mi madre en la
maleta. Una foto que me ha
acompañado en mi escritorio,
pero que nunca había viajado
conmigo. Ella no sabe que miro
esta fotografía a menudo. En
ella luce joven, hermosa y
sensual. Está con un sombrero
café de gamuza, muy bello, tipo
Robin Hood, que la distingue.
No mira a la cámara. Está seria,
pero en ningún caso triste. Sus
ojos azules apuntan a una
dirección desconocida. Sus
labios gruesos y bien formados
están pintados de un color
sobrio. Creo que nunca la vi con
un rouge demasiado intenso en
sus labios, y sé que no la veré,
porque apenas se maquilla.
Leo en Paraty los Diarios del
peruano Julio Ramón Ribeyro.
El volumen lleva uno de los
títulos más sugerentes de la
literatura universal: La tentación
del fracaso. Alguna vez a
Ribeyro lo amonestaron cuando
trabajaba en París en la agencia
de noticias France Presse: Los
deberes del periodista son
incompatibles con la lectura en
horas de oficina de En busca del
tiempo perdido", le dijeron.
Estoy convencido de que los
Diarios de Ribeyro se cuentan
entre los más notables por el
desasosiego y la duda
permanente que lo acecharon
mientras vivió y escribió: Es
penoso irse de este mundo sin
haber adquirido una sola
certeza. Todo mi esfuerzo se ha
reducido a elaborar un
inventario de enigmas. He
puesto tanto empeño en
construir el pedestal que ya no
me quedaron fuerzas para
levantar la estatua".
El 17 de marzo de 1955,
mientras Ribeyro vivía en
Madrid, una carta de su
hermana Josefina le produjo una
invencible melancolía": le
anunciaba que había contraído
matrimonio hacía poco, y que
ya no vivía con su madre. Su
padre muerto, él en España, sus
dos hermanas casadas, sólo
quedaban en ese hogar su
hermano mayor y su madre. La
melancolía le vino de imaginar
las veladas de su madre cuando
su hijo salía y ella se quedaba
sola recordando aquellos años
en que su casa estaba siempre
alegre, bulliciosa y concurrida".
Pienso en el hogar silencioso de
mi madre, en el hogar de
muchos hermanos que tuvimos
alguna vez, en todos los hogares
condenados a desintegrarse una
vez que el tiempo les pase por
encima. Mi propia casa, donde
ahora viven hijos pequeños y
una pareja, será mañana un
recuerdo, una foto trizada, un
Diario inconcluso que empezó a
escribirse en una verde parcela
de Paraty, en Brasil.

Sábado 21 de Julio de 2007


El taxi-vaca
¿Para qué sirve una crónica? A
grandes trazos, para nada. El
cronista brasileño Rubem Braga
hizo una excursión hace medio
siglo a Paraty, bonito pueblo
colonial situado entre Rio de
Janeiro y Sao Paulo, alguna vez
puerto del oro que sacaban a
manos llenas de la región de
Minas Gerais, y escribió una
crónica en que narraba las
bondades del sitio, pero en la
que deslizó su queja por los
estridentes altoparlantes de la
plaza principal que no dejaban
descansar a nadie el domingo.
La crónica de Braga provocó
algún revuelo en Paraty, según
se enteró el cronista tiempo
después. Fue comentada por la
gente, y más de alguien
convirtió el tema de los
altoparlantes en un debate
público con la autoridad
municipal. Braga no supo más
de Paraty hasta veinticinco años
más tarde, cuando regresó al
lugar y comprobó un domingo
que los altoparlantes
continuaban despidiendo una
zalagarda tremenda en la Plaza
de la Matriz. "La gente que
escribe no produce ningún
adelanto", comentó después
Braga, resignado, en una
entrevista.
Escribir y denunciar con
bombos y platillos a los patos
malos, como se acostumbra
ahora, ¿rebaja los índices
delictivos acaso? El gen de la
maldad y la trampa viene de
fábrica, y no hace demasiado
distingo de raza y clase social: a
ella sucumben desde choros y
monreros hasta ladrones de
salón y cabecillas de mafias
escondidas en palacios de
alcurnia. A propósito de viveza
criolla, uno de mis hermanos
contaba el otro día que nunca
olvidó cuando fue testigo de un
lanzazo en el centro de Santiago
hace una montonera de años: un
cabro joven le había robado una
cartera a una vieja y arrancaba a
toda velocidad por la calle, y a
unos metros de él lo perseguían
unos tipos gritándole te vamos a
agarrar, conchetumadre, suelta
la cartera, lo que obviamente
llevó a que nadie más se
interesara en ir a cazar al lanza,
porque la justicia estaba
próxima a llegar. Mi hermano
quedó muy impresionado
cuando después le contaron que
esa artimaña de los
perseguidores era antigua: los
que perseguían estaban
coludidos con el ladrón, y ésa
era la mejor manera de salir
invictos de la escena del crimen.
La trampa extendida es la que
nos lleva a ser esencialmente
desconfiados de todo y de todos
los que nos rodean. Este no da
puntada sin hilo, no te fíes de
nadie, ojo al charqui, cuídate de
fulano. El discurso de la
desconfianza es anterior a la
comisión del delito, y forma
parte de nuestra cultura.
El otro día mi hija Antonia tuvo
una experiencia que le arrebató
el candor de un plumazo. Se
cruzó en un negocio donde entró
a comprar con un sujeto que
alardeaba a viva voz de pegarle
a sus hijos porque así los
"enderezaba". La dependiente
que lo atendía le decía que sí,
que tenía toda la razón, que
darles un buen correctivo a los
cabros chicos era necesario.
Antonia se sintió presa en un
manicomio. Salió de allí
indignada con "este par de
imbéciles" en los que nunca
podría confiar. Hizo detener a
un taxi para volver a casa en
Bilbao con Pedro de Valdivia.
Cuando lo estaba abordando, se
dio cuenta que el taxi era
especial: los asientos todos
forrados con cuero de vaca
artificial, y una luz rosada
fosforescente al interior del
vehículo que la hacía sentir
dentro de un estudio de
televisión. Vaya, dijo: hoy es mi
día. El taxista, joven, le
preguntó amablemente si le
molestaba la música, le dio la
bienvenida oficial al que llamó
su "taxi-vaca", y le fue hablando
de su motivación: hacerle pasar
un momento agradable al
pasajero en esta ciudad de tanto
estrés, desconfianza y malas
caras. La Antonia lo pasó
chancho en el taxi-vaca, y al
bajarse escuchó un bocinazo de
despedida del chofer que resultó
ser un largo mugido.
Las crónicas no sirven para
nada, pero pueden fijar en la
memoria la imagen de un taxista
en Santiago que después de
cobrar la carrera hace reír
repartiendo mugidos de vaca.

Sábado 28 de Julio de 2007


No podrás llevarte nada
Anoche leí las primeras sesenta
páginas de Veneno de escorpión
azul, el diario de vida y de
muerte que escribió el poeta
Gonzalo Millán desde que supo
que tenía cáncer al pulmón hasta
pocos días antes de morir, cinco
meses más tarde. El texto es
demoledor, pero bello. Millán
enfrentó a la muerte con los ojos
abiertos, y su escritura registró
con pelos y señales lo que
estaba al alcance de sus sentidos
y su mente y su espíritu,
convirtiendo al texto en la
bitácora de un viaje que
comienza con una rutina
implacable de exámenes
médicos: "Todo indica que se
caerá el avión donde viajamos
de un momento a otro.
Volvemos al fondo del abismo
que fue nuestro punto de partida
en primer lugar".
Enfrentar la muerte, palpar el
límite, verbalizar el miedo, es
una manera de vivir tus últimos
días cuando el diagnóstico
médico te desahucia de entrada
y ningún tratamiento tiene
sentido. Pienso en una tía muy
querida que vivió su fatídico y
violento cáncer al páncreas en
silencio, sin nombrar jamás a la
enfermedad por su nombre,
haciéndose la lesa todo lo que
pudo, y llevándonos a los que la
rodeamos a hacernos también
los distraídos. Su procesión la
hizo sola y callada, hasta la
tumba: el miedo que tuvo que
haber sentido lo masticó en
silencio, apretando los dientes,
sin descansar en nadie más, sin
hacernos parte, y nosotros nos
quedamos como espectadores
bobos e inútiles hasta el fin. La
última vez que la vi con vida no
podré olvidarla, aunque a veces
trato de echarle dulce al
recuerdo y reemplazar esa
imagen de fragilidad extrema y
enfermedad terminal por una
más amable y más vital.
El filósofo español Rogelio
Moreno escribió un solo libro
en su vida, maravilloso y con un
título inolvidable: La farmacia
del olvido. Trata del olvido en
su otra cara: la necesaria, la que
nos cuida y protege, la que nos
libera de la realidad implacable.
El olvido no como un mal,
opuesto a la memoria; el olvido
como un recurso aliviador.
Aunque haya tratado de olvidar,
a Millán lo superó la extrema
conciencia y lucidez de la que
era capaz, y su condición de
poeta y escritor que sabe
hacerse acompañar por el
lenguaje, aun sabiendo que el
lenguaje de la palabra será
incompleto, imperfecto y
manipulable: "Concebir el fin de
la imaginación/ es lo más
terrible del ocaso/ el esplendor
de asistir/ y marcharse, sin
llevarse los sueños/ dejando el
teatro vacío y oscuro".
Escribir sobre tu propio viaje a
la muerte, como hizo Millán
durante los meses en que supo
que un cáncer mortal estaba
acabando con él, es como el
gesto de un animal cazador que
no le saca la vista a su presa,
corre detrás de ella y sólo
descansa cuando la faena está
completa. Cazar es también
morir. Millán cazó a la muerte,
y la carrera que desplegó hasta
encontrarse con su presa quedó
escrita en un libro que habla de
unas campanadas que pueden
ser las últimas que escuchas, y
de un azucarero de vidrio con
tapa de corcho que puede ser la
última vez que palpas. ¿Lo
echarás de menos?
La enorme conciencia vital del
poeta ilumina la antesala de la
muerte. Hay tos y dolor de
cabeza, hay pitos de marihuana,
gotas de codeína, "el
incomparable sabor de unos
dulces rellenos llamados
bastones de Viena", "el frío que
te hace sentir vivo todavía", el
remedio del escorpión azul de
Cuba, la simplicidad impuesta
como el único camino, y una
certidumbre que nos toca a
todos, no sólo a sus lectores:
"Sabes que en el fondo no te
llevarás nada/ no podrás llevarte
nada, ni siquiera tu noble/
cuerpo enfermo que has
destinado al fuego".

Sábado 4 de Agosto de 2007


Longevos
Colecciono hace tiempo noticias
de periódicos sobre los viejos
más viejos del mundo. Me
divierto leyéndolas. Se trata de
viejos que aparecen con su
nombre completo cuando se
mueren y son desplazados del
Libro de los Récord Guinness
por el anciano o anciana que les
sigue en edad. Las clásicas
curiosidades o rarezas que tanto
gustan al periodismo.
La semana pasada se murió uno
de 141 años. Al menos eso es lo
que dice la agencia Efe. Se
supone que era el más viejo de
todos, pero no hay registro
fiable de esos tiempos remotos.
Abdel Wali Numan, de Yemen,
nació en 1860. Su apodo era
extraordinario: lo llamaban "El
Historiador", porque había sido
testigo directo de la ocupación
turca, la monarquía, la
revolución de 1962. Imagino al
cronista de la agencia local
haciéndose un festín con la
historia después de escuchar las
indicaciones de su editor: "Se
murió un viejo de casi 150 años.
Ponle color. Que no falte la
receta para vivir tanto".
Las muertes de estos viejos son
curiosidades exentas de
tragedia, fenómenos
sorprendentes de la naturaleza,
récords mundiales. En el caso
de Abdel, uno de sus sobrinos,
que debe tener ochenta o
noventa años por lo bajo,
aseguró que su tío caminaba uno
o dos kilómetros al día, comía
bastante miel y carne, y su
bebida predilecta era la leche de
camello.
Casi siempre es así: estos
longevos extremos cultivan
hábitos curiosos, que uno no
saca nada con imitar si quiere
prolongar sus años de vida,
porque se trata casi siempre de
fórmulas bastante
contradictorias entre sí. Si uno
come carne, el otro es
vegetariano. Si uno toma leche
de camello, el de más allá le
hace a la cerveza o al vino o a
los puros. Compay Segundo, el
cubano de voz ronca del Buena
Vista Club Social, fumó
habanos hasta pocos días antes
de morir, a los 95 años, cuando
una insuficiencia renal —y no
respiratoria— lo mandó a la
tumba.
En el caso del alemán Hermann
Dornemann, que figura ahora
con 114 años y se supone es el
hombre más viejo del planeta,
las crónicas dicen que toma una
cerveza diaria y que la receta de
su éxito (¿puede llamarse éxito
vivir 114 años?) es no hacer
absolutamente nada fuera de
comer y tomar lo mínimo. No
gastar un músculo, no hacer
trabajar las neuronas que le
queden, no darle una orden al
cerebro. Simplemente vegetar.
Su vida no es precisamente
entretenida y dinámica, aunque
debe ser gracioso estar al lado
suyo investigando su rutina, si
es que aún conserva una rutina.
¿Pensará, o su mente ya está
vacía como una pelota de tenis?
Una de las crónicas más jugosas
que leí sobre viejos célebres
hablaba del norteamericano
Fred Hale, que vivió hasta los
113 años en New Sharon. El
hombre esperó 86 años a que su
equipo de béisbol, los Red Sox
de Boston, ganaran un título, y
lo consiguió poco antes de
morir. Manejó su auto hasta los
107 años, y según el cronista
que contó su historia, tocaba la
bocina cuando los autos que
iban delante suyo no apretaban
lo suficiente el acelerador. A esa
misma edad, 107, una vez un
equipo de televisión lo
sorprendió quitando con una
pala la nieve de la puerta de su
casa. A Hale le gustaban las
manzanas cocidas, comer
langostas, salir de pesca y ver
todos los partidos de los Red
Sox. Mientras la salud lo
acompañó, cada vez que alguien
le recordaba que su nombre
figuraba en el Libro Guinness,
él se indignaba y él le arrojaba
lo que tuviera por delante al
insolente: "Si creen que me van
a enterrar pronto, están jodidos".
Más que fijar una cantidad de
años, lo que me interesa de la
vejez, si llego a ella, es que sea
decorosa, como la de Hale, y
ojalá con un título de la U en la
despedida. Digna, hasta donde
se pueda. Con la vista fija y no
perdida, con manos que
escriban, pies que caminen y un
espíritu dispuesto aún a leer y
escuchar en vez de dar la lata.

Sábado 11 de Agosto de 2007


Astronautas
Lo que faltaba, la guinda del
postre: un informe sobre el
estado de salud de los
astronautas de la Nasa
comprobó que, a lo menos en un
par de ocasiones en el último
tiempo, hubo algunos de ellos
que se embarcaron al espacio
curados como tagua. No es
chiste. Los astronautas
investigados, que tienen que
encerrarse por reglamento tres
días antes de volar en el Centro
Espacial Kennedy,
aprovechaban el retiro para
bajarse sin piedad unas cuantas
botellas, quedando en evidente
estado de ebriedad, como habría
rezado el parte policial si los
hubieran detenido manejando en
la vía pública. La norma dice
que los astronautas no pueden
beber alcohol durante las doce
horas previas a cualquier viaje,
pero en ambos casos los
muñecos fueron descubiertos
con la lengua traposa, bastante
borrachos, y en esa condición
igual se los autorizó finalmente
a volar.
Uno sabía de estos
comportamientos en personas
que les tienen miedo a los
aviones, hombres y mujeres
angustiados que antes de
embarcarse se anestesian con
sendas dosis de whisky, ron,
vodka o gin para pasar las horas
de vuelo del modo más
inconsciente posible, ojalá
durmiendo y si se puede con
pastillas, mejor aún. ¡Pero
astronautas de la Nasa!
No se sabe qué tomaron, y si lo
hicieron de aburridos o porque a
ellos también los ataca el miedo
antes de viajar al espacio. Sería
extraño, pero no imposible. No
hay que descartar que el
estrambótico oficio de salir a
sondear el espacio te convierta
en un bicho raro, en algún
sentido irresponsable o
simplemente en un sujeto que
está todo el rato jugando en el
límite.
A veces me acuerdo de un
amigo de mi papá que viajaba
con frecuencia a congresos
internacionales y le tenía pánico
a subirse a cualquier avión. Su
estrategia era conocida por
todos sus compañeros de viaje:
llegar puesto al aeropuerto,
chequearse, ir por un nuevo
whisky al bar y después
embarcar. Yo era chico y
cuando iba a dejar a mi papá a
Pudahuel, me cruzaba con este
señor simpático, chispeante,
risueño, hablantín. Sumergirse
en alcohol era su manera de
esquivar al abismo.
A veces la ingesta alcohólica se
produce por razones menos
precisas, más existenciales.
Siempre me impresionó la
manera cómo se relacionaba
Jorge Teillier con el trago.
"Prefiero no estar lúcido", dijo
una vez. Le daba miedo el
miedo de la gente. No le
interesaban los viajes
espaciales. Prefería soñar y
anotar algunos de sus sueños.
Lo vi muy pocas veces en mi
vida. Una vez llegó tarde a una
conferencia que debía dar en la
universidad. Venía con trago.
Igual se dio maña para encantar
a la audiencia con su voz suave,
apenas audible. El otro día leí
un texto de Rafael Gumucio en
donde decía algo parecido de
Teillier. Lo había visto una sola
vez. Teillier estaba bastante
curado, pero se las arreglaba
para hablarle al oído a los que
habían ido a escucharlo, y en su
intemperancia no perdía un
gramo de simpatía y lucidez. Al
contrario: parecía navegar como
pez en el agua, siguiendo eso sí
siempre su propio ritmo, no el
que quisieran imponerle los
demás.
Poco después de que saliera
elegido Allende, en septiembre
de 1970, Teillier escribió una
crónica en el diario Puro Chile
en donde fijaba su posición:
"No soy ningún moralista, y mi
tejado en el aspecto alcohol es
de vidrio puro. Si le hago caso
al Servicio Nacional de Salud,
estaría por lo menos dentro del
millón de chilenos bebedores
excesivos". No había caso con
Teillier: buscaba al vino como
una necesidad vital, aunque al
final ese vino terminara
anticipando su muerte. No era
una maniobra calculada, ni
siquiera respetada por él.
Simplemente no podía, no sabía
vivir de otro modo: "Es mejor
morir de vino que de tedio/ sin
pensar que pueda haber nuevas
cosechas./ Da lo mismo que las
amadas vayan de mano en
mano/ cuando se gastan los
codos en todos los mesones".

Sábado 18 de Agosto de 2007


La casa del terror
El bombero Roberto Peña no
quiso venderle su casa el año
pasado a la constructora que
proyectaba levantar varias torres
de departamentos en la calle de
Macul donde vive. Todos los
vecinos cedieron a la oferta
económica y vendieron sus
casas. Peña dijo que no, que él
no pensaba abandonar el sitio
donde había nacido y crecido,
que a él le gustaban sus árboles
frutales y sus flores. Y su
querida y antigua vivienda, con
patio y parrón, no pudo ser
demolida y quedó finalmente
encajonada entre tres edificios
en construcción.
Las torres empezaron a
levantarse hace nueve meses.
Pasar ahora un día con la
familia Peña es como una
película de terror sin efectos
especiales. La última joya que
cayó en su casa desde las alturas
fue un chuzo; sí, un chuzo de
fierro de más de dos metros de
largo, que como un dardo
celestial rompió el techo y se
clavó en el piso, a exactos dos
metros de donde había estado
jugando un rato antes la nieta de
la casa, una niñita de tres años
llamada Catita.
Roberto, su esposa Reina, y sus
tres hijos quedaron aterrados. El
chuzo volador fue la gota que
rebasó el vaso y decidieron
presentar una querella que,
sospechamos, está destinada a
perderse en los laberintos de los
tribunales. Fuera de soportar en
todo este tiempo el ruido
infernal que implica levantar a
pocos metros varias torres de
veinte pisos, habían caído en el
patio de los Peña tuercas
gigantes y pedazos de concreto
que pudieron golpear en la
cabeza a cualquiera. El día del
chuzo, Reina fue corriendo a
buscar al jefe de obras de la
constructora para que viera con
sus propios ojos la escena del
delito. El sujeto, antes de nada,
le dijo que creía que se trataba
de un montaje. Y después,
cuando vio el fierro enterrado,
guardó silencio y se fue.
La mamá de Roberto Peña, que
también vive con ellos, forma
parte del decorado de esta
historia: tiene 88 años, sufrió
dos embolias y lleva meses
durmiendo en la pieza del
fondo.
Reina toma pastillas para la
depresión en el día y en las
noches pastillas para dormir. A
veces la jornada en la obra se
extiende hasta las tres de la
mañana. Reina tiene miedo de
que a Roberto le pase lo mismo
que a su papá y se muera de un
infarto con tanta preocupación.
Dice Reina que su marido ahora
en vez de hablar grita, por la
sonajera de taladros y
maquinarias, y que a cada rato
tiene que pedirle que baje el
volumen.
El abogado que los defiende
piensa que la caída del chuzo
pudo ser intencional. Algo así
como una orden superior de la
constructora para que Peña de
una buena vez venda su casa y
se largue. Uno de los obreros de
la construcción argumentó otra
teoría para explicar el chuzo
volador: "Como nos hacen
trabajar tantas horas extras,
quizás algún cabro se choreó y
por cagarse a la empresa agarró
el fierro y lo tiró".
Roberto Peña debe estar
arrepentido a estas alturas de no
haber agarrado la plata que le
ofrecían, que era buena plata, y
haberse ido a otro sitio. Pero eso
lo sabe ahora, después de
transitar por el horror. Difícil
aventurar cuánto aguantará. Su
calidad de vida hoy, la de su
familia, es lamentable. La caída
del chuzo en el corazón de su
casa no es tanto una fatalidad
producto del azar, como pudo
ser ese Viejo Pascuero gigante
que colgaba de un edificio de no
me acuerdo qué tienda y una
vez le cayó encima a un peatón
en el Paseo Ahumada. La caída
del chuzo es una señal feroz: o
te adaptas a los nuevos tiempos,
cedes a la presión que te
imponen los amos y señores de
la nueva ciudad y firmas el
contrato abandonando cualquier
sentimentalismo, o lloverán
chuzos sobre tu cabeza. Y no es
metáfora.

Sábado 25 de Agosto de 2007


Habladurías
No soy mochero. En toda mi
vida no he recibido un puñete en
la cara bien pegado. Nunca me
he peleado a muerte con nadie.
No sé lo que es batirme a duelo.
Evito las disputas. Ni siquiera
en la pichanga más brava que
jugué me fui a las manos. Como
mucho un par de insultos, algún
empujón, la amenaza de sacarse
la cresta. Pero combos,
revolcones en el suelo, lucha
libre, boxeo del bueno: nada,
apenas unas pinceladas de mala
leche.
Me falta barrio, lo sé. En el
colegio, cuando chico, en cuarto
y quinto básico, recibí un par de
cachetadas de compañeros de
curso: una de Montt y otra de
Tello. Con Montt nos bajamos
del furgón escolar en que
veníamos de vuelta de clases, y
no alcancé ni a ponerme en
guardia cuando me propinó un
fuerte cachetazo que acabó el
combate. La señora del bus
exigió que nos subiéramos de
inmediato y el asunto murió ahí
mismo, no hubo tiempo para
reparar el honor. Con Tello, en
cambio, había más odio
acumulado: nos caíamos mal y
nos teníamos ganas hacía
tiempo. Fue en un recreo. Los
compañeros se pusieron
alrededor nuestro, ávidos de ver
sangre, pero la sangre estuvo
lejos de llegar al río. Manotazos
locos, harto aleteo, con suerte
una cachetada suave en el rostro
del enemigo; al final la pelea
terminó en un desabrido empate
a uno que no satisfizo las
expectativas del público.
Un par de escaramuzas
infantiles y dos o tres partidos
de fútbol con adrenalina son
bastante poco para cuarenta y
cinco años. Por eso me
complicaron los entredichos que
tuve en las últimas semanas con
un par de personas cercanas. No
me pasó en mucho tiempo esto
de tener diferencias importantes
con amigos, y me sucede ahora.
Las habladurías me rebotaron,
las movilizó el viejo hábito de
cahuinear que es deporte
nacional y tanto daño provoca.
Una cosa es ser malo para
pelear, y otra bien distinta que
me dé lo mismo que se hable
mal de mí a mis espaldas o de
personas cercanas, a las que
quiero.
¿Cuál será el sentido de querer
tomar la palabra y fijar una
posición? ¿Reparar el puente de
la confianza, que casi siempre
queda trizado? ¿Cuál es el
propósito de seguir dándole
vueltas al asunto? ¿No es más
sano olvidar, hacerse el leso,
como ha sucedido tantas veces
en estos mismos cuarenta y
cinco años?
Es complicado el filo que a
veces adquieren las palabras.
Uno no alcanza a dimensionar
lo duras que pueden llegar a
sonar esas palabras dichas por
otras personas, que no conocen
o no saben o no imaginan lo que
te pasará cuando las escuches,
inexactas, casi siempre
distorsionadas, amplificadas, sin
contexto. ¿Es saludable que
amigos tuyos empleen la técnica
del cahuín para quedar bien
contigo, y en un gesto de
supuesta lealtad te comenten lo
que andan diciendo de ti o de
alguien que tú quieres? Uno a
menudo cae en esta práctica sin
reparar en el simple hecho de
que cuando la usan contigo, te
están envenenando.
Cuando era feliz e
indocumentado se llama un
libro de relatos de García
Márquez. Me gusta lo que
sugiere el título. Yo no quiero
saber todo lo que los demás
dicen de mí. Sé que para alguna
gente soy por lo menos un tipo
antipático. Y qué problema hay.
Es natural. En mala hora tendría
que estar preocupado de vivir
para agradar a los demás. Cada
uno es como es. Tampoco
quiero saber todo lo que dicen
de mi mujer, de mis hijos, de
mis amigos, de mis padres y
hermanos. Prefiero pasar de un
modo más indocumentado por
la vida, al menos en materia de
habladurías personales.
Lo que no aprendí de chico en
materia de golpes ya no lo
aprendí nunca. Seguiré sin saber
pelear, adolorido no por las
cachetadas de Montt y Tello,
apenas una anécdota en mi vida,
sino por esas palabras afiladas
que te encuentran indefenso,
con la guardia baja, una vez
más.

Sábado 1 de Septiembre de
2007
La oficina
Un día leí una crónica de
Roberto Arlt que me hizo
suspirar de envidia. Entonces yo
trabajaba en un diario, cumplía
horario y me sometía a las
exigencias normales de
cualquier empleado
medianamente responsable. Arlt
también trabajaba en un
periódico, pero cuando escribió
esa crónica ocupaba toda su
jornada en escribir y corregir
una de sus novelas con tijera,
pegamento y un cerro de
papeles sobre el escritorio. Creo
que la novela era El
lanzallamas. El jefe de
redacción pasaba por su
despacho a distintas horas,
mañana, tarde y noche, y Arlt,
con cara de poseído y una barba
de siete días, no le prestaba
mayor atención afanado en su
libro que pronto debía entrar a
imprenta. Una vez el jefe no se
aguantó y le preguntó qué
estaba haciendo, que escribía
todo el día y no entregaba una
nota para el diario ni por error.
Roberto Arlt tuvo que decirle la
verdad: "Querido jefe: estoy
terminando mi novela, que sale
a fin de mes a la calle". El jefe
lo miró, canchero, y le dijo:
"Bueno, escriba una nota sobre
cómo se hace una novela". Arlt
aceptó encantado la oferta y
escribió la crónica de un tirón,
muy buena por lo demás.
El sueño del pibe. Cuando
trabajaba en el diario La
Opinión, había períodos largos
en que Osvaldo Soriano no
hacía otra cosa que meterle
charla a sus compañeros de la
redacción y organizar partidos
de fútbol. Una vez Soriano
publicó una nota policial tan
buena sobre el pistolero Carlos
Robledo Puch, que el director
del diario lo comisionó para
pensar grandes historias. Le
aumentó el sueldo, dispuso una
secretaria para que atendiera sus
llamadas, exigió varias
suscripciones a revistas
internacionales de modo que el
hombre estuviera informado y
recogiera ideas (sin saber que no
hablaba ni leía ningún otro
idioma), pero al cabo de uno o
dos meses verificó que Soriano
estaba donde mismo: no se le
había ocurrido nada, no había
escrito una línea, difícilmente
había hecho un llamado
telefónico. Ese mismo día se
acabaron sus privilegios. Para
fortuna suya, no faltó el amigo
que lo rescató y lo llevó a otra
sección antes de que lo
despidieran.
Los tiempos han cambiado. No
sé si ahora las redacciones son
mejores. Sí sé que son más
nerviosas, que hay mayores
exigencias económicas que se
hacen sentir de la mañana a la
noche, y que es más difícil vivir
como lo hacía Roberto Arlt
cuando estaba a punto de
terminar El lanzallamas.
En algunas de estas cosas debo
haber pensado cuando decidí
mudarme de oficina. Dejé el
horario fijo, me trasladé al
escritorio de mi casa, y aquí me
dejo acompañar especialmente
por libros. Si no sucede algo
extraño, la primera hora de la
mañana es para leer. Para ser
justo, debo decir que también
las de la tarde y las de la noche
las ocupo bastante en la lectura.
Debo preparar clases, me digo.
A ratos me ahogo. Y salgo a
caminar lejos. No olvido un día
de lluvia y frío de hace dos
semanas, cuando disfruté a las
cuatro de la tarde en el centro el
mejor plato de lentejas que haya
comido en mi vida. No había
almorzado y la temperatura y el
sabor de las lentejas dejaron
huella en mi memoria. Hasta
hoy parece que las vuelvo a
olfatear, y no sé si alguna vez
sentiré la misma emoción frente
a un plato de comida.
Mi nueva oficina guarda
pequeños tesoros, viajes
magníficos. Ahora mismo leo
un aforismo de Canetti que
debiera dejar impreso en una de
las murallas: "Lee a fin de
seguir siendo sensato y
comprensible para sí mismo. De
otro modo, ¡qué hubiera sido de
él ahora! Los libros que tiene en
la mano, que contempla,
consulta, lee, son sus pesas de
plomo. Se aferra a ellas con la
fuerza de un infeliz que está a
punto de ser barrido por un
huracán. Sin los libros, no
sabría cuál es su lugar, no
podría orientarse. Los libros son
para él compás, memoria,
calendario, geografía".
Según Roberto Arlt, lo único
que tenemos que exigirle a un
libro es que no nos aburra.

Sábado 8 de Septiembre de
2007
Bastonazos
Vi por televisión, como muchos
otros chilenos, el bastonazo
maletero que le propinaron en la
cabeza al senador Alejandro
Navarro en la famosa jornada de
protesta de la semana pasada. El
chascón Navarro estaba medio
de espaldas al agresor, en plena
Alameda, negociando con los
carabineros para que la marcha
pudiera avanzar, cuando el
teniente Manuel Rocco no
aguantó tanto diálogo y le aforró
un potente tatequieto en la nuca
que lo dejó sangrando y por
unos segundos medio
desconcertado. Al comienzo
Navarro pensó que había sido
uno de los caballos de la policía
o un peñascazo, pero
rápidamente sus acompañantes
acusaron a Rocco. Lo habían
sorprendido in fraganti, y para
mala suerte del uniformado
había hasta un canal de
televisión grabando la escena.
No fue una herida demasiado
profunda, porque al otro día
Navarro estaba vivo y coleando
haciendo declaraciones para un
matinal de televisión desde
Iquique, pero sí suficientemente
sangrante para llevarlo a
completar el procedimiento: esa
vez partió a la Posta Central a
constatar el daño y aprovechó
de hacerse un escáner que
descartara una lesión más seria.
Horas después, el jefe de plaza
de Carabineros se acercó a darle
personales excusas a Navarro, y
la disculpa pública nuevamente
fue grabada y difundida por
televisión a todo Chile.
Pocas veces en la historia un
bastonazo de paco en día de
protesta tuvo tanta repercusión.
Es el síndrome hombre público.
Agresiones similares, no
registradas por televisión con
nombre y apellido o propinadas
con saña en la cabeza de
ciudadanos sin charreteras,
hombres y mujeres de la calle,
estudiantes, revoltosos,
agitadores o quien sea que haya
caído en el campo visual de
carabineros enfurecidos, han
sido ignoradas cientos, miles de
veces, sin que después
reparáramos en el estado de
salud del golpeado.
Con la sorna con que suele ser
tratado él también por sus
rivales políticos, dada su afición
a irse a las manos y a las
bravuconadas verbales, el
diputado Moreira sugirió que
Rocco le había hecho un favor a
Navarro al prodigarle tanta
cobertura mediática: algo así
como "un pequeño empujoncito
en su carrera presidencial".
¿Qué le pasó por la cabeza a
Rocco? ¿Sabía que el chascón
era parlamentario? ¿En qué
momento se le nubló la mente?
¿Fue su golpe a Navarro una
manifestación política?
El bastonazo a Navarro se
produjo pocos días después de
que apareciera en la prensa la
moción de algunos congresistas
de subirse la dieta en casi medio
millón de pesos, probablemente
más plata que la que gana
Rocco en un mes. Cuando salta
a la palestra el tema de las platas
que reciben los parlamentarios,
vuelvo a leer una crónica de
Edwards Bello en la que hace
hablar a la estatua del Roto
Chileno en la Plaza Yungay. La
publicó en enero de 1962, y
podría aparecer en el diario de
hoy sin ningún inconveniente.
En ella termina diciendo que
cada vez que baja el peso en la
economía del país, los del
Congreso se doblan la dieta:
"¿Hay alguno de ustedes —
pregunta Edwards Bello— que
crea todavía en el patriotismo de
los representantes del roto en el
Parlamento? No. Es mejor que
siga siendo estatua".
No es totalmente malo que a los
representantes del pueblo les
ocurra a veces lo mismo que al
pueblo al que dicen representar.
Sirve para hacerse una idea más
nítida de las escaramuzas que
ocupan sus vidas cotidianas. Por
mi parte, seguiré más interesado
en los golpes recibidos que no
alcanzan a salir en televisión.
Hay un aforismo de Lichtenberg
que me gusta sacar a colación
en estos casos: "Ya se ha escrito
demasiado acerca de los
primeros hombres, ya es hora de
que intentemos escribir acerca
de los últimos".

Sábado 15 de Septiembre de
2007
Jota Eme
Cualquier reunión donde
hubiera más de cinco o diez
personas y en la que estuviera
presente Julio Martínez, Jota
Eme, tenía que terminar con el
infaltable discurso de cierre
improvisado por el mejor orador
chileno de los últimos años. Se
tratara de una premiación de
deportistas, una fiesta
aniversario o la presentación de
un libro, si estaba Julio
Martínez entre los asistentes no
cabía otra manera de acabar la
jornada que no fuera
escuchando sus palabras, casi
siempre emocionadas.
Cierto día de fines de los años
ochenta, en el bar del
restaurante El Parrón, Edgardo
Marín, entonces compañero de
trabajo de Julio Martínez en
Radio Minería, presentó un libro
sobre Colo Colo, y un lote de
deportistas, dirigentes y
periodistas nos hicimos
presentes para tomar y comer
gratis y aprovechar de escuchar
a Julito. Pero el problema fue
que Jota Eme no se veía por
ningún sitio. A medida que
avanzaba el cóctel,
preocupados, nos fuimos
enterando de que Martínez
estaba de vacaciones, creo que
en Miami o en España, no
recuerdo bien. Lo cierto es que
esa noche no llegaría a la cita.
Después de asaltar todas las
bandejas de canapés y
empanaditas y de tomar una
dosis razonable de vino tinto,
nos disponíamos a abandonar El
Parrón cuando Marín tomó la
palabra y vimos cómo un par de
sujetos colocaba sobre una mesa
una pequeña radiocasete. Marín
agradeció a los presentes, contó
cómo iba su nuevo libro y
finalmente explicó que Jota
Eme estaba fuera de Chile, pero
que no había querido ausentarse
de esta celebración, y entonces
apretó el botón play. Lo que
sucedió a continuación no lo he
visto replicado en ningún sitio
del mundo: varias decenas de
parroquianos escuchamos en
silencio y atentamente a una
radiocasete, para después de
diez o quince minutos romper
en un aplauso entusiasta a esta
cinta mágica que nos traía,
desde un lugar remoto, la
inconfundible voz de nuestro
maestro. Aplaudimos largo rato,
construyendo una escena
magnífica y absurda a la vez.
Por esa misma época, la
Academia Chilena de la Lengua
le había entregado una
distinción a Julio Martínez por
su "buen uso del idioma
castellano", y Jota Eme, en una
pieza memorable, agradeció el
premio despachándose un
discurso —improvisado, por
supuesto— que después de
escucharlo decidimos publicar
íntegro en la revista Apsi, donde
entonces yo trabajaba. Lo
pusimos en la sección
"Creación", espacio reservado
para cuentos, poemas y novelas
de novela, en el mismo lugar
donde antes habíamos publicado
Luna caliente, de Mempo
Giardinelli; Aura, de Carlos
Fuentes, y fragmentos de
Gracias por la atención
dispensada, de Erick
Pohlhammer.
La noche del premio, Julio
Martínez habló con "la
acelerada latencia de un corazón
regocijado", así fue como lo
dijo, frase que nos terminó de
convencer de que debíamos
publicar esa pieza de oratoria.
Con Andrés Braithwaite,
entonces editor de Apsi,
gozábamos como chinos los
comentarios habituales de
Martínez en la televisión, y a
cada rato buscábamos el modo
de enchufarlo como fuera en
cualquier crónica. No importaba
el tema, siempre lo citábamos
de la misma manera: "Julio
Martínez, genuino representante
del sentir del chileno medio",
dijo que bla bla bla. Lo que
comentara Martínez servía a
nuestro propósito de festinar el
tema y de paso reconocer en su
verbo el don de la palabra
supuestamente bien dicha.
El tiempo avanza implacable.
Lo veo ahora en una fotografía
de un matutino, sacado en
camillas por los bomberos con
una máscara de oxígeno, medio
asfixiado por el humo de un
incendio en el edificio en que
vive. Dicen que venía saliendo
de una neumonía y que está
ligeramente complicado con un
cáncer a la próstata. Ya no
aparece en televisión ni se
escucha en la radio. Pero los que
disfrutamos a Jota Eme estamos
aún lejos de olvidarlo. "La
acelerada latencia de un corazón
regocijado". Esas frases no se
olvidan, no pueden olvidarse.

Sábado 22 de Septiembre de
2007
Cara de poto
Anoche leí de una patada un
libro de palabras finales y
epitafios célebres. Lo escribió
un español ratón de biblioteca
que se entretuvo coleccionando
frases para el bronce dichas
antes de morir por personajes
tan diversos como el
matemático Arquímedes, el
dramaturgo Ibsen o el actor que
le ponía la voz al chancho Porky
en El conejo de la suerte.
Se trata de un momento estelar.
La muerte te visita, y lo más
probable es que no estés
preparado para despedirte con
elegancia. Según El libro de los
finales, de Albert Angelo, una
de las mejores frases fue
lanzada por Arquímedes de
Siracusa, capturado por los
romanos durante una de las
guerras púnicas, el año 212
antes de Cristo. Arquímedes
estaba en su casa resolviendo un
ejercicio matemático cuando un
soldado entró para asesinarlo.
"¡Espere hasta que haya
solucionado el problema!", le
gritó.
En el cementerio de Racalmuto,
pueblo italiano donde nació y
está enterrado el escritor
Leonardo Sciascia, se puede leer
en su lápida una frase magnífica
que el propio Sciascia dejó
preparada: "Nos acordaremos de
este planeta".
Groucho Marx quiso que su
epitafio fuera "Perdonen que no
me levante", pero en su tumba
sólo consta su nombre y las
fechas de nacimiento y muerte.
Sus deudos no estuvieron de
humor el día en que lo
enterraron. Mel Blanc, en
cambio, el actor que hacía la
voz de Porky en la serie de
dibujos animados Bugs Bunny,
pidió expresamente que su
epitafio en el cementerio fuera
la frase que lo hizo famoso:
"¡Esto es todo, amigos!". Su
voluntad fue cumplida.
Hay frases sorprendentes,
inesperadas. El poeta Vicente
Huidobro estaba moribundo en
su hacienda de Llolleo. De
pronto recuperó un poco la
conciencia, confesó sentir
mucho miedo, miró fijamente a
una amiga que lo acompañaba,
la pintora Henriette Petit, y le
gritó antes de morir (¿o habrá
sido sólo un susurro): "¡Cara de
poto!".
El escritor Goethe le pidió en
voz alta a su discípulo Johann
Peter Eckermann, que estaba
con él en su dormitorio: "Abre
la otra ventana para que entre
más luz". Fueron sus últimas
palabras. El poeta galés Dylan
Thomas pasó borracho parte
importante de su corta vida.
Tomaba como un cosaco. La
muerte lo sorprendió,
ciertamente, ebrio. Dicen que
dijo: "Me he tomado dieciocho
whiskies. Creo que es mi
récord".
Stan Laurel, el flaco de Laurel y
Hardy, no perdió el humor en su
hora final: "Preferiría estar
esquiando", le dijo a la
enfermera. "Oh, señor Laurel,
¿usted esquía?". "No, pero
preferiría estar esquiando que
muriendo".
Es un poco absurdo pensar en
cuáles serán nuestras últimas
palabras. Con suerte tenemos
tiempo y valor para dejar
comprometidos algunos gestos:
que nos entierren, o que nos
hagan cenizas, o que donen
nuestros órganos, o que se
escuche una canción, o que se
lean unos versos, o que hable
fulano, o casi siempre nada de
nada.
No sabemos prácticamente nada
de la vida, y menos de la
muerte. Hay un aforismo de
Pessoa que me gusta mucho: "Si
nuestra mente pudiera
comprender la eternidad o el
infinito, lo sabríamos todo.
Hasta que podamos entender ese
hecho no podemos saber nada".
Aunque no lo queramos, aunque
nos incomode, estamos
rodeados de misterio. A veces
creemos que sabemos algo, pero
la complejidad con que nos
responden los actos humanos de
cada día, los nuestros y los
ajenos, puede acabar
desconsolándonos, o al menos,
confundiéndonos.
Cuando veo a mis colegas
periodistas traduciendo la
actualidad con marcado énfasis,
no dejo de preguntarme cómo lo
hacen. El manual exige actuar
con seguridad: es el requisito
para ser creíble. Es la máscara.
No se usa que un comunicador
social eficaz vacile, dude, a
ratos no tenga nada que decir.
Ahora que trabajo de profesor,
doy fe de las inseguridades que
a uno lo acechan en el momento
de pararse allá adelante a
balbucear unas cuantas
preguntas que casi siempre nos
quedan grandes, ocupados como
estamos en sacar adelante la
tarea de vivir.

Sábado 29 de Septiembre de
2007
Fuente de soda
La víspera del fin de semana
largo del 18, a la hora de
almuerzo, subí por Bilbao sin
rumbo fijo y pude oler el clima
festivo que empezaba a
respirarse en la ciudad. Ese
viernes sólo los desdichados
tendrían que trabajar durante la
tarde. El prolongado feriado de
cinco días que viviríamos a
contar del sábado se anunciaba
en pequeños detalles: una
parrilla humeante en una
vulcanización, la cervecería
frente al Jumbo repletísima de
parroquianos, la fuente de soda
de mi barrio tentándome con sus
chacareros en frica.
Yo tampoco tenía nada que
hacer, salvo leer la nueva novela
de Alejandro Zambra que
acababa de comprar, La vida
secreta de los árboles. Casi no
había mesa disponible en mi
fuente de soda. Santiago estaba
volcado a la calle agitando los
billetes del aguinaldo como si
fueran pañuelo cuequero.
Encontré un espacio al fondo,
muy cerca de la cocina, después
de esquivar las mesas de la
terraza llenas de oficinistas
apurando cervezas, botellas de
tinto, pollos asados, sándwiches,
completos.
Me gustan las fuentes de soda.
Desde siempre, desde cabro
chico. Tienen un embrujo
especial. Me gusta la expresión
relajada que se respira en sus
mesas carentes de toda
pretensión. A diferencia de los
restaurantes, más propensos a
camuflar nuestro lado salvaje,
las fuentes de soda exponen la
vida sin mayores complejos. Las
que más me gustan son aquellas
en donde no hay televisor ni
música estridente. Sólo el
bullicio natural de la gente que
habla y habla, traga y traga, y a
ratos no hace nada y mira por la
ventana cuando hay ventanas.
Carlos León decía que había
voces de bar y voces de café, y
que la suya, por supuesto, era
una voz de café, porque bebía
poco y hablaba a media voz:
"En los bares, el ruido de
cachos, las risas estentóreas de
los parroquianos y hasta algunas
cantatas surgidas de broncas
gargantas exigen voz de mando
y oídos recios".
Leí la primera mitad de la
novela de Zambra sin mayores
distracciones, acompañado de
sorbos regulares de un schop
bien helado. En la mesa vecina,
una pareja y su hija de unos tres
años almorzaban carne con
papas fritas. Lo que más parecía
preocuparles a los padres era
que la niñita —que se paraba a
cada rato de la mesa— no
saliera a la calle. Estaban en eso
cuando la mujer, joven y guapa,
le preguntó al hombre si la
acompañaba a buscar no sé qué
a la casa de fulanita. "No", le
contestó él secamente. Ella trató
de convencerlo, pero él, que no
parecía hecho para ella, que
además tenía naturalmente cara
de pocos amigos y casi la
doblaba en edad, se mantuvo en
su posición y remató: "¿Estás
loca?".
Se acabó la fiesta dieciochera en
esa mesa. El ambiente entre los
dos pasó a cortarse con cuchillo.
Pedí un segundo schop y traté
de concentrarme nuevamente en
la novela de Zambra, en la
historia de Julián que espera
durante la noche el regreso a
casa de su pareja, Verónica,
mamá de Daniela, la niña a la
que Julián hace dormir
contándole cuentos de la vida
privada de los árboles.
Pero el silencio metálico de la
mesa vecina me vencía. El
hombre pidió la cuenta haciendo
un gesto con la mano y ella le
disparó en su cara: "De ahora en
adelante, me preocuparé de mí y
de mi hija, y de nadie más. Esta
es mi nueva vida". La mujer, sin
perder un ápice de su belleza,
tomó a la niña en brazos y se
fue, sola, sin él.
Volví al libro, a sus últimas
páginas. El novelista había
escrito al comienzo que le
pondría punto final a la novela
cuando regresara Verónica o
cuando él estuviera seguro de
que ella no volvería. La otra
novela se estaba escribiendo en
la fuente de soda, y nadie sabría
dónde terminarla. Ella se fue
caminando. Él se fue en auto.
Ella se fue con su hija. Él
aceleró fuerte por Tomás Moro,
seguramente sin rumbo.
¿Dormirían juntos esa noche?
¿Regresaría Verónica a la casa
con Julián?

Sábado 6 de Octubre de 2007


Crónica roja
Todos los seres humanos
llevamos adentro el gen de la
maldad. Para qué venimos con
cuentos. Lo que sucede es que
en general eso que llamamos
buena educación intenta
arrinconarlo, reducirlo,
anestesiarlo hasta donde sea
posible para que no haga daño
ni nos autodestruya. Habría que
considerarse victorioso en el
tema cuando nuestro demonio
aflora en dosis bajas, que no
alcanzan a poner en riesgo la
integridad física del vecino o la
propia. Hay un verso de Nicanor
Parra en su Epitafio que nos
resume a todos, sin distinción:
"¡Un embutido de ángel y
bestia!".
De eso se trata por lo demás la
convivencia ideal en una
sociedad moderna
supuestamente pacífica: ejercer
la tolerancia, bajarle el tono al
hombre salvaje que nos ocupa,
dejar que el del lado haga uso de
sus derechos, siempre que a
cambio no te paguen con abuso
y te pasen por encima con una
aplanadora.
El problema es que la fórmula
sigue siendo imperfecta, por
supuesto. Está hecha por
nosotros mismos, que junto con
la maldad inventamos la trampa.
Cada mañana la crónica roja en
Chile y el mundo nos sorprende
con una nueva historia. A un
muchacho lo despacharon el
otro día para robarle un teléfono
celular. A otros los han
liquidado antes para quitarle una
bicicleta, un billete o un
cigarrillo. Un chino bien vestido
mata a su mujer, deja botada a
su hija en un aeropuerto de
Australia y se fuga. Hay
violencia intrafamiliar a cada
rato en el barrio alto, en las
casas de clase media, en las
poblaciones.
Nada nuevo bajo el sol. La gran
diferencia es que ahora existen
más armas sin control y todo se
transmite por televisión, y se
repite en cámara lenta, y hay
televisores encendidos en
cualquier parte: desde el living
de tu casa hasta el bar de la
esquina, desde la estación de
metro hasta la peluquería del
barrio.
Antes la gente leía en el diario
la crónica roja para devorar los
detalles más escabrosos del
crimen de moda. El otro día mi
papá recordaba el asesinato de
Alicia Bon, una muchachita de
la calle Franklin muerta de un
balazo en 1944, en lo que
entonces era un sector apartado
de Santiago, Pedreros, donde
ahora está el estadio de Colo
Colo. De lo que más se
acordaba mi viejo era que el
diario Las Noticias Gráficas
empezó a venderse como pan
caliente gracias al crimen de
Alicia Bon, que entonces tenía
sólo 17 años. El primer
sospechoso fue el médico Guy
Pelissier, a la sazón algo así
como su novio, un hombre de
31 años que conducía el
Chevrolet del 39 dentro del cual
la chica recibió el disparo.
Pellisier alegó inocencia, dijo
haber sido asaltado cuando ellos
conversaban esa noche de
domingo dentro del auto
estacionado, pero al comienzo
nadie le creyó, ni siquiera la
familia de Alicia Bon. En la
prensa lo llamaban "monstruo",
"doctor asesino". Las
escaramuzas del caso fueron un
deleite para los santiaguinos.
Afortunadamente para Pelissier,
pronto pudo comprobarse que el
homicidio había sido
responsabilidad de dos
campesinos con antecedentes
policiales, "El Flaco" y "El
Loco", que habían llegado a
cogotearlos. La gente hacía fila
en el centro para comprar cada
nuevo día la edición fresca de
Las Noticias Gráficas. El
reportero gráfico José Pichanga
Muga, de la revista Vea, llegó al
extremo de montar guardia
durante varios días escondido en
unos matorrales cercanos al
lugar donde mataron a Alicia
Bon, para tener la exclusiva de
cuando se hiciera la
reconstrucción del crimen.
Cuando finalmente se hizo, para
darle mayor realismo a la
escena, los detectives obligaron
al criminal a disparar en serio, y
fue en ese momento cuando
Muga salió de su escondite con
los brazos en alto y su cámara
Leica diciendo "no disparen,
aquí hay gente".
Pellisier, que después se supo
resistió el asalto y por eso
provocó la reacción de los
cogoteros, jamás pudo zafar del
estigma de haber sido sindicado
como culpable del crimen.
Murió en 1988, y de su muerte
apenas se escribió un par de
líneas.

Sábado 13 de Octubre de 2007


Ovejas descarriadas
Leo en la prensa sobre la
reciente expulsión de la iglesia
católica del cura Domingo
Faúndez, ex párroco de Pelluco,
allá cerca de Puerto Montt,
donde empieza la Carretera
Austral. Hace años que lo tenían
en la mira y lo llamaban al
orden, pero Faúndez resistía y
enfundado en su sotana negra
continuaba adelante con
entusiasmo la misión pastoral a
que ha consagrado buena parte
de su vida. Un reciente decreto
del Papa quiso ser la lápida en
su carrera sacerdotal, pero a
estas alturas del partido
Faúndez, que tiene 53 años, no
está para acatar sanciones que
considera injustas, ilegítimas y
contrarias al espíritu cristiano.
"Antes de verme arrepentido
tendrán que matarme", dijo a
viva voz. Y remató: "Menos mal
que no estamos en la Edad
Media, o si no me queman
vivo".
Revisar la historia de fray
Domingo Faúndez es como
viajar en el tiempo. Alguna vez,
en Chile, en los años cincuenta,
expulsaron de la iglesia con
bombos y platillos al cura
Catapilco, también por rebelde.
Catapilco, que se llamaba
Antonio Zamorano, era de
armas tomar. Una vez dijo, a
propósito de la castidad, que a él
en el Seminario no le habían
hecho ninguna intervención
quirúrgica, y que bajo la sotana
era un hombre como cualquier
otro. Separado de la iglesia,
Zamorano se hizo personaje
nacional, primero como
diputado del frente de izquierda
y después como candidato
presidencial en 1958, cuando
arriba de un caballo recorrió
Chile, sacó más de cuarenta mil
votos y dejó con los crespos
hechos a Salvador Allende.
Los curas botados a choro
suelen caer bien entre sus fieles
más sencillos y menos apegados
a las formas. A fines de los años
setenta, en Iquique, el nuevo
obispo de la ciudad recurrió a
los pacos para sacar de la casa
parroquial del barrio El Morro
al cura Domingo Soto, porque
ya no soportaba que el sacerdote
viviera allí con mujer e hijos y
no se retirara de la iglesia. En el
caso de Soto, su gran pecado a
ojos de la jerarquía era ejercer
como cura y tener una familia
como Dios manda, a pesar de lo
cual era sumamente querido por
buena parte de los vecinos de El
Morro. "¿Sabe, Doris?", le decía
Soto a su mujer cuando recién la
estaba seduciendo, "muchos
curitas tienen mujeres, lo que
pasa es que lo hacen a
escondidas".
Esto, que mueve a risa pícara,
no debiera sorprender a nadie.
Está a la vista la gran cantidad
de sacerdotes que abandonan el
barco porque prefieren mantener
una relación de pareja sin tener
que ocultarla, para no hablar de
los casos de abusos sexuales en
que han estado involucrados
curas en todo el mundo, y donde
la represión sexual sin duda
juega también un papel
determinante.
En el caso de fray Domingo
Faúndez, no ha sido el celibato
el eje de la discordia con la
jerarquía. El propio Faúndez,
que es sumamente transparente
en sus declaraciones, ha dicho
que se ha pegado sus "buenos
atracones", pero que al final las
mujeres se decepcionan.
También ha confesado, en su
ingenuidad, haber oficiado misa
alguna vez "con la caña", pero
que hace dos años que no toma.
Esos son detalles, dice él. Pelos
de la cola. Lo que en verdad ha
molestado y molesta de Faúndez
a la jerarquía es que hable de "la
riqueza inmoral del Vaticano",
de "cómo se lucra con los
santos", de "cómo se aburguesa
la iglesia y se aleja del pueblo".
Un periodista de Las Ultimas
Noticias lo fue a ver hace un par
de semanas a su casa en Piedra
Azul, cerca de Pelluco, y le
preguntó qué le diría hoy al
Papa. Faúndez le contestó: "Que
abra las ventanas del Vaticano
para que entre airecito fresco. Y
nada más. No le pediría nada".
Lo escuché también cuando
habló en una entrevista con la
radio Cooperativa, y al final el
cura Faúndez, sureño de tomo y
lomo, choreado de que lo
trataran como a un gran
pecador, dijo: "La papa está
pelada, y no queda otra que
seguir adelante. Di la vida por
Cristo, y la daré hasta el final".
Por alguna razón que
seguramente muchos católicos
no comparten, no sólo me
divirtió escuchar al cura.
También me emocionó. Hablaba
con una inocencia y una
convicción cristiana infrecuente
en estos tiempos.

Sábado 20 de Octubre de 2007


Una ligera niebla
Me senté en mi escritorio el
lunes pasado y esperé a que
dieran las tres de la tarde.
Entonces puse un disco de
Johnny Cash y durante largo
rato no hice otra cosa que
escuchar la voz aguardentosa y
avejentada de este ídolo de la
música norteamericana de los
años cincuenta y sesenta,
contemporáneo de Elvis y de
Jerry Lee Lewis. Escuchar los
últimos discos grabados por
Johnny Cash, sobre todo la
canción "Solitary man" de Neil
Diamond, fue la manera que
encontré de estar a la distancia
con mi amigo Nibaldo en el
mismo momento en que en
Concepción él enterraba a su
padre. A esa hora, las tres de la
tarde, había empezado la misa
con que se despedía al viejo
Mosciatti en el sur.
Comprobar que ya está muerto
se siente distinto a como te
habías imaginado antes que
sería; no sé si peor, pero sí
distinto, alcanzó a decirme por
teléfono la noche previa al
funeral.
Conocí al viejo Mosciatti en
Concepción para las Fiestas
Patrias de 1980. Recién
habíamos entrado a la
universidad y ese fin de semana
largo viajé invitado por Nibaldo
a su casa familiar. Creo que
llegamos un jueves en la noche.
Uno de sus hermanos nos fue a
buscar al terminal de buses y
nos llevó derecho a la radio Bío-
Bío, en el centro de la ciudad,
donde nos cruzamos
rápidamente con Nibaldo papá,
dueño de la radio y del café de
la céntrica galería donde hasta
hoy están las oficinas de la
emisora. El hombre me saludó
muy serio y de inmediato me
invitó una taza de café italiano.
Tímido, le dije no, gracias, y él
contraatacó con voz baja pero
muy clara, mirándome fijo: "A
mí nadie me rechaza un café".
Era como en las películas de la
mafia. Me tomó del brazo, pidió
dos espressos, y así empecé a
conocerlo.
Tenía una personalidad fuerte, y
no la ocultaba. Era histriónico,
teatral, irónico. Tampoco
necesitaba subir la voz. No creo
que gritara nunca. Le gustaba
envolverte con sobremesas
largas en su parcela en las
afueras de Concepción, en las
que él llevaba la voz cantante y
los demás escuchábamos,
asentíamos o reíamos
cómplices.
Cada vez que quería hacernos
reír a carcajadas, Nibaldo nos
contaba en la universidad un
episodio de infancia en su
familia: a uno de sus hermanos
lo molestaban en el colegio por
su pelo crespo, motudo, y él
alguna vez se quejó en casa.
Entonces Nibaldo papá le pasó a
este cabro chico una manopla de
fierro y le dijo claramente que al
próximo que lo molestara, lo
golpeara fuerte con ella: "Te
aseguro que será la última vez
que lo hagan. Y si tu profesora
te dice algo, le aclaras que yo te
dije que lo hicieras". No
recuerdo bien si el pequeño
Mosciatti tuvo necesidad o no
de usar la manopla, pero a su
hijo no volvieron a molestarlo.
Que se muera tu viejo te tiene
que llenar de recuerdos que
después costará sacarse de
encima. Uno de los relatos más
impresionantes sobre la muerte
de un padre se lo leí a Elias
Canetti en La lengua absuelta.
Tenía apenas siete años cuando
se murió su papá de un ataque
fulminante al corazón. Canetti
alcanzó a verlo tendido en la
sala, completamente blanco y
echando espuma por la boca.
Rápidamente sacaron de allí al
niño y se lo llevaron donde el
hijo de un vecino, para
distraerlo. Al rato Elias se puso
a jugar en el jardín a abrazar a
un árbol y subirse arriba de él,
cuando su madre lo interrumpió
para gritarle "¡Hijo mío, juegas
y tu padre está muerto!, ¡juegas,
juegas y tu padre está muerto!".
No le ocultaron el entierro a
Canetti, pero le impidieron
asistir. Como mucho lo dejaron
mirar por la ventana el cortejo
fúnebre: "Les creí, sin reparar
en la lejanía. Cuando llegó el
momento me asomé tanto por la
ventana del cuarto de los niños
que me tuvieron que sujetar
desde dentro. Me esforcé en
mirar, pero no vi nada.
Finalmente, en la dirección
indicada, divisé una ligera
niebla. Aquello es, decían,
aquello es. Yo estaba tan
agotado tras la larga batalla que
me di por satisfecho".
La muerte de tu padre, tu padre
muerto: una ligera niebla que se
posa para siempre en tu
memoria. No es una mala
manera de recordarlo. Peor es el
vacío.

Sábado 27 de Octubre de 2007


Filebo
Un amigo, editor de la página
cultural de Las Últimas
Noticias, me escribe el
miércoles temprano en la
mañana: "Acaba de morirse
Filebo, mira qué pena. Se murió
bien: de repente, leyendo un
libro". Al otro día leo la noticia
desplegada en la misma página
donde publicaba sus columnas.
Luis Sánchez Latorre, Filebo,
tuvo una muerte soñada y
literaria: leía en cama, de
madrugada, con la lámpara de
lectura encendida, el libro De
los días perdidos, de su amigo
Homero Bascuñán, cuando un
paro cardiorrespiratorio acabó
con su vida sin dolor ni agonía.
Según la crónica del diario,
antes de irse a la cama a leer y a
dormir Filebo había estado con
su amigo periodista Enrique
Ramírez Capello, a quien le
comentó durante la velada su
preocupación por la salud de
Julio Martínez, viejo partner
también de Las Últimas
Noticias: "Encuentro que está
muy gordo", le dijo.
Hace apenas dos semanas, viajé
en taxi al centro con un chofer
que sabe que soy periodista, y
que luego de pasar revista a
cuanto viejo crack del
periodismo chileno se detuvo en
"ese hombre bajo, de bigote,
¿cómo se llama?, uno que
escribía en Las Últimas
Noticias, uno que yo creo que
está muerto porque era bastante
viejo". Imaginé que hablaba de
Sánchez Latorre y se lo nombré,
pero le aclaré que estaba vivo,
era Premio Nacional, tenía cerca
de ochenta años y uno podía
leer todos los sábados su
columna "Pasando y pasando".
"Sí", dijo, "de él le estoy
hablando, vivía cerca suyo; no
sé si seguirá donde mismo, ahí
por Martín Alonso Pinzón, pero
lo llevé muchas veces al diario".
Viejo zorro y previsor, Sánchez
Latorre dejó cuatro columnas
escritas que lo sobrevivirán en
las próximas semanas, y que al
leerlas sabremos que fueron sus
últimas columnas pergeñadas en
vida. Las escribía a mano y
luego su hija María Eliana las
transcribía y las enviaba por
mail. Hasta no mucho tiempo
atrás, escribía sus columnas a
máquina y las despachaba por
correo certificado: "No se
equivocaba nunca, era un
periodista de la vieja escuela de
la Underwood y el golpe seguro,
fuerte sobre la tecla".
De las últimas columnas que
escribió en vida, hay una que
me quedó grabada: Filebo se
quejaba amarga y lúcidamente
del escaso espacio e interés que
despiertan el arte y la cultura en
los medios de comunicación de
hoy. Busco su crónica y cito su
último párrafo, lleno de orgullo
por el oficio al que dedicó su
vida: "El escritor, en estos años
penosos, ha seguido siendo
símbolo de la palabra. No ha
mentido. No se ha dejado
engañar por la exigencia
colectiva, porque no ha perdido
jamás su virtud crítica. De ahí el
arrinconamiento a que lo somete
el imperativo categórico de las
masas".
Extrañaré sus crónicas. Esas
referencias que hacía a menudo
a escritores chilenos de segunda
y tercera fila, que sabía rescatar
con memoria elegante, humor y
anécdotas justas. Recordaba con
igual entusiasmo al poeta
Enrique Lihn, al filósofo Jorge
Millas, al periodista deportivo
Renato González, Míster Huifa,
que según él se distinguía "por
una cualidad rara en el
periodismo de nuestro tiempo:
escribía".
El libro que leía la noche en que
murió, el de Homero Bascuñán,
que en verdad se llamaba
Humberto Cortés, contenía
probablemente una notable
historia narrada una vez por
Ramírez Capello, que podría
apostar la escuchó de boca de
Luis Sánchez Latorre. A lo
mejor la volvieron a recordar
esa noche, antes del último
respiro. Bascuñán había crecido
en la pampa salitrera, y un buen
día le preguntó a su profesor:
"¿Cuál es el plural de la palabra
crisis?". El profesor no supo qué
responder, quedó de consultar
un libro en la noche y traerle la
respuesta al día siguiente.
Contestó el profesor al otro día:
"El plural de crisis es crisisis.
Pero no se usa crisisis porque la
única crisis que se conoce hasta
ahora es ésta, la del salitre".
Homero Bascuñán no volvió
más a la escuela, se hizo a
pulso, y Filebo murió en paz, de
madrugada, con un libro suyo
en sus manos.

Sábado 3 de Noviembre de 2007


Miércoles inolvidable
Nos citamos el miércoles a las
tres de la tarde en un café del
centro, en José Miguel de la
Barra, donde sirven un buen
brebaje entre maderas nobles.
No nos veíamos hacía muchos
años. La divisé por la ventana
del café llegar un poco atrasada.
Me impactó su nuevo look:
delgada, muy delgada para la
imagen que siempre tuve de
ella. No sabía que se hubiera
corcheteado el estómago o
embarcado en alguna dieta
implacable. Macarena se hacía
notar por su estampa, antes y
ahora. Se sentó a la mesa, pidió
un cortado, y mencionó de
inmediato la operación: "Peso
cincuenta kilos menos. No sé si
me reconociste cuando me viste
parada allá afuera".
Sus lentes, su corte de pelo eran
similares a los que usaba cuando
la iba a ver los sábados en la
mañana a la librería de sus
padres, "El Bookstore de La
Reina", que como tantas
librerías de barrio debió bajar la
cortina para no seguir
acumulando deudas.
Macarena quiere saber cómo es
mi nueva vida de independiente.
Ella sueña con vivir cerca de la
literatura. Mientras tanto, da
clases de inglés. Parte del
encanto de volver a
encontrarnos es hacerlo a una
hora en que los demás trabajan.
Le explico los fundamentos de
mi nueva obsesión: no quiero
volver a emplearme nunca más,
le digo. Una frase rimbombante
para dejarla estampada en la
muralla de mi escritorio, como
una plegaria.
Me escucho hablar y sueno a
jubilado del periodismo a los 45
años empezando un nuevo
oficio. Parece que de eso se trata
este ciclo: atreverme. Uf:
parezco libro de autoayuda.
¿Habrá palabras menos
majaderas para referir esto que
trato de contar en estas líneas?
En el último verano escribí
cuatro crónicas consecutivas
sobre el ocio, y ahora pienso
que fue la manera inconsciente
de empezar con este plan que
me tiene un miércoles a las
cuatro y media de la tarde
convertido en un ciudadano
entusiasmado con apenas una
Coca light sobre la mesa y el
privilegio de haber releído en la
mañana a Onetti: "Hay un solo
camino. El que hubo siempre.
Que el creador de verdad tenga
la fuerza de vivir solitario y
mire dentro suyo. Que
comprenda que no tenemos
huellas para seguir, que el
camino habrá de hacérselo cada
uno, tenaz y alegremente,
cortando la sombra del monte y
los arbustos enanos".
Le muestro a Macarena mi
nueva adquisición, Ser escritor,
de Abelardo Castillo, donde
aparece citado Sartre: "He
escrito, he vivido; no hay nada
que lamentar". Ella me dice que
lea El regreso, de un canadiense
que no conozco: Alistair
Macleod: historias mínimas de
personajes comunes, como te
gustan a ti. Llegan al café
Patricio y su amigo Matías, un
escritor joven chileno que se
radicó en Buenos Aires y no
tiene ninguna prisa en hacerse
cargo de su oficio. Simplemente
quiere leer y escribir sin
apremios, solo, en un
departamento del barrio San
Telmo. Nos despedimos con
Macarena, porque a un cuarto
para las cinco la cita es con
Patricio y con Matías. Ahora
hablamos de fútbol, de libros, de
cine; del Peineta Garcés, el
Clavo Godoy y el pelado
protagonista de la magnífica
película alemana La vida de los
otros.
Patricio narra divertidamente un
asado bien regado que tuvieron
hace poco en la Corporación de
Asistencia Judicial de La
Pintana, donde está haciendo
práctica de abogado. La fiesta
fue subiendo de tono y acabó
con la jauría pidiendo a gritos
besos entre empleados y
registrándolos sin censura con
las cámaras fotográficas de los
teléfonos celulares. Un par de
días después del asado, alguien
se robó seis mil pesos de uno de
los cajones de la oficina en la
Corporación, y ahora todos
desconfían de todos. Mientras
continuamos la charla, me
detengo un momento a pensar
que este miércoles es en algún
sentido un día inolvidable, y me
dan ganas de llamar a mi mujer
para contarle, pero no sé qué
decirle. Por eso escribo esta
crónica: para fijar sobre el papel
fragmentos fugaces de un
miércoles que no volverá.
Sábado 10 de Noviembre de
2007
El almacén de Metuaze
Leer y volver a leer a Felisberto
Hernández es un privilegio. Me
acompaña una frase suya escrita
en los primeros párrafos de su
hermosa novela corta Por los
tiempos de Clemente Colling:
"Pero no creo que solamente
deba escribir lo que sé, sino
también lo otro".
Felisberto era pianista, y se
ganaba la vida dando conciertos.
En su juventud, incluso llegó a
tocar piano en salas de cine de
Montevideo para acompañar la
exhibición de películas mudas.
Por los tiempos de Clemente
Colling es un viaje a la infancia
donde el autor revuelve los
recuerdos y narra la historia de
su familia cuando niño y de este
profesor de piano, ciego, sucio y
solitario, que le enseñó armonía
y lo marcó para siempre. Leer a
Felisberto me hace viajar a mis
calles infantiles, en la frontera
entre Ñuñoa y La Reina.
Viví veinte años en Avenida
Ossa con San Vicente de Paul, a
pasos de una de las escuelas de
ciegos que hay en Santiago.
Desde muy chico tuve la visión
de alumnos que deambulaban
por el barrio con sus ojos
extraños, en algunos casos
cubiertos con lentes oscuros,
alumnos que acompañados de
su bastón tanteaban el terreno y
avanzaban lento por Avenida
Ossa. A veces los veía parados
en la esquina, sin atreverse a
cruzar la calle, en tiempos en
que todavía no ponían semáforo.
En esos casos, uno podía
incluso vencer la timidez y
acercarse al ciego de turno,
tomarlo del brazo y atravesar
con él hasta dejarlo a resguardo
en la otra vereda, donde ya
podrían enfilar seguros por calle
Pucará rumbo a la escuela o
esperar micro en el paradero.
De esos años rescato imágenes
invencibles en el recuerdo,
como la impresión que tuve la
tarde en que me robaron mi
bicicleta azul aro 20 y
neumáticos gruesos, que ni
siquiera era mía sino de mi
abuela, cuando fui a comprar y
la dejé apoyada sobre uno de los
muros del almacén de Metuaze,
en la esquina de Echeñique y
Avenida Ossa donde ahora hay
una estación de metro. Entré a
comprar cualquier tontería, un
helado o un kilo de azúcar que
me hubiesen encargado, y al
salir vi en el muro el reflejo
inequívoco de la maldad y la
desolación. ¿Cómo le decía a mi
abuela, que vivía en la casa
vecina a la nuestra, que me
habían robado la bicicleta?
Nunca conté del robo ni supe
después si ella alguna vez
reparó en la pérdida. Lo que sí
sabía era que yo debía guardar
silencio para evitar el reto y
algún eventual castigo. Tenía,
como mucho, diez años de edad,
y era primera vez que me
robaban.
En ese mismo trayecto de la
casa al almacén de Metuaze, por
la vereda oriente de Avenida
Ossa, entre San Vicente de Paul
y Echeñique, vi cómo una vez
un tipo joven, mal agestado y
mal vestido que venía junto a
otros sujetos le arrojó a mi
hermano mayor un insulto y un
escupo porque sí, sin ningún
motivo, cuando íbamos los dos
caminando a la esquina,
probablemente a comprar una
pelota de plástico al bazar que
quedaba en la otra cuadra. Mi
hermano, que entonces tendría
catorce o quince años, no dijo
una palabra, creo que ni siquiera
se dio vuelta para seguirlo con
la mirada; sólo apuramos un
poco el paso, creo. ¿Recordará
mi hermano ese episodio? ¿Lo
marcó a él tanto como a mí, que
treinta y cinco años más tarde
vuelvo a ver la escena,
desfigurada en parte por el
tiempo, como una película muda
que sucede en cámara rápida, y
a la que trato de recordar en
cámara lenta para desentrañar
por qué seguimos de largo, por
qué la impunidad del insulto y
la agresión?
Revolver los recuerdos, escribe
Felisberto Hernández, es a veces
un ejercicio sorprendente:
"Todas las noches, antes de
dormirme tengo no sólo
curiosidad por saber cómo será
la mañana siguiente, sino cómo
veré o cómo serán los recuerdos
de aquellos tiempos".
El almacén de Metuaze
desapareció de la faz de la
Tierra. Se llevó junto a él
cientos de historias y también a
sus dueños. Esa misma esquina
es hoy un sitio de tránsito,
donde casi nadie se detiene,
salvo a veces parejas de
escolares enamorados que se
abrazan y se besan antes de
continuar su camino. La escuela
de ciegos del barrio, creo, está
intacta.
Sábado 17 de Noviembre de
2007
La poderosa muerte
Más de una vez me han dicho
que pienso demasiado en la
muerte. No ha faltado incluso en
estos años el lector atento que
me ha hecho ver, con algún dejo
de preocupación, la alta
frecuencia con que ella se deja
caer sobre mis escritos. Tienen
razón. No logro el modo de
esquivarla. Creo que jamás
terminaré de elaborar, como
dicen remilgadamente los
sicólogos y siquiatras, un asunto
tan complejo, tan determinante,
tan misterioso, tan feroz e
inevitable como la Parca.
Esta fijación no es algo que se
imposte o que uno se proponga:
simplemente sucede, está ahí, y
no hay manera de hacerse el
tarado. Un día te instalan en un
rincón del mundo, vivo y
coleando, y ya pronto adivinas
que esa condición es pasajera,
que el tiempo avanza, y que en
algún sitio que no puedes
prever, en algún momento que
no puedes sospechar, te espera
la Pelada, La Huesuda, la Sin
Dientes, como nos gusta
también llamar a la Chupona
para no que no se crea
demasiado importante. Y antes
que te prepares para enfrentarla
como un valiente, la Calva te
hace cosquillas visitando a un
amigo, a un vecino, a un
pariente, para que jamás te
olvides que ella siempre está
invitada a la mesa.
Es verdad, pienso en ella, pero
creo que ahora soy un niño de
pecho en la materia comparado
con mis veinte años de edad.
Ahí sí que no me despegaba de
la Cabezona. En esos tiempos
de estudiante universitario, por
ejemplo, llegué incluso un
semestre entero a trabajar con
un amigo en un diaporama
delirante: recorríamos iglesias y
cementerios a la caza de
velatorios y entierros. Íbamos de
intrusos a Doñihue, a Rancagua,
a Playa Ancha, al Cementerio
General a registrar con ojo de
lince llantos ajenos
desgarradores, tenidas de luto,
ataúdes, carrozas, tumbas
curiosas y derruidas. Me
acuerdo que los deudos nos
miraban raro, a veces feo, gente
a la que nunca nos presentamos
para evitar que nos echaran con
viento fresco del lugar.
Simplemente metíamos nuestras
narices y nuestras cámaras en el
medio de sus ceremonias
fúnebres, y después a esas
imágenes les poníamos música
de Los Jaivas en Alturas de
Machu Picchu: La poderosa
muerte era nuestro tema
preferido, con su explosión
final.
No mucho después del
diaporama, a mediados de los
ochenta, le pregunté una vez al
escritor Ariel Dorfmann por su
colega Carlos Droguett, que
vivía fuera de Chile, igual que
él, y de quien había leído yo una
novela que me encantó, Todas
esas muertes, sobre el asesino
de Valparaíso Emilio Dubois.
Dorfmann me contestó, medio
enojado, con una filípica
militante que hoy me da risa
reproducir: "Carlos Droguett
andaba obsesionado con la
muerte cuando Chile era un país
pacífico, y ahora que en Chile la
muerte campea a sus anchas,
anda preocupado de cualquier
tontera". No le contesté nada en
ese momento, sorprendido por
su mala onda, pero ahora me
gustaría decirle que la Pálida,
para su información, no es un
tema que se ponga de moda o
sobre el cual haya que escribir
sólo cuando gobiernan las
dictaduras.
No es que en realidad haya que
escribir sobre la muerte o sobre
algo en particular. Los temas no
los propone uno: se te aparecen,
y tú ves si te atreves o no a ir
hasta el final con ellos. Ese es el
gran problema de tantos
escritores misioneros: se creen
portadores de una tarea esencial,
trascendente, pequeños dioses
iluminados que no reparan en
que la Jodida, la Novia Infiel, la
Apestosa, la Fregada, la Fría, la
Triste es un monstruo de mil
cabezas que también se lleva a
los libros, las palabras, el
lenguaje de los vivos. Frente a
la Cruel, lo mejor que nos queda
no es combatirla, sino
simplemente espantarla
mientras descubrimos la manera
de que no invada la cancha en la
mitad del partido que nos toca
jugar.

Sábado 24 de Noviembre de
2007
Matrimonio civil
El otro día fui a un matrimonio
notable, perfecto, inolvidable: se
casaban dos buenos amigos, de
los mejores que tengo y he
tenido. Se casaban por el civil
en la misma casa donde viven
juntos hace un par de años, un
bungalow tranquilo en La Reina
en el que un limón robusto y
bien cargado corona el patio.
Fue ese patio, donde cabe
perfectamente una mesa de
ping—pong, el sitio en el que
nos reunimos al mediodía los
cerca de cuarenta invitados para
escuchar, antes que nada, el
magnífico sermón de la jueza.
Fue un matrimonio sin
estridencias. Tal como les gusta
a ellos y probablemente a
muchos de los que fuimos allí.
Sin la cada vez más ridícula
exigencia de ir excesivamente
producidos, como si se tratara
de una fiesta de disfraces. La
idea en este caso era que los
novios, los verdaderos
protagonistas de esta historia,
marcaran la nota diferente con
la dosis justa de elegancia que
supone la ocasión. Él, luciendo
una chaqueta sencilla y una
corbata alegre; ella, un vestido
negro simple, con zapatos de
color vivo. Nosotros, los
invitados, sus compañeros de
ruta, sus amigos, su familia, la
gente de carne y hueso con
quienes quisieron compartir este
momento, no teníamos que
llamar la atención de nadie.
Simplemente debíamos estar
ahí, y ser testigos. Nada de
invitar al jefe por obligación y a
la tía no sé cuánto por
protocolo. ¡Al diablo el
protocolo! ¡Qué vals ni ocho
cuartos! Los novios, esta vez,
bailaron un lento de Elvis
Presley que nos encantó
escuchar y ver, y que a ellos los
entusiasmó más todavía, si casi
se desnudaban con la mirada.
Pero antes del baile fue la
performance de la jueza. Apenas
comenzó a hablar, a las doce y
media en punto, y escuchamos
lo del contrato solemne y toda la
martingala que sigue, lamenté
no tener una grabadora que
registrara el lenguaje florido y
extraordinariamente modulado
de la funcionaria. Su nombre
debió quedar registrado en la
libreta, pero no me animo a
llamar a los recién casados,
interrumpir sus pocos días de
vacaciones, para preguntarles
cómo se llama ella. Lo que
importa, en verdad, no es eso,
sino los énfasis que marcaba
con las manos, cómo subía el
tono cuando utilizaba el adjetivo
preciso. Me quedaron grabados
dos de sus versos: el in—con—
men—su—ra—ble amooooor, y
la ob—via fidelidaaaaad.
Conteníamos a medias la risa, y
la jueza también se reía,
consciente de que es una actriz
de primera que se gana con
creces su sueldo presidiendo la
ceremonia y agregándoles a las
frases hechas sus propias
pinceladas de romanticismo,
como las llama ella misma, con
las que se propone asegurar que
el matrimonio de los que tiene
al frente sea para toda la vida.
Un matrimonio perfecto, dije,
bien regado desde el comienzo,
con pisco sour, champaña,
cerveza helada, vino, ron y un
whisky escocés que exhibe la
mejor relación precio—calidad
del mercado.
En mi caso, estuve hasta las diez
de la noche, cuando ya
quedábamos pocos
combatientes en pie. Supe de
otro amigo que permaneció en
el campo de batalla hasta la
medianoche, completando doce
horas ininterrumpidas de
celebración. A la hora de la
despedida, el novio me
acompañó hasta la calle y antes
de subirme al radiotaxi nos
abrazamos. Un poco tocado por
el alcohol quise decirle
nuevamente que lo quiero
mucho, pero no me salieron las
palabras. Lo que sí le dije fue
que debí haber previsto lo de la
jueza, que tendría que haber
grabado la ceremonia para que
ellos la conservaran como un
recuerdo, y él me contestó una
frase que ilumina todavía más
nuestra amistad: "Mejor es que
quede libre en la memoria".
Toda la razón. En mi vida, y
ahora sé que en su vida también,
nuestros mejores momentos no
queremos registrarlos;
simplemente queremos vivirlos,
para después recordarlos y dejar
que la memoria los adorne una y
otra vez, cada día de una forma
distinta, para no gastarlos.

Sábado 1 de Diciembre de 2007


La lengua de las mariposas
Puedo pasarme semanas enteras
sin leer un diario, y no me
impaciento. Es el modo que
escojo para librarme de esa
vorágine de noticias y sucesos
que día a día pueblan tu mente
de nuevos fantasmas con los
cuales no sabes mucho qué
hacer: si dejarles un espacio en
algún rincón de la memoria o
expulsarlos de tu cabeza sin
miramientos. Otras veces leo
durante días consecutivos
mecánicamente, aquí y allá, uno
y otro diario sin que te quede
nada o casi nada: apenas el
rumor de un episodio que no
alcanza a convertirse en el
tiempo ni en el flash de tu
última pesadilla. Pero también
sucede que hay mañanas en que
te acercas al diario con otra
disposición: sin ansiedad, sin
apuro, deteniéndote en alguna
esquina y haciendo relaciones
que hasta hace sólo un momento
ni sospechabas que iban a
formar parte de tu día.
Leo que se ha muerto a los 86
años, parece que de un cáncer,
Fernando Fernán Gómez, aquel
viejo actor español, feo como un
sapo, protagonista de La lengua
de las mariposas y El abuelo,
dos películas entrañables que
quisiera ver nuevamente ahora
mismo. Me entero que Fernán
Gómez dirigió también sus
propias películas, y que publicó
novelas y sus memorias, y que
se despachaba cada tanto unas
columnas en diarios y revistas
que, a juzgar por las citas que
trae hoy el periódico, me habría
encantado seguir en el tiempo.
La frase que más me gustó de
las que reproducen hoy fue una
que escribió en El País Semanal:
"He leído algunos libros, he
interpretado unas cuantas
películas y obras teatrales, he
escrito unos pocos renglones. Y,
al cabo del tiempo, hombre
amante de las tertulias, del
diálogo, de la conversación, he
llegado a la consecuencia, como
muchos otros, como el pintor,
de que mejor estoy callado".
El papel que representa
Fernando Fernán Gómez en La
lengua de las mariposas es el de
un profesor rural, don Gregorio,
que enseña en una pequeña
aldea gallega antes de que
estalle la Guerra Civil Española,
en 1936. El maestro establece
una complicidad especial con
uno de sus alumnos, un
muchacho al que llama Gorrión
y con quien sale en fines de
semana a cazar mariposas de
distintas especies. Don Gregorio
les hace leer en voz alta a los
niños poemas de Antonio
Machado en la sala de clases y
les habla de enseñarles a ser
hombres libres. La tragedia se
desencadena cuando estalla la
guerra civil, y entre los
detenidos se recorta la figura del
profesor, humillado ahora por
los propios habitantes del
pueblo que quieren zafar de la
garra franquista y lo acusan a
viva voz con nuevas palabras
prohibidas en la España de
entonces: "Rojo, traidor, ateo".
Entre los acusadores se
encuentran en primera fila los
padres de Gorrión, con quienes
don Gregorio había construido
algo parecido a una amistad.
Es notable verificar cómo el
miedo a la represión en un
momento histórico, que a la
mayoría casi siempre parece
tomar medio de sorpresa, puede
llevarte a la indignidad más
absoluta y flagrante. En todos
los sitios donde hubo
levantamientos militares o
persecuciones políticas o
raciales, hay un primer gesto —
esperemos que de verdad guiado
por el miedo—, un gesto
primitivo que puede convertirte
sin que te des mucha cuenta en
un sujeto miserable, más
pequeño que nunca. En un
delator, por ejemplo. Ese miedo
a la represión, que es también
miedo a la pobreza, a la
cesantía, al destierro, a la
muerte, te deja más solo que
nunca y vacío de contenido, y
finalmente te hace cómplice.
¿Tendrá todo esto algo que ver
con la idea enunciada por el
propio actor Fernando Fernán
Gómez, que después de amar
tanto la conversación prefiere
estar callado?

Sábado 8 de Diciembre de 2007


Jaime Moreno Fuentes
No puedo sacármelo de la
cabeza. Su cara es un fantasma
que me persigue queriendo decir
algo, no tengo demasiado claro
qué cosa. Lo vi por última vez
hace un par de semanas, en la
recepción de El Mercurio, un
día que fui de visita y nos
saludamos cordialmente, como
acostumbrábamos a hacer
cuando yo trabajaba ahí todos
los días, igual que él. No
alcancé a saber en todos estos
años casi nada de su vida, ni
cómo se llamaba, y ahora que sé
que está muerto me mira a los
ojos.
El día en que murió, el sábado
24 de noviembre, llamaron a mi
mujer, que trabaja en el diario,
para contarle. "Murió un
guardia del diario", dijo ella.
"¿Quién?". "Jaime Moreno: uno
joven, que casi siempre estaba
en la entrada. Lo asaltaron cerca
de su casa, en Pudahuel, cuando
iba a tomar la micro".
La primera versión que llegó a
oídos nuestros parecía película
de terror: supuestamente lo
habían asaltado, lo habían
apuñalado y después lo habían
empujado a la calle, donde un
auto le había pasado por
encima. La relación de hechos
más tarde se haría menos
cinematográfica, pero
igualmente desoladora.
Lo asaltaron, sí. O quisieron
hacerlo. Cerca de su casa, en
Pudahuel, a las seis de la
mañana de ese sábado, minutos
después de que él saliera
responsablemente rumbo al
trabajo, donde entraba a las
siete. Iba caminando, muy cerca
del paradero siete y medio de la
avenida Pajaritos, cuando lo
amenazaron. No sé cuántos
eran. Más de uno, seguro.
Tampoco sé si fue con cuchillo,
con pistola, o a punta de
garabatos. Lo que sí sé es que
fue en el trayecto de su casa a
tomar la micro, y que Jaime
Moreno, más que defenderse,
arrancó. Y arrancando, medio
desesperado, como se pone uno
cuando te pillan desprevenido y
te amenazan, atravesó corriendo
la calle sin mirar y justo venía
en ese momento un auto que lo
embistió. ¿Qué le iban a quitar a
Moreno? ¿La ropa, el reloj,
algún anillo, un par de zapatos,
una cajetilla de cigarrillos, la
poca plata que seguro llevaba
ese día? Moreno quedó tirado en
el pavimento, medio muerto.
Una ambulancia lo recogió un
rato después y lo llevó a la Posta
de Maipú. Intentaron
estabilizarlo, pero su estado era
demasiado grave: lesiones
múltiples, decía el informe.
A las nueve y media de la
mañana se lo llevaron de nuevo
en ambulancia al Hospital del
Trabajador. Como él iba hacia
el diario, su caso calificaba
como accidente laboral. No
hubo modo de hacerlo revivir:
entró a pabellón, pero venía
demasiado roto: murió a la una
y cinco de la tarde.
Su muerte no fue ni un
accidente del trabajo ni un
homicidio tipificado por la ley.
Su muerte fue provocada por un
intento de asalto que él resistió
como haría cualquiera de
nosotros: intentando zafar de la
violencia a la que lo querían
someter. Probablemente jamás
sabremos quiénes lo quisieron
asaltar, y si ellos saben que ese
ciudadano al que intimidaron
ahora está muerto por culpa de
ellos mismos y del azar. Les
debe importar un pepino, en
verdad. Si estás dispuesto a
forzar y empujar a la muerte al
primero que se te cruza por
delante, su derecho a vivir en
paz es un asunto que no puede
importarte menos. En estas
ciudades monstruosas, como a
ratos es también Santiago,
buscamos refugios que nos
protejan de la violencia que late
en las calles. Pero a veces no
tenemos defensa. Un auto y su
conductor, que a esa hora de la
mañana a lo mejor escuchaba
noticias o una canción de
Chayanne, terminaron
escribiendo la escena más
dramática. En el entierro estuvo
su mujer, sus dos hijas
adolescentes, no sé si su hijo
más pequeño.
Una vida arrancada a la fuerza.
Jaime Moreno era guardia del
diario El Mercurio hacía más de
diez años, no faltaba al trabajo,
cumplía su jornada, y además
estudiaba ingeniería en la
universidad. De lo único que
estoy seguro es de que su mujer
no podrá olvidarlo.

Sábado 15 de Diciembre de
2007
El Dani
Conocí a Daniel Riera hace
unos cinco años. Era muy buen
amigo de un muy buen amigo,
le gustaban más que todo el
fútbol y la literatura, y habíamos
decidido por correo electrónico
que debíamos conocernos
personalmente, que no cabía
ninguna duda de que tendríamos
que hacernos amigos para toda
la vida. Daniel vivía en la zona
sur de Buenos Aires, en Lanús,
un barrio porteño al que yo
nunca antes le había prestado
atención, incluyendo en mi
indiferencia al equipo granate,
el Lanús, camiseta a la que
Daniel seguía con un fervor
inigualable semana a semana.
Viajé en 2002 a Buenos Aires,
más que nada a conocer a
Daniel, a iniciar de una buena
vez nuestra amistad, y en el
aeropuerto de Ezeiza me
esperaba un taxi coordinado por
el Dani que me llevaría directo
hasta su casa. Había que correr
para llegar a la hora. Iríamos a
la cancha.
Fue una operación de relojería.
En el trayecto al estadio nos
fuimos encontrando con algunos
de los habituales compañeros de
tablón de Dani, y el grupo se fue
ampliando. Durante la caminata,
Dani me contó una anécdota que
retrataba el espíritu de los
granates como él: semanas atrás,
a uno de los amigos que ahora
nos acompañaba, el taxista
Alejandro, le habían robado su
auto en el clásico contra
Banfield, eterno rival de Lanús.
Ese día, Lanús le había
empatado a Banfield a punta de
garra: 1 a 1. Satisfecho, con esa
sensación de deber cumplido
que te da jugarte la vida contra
tu archirrival, Alejandro y sus
amigos volvieron hasta donde
habían dejado el auto y el Fiat
blanco no estaba más. El
cuidacoches se había coludido
con unos ladrones y así robaron
varios autos esa tarde. Alejandro
ni se molestó. Lo vio casi como
una condecoración. Dijo que
con la valentía que había
mostrado el equipo esa tarde, no
había que preocuparse de
semejante tontería. ¿Qué era un
auto? Estuvo semanas sin poder
trabajar, pero feliz de haber
palpado en vivo y en directo el
coraje de Lanús en un clásico.
Esa tarde en que nos conocimos
con Daniel, Lanús dio vuelta un
partido increíble y acabó
ganándole en el último minuto
por 2 a 1 a Racing. Esa tarde me
hice granate.
Ahora en 2007, cuando por
primera vez en su historia Lanús
podía coronarse campeón del
fútbol argentino, nos escribimos
previamente con Daniel. Le dije
que vería el partido contra Boca
Juniors por televisión, y que me
ocupaba el pálpito de que
conseguirían el punto necesario
para campeonar. Lo que no le
dije es que también pensé en su
padre. En Aurelio Juan Riera,
muerto después de un accidente
vascular hace unos años. Dije:
este caballero debe estar en
algún sitio acompañando a su
hijo Daniel en este momento.
Vas a extrañarlo porque es justo
se llama el libro que me regaló
Daniel el mismo día en que lo
conocí, el día en que fuimos a la
cancha de Lanús. Un homenaje
a su padre que Dani escribió
después de su muerte, y que
cierra así: "Voy a extrañarlo
porque es justo. Ya no me hace
falta seguir escribiendo. Ya
estoy en paz. Puede ser que ya
no vuelva a verlo excepto en
fotos. Puede ser, sí, pero ya
nadie podrá quitarme el sonido
de esa voz que resuena en el
viento, la voz de un hombre
bueno que me dice que me
quiere. La voz de mi padre,
Aurelio Juan Riera, eterna en mi
memoria".
Grité como un enajenado el gol
de cabeza del Negro Sand en la
Bombonera el otro día, el gol
con que Lanús empezó a ser
campeón. Acá en mi casa me
miraban como a un bicho raro.
Los que no viven la amistad
como uno no pueden entender,
pero al otro lado de la cordillera
un amigo tuyo, un hombre al
que quieres porque sí, está
tocando el cielo con las manos.
Aunque todo sea una ilusión, el
Dani estuvo viendo la imagen
de su padre en el fondo del vaso
de esa cerveza de noche con que
apaciguó la euforia que quizás
no vuelva a vivir nunca más en
su vida. Lanús es un equipo
chico que se demoró 93 años en
ser campeón. Cuántas derrotas
tuvo que pasar antes de levantar
la copa. La vida, Daniel. La
vida, una suma de restas en el
tiempo que a veces tiene el
sabor de un milagro.
Sábado 22 de Diciembre de
2007
Mi viejo
Hace tiempo que lo abrazo
distinto: más intensamente, por
un rato más prolongado cada
vez. Quiero vivir con detalles
impresos en la piel cada uno de
nuestros encuentros. A veces me
quedo mirándolo sin que él se
dé cuenta: reparo en su nariz
parecida a la mía en treinta años
más, sus orejas grandes, los ojos
detrás de los lentes, las manchas
rojas en su piel, la tremenda
delgadez que ha venido
acompañándolo en sus últimos
años, tal como fue al comienzo,
cuando era un alfeñique de 50
kilos que ambicionaba seguir
los cursos de tensión dinámica
auspiciados por el musculoso
Charles Atlas.
El otro día me regalaron una
historia. Llegó por e—mail. La
remitente, a la que llamaremos
Marcela sin apellido, tenía una
duda que no la dejaba tranquila.
Su mamá le había preguntado,
leyendo una de mis crónicas de
esta revista, si yo sería hijo de
Víctor Mouat, y si Víctor Mouat
llegó a ser médico alguna vez.
¿Por qué quieres saber eso?, le
dijo Marcela. Y ahí viene el
cuento narrado en el e—mail.
Hace sesenta años iba esta
mujer, la mamá de Marcela, en
el tren nocturno al sur. Sentado
en el coche dormitorio, frente a
ella, un muchacho de no más de
dieciocho años, muy guapo
según el recuerdo de esta mujer
joven y buenamoza, que
entonces tenía cuatro o cinco
años más que él. Más o menos a
la altura de Buin, el muchacho
decide hablarle: "Yo la conozco
a usted. Usted es pariente de
Jaime Silva, el dramaturgo y
director de teatro". "Sí", le
contesta ella, sorprendida y
contenta de que aquel
compañero de viaje le hablara.
Cuento corto: conversaron toda
la noche. Víctor Mouat, que así
se llamaba el muchacho, le
contó que su sueño era algún día
ser médico, que había
confirmado su vocación después
de leer un libro llamado Cuerpo
y alma, libro muy malo según la
mamá de Marcela, pero al
parecer inspirador.
La dama del tren se bajó en
Temuco. Iba justamente al
campo de su primo Jaime Silva.
Víctor siguió viaje a Valdivia.
Nunca volvieron a verse ni supo
ella nada más de este muchacho
"encantador y guapo como
ninguno", dueño de un
extraordinario sentido del
humor, según su recuerdo.
"¿Este niño Mouat que escribe
será hijo suyo?", le preguntó el
otro día a su hija Marcela, y
entonces Marcela me envió el
e—mail contándome la historia
de aquel viaje al sur en tren y
preguntándome si Víctor Mouat
era mi padre, y si cumplió su
sueño de ser médico.
Le contesté de inmediato: sí, es
mi padre, se llama Víctor y
ejerce como médico hasta hoy.
Traumatólogo, de los mejores.
Médico de la vieja guardia que
supo dejar huella en las nuevas
generaciones.
¿Recordará mi papá la escena
del tren? ¿Conservará en su
memoria el rostro bello de esa
mujer que lo acompañó en el
coche dormitorio? ¿Conservará
un ejemplar del libro Cuerpo y
alma? ¿Habrá fantaseado ese
verano en Valdivia con la mujer
guapa a la que le contó en una
noche la mitad de su vida?
¿Cómo hizo para abordarla si
siempre nos dijo que era tímido,
o fue el milagro de haber
conocido a su primo Jaime Silva
lo que lo animó a entrar en
contacto con ella? ¿Y si ambos
se hubieran bajado en Temuco?
El azar los unió por unas horas y
después los separó para siempre,
como nos separa a cada
momento de aquellas historias
que dejamos de vivir porque el
destino es implacable y no
permite multiplicar tu vida en
una y otra y otra más.
Aquella mujer se casó años más
tarde con un hombre seis años
menor que ella. Mi padre hizo
su vida, cumplió parte de sus
sueños, ha sido un privilegiado
que no tiene de qué quejarse:
encontró a una mujer guapa y
joven, y no la soltó más. De esa
historia de amor vinimos
nosotros, y estas líneas que
nunca se hubieran escrito si él,
Víctor Mouat, se hubiese
quedado en Argentina después
de atravesar la cordillera a
caballo, si él no hubiese entrado
una vez a estudiar Medicina, si
no hubiese quedado prendado
para toda la vida con una mirada
de ojos azules imposible de
resistir.

Sábado 29 de Diciembre de
2007
Telegramas
Hay telegramas que conservarás
toda tu vida. Una amiga,
Andrea, perdió a su padre
cuando ella tenía apenas tres
años de edad. Muy poco alcanzó
a saber de él. El día en que
Andrea cumplió veintiuno, su
mamá le regaló un telegrama.
Lo tenía guardado desde hacía
veinte años, desde el 3 de
septiembre de 1971, cuando su
hija Andrea cumplió su primer
año de vida y recibió un
telegrama desde Buenos Aires
firmado por su papá. Decía,
textual: "Primer cumpleaños.
Desea muchos venideros y
felices. Papá". El mensaje llegó
a la oficina de Telégrafos del
Estado de Providencia, y de ahí
fue llevado en papel a un
departamento de calle Pedro de
Valdivia donde vivían esta
madre y su pequeña hija de
entonces sólo un año, mi amiga
Andrea.
No fue el único regalo que
recibió Andrea de manos de su
mamá cuando cumplió
veintiuno. Junto al telegrama,
venía una hoja con membrete de
los Astilleros Foram firmada
por su padre, que él le entregó a
la mamá de Andrea antes de
morir. Una hoja de recuerdo
para su hija con su firma de
puño y letra en lapicera azul.
¿Cuántas veces en su vida ha
leído Andrea este telegrama?
No lo sé. Nunca se lo pregunté.
Tal vez muy pocas. Pero el celo
y cuidado con que lo guarda en
una bolsa después de hacerlo
público en un ejercicio de taller
en que debíamos echar mano a
un objeto que tuviese un
especial valor para nosotros, me
hace pensar que entre los
fragmentos más importantes de
su vida se cuentan estas
palabras: "Primer cumpleaños.
Desea muchos venideros y
felices. Papá".
Tengo una tía lejana, Lucía, que
cuando era chico me mandaba
telegramas de Chillán el día de
mi cumpleaños. Era su manera
de hacerse presente, de que no
la olvidara. Una vez me invitó a
su casa a pasar unos días en
verano, y no me dejaron viajar
solo en tren porque era muy
niño. Me indigné: quería ir a
Chillán, dejarme querer por ella,
una mujer de expresión cariñosa
a la que le debo una visita ahora
que su salud está frágil y
quebradiza. No tengo excusas
para no ir a verla, salvo la
ingratitud.
No sé si mi hija Antonia
guardará consigo el telegrama
que le envié desde Italia cuando
cumplió un año. Me gustaría
pensar que sí, pero es probable
que nadie haya cuidado de esa
hoja de papel como sí hizo la
mamá de Andrea, lúcida y
celosa del valor de las palabras
y de una firma remota.
En el mismo taller donde
Andrea nos emocionó con el
recuerdo de su primer
cumpleaños, leímos también un
pequeño relato de Patrick
Suskind, de su libro Un
combate, sobre el olvido
literario y el valor de las
palabras: "Ha vuelto a atacarme
la vieja enfermedad, el olvido
literario, y me invade una ola de
resignación, por la futilidad de
la ambición de conocimiento, y
de toda ambición en general.
¿Para qué leer, para qué releer
este libro, si sé que dentro de
poco no me quedará de él ni la
sombra de un recuerdo? ¿Para
qué hacer algo, si todo se diluye
en la nada? ¿Para qué vivir, si
hay que morir?".
Pero luego el narrador de
Suskind se consuela con
palabras. Ya no le importa
olvidar todo lo que sucede
dentro de un libro, las
peripecias, los personajes, la
trama, las frases exactas con que
el autor fijó el mundo narrado,
porque detrás de esas palabras
hay una nueva realidad, tan
profunda como misteriosa: "No
claudiques ante esa amnesia
terrible. Nada con todas tus
fuerzas contra la corriente del
río del olvido. Quizá la lectura
sea un acto impregnador que
empapa la mente de un modo
insensible, por osmosis, sin que
uno se dé cuenta".
Quiero creer que esto es lo que
sucede con todas nuestras
lecturas importantes. Se
borronean en el tiempo, pero
permanecen con su esencia
dentro nuestro, esperando el
momento de saltar a la
superficie. Es lo que sucede con
ese telegrama de cumpleaños
enviado desde Buenos Aires
aquel día de septiembre de
1971, cuando mi amiga Andrea
era una niña que aprendía a
caminar y vivía sola con su
madre. Palabras, palabras que te
acompañarán a donde vayas.

Sábado 12 de Enero de 2008


Historias de amor
Leí hace unas semanas una
entrevista al escritor español
Miguel Delibes en la revista
dominical del diario El País. La
leí porque me sedujo el título,
"me cansa pensarme", porque
alguna vez vibré con su libro
Los santos inocentes, y porque
con sus 87 años a cuestas ya no
tendrá muchas nuevas
oportunidades de dar una
entrevista lúcida y sentida: "Ya
no me verás nunca mejor de
como estoy ahora".
La conversación se paseó
especialmente por el recuerdo
de su esposa, Ángeles, muerta
bastante joven, en 1974, una
mujer que "con su sola
presencia aligeraba la
pesadumbre del vivir". Contaba
Delibes, viudo fiel hace tantos
años, que el último verano lo
pasó durmiendo mal, y
esperando a que amaneciera
para levantarse a mirar la
fotografía de Ángeles que abre
la edición de sus obras
completas. Hacia el final de la
entrevista, le preguntaron qué
otra cosa lo aliviaba, qué le
ayudaba a sobrellevar la
evidencia del dolor, y él
respondió: "Los potingues de
farmacia, mis hijos, mis amigos,
el deseo de anteponer la
dignidad a la pura queja".
El entrevistador citó en un
momento una frase de Leonardo
Sciascia sobre la felicidad,
aquello de que es apenas un
instante, y Delibes le contestó:
"La opinión de Sciascia no es
una novedad. El estado de
felicidad no existe en el hombre.
Existen atisbos, instantes,
aproximaciones, pero la
felicidad termina en el momento
en que empieza a manifestarse.
Nunca llega a ser una situación
continuada. Cuando no tienes
nada, necesitas; cuando tienes
algo, temes. Siempre es así.
Total, que nunca se consigue".
A casi todo el mundo le gusta
leer historias de amor. Recibí
para el año nuevo un e-mail de
Lucy Reyes, viuda desde hace
seis meses de Rafael Verdugo
Haz, profesor universitario de
ciencias. Igual que Delibes,
Lucy no deja de vivir
intensamente la ausencia de su
pareja, y me invita a su
departamento porque cree que
Rafael estaría muy contento de
que yo visite su biblioteca y
elija algunos de sus libros para
llevármelos conmigo.
Pactamos un día y una hora con
Lucy, y nos encontramos a
almorzar. Jamás me sentí un
intruso en su casa. Disfrutamos
un almuerzo sano y sabroso,
acompañado de buen vino tinto.
Lucy me habló larga y
detalladamente de Rafael, de los
más de cuarenta años que
estuvieron juntos: me mostró el
lugar de la mesa del comedor
donde instalaba su silla de
ruedas en la que terminó sus
días, por una insuficiencia renal
irremediable que lo obligó a
dializarse los últimos diecisiete
años de su vida; y cuando
estuvimos en su escritorio
revisamos libro a libro las
estanterías. Lucy me pidió que
por favor escogiera algunos de
ellos, y tomé, entre otros títulos,
las Obras completas de Oscar
Wilde y todas las novelas de
Stefan Zweig. Al final nos
tropezamos con un libro
póstumo de poemas de Jorge
Teillier, En el mudo corazón del
bosque. Lo abrí en la última
página y le leí a Lucy en voz
alta: "Si alguna vez/ mi voz deja
de escucharse/ piensen que el
bosque habla por mí/ con su
lenguaje de raíces".
Sé que Lucy estuvo emocionada
todo ese rato en que
escarbábamos en las estanterías
de Rafael, su marido, un hombre
valiente que un buen día de
mayo de 2007 tomó la decisión
de no asistir más a las sesiones
de diálisis, cansado ya, no tanto
de vivir como de la enfermedad
que lo tenía sin fuerzas para
sostenerse en este mundo. El día
en que le contó a Lucy que no
se dializaría más, ella y su
familia sintieron miedo, pero
pronto todos comprendieron,
Lucy, sus hijos, el equipo
médico que lo atendía, sus
amigos, que había que respetar
la voluntad de un hombre que al
menos quiso elegir una manera
digna de morir. Rafael Verdugo
Haz escribió durante años una
historia de amor, y Lucy me la
cuenta porque sí, en su
departamento luminoso de la
comuna de Ñuñoa, y yo les doy
gracias, a ella y a Miguel
Delibes, por alimentar nuestras
vidas.

Sábado 19 de Enero de 2008


Su buena pinta de siempre
La vi la última vez hace varias
semanas con su buena pinta de
siempre: rubia, de ojos claros,
delgada, más alta que la media
de las mujeres chilenas, con una
sonrisa ancha que es una de sus
grandes fortalezas. La noté un
poco pálida, y preguntando por
ella después supe que no se
estaba sintiendo bien. La noticia
vino más tarde, y fue un
remezón: mi amiga está
enferma, hay que operarla.
La noticia corrió casi con la
misma velocidad con que ella
debió entregarse al dictamen de
la medicina. Y en un dos por
tres, en un abrir y cerrar de ojos,
hubo diagnóstico, cirugía y la
definición de un tratamiento que
la mantendrá ocupada en los
próximos meses.
Mónica, Mónica querida:
escribo para hacerte compañía,
y porque me enseñas lo que
importa. Ayer hablamos por
teléfono, y hoy nos veremos en
la tarde en tu casa. Quiero
llevarte algo de música para que
la disfrutes, y un libro sencillo y
valioso que imagino te hablará
al oído con eficacia y sabiduría.
Cómo nos cuesta entender, de
buenas a primeras, sin amenazas
de por medio, qué es lo que
queda en el fondo de las copas
vacías y de nuestro espíritu
después que hemos bebido; qué
es lo que de verdad vale la pena
conservar de todo cuanto nos
sucede diariamente, y cuánta
mochila inútil a veces cargamos
en nuestras espaldas. Abro un
libro de poemas de Tomás
Segovia, se llama Día tras día.
Sus poemas expresan la
sorpresa que supone vivir, la
revelación excepcional que
supone el hecho de que un día
vuelva a comenzar una y otra
vez, siempre igual y siempre
distinto.
Poema "Invernal": "No sé cómo
lo hice/ pero sé que en algún
momento/ tengo que haber
soltado no sé qué pesantez/ no
sé qué bulto de mi vida/ para
poder así sonreír hoy a esta
belleza/ de eterna desmemoria/
sin que la limpidez inesperada
de mi aliento/ empañe este
cristal frío y sin bordes/ desde
cuyos dos lados nos miramos".
Fragmento del poema "Alba":
"De vez en cuando es necesario/
despertar en un mundo no
bautizado aún/ sin historia y sin
uso/ para lavar al tiempo y sus
sucios ropajes/ y que vuelva a
crecer lo verdadero".
Que vuelva a crecer lo
verdadero. Eso es. Te quiero
hacer una invitación. Para
cuando ya estés recuperada y
puedas viajar. El otro año quiero
salir a recorrer Chile por tierra,
buscando lugares remotos y
rostros a los que nunca antes
pude conocer. Quiero que
viajemos juntos, una vez al
menos, y avancemos por
pueblos y geografías humanas
nunca antes visitadas por
nosotros.
Para mí sería un regalo que
viajáramos los dos, un rincón de
la memoria que me acompañe
adonde vaya, como una medalla
colgada en mi pecho, y que
después recordaremos cuando
estemos más viejos y ya no
tengamos ganas de recorrer
Chile, y en vez avancemos por
una plaza y nos acodemos en la
mesa de un bar a recordar
canciones pasadas de moda.
Es mi torpe manera de decirte
que te quiero, y que ahora tu
cuerpo debe absorber todo el
cariño que te regalan tus
amigos, tus hijos, tu familia,
para convertirlo en energía
positiva y creativa. Una vez le
llevé poemas grabados a un
amigo convaleciente que no
podía leer, y cuya vida ha estado
marcada a fuego por la lectura.
Ahora que han pasado los años
y él está recuperado, recuerdo
ese momento en la clínica como
un tesoro inolvidable. Cada vez
que veo cómo alimentan en la
boca a un enfermo, cómo lo
cuidan, cómo lo miman, cómo
lo protegen, cómo resguardan
sus fuerzas para que ellas se
concentren en su pronta y
necesaria recuperación, pienso
en que cualquier día puede
tocarme a mí estar ahí, y
entonces no quiero pasar frío ni
estar solo, quiero sentir el calor
del afecto y del amor. Mónica:
estás lúcida, y tienes una fuerza
envidiable. Ahora es tu tiempo
de tratamiento y recuperación.
Mañana viajaremos juntos, y tu
enfermedad será el recuerdo de
un tiempo bravo, la antesala de
un mundo nuevo, donde vuelve
a nacer lo verdadero.

Sábado 26 de Enero de 2008


Secretos y confesiones
¿Es legítimo que en nuestra vida
traigamos a cuestas secretos
guardados bajo siete llaves?
¿Por qué habría que ventilar
todo lo que uno piensa o siente
o ha hecho alguna vez en su
vida? ¿Por qué los Estados del
planeta se jactan de mantener en
secreto un mundo de asuntos, y
nosotros no podemos dejar en
reserva un par de cuestiones
estrictamente personales? ¿Cuál
es el valor sagrado de eso que
llamamos intimidad? El otro día
hablábamos con un amigo sobre
qué sucedería si durante un solo
día de nuestras vidas
estuviésemos forzados a
expresar lo que pasa por nuestra
mente, o si, peor aún, alguien o
algo pudiera descifrar lo que
sucede dentro de nuestra cabeza
y nuestra imaginación con pelos
y señales.
Sería horrible: no habría lógica
alguna que resistiera con base
firme, se haría añicos la imagen
aparentemente ordenada que
hayamos construido de nosotros
mismos porque los seres
humanos somos, como escribe
Nicanor Parra, "un embutido de
ángel y bestia". Los hombres
necesitamos resguardarnos de
nuestra propia precariedad, y
aceptar como naturales las
inevitables contradicciones que
nos acompañan a donde
vayamos. Nuestro andar no es
unívoco.
Leo una columna de Javier
Marías y no puedo estar más de
acuerdo con él: el escritor
español reclama
apasionadamente a favor del
secreto en nuestras vidas, y
critica con acidez todos estos
nuevos inventos destinados, por
ejemplo, a que te puedan
localizar en todo momento y
saber dónde estás con la sola
instalación de un chip en tu
teléfono celular.
Si el teléfono celular se
convierte a ratos en un objeto
desesperadamente invasivo,
imaginen esto otro. Una suerte
de radar que controla tus pasos,
que no te da tregua, que te hace
sujeto y objeto de espionaje en
todo momento y lugar. Fui
inmensamente feliz durante
algunos años sin celular, y no
entraré en la discusión bizantina
sobre los supuestos beneficios
que ha significado este invento
en la sociedad moderna,
especialmente en el mundo de
los medios de comunicación, del
rescate de víctimas y vaya a
saber uno de qué otra cantidad
de cosas. A mí sólo lograron
enchufarme uno de estos
aparatos cuando un mediodía
cualquiera de hace mucho
tiempo, el jefe de la empresa en
la que trabajaba quiso ubicarme
a eso de la una de la tarde y
justo ese día me había ido al
cine a las doce a ver un par de
documentales, para después
comerme en silencio y con toda
calma un chacarero en
marraqueta crujiente
acompañado de un schop
helado. No veo nada malo en ir
al cine a mediodía si eso no
daña a nadie, y volver a las
cuatro si las cosas se hacen con
calma. Esto de la jornada
continuada en oficios como el
mío es simplemente intragable.
Mi secretaria de entonces debió
confesar esa vez que yo no tenía
celular. El gran jefe reclamó,
pero el asunto no pasó a
mayores. Mantuve mi secreto,
no había para qué revelarlo en
esa circunstancia, y finalmente,
hacia las cinco de la tarde pude
comunicarme con él y recibí una
indicación que, como es
costumbre, no tenía mayor
apuro en ser realizada.
Esa ansiedad que imponen los
celulares, la sensación artificial
de que todo debe resolverse
cuanto antes, en forma
prácticamente automática, sin
dejar tiempo para el
pensamiento, la reflexión, la
duda, me parece una pesadilla
de la vida moderna. ¡Hasta
cuándo los ansiosos nos exigen
respuestas instantáneas cuando
algunos estamos preparados
para sostener caminatas largas y
no carreras de velocidad!
Al cabo de unas semanas del
episodio del cine, un teléfono
celular nuevo apareció
misteriosamente en mi escritorio
sin haberlo yo pedido. Volví a ir
a ver películas al mediodía, la
mejor hora para arrellanarse en
las butacas y disfrutar de salas
vacías, pero esa vez tuve la
precaución de dejar el aparato
olvidado en mi oficina.

Sábado 5 de Enero de 2008


Noche oscura
La otra noche me quedé solo
viendo televisión. Primero una
comedia romántica, después una
entrevista de Cristián Warnken
a un sacerdote español llamado
Ignacio Larrañaga. Me gustó
que al comienzo de la
conversación Warnken leyera el
poema "La noche oscura" de
San Juan de la Cruz. Me dejó en
silencio, como cuando lees un
libro que te atrapa o cuando
terminas de ver una película que
te gusta mucho: te quedas sin
palabras. Es un momento
mágico, un espacio que no tiene
para qué rellenarse con nada.
Pero luego del poema el cura se
puso a pontificar con un tono de
voz no particularmente
agradable, sin ninguna
vacilación, con un énfasis tan
marcado que parecía demasiado
convencido de lo que afirmaba,
y yo recordé esa frase
maravillosa citada por Antonio
Tabucchi en Réquiem y
recogida por Sergio Pitol en El
arte de la fuga: "No me deje
solo entre personas llenas de
certezas. Esa gente es terrible".
No me gustaba la manera de
decir las cosas del cura, tan
dueña de la verdad, tan llena de
certezas, pero lo escuché con
atención, y confieso que me
gustó lo que hablaban.
Conversaron sobre el
sufrimiento humano, y sobre
cómo combatirlo para que no se
apoderara de tu vida, y de la
idea de Dios y de su diferencia
con la experiencia de Dios,
asuntos infrecuentes en
televisión.
Al otro día de ver la entrevista a
Larrañaga, leí temprano en la
mañana en el diario que había
muerto un hijo pequeño de
Cristián Warnken, Clemente, de
sólo tres años de edad: murió
después de ahogarse en la
piscina de su casa. Había una
foto en el diario de Warnken
cargando el ataúd, saliendo de
una iglesia. Pensé en la
entrevista a Larrañaga, en la que
el propio Warnken dijo que
cuando las palabras van
desapareciendo, se queda el
silencio.
Larrañaga ha escrito muchos
libros, creo que había dieciséis
libros suyos sobre la mesa del
entrevistador. En varios de
ellos, me imagino, se refiere al
peso y el valor de la
experiencia: "Una cosa es la
palabra amor, y otra cosa es el
amor. En nuestra mente tenemos
la idea de que el fuego quema,
pero otra cosa es meter la mano
en el fuego y tener la
experiencia de que el fuego
quema. Sabemos que el agua
sacia la sed, pero otra cosa es
tomar un vaso de agua fresca en
una tarde de verano y tener la
experiencia de que el agua
apaga la sed".
Una cosa es pensar en la muerte
de un hijo, y otra es vivir la
experiencia de que se te muera
dentro de tu propia casa, en un
accidente doméstico macabro.
Cristián Warnken se quedó por
un momento sin palabras, pero
muy pronto encontró en ellas el
modo de volver a llamar a la
vida a su hijo Clemente. Ahora,
en el comienzo de su duelo que
durará, en distintas fases, toda
su vida, serán esas palabras más
los abrazos y los silencios de los
que lo rodean los que ayuden a
mitigar su dolor, junto al poema
de San Juan de la Cruz, que él
mismo, con entusiasmo, estimó
quizás el mejor poema de habla
castellana, y que en su estrofa
final dice: "Quedéme y
olvidéme/ el rostro recliné sobre
el amado/ cesó todo, y dejéme/
dejando mi cuidado/ entre las
azucenas olvidado".
Tabucchi decía que escribía
para un lector que no esperara
de él "ni soluciones ni palabras
de consolación sino
interrogaciones". Había que
"estar dispuesto a dejarse
visitar, a hospedar lo
imponderable, a modificar
categorías mentales, estilos de
vida, a introducir nuevas formas
de aproximación a la condición
humana: forzar la suerte antes
que condenarse a un anticipado
réquiem".
No sé si le van a servir de algo
estas palabras alguna vez a
Cristián Warnken, que perdió a
su hijo de un modo dramático y
no conoce ahora más que la
experiencia concreta del dolor.
Pero las palabras, lo dijiste tú
mismo durante la entrevista a
Larrañaga, van desapareciendo
y se queda el silencio, y en
medio del silencio la memoria
de un niño que fue una
bendición mientras estuvo vivo,
y que ahora como recuerdo
sabrá darte aliento cuando más
lo necesites.

Sábado 9 de Febrero de 2008


Orientales
Estoy leyendo la novela de un
japonés, Haruki Murakami. Se
llama Tokio Blues, y es notable.
No sé por qué digo que es
notable si aún no llego a la
mitad del libro, pero entre
página y página me detengo a
pensar en lo que desprende la
lectura, y asocio escenas del
texto con mi propia vida, con
historias de amor que no
fructificaron y luego se
desvanecieron en el tiempo, y
también marco frases, y por
último pregunto qué más se le
puede pedir a un libro que
leemos. Escribe Watanabe, el
protagonista: "Lo único que
puedo verter en este receptáculo
imperfecto que es un texto son
recuerdos imperfectos,
pensamientos imperfectos. Y
cuanto más ha ido palideciendo
el recuerdo de Naoko, más
capaz he sido de comprenderla.
Ahora sé por qué me pidió que
no la olvidara. Por supuesto, ella
intuía que mi memoria la
borraría algún día".
¿Qué nos queda de los libros
que leemos? ¿Qué es lo
deseable que permanezca? No
sé si algo demasiado distinto a
lo que le pedimos a la vida. Por
mi parte, me gusta que un libro
me hable de asuntos que pueda
recordar hoy y mañana, y que
ese recuerdo venga acompañado
de una cierta conciencia de estar
vivo. Algunos querrán leer en
un libro anécdotas
medianamente coherentes que
expliquen los comportamientos
humanos. Otros leerán para
olvidar la vida de todos los días
que los maltrata. Yo no voy tan
lejos. Y sin embargo sé que la
experiencia de pasar por sus
páginas me llevará a un lugar
distinto al que estaba cuando
inicié la lectura. Sé que los
personajes Watanabe y Naoko
se desvanecerán en el tiempo,
pero quedará la experiencia de
desamor experimentada con
palabras acompañando mis días
más de una vez, cientos de
veces.
La misma noche en que empecé
la lectura de Tokio Blues, vi en
el cable la parte final de
Rapsodia en agosto, película
entrañable de Akiro Kurosawa,
otro japonés talentoso y
sensible, que urde una historia
familiar a partir de la bomba
atómica que cayó en Nagasaki
en agosto de 1945.
Este combo japonés, de novela
más película, me remitió una
vez más a una manera especial
de pensar, de sentir, de decir
que me atrae muchísimo y a la
que envidio. Muchos artistas
orientales poseen un talento
especial para concentrarse en lo
importante, en lo esencial, sin
dejar de controlar con maestría
los recursos expresivos para
lograr que los decorados, los
asuntos accesorios, no nos
hagan perder el foco ni nos
desvíen del camino principal.
Hay otra película de ese lado del
mundo que no he podido
olvidar, la de un coreano
llamado Kim Ki-Duk que tiene
un título tan sugestivo como
largo: Primavera, verano, otoño,
invierno… y otra vez primavera.
Una vez le preguntaron a Kim
Ki-Duk qué es lo esencial de
esta película, y él contestó: "A
través de las cuatro estaciones y
de la vida de un monje que
habita en un templo rodeado
sólo por la naturaleza y la
laguna Jusan, me propuse
retratar la alegría, la ira, la pena,
el sufrimiento y el placer de
nuestras vidas".
A la cultura de la basura y el
desecho que hoy nos domina, y
que por supuesto también ha
permeado a los libros y a las
películas y a la música que se
producen industrialmente, le
gusta que sigamos mansamente
la moda de turno y seamos
consumidores obedientes, pero
la tiene sin cuidado que una
minoría insignificante para el
tamaño de los mercados
modernos prefiera vivir
privadamente la experiencia de
enfrentarse a un libro o a una
película con la idea de encontrar
en ellos algo distinto a la
entretención pasajera. Para esa
industria no valemos más que
una cáscara de maní arrojada en
el piso de un estadio de fútbol
repleto de espectadores, pero en
la esencia llevamos dentro a un
individuo que es el verdadero
responsable de que nos
conmueva Tokio Blues,
Rapsodia en agosto, Primavera,
verano, otoño, invierno… y otra
vez primavera. No es poca cosa.

Sábado 16 de Febrero de 2008


Líos de faldas
Leí por ahí que Flaubert tenía
una teoría invencible: decía que
cualquier cosa, mirada el tiempo
suficiente, se volvía interesante.
Y que esto era tan cierto que
hasta explicaba al amor.
Buena teoría, pero incompleta.
No toca el asunto posterior de la
exclusividad y la permanencia
del amor, que es lo que después
hace crisis y provoca
deserciones, lanzamiento de
platos por la cabeza, guerrillas
sicológicas, líos de faldas y
pantalones y hasta crímenes
pasionales.
Lucía y Daniel se enamoraron,
como le sucede a la mayoría, en
la primera etapa: veían pajaritos,
eran jóvenes, se gustaban. Un
buen día, Lucía se embarazó.
Fue un momento de gran
felicidad. Tuvieron a la niña y
pronto se casaron. Se sentían
profundamente enamorados.
Daniel trabajaba duro y Lucía
cuidaba de la hija. Ni una sola
nube negra en el horizonte
amenazaba la estabilidad del
hogar y el matrimonio. Vivieron
en distintas ciudades del país.
Daniel hizo cursos de
perfeccionamiento, y pronto
recibió una buena oferta de
trabajo para trasladarse al sur de
Chile con su familia.
Pasaron los años, y Daniel
siguió siendo para Lucía el
hombre de su vida. Tuvieron
otro hijo. Pero las relaciones a
veces se gastan o se fracturan,
sin que sus protagonistas sepan
muy bien por qué, y en algún
momento Lucía sintió que su
marido estaba cambiando y, tal
vez, le estaba siendo infiel con
otra mujer. No quiso mirar con
mucha atención. Mejor dicho, se
hizo la lesa.
Uno de esos días, hubo una
fiesta de fin de año en la
empresa donde trabajaba
Daniel, a la que concurrieron
todos los empleados con sus
respectivas familias, y Lucía
creyó ver una atracción evidente
entre Daniel y una de sus
colegas. Semanas, meses más
tarde, una noche fría de
invierno, el teléfono de la casa
de Lucía y Daniel empezó a
sonar insistentemente desde las
tres de la mañana. Daniel
contestaba y se ponía nervioso,
pero no quiso revelarle a su
esposa lo que estaba
sucediendo. Lo que Lucía no
sabía era que al otro lado del
teléfono había un marido
engañado que le decía a Daniel
que lo iba a matar. A las siete de
la mañana, alguien golpeó fuerte
la puerta del departamento en
que ellos vivían. Daniel y Lucía
bajaron a abrir, y se encontraron
de frente con el marido
engañado y su mujer, la
compañera de trabajo a la que
Lucía había conocido en aquella
fiesta de fin de año. Ella le
había indicado, seguramente
bajo amenaza, cómo llegar hasta
la casa de su amante.
La tragedia se desencadenó
rápidamente. Casi no hubo
tiempo de reaccionar. El marido
engañado, armado con una
pistola, gritó a todo pulmón la
infidelidad de la que había sido
víctima, y luego le disparó un
balazo en el cuello a Daniel.
Agarró a su esposa y partieron
por donde mismo habían
llegado.
Daniel estuvo una semana en
estado de coma, y finalmente
murió. Lucía lo acompañó en la
clínica, y luego, convertida en
una viuda triste, regresó a su
casa a vivir con sus dos hijos,
con quienes sigue viviendo
hasta hoy, pero radicados en
otra ciudad, según me contó
hace pocos días mirándonos
cara a cara en un café de
Santiago.
Una mancha de sangre quedó en
la alfombra del departamento.
Fue muy difícil borrarla. Nadie
logra borrar las manchas de una
historia de pasión y celos que
acaba con la muerte. Pueden
disolverse con el tiempo, pero lo
que hacen en verdad es cambiar
de forma y de intensidad, pero
jamás desaparecer. Lucía
siempre vivirá acompañada de
estos recuerdos, a los cuales
recién les está dando permiso
para narrarlos con detalles. El
victimario alcanzó a estar unos
meses en la cárcel, y hoy vive y
trabaja en la misma ciudad del
sur donde ocurrió el crimen. De
su mujer, que lo acompañó esa
mañana del disparo, no se sabe
mucho. Si sigue casada o no con
él, si la ocupan el
remordimiento y la culpa, si
recuerda claramente por qué
guardó silencio desde entonces
y para siempre.
Sábado 23 de Febrero de 2008
Jorge Peña Hen
Aprieto play en el pequeño
equipo de música que hay en mi
escritorio, y escucho la voz del
gran maestro chileno Jorge Peña
Hen, entrevistando a niños de su
orquesta sinfónica infantil
durante las giras que alcanzaron
a hacer, en los años sesenta y
comienzos de los setenta, a
Lima, a Buenos Aires y a
distintas ciudades del país.
¿Saben las generaciones de hoy
quién fue Jorge Peña Hen?
¿Saben cuánto hizo por enseñar
y difundir la música y por
transmitirle pasión y entusiasmo
a los pequeños músicos que fue
reclutando aquí y allá? En la
grabación que escucho, los
niños le hablan a la grabadora
artesanal que sostiene en sus
manos Peña Hen: Omar
Galleguillos, una niña llamada
Isabel, uno de apellido Urquieta
que a la vuelta de Perú hace
votos para que los profesores
que los han acompañado hayan
quedado satisfechos y contentos
con los conciertos que dieron.
Finalmente el maestro Peña Hen
les dirige unas palabras: no
quiere perder la oportunidad de
decirles que esta gira a Lima ha
sido un éxito, que ellos están
siendo pioneros de una nueva
manera de cultivar la música en
América Latina, que está feliz,
lleno de satisfacción y orgullo,
porque veinte años atrás, cuando
llegó a instalarse en La Serena,
no había músicos, no había
instrumentos, no había dinero, y
ahora las orquestas infantiles
viajan esparciendo su música.
Esto sucedía, está dicho, hace
cuarenta años, a fines de los
sesenta, comienzos de los
setenta. Lo más conmovedor de
escuchar la voz alegre de Peña
Hen, de percibir en su tono el
encanto por la música que les
transmite a sus discípulos, de
reparar en su aproximación
ingenua y cariñosa cuando les
dice que cada uno de ellos está
cumpliendo una función dentro
de la música, cuando los alienta
a seguir avanzando, cuando les
marca que tal vez
inconscientemente ya están
sintiendo dentro de sí que son
músicos o que van a serlo en el
futuro, es saber, como sabemos,
que poco tiempo después,
cuando sobreviene el golpe
militar de septiembre de 1973,
Jorge Peña Hen es primero
detenido y luego fusilado el 16
de octubre en el regimiento
Arica de La Serena por la
maldita Caravana de la Muerte.
Demasiada impotencia. Jorge
Peña Hen debió seguir
celebrando su cumpleaños cada
16 de enero, para consagrarse al
arte y la música, que eran sus
máximas pasiones. Me une a
Peña Hen el cariño que siento
por su hija María Fedora y
haber nacido el mismo día que
él, pero 34 años después. Él
tendría hoy apenas un año más
que mi padre, quien vive y goza
de buena salud. Yo ya tengo 46
y a él lo acribillaron a balazos,
totalmente indefenso, cuando
tenía 45. Yo ya soy más viejo
que lo que él alcanzó a vivir.
¿Por qué le arrancaron la vida
de un modo vil y cobarde?
En otro momento de la
grabación que escucho, está de
gira en Buenos Aires con su
orquesta. Peña Hen va
nombrando, mientras esperan el
subte para ir a Palermo, a
algunos de sus dirigidos: el
"Guatón" Carvajal, Yerko, la
"Porota" Núñez, Valencia, la
Soledad, el Pato Rojas, la
Cecilia Arriagada, la Silvana,
quien debutó —nos
enteramos— con un hermoso
concertino de Weber en
Argentina. Pienso en esos
nombres, y me pongo en su
pellejo. No mucho tiempo
después de viajar con Jorge
Peña Hen, se enteraron, siendo
niños o adolescentes, que a su
maestro, el mismo que los
dirigía con su batuta y les
tarareaba la música y las
entonaciones, lo había tumbado
una ráfaga de balas en un
regimiento militar levantado en
la ciudad a donde había ido a
radicarse en los años cincuenta.
Solo y extrañado mientras
estuvo detenido, en sus últimas
semanas siempre esperó que lo
soltaran pronto. Y alcanzó a
escribir, porque eso era su vida,
una partitura musical con palos
quemados de fósforos. La
mañana del 16 de octubre de
1973, lo arrancaron
violentamente de su celda y
pocas horas después lo mataron
junto a otros catorce chilenos.
Jorge Peña Hen era socialista, y
lo acusaban de adquirir y
distribuir armas. Qué ironía.
Qué vergüenza.

Sábado 1 de Marzo de 2008


Recuerdos del verano
Los domingos no me doy
cuerda, escribió el protagonista
de una de las novelas que leí en
el verano. El hombre se
preguntaba en voz alta cuántos
centenares de domingos como
ése, apacibles, tranquilos y
solitarios, le quedaban por vivir.
Escribo estas líneas un domingo
temprano en la mañana, cuando
buena parte de la ciudad duerme
y los adjetivos de la novela
resultan, al menos en apariencia,
muy certeros.
Otra de las novelas que leí en el
verano se llama Insomnio.
“Todos cumplimos cadena
perpetua en las mazmorras del
yo”, escribió su autor, Fernando
Luis Chivite, un escritor al que
descubrí de casualidad hojeando
libros poco antes de salir de
vacaciones. Anoté en mi libreta
la filosofía de un amigo de
Chivite llamado Enrique. Cuatro
cosas: “No temer a los dioses, la
muerte no es interesante porque
no la vemos, se puede vivir con
poco, y la infelicidad debilita”
Este verano llevé libreta de
notas desde diciembre. La
reviso ahora y me encuentro con
un recuerdo que había ido
olvidando poco a poco: la
muerte -en algún sentido
cercana- de Francisco Mouat
Justiniano, amigo de la
Presidenta Bachelet, socialista
de toda la vida, que según la
leyenda que me contaron unos
primos suyos, alguna vez
arrancó con gran decisión por
los techos para evitar ser
detenido después del golpe.
No todos los domingos son
tranquilos: Francisco Mouat
Justiniano se murió un domingo
de diciembre en la madrugada, y
esa mañana, cuando la noticia
de su muerte se instaló en
internet y se informó en algún
noticiario radial por la cercanía
suya con Bachelet, sin todavía
demasiados detalles, hubo gente
cercana a mí que pensó que yo
me había muerto. Ya conté
alguna vez las anécdotas que me
sucedieron porque distinta gente
me confundía con él: una novia
despechada a la que yo había
abandonado sin aviso en los
años ochenta, el envío por carta
de la fotografía de un supuesto
hijo mío que vivía en Europa y
crecía robusto y sano.
Esta vez volvió a suceder, pero
la anécdota dejó de ser
divertida, entre otras cosas
porque el Pancho Mouat
socialista al que me quedé con
ganas de conocer personalmente
no pudo más contra el cáncer y
murió. A él también le decían
Pancho. Era catorce años mayor
que yo. Vivió el exilio en
Alemania Oriental, y según me
cuentan tenía un talento especial
para todo lo que fuera logística.
Lo llamé el año pasado, cuando
ya estaba enfermo, para que nos
juntáramos a tomar café y a
conversar. Me dijo que estaba
complicado con las bombas de
quimioterapia que tenía que
meterse en el cuerpo, pero que
en una o dos semanas más lo
volviera a llamar para que nos
reuniéramos, cuando él
regresara a su trabajo en La
Moneda.
Nunca lo llamé nuevamente. Fui
un idiota. El tiempo empezó a
pasar, y llegó aquel domingo de
diciembre en que contesté el
teléfono temprano en la mañana.
Era una de mis cuñadas. Luego
de varios segundos de silencio,
me preguntó: “¿Eres tú,
Pancho?”. Había escuchado en
la radio que se había muerto
Francisco Mouat, y le bajó la
pálida. Una amiga estaba
preparándose para actuar en una
fiesta de fin de año en su
oficina, cuando apareció su
madre y le dijo que yo me había
muerto. Ella dice que lloró, que
se fue a encerrar al baño y se
puso a llorar a mares, que no
entendía cómo había sucedido
esto, que por qué no me había
aprovechado más en la vida,
cosas así. Me las dijo pocos días
después, cuando ya se había
enterado de que yo no era el
Pancho Mouat que estaba
muerto y al que velaban en la
iglesia San Francisco, a donde
llegó otra amiga pensando que
se trataba de mi padre. A mí me
costó reírme de la macabra
coincidencia. Volví a retarme a
mí mismo por dejado, por
negligente, por no haber ido
nunca a tomarme aquel bendito
café con él. Sé que habríamos
hecho buenas migas. Sé que
tendría un recuerdo suyo más
nítido. Creo que fue Dostoievski
el que escribió una vez que no
hay nada más hermoso que un
recuerdo puro.

Sábado 8 de Marzo de 2008


No hay muerto malo
En una misa fúnebre por el
eterno descanso del carnicero
Juan Parraguez, celebrada en la
iglesia Nuestra Señora de las
Nieves, de Paredones, pequeño
pueblo de la Sexta Región, hace
ya una porrada de años (por lo
menos veinte, calcula el amigo
que me contó la historia), uno
de los asistentes al sepelio, de
nombre Rosamel Órdenes,
interrumpió al cura que hablaba
cosas bonitas del finado para
decirle que no siguiera
mintiendo, que todos sabían que
Juan Diablo, así le decían al
muerto, era un bandido: "Mire,
padre. Aquí todos lo conocimos
de cerca y sabemos que Juan era
un gallo jodido. A mí me mató
al perro, siempre fue mal
vividor; perro y gato que se
acercaba a su carnicería, lo
despachaba".
El cura se puso a toser mientras
se armaba un pequeño debate
entre los que apoyaban a
Rosamel y los que exigían
respeto por el finado.
La carnicería de Parraguez se
llamaba El Diablito y quedaba
en el balneario de Bucalemu,
cerquita de Paredones. Y la
historia de su misa de despedida
la recuerdan todos los huasos de
la región hasta hoy, entre ellos
mi amigo, que entonces era un
muchacho y estaba en la iglesia
cuando Rosamel interrumpió al
cura.
No es frecuente que suceda lo
de Paredones. Lo normal, lo que
se estila, es que inmediatamente
después de la muerte, uno se
convierta en un hombre bueno,
a veces demasiado bueno, por lo
menos hasta que termina el
funeral.
El comediante español Jardiel
Poncela escribió que "los
muertos, por mal que lo hayan
hecho, siempre salen en
hombros". La pura y santa
verdad. Con extrañas
excepciones. En el mismo sitio
donde leí la frase de Poncela,
me encontré con el relato de una
abuela que decía que en el
velatorio del esposo de una
amiga suya uno de los presentes
se acercó a la mujer y empezó
con la cantinela: "Con lo bueno
que era, siempre alegre, siempre
de buen humor". Y que entonces
la viuda lo interrumpió y le dijo
secamente: "Mira, lo que mi
marido era es un tambor de casa
ajena", elegante manera de decir
que era un putamadre.
Es más una cuestión de
urbanidad que de justicia evitar
los improperios cuando el
muerto aún está tibio, los
deudos andan por ahí y el
fallecido no puede defenderse,
por eso es magnífica la historia
que cuenta otro amigo de una
misa fúnebre en Coltauco, a
unos treinta kilómetros al oeste
de Rancagua, también en la
Sexta Región, y también hace
unos veinte años.
Esa vez, el cura, que tenía fama
de medio loco, de piropear
jovencitas bien moldeadas, y al
que le gustaba transitar entre la
euforia y la ira durante sus
homilías, empezó a decir
mientras despedía a un muerto
que todos debían ir a misa los
domingos, que no se podían
alejar de Cristo, porque si no se
iban a condenar, "como éste",
dijo, y apuntó al ataúd donde
descansaba, sordo a sus
palabras, un finado no muy
dado a ir a misa y bastante poco
católico. Hubo un murmullo en
la iglesia, nadie creía lo que
estaba escuchando.
Yo jamás he tenido la suerte de
presenciar una escena de esta
naturaleza. Sí he advertido, y es
natural que ocurra, por lo
demás, por una cuestión de
demanda, que algunos
sacerdotes que ofician las misas
no tienen soberana idea de quién
era el hombre o la mujer a la
que se está despidiendo, y
entonces las palabras que dicen
se convierten en una letanía
vacía, poco interesante,
rutinaria, para no decir aburrida
y ahora sí injusta con quien ha
muerto. Siempre pienso en esos
casos que las últimas palabras
que a uno deben acompañarlo
tienen que ser dichas, cantadas,
lloradas y reídas por los que
estuvieron con uno en la vida.
El espacio de ese momento es
fundamentalmente de ellos, y de
nadie más.
Si a uno le toca la mala suerte
de que a su funeral llegue
Rosamel Órdenes directamente
desde Paredones a cobrar sus
deudas en ese momento, eso ya
es otra historia.

Sábado 15 de Marzo de 2008


Amigo mío
A veces un supermercado es el
sitio escogido por el destino
para abrazar, como lo harás
pocas veces en la vida, a uno de
tus mejores amigos. Sucedió
ayer en la tarde. Apenas entré al
supermercado, divisé a lo lejos,
sentado en un café, a uno de mis
grandes amigos acompañado de
su mujer. Les hice señas
mientras avanzaba hacia ellos.
Qué están haciendo aquí, pensé.
¿Qué hacen a esta hora
comiéndose un sándwich tan
lejos de sus trabajos?
Pero a medida que me fui
acercando a la mesa empecé a
advertir que algo no andaba
bien. Ambos estaban cabizbajos.
Cuando ya derechamente estuve
a tres o cuatro pasos de ellos, mi
buen amigo me vio, se levantó,
lo abracé, vi sus ojos
enrojecidos, pensé fugazmente
que estaban discutiendo, y él me
dijo en voz baja, casi al oído:
"Mi papá se murió".
Nos abrazamos fuerte. Contuve
su llanto durante cerca de un
minuto, hasta que recuperó parte
del aliento y volvió a sentarse.
Recordé de inmediato la última
vez que vi a su padre, pasado de
copas, alegre y dicharachero el
día del matrimonio de su hijo,
mi amigo, hace no tantos meses.
¿Qué había pasado? Un infarto,
durante el sueño. Fue
encontrado muerto en su cama
cerca de las siete y media de la
mañana, a la hora del desayuno.
Lo último que le vieron hacer, la
noche anterior, había sido
levantarse un momento a tomar
agua.
Pocos lugares como este
supermercado hay más ajenos a
nuestra amistad, acostumbrada a
la charla distendida en boliches
santiaguinos de otro carácter:
una parrilla uruguaya, una
trattoria en Vicuña Mackenna,
el tranquilo comedor de un hotel
con vista al cerro Santa Lucía. Y
sin embargo fue aquí, en este
café impersonal y cosmético,
donde nos abrazamos y donde
compartimos la noticia de la
muerte de su padre. Él mismo
dijo: "¿A quién se le puede
ocurrir venir a comer a un sitio
como éste, entre personas que
mueven sus carros llenos de
mercadería y una música
ambiental interrumpida por
extraños mensajes cifrados? Tal
vez a los demás les suceda lo
mismo que a nosotros, y pasen
aquí el rato amargo de una
muerte feroz".
Encendí el teléfono celular
frente a él —llevaba apagado
varias horas— y me encontré
con seis mensajes. Todos
querían avisarme esta muerte, y
la iglesia cercana al
supermercado donde lo estaban
velando.
La noche anterior, me cuenta mi
amigo que no durmió pensando
en cabos sueltos de su nuevo
trabajo mientras, sin que él
supiera y sin aviso, su papá
dejaba de respirar. En su nuevo
insomnio lo acompañarán ahora
las imágenes más nítidas de su
padre, y también las más
recientes, como el almuerzo del
último domingo, en que
estuvieron juntos hasta cerca de
las seis de la tarde y hablaron
del futuro con toda la
naturalidad del mundo.
Amigo mío: cómo darte aliento.
Busco palabras, párrafos,
versos. Hay un poema de
Raymond Carver que se llama
"Fotografía de mi padre en su
vigésimo segundo aniversario".
Dice hacia el final: "Toda su
vida mi padre quiso ser un tipo
seguro. / Pero los ojos le
delatan, y las manos/ al mostrar
blandamente las percas/ y la
botella de cerveza. Padre, te
quiero/ pero ¿cómo puedo darte
las gracias, yo, que tampoco sé
tolerar el alcohol, y que ni
siquiera conozco los sitios
donde se pesca?".
Mi amigo y su padre compartían
jornadas en el Hipódromo Chile
o largos almuerzos de fin de
semana, con charla y bajativo.
Él tenía sólo 67 años, y se
controlaba médicamente con
rigor. Le encantaba andar en
bicicleta, hacer muchos
kilómetros, sortear desafíos
físicos. ¿Qué quedará de él en el
espíritu de mi amigo? Episodios
de la infancia, imágenes
fugaces, muchas imágenes,
palabras sueltas, un tono de voz,
fotografías vueltas a ver, y la
sensación inequívoca de sentirte
más huérfano que nunca, sin la
costumbre todavía de
experimentarlo más como un
recuerdo que como una de las
grandes experiencias de tu vida.
Sábado 22 de Marzo de 2008
Crímenes
Llevo poco más de dos años
documentando ciertos crímenes
que alguna vez insinuaron
ventilarse en la prensa, pero que
por distintas razones fueron
borrados rápidamente del mapa
público, como es costumbre que
suceda cuando la historia deja
de ser noticia y es removida por
la famosa actualidad, extraña
virtud del periodismo que
condena por parejo a víctimas
de carne y hueso que no exhiben
atributos para mantenerse en el
candelero de las causas
supuestamente importantes.
Uno de los primeros casos que
guardé en una carpeta fue el de
Óscar González Clarke,
profesor mío en la universidad.
Un día de octubre de 2005 leí en
el diario vespertino que
González, de quien nada supe
durante tanto tiempo y a quien
suponía feliz en algún rincón del
mundo haciendo su vida, había
sido encontrado muerto en
Argentina con un tajo en el
cuello.
Los primeros reportes decían
que a Óscar González lo habían
asesinado en Mendoza para
robarle la plata que llevaba en
su mochila, encontrada junto al
cadáver con apenas un cepillo
de dientes, algo de ropa y
fragmentos de una agenda
telefónica.
Conservé el recorte con la
noticia, y a poco andar se supo
que no lo habían matado para
robarle, porque su billetera y sus
tarjetas estaban intactas. Si lo
que querían no era robarle, ¿por
qué lo mataron entonces? Hasta
hoy, su crimen (o suicidio,
como alguien insinuó por la
depresión que lo acompañaba en
esos días) es un misterio no
resuelto.
No hay que ser detective para
darse cuenta de que los mejores
casos policiales suelen estar
llenos de misterio, y es ahí
donde radica buena parte de su
atractivo. A veces no se sabe
quién cometió el crimen, y
todos los esfuerzos en las
pesquisas pretenden identificar
al responsable. En otros casos se
sabe desde el comienzo quién
fue y se profundiza en los
móviles: dinero, ambición,
locura, celos, política, racismo.
El problema es que los crímenes
se suceden uno detrás de otro,
sin pausa, y no hay ni tiempo ni
energía suficiente para
aclararlos cuando un nuevo caso
vuelve a ocupar los titulares y
desplaza a los anteriores al
desierto del olvido definitivo.
A mí me gustan las historias
silenciadas, dejadas a un lado,
convertidas en polvo y apenas
citadas por unos pocos testigos,
familiares y amigos que quieren
mantener viva la llama del
recuerdo para combatir el vacío,
la nada y muchas veces la
impunidad con que esas
víctimas fueron ultimadas. Ese
territorio de apellidos comunes,
que hablan sin censura de la
extraordinaria fragilidad del
alma humana, es la materia
prima de esta investigación que
quiero iniciar con una frase del
escritor uruguayo Felisberto
Hernández: "Pero no creo que
solamente deba escribir lo que
sé, sino también lo otro".
Escribir lo que se sepa y lo que
no se sepa, el misterio, las
contradicciones, los vacíos, los
fantasmas, lo que pudo ser y no
llegó a concretarse. En viaje en
autobús, el gran cronista catalán
Josep Pla escribió que era
necesario tomar distancia,
viajar, desplazarse, para que al
cabo de un tiempo volvamos
sobre una idea, una pasión, un
ser humano y descubramos que
ellos, esa idea, esa pasión, ese
hombre o mujer resisten una
nueva visita: "No hay nada
como alejarse un poco para
curarse de la psicosis de la
proximidad".
Dejé reposar esta carpeta con
siete u ocho crímenes
seleccionados, de móviles
diferentes, y ahora que he vuelto
a ella para recorrer sus ramas he
descubierto que el paso del
tiempo la ha vitalizado y le ha
dado una fuerza interior enorme.
Quiero aprender de estas
historias escritas con violencia
lo que tengan para contarnos. El
alma humana no es tan
impredecible como a veces
quieren hacernos creer. Peor
aún: el alma humana es
fatalmente predecible a veces;
lo que no nos gusta es
reconocerlo.

Sábado 29 de Marzo de 2008


Fama
Tengo un amigo que es famoso
en Chile, y no sólo en Chile.
Pero es en este país donde desde
hace un tiempo ya no puede
andar tranquilo por las calles ni
ir a tomarse un café sin que le
hablen y le digan cosas, y
menos salir a comer a un
restaurante sin que le pidan
autógrafos o sacarse fotografías
con él, ahora que medio mundo
lleva cámaras en sus teléfonos
celulares.
Mi amigo anda estresado, y no
hace mucho me confesó que
estaba durmiendo poco y mal.
Le di el dato de un médico
chino que es capaz de levantar a
un muerto, pero estoy casi
seguro de que ni siquiera lo ha
llamado. Mi amigo además de
famoso es porfiado, y tiene que
tocar fondo y arrastrarse por el
suelo para pedir ayuda médica.
La última vez que nos juntamos,
en su casa, me contó una
anécdota que lo retrata
vivamente: había viajado hacía
poco a México por trabajo, y en
uno de los pocos momentos de
descanso que tuvo decidió
sentarse en la terraza de un mall
a ver pasar la vida. Fue una hora
de máxima felicidad, dice, en
que estuvo solo y nadie le prestó
atención. Mantuvo la cabeza
vacía como una pelota de tenis,
relajada, se dedicó a observar a
la gente que se desplazaba por
el centro comercial, y por un
momento tuvo la sensación de
que eso era realmente vivir.
Luego, cuando volvió a tomar
conciencia de la vida que está
llevando, se sintió nuevamente
incómodo. Porque en este
momento el trabajo lo tiene
atrapado, aún cuando no niega
que es una droga que también
sabe darle algunas
satisfacciones. A sus amigos
nos ve tarde, mal y nunca. El
teléfono celular debe
mantenerlo muchas veces
desconectado, porque es
frecuente que se sature de
llamadas, varias de ellas de
números desconocidos.
¡Qué absurda es la fama! ¡Y qué
vacía! Hay gente torpe que se
desvive por ella, que cree que
puede reportarle beneficios,
especialmente dinero, sin saber
que la fama, en este mundo de
imágenes, es esencialmente
destructiva y cruel. ¿No es
frecuente acaso que leamos o
veamos historias de hombres y
mujeres exitosos, que pensaron
y actuaron como si nunca fueran
a morder el polvo del fracaso y
la decadencia, y que después no
saben qué hacer con sus nuevas
vidas, más pedestres, menos
glamorosas, más comunes? ¿No
es la vida misma, acaso, un
viaje donde la naturaleza acaba
debilitándote físicamente y
reemplaza al vigor físico por la
sabiduría, necesaria para
enfrentar tu propia caída?
El cuarto de hora de fama de
cualquier sujeto afectado por el
virus de la popularidad suele ir
acompañado de un cóctel
explosivo: aparición sin filtro en
los medios de comunicación,
espionaje de sus vidas,
comidillo social. Hace poco leí
un libro en donde una mujer
joven le pregunta a un amigo
que recién viene conociendo:
"¿Quieres decir que, si me
conocieras mejor, tú también
acabarías presionándome como
todos los demás?". Y el amigo
le contesta: "Es posible. En el
mundo real todos vivimos
presionándonos los unos a los
otros".
El poeta Jorge Teillier no encajó
en este mundo, porque no estaba
dispuesto ni a presionar ni a ser
presionado. Estoy con Teillier.
¡Hasta cuándo! Mi amigo
famoso no es tan ajeno, en el
fondo, a este espíritu libertario:
mañana mismo se iría de pesca
al sur, si pudiera, y dejaría de
vivir el estrés de las presiones.
Se iría de pesca y yo le regalaría
un poema de Teillier, para que
lo lea en paz: "La poesía debe
ser una moneda cotidiana/ y
debe estar sobre todas las
mesas/ como el canto de la jarra
de vino que ilumina los caminos
del domingo./ La poesía es un
respirar en paz/ para que los
demás respiren./ Un poema/ es
un pan fresco/ un cesto de
mimbre".

Sábado 5 de Abril de 2008


La flor de la edad
Hay un personaje
entrañablemente divertido en
una de las novelas más
graciosas de Vargas Llosa, La
tía Julia y el escribidor: el
boliviano Pedro Camacho.
Autor de radioteatros floridos,
solemnes y truculentos,
Camacho tiene la costumbre de
situar a los protagonistas de sus
historias en lo que él llama la
flor de la edad: los cincuenta
años.
Nunca pude sacarme ese dato de
la cabeza después de leer la
novela. Todos sus personajes,
absolutamente todos, estaban en
la flor de la edad, la
cincuentena, además de tener
"frente ancha, nariz aguileña,
mirada penetrante y rectitud y
bondad en el espíritu".
¿Será cierta la afirmación de
Camacho, de que los cincuenta
años son la mejor edad de la
vida? El asunto es
particularmente ocioso, pero al
menos sirve para reflexionar
sobre el tiempo y sobre lo
vivido. ¿Será que uno se acerca
al medio siglo (¡medio siglo!) y
empieza a ver con asombro que
la mayoría de los demás son
más jóvenes? ¿Será que el
tiempo personal empieza a
correr a velocidades extremas, y
que de su paso comienza a
quedar el sabor de lo
inconcluso, de los caminos
andados a medias, de las
verdades relativas?
En un libro de conversaciones
con el cronista Josep Pla, el
catalán asegura que la mejor
edad para él se sitúa entre los
treinta y cinco y los cuarenta, y
que sería igual para el hombre y
la mujer: cuando ya se ha
superado la vena romántica de
la juventud, de la que sólo
cosechamos, según Pla, grandes
disgustos. Esto lo dijo cuando él
tenía como 65 años, y confesaba
aún ser casto. Hablaba con el
peso de su propia experiencia, y
afirmaba que no haber conocido
hasta entonces el amor le
permitía aún tener una idea
positiva de él.
A uno le gustaría creer que el
mejor momento de su vida
todavía no llega, y que no será,
ciertamente, cuando esté a un
paso de estirar la pata, por
mucha sabiduría que haya
intentado acumular. Camacho
puede que tenga razón, y si es
así debería estar preparándome
ya para sacarle lustre a la
cincuentena.
Qué arbitrario es todo esto. Sí,
¿pero qué vida tomada de una
en una no es también sino un
cúmulo de arbitrariedades y
verdades a medias, sujetas al
azar, a las oportunidades dadas
o negadas, al misterio de lo
incomprensible por la razón?
La época en que somos jóvenes,
coincido con Pla, es
reconocidamente complicada,
no sólo por la furia romántica;
hay un cierto consenso entre los
que ya transitamos la juventud
de que, al menos
emocionalmente, síquicamente,
se trata de un período
tormentoso, potente en lo físico
pero casi siempre errático y
lleno de angustias.
En una novela de Philip Roth,
El profesor del deseo, el
narrador pregunta, a propósito
de la relación entre el placer y el
deber: "¿No llega un momento
en el camino de la vida en que
acatamos el deber, damos la
bienvenida al deber, como antes
se la dábamos al placer, a la
pasión, a la aventura; un
momento en que el deber es un
placer, y el placer deja de ser un
deber?".
Es brava la pregunta. Si
seguimos la lógica del personaje
creado por Roth, los cincuenta
años, la flor de la edad de la que
habla Camacho sería un tiempo
sin mayor brillo, de decadencia
física, donde se impondrían los
grises de lo obligatorio, de lo
prudente, de lo que debemos
hacer para salvar nuestra propia
imagen de sujetos adultos,
supuestamente maduros. Es
complicado rendirse a esta
evidencia. La vida es, vuelve a
decirnos Josep Pla, una cosa
tremenda, una cosa
absolutamente tremenda en la
cual, al final, bien vale una
dosis de escepticismo para
estabilizar un poco las cosas y
hacer que los años duren más.
Nunca sabremos con certeza
cuál fue nuestro mejor
momento. Eso podrán
sospecharlo los demás. El
tiempo avanza ahora a una
velocidad supersónica, y yo me
hago eco de Pla: me dejo
acompañar por una cuota de
escepticismo, no demasiado, el
suficiente para sonreírle con
timidez a lo que viene, a todo lo
que está por pasar y aún no
sucede.

Jueves 10 de abril de 2008


Energía
Cuando veo cerca mío a cabros
chicos correr de un lugar a otro,
con prisa y sin pausa, y después
jugarse tres pichangas al hilo, y
al rato encerrarse en un
computador hasta que les sale
humo de la cabeza, no puedo
creer la energía que estos bichos
llevan dentro y son capaces de
gastarse en un solo día. La
energía la recuperan rápido,
porque a la mañana siguiente,
bien temprano, están listos para
una nueva jornada, mientras uno
a duras penas batalla con la
carga normal del día a día, y
precisa de pausas sistemáticas
para recobrar el entusiasmo o al
menos una cuota de vitalidad
que te permita pararte en este
mundo con cierto decoro. Esta
misma comprobación me lleva a
pensar que, conforme pasa el
tiempo, uno debe ser cada vez
más selectivo con las energías
de que aún dispone. Casi en una
operación matemática, me
animo a sacar cuentas de lo que
me gusta hacer y lo que no. Y
concluyo que debo tratar de
hacer el máximo de cosas que sí
me agradan, y reducir al mínimo
las que me aburren o
derechamente no quiero hacer.
Una ecuación que al menos
sirve para enfocarte, pero que
debe confrontarse día a día con
los benditos billetes que
necesitamos para parar la olla.
A veces, tal vez en la mayoría
de los casos, nada resulta como
estaba previsto -por eso existen
las Leyes de Murphy y todas
esas tonterías que encierran
sabiduría cotidiana- y nos
pasamos un buen tiempo
tapando hoyos, haciendo
diligencias y trámites absurdos,
sin el momento necesario para,
por ejemplo, pensar.
Simplemente pensar, o escuchar
los latidos de la cuchara, o
sentirle el gusto al agua que
tomamos, o reparar en el brillo
de los ojos de los que nos
rodean, o leer en paz. Algo que
sea distinto a funcionar, ese
estado degenerativo que acaba
atrofiándote el cuerpo y el
espíritu si no reaccionas a
tiempo. Leer en paz con un lápiz
y una libreta de notas junto a
nosotros, para capturar alguna
frase si es preciso es una de las
cosas que más necesito hacer
para sentir que no malgasto mis
energías. Ayer leí una entrevista
al escritor italiano Umberto Eco.
Una voz que me interesa y que
una vez más no defraudó. Título
de la entrevista: “El que se
sienta totalmente feliz es un
cretino”. Gran frase. Jubilado a
los 76 años, sigue dando clases,
vive rodeado de libros nuevos y
antiguos, se corta el pelo y
recorta la barba donde Antonio,
su peluquero, y no cree en la
felicidad: “Creo solamente en la
inquietud; o sea, nunca estoy
feliz del todo, siempre necesito
hacer otra cosa”. Eco admite
que en la vida hay felicidades
que duran diez segundos, o
media hora, como cuando nació
su primer hijo, pero que suelen
ser momentos breves,
brevísimos: “Alguien que es
feliz toda la vida es un cretino.
Por eso prefiero, antes que ser
feliz, ser inquieto. La verdadera
felicidad es la inquietud. Ir de
caza, no matar al pájaro”.
Cuando chico, el mejor
momento de ir a ver un partido
de fútbol era la ceremonia
previa: saber que uno iría al
estadio, imaginarse la escena,
subir unas escaleras y
encontrarse con un paño verde
inmenso de pasto en donde en
un rato veintidós tipos de
uniformes coloridos correrían
detrás de la pelota, y donde, tal
vez, te reservaban la gloria de
gritar uno, dos o más goles de tu
equipo. ¿Y cuál era el peor
momento? Cuando faltaban
cinco minutos para que
terminara el partido y tu papá te
decía que debían irse, cuando el
resultado aún era incierto y
podía más la obsesión por salir
rápido, sin ninguna
consideración por la escena
dramática que se estaba
consumando en ese escenario.
Qué frustración más grande.
Qué energía reprimida más
feroz. Me gustaría, como Eco,
conservar energía suficiente
para no echarme a morir aunque
ya quede poco tiempo. Tener
muchos libros encima aún por
leer, alguna idea por escribir, y
sendas conversaciones con
hijos, amigos, mujeres del
planeta. Repito con él: “La
verdadera felicidad es la
inquietud. Ir de caza, no matar
al pájaro”.

Jueves 17 de abril de 2008


La gorra de Fidel
Recibo una carta de un lector
del sur, de Osorno. Un profesor
de matemáticas que ha vivido
desde que tenía trece o catorce
años con un recuerdo que no
logra sacarse de la cabeza, de
cuando era estudiante de octavo
básico en la escuela básica
número 73 de Rahue Alto, y que
escribe simplemente para
contarme esta imborrable
historia de su infancia. El lunes
10 de diciembre de 1973, tres
meses después del golpe militar,
su profesora de arte lo citó junto
a un grupo de alumnos para
reunirse después de almuerzo en
la escuela. La idea,
aprovechando las
extraordinarias dotes de uno de
los compañeros y de un pequeño
ejército de ayudantes del que él
formaba parte, era copiar unos
murales de Gauguin. El lector
recuerda que la profesora de arte
había sido una ferviente
simpatizante de la Unidad
Popular en tiempos de Allende,
y que se comportó como una
calcetinera la vez que Fidel
Castro vino a Chile y visitó
Puerto Montt. Ese día, Fidel tiró
al aire su quepis militar y la
profesora, con mucha fortuna, lo
capturó al vuelo y luego lo llevó
a la escuela para exhibirlo como
un trofeo, tal como las fans
conquistan una prenda de su
estrella de rock favorita o de un
actor de Hollywood. Aquel 10
de diciembre de 1973, la
profesora de arte no llegó a la
cita acordada, y los muchachos
pensaron por un momento que
pudo haberle pasado algo malo.
Eran tiempos bravos, de
desbande, persecución y
soplonaje. La esperaron un rato
prudente, y como no apareció, y
como hacía calor, decidieron ir
a bañarse todos al río en patota,
a un sector llamado La
Trinchera, en una zona peligrosa
donde los ripieros sacan arena
del río y se forman muchos
hoyos. Después de bañarse,
mientras lavaba su traje de baño
en el río, Marcelo —así se llama
el lector— vio y escuchó cómo
tres de sus compañeros
empezaban a ahogarse. Entre
ellos, dos hermanos del mismo
curso. Cuento corto: dos de los
tres muchachos en problemas
lograron salvarse, pero uno de
los hermanos se hundió sin
remedio en las aguas del río, y
se ahogó. Volvieron destrozados
de La Trinchera, llorando, y
pasaron a la escuela a contar la
desgracia. Una de las profesoras
presentes se hizo cargo de ir a
avisarles a los padres del
muchacho. Marcelo escuchó
cuando le dieron la noticia a esa
madre: “Escuché el grito más
desgarrador de toda mi vida. La
mamá decía: ¡Los dos vivos o
ninguno, los dos vivos o
ninguno! Jamás olvidé ese
grito”. Nunca supo Marcelo por
qué no llegó a la cita la
profesora de arte. Días después
reapareció ella en la escuela, y
el tema no fue aclarado. El azar
escribió en parte el destino de
ese muchacho ahogado en el río,
que Marcelo recuerda hoy con
extraordinaria nitidez. Conecto
la narración del lector con un
relato de la infancia de Paul
Auster, de cuando tenía trece o
catorce años y fue de excursión
al bosque con compañeros de
escuela. Los sorprendió de
improviso ese día una
impresionante tormenta de agua,
rayos y truenos. Decidieron
buscar un claro lejos de los
árboles, y el que encontraron
estaba cercado por alambre de
púas. Hicieron una fila para
pasar ordenadamente bajo la
alambrada, y Paul Auster quedó
justo detrás de un muchacho que
se llamaba Ralph. Cuando le
tocó el turno a Ralph de
atravesar el cerco de alambre,
cayó un rayo que lo fulminó.
Paul Auster pensó que Ralph se
había desmayado, y lo arrastró
un poco para que los demás
pudieran seguir pasando. Pero
Ralph no reaccionó, y sus labios
se fueron poniendo morados, y
sus manos más frías, y ya
pronto todos comprendieron que
Ralph estaba muerto. Si Paul
Auster hubiera estado delante de
Ralph en la fila, tal vez él
hubiera sido el electrocutado.
Nunca sabremos con certeza
cuánto de azar cargamos en
nuestras propias vidas. Sólo
sabemos que el destino y el
azar, muchas veces, transitan
por el mismo camino.

Jueves 24 de abril de 2008


Pepa de oro
“No creo que para escribir sea
necesario ir a buscar aventuras”,
escribió Julio Ramón Ribeyro
en sus Prosas apátridas. “La
vida, nuestra vida”, dice, “es la
única, la más grande aventura”.
Sintonizo con Ribeyro y me
dejo seducir por sus palabras.
Anoche recordé y narré en una
mesa de amigos un episodio que
conservo en la memoria como
pepa de oro: la vez en que
estaba próximo a editar mi
primer libro, y decidí pedirle a
Julio Martínez que escribiera el
prólogo. Lo había citado tantas
veces en mis textos, lo había
escuchado en la radio y lo veía
con frecuencia en sus
comentarios deportivos en
televisión, pero nunca había
cruzado una palabra con él. Más
de una vez me tocó
acompañarlo subiendo las largas
escalinatas del estadio Nacional
que desembocan en las casetas
de transmisión, y no me atreví a
hablarle. Julio Martínez era una
institución del periodismo, y yo
un mozalbete que hacía sus
primeras armas en el género de
la crónica y quería su bendición.
Averigüé cómo contactarlo, y el
teléfono de la casa de Jota Eme
era un secreto de Estado. Lo
mejor, me dijeron, era ir a
hacerle guardia a la radio
Minería, a donde iba todos los
días a la hora de almuerzo a
hacer su programa deportivo.
Fui: nervioso, expectante, con
los originales fotocopiados del
libro bajo el brazo, esperé a que
asomara por el hall de la radio
sin saber demasiado bien qué
decirle. A la hora señalada
asomó Julito, y lo abordé. Me
miró con cara de sorpresa, pero
se detuvo a escucharme. —Don
Julio, buenas tardes, soy
periodista, tengo escrito un libro
de crónicas de fútbol, y para mí
sería un honor que usted me
escribiera el prólogo −le dije,
extendiéndole la carpeta con las
fotocopias. Julio Martínez
recibió la carpeta y rápidamente
me contestó: -Mire, muchacho,
yo no sé si su libro me va a
gustar o no. Vuelva en
exactamente dos semanas más,
y si el libro me parece, aquí
estará su prólogo. En caso de
que no me guste, le dejo aquí en
recepción su carpeta. ¿Está
bien? Por supuesto que estaba
bien. Esos fueron días de mucha
ansiedad. Saber que Julio
Martínez estaba leyendo mis
crónicas, y que al mismo tiempo
las estaba juzgando, me ponía
derechamente nervioso. Al cabo
de dos semanas, fui nuevamente
a hacerle guardia en la radio, y
Julio Martínez apareció por el
hall con un sobre de color café
en sus manos. Supe de
inmediato que dentro de ese
sobre estaba su prólogo. -Me
gustó su libro, muchacho. Así
que le escribí unas líneas, que
espero le parezcan bien —
disparó al aire, cordial. Le di la
mano, no sé qué palabras usé
para darle las gracias, y bajé
rápidamente a la calle para leer
cuanto antes su texto escrito con
máquina de escribir sobre papel
roneo. Era septiembre de 1989.
Hasta hoy guardo esas dos hojas
de papel, más la copia de una
fotografía que nos tomaron en la
estación Mapocho cuando
presentamos el libro un mes más
tarde junto a mi amigo Nibaldo
Mosciatti y el propio Julio
Martínez, que por supuesto se
robó la película y los aplausos
ese mediodía en que recordó los
años de la vieja democracia en
Chile, cuando la estación
Mapocho era local de votación o
cuando el andén se desplomaba
por la cantidad de gente que
venía a recibir al actor mexicano
Jorge Negrete. Julio Ramón
Ribeyro escribe que el arte sólo
se alimenta de aquello que sigue
vibrando en nuestra memoria.
Puede ser “el empapelado de un
muro que vimos en nuestra
infancia, un árbol al atardecer,
el vuelo de un pájaro o aquel
rostro que nos sorprendió en el
tranvía”. Ahora que Julio
Martínez está muerto, quedan
ciertos recuerdos suyos fijos en
mi memoria. La espera en el
hall de una radio, un sobre color
café, palabras suyas que me
empujaron, me dieron aliento,
me hicieron soñar nuevos libros,
viejas y nuevas historias para
contar.

Viernes 02 de mayo de 2008


Esa golondrina
¿Existen los recuerdos puros?
¿O son todos inventados? El
otro día creí volver a sentir el
aroma de las salas de cine de mi
infancia, en el centro de
Santiago, adonde me llevaba mi
tía Mari a ver comedias de
Louis de Funes. Lo que percibí
fue algo tan preciso como el
olor que desprendían las
butacas, el piso alfombrado y
aquellos bronces que indicaban
la letra de la fila y el número de
asiento. También creí escuchar
la voz estridente del francés. A
Louis de Funés lo recuerdo
calvo y con los ojos medio
desorbitados, con un ligero
parecido al viejo y conocido
Abdulah que aparecía en
nuestro Sábados gigantes, y
probablemente reía de buena
gana en sus películas. Tal vez lo
mejor de todo era acabar aquel
paseo al cine en un salón de té,
disfrutando junto a mi madrina
una copa de helado de pistacho
y un trozo de torta de piña. Ya
no recuerdo qué películas del
comediante francés fui a ver, y
cuántas fueron. Me confundo
con Luis Sandrini, cómico
argentino al que también creo
haber visto en más de una. A
propósito de recuerdos puros,
leo en Opiniones contundentes
una entrevista a Vladimir
Nabokov, en donde el escritor
transcribe un poema que
escribió en ruso. No se entiende
nada, por supuesto. Habría que
leer muy bien el ruso para poder
traducirlo y disfrutarlo. Por eso,
Nabokov decide explicárselo al
periodista que lo entrevista, y la
explicación es un nuevo poema:
“Se refiere a dos personas, un
muchacho y una chica, que
están sobre un puente, contra el
reflejo de la puesta del sol, y
hay unas golondrinas que se
deslizan rasándolos, y el
muchacho se vuelve a la chica y
le pregunta: dime, ¿te acordarás
siempre de esa golondrina? No
de cualquier golondrina, no de
estas golondrinas, sino de esa
golondrina particular que pasó
rasando. Y ella contesta: claro
que sí, y ambos estallan en
llanto”. La emoción de los
muchachos, probablemente
adolescentes, probablemente
enamorados, los lleva a creer
que lo que viven podrá ser
siempre recordado con la misma
intensidad y nitidez. El llanto de
uno, lector emocionado, es
probablemente el inverso: nace
de saber que el olvido se
instalará en sus vidas y que esa
golondrina rasante, que ha
pasado cerca de ellos, nunca
más podrá ser evocada del
mismo modo y con la misma
intensidad por los muchachos.
Qué fácil, además, si se trata de
dos jovencitos, sería aventurar
que ambos emprenden rumbos
distintos en el tiempo, y tal vez
nunca vuelven a encontrarse. El
poema es un intento, vano,
incompleto, imperfecto, por
capturar con palabras la misma
golondrina que pasó rasando sus
cabezas y se fijó en la memoria
de los dos muchachos,
haciéndoles sentir hasta el
escalofrío que ese momento que
estaban viviendo era único e
imborrable. Acostumbrados a
recurrir a la memoria para
articular la vida, descubrimos en
ella un arsenal de novedades
insospechadas. Juan Villoro, en
el prólogo de Trilogía de la
memoria, de Sergio Pitol, dice
que el autor se entrega al pasado
para averiguar qué hay ahí: “Lo
leído, lo imaginado, lo vivido y
lo soñado pertenecen a una
experiencia común: el recuerdo
que alecciona. Pitol no
rememora lo que ya conoce. Su
evocación es una búsqueda”. Lo
que más me gusta de escritores
como Villoro y Pitol es que
ellos saben que a los recuerdos
no se los puede dominar, y que
siempre será mejor asomarse a
una ventana que a un espejo.
Leer a Nabokov, a Villoro y a
Pitol es una puerta de entrada a
mis propios recuerdos, que
nunca saben con certeza si
mañana formarán parte de un
relato. Sé que fui al cine a ver
comedias en las que actuaban
Sandrini y Louis de Funes.
Ahora me invento que en esas
tardes fui feliz, y que tal vez mi
madrina fue también feliz
llevándome de la mano más
tarde a tomar un helado. Casi
cuarenta años más tarde, mi
madrina y yo juntos en el cine
somos parte de un recuerdo
tímido, difuso, que en cualquier
momento se evapora.

Viernes 09 de mayo de 2008


Infierno
A veces me acuerdo de él.
Ahora mismo veo su cara en
una de las pocas fotografías
suyas que hay disponibles, un
retrato que le hizo el fotógrafo
Álvaro Hoppe en la revista Apsi
poco después de que llegara de
Estados Unidos. Había dejado
Chile en 1976 cuando tenía
nueve años, y volvía una década
más tarde, cuando aún no
cumplía veinte. Llevaba pocas
semanas de vuelta en Chile
cuando lo conocí. Le gustaba
mucho la fotografía y andaba
siempre con su cámara a
cuestas. Creo que estaba
haciendo algo parecido a una
práctica en la revista, por eso
iba siempre a la redacción, ahí
en calle Alberto Reyes, a pocas
cuadras del puente Pío Nono. Se
llamaba Rodrigo Rojas de Negri
y venía de Washington, donde
vivía con su mamá exiliada.
Cruzamos pocas palabras. La
imagen suya más nítida que
conservo es cuando veíamos
todos juntos los partidos del
Mundial de México en la sala de
reuniones de Apsi, obsesionados
como estábamos con llevarnos
al final el pozo acumulado de
una lotería de resultados que
seguíamos apasionadamente.
Ése fue el Mundial en que
Maradona le metió a los
ingleses un gol con la mano.
Rodrigo Rojas a veces venía a
ver los partidos con nosotros.
Como fotógrafo, era temerario,
más por ingenuidad que por
vocación. No medía los riesgos,
imagino que porque tenía 19
años y apenas había vivido en
Chile. Hace poco nos juntamos
a tomar café con Álvaro Hoppe,
y me contaba que una vez iban
en el metro con Rodrigo Rojas,
el vagón casi desocupado, junio
de 1986, y arriba del carro un
grupo de oficiales de la Escuela
de Carabineros muy bien
trajeados, las botas
impecablemente lustradas.
Rojas le dijo a Hoppe que les
hicieran una foto, y Hoppe le
contestó que no, que él no se iba
a arriesgar a una reacción
violenta de alguno de ellos.
Rodrigo Rojas no se amilanó y
les tomó un par de fotos, y hasta
les habló en inglés, cree
recordar Hoppe, y el asunto no
pasó a mayores, aunque igual lo
miraron feo. La mañana del 2 de
julio de 1986, día de protesta en
Santiago, muy temprano,
Rodrigo Rojas iba junto a un
grupo de jóvenes a participar en
una manifestación contra
Pinochet en la comuna de
Estación Central. El grupo
llevaba neumáticos y un bidón
de parafina para hacer una
barricada en la calle. Fueron
interceptados por una patrulla
militar que los persiguió y
detuvo a dos de ellos: Carmen
Gloria Quintana y el propio
Rodrigo Rojas. Los tiraron en la
calle, los golpearon con las
culatas de los fusiles, los
rociaron con parafina, les
prendieron fuego y
contemplaron la escena
macabra. Después, un jefe
militar ordenó que los cubrieran
con frazadas, los subieron a un
camión del Ejército y los
arrojaron lejos de allí, cerca de
una acequia en Quilicura.
Carmen Gloria Quintana
sobrevivió de milagro, a pesar
de tener buena parte de su
cuerpo quemado, pero Rodrigo
Rojas de Negri no resistió y
murió a los pocos días. Me
acuerdo de cuando fuimos a
enterrarlo: de la misa y el
funeral, del miedo que sentí
porque el cortejo acabó
violentamente, como era
costumbre en esos días, con
guanacos, bombas lacrimógenas
y demasiada rabia en el aire.
Mientras tomamos café con
Hoppe, él recuerda detalles de la
vida de Rodrigo Rojas que
nunca antes habíamos
comentado. Me cuenta que a
Rojas le gustaba mucho una
fotógrafa que había sido
compañera mía en la
universidad, muy guapa por lo
demás, y que siempre
preguntaba si iba a estar ella en
las protestas a donde él llegaba
con su cámara. Rodrigo Rojas
vivió el infierno, y los que lo
rodeábamos en esos días fuimos
testigos del horror. Ahora que
han pasado más de veinte años,
vuelvo a ver su cara en páginas
de internet y en el libro de
fotografías de Álvaro Hoppe El
ojo en la historia: allí está Rojas
dejándose retratar con Inés
Paulino, Patricia Moscoso y
Astrid Ellicker en la redacción
de Apsi. Viste un chaleco con
rombos. Es invierno. Las
mujeres aparecen con bufandas.
Deben faltar pocos días para que
el muchacho sea quemado vivo
por una patrulla de militares.

Jueves 15 de mayo de 2008


Rayuela moscovita
Viajé a Moscú en el verano
europeo de 1985. Había salido
muy poco de Chile, y la revista
Apsi me enviaba como
periodista a cubrir el Festival
Internacional de la Juventud en
la capital soviética. Lo de cubrir
el evento es un decir, porque las
indicaciones del director fueron
claras y precisas: “El festival,
periodísticamente hablando, nos
interesa un rábano. Anda a
pasarlo bien, cabrito; a conocer,
a ganar experiencia”. Qué
mejor. El viaje duraba tres
semanas. No tenía la obligación
de reportear nada ni de
entrevistar a nadie. ¿Por qué
estas cosas ya casi no suceden?
La invitación de los comunistas
rusos incluía todo: pasajes en
Aeroflot ida y vuelta desde
Buenos Aires con escala en
Recife, Dakar y Argel,
alojamiento, las cuatro comidas,
y creo que hasta un modesto
viático que alcanzaba para
traerse una muñequita rusa, de
madera. Nos alojaron a los
chilenos que íbamos en el hotel
Sputnik, un hotel grande y
rectangular administrado por los
principales sindicatos
moscovitas. Quedaba en la calle
Lenin, a pocas cuadras de una
plaza donde se erigía una
estatua gigante del propio líder
de la revolución bolchevique.
Lo divertido del caso es que en
esos días se estaban haciendo
trabajos en la plaza, y a Lenin lo
tenían todo forrado para que no
se llenara de polvo. La tela que
lo cubría dejaba ver, eso sí, el
inmenso tamaño de su bototo.
Uno se paraba al lado del bototo
de Lenin y se veía enano, a
punto de ser pisoteado como
una hormiga por la tremenda
humanidad de Vladimir Ilich.
Me tomé muy a pecho las
indicaciones de mi director, y
no hice nada para la revista,
salvo echar la talla, zafar de los
traductores oficiales del festival
y arrancarme solitario por la
ciudad para gozar de los
privilegios que me otorgaba la
credencial de invitado especial
del gobierno soviético.
Mostrábamos la credencial y
pasábamos gratis en la micro, en
el metro, y con la misma
credencial entrábamos a las
fiestas que se hacían de tarde y
de noche en los distintos hoteles
donde se alojaban las
delegaciones de todo el mundo.
Así fui a la Plaza Roja, así
aplané calles y parques, así
divisé en vivo y en directo los
misteriosos autos oficiales de
color negro en que se
desplazaban por Moscú los
jerarcas rusos. Para no andar de
vago todo el día, me inscribí en
un taller de literatura donde
conocí a una alemana oriental
llamada Ina, que hasta hoy
sueño con volver a ver un día:
era demasiado bella. Ina, que
apenas tenía 19 años, quería
saber más de Pablo Neruda y de
la poesía chilena que se escribía
en el exilio, y yo, en un
rudimentario inglés, me ufanaba
ante sus ojos de interesarme
como nadie en los versos
nacionales. Hubo ratos libres en
que organizábamos
campeonatos de rayuela en el
estacionamiento del hotel con
otros chilenos, para lo cual
usábamos por supuesto
monedas rusas con la efigie del
propio Lenin. Hasta que un día
apareció un policía por el lugar,
tomó una de las monedas del
piso y empezó a retarnos en
ruso. Como no entendíamos
nada, no le hicimos caso y
seguimos jugando, pero el tipo
se puso bravo. Tuvimos que
llamar a una traductora, y ella
nos explicó la molestia del
oficial: estábamos aporreando
en el suelo a Lenin, el líder de la
revolución. Lo tirábamos en
forma de moneda al aire y
dejábamos que se estrellara
contra el asfalto, y
celebrábamos cuando la moneda
caía quemada sobre la raya
amarilla del estacionamiento de
autos. Le faltábamos el respeto,
en otras palabras. Hasta hoy me
río de la anécdota, y no dejo de
pensar en todas las estatuas
revolucionarias que fueron
arrasadas después que cayó el
Muro. ¿Qué será de Ina?
¿Seguirá interesada en Pablo
Neruda? ¿Qué será de ese
policía? ¿Guardará monedas de
recuerdo? Con esa mentalidad
que tenía el uniformado, cuántas
cosas absurdas y también
cuántas órdenes siniestras habrá
ejecutado en nombre de la
revolución.

Jueves 22 de mayo de 2008


Tío Claudio
Vive solo en Valparaíso, en una
casa que heredó de sus padres
en el cerro Playa Ancha.
Trabaja de noche. Ahora es
guardia nocturno de una
compraventa de autos en Viña
del Mar, pero desde muchacho
que le gustó ganarse la vida a
una hora en que la mayoría de
los mortales o está de fiesta o
duerme. Siempre quiso vivir al
revés de los demás. No por
llevar la contraria, sino porque
simplemente él es diferente, un
explorador del abismo. Antes de
almuerzo, acostumbra a caminar
por las calles del cerro sin trabar
mayor contacto con los vecinos.
Es un hombre solitario. Ahora
bordea los 45 años de edad, y el
mito que se alienta entre sus
familiares es que el hombre está
virgen, que no ha habido una
mujer en su vida. En las tardes
se echa en su cama a escuchar
radio, una radio a pilas a la que
no abandona. Lo que más le
interesa escuchar son noticias
sobre Santiago Wanderers, y por
supuesto ir a la cancha cuando
juega el equipo en Valparaíso.
Wanderito, así lo llama él, es la
única cosa en la vida que parece
importarle. El nochero se llama
Claudio, me cuenta su sobrino:
“En octubre de 2005 no llegó
una noche al trabajo, y tampoco
llamó para dar una explicación.
Al día siguiente nadie pudo
ubicarlo, y se perdió por varias
semanas”. Al comienzo no hubo
demasiada preocupación en la
familia, porque no era primera
vez que hacía la gracia de
desaparecer sin motivo
aparente. Pero al cabo de varias
semanas en que no había rastro
suyo, empezó a cundir cierto
nerviosismo. Escucho una
canción de Jaime Roos que
perfectamente pudieron
cantársela en esos días: “Dicen
que se fue, dicen que está acá.
Dicen que se ha muerto, dicen
que volverá”. Cuando se
cumplió más de un mes de su
desaparición, sus pocos amigos
y conocidos colocaron carteles
en las calles del cerro
difundiendo su cara morena, a
ver si alguien daba alguna pista
de su paradero, pero no hubo
novedades. Cerca del año
nuevo, el caso quedó en manos
de los carabineros. En enero de
2006, tres meses exactos
después de su retirada, sonó el
teléfono en la casa de uno de sus
hermanos, y era él. Se
escuchaba lejano, con alguna
interferencia: “Estoy bien”, dijo,
“creo que en dos meses más
regreso”. Alcanzó a preguntar
cómo le había ido a Wanderito y
la comunicación se cortó. El
hombre cumplió su palabra y
apareció vivo y sano en la fecha
prevista. No dijo nada de qué
había hecho en todo ese tiempo.
Alguien comentó en la familia
que había estado trabajando
como temporero en el valle del
Elqui, o tal vez más al norte.
Nunca se supo. De su trabajo ya
lo habían despedido, pero no le
costó demasiado encontrar uno
nuevo, ahora como guardia
nocturno del cementerio de
Playa Ancha. Volvió a la radio a
pilas, a Santiago Wanderers, a
las caminatas solitarias del
mediodía, a la siesta vespertina.
Hará cosa de un año, su sobrino
que me cuenta la historia lo fue
a visitar con su mamá a
Valparaíso. Le llevaron comida,
bebidas y un montón de
ejemplares viejos de la revista
Don Balón. No cruzaron
demasiadas palabras. Ese día,
además, el hombre estaba un
poco malhumorado porque su
radio se había descompuesto:
“Al rato nos fuimos; él quería
estar solo, lo noté en sus ojos”.
No lo han vuelto a ver, y de
cuando en cuando reciben
alguna noticia suya. Aquel
nochero es un explorador del
abismo, parafraseando a
Enrique Vila Matas, que en su
último libro escribe mirando al
vacío de frente, a los ojos, y cita
el fragmento de un relato de
Kafka que es magnífico:
“¿Adónde cabalgas, señor? No
lo sé, fuera de aquí. Siempre
fuera de aquí, sólo así podré
llegar a mi meta. ¿Así que
conoces tu meta? Sí, acabo de
decirlo. Fuera de aquí, tal es mi
meta”.
Jueves 29 de mayo de 2008
Misterios
¿Qué tanto sabemos de la vida,
qué tan poco? ¿Se puede hablar
de la vida sin antes decir mi
vida? Lo que cuenta para un
hombre, ¿forzosamente vale
para el género humano? Lo sé,
lo sé. Son preguntas a las que no
se puede responder con un sí o
con un no. Y quizás por eso
mismo me atraen, y me obligan
a seguir viviendo en cierto
estado de alerta, dispuesto a
atrapar fogonazos de lucidez en
medio de la batalla diaria.
Mientras aguardo que eso
ocurra, leo. Leo una entrevista a
William Faulkner en la cual el
escritor dice tener
“temperamento de vagabundo”,
y sonrío con él. Es maravillosa
su descripción de los horrores
del trabajo de ocho horas
diarias: “No me gusta tanto el
dinero como para trabajar por
él. En mi opinión, es una
vergüenza que haya tanto
trabajo en el mundo. Una de las
cosas más tristes que suceden es
que lo único que un hombre
puede hacer durante ocho horas
al día, un día tras otro, es
trabajar. No puedes comer ocho
horas al día ni beber ocho horas
al día ni hacer el amor ocho
horas al día, lo único que puedes
hacer ocho horas al día es
trabajar. Y ése es el motivo por
el que el hombre hace que él
mismo y todos los demás se
sientan tan miserables y
desdichados”. Si vas a ocupar
parte de tu vida en formularte
cuestiones como éstas, es mejor
que te acompañe un
temperamento ocioso a uno
demasiado hiperkinético,
nervioso y competitivo. Me
pone contento, debo
reconocerlo, haber formulado
para mí mismo a los cuarenta y
cinco años de edad, es decir
hace un año, que renunciaba de
antemano a cualquier carrera; de
distancias cortas o largas, da
igual. No quiero correr ninguna
carrera de nada, ni siquiera la
maratón de la existencia, que
nunca sabrás cuándo llegas a la
meta. Esta definición de las
cosas me serena. No quiero
correr ni como padre, ni como
pareja, ni como amigo, ni como
periodista, ni como escritor, ni
como profesor, ni como
ciudadano, ni como vecino, ni
como nada. Simplemente quiero
aprender a vivir sabiendo de
antemano que la mayoría de las
cosas jamás podré
comprenderlas del todo, y que
eso mismo es una buena razón
para mantenerte vivo, lúcido y
activo mientras el cuerpo te lo
permita. Renuncio a la
competencia. No quiero llegar
antes que nadie a ningún sitio.
No quiero ganar. ¿Esto es pedir
demasiado? Me jubilo bien
joven, y me paso a la vereda de
enfrente a tratar de dilucidar
misterios. Sigo leyendo. Leo
ahora a Saúl Bellow, que ironiza
con aquellos que rechazan la
vida por tratarse de una pura
tragedia que no alcanza sus
estándares de intelectuales
filosóficos. Bellow reivindica el
misterio: “El misterio es
demasiado grande. Así que
cuando ellos llaman a la puerta
del misterio con los nudillos del
conocimiento, estaría bastante
bien que la puerta se abriera y
un poco de poder misterioso les
salpicara en el ojo”. Lo que
quiere decir Bellow, en otras
palabras, es que “la existencia,
dejando de lado cualquiera de
nuestras opiniones, tiene valor,
de que la existencia es algo
valioso”. ¿Cómo negar tamaña
evidencia? ¿Cómo no querer
aprovechar la única oportunidad
que se nos ofrece en este
mundo, de un modo inconsulto
eso sí, pero real y tangible como
un mote con huesillos
refrescante en el verano, o una
lluvia torrencial que dejas que
caiga sobre tu cara? Por eso leo.
Para viajar a través de las
palabras, para mantener vivo el
pensamiento y el misterio, para
después volver a leer y
serenarme un poco en mitad del
caos, como dice el propio
Bellow: “Creo que el arte tiene
algo que ver con lograr la
quietud en mitad del caos. Una
quietud que caracteriza a la
oración, también, y al ojo de la
tormenta. Creo que el arte tiene
algo que ver con detener la
atención en plena distracción”.

Viernes 06 de junio de 2008


Amigos que llaman
Un amigo al que quieres mucho,
y al que no ves demasiado, te
llama porque necesita liberar
una angustia. Una mamá del
curso del colegio de una de sus
hijas se murió de repente, sin
aviso. Se sintió un poco mal en
la mañana, pero no le prestó
demasiada atención. En la tarde
alcanzó a ir a un cumpleaños,
pero sospechó que su salud no
andaba bien y partió a la
urgencia de una clínica. La
internaron de inmediato. Había
sido atacada por una bacteria
asesina. Eso que sucede en las
películas de terror le estaba
ocurriendo a ella. Alcanzó a
tener conciencia de que le
sucedía algo grave. Entró en
coma y murió a las pocas horas,
en la madrugada del día
siguiente. Mi amigo me
pregunta qué van a hacer ahora
sus hijos, que tienen la misma
edad que los suyos. ¿Les dirán
acaso que se fue al cielo? ¿Qué
va a quedar de ella entre los que
la querían? Y me habla de una
película que vio una vez, La
pieza verde, de Francois
Truffaut, una historia en la que
un ciudadano guarda en una
pieza, en el patio de su casa,
fotos de amigos y parientes que
murieron durante la Primera
Guerra Mundial. Les construye
una especie de altar. Y mi
amigo me dice que eso es lo que
quedará de ella entre sus hijos,
cuando crezcan: fotografías.
Otro amigo me llama para
invitarme a comer. No lo veo
hace veinte años. Su llamada me
alegra muchísimo, porque
reconozco su voz y recupero
una época remota de nuestras
vidas. Mi amigo gana buena
plata, y elige un restaurante de
esos que cobran en ojos de la
cara. Le sugiero que ensayemos
un sitio económico, donde por
la plata de una noche de cena
podríamos ir veinte veces a
tomarnos un café. Me dice que
cuando le llegue la hora de
jubilar será el momento de
tomarse un tres tiritones con sus
amigos, pero que mientras tanto,
si se puede, bebamos del bueno.
Nos despachamos sin culpa una
comida con ostras de
exportación, vino de mascar,
una carne a la parrilla perfecta y
una conversación íntima que me
sorprende. Me cuenta que su
padre se murió de un derrame
cerebral cuando él tenía apenas
catorce años. Y que no sabe por
cuánto tiempo, veinte, treinta
años tal vez, él arrastró un
injusto sentimiento de culpa por
esa muerte. Porque esa misma
noche, horas antes del derrame
cerebral, su mamá lo retó
enojada por haberle hecho pasar
a su papá una vergüenza en el
colegio, en el acto de fin de año.
Mi amigo recuperó hace poco,
de la casa de un hermano,
muchas de las pertenencias
suyas de cuando niño, y también
una parte de la biblioteca de su
padre. Ahora quiere escribir un
libro que termine el día en que
él murió. No sabe si es una
novela o unas memorias. Qué
importa eso. Mi amigo lleva al
libro en la sangre, lo ha
metabolizado desde que es un
niño, ha experimentado la culpa,
la rabia, el vacío, y es su trabajo
ahora encontrar las palabras
justas de una historia que nadie
más podría narrar por él. Los
materiales de un libro no hay
que ir a buscarlos en viajes
exóticos. Viajan contigo, y por
momentos asoman la nariz. En
su Diario de un mal año, J.M.
Coetzee escribe lúcidos ensayos
sobre temas que lo apasionan.
Cuando escribe sobre su padre,
revisa una caja de cartón con
sus iniciales que le entregaron
después de su muerte, donde
hay objetos de sus cajones:
fotografías, medallas, un diario
interrumpido, folletos de
propaganda alemana de la
Segunda Guerra Mundial. Su
padre nunca le dijo a su hijo qué
pensaba de él, pero el escritor
sospecha que “no tenía una
opinión muy elevada”.
Enfrentado a esta caja de
recuerdos, Coetzee se pregunta:
“¿Quién los salvará cuando yo
desaparezca? ¿Qué será de
ellos? Pensar en ello me oprime
el corazón”. Mi amigo que vio
La pieza verde cree que después
de muertos seremos una
fotografía en el álbum de un
pariente. Mi amigo sibarita
busca a su padre en su
biblioteca heredada y en un
libro que debe escribir para
ajustar cuentas con la culpa.
Coetzee conserva al suyo en una
caja de cartón.

Jueves 12 de junio de 2008


Mis muertos
Viajan dentro de uno a donde
vayamos. No piden permiso
para ser recordados. Los
llevamos a cuestas.
Afortunadamente para nuestro
espíritu, la evocación que
hacemos de ellos suele
disminuir en intensidad
conforme avanza el tiempo. A
veces vienen en un envase
absurdo, o a través de imágenes
fugaces y detalles nimios que,
sin embargo, podrían parecerse
a la eternidad, si es que ella
existe en algún ámbito de la
vida. Hablo de nuestros
muertos. De esa lista abierta que
nos acompaña y con la que nos
acostumbramos a vivir. Una
lista abierta y en movimiento
continuo. Lo que no recordamos
hoy puede aparecer mañana con
extraordinario detalle. Del
colegio son el primero y el
último de mis muertos. El
primero: un muchacho que
murió de leucemia cuando yo
tenía doce o trece años, un
alumno de la sala de al lado. Se
llamaba Ciro Rayo. Imposible
olvidar su nombre, su elocuente
apellido. Cómo no asociarlo a
estos versos de Miguel
Hernández: “En Orihuela, su
pueblo y el mío, se me ha
muerto como un rayo Ramón
Sijé, con quien tanto quería”. El
último: el papá de un
compañero de uno de mis hijos,
hace apenas unos días. Vivía
desde hacía poco en
Antofagasta, le decíamos Pollo,
era el mejor futbolista de todos
los apoderados del curso, y se
mató andando en moto,
estrellándose contra una micro.
Cuando me llamaron para
informar su muerte, quedé un
momento en silencio, y de
inmediato vino a mi mente la
última vez que estuvimos
juntos, cuando jugamos pimpón
durante un buen rato en la casa
donde se celebraba el
cumpleaños de su hijo Simón.
Así vive uno con sus muertos:
trayéndolos a la vida en escenas
pretéritas, resucitándolos en
sueños, recordando el último
día. Es una vorágine de nunca
acabar. Evoco el colegio y voy
más atrás todavía, a cuando
tenía ocho o nueve años y la
hermana mayor de un
compañero de curso y amigo se
mató en auto rumbo a Papudo,
donde ellos tenían casa. Varias
veces en que he pasado por ese
pequeño puente en la carretera
donde fue el accidente, se me
viene la imagen del auto
destrozado que seguramente vi
en el diario y jamás olvidé, y me
acuerdo de ella, la hermana
mayor, una morena de ojos
claros, y de mi amigo, el
hermano menor, y vuelvo a ver
a su padre cargando el ataúd a la
salida de una iglesia de calle
Isabel la Católica, y verifico que
esto sucedió hace casi cuarenta
años. Hace poco soñé con mi
abuelo Arnaldo, muerto en 2003
después de una vida
impresionantemente larga, de
casi un siglo. Estaba vivo en el
sueño, y sonreía. Llegaba a mi
casa por sus propios medios,
tocaba la puerta, y
conversábamos animadamente.
A él lo vi la última vez en esas
piezas de las clínicas que uno no
imagina que existen, a donde
van a dar los muertos antes de
que el servicio funerario los
meta en un cajón. Ahí estaba mi
abuelo, vestido ya, y yo
aguantando el llanto y la
impresión de verlo inmóvil
sobre una camilla. En el cuento
Los otros, de Julio Ramón
Ribeyro, el peruano habla de sus
muertos como si en cualquier
momento fuesen a surgir de
entre las sombras: “Pero es sólo
una ilusión. Los otros ya no
están. Los otros se fueron
definitivamente de aquí y de la
memoria de todos, salvo quizás
de mi memoria y de las páginas
de este relato, donde
emprenderán tal vez una nueva
vida, tan precaria como la
primera, pues los libros y lo que
ellos contienen se irán también
de aquí, como los otros”.
Cuando murió Ciro Rayo y se
hizo una misa en el colegio, no
quise acercarme al ataúd. Me
daba miedo verlo muerto. El
mismo miedo que sentí cuando
se murió un hermano de mi
papá, joven, de cáncer, y vi de
lejos cómo mi abuela lloraba
desgarradoramente en el
cementerio. Quisiéramos a
veces liberarnos de estos
recuerdos, pero yo al menos no
puedo. Es una lucha estéril. No
hay día en que pase por Irene
Morales con la Alameda y no
piense en mi amigo Miguel
Budnik, que a pocos metros de
allí fue atropellado por una
micro y ya no supo más de esta
vida.

Jueves 19 de junio de 2008


El abuelo Gorostegui
Un amigo me llamó el otro día
sólo para decirme que estaba
contento, que no podía más de
felicidad. Se miraba en el espejo
del baño una y otra vez y no
podía creerlo. Sus padres venían
llegando de un viaje a España y
le habían traído de regalo una
sorpresa inolvidable: una
camiseta de la Real Sociedad,
equipo de fútbol de San
Sebastián, con el número tres en
la espalda junto a sus iniciales y
el apellido de su abuelo: P. H.
Gorostegui. Mi amigo es
fanático del fútbol, pero hasta
que no se puso encima la
camiseta de la Real Sociedad, él
creía que sólo era hincha de la
Unión Española de Santiago de
Chile, y vivía conforme y
tranquilo con esa certeza. Pero
ahora todo es diferente: mi
amigo ha entendido en un
segundo que la Real Sociedad es
también el equipo de su vida.
Entonces ha empezado a
preocuparse de la ubicación de
ellos en la tabla, sufre el hecho
de que su nuevo cuadro esté en
segunda división peleando un
cupo para subir a primera, y
hasta cayó en la cuenta de que
en el actual plantel hay dos
jugadores chilenos. Mi amigo
está exultante con su nueva
camiseta y su nueva pasión, y
dice que cada vez que juegue un
partido en su equipo de liga,
llevará debajo la número 3 con
sus iniciales y el apellido de su
abuelo: P. H. Gorostegui. Lo
notable, para mí, no es que le
hayan traído a mi amigo la
camiseta de la Real Sociedad,
que ni siquiera sé si es tan bella
y por la cual yo al menos no
siento nada. Lo bonito, para mí,
es que Patricio me llame por
teléfono una tarde de lluvia en
que estoy encerrado leyendo
para decirme que está contento,
como cabro chico; que lleva la
camiseta puesta, que ha pensado
mucho en su abuelo vasco, y
que a cada rato va a mirarse en
el espejo del baño para chequear
que esto es de verdad, que hay
una nueva pasión en su vida.
Una vez leí en un libro de
crónicas del catalán Josep Pla
que el fútbol es un divertimento
dominical sin ninguna
importancia. No sé si Pla
disfrutaba o no esta entretención
que ahora se juega casi todos los
días de la semana a lo largo y
ancho del mundo, pero sí
verifico que tiene toda la razón:
el fútbol no importa nada. Puede
gustarte muchísimo, puedes
hablar de él con pasión y humor,
y de hecho con mi amigo lo
hacemos a menudo, puedes
incluso llegar a trabajar en torno
a él, y la conclusión sigue
siendo más o menos igual: el
fútbol no tiene ninguna
importancia. Comparado con la
muerte, o con el amor, o con los
estragos del tiempo, el fútbol es
un asunto de tercer orden, un
juego más o menos simple al
que tanta gente le gusta
complicarlo para casi siempre
obtener algún beneficio de él.
¿Qué tiene el fútbol, para que
unos se desvivan jugándolo y
otros, la gran mayoría, lo
sigamos como espectadores en
un estadio, frente a un televisor
o pegados a una radio? Algo
tiene de muy seductor, algo
salvaje, primitivo, ancestral, que
nos lleva a interesarnos en él, a
invertir energía en un asunto
probadamente insignificante.
¿Es que todo lo que nos mueve
debe ser relevante? A los que
nos gusta el fútbol ofensivo,
creativo, desafiante, irreverente,
nos mueve saber que no somos
pocos los que disfrutamos que
el arte pueda derrotar en una
cancha a la ciencia, aunque al
final se trate sólo de una ilusión.
¿No es el fútbol, entre otras
cosas, la recuperación lúdica de
tu infancia cuando ya vas de
serio por la vida? Me serenan
las palabras de Josep Pla. Me
hacen entender mejor y valorar
el llamado de mi amigo: somos
cómplices, por un momento,
porque él sabe que no
cualquiera entenderá lo que está
diciendo. Que él ahora es
también hincha vitalicio de la
Real Sociedad de España. Lo
celebro: no por un equipo que a
mí nunca me importó, sino
porque detrás de su nuevo amor
está la imagen difusa de su
abuelo Gorostegui, el verdadero
protagonista de esta historia, y
él sí que es importante.

Viernes 27 de junio de 2008


Héroes
Hace algunas semanas se perdió
el rastro de una avioneta que
había salido de Puerto Montt
piloteada por Nelson
Bahamondes, y rápidamente se
pensó lo peor: que la aeronave
se había venido guarda abajo y
que sus ocupantes estaban
malheridos o muertos en un
lugar remoto y de difícil acceso.
Empezaron a pasar los días, y
los familiares, amigos y
conocidos de los diez
desaparecidos fueron perdiendo
rápidamente la esperanza de que
se los encontrara vivos. Pero la
vida te da sorpresas cuando
menos las esperas, y en un
mediodía de comienzos de junio
fue localizada la avioneta por
helicópteros de búsqueda cerca
del pueblo de La Junta: salvo
uno de los tripulantes, el piloto
Bahamondes, que murió
desangrado un par de días
después de estrellarse contra un
cerro, todos los demás lograron
sobrevivir tras completar cinco
días de horror, hambre y frío.
Los primeros relatos de los
sobrevivientes pusieron énfasis
en la figura de Bahamondes: lo
llamaron “héroe”, y remarcaron
que en todo momento, mientras
se mantuvo con vida, dio
instrucciones justas y precisas
para asegurarles la
sobrevivencia a los demás. El
mencionado heroísmo de
Bahamondes ayudó en parte a
consolar a sus más íntimos, y
puso en vitrina un valor, un
concepto, una idea que no es
moneda corriente en nuestros
días.
¿Es que ya casi no hay héroes
de carne y hueso? ¿Dejó el
heroísmo de ser una virtud que
te otorga prestigio y
reconocimiento? ¿O se trata
ahora de una auténtica
pelotudez a la cual mejor evadir
para no hacernos problemas?
Recordé un texto magnífico del
escritor Carlos León a propósito
de héroes y heroísmos, y volví a
leerlo: “Me atrevería a decir que
en cada ser humano hay un
héroe. Y, desde luego, todos los
héroes están condenados. Pienso
que lo más heroico de todo ser
humano es la muerte,
sometidos, como estamos todos,
a esta suprema e inolvidable
aventura”.
Releer a León me puso en
contacto directo con mis propios
héroes, que no tienen que llegar
al extremo de salvar
literalmente mi vida para entrar
en esta categoría. Aunque quizá
lo que han hecho ha sido
justamente eso: salvarme. Los
reconozco en ciertos profesores
que tuve en el colegio y la
universidad, y ahora que estoy
un poco más viejo, en aquellos
sabios que me ayudan a vivir
mejor, a sobrellevar las
sacudidas y temblores de la vida
diaria.
Entre mis héroes, hay artistas y
escritores a cuyas obras echo
mano para combatir la soledad.
Agradezco que existan sus
libros, sus películas, su música,
sus fotografías, y que yo esté en
condición de digerirlas y
metabolizarlas.
Una vez leí un ensayo de
Borges sobre Pedro Henríquez
Ureña, viejo profesor humanista
de letras, mexicano de
nacimiento, que marcó a una
importante generación de
escritores argentinos; entre ellos
al propio Borges y a Ernesto
Sábato. Escribe Borges en
Textos recobrados: “Maestro no
es el que enseña cosas o el que
se aplica a la tarea de enseñar
cosas, porque una enciclopedia,
en tal caso, sería mejor maestro
que un hombre. Maestro es
quien enseña una manera de
tratar con las cosas; cada
maestro es nada menos que un
estado vital, una manera de
enfrentarse con el incesante
universo”.
Sábato también recuerda a
Pedro Henríquez Ureña, lo
evoca en el Instituto de
Filología de Buenos Aires
cargando un maletín repleto de
trabajos corregidos de alumnos.
“¿Por qué pierde tiempo en
eso?”, le preguntó Sábato un
día. “Porque entre ellos puede
haber un futuro escritor”, le
contestó Henríquez Ureña.
Nuestros hijos, a menudo,
pueden hacernos sentir como
héroes, cuando nos damos
cuenta de que por ellos
regalaríamos nuestra vida. Así
combatimos la pequeñez,
nuestra pequeñez; nuestra
incesante, infinita, inevitable
pequeñez, que es también parte
de esa encantadora fragilidad
con la que convivimos día a
día.

Viernes 04 de julio de 2008


Intimidades
Una amiga hizo un cáncer.
Hubo que operar de urgencia.
Su hermana Lily me avisó, y le
mandé a través suyo palabras de
aliento para Magaly. Sabía que
estaría sola en la camilla cuando
la ingresaran al pabellón.
Magaly me escribe ahora que el
cáncer parece batirse en
retirada. Me cuenta que
momentos antes de caer
tumbada por la anestesia cantó
los versos de José Agustín
Goytisolo en Palabras para
Julia: “Nunca digas no puedo
más y aquí me quedo”. Los
camilleros la recordarán
cantando al poeta español antes
de ser operada. Eso se llama
resistir con valor, con la
contundencia de la buena
poesía. “El único paraíso que
vale la pena: la intimidad”. Leo
esta frase en un libro de Daniel
Pennac y la apunto en mi
libreta. “Leemos contra la
muerte. Leemos como un acto
de resistencia. Estamos
habitados por libros y por
amigos”, acaba diciendo
Pennac. Después leo el poema
“El viaje”, de Baudelaire,
seguido de un comentario de
Roberto Bolaño en El gaucho
insufrible: “Voy a viajar, a
perderme en territorios
desconocidos, a ver qué
encuentro, a ver qué pasa. Pero
previamente voy a renunciar a
todo. O lo que es lo mismo: para
viajar de verdad los viajeros no
deben tener nada que perder”.
Sigo leyendo, no quiero
detenerme. Diarios, de Eugenio
Ionesco: “¿Qué es la vida?, se
me puede preguntar. Para mí no
es el Tiempo: no es esta
existencia que huye, que nos
resbala entre los dedos, que se
desvanece como un fantasma en
cuanto uno quiere asirla. Para
mí es, debe ser, presente,
presencia, plenitud. He corrido
de tal forma tras la vida, que la
he perdido”. La sentencia de
Ionesco es de una contundencia
incontrarrestable. No hay futuro,
sólo presente, presencia,
plenitud. Hemos vivido
momentos difíciles en casa. La
ley de la vida. Tormentas aquí y
allá. Las sorteamos con juego de
cintura y lectura. Leemos a dúo
al poeta Hugo Mujica en una
entrevista en el diario. Me
prendo con sus versos: “Lo sin
por qué ni para qué/ el puro
existir, el milagro”. Leer a
Mujica en voz alta en el
amanecer de un domingo es un
privilegio: “En épocas como
éstas, la belleza es la más
silenciosa de las protestas”. Sé
que exagero, pero de eso trata
en parte la vida: exagerar ciertos
momentos para que sumados,
uno a otro, te regalen sentido y
compañía en medio de la
soledad profunda con la que
venimos al mundo, que es la
misma soledad con la que
después nos vamos. No hago
más que narrar intimidades
aparentemente desconectadas, a
ver si al final de la crónica me
cae un rayo de luz. Anoche leí
en voz alta la conversación de
dos italianos, un periodista y un
filósofo, con el escritor alemán
Ernst Jünger, cuando éste tenía
cien años de edad: “Sigo
viajando por el mundo de la
literatura y por ese pequeño
cosmos que es mi jardín. A
veces, en los días soleados, me
entretengo haciendo pompas de
jabón que el viento lleva entre
las plantas y las flores. Son para
mí una imagen simbólica de la
fugacidad, de su inasible
belleza”. El único paraíso que
vale la pena: la intimidad. Me
he demorado un poco más de la
cuenta en entender y valorar el
significado de esta frase. Pero
no hay apuro, tal como me
enseña Magaly, que empezó a
combatir en el pabellón un
cáncer cantando versos de
Goytisolo, y que ahora me
escribe para decir que poco a
poco terminará de sacárselo de
encima, que se ha detenido un
momento en el camino para
mandarme un abrazo, lleno de
gratitud y buenos deseos.
Cuando aún tienes tiempo para
abrazar, más que sea con
palabras, es que no todo está
perdido.

Viernes 11 de julio de 2008


Según pasan los años
El otro día estuve en la
presentación del nuevo libro de
Agustín Squella, Según pasan
los años, que recoge -
seleccionadas y comentadas- un
centenar de columnas que el
autor publicó en la última
década en El Mercurio. El
lanzamiento fue en la Confitería
Torres. Estaban sus amigos, su
familia y sus lectores más
entusiastas, entre los que me
cuento. Agustín agradeció las
palabras generosas de sus
presentadores, y se detuvo un
momento en la gratitud. No
quiso dar gracias
mecánicamente. Profundizó en
ella con elegancia y con
sentimiento, y finalmente
abrochó su intervención
deteniéndose en el gusto, en la
idea maravillosa de hacer las
cosas por placer, de gustar de
algo y expresarlo, y los que
estábamos ahí nos sentimos sus
cómplices porque se advertía a
una legua de distancia que
habíamos llegado al Torres
precisamente por el gusto de
leerlo y escucharlo. Agustín
Squella citó esa noche a Octavio
Paz, y creyó recordar que en el
prólogo de uno de sus ensayos
el poeta mexicano escribió que
cuando alguien o algo nos gusta,
nuestros sentidos se iluminan.
“El gusto es un asunto
extremadamente confiable y
serio”, agregó Squella, “el gusto
es un sabor y un saber”, apuntó.
Según pasan los años es un libro
entrañable porque contiene la
inteligencia y el alma de un
escritor consciente y sensible
que nos enseña de la condición
humana y su circunstancia. Un
narrador que alucina con la
espuma del café cortado, que se
pasea por aquellos lugares a los
que no renunciará mientras esté
vivo: los hipódromos, el estadio
Playa Ancha, ciertos bares,
ciertos cerros, ciertos escritores,
ciertos libros, ciertos
pensadores, ciertas zozobras
religiosas, aquellas películas
que no puede olvidar
totalmente. Entre sus crónicas,
hay una que relata la historia de
un amigo suyo, Cabezón, que
tenía una yegua llamada
Mortífera a la que siempre le iba
mal en las carreras. Para
alegrarle la vida en el bar,
Agustín se encargaba de narrar
delante de sus amigos y en
presencia de Cabezón una
carrera imaginaria en la que
Mortífera entraba al final por los
palos y ganaba, provocando una
felicidad extrema en Cabezón,
que para compensar el regalo
invitaba gratis una ronda en el
bar. Cierta noche, Agustín quiso
agregarle una dosis de
dramatismo a la ficción, y narró
una carrera en la que Mortífera
remataba segunda, y Cabezón se
indignó con él. “No me puedes
hacer esto”, le dijo, y se fue
molesto del bar. A la semana
siguiente, consciente del
número que se había mandado,
Squella se rehizo y en la carrera
no sólo hizo ganar a Mortífera
por varios cuerpos, sino que
también la hizo pagar un vale
millonario que nuevamente le
devolvió la paz a Cabezón, un
viejo viñamarino que murió
después de una cirugía al
corazón con la alegría de saber
que su yegua al menos ganaba
entre sus amigos. Agustín
Squella asegura que la historia
de Cabezón y Mortífera es cien
por ciento verdadera, lo que
sugiere la posibilidad de que en
su ejercicio de memoria haya
relatos que no se ajusten
totalmente a lo ocurrido. A
quién le importa. Como dice el
cronista y dramaturgo brasilero
Nelson Rodrigues, “si los datos
no nos apoyan, peor para los
datos”. La seriedad y
pertinencia con que Squella se
hace cargo de sus particulares
aficiones, que no son otra cosa
que una manifestación de amor
a la vida, me empujan a
recomendar la lectura de este
libro y a agradecer sus palabras,
palabras que, como escribe
Susan Sontag en uno de sus
ensayos, son “flechas clavadas
en la piel de la realidad”.
Viernes 18 de julio de 2008
Verónica, eres como Clarece
En las últimas semanas, recibí
dos mails de Verónica, de once
años de edad. Transcribo aquí
parte sustantiva de sus correos.
“2 de julio. Hola, mi nombre es
Verónica Quezada. Le escribo
porque soy una seguidora de sus
columnas en la revista
“Sábado”. Puede que suene
extraño, pero tengo once años y
una madurez superior a la de
mis compañeros. Quizá soy la
única niña que se dedica a leer
el diario. Vivo en Villa
Alemana y mi papá me ha
incitado mucho en la lectura,
aunque desde bien pequeña me
ha gustado leer. Hace poco,
saqué todas las revistas
“Sábado” que tenía y corrí una
maratón literaria, leí todas sus
columnas junto con los demás
artículos que me interesaban de
la revista, ¿y sabe? Aprendí
mucho, su perspectiva de la vida
es muy completa y me ha
inspirado mucho, aunque
lamento que mis compañeros no
entiendan lo que significa
cuando lo comento. No quiero
quitarle más tiempo, me
despido. Verónica. PD1: ¿Sabe?
Me han enviado una cadena de
muerte hace unos 4 días. Yo no
creo en eso, pero aun así no
dormí bien. Ésta decía que si no
la enviaba, mis padres me
asesinarían en la noche. Uno no
lo cree, pero cuando llega la
noche, lo leído queda dando
vueltas en la mente, e hizo que
me despertara con el corazón
latiéndome a mil. ¿Qué quiero
decirle con esto? La
vulnerabilidad de la mente
humana, lo débiles que somos
ante casos irreales, nuestra
tendencia a creer en lo increíble
y superfluo. “8 de julio.
Francisco: ¡hola! ¿Cómo ha
estado? Soy Verónica. Le
escribo nuevamente. Me gustó
su columna del sábado pasado,
aunque no logro entender que el
mejor paraíso sea la intimidad.
Debe ser complicado pero algún
día lo entenderé, estoy segura.
Le escribo también porque
acabo de enviar una carta a uno
de mis mejores amigos
contándole algunas ideas que
vagabundeaban por mi mente, y
la verdad es que me ha
alivianado mucho hacerlo, ya
que estas ideas atentaban contra
él, eran cosas que veía y me
tenían con el alma en un hilo.
Usted debe haber sentido alguna
vez algo así, se tiene todo tan
guardado (normalmente penas)
y cuando por fin se liberan, uno
se siente tan liviano que dan
ganas de volar. Es exactamente
lo que me está pasando ahora, y
hace tiempo anhelaba sentir esta
profunda emoción. Bueno,
ahora me despido. Verónica
Quezada”. Querida Verónica:
anoche releía tus correos y
releía también a Clarice
Lispector, una escritora que ya
tendrás oportunidad de atesorar
entre tus lecturas. Me
conmueven tus textos, el
desasosiego y la curiosidad que
acompañan tu vida de niña-
mujer. Te dedico unas líneas de
Clarice, una mujer entrañable
que nació en una aldea pequeña
de Ucrania y se vino a Recife
con su familia a los cinco años
de edad. Dice Clarice: “Escribir
es intentar comprender, es
intentar reproducir lo
irreproducible, es sentir hasta el
final el sentimiento que de otro
modo permanecería apenas vago
y sofocante. Escribir es también
bendecir una vida que no fue
bendecida”. Tus líneas me
acompañan, Verónica. A través
tuyo, tiendo un puente de
palabras que nos permita, por
unos segundos, experimentar la
magia del encuentro casual,
furtivo, entre dos almas que se
hablan. Más de Clarice: “Nací
para escribir. Cada libro mío es
una estrella penosa y feliz. A
esa capacidad de renovarme por
completo a medida que pasa el
tiempo la llamo vivir y
escribir”. Uno de los grandes
temas de Clarice, Verónica, era
vivir cada instante
intensamente: “¿Mi tema es el
instante? Mi tema de vida.
Intento estar a la par de él, me
divido miles de veces en tantas
partes cuando los instantes
transcurren, fragmentaria como
soy y precarios los momentos
—sólo me comprometo con la
vida que nazca con el tiempo y
con él crezca: sólo en el tiempo
hay espacio para mí”. Querida
Verónica: te quiero enviar un
regalo, un libro de crónicas de
Clarice Lispector. Será parte de
tu biblioteca esencial, lo sé. Y
tienes una vida para leerlo.
Mándame una dirección en
Villa Alemana a donde pueda
enviártelo.

Sábado 26 de Julio de 2008


Maletas
No recuerdo haber ido antes a
un remate en toda mi vida. Sé
que hay gente que se la pasa
metida en ellos aprovechando
oportunidades, levantando la
mano al mejor postor o
simplemente curioseando. Los
hay de pinturas, de
antigüedades, de sitios, parcelas
y casas hipotecadas que se dejan
de pagar. Lo que no sabía era
que también se podían rematar
maletas y bolsos cerrados que
nunca se reclamaron en el
aeropuerto, y que después de
varios meses una línea aérea
decidió eliminar para siempre
de sus bodegas.
Mi amiga Daniela me escribió
hace más de un mes alertando
del remate que se venía. Cientos
de maletas cerradas se
liquidarían al mejor postor el
martes 15 de julio a las nueve de
la mañana en un local de la
comuna de Pudahuel. Postura
mínima por lote: mil pesos. ¿Te
interesa? Por supuesto que sí.
Picamos los dos. Sacamos
cuentas, y dijimos que cada uno
estaba dispuesto a poner hasta
cuarenta mil pesos para rematar
un lote de cinco o diez maletas.
La idea era llevarnos las maletas
a un sitio donde,
tranquilamente, las fuéramos
abriendo y exponiéndonos a la
sorpresa. La magia consistía en
entrar en la intimidad de un
desconocido. Sacar afuera los
calcetines sucios y la ropa
interior en busca de un tesoro
impensable: un diario de vida,
un álbum de fotos, cartas de
amor, una novela a medio
terminar, algún objeto
indescifrable. (Después
sabríamos que entre las ropas
sucias aparecieron muñecas
inflables y relojes de oro.)
Entre los dos, con la Daniela,
juntábamos ochenta lucas. No
era demasiado, ¿alcanzaría para
algo? El problema fue, para
variar, el ruido: lo que
suponíamos un dato guardado
con celo se convirtió de pronto
en noticia pública y curiosa. Y
hasta los noticiarios de
televisión se encargaron de
vociferar el remate. El día
anterior se anunció con bombos
y platillos, y otro amigo,
Patricio, se sumó a la caravana.
Aportaba cuarenta mil pesos
más, y me esperaba a las ocho
de la mañana del martes 15 en
su casa. Ya éramos tres, y
teníamos en el bolsillo ciento
veinte mil pesos para rematar un
lote. Empezamos a soñar, a
discutir incluso cómo
abriríamos las maletas que
estuvieran con candado o con
clave, y si nos cabrían todas en
el auto.
Llegamos a la hora señalada a
La Estrella 962, y estacionarse
ya fue un tema. Parecía la
antesala de un partido de fútbol.
Cientos de personas entraban al
lugar y repletaban una
multicancha donde, en el centro,
un martillero joven y terneado,
premunido de micrófono y
martillo, empezaba el remate de
los lotes que se habían mostrado
el día anterior, y que nosotros
por supuesto no habíamos
tenido el cuidado de ir a ver.
Preferíamos la magia de lo
desconocido, hacerlo a ojos
cerrados, llevarnos a casa un
botín que, tal vez, al terminar la
jornada, no fuera más que un
cerro de ropa y bagatelas sin
traducción posible.
Los primeros lotes dieron la
pauta de lo que venía: dos
carpas más artículos de "difícil
detalle" fueron rematados en
cien mil pesos. El público de la
comuna empezó a quejarse a
viva voz. "Déjenle algo a los
pobres, a nosotros", gritaba uno,
encaramado en un aro de
básquetbol, furioso con los
imperturbables sujetos que una
y otra vez levantaban sus manos
y se adjudicaban lotes a ciento
cincuenta, doscientos y hasta
trescientos mil pesos. No había
cómo competir. Y los nombres
se repetían, iban forrados en
plata con la idea de hacer un
negocio.
Nada se perdía: cinco peluches
y un sombrero mexicano se
remataron en sesenta mil pesos.
A nosotros nos interesaban las
maletas, que no bajaban de
trescientos mil pesos cada lote.
El martillero remataba y
remataba, y los pobres, que al
igual que uno pecaban de
ingenuidad y querían llevarse un
turro de bolsos por unas pocas
lucas, fueron rindiéndose a la
evidencia: el mejor postor
siempre tenía más plata que
uno. Es la ley de la vida.
Abandonamos el local cuando
remataban el lote número cien,
y antes hablamos con un señor
que se había adjudicado ya tres
lotes. Le dejamos un número
telefónico, para que nos llamara
y contara qué había dentro de
sus maletas. Todavía esperamos
que suene el teléfono.

Jueves 31 de julio de 2008


Marcelo Lillo
A veces uno canta la canción
“Resistiré” con la ligereza y la
liviandad de no llevar adentro
un dolor. Y esta canción del
Dúo Dinámico se convierte en
una música festiva, cuando en
verdad está lejos de serla. ¿Se
acuerdan de la letra? “Cuando
pierda todas las partidas, cuando
duerma con la soledad, cuando
se me cierren las salidas, y la
noche no me deje en paz.
Cuando sienta miedo del
silencio, cuando cueste
mantenerse en pie, cuando se
rebelen los recuerdos, y me
pongan contra la pared.
Resistiré, erguido frente a todo,
me volveré de hierro para
endurecer la piel, y aunque los
vientos de la vida soplen fuerte,
soy como el junco que se dobla
pero siempre sigue en pie”.
Buena la letra, ¿verdad? Pero
cuando el dolor lo llevas dentro
por alguna razón de peso, y
sientes que ese peso te hace caer
y que cuesta mucho mantenerse
en pie, cantar es más difícil,
apenas te sale la voz. Leo una
entrevista al escritor chileno
Marcelo Lillo en la revista
Paula. “Un escritor en la
niebla”, se titula el artículo, a
propósito de que vive en Niebla,
en la costa valdiviana, y que no
se deja ver prácticamente por
nadie, salvo a través de su
literatura, que es lo que en
verdad importa en este caso. Su
libro El fumador y otros relatos
es uno de los más potentes que
se han publicado en Chile en el
último tiempo. Cuentos secos,
precisos, al hueso. Sin fuegos
artificiales ni idas por las ramas.
Cuentos radicales, como la vida
de Lillo, que no sabemos si es
metáfora o no cuando dice tener
una pistola bajo la almohada por
si las cosas se complican y tiene
que pegarse un balazo. Después
de leer esta entrevista te queda
clara la radicalidad del escritor
Lillo, su gesto de no hacerle
concesiones a nadie. Lillo
resiste, como la canción del Dúo
Dinámico. Su literatura no está
hecha para agradar, ni para ser
querido, ni para que hablen bien
de él, ni nada. Lo que se diga de
él lo tiene sin cuidado.
Seguramente es más una
impostura que la verdad del
fondo de su alma, pero esa
impostura a Lillo no le molesta
y vaya uno a saber si es una
pose o si al tipo de verdad no le
entran balas. Dice que no tiene
amigos, que nunca los tuvo, que
le basta con su mujer y su perra.
Eso se llama desapego y sangre
fría. Vive hoy austeramente de
los premios literarios que se ha
ganado por montones, y ésa es
parte de su apuesta radical: vivir
de lo que escriba y punto. A una
señora del barrio que fue a
reclamarle porque no sacaba
una rama que había caído en la
entrada de su casa después de
un temporal argumentando que
eso “afeaba la cuadra”, Lillo le
contestó una pachotada: “Yo no
hablo con gente fea”. La mujer
se quedó de una pieza, y hasta
hoy debe comentarles a los que
la quieran escuchar el desaire
del vecino de más allá, el mismo
que sale de casa lo justo y
necesario, el escritor al que no
le gusta la gente. Su cuento
Hielo, que abre el volumen, te
recorre como un escalofrío de
punta a punta, y tiene que ver
con la muerte de su madre
adoptiva en una cama de la casa.
Su otra mamá, la carnal, la que
lo dio en adopción, es
protagonista de otro cuento
implacable llamado Cita, que
narra cuando ella lo llamó para
conocerlo y se vieron. Lillo
tenía entonces 45 años de edad.
Ahora tiene cincuenta, lo
publicaron en España, lo
publicaron en Chile, lo van a
seguir publicando, seguro va a
ser leído en muchos idiomas, y
de él quedarán cuentos
magistrales escritos con la
intensidad y el talento de
Chéjov, de Raymond Carver, de
Hemingway. Fue Hemingway,
justamente, quien se refirió una
vez a lo que había detrás de la
buena literatura: “El trabajo de
un escritor es contar la verdad.
Su estándar de fidelidad con la
verdad debería ser tan alto que
su invención, a partir de su
experiencia, debería producir un
registro aún más verdadero que
cualquier cosa factual”. Eso le
pasa a uno leyendo a Lillo, un
notable escritor.
Miércoles 13 de agosto de 2008
Hay algo allá afuera
Vivo tan aislado a veces,
encerrado en una pieza de
Ñuñoa junto a un computador,
bolsas de té rojo, libros y una
veintena de discos, que cuando
salgo a la calle no sé por dónde
empezar para intentar ponerme
al día del mundo. Pero ponerme
al día de qué, en realidad.
Afortunadamente desisto rápido
de cualquier intento en esa
dirección, y prefiero
concentrarme en asuntos de
escaso interés público.
Esta misma mañana, por
ejemplo, fui a un supermercado
a sacarles copia a unas llaves, y
me quedé pegado unos minutos
viendo el trabajo de esas
mujeres de delantal blanco que
están en la zona de las cajas
esperando a que las llamen para
solucionar un entuerto. Reparé
que la mujer que hoy estaba de
turno a las nueve de la mañana
movía sus ojos nerviosamente
en todas las direcciones,
esperando que desde alguna caja
solicitaran su presencia con
carácter de urgente, lo que
sucede cuando los cajeros
aprietan un botón y hacen titilar
la luz del número con que cada
caja se identifica dentro del
supermercado. En los cinco
minutos en que estuve parado
cerca de ella, nadie la llamó.
Especulé sobre cuánto rato
duraría su turno, cuántas horas
de corrido debía estar en ese
trance. También pensé en lo
estresante que debe ser ese
trabajo cuando el supermercado
está lleno, las filas en cada caja
son larguísimas y esas luces con
los números titilan a cada rato.
Pensé también en la cantidad
inmensa de trabajos de esta
naturaleza que hoy forman parte
del llamado mundo de los
servicios. Y me dije: qué lata
más grande debe ser trabajar
robóticamente atendiendo
emergencias de esta naturaleza.
¿Cuál será el momento de
mayor emoción cuando te toca
ir a socorrer cajas de
supermercado que quedan en
suspenso?
Las mañanas en que estoy
sensible a un asunto tan pedestre
como éste son mis predilectas,
creo. Alcanzo a pensar, por
ejemplo, en lo absurdos que son
a veces ciertos oficios. Y no me
excluyo, por supuesto.
Periodista, por ejemplo. Esta
mañana, para nombrar lo más
reciente, participé en un
noticiario radial. La gran noticia
del día era la difusión de una
grabación en la que un profesor
de Antofagasta le hablaba a una
alumna con una agresividad
incontrolable. El intercambio de
palabras, que al parecer acabó
con la alumna llorando, fue
grabado por un escolar con sed
de venganza y difundido por
radio y televisión, para
transcribirse después en todos
los diarios de Chile.
La noticia, por supuesto, se
presentó con ribetes de
escándalo. El profesor se
solazaba basureando a la
muchacha y enrostrándole la
situación de pobreza en que
vive, humillándola hasta el
cansancio. Ella, la niña, se
defendía, hasta que era vencida
por la impotencia.
A mí el episodio no me
sorprende: basureos de
profesores a alumnos en el
mundo escolar o universitario
ha habido siempre, porque
forma parte de la naturaleza
abusiva del alma humana. No es
ni sano ni deseable, pero
veámoslo en perspectiva: ¿en
cuántos espacios donde no hay
una grabadora encendida no se
está, en este preciso momento,
humillando a un ser humano en
el planeta? ¿No es Santiago, por
ejemplo, para nombrar un
espacio cercano, una ciudad
plagada de episodios cotidianos
de violencia, de indiferencia, de
faltas de respeto sistemáticas de
unos con otros, normalmente
hacia quienes están en una
situación desmedrada en
términos físicos, económicos,
sicológicos?
El mundo exterior es a ratos
muy amenazante, y debe ser por
eso que me gusta encerrarme en
mi pieza de Ñuñoa a leer,
escribir y escuchar música.
Cuando estás sólo contigo,
puedes incluso darte el lujo de
ser indulgente con tus
vacilaciones y fragilidades. Allá
afuera, en cambio, hay algo que
a ratos me vence, y que ni
siquiera sé muy bien cómo
nombrarlo para que se mantenga
alejado de mi vida.

Jueves 21 de agosto de 2008


Hubiera querido hablarte
“Hubiera querido hablarte del
cielo de Castilla”. Así empieza
el relato de Antonio Tabucchi
La batalla de San Romano. Leo
su primera frase y verifico que
cada día que pasa me gusta más
releer al italiano Tabucchi, lo
que dice y lo que apenas
insinúa, lo que sugiere, lo que
aparece detrás de una cortina, en
zonas de sombra, para reforzar
el misterio y nuestra profunda
ignorancia acerca de la vida y
de la muerte. El dramaturgo y
cronista Nelson Rodrigues
escribió una vez: “Podemos
vivir para un único libro de
Dostoievski. O para una sola
obra de Shakespeare. O para un
único poema de no sé quién. El
mismo libro es uno en la víspera
y otro al día siguiente. Puede
haber tedio en la primera
lectura. Por eso mismo, nada es
más denso, más fascinante, más
nuevo, más abismal que la
relectura”. “Hubiera querido
hablarte del cielo de Castilla”,
arranca diciendo el narrador de
Tabucchi, y pronto confiesa:
“Mira, yo era así, hace tantos
años, me gustaba España”. Pero
pocas líneas después, reconoce
que ya es demasiado tarde para
contar lo que tenía que contar, y
entonces sugiere lo que quiso y
no pudo ser. La expresión
hubiera querido hablarte dice de
deseos inconclusos, de caminos
no recorridos, de vidas
incompletas, de palabras no
dichas. Es decir, habla de todos
nosotros, de todos y cada uno de
nosotros, vistos por separado,
caso a caso, espejo a espejo.
Hubiera querido hablarte, por
ejemplo, en estas líneas, de la
primera y única vez que leí la
novela Hacia el faro, de
Virginia Woolf, cuando estaba
en la universidad y una
profesora de letras nos recitaba,
con brillo en los ojos, párrafos
escogidos de un libro que a ella
sencillamente le fascinaba. A mí
me costó leerlo esa vez, a pesar
de lo cual igual adiviné en esas
líneas un mundo que me
interesaba visitar con los ojos
bien abiertos: un mundo de
balbuceo y melancolía. Pero
tuvieron que pasar más de
veinte años para volver a
encontrarme con otro lector
atento de esa obra, el español
Antonio Muñoz Molina, que en
una crónica inspirada me invita
a releerla y me dice que estas
novelas, como Hacia el faro,
pertenecen a “esa literatura que
aspira con igual vehemencia a
retratar el alma humana y el
mundo”. Hacia el faro, dice
Muñoz Molina, habla de los
espacios deshabitados, “del
agua de la lluvia que se filtra
por una ventana cuyo marco ha
empezado a pudrirse, de los
insectos que chocan contra los
cristales o la lluvia que los
golpea en una noche de invierno
sin que nadie oiga ese sonido”,
y yo me quedo pensando en la
profunda soledad con que
tenemos que apañarnos cada día
que pasa cuando tomamos
conciencia de que algún día
deshabitaremos este mundo, y
que el planeta seguirá rodando
hasta su eventual
congelamiento, vaya uno a saber
en cuantos miles de años más.
En su último libro, Dietario
voluble, otro español, Enrique
Vila-Matas, cita en su diario de
junio de 2006 al poeta turco
Nazim Himket: “Hay que saber
que la cosa más real y bella es
vivir. Y no olvidar que vivir es
nuestra tarea. Estemos donde
estemos, hemos de vivir como si
nunca hubiésemos de morir”.
Busco y encuentro un poema de
Himket. Se llama El viaje. Leo
y releo: “Vamos viajando a
bordo de un buque carbonero./
¿Queda un puerto al que aún no
hayamos atracado?/ ¿Queda
alguna tristeza que no hayamos
cantado todavía?/ El horizonte
que cada amanecer vemos
delante,/ ¿no es el mismo que
vemos cada tarde detrás?/
Cuántas estrellas vieron desfilar
nuestros ojos/ al ras del agua
oscura…/ ¿No ha sido cada
aurora en su esplendor/ el
reflejo de nuestra gran
nostalgia?/ Se marcha pese a
todo, se marcha ¿no es
verdad?”. Para que ocurra la
lectura —y por supuesto
también la relectura— es
preciso el silencio, y es en
medio del silencio cuando
encontramos versos y palabras
que ya no nos abandonan, que
viajan con nosotros a donde
vamos, en buena hora, para no
estar completamente solos.

Jueves 28 de agosto de 2008


Destellos
Alguna vez, creo que varias
veces durante mi infancia,
apoyé mi cabeza sobre el pecho
desnudo de mi padre: una
mañana de sábado en su cama,
una noche de domingo en la
mía, una tarde de vacaciones en
la playa de Papudo. Tenía yo
nueve, diez, doce años. Ya
mayor, dejé de hacerlo, mi
humanidad dejó de descansar
sobre la suya, y ahora siento una
gran nostalgia de no vivir
nuevamente esa sensación única
de abrigo y cobijo que tanta
falta me hace en estos días. Hay
mañanas de mi vida en que
quiero vivir apenas de destellos,
de emociones fugaces, de
imágenes furtivas, de recuerdos
recobrados, de versos sueltos
que iluminen el camino. Anoche
vi en el cine una película
japonesa, El secreto del bosque.
Estaba cansado y tenía mucho
sueño, por lo que me mantuve a
ratos junto a mis sentidos en
perfecto estado de sopor, a pesar
de lo cual la belleza de ciertas
escenas aún se mantiene viva en
la memoria. Una muchacha
joven, a la que se la ha muerto
un hijo, cuida a un anciano
enfermo de Alzheimer. Y su
propio duelo lo vive
acompañando a este viejo
querible que en un momento
disfruta el corazón de una
sandía roja-roja como quien se
echa a la boca el manjar más
preciado del planeta. Juegan a la
escondida en medio de unos
arbustos, hacen fuego para
protegerse del frío en medio de
la noche, se abrazan y se frotan
las manos y los cuerpos para
regalarse calor cuando sólo se
tienen uno a otro. No sé si
necesitemos mucho más que eso
para satisfacer condiciones
básicas de belleza y
supervivencia. Cuando pienso
en destellos y fugacidades, me
acuerdo de la escena amorosa
que viví cuando fui a comer
empanadas la semana pasada en
un boliche de calle Antonio
Varas. Un día cualquiera, cerca
de las tres y media de la tarde,
hambriento, pasé a servirme una
de horno. No había clientes en
el local. Apenas una radio
despidiendo canciones
románticas y una señora mayor,
a la que recordaba de jornadas
anteriores, atendiendo las
mesas. Apuré una copa de tinto
y una empanada con ají, y
mientras esperaba leí la
literatura portátil que traía bajo
el brazo: “Todo vale la pena si
el alma no es angosta”. Además
del libro, me concentré en las
canciones de la radio que venían
con más cebolla que las
empanadas, hasta que le tocó el
turno a Raphael de España. “Y
estoy aquí, aquí, para quererte; y
estoy aquí, aquí, para adorarte”.
Y mi garzona se encendió con
Raphael y se puso a tararear con
entusiasmo, y como estábamos
solos, me permití interrumpirla
porque vi el brillo en sus ojos, y
le pregunté si le gustaba mucho
esa canción, y ella me dijo que
sí, que le encantaba. Justo ahí
Raphael entró en trance: “Y
estoy aquí, aquí, para decirte,
que como yo, nadie te amó”. Y
entonces volví a preguntarle:
“¿Se la cantaron a usted alguna
vez?”. Y ella contestó con
aplomo, sin vacilar un segundo:
“Por supuesto que sí. Por eso
me gusta tanto. Porque me la
cantaron, y más de una vez”.
Me quedé pegado en el brillo de
sus ojos, y ya no hablamos más.
La vi, la veo ¿veinte, treinta,
diez años atrás?, abrazada a un
hombre que le canta al oído la
canción de Raphael, que le
dedica su letra y después la ama
con desesperación. Una canción
se dispara, como un poema, en
múltiples direcciones. Volví a la
lectura, a versos de Teillier:
“Eres el peso profundo y
secreto/ de los granos de trigo/
en la balanza de mi mano”. Pedí
una nueva copa de tinto, y me
quedé ahora abrigado con el
rostro luminoso de esa garzona
que trabaja sirviendo
empanadas, y que alguna vez
fue amada como en un sueño. El
destello de luz, de fantasía que
había en su cara, no quiero
olvidarlo nunca. Mi felicidad
esa tarde, cuando pagué la
cuenta y me vine, me la había
regalado ella, sin saberlo,
diciéndome que las canciones
más cebolleras a veces tienen
dueño. Papá: cuando nos
veamos nuevamente, quiero
abandonarme en tu pecho, como
en los viejos tiempos. Apenas
un segundo, un segundo que me
durará toda la vida.

Jueves 04 de septiembre de
2008
Instantáneas
Te subes a un vagón del metro y
encuentras de golpe a decenas
de compañeros ocasionales de
viaje, sujetos a los que no
recuerdas haber visto antes en tu
vida. Esperas un tren en el
andén de una solitaria estación
de provincia, y no sabes de qué
conversar con el único viajero
que te acompaña porque ya casi
es la hora de partir. Haces
detener a un taxi en la calle y
prefieres que el chofer no te
hable. Ocupas un ascensor lleno
en un día normal de trabajo y no
sabes dónde fijar la vista, si en
los números del tablero o en la
puerta, casi nunca en los ojos de
tus vecinos ocasionales.
Caminas sin rumbo fijo, hay
gatos negros en la vereda y una
mujer mayor que se ayuda con
dos muletas para avanzar. En
todos estos casos, está abierta la
posibilidad de tender un puente
y establecer comunicación con
el otro, pero casi nunca lo
hacemos: preferimos ocuparnos
de nosotros mismos,
abandonarnos a la suerte de
nuestra olla mental que en ese
momento cocina fragmentos de
escenas ya vividas o fabricadas
por la imaginación. Así estamos
a resguardo, no nos exponemos.
“Un hombre solo, una mujer, así
tomados de uno en uno, son
como polvo, no son nada”, dice
un verso de José Agustín
Goytisolo. Vistos desde las
alturas, como si formáramos
parte de una foto aérea, somos
menos que polvo incluso. Pero
vistos bien de cerca, con lupa o
microscopio, somos todos raros,
extraños, contradictorios,
humanos, apasionantes. Y
también solitarios. Estamos un
poco solos en el medio de la
gran ciudad, tal vez porque no
sabemos demasiado bien con
quién contamos para compartir
intimidad. A propósito de
soledades y grandes ciudades,
leo unas instantáneas de París
que escribió Bernardo Atxaga.
El escritor llama intimidad
distante a esa serie de
coincidencias azarosas que nos
llevan a cruzarnos con personas
desconocidas, y de las que
después seguimos tan ajenas
como antes: “Coincidimos con
personas que no conocemos de
nada, y pasamos con ellas un
minuto de ascensor, una hora de
metro o un año de vecindad;
pero el espacio que nos separa
no se reduce, o se reduce
apenas”. Creo con Atxaga que
esta intimidad distante le da alas
a la fantasía, o al menos a la
curiosidad, pero en mi caso
alienta también otro deseo:
conectarme, de alguna manera,
con esos ojos y esas historias
que avanzan a nuestro lado sin
que nos detengamos
especialmente en ellas. Unas
historias que, cuando las
escuchas, cuando se rompe el
hielo, te ponen la piel de gallina,
te hacen reír y llorar, te hunden
y te alientan. Trabajo desde
hace un año en talleres de
autobiografía y literatura que
me hacen llegar a casa, semana
a semana, con nuevas historias
sobre mis hombros. En vez de
pesarme estas historias,
pareciera que son combustible
para mi motor. A veces no
puedo creer que esto sea verdad,
estoy contento: hacemos
silencio en una pieza de la gran
ciudad, un modesto dormitorio
con piso de madera y unas
cuantas sillas como gran
decorado entre otros miles de
dormitorios que pueblan
Santiago, para escuchar primero
textos de escritores que a mí me
gustan mucho, como estas
instantáneas de París que
escribe Atxaga, y después
entregarnos en silencio a los
relatos de nosotros mismos,
nuestras vidas. “La humanidad
no se logra en soledad”, dice el
filósofo Humberto Giannini.
Tiene razón. La última semana,
un tallerista nos contó de
cuando vistió a su padre frente a
una camilla en la morgue, y lo
hizo sin filtro, con la voz entera,
recreando unas instantáneas
feroces que por un momento nos
hicieron callar, pero que
inmediatamente después nos
provocaron el deseo
incontenible de ir a abrazarlo
para decirle que su historia
cuenta, que su relato permanece
en nosotros, que esa muerte de
un padre no se olvidará
fácilmente, porque un día
cualquiera de agosto de 2008 la
revivimos en una pieza
iluminada por el amor de un
hijo cualquiera, que en rigor no
es uno más, sino que es uno
entre tantos otros: una vida, un
continente, un planeta.

Sábado 13 de Septiembre de
2008
Asombro
A cada rato escuchamos que el
hombre contemporáneo ha
perdido la capacidad de
asombro. Que nada nos
sorprende. Que nuestras vidas
transitan día y noche por las
calles del acostumbramiento sin
una dosis de sorpresa profunda
que aguarde por nosotros a la
vuelta del camino. ¿Alguna vez
fue diferente? Muertos y
nacimientos por aquí y por allá,
tempestades y huracanes que
sacuden a la naturaleza,
sicópatas y ladronzuelos en
todos los estratos ejecutando
crímenes y fechorías, amores y
desamores, risa y enfermedad,
calor y frío, lluvia y flores,
hambre y deseo, y nosotros
aparentemente tan campantes
como estábamos antes de que la
vida nos pasara por encima.
¿Pero es verdad que no nos pasa
nada, o es que no tenemos más
remedio que avanzar junto al
tiempo? ¿Qué hay de aquellas
miradas que suelen despedir los
que viven más intensamente?
¿Qué sucede con los pliegues y
surcos en la piel de los que ya
han vivido bastante? ¿Y el peso
en el alma del dolor acumulado
después de sufrir? ¿Y los libros
leídos, y las películas vistas, y la
música escuchada, no cuentan
acaso? Tal vez la diferencia
entre aquel lugar común que
dice que perdimos la capacidad
de asombro y nuestra propia
vida radique justamente en esto:
cada uno de nosotros es un
planeta limitado, y no damos
abasto para asimilar la
existencia en todo su esplendor,
dureza y magnitud. Apenas nos
alcanza para una selección justa
de estímulos y personas a las
cuales llevar en nuestro
equipaje. Yo no estoy de
acuerdo con nada que se afirme
con demasiada convicción.
Llevo conmigo muchísimas
preguntas, y tal vez por eso me
dejo llevar también por el
asombro a través de la lectura,
la conversación, el ocio, los
sentimientos. A veces me
asombra lo distintos que somos
unos de otros, y cómo buscamos
compañeros de ruta con los
cuales ir haciendo más llevadero
el viaje. Y digo esto no porque
mi vida sea para ponerla en un
marco, sino sencillamente
porque sin una porción justa de
asombro creo que me muero sin
remedio. Elegimos lo que se
aviene mejor a nuestras
necesidades, y la consecuencia
es que en esa elección casi todo
el resto del planeta se queda
fuera. Es así de salvaje la vida
humana, y a lo mejor fue así en
todos los tiempos. Unos cuantos
elegidos que te importan de
verdad; un poco más, un poco
menos, y el resto, ¡al olvido!
Hace un par de meses me
escribió una mujer con parálisis
cerebral para pedirme que
leyera un cuento que había
escrito, porque lo iba a presentar
en un concurso literario para
discapacitados. Fui indiferente,
postergué la respuesta y
finalmente lo olvidé. La semana
pasada me volvió a escribir esta
mujer para contarme que había
ganado el primer lugar en el
concurso, y para invitarme a la
ceremonia de premiación. Fui.
Apenas sabía su nombre:
Maricel. Llegué a la hora
señalada y no olvido lo que vi.
En un auditorio para unas cien
personas repleto de asistentes,
escuché hablar uno a uno a los
premiados, entre ellos una
muchacha con síndrome de
down, una niñita en silla de
ruedas y un hombre de unos
cuarenta años que se identificó
como “discapacitado
siquiátrico”, y que me pareció
dijo un par de verdades con más
lucidez y entereza que
cualquiera de los “normales”
que estábamos en la sala.
Recién supe quién era Maricel
cuando, casi al final, la llamaron
adelante para que nos regalara
unas palabras. No sin dificultad,
Maricel tomó el micrófono y
con ayuda de su madre, que
ofició de traductora o algo así,
nos dijo que el mundo interior
de los discapacitados que
llenaban esa sala era rico en
colores y en intensidad, que el
lenguaje de la palabra servía
para narrar con magia ese
mundo interior, y que estaba
muy agradecida del jurado que
escogió su cuento. Fui a
saludarla, la besé en la mejilla,
la abracé, y vi de cerca la
felicidad en su cara por haber
ganado un premio literario. Dejé
que el asombro me ocupara.
Maricel, te debo una.

Miércoles 17 de septiembre de
2008
Escombros
Así se llama el ensayo que
escribió el francés Lucien
Polastron: Libros en llamas. En
él investiga y reflexiona sobre la
destrucción de bibliotecas, sobre
la barbarie que anima toda
quema de libros, tan frecuentes
como reveladoras de lo peor de
la especie humana. Polastron
tiene la idea de que “el libro es
un doble del hombre”, y que
“quemarlo equivale a matar” a
su autor. Destruir una
biblioteca, entonces, según él, es
“un asesinato masivo y
simbólico”.
La quema de libros ha sido una
de las caras de la censura
promovida por regímenes
totalitarios y autoritarios, que
ven en una hoguera de
volúmenes prohibidos un
procedimiento gozoso para
escarmentar al pensamiento
opositor, a la resistencia, a la
disidencia. Hay otra versión, tan
patética como desoladora:
aquella quema llevada a cabo
por los propios dueños de los
libros, sujetos temerosos de ser
sorprendidos in fraganti con
textos peligrosos, subversivos,
que podrían costarle la vida o
significarle persecución en su
contra.
Pienso en la quema de libros a
propósito del ensayista chileno
Martín Cerda, muerto en 1991 y
de quien se acaba de publicar un
volumen póstumo llamado
Escombros con una selección de
textos suyos aparecidos en
diarios y revistas a lo largo de
su vida. El mismo Cerda se
refería a sus escritos como
“escombros”, desechos de
demoliciones y mudanzas
vitales y existenciales que no
eran otra cosa que el libro
fragmentario, lúcido, sensible y
balbuceante que fue escribiendo
a lo largo de su vida.
Martín Cerda tenía sesenta años
de edad en agosto de 1990, una
vida dedicada a pensar, leer y
escribir, a atesorar libros
esenciales y definitivos, cuando
un incendio —no se sabe si
intencional o no— destruyó en
forma casi íntegra su biblioteca
de entre seiscientos y
setecientos volúmenes, en un
hogar universitario de Punta
Arenas donde estaba viviendo
como escritor residente.
Martín Cerda sufrió el infierno
en carne propia, aquí, en la
Tierra. Estaba de paso en
Santiago, junto a su pareja,
cuando un amigo de la
Biblioteca Nacional fue a verlo,
tocó el timbre y le dijo, sin
anestesia, que se había quemado
su biblioteca en el sur. No
alcanzó a recuperar
prácticamente nada, apenas unas
hojas sueltas. Los libros que lo
habían formado en Francia, los
libros que lo acompañaron, que
le prestaron auxilio en sus
peores momentos, que le dieron
felicidad momentánea, se los
llevó el fuego.
¿Se puede imaginar una escena
más devastadora para un
escritor genuino como Martín
Cerda, que asistir en vida al
funeral de su propia biblioteca?
El incendio de sus libros marcó
también el fin de sus días.
Algunos meses más tarde, un
infarto al corazón y luego una
cirugía de la que nunca se
recuperó significaron su muerte,
en agosto de 1991. Murió
Martín Cerda con la amargura
de sospechar que sus libros los
había quemado
intencionalmente alguna mente
enferma, ya que nunca se pudo
verificar que la causa del
incendio haya sido el supuesto
recalentamiento de un
calefactor, como alguien
insinuó.
Alfonso Calderón, a quien le
debemos la recuperación de lo
mejor de la obra de Martín
Cerda entre otros escritores
chilenos a los cuales ha leído
como nadie, escribe en el
prólogo de Escombros que
“Martín carecía de ilusiones”, y
que “pertenecía a una
generación dispuesta a cambiar
el mundo, la que, de un día para
otro, descubrió con impotencia
el fracaso de la ilusión
revolucionaria en todos los
registros de la existencia”.
Martín Cerda sabía de la
conveniencia de no confundir
recuerdos con nostalgias: “Yo
recuerdo haber leído muchas
páginas. Con todas ellas, sin
embargo, sólo lograría
establecer una bibliografía
incompleta e irrisoria. Tengo
nostalgia, en cambio, de
aquellos lugares en que he
dejado la sombra de mi vida: de
una mano, por ejemplo, que una
madrugada regaló una rosa
cultivada en la pampa salitrera.
Con ella podría, sin duda,
reescribir mi biografía”.
Leerlo a él, a Martín Cerda,
palabra a palabra, frase a frase,
página a página, lentamente, es
dejarse obsequiar una rosa
excepcional, cultivada en la
pampa salitrera.
Sábado 27 de Septiembre de
2008
María de Paine
Hay un poema de Borges, “Los
justos”, que refiere a personas
que se ignoran y que están
salvando al mundo: un hombre
que cultiva su jardín, el que
agradece que en la tierra haya
música, dos empleados que en
un café juegan un silencioso
ajedrez, el que acaricia a un
animal dormido, el que prefiere
que los otros tengan razón. Cada
vez que vuelvo a leer el poema,
no dejo de pensar en mis justos,
en todos aquellos seres vivos y
muertos que me salvan: una
amiga que hace mermelada de
ciruela y cuida sus plantas en la
pequeña terraza de su
departamento, la que me
obsequió un día versos de
Rimbaud bordados en un trozo
de arpillera, las mujeres con las
que tuve hijos y fui padre, aquel
joven chilote que me recibió en
su casa, en la isla Butachauques,
a quien nunca volví a ver.
Los que diseñaron mis libros,
los dibujaron sobre una hoja de
papel, ayudaron a que existan.
Los niños, hijos míos y de otros,
que me regalan un chiste y
ponen cara de risa. El goleador
de aquella tarde remota en un
estadio de fútbol donde toco por
un segundo el cielo con las
manos. El amigo fotógrafo con
el que recorrimos Cuba y
Uruguay en auto, sin más prisa
que la que nos regalara el
espíritu de cada mañana. El
tallerista que lee con entereza y
acaba llorando porque no puede
más con la culpa. La tallerista
que escribe cartas a un viejo
amor que hoy parece un
fantasma. Ellos me salvan. A
ellos les leo estas líneas de
Enrique Vila-Matas en su
Dietario voluble: “Siempre
sintonizaré más con un hombre
perdido en el último muelle del
último puerto del mundo que
con un coro de hombres de
acción tratando, por ejemplo, de
cambiar la patria. ¡Los hombres
de acción! ¡Los activos! Me
acuerdo de lo que pensaba
Flaubert de esa buena gente:
‘Hay que ver cómo se cansan
los hombres de acción y nos
cansan a los demás por no hacer
nada. ¡Y qué vanidad más boba
la que nace de una turbulencia
baldía! ¿Qué ha quedado de
todos los Activos, de Alejandro,
de Luis XIV? El pensamiento es
eterno, como el alma, y la
acción es mortal, como el
cuerpo’”.
Voy por la vida a tientas,
esperando encontrar al paso a
esos hombres y mujeres
perdidos en el último muelle del
último puerto del mundo. Sé
que ellos me salvan, aunque ni
sospechen que tienen ese don.
El periodista y escritor polaco al
que conocí en Buenos Aires, y
del que aprendo cada vez que
leo sus libros. La mujer que
trabajaba en mi casa de infancia,
y que se fue a morir a Paine, con
la que siempre tendré una deuda
de amor no correspondido.
¿Cómo hago para pagarte,
María, esa deuda? Hace poco
escuché el poema cantado por
Serrat de Miguel Hernández a
su amigo Ramón Sijé, “Elegía”,
aquel amigo a quien tanto quería
y se murió más joven aún que el
propio Hernández: “Quiero
escarbar la tierra con los
dientes/ quiero apartar la tierra
parte a parte/ a dentelladas secas
y calientes./ Quiero minar la
tierra hasta encontrarte/ y
besarte la noble calavera/ y
desamordazarte y regresarte”.
La imagen de desenterrar a un
ser querido, de escarbar la tierra
con los dientes hasta
encontrarlo, me llevó a María
Martínez, una mujer justa que
vivió sus últimos días en Paine
despertando en las mañanas y
durmiéndose en las noches un
poco sola, sin hijos que la
cuidaran porque le había
regalado su vida entera a una
familia que no era la suya y a la
que un buen día dejó de serle
útil.
Una amiga con la que
acostumbramos a cucharear del
mismo postre, más de una vez
me ha dicho que el tiempo es
injusto porque acaba con vidas
humanas y en cambio va
dejando intactas a su lado las
cosas que acompañaron a ese
ser humano en la Tierra: sus
ropas, sus lápices, sus zapatos,
su cama, a veces la misma cama
en que murió: “¿Cómo puede
permanecer entre nosotros el
lápiz Bic que llevaba alguien en
el bolsillo, mientras ellos se
esfuman para siempre?”,
pregunta mi amiga en voz alta.
Yo me quedo pensando en
María Martínez, en esa mujer
que tantas veces cuando yo era
un niño reemplazó a mi madre,
a la que dejé sola y anciana en
Paine y que se murió un día sin
que yo me enterara de su último
suspiro.

Sábado 4 de Octubre de 2008


Piel de gallina
Hace pocas semanas se publicó
en esta revista una crónica que
es uno de los primeros capítulos
de mi libro El empampado
Riquelme, volumen que acaba
de ser reeditado. La historia, sin
ánimo de dar la lata, trata de un
chileno que trabajaba como
portero del Banco del Estado de
Chillán, y que en el verano de
1956 viajó en tren al norte, al
bautizo de un nieto en Iquique.
Nunca llegó a la estación donde
lo esperaban. Pero cuarenta y
tres años más tarde, en el verano
de 1999, en los últimos días del
siglo veinte, cuando Julio
Riquelme Ramírez había sido
olvidado para siempre, sus
restos aparecieron en la mitad
del desierto de Atacama.
Riquelme fue enterrado por sus
familiares en el cementerio 3 de
Iquique en el invierno de 1999,
y su hijo Ernesto se quedó
cavilando sobre la suerte de su
padre, sobre el silencio y la
soledad que lo acompañaron en
el desierto durante casi medio
siglo junto a sus pertenencias
que permitieron identificarlo sin
problemas: “Riquelme se quedó
solo en el desierto, sin más
compañía que su propio ruido y
el sonido del viento, sin más
compañía que el sol del día y el
frío de la noche, sin más
compañía que la dureza de las
piedras, el idioma del silencio y
el espíritu de la pampa. Quiso
salir de donde estaba, quiso
cambiar su suerte, pero su suerte
ya estaba echada. El reloj de
Riquelme se detuvo a las diez y
media. No sabemos si a esa hora
había sol o había estrellas. No
sabemos nada, salvo que
Riquelme murió en ese lugar y
cuarenta y tres años después
alguien lo encontró tendido al
sol, con todos sus huesos
blancos y calcinados a la vista,
sin poder decir una palabra,
pero escribiendo un alfabeto
completo sobre el tiempo, la
vida y la muerte”.
Carlos Sutter, un chileno que es
piloto de avión y que hoy tiene
81 años de edad, leyó la crónica
sobre Riquelme publicada en
esta revista hace unos días y se
le puso la piel de gallina. Tuvo
la absoluta seguridad, mientras
leía, por las coordenadas en
donde fueron encontrados los
restos de Riquelme, y por la
vestimenta que traía, que el
cuerpo sin vida y ya convertido
en esqueleto que Sutter vio
desde el aire en el desierto de
Atacama, en octubre de 1962,
era el mismo de la crónica.
Sutter traía a Chile una pequeña
avioneta Champion desde
Wisconsin, Estados Unidos, y
ya llevaba un buen tiempo
viajando solitario en ella. Ese
día de octubre de 1962, había
despegado en la mañana desde
Cerro Moreno, el aeropuerto de
Antofagasta, poco antes del
mediodía, y más o menos una
hora más tarde, sobrevolando el
desierto a una velocidad no
superior a las ochenta millas por
hora y a unos cincuenta o
sesenta metros de altitud, divisó
un esqueleto semivestido en
plena pampa. El hallazgo le
causó gran impresión. Dio
media vuelta y volvió a
sobrevolar el lugar. En ese
momento advirtió con precisión
cómo el viento movía el abrigo
gris que cubría en parte los
restos de ese sujeto que había
muerto solo en el desierto.
No recuerda bien Sutter cuál fue
su próxima detención: si
Copiapó o Vallenar. De lo que
sí está seguro es de que informó
a la Dirección de Aeronáutica
del hallazgo, indicando además
las coordenadas. Pero ya de
regreso en Santiago, no volvió
sobre el tema, nunca más
preguntó por él, y olvidó para
siempre a esos restos con los
cuales se había cruzado
azarosamente en medio de la
pampa.
El destino de Riquelme fue
haber sido olvidado una y otra
vez. El relato que en forma
generosa me narró
telefónicamente Sutter hace un
par de días no hace más que
confirmarlo. Ahora, con los
años, el viejo y experimentado
piloto se pregunta en voz alta:
“¿Por qué no hice nada más, por
qué me contenté con reportar el
hallazgo y luego abandonar el
asunto?”.
Impresiona comprobar cómo
historias que uno cree
definitivas y fijadas en la
memoria vuelven a sacudirte, a
mirarte a los ojos, a decirte que
la biografía de cualquier hombre
es siempre incompleta,
imperfecta, fragmentaria, y que
el movimiento de la vida y de la
historia es perpetuo, aun incluso
mucho después de la muerte
física de cualquiera de
nosotros.

Miércoles 08 de octubre de
2008
Diálogo de ciegos
Acabo de leer un libro del
sociólogo Gabriel Salinas,
Diálogo de ciegos, donde
escribe lo mejor de las
conversaciones que ha sostenido
a lo largo de la vida con su
amigo Juan, ciego igual que él.
El libro aún no está a la venta,
pero entiendo que será
presentado a comienzos del
próximo mes. Gabriel Salinas, a
diferencia de su amigo Juan, no
fue ciego de nacimiento, pero
cuando tenía siete años de edad
se puso a manipular con un
amigo unos extraños cartuchos
tirados en el suelo, cerca del
cuartel militar de Lautaro, sin
saber que eran detonadores de
explosivos usados por los
uniformados de la zona cada vez
que iban a cazar salmones al río
Cautín. La detonación de uno de
estos cartuchos le amputó las
manos al otro niño, y a él lo
dejó ciego desde ese mismo
momento. Leer las
conversaciones entre dos ciegos
con clara conciencia ciudadana,
sin mayores complejos y con los
demás sentidos desarrollados
felinamente, es un ejercicio
saludable. La ceguera, en rigor,
suele ser entendida por casi
todos nosotros, los que tenemos
visión pero no necesariamente
vemos, como un sentido
esencial, capital, sin el cual casi
sería mejor no estar vivos.
Nuestra mirada, por supuesto, es
superficial y automática.
Ocupados como estamos en
sobrevivir la mayoría de las
veces, nos cuesta un mundo
detenernos, hacer una pausa,
fijar en una imagen los millones
de fragmentos y destellos de
vida que cada día nos ofrece
cuando tenemos ganas de
respirar en paz. La frase final
del libro de Salinas es
elocuente: “Me imagino, en este
postrer recodo de la escritura, a
Tiresias diciendo perentorio a
los poderosos y a la multitud de
siervos voluntarios: mientras la
técnica y la ciencia permiten ver
a quienes carecen de ojos, esas
mismas artes ciegan los ojos de
quienes miran sin ver”. Cuando
era chico vivía muy cerca de la
Escuela de Ciegos de Ñuñoa, y
los veía avanzar por la vereda
con sus bastones, esperar micro,
cruzar la calle con o sin ayuda,
usar anteojos oscuros o ir por el
mundo con sus ojos blancos o
transparentes a la vista de todos.
Al principio me daban miedo,
tenían un aspecto de películas
de terror, pero poco a poco fui
acostumbrándome al paisaje, y
más de alguna vez terminé de
buen samaritano ayudándolos a
atravesar avenida Ossa, una
calle ya entonces de tráfico
respetable y hoy sencillamente
criminal para los ciegos que se
animen a cruzarla solos. Ahora
los ciegos me atraen, me
provocan. Por curiosidad, o por
querer imaginar de modo más
certero qué es lo que ven en la
sombra, intento establecer algún
contacto con ellos. El otro día,
justo antes de llegar a mi casa
cerca de las once de la noche, vi
a un padre llevar del brazo a su
hijo, ciego y adulto ya, a
caminar las veredas de la ciudad
y a respirar el silencio y la
quietud de esa hora. Me detuve
a observarlos un momento y
percibí el amor profundo que
ambos se prodigaban en ese
gesto de acompañamiento. En el
libro de Salinas hay una escena
en el mismo espíritu: Juan es
acompañado por su padre a
rendir examen para ingresar a la
Escuela Normal Abelardo
Núñez, donde se formaban
futuros profesores. El resultado
del examen médico fue
categórico y funcionó como un
mazazo en su vida: un doctor
celoso de las reglas del
establecimiento le informó a su
padre que ningún ciego estaba
en condiciones de hacerles
clases a alumnos que no fueran
ciegos. Juan se fue desolado
junto a su padre, y recuerda
haber caminado a lo menos un
par de horas por la vereda norte
de la Alameda, primero en
silencio, apenas sostenido de los
hombros por el brazo de su
papá, que al cabo de un buen
rato se animó a hablarle, a
hacerle cariño y a recordarle
fragmentos del Quijote, a
decirle bienvenido al mundo;
algo así como nadie dijo que
esto sería un jardín de rosas,
deberás pelear más duro que
nosotros, incluso, pero aún
tienes una vida por delante.
Revivir esa caminata por la
Alameda de un muchacho ciego
que escucha primero el sonido
de la calle y luego la voz
inolvidable de su padre, nos
remite a aquellas caminatas
estelares en las que fijamos la
vista o la mente en cualquier
detalle en movimiento y
decimos, por un instante:
estamos vivos, y esto es lo
único que realmente importa.

Jueves 16 de octubre de 2008


Dormir la siesta
Cuando armé mi nueva oficina,
unos meses atrás, lo único que
tuve claro fue que era decisivo
traerme una cama para dormir la
siesta en horas de trabajo.
Tener un lecho cómodo donde
tenderme como dios manda
junto al escritorio y los libros
había sido hasta ahora un sueño,
por supuesto inimaginable en
los sitios donde trabajé como
asalariado. En casi todas las
oficinas existe la creencia de
que ser productivo impide
dormir la siesta, y más bien
consiste en invertir la mayor
cantidad de horas-reloj en asistir
a reuniones, llenar informes,
reportar a tu jefe, almorzar
apurado y andar con cara seria y
de concentración todo el rato
aunque por dentro estemos
pensando en cualquier tontería,
que es algo muy humano y
necesario por lo demás, y que a
mí, al menos, me pasa con
frecuencia.
“Trabajar duro, ganarse los
porotos, sudar la gota gorda,
redoblar esfuerzos hasta
alcanzar la meta, no rendirse
jamás”. Escuchamos esta
cantinela como si fuera una
cuestión de vida o muerte.
“Nada más fecundo que perder
el tiempo”, debiéramos
contestar con energía, para
luego citar de memoria aquel
fragmento del Elogio de la
ociosidad, de Bertrand Russell:
“Todos conocemos la historia
de aquel viajero que vio en
Nápoles a doce mendigos
estirados al sol y ofreció una lira
al más perezoso de todos. Once
mendigos se levantaron de un
salto para reclamarla, de manera
que el viajero se la dio al que ni
se había movido”.
La mentalidad productivista que
campea hoy a sus anchas, y que
lleva a todo el mundo a
presionar al otro, en una cadena
sin fin, nos tiene fatigados, con
el espíritu maltrecho y el cuerpo
adolorido. Enrique Vila-Matas
asegura en su Dietario voluble
que tal es la razón del
“malhumor general y la mala
educación reinante”, y yo creo
que es cierto.
Interrumpo estas líneas para
acostarme un rato de espaldas
en la cama de mi oficina, con
los ojos cerrados, a ver si me
despejo, porque me duele un
poco la cabeza. Transcurre
apenas media hora y quedo
como nuevo.
Me levanto con entusiasmo a
leer una crónica de Daniel de la
Vega donde rinde homenaje a la
siesta. La llama “el sueño de la
tarde”, y la elogia con justicia.
Para acumular deseos de dormir,
dice De la Vega, “algunos
trasnochan y se atreven con
unos librotes tremendos, que
leen sin interés, a la fuerza, sólo
para rendirse y pasar mala
noche, y al día siguiente tener
bastante sueño para tenderse
con toda el alma en las frondas
de la siesta”.
No es lo mismo dormir de día
que dormir de noche. La
diferencia está en hacer algo por
gusto y no por obligación. La
gracia de la siesta estriba
justamente en dormirla cuando
los demás trabajan, y arrullar el
sueño mientras a la distancia se
escucha el rumor, vagamente
percibido, de “una llave mal
cerrada, el lejano rodar de un
tranvía, el piano de la colegiala
vecina que repite todas las
tardes los mismos ejercicios”. El
sueño de la tarde, concluye De
la Vega, “es la joya del estío, su
espiga madura, su canción
íntima”.
Me doy varias vueltas antes de
decir lo más importante de mi
semana: anoche conocí
personalmente en Santiago a
Verónica Quezada, una niña de
doce años que vive en Villa
Alemana y que me escribió un
día comentándome una de las
crónicas que publiqué aquí en la
revista “Sábado”. Desde
entonces nunca dejamos de
escribirnos. Verónica es bella,
dulce y lúcida. Conocerla me
puso contento como perro con
pulgas. Se ríe con toda su cara,
le brillan sus ojos claros,
muestra los dientes, me cuenta
que ya se leyó completo el libro
de crónicas de Clarice Lispector
que le envié por correo. Yo no
quería que se acabara la cita.
Vino a Santiago acompañada de
su padre al lanzamiento del libro
La vida deshilachada, y su
presencia en la sala fue un
regalo. Le dije ayer, sin entrar
en detalles, que juntos
escribiríamos en el tiempo un
libro. Creo que se llamará
Verónica, eres como Clarice, y
no sé mucho más todavía.

Sábado 25 de Octubre de 2008


Tendrás amor, tendrás amigos
Hay un poema de José Agustín
Goytisolo que me sigue a donde
vaya: Palabras para Julia. Se lo
escribió el poeta a su hija, casi
como un testamento, algo
parecido a dejar una herencia de
palabras que no servirán para
comprarte una casa, pero, a
cambio, te pueden ayudar a
vivir con mejor pie en la Tierra.
Como no creo posible decirlo de
mejor manera que Goytisolo, mi
hija mayor Antonia recibió este
poema de regalo cuando tenía
doce o trece años. El gesto
consistía en poner en sus manos
unos versos que, según mi
modesto parecer, funcionan
como tubo de oxígeno a lo largo
del camino.
No puede ser casual que
Antonia haya escogido estos
mismos versos para cerrar su
vida escolar: "Tú no puedes
volver atrás/ porque la vida ya
te empuja/ como un aullido
interminable".
Un par de semanas atrás,
Antonia me llamó por teléfono
en varios días consecutivos para
que fuera a una pequeña feria
del libro usado que había en su
facultad. Era extraña tanta
persistencia. A veces pasan
semanas en que no nos
escuchamos la voz, metidos
cada uno en su mundo. Decía
Antonia que había perlas que
me iban a interesar, y, por
cierto, también quería ella que
yo le soltara unos pesos para
comprar algo a su regalado
gusto.
El último día de la feria en la
facultad, nos citamos con
Antonia en los patios de su
escuela y recorrimos uno a uno
los stands. En el medio de
estupendos libros de ocasión,
tropecé con un ejemplar en
perfectas condiciones de
Palabras para Julia y otros
poemas de Goytisolo. Fue un
hallazgo. Por tres mil pesos,
volví a encontrarme con los
mejores versos que un padre
puede escribirle a su hija: "Te
sentirás acorralada/ te sentirás
perdida o sola/ tal vez querrás
no haber nacido". En el prólogo
del libro, Manuel Vásquez
Montalbán escribe que
Goytisolo decía sus poemas de
perfil, respaldado por una
minoría de estudiantes que en
tiempos del franquismo lo
metían a escondidas, por la
puerta trasera de la universidad,
a recitar sus poemas, ciudadanos
idealistas que creían que la
poesía era "un arma de
combate".
Más que de combate, cierta
poesía es tal vez, antes, un arma
de sobrevivencia. Hay estrofas
de Palabras para Julia que deben
ser citadas íntegras para
entender el alcance de sus
versos: "Nunca te entregues ni
te apartes/ junto al camino
nunca digas/ no puedo más y
aquí me quedo./ La vida es bella
tú verás/ como a pesar de los
pesares/ tendrás amor, tendrás
amigos./ Por lo demás no hay
elección/ y este mundo tal como
es/ será todo tu patrimonio./
Perdóname no sé decirte/ nada
más pero tú comprende/ que yo
aún estoy en el camino".
Ya tienes bastante con vivir, y
además están tus hijos, al menos
hasta que vuelen con alas
propias. Anoche me llamó
Antonia, era tarde ya, y
escucharla y saber que su
llamada no tenía un motivo
específico, sino simplemente
conversar, me puso de nuevo
frente al poema de Goytisolo.
Hay letras que se irán contigo a
la tumba. Hay versos que te
calan, y a los que me aferraré
antes de sucumbir: tendrás
amor, tendrás amigos. Una
amiga, muerta ya, me enseñó
que lo primero son los afectos,
que imaginarse la vida sin ellos
es una magnífica pesadilla. Pero
los afectos no son una sonrisa,
no son buena educación. Los
afectos no se compran en la
farmacia, y a veces duelen,
porque quisieras que no se
acabaran con la muerte o el
olvido.
Borges le dedica la totalidad de
su obra poética a su madre, a
Leonor Acevedo de Borges:
"Me has dado tantas cosas y son
tantos los años y los recuerdos".
Esta semana fui al cementerio a
abrazar a una amiga que perdió
a su madre y a una nieta que
perdió a su abuela. De ellas dos
me queda el afecto que nos
regalamos y los versos de
Goytisolo que Antonia, estoy
cierto, le regalará un día a un
hijo suyo si es que lo tiene,
versos que reemplacen esa
prédica vacía que escuchamos
en la iglesia del cementerio,
mecánica y desangelada, lo
contrario de un buen poema que
haga justicia a esta mujer,
madre y abuela, que un día dejó
de respirar.

Jueves 30 de octubre de 2008


Pelao
Esta mañana recibí un correo
electrónico de una amiga a la
que no veo desde hace muchos
años. Me decía que un amigo
común, el Pelao, estuvo muy
mal. Era importante en el
mensaje la conjugación del
verbo: estuvo muy mal. Uno
podía inferir que el enfermo
venía de vuelta, que estaba
recuperándose. Llamé de
inmediato a la casa del Pelao en
Pirque, y atendió Marisol, su
mujer, con voz fatigada. Me
puso al corriente: el Pelao había
tenido una hemorragia feroz, y
sólo la fortuna de llevarlo a
tiempo al hospital le salvó la
vida. Estuvo varios días en la
UTI sin saber si sobreviviría,
porque a la perforación de una
úlcera se sumó una neumonía
que lo puso débil y sin
seguridad de mantenerlo
respirando. Pero el Pelao “es un
gran guerrero”, dice Marisol,
para luego extenderle el
teléfono y permitirme hablar
con él. Conversamos apenas
diez minutos, y tuvo para mí la
intensidad de una jornada
completa en algún bar,
bajándonos una botella de tinto
y charlando de la vida. No era
prudente quitarle más energía en
estos momentos, en que se
recupera en casa después de dos
semanas en el hospital. Me
habría mantenido mucho más
rato escuchándolo, porque de su
experiencia límite venían
palabras cargadas de espíritu y
ternura. Hay gente a la que no le
gusta escuchar estas palabras:
espíritu, ternura. Las encuentran
manoseadas, vacías, ingenuas,
ocultadoras de aquellas otras
zonas oscuras que todos
cargamos a cuestas. Ayer no
más releí un texto de Raymond
Carver, el último que escribió
en prosa, y que le leyó a un
grupo de estudiantes de una
universidad de Connecticut
durante su ceremonia de
titulación. Carver, un hombre
aparentemente nada religioso,
como podría ser yo mismo, les
habló a esos alumnos de Santa
Teresa, una mujer que vivió
hace casi 400 años y de una
frase suya que a él lo acompañó
en sus años postreros: “Las
palabras que llevan al obrar,
preparan el alma, la ponen
presta y la mueven a la ternura”.
Carver repite la frase en el
párrafo siguiente, para que uno
se la grabe, y acaba diciendo
algo que debiera ser
fundamental para los que
trabajamos con las palabras:
“Las palabras, las palabras
correctas y verdaderas, pueden
tener tanto poder como los
actos”. El Pelao, que se recupera
en su casa de Pirque, dice
admirar esta máquina que es el
cuerpo humano y que estuvo a
punto de fallarle
estrepitosamente. Pero también
dice que hay algo más que el
cuerpo, y que esto él lo sintió
vivamente cuando enfrentó a la
muerte: “Han sido días
extenuantes, días y noches sin
pausa, pero ahora poco a poco
comienzo a recuperar el
semblante”. Apenas come un
poco de papilla, para no
malgastar energías. No tuvo
miedo ni lo ha ocupado la
angustia. Juntó algo de dinero
en estos años que le permitirá
recuperarse en casa el tiempo
que sea necesario. El Pelao dejó
de ser un asalariado mucho
tiempo atrás. Ya casi olvidó
cuándo. Desde entonces trabaja
en forma independiente sanando
personas con imanes, y es muy
bueno en lo que hace. A estas
alturas de la vida, dice el Pelao,
lo que tiene para aprender no lo
consigue estudiando carreras en
la universidad, sino absorbiendo
lo que le enseñan estas crisis:
“El mundo se está cayendo a
pedazos. Se impone una
neurosis colectiva por los
conflictos macroeconómicos, y
es el momento justo para
propiciar cambios, para revisar
los cimientos, para confirmar lo
que te salva y dejar afuera lo
que te enferma y te contamina”.
Yo lo escucho con atención, le
prometo una pronta visita a
Pirque, y me quedo pensando en
aquella imagen del Pelao
entrando al hospital sin miedo,
sin angustia, con una
hemorragia desatada, guerrero
ejemplar y elegante que me
enseña lo que verdaderamente
importa: que mientras exista
energía y espíritu, también
habrá palabras que cuenten una
historia y que pesen tanto como
las acciones que las
despertaron.

Viernes 07 de noviembre de
2008
Peluquería de señoras
Ayer en la mañana leí un
pequeño ensayo de Enrique
Vila-Matas que fue toda mi
lectura del día. Cuando acabé el
texto titulado “Un plato fuerte
de la China destruida”, parte de
su libro El viento ligero en
Parma, me eché en la cama a
mirar el techo. Creo que incluso
me faltó un poco el aire. Tal vez
exagero. Tal vez era
simplemente emoción, o puro
asombro. Vila-Matas, fiel a su
costumbre, citaba a varios
escritores, Kafka, Montaigne,
Marguerite Duras, y se detenía
en dos de ellos: el francés
Georges Perec y el chileno
Roberto Bolaño. Y los
hermanaba: ambos se murieron
antes de tiempo, ambos
ocuparon los últimos años de su
vida en escribir febrilmente,
ambos fueron escritores de raza.
Alguna vez escribí sobre Bolaño
y un recuerdo de su infancia: un
flaco que parecía un zancudo y
al que no había visto nunca
antes le preguntaba en
Cauquenes, cuando él tenía
diez, once años de edad, por una
dirección, y él le contestaba que
no tenía idea, y el flaco se
alejaba, y él se quedaba
mirándolo, y en ese momento
parecía tomar conciencia de que
probablemente sus vidas, la
suya y la de aquel flaco que
parecía un zancudo, sólo se iban
a encontrar durante ese breve
lapso de tiempo. Ambos eran
dos mundos totalmente
independientes entre sí,
destinados a encontrarse una
sola vez en la vida y por espacio
de unos pocos segundos. En ese
momento Bolaño tuvo
conciencia de la muerte, de la
extinción, de convertirte en
polvo en el tiempo.
Vila-Matas cuenta un episodio
de la vida de Georges Perec que
de alguna manera se empata con
aquel recuerdo de Bolaño. Perec
nació en 1938 y formaba parte
de una familia de judíos polacos
que emigraron a Francia. Su
padre murió en la invasión nazi
de 1940 y su madre en un
campo de concentración en
1943. “No tengo recuerdos de
infancia”, escribió una vez. Eso
no le impidió saber que su
madre había sido peluquera de
señoras en la casa donde vivían,
en la rue Vilin de París. Cuando
Perec ya era un hombre adulto,
“acompañó a una amiga a
fotografiar los restos del
negocio materno, poco antes de
que las excavadoras hicieran su
aparición y borraran del mapa la
serpenteante rue Vilin y el
barrio entero”. Cuando hicieron
la fotografía, todavía podía
leerse esa inscripción:
Peluquería de señoras.
Bolaño le confesó a Vila-Matas
en una carta de 1997 que había
llorado al leer un texto suyo que
hablaba de esa fachada de
ladrillos y una puerta hecha con
cuatro tablones de madera
encima de la cual podía leerse:
Peluquería de señoras. A través
de ese recuerdo Bolaño evocaba
el gesto de Perec y
especialmente su literatura, a la
que admiraba como a ninguna.
Los recuerdos se van
demoliendo con el tiempo, y a
veces una fotografía urgente
logra congelar lo que después el
futuro acaba aniquilando.
Perec anhelaba en esa fotografía
materializar el recuerdo de una
infancia poblada de ausencias.
Vivimos escogiendo de quién
separarnos cada día. No es que
lo hagamos conscientemente.
Sólo que no tenemos alternativa.
El tiempo es limitado, los
espacios están fijos, y nosotros
nos movemos en estas
coordenadas sin tener mucha
idea de a dónde vamos. La
sangre te empuja a saber más de
los que vivieron antes que tú, a
hacer pactos con aquellos que
quieres que te acompañen en el
camino. Los demás se van
quedando atrás, a veces sin
vuelta.
Vila-Matas cita a Montaigne,
que cuando era joven creía que
la meta de la filosofía era
enseñar a morir, y que, ya
mayor, rectificó y dijo que “la
verdadera meta de la filosofía es
enseñar a vivir”.
Me tumbé en la cama porque no
supe cómo seguir adelante. No
quise pasar a otra página, a otra
historia, a una narración
cualquiera que me sacara de mis
propios recuerdos de infancia,
que, aunque frágiles a veces, me
ayudan a fijar rostros y a pensar
que esos encuentros fugaces con
aquellos fantasmas son parte de
lo que terminaremos contando
que fueron nuestras vidas. El
letrero de una Peluquería de
señoras, en el caso de Perec. En
el caso nuestro, ¿quedará algún
letrero?

Jueves 13 de noviembre de 2008


Preferiría no hacerlo
Algún día entenderé mejor qué
hacía yo cubriendo la Cumbre
de Países No Alineados en
Kuala Lumpur, la capital de
Malasia, los últimos días del
verano de 2003. Chancho en
misa. Lo de cubrir la Cumbre,
en todo caso, era un eufemismo,
puesto que el diario sólo me
había pedido un artículo de
viajes sobre Kuala Lumpur y
una crónica general de la
economía malaya para el
suplemento especializado del
domingo.
Estuve más de dos semanas en
Malasia, y apenas había en el
hotel una persona que hablaba
español: una simpática
periodista venezolana llamada
Wendy, fanática de Chávez, que
vivía con más intensidad que yo
al menos las venturas y
desventuras de los países del
llamado Tercer Mundo. Charlar
con Wendy y escuchar sus
conchalevale era un respiro en
medio de conferencias de prensa
traducidas todas al inglés, un
idioma que, lo confieso, me
exige un grado superlativo de
estrés para entender de qué se
está hablando.
No había razón alguna para
seguir con atención los
aburridos debates de la Cumbre.
Desayunaba copiosamente en
los comedores del hotel donde
alojábamos, jugaba pimpón con
un periodista chino acreditado,
recorría la ciudad con ojos de
genuino asombro, a veces
despertaba por las noches a
escuchar las sonoras
invitaciones a rezar en las
mezquitas, recorría a pie el
barrio chino y, por supuesto,
dormía siesta escondido en mi
dormitorio mientras los
representantes de los Países No
Alineados jugaban a cambiar el
mundo.
Pero nada es perfecto, y un buen
día fui conminado por la
organización para asistir a una
reunión desayuno con el Primer
Ministro de Malasia en el
Palacio de Gobierno, una mole
impresionante. Nos llevaron en
bus, nos hicieron pasar al salón,
y ya pronto estuvimos todos
sentados en una mesa larga
presidida por Mahathir Bin
Mohamad, el Primer Ministro
que entonces llevaba más de
veinte años en el poder, lo que
lo empezaba a convertir en un
pequeño dictador aunque él
dijera que lo elegían
democráticamente cada tantos
años.
Yo estaba feliz degustando unas
galletas bien buenas cuando
entendí en mi precario inglés
que la secretaria de prensa de
Mahathir nos decía que cada
periodista iría en orden, de
izquierda a derecha,
formulándole una pregunta, en
inglés por supuesto, al Primer
Ministro. Quise salir
arrancando, y no podía. Me puse
a sudar tinta. ¿Qué le
preguntaba, si a duras penas
entendía de qué hablaba
Mahathir con los otros
periodistas? Jamás en mi vida
había formulado una pregunta
en una rueda de prensa, hasta
hoy, y creo que ya nunca lo
haré. Con suerte he ido a tres
ruedas de prensa en los últimos
veinticinco años, siempre en la
última fila, y resulta que ahora
había que hacerse el lindo en
otro idioma con un sujeto al que
además debías tratar con guante
blanco, porque eras su invitado.
La secuencia de preguntas fue
avanzando inexorablemente en
mi dirección. Creo que me subió
la presión y me vino
taquicardia. Wendy le consultó
algo sobre la relación de
Malasia con América Latina, y
yo en ese momento pensé en ser
Bartleby, aquel personaje de la
novela de Melville que dice,
cada vez que le dan una orden
en su oficina, “preferiría no
hacerlo”. El problema era que
no sabía bien cómo decirlo en
inglés, además de ser el único
periodista de una larga mesa de
profesionales de todo el mundo
que reconocía no tener nada que
preguntarle a un gobernante. Iba
a quedar en evidencia, pero qué
importaba, si yo nunca más
volvería a estar en una Cumbre
de Países No Alineados. La
campana me salvó de decirle a
Mahathir en mal inglés
“preferiría no hacerlo”: un
periodista no respetó el orden
asignado y contrapreguntó
desde otro sitio de la mesa al
Primer Ministro, la rueda se
desordenó, y yo zafé de imitar a
viva voz a Bartleby, uno de mis
héroes literarios, aquel hombre
elegante que sabe situarse en
otro sitio, que desobedece
pacíficamente, que se niega sin
estridencias. Admiro a Bartleby
y me gustaría poder decir
siempre con él, cada vez que me
empujan a algo que no quiero,
preferiría no hacerlo.

Jueves 20 de noviembre de 2008


Quinientas lucas
El alma humana es vacilante,
contradictoria, y a veces se
entrena con altas dosis de
perversión y maldad. Mandar a
matar a alguien es un acto
despiadado, feroz, brutal. Se ve
con frecuencia en películas de
mafiosos, y por supuesto
también en la vida real, porque
las películas no hacen más que
extender en la imaginación lo
que la historia del hombre ya
verificó como parte de la
especie. Aceptar el encargo de
quitarle la vida a alguien a la
fuerza es igualmente feroz.
Supone una carencia de
identidad y un envilecimiento
que puede conducirte a los
reductos más escabrosos de la
conducta humana.
Ahora sabemos que un poco de
todo esto sucedió en el asesinato
más bullado del último tiempo,
la muerte a tiros en una vereda
de Providencia del joven
ingeniero comercial Diego
Schmidt-Hebbel. ¿Son todos
sicópatas los que matan
intencionalmente o mandan a
matar, o hay grados de
perversión que no deben
confundirse con locura pura y
dura? ¿Cuánto pesan las
historias personales de los
asesinos, lo que vivieron en la
infancia, los traumas que
arrastran? Crímenes por
encargo. Casi todos los
crímenes políticos son de esta
naturaleza. Acá sabemos
bastante del tema.
Crímenes por celos, por dinero.
En todas las latitudes se cuentan
cuentos donde se revela el lado
oscuro del hombre, aquel que no
nos gusta demasiado mirar a los
ojos.
En el caso de la muerte de
Schmidt-Hebbel el martes 4 de
noviembre, sabemos que el
móvil que originó el episodio de
sangre fue un lío familiar no
resuelto por una herencia,
sumado a la necesidad
imperiosa del sicario de turno de
conseguir plata para pagar sus
deudas. También sabemos que
el objetivo final no era el
muchacho, sino el dueño de
casa, un español casado con la
hermana de la que pagó para
que le robaran y además lo
dejaran ojalá convertido en
cadáver.
María del Pilar Pérez,
arquitecta, vivía a pasos de
Agustín Molina, su cuñado.
Aquel martes 4 de noviembre,
temprano en la mañana, tomaba
desayuno cuando escuchó los
balazos. El tipo con el que había
pasado la noche en su casa, que
alguna vez fue pareja suya, se
asomó por el balcón y vio a
Diego Schmidt-Hebbel tirado en
la vereda todo ensangrentado, y
a su novia pidiéndole con
desesperación que despertara.
La mujer que había ordenado el
asalto se asomó también por el
balcón, vio lo que ocurría y
guardó silencio. Se acostó y
empezó a tomar muchas
pastillas antidepresivas para no
pensar. Fue detenida en estado
de inconsciencia la noche del
jueves 6, a los pies de su cama,
junto a un empleado y su perro.
El homicida, José Mario Ruz,
que a esas alturas ya había
completado más de dos días en
manos de la policía, confesó que
esta mujer le pasó quinientas
lucas para que consiguiera un
arma y ejecutara el robo con
violencia. La oferta económica
había sido irresistible: María del
Pilar Pérez le iba a pagar treinta
millones por el trabajo sucio.
Pero Ruz, que más que un
asesino a sueldo era hasta ese
momento un tipo vulnerable, no
tuvo la sangre fría necesaria y el
plan original se pudrió.
Quinientas lucas costó en este
caso la vida de un muchacho
inocente. A veces cuesta un
cigarrillo, tres billetes o la orden
superior de un poderoso: cuando
la vida tiene precio, acaba no
valiendo nada.
La arquitecta tenía un
interesante prontuario en
materia de antiguas parejas. A
una de ellas −que hoy vive en
Canadá, lejos de su alcance− la
había mandado a matar sin
éxito, y a su ex marido lo
asesinaron sospechosamente en
abril de este año de un balazo.
Quinientas lucas vale una
motoneta nueva de no mucha
cilindrada. No sé si con
quinientas lucas alcanza para el
pie de una tumba en el
cementerio. Quinientas lucas
más o menos cuesta un pasaje
en baja temporada a México.
Quinientas lucas costó
convencer a José Mario Ruz de
que consiguiera un arma,
esperara frente a la puerta de
Seminario 97, y estuviera
dispuesto a matar a un
muchacho que tenía la
costumbre de ir a buscar a su
polola en las mañanas para salir
juntos a trabajar.

Jueves 29 de Noviembre de
2008
Es hora de salir a caminar
Alejandro Zambra escribió una
magnífica columna semanas
atrás en la que contaba que le
gusta pensar que en el futuro,
cuando alguien le pregunte qué
ha sido de su vida en estos
meses, él responda
simplemente, con alegría, que
ha estado leyendo a Natalia
Ginzburg. Me sentí identificado.
No sólo porque la Ginzburg me
gusta tanto como a él, sino
porque deja en claro que la sola
lectura concentrada de un autor
que te apasiona puede completar
meses continuados de buena
vida, o ser lo más significativo
que ocurra en ese lapso. El
problema de estos meses en que
Zambra se abandona a la lectura
de Léxico familiar y Las
pequeñas virtudes es que yo
quiero hacer lo mismo que él, y
como no puedo me empiezo a
desesperar, me duele la cabeza,
y debo ir donde mi amigo el
doctor chino para que me alivie
con acupuntura.
Llevo semanas dándole vueltas
a esta frase que leí, y que se la
adjudican a Confucio: “¡Qué
tristeza! Siempre lo vi avanzar,
nunca detenerse”. ¿Qué hace
que ahora mismo me sienta un
poco atrapado entre los tristes a
los que describe el filósofo
chino, si yo no quiero formar
parte de esa carrera en la que se
supone debes avanzar sin prisa
pero sin pausa? Conocí una vez
a un empresario catalán que
usaba esta expresión a menudo:
sin prisa pero sin pausa. Según
él, todo lo que hacemos forma
parte de una carrera en la que no
caben detenciones, ni siquiera
una tregua en el camino. Este
hombre de negocios en
Barcelona era mi jefe y me
apretaba, como saben hacerlo
los jefes eficientes. Tarde o
temprano el globo de la
paciencia se tenía que reventar.
Así fue: un buen día me largué y
pensé que junto con
abandonarlo a él, dejaba atrás
una manera de vivir. Pero la
vida es imperfecta, y el tiempo y
las circunstancias dadas me
llevaron a verificar, una y otra
vez, que soy un tipo que aguanta
mucho, como tantos de
nosotros, y que fácilmente
tropieza con la misma piedra,
como tantos de nosotros.
Qué modo más pueril de acabar
con nuestras energías. Lo peor
es darse cuenta de que es así y
de todas formas perder la
batalla. Hay días en que sin que
necesites desesperarte te das
cuenta de que algo no camina,
que pagar deudas y desplazarte
de un trámite a otro por la
ciudad no es la manera de
encontrarte contigo.
Es curioso: cada vez tengo
menos sueños materiales. Y eso
me pone muy contento. No
quiero casa propia, no pienso
pagar una tumba en cuotas.
Denme unos pocos libros, la
compañía de los que quiero, y
una porción de oxígeno y tierra
donde respirar y caminar.
Denme también el tiempo
necesario para detenerme y
regalarle una alegría a Confucio.
Hay tantos momentos de gloria
que oponer a la pesada carga del
diario vivir. En mi caso, uno de
ellos fue la lectura de un breve
libro de Sebald dedicado al
escritor Robert Walser, que en
una de sus últimas páginas me
deja sin aliento: “Walser, creo
yo, había nacido para ese viaje
silencioso por el aire. Siempre,
en todos sus trabajos en prosa,
quiere remontarse sobre la
pesada vida terrestre,
desaparecer suavemente y sin
ruido hacia un reino más libre”.
Rechacé esta mañana una oferta
de trabajo para el verano. Había
dicho que sí, pero lo pensé
mejor y dije que no. Necesito el
dinero, pero, creo, necesito más
esa franja de tiempo de la tarde-
noche para detenerme a pensar
en lo que hay, en lo que hubo, y
también en el mundo de mis
sueños. Quisiera poder
renunciar todas las veces que
sea necesario a un trabajo que
no me guste mucho hasta dar,
finalmente, con el mejor paraíso
imaginable sobre la tierra: aquel
en que invierto meses en la
lectura de Natalia Ginzburg,
Elias Canetti, Martín Cerda,
mientras en el fondo el sonido
del mar me abriga y una mujer
que se llama Soledad me susurra
al oído que es hora de salir a
caminar, como hacía Walser en
sus paseos, porque ya llevo
mucho tiempo detenido.

Sábado 6 de Diciembre de 2008


No capturar ninguna presa
Anoche figuraba en la Plaza de
Armas de Los Andes abrazando
a un ciudadano a quien
probablemente nunca volveré a
ver en la vida. No sé nada de él,
ni cómo se llama, salvo lo que
alcancé a apreciar durante el
lapso que duró la presentación
de mis libros. El hombre estaba
bastante pasado de copas, pero
sin perder la dignidad; le
hablaba a un clásico quiltro de
plaza, a veces repetía en voz alta
las últimas frases que yo iba
diciendo, y al final se acercó a
abrazarme y darme la mano y
las gracias por mis lecturas.
Creo que esto es lo mejor de las
ferias del libro en provincia a
las que voy si me invitan.
En el caso de uno, que no es
figura ni sale en la tele ni hay
una razón demasiado lógica
para que tome la palabra y haga
uso de un micrófono, salvo que
publicó un libro, el público
suele ser más escaso que
numeroso, lo que en el tiempo
me ha enseñado a valorar este
momento como un privilegio.
La mayoría de los pocos que
llegan o pasan por ahí y a ratos
se quedan, lo hacen más por
azar que por querer escucharte
especialmente a ti. Es una
casualidad que los conozcas.
Están porque no quieren
aburrirse en casa y prefieren ver
qué les ofrece hoy el programa
de actividades de la feria sin que
se hagan demasiadas
expectativas. Es interesante
comprobar que aunque varios se
levantan de sus asientos y se
van porque aquí también se
aburren, otros en cambio se van
quedando, y es ese el momento
en que uno los mira a los ojos y
por un instante el tiempo y el
mundo se detienen, lo que nos
permite después recordar esos
rostros que parecían mostrar un
genuino interés en la historia
que les estabas contando.
Una amiga me escribe a pito de
nada desde su cuarto de lectura
para regalarme un texto que está
leyendo y que desea compartir.
Le doy las gracias en esta
columna. Le digo que siempre
recordaré el día en que
transcribió para mí el fragmento
de un libro que no muere:
Memorias de Adriano. Algo así
como “el misterio específico del
sueño por el sueño mismo”. Una
reflexión entrañable, que no
entiendo demasiado bien por
qué la vinculo con mis
pensamientos de los últimos
días. Necesitamos soñar.
Liberarnos por un momento de
la pesadez de lo real. En los
sueños, dice Adriano, nos
reencontramos con los muertos.
En los sueños aliviamos la
fatiga, dejamos de ser quienes
éramos para ahora ser otros,
más livianos, más confusos.
He pensado mucho en estos días
sobre qué es realmente lo que
quiero de mi vida, y cómo
vivirla sin caer prisionero en las
mentadas exigencias que uno
mismo se impone y los demás te
empujan a concretar. A veces
me exijo demasiado. Sin darme
cuenta, voy dejando pocos
espacios en blanco en la agenda
de la semana. Pocos espacios
despejados en la cabeza y en el
espíritu para completarse
imprevistamente. Es verdad que
trabajo en libros futuros, pero
vaya uno a saber si esos libros
deben concretarse un día, o
importa más el trayecto en que
uno pueda demorarse tanto
como desee, la vida entera si
quiere. Releo el poema de José
Emilio Pacheco que Antonia me
pide le envíe: “No importa que
la flecha no alcance el blanco/
mejor así/ no capturar ninguna
presa/ no hacerle daño a nadie”.
Un amigo mío hablaba de tener
“ambiciones cortas”. Qué bella
expresión. Supone desear algo,
pero al mismo tiempo supone
que ese deseo se viva a escala
humana, que no nos traicione.
Junto a las ambiciones cortas, el
ritmo y la velocidad con que
ellas se viven son también
fundamentales. No hay un solo
ritmo deseable. Está el ritmo
moroso de cierta literatura
condensada, el ritmo sostenido
de un maratonista, el ritmo
febril de una danza alocada que
intenta conectarse con mundos
divinos. A mí me gusta más la
velocidad de una citroneta que
la de un Ferrari de la Fórmula
Uno. En la citroneta puedes irte
fijando en el camino, y las
detenciones parecen naturales.
Esas pausas son, en algún
sentido, un canto a la vida. En
los Ferrari, en cambio, el
destino natural de tanto vértigo,
de tanta adrenalina, es estrellarte
en un muro o cruzar la meta sin
haber visto nada o casi nada,
que es lo mismo que coquetear
con la sombra de tu muerte.

Sábado 13 de Diciembre de
2008
El vuelo, la paloma
La noche del próximo viernes
19 de diciembre, en
Montevideo, una de las mejores
ciudades del mundo (donde
alguna vez vivieron tres
escritores magníficos, Onetti,
Felisberto Hernández y Mario
Levrero), el ex jugador de
Rosario Central Aldo Pedro
Poy, que hoy tiene más de
sesenta años de edad, se arrojará
en palomita en los pastos del
estadio Centenario para
conmemorar junto a un grupo de
fanáticos el mítico gol de cabeza
que anotara treinta y siete años
atrás, el 19 de diciembre de
1971; un gol que pavimentó el
camino para que los canallas de
Rosario obtuvieran por primera
vez en su historia el título de
campeones del fútbol argentino.
La paloma de Poy amenaza con
festejarse hasta el fin de los
tiempos. Se hizo en Chile una
vez, se ha practicado en
Ushuaia, en Rosario, en Buenos
Aires, en Cuba, en Mendoza, y
ahora Montevideo fue la ciudad
elegida. Nunca será
impedimento para la realización
de la paloma que Aldo Pedro
Poy se muera un santo día. Ya
se trabaja en su clonación en
laboratorios de Estados Unidos,
y si ella no fructificase, si la
ciencia intentara en vano traer
una réplica exacta de Poy a este
mundo, existen miles de
máscaras de goma con el rostro
de Aldo Pedro Poy repartidas
estratégicamente entre los
fanáticos y simpatizantes de
Rosario Central. Yo tengo una
de esas máscaras en casa, me la
regalaron los mejores amigos de
Poy, con el compromiso de que
si un día Aldo deja de existir,
llegaremos con ella al lugar
donde nos citen para ser Poy esa
noche de 19 de diciembre en la
que él ya no esté entre los vivos.
No quiero ni pensar cómo será
esa primera paloma sin Aldo
presidiendo la fiesta. Si tengo la
suerte de vivir entonces, deberé
arrimarme a ese festejo para
rendirle tributo al delirio más
entrañable que rodea al mundo
del fútbol de todas las latitudes.
La semana que viene, en
Montevideo, podrá escucharse
en vivo el relato del cuento de
Fontanarrosa 19 de diciembre
de 1971, texto que en cada
nueva lectura ayuda a
inmortalizar el vuelo de Aldo.
El menú anunciado para la
noche del festejo será futbolero:
choripanes, hotdogs, cerveza y
gaseosas en el estadio
Centenario, todos los presentes
vistiendo la polera de la paloma
número 37, expectantes,
rodeando al prócer en el arco
sur, antes de que Poy ejecute el
ritual, luego que un escogido le
lance la pelota con la mano y él
se arroje en un vuelo infinito
para conectar de cabeza y anotar
simbólicamente un gol en la
valla de Ñuls, el archienemigo.
Es el clímax. Los más cercanos
al prócer levantan en andas a
Poy, mientras todos los
presentes gritamos a voz en
cuello, sin medirnos,
guturalmente, "Aldo Poy, Aldo
Poy, el papá de Ñuls Old Boys".
Los cánticos no duran más de
dos o tres minutos. Se salta, se
canta, se grita, nos abrazamos, y
se acabó. El prócer vuelve a ser
uno más en la multitud, el grupo
se dispersa, Montevideo verá la
manera de seguir
convocándonos esa noche de
viernes, y uno se quedará con la
sensación inequívoca de estar
experimentando un total y
completo absurdo, de no
entender lógicamente qué te
llevó a cruzar en avión a otro
país para vivir apenas dos o tres
minutos de intenso delirio, que
son, tal vez, los más insensatos
de tu vida, que son expresión
fiel de una gran niñería, pero
que quizás por eso mismo se
vuelven inolvidables: se trata de
un momento estelar de tu vida
en que recuperas lo mejor de la
infancia, sin miedo a lo que las
apariencias tengan para
decirnos.
El cronista catalán Josep Pla
escribió una vez que el fútbol es
un estupendo divertimento
dominical sin ninguna
importancia. Hasta hoy no
encontré una mejor definición
para este juego que nos convoca
a algunos semana a semana, que
a ratos nos apasiona, pero que
vencido el tiempo de lucha nos
confirma que no tenía ninguna
importancia capital, y que
recortado sobre los grandes
temas, la muerte, el amor, el
desamor, los amigos, el paso del
tiempo, el fútbol termina
convertido en una anécdota más
o menos recordable, en apenas
un pretexto y una excusa para
vivir momentos de felicidad que
tarde o temprano se desvanecen.
Sábado 20 de Diciembre de
2008
El viaje de Rakar
Me gusta el verbo explorar. Lo
que significa, y también lo que
sugiere. Se explora en el campo
de las ideas, del cuerpo de tu
pareja, de las emociones vividas
y los recuerdos que piden turno
para mostrarse en la memoria.
Se explora cuando se averigua
algo con diligencia, con
dedicación, con tiempo, con
paciencia, con pasión. Se
explora cuando se viaja, aunque
sólo sea para ir al fondo de un
recuerdo puro.
Un libro es, a veces, una
exploración en un mundo hasta
entonces desconocido. Robert
Musil escribió cien años atrás
un texto iluminador: "Recuerdo
una frase de Goethe que desde
hace años me conmueve
particularmente: sólo se puede
escribir de aquellas cuestiones
de las que no se sepa
demasiado. La profunda
felicidad o infelicidad de esa
confesión expresa un sencillo
hecho anímico: que la fantasía
sólo trabaja en la penumbra".
Una vez el mismo Musil
entrevistó a su colega Alfred
Polgar. Le preguntó en qué
estaba trabajando, y Polgar le
respondió que en tres
volúmenes de críticas que no
darían ninguna información
sobre estética, teatro o literatura,
pero que sin embargo
contendrían una concepción de
mundo. Y luego añadió: "Sólo
tengo una idea fija: ¡no hay más
que una idea flexible!".
Saberlo todo de antemano, o
calcular todo lo que puede
suceder si tomas un camino o el
otro, me parece la manera
menos interesante de entender la
vida.
Sostengo en mis manos un libro
de fotografías acompañadas de
textos de Baudelaire que
encontré un día en un café
remoto de Valparaíso. Se llama
El viaje de Rakar y es de un
chileno, el fotógrafo y filósofo
Ramón Ángel Acevedo. El autor
recorre durante años con su
cámara y su libreta de notas más
de sesenta pueblos olvidados de
la región de Valparaíso, y
construye página a página, sin
apuro, un libro entrañable que
sólo me nace elogiar. Árboles,
piedras y perros en caminos
polvorientos apenas ocupados
por huellas furtivas de
habitantes silenciosos, que no
figuran sino en la retina curiosa
y exploratoria de un fotógrafo
de excepción, animan este
volumen delicadamente editado.
Niñas descalzas, niñas que van a
la escuela, mujeres con una
escoba en la mano o un chuzo,
campesinos, vaqueros,
palanganas, predicadores,
borrachos, un retrato del poeta
Jorge Teillier en el campo El
Ingenio, una mujer ciega,
jóvenes guapas y desnudas, la
fachada de una iglesia
evangélica, árboles y ermitas
abandonadas conforman, si
usamos las mismas palabras de
Polgar, una concepción de
mundo particular, con pueblos
olvidados habitados por
ciudadanos doblemente
olvidados, que respiran en estas
páginas y nos alertan sobre la
necesidad que cada uno de
nosotros tiene de recogerse
primero antes de realizar sus
propias exploraciones.
El viaje de Rakar es una obra de
arte. Vila-Matas en su libro
Exploradores del abismo dice
que las obras de arte "dan
contenido intelectual al vacío".
Yo leo el libro de Acevedo, una
y otra vez, para consolarme de
lo poco y nada que sé, para
explorar con entusiasmo el
abismo de distancia que hay
entre una vida y la que sigue,
entre una muerte y la que viene.
Para explorar la profunda
soledad que combatimos, a fin
de cuentas, con palabras, con
fotografías, como si
estuviéramos en medio de esa
fiesta de la que habla Vila-
Matas, una fiesta en cuyo centro
no hay nadie, una fiesta donde
en el centro está instalado el
vacío, y donde en el centro del
vacío hay otra fiesta.

Sábado 27 de Diciembre de
2008
Amigo del alma
El viernes 12 de diciembre,
pasadas las dos de la tarde, nos
despedimos. Entro a su pieza en
el hospital, él duerme. Un
masajista cubano ha logrado
relajarlo, después de que pasara
mala noche y descansara poco y
nada. Como duerme, acompaño
de pie su sueño y el silencio
pesado de la habitación mirando
el decorado que acompaña a mi
amigo del alma en sus últimas
horas de vida: una cortina
floreada, muros de un amarillo
tenue y deslavado, un televisor
negro allá arriba, en el rincón,
apenas encendido un par de
veces en dos semanas.
Abrazo a Tiare, su hija mayor,
que vino de Escocia a
acompañar a su padre. Lloramos
juntos. No entendemos
demasiado bien qué sucedió
para que él esté aquí, sin
cumplir todavía cincuenta años,
recostado en una pieza del
cuarto piso de un hospital de
Santiago, sin poder recibir una
gota de alimento desde hace ya
casi veinte días. Mientras
escribo estas líneas, gotas de
suero inyectado a la vena lo
mantienen hidratado y
respirando. No sé si así será
todavía el día en que lea esta
crónica impresa en la revista.
Cuando despierta y nos
miramos, un impulso
incontenible me hace abrazarlo,
besarle la mano, la mejilla, y
decirle al oído lo importante que
ha sido en mi vida. No exagero
un ápice. No me dejo llevar por
la emoción. Esto es
rigurosamente cierto y
comprobable: José Luis
Molinare Zuanic es una de las
personas que más han pesado en
mi vida.
La Tiare y su hermano Nicanor
nos dejan solos en la habitación.
Mi amigo del alma me toma la
cabeza con sus manos fuertes,
las mismas manos que han
sanado a tanta gente en los
últimos años, y siento la fuerza
de sus dedos en mi nuca.
Generoso, ocupa sus últimas
energías en acogerme, dice algo
sobre la amistad verdadera,
confiesa que la primera vez que
vio mis ojos detrás de "mis
potos de botella", cuando
éramos muchachos de colegio,
supo que seríamos amigos toda
la vida. Lloramos los dos. "Me
estoy yendo, Panchito", termina
diciendo en voz baja.
Abandono la pieza sabiendo que
no volveré a entrar, que no
quiero quitarle un solo gramo
más de la mínima energía que lo
sostiene. Afuera están Nicanor y
la Tiare, y volvemos a
abrazarnos los tres. Nicanor nos
extiende una hoja de papel con
un poema que escribió la noche
anterior dedicado a José Luis,
un poema doliente al hermano
del alma que se está yendo.
Nicanor cuenta entusiasmado
que José Luis le dijo que había
soñado con el abuelo Zuanic,
que el viejo lo está esperando en
algún sitio: "Mi hermano está
tranquilo, ya sabe que tiene
dónde ir". La Tiare dice que su
papá no le teme a la muerte, y
que su dolor es porque ama
demasiado a la vida, y le duele
dejar lo que aquí habita con él.
Uno empieza a recorrer la
película de una vida juntos, a
ver imágenes nítidas. Lo veo de
Señor Corales en Ecuador,
cuando junto a su papá
transmitieron la Copa América
del 93 para la Cooperativa y me
hicieron debutar en el
comentario radial. Lo veo el día
de mi matrimonio en la playa,
cuando llegó a Santo Domingo
con la Marisol, la Tiare y
Pedrito. Lo veo en el
matrimonio de la Tiare un
mediodía de sol, en medio de
unos jardines maravillosos,
bailando y disfrutando a su hija.
Lo veo ofreciéndome almendras
en su casa en Pirque, o haciendo
lucha libre en las olimpiadas del
colegio, o abrazando a los
amigos en uno de los tantos
cumpleaños que celebró en su
casa de la calle Oxford. Lo veo
y lo escucho, por teléfono,
cuando hace apenas unas
semanas acordamos que fuera a
ver a mi amigo, el doctor chino,
para que lo ayudara a
recuperarse. Ahora lo veo
dormir en su pieza del hospital,
justo antes de que despierte, nos
abracemos y nos despidamos:
reparo en las cortinas floreadas,
en sus delgadas piernas, y me
digo esto también es la vida, la
enfermedad terminal de un
amigo del alma que me marcó a
fuego, que no me abandona, y
que envuelto por el amor y el
dolor pide una tregua.
Miércoles 31 de diciembre de
2008
Año nuevo
Una amiga jovencita me escribe
desde Villa Alemana en
vísperas de Navidad. Pregunta si
alguna vez he sentido que
pienso demasiado. A veces me
hago la misma pregunta. El
doctor Kin asegura que pensar
más de la cuenta es tonto, y que
ayuda a fabricar enfermedades.
A ratos le encuentro razón al
chino, especialmente cuando el
exceso de cabeza le resta
espacio a los sentidos. Pero no
sé si me gustaría pensar
demasiado menos. A veces no
puedo evitarlo, especialmente
aquellos días en que nos damos
cuenta de que pensamos y
reflexionamos justamente para
no sucumbir al caos de la
existencia.
Mi amiga se lamenta a ratos de
pensar demasiado: “La
sensación no me agrada, me
desplomo”, dice. “A veces me
gustaría simplemente dejar de
pensar por un rato. Hasta en los
sueños el pensamiento
desconcierta y atormenta. Es
increíble. Lo vital de pensar
también puede llegar a fastidiar.
No imagino la vida de un
budista. ¿Tendrá estos
decaimientos?”.
Sin ponerse de acuerdo, otro
amigo me escribe el mismo día
para recordarme una
conversación telefónica de
meses atrás, cuando le dije que
leyera Santiago de memoria, de
Roberto Merino. Dice que
consiguió el libro, lo acaba de
leer, y que me envía de regalo el
párrafo final: “Los copistas de la
Edad Media -sabiamente-
anotaban en los textos
transcritos los momentos en que
los vencía el cansancio. Lo
mismo quiere hacer el autor de
estas páginas. Detener por el
momento el flujo de las ideas y
partir, quizás por San Pablo
hacia el poniente, en busca de
las cuestas silenciosas, de los
paisajes abiertos y de las luces
dispersas de los campos”.
Tomo nota de lo vivido en los
últimos días para ejemplificar la
friolera de datos que uno llega a
retener. Fui a Montevideo.
Caminé la rambla, comí unos
ravioles rellenos con verdura y
aderezados con salsa de tomate
que todavía puedo saborear,
tomamos medio y medio con la
Solcita (mitad vino blanco,
mitad champaña), festejamos
con los amigos canallas de
Rosario Central en el pasto del
estadio Centenario, el mismo
estadio donde se jugó el primer
mundial de fútbol de la historia.
En una buena librería en
Pocitos, dateada por mi amigo
Daniel Charlone, encontré una
edición magnífica de La novela
luminosa de Mario Levrero.
Anduve en avión, transpiré
como caballo de carrera con la
humedad y el calor, pensé en un
par de libros que algún día
quizás escriba. Volvería a
Montevideo una y otra vez. Me
interesa mucho más que conocer
India. Cristián Leighton escribió
sobre esto mismo: “No sueño
con un lugar que no conozco. Sí
me gusta la idea de regresar a
lugares de los que tengo buenos
recuerdos. Muchas veces,
cuando viajo, soy consciente de
que es más que probable que no
regrese al lugar donde estoy,
que no vuelva a ver a la persona
que está frente a mí. Es vivir la
muerte, pero en paz y con
nostalgia”.
Entre las otras cosas que hice en
estos últimos días, y que se
marcarán en el calendario, fui al
cementerio a enterrar a uno de
mis amigos del alma, abracé a
sus tres hijos, abracé a su mamá,
a su mujer, a sus dos hermanos,
acompañé el canto emocionado
de todos ellos en el cinerario del
Parque del Recuerdo. Ese
mismo martes fui con mi hijo
José a la ceremonia de clausura
de su año escolar, volví a leer el
cuento de Borges Delia Elena
San Marco, que me gusta
mucho, y se lo regalé a otra
amiga jovencita que tengo, que
aún va al colegio, y con la que
me gusta sentarme a conversar y
a contemplar su risa magnífica,
ancha, espontánea, vital. Recibí
inesperadamente algunos
regalos de Navidad: un trébol de
cuatro hojas que deberé cuidar,
dos paquetes de un té indio
aromático y original, un par de
botellas de buen vino tinto, una
libreta de notas con un mensaje
amoroso, un marcalibros con un
texto de Julio Ramón Ribeyro
que cito en cada inicio de taller
literario: “La vida, nuestra vida,
es la única, la más grande
aventura”. Cada vez que leo esta
frase, tropiezo nuevamente con
esta otra magnífica frase de
Augusto D’Halmar: “No me
pasó nada, sólo la vida”.

Sábado 10 de Enero de 2009


2009
En su libro Fiebre en las gradas,
el inglés Nick Hornby va
contando su vida en directa
relación con las sufridas
temporadas del equipo de fútbol
de sus amores: el Arsenal. No es
una mala idea. Es menos
arbitraria incluso que suponer
que el fin de un año y el
comienzo de uno nuevo son el
momento preciso para hacer un
balance razonado y lúcido de lo
vivido durante el último paquete
de trescientos sesenta y cinco
días. No creo que esto se pueda
vivir tan matemáticamente. La
siquis que nos ocupa es un poco
más compleja y caprichosa que
las páginas de un calendario que
llegó a su fin.
Pero bueno, a veces piensas eso
del paso del tiempo, y ocurre
que en el comienzo de este
nuevo año te dan unas ganas
enormes de dar gracias por estar
vivo. Esta mañana entré a mi
pequeña oficina ñuñoína, reparé
en el ficus junto a la ventana,
que crece, se estira, va
formando nuevas ramas con
hojas perfectamente bien
constituidas, de un verde puro y
luminoso, y sentí el deseo de dar
gracias, tal vez influido por este
2009 abierto de par en par que
espera a ser completado día a
día de un modo que ni siquiera
podemos sospechar.
Me pareció un privilegio entrar
sin apuro ni apremio, con la luz
de la mañana, a una pieza con
piso de madera, rústico, de
tablas que crujen cuando las
pisas; un espacio donde están
casi todos mis libros, donde
escribo estas líneas, donde leo,
donde duermo la siesta, donde
miro al techo cuando no quiero
pensar en nada demasiado
específico; un lugar donde me
refugio diariamente y en
soledad a vivir de una manera
que cada día que pasa me gusta
más.
No estoy todo el rato encerrado,
no podría. Cuando más me
gusta hacerlo es en las mañanas.
Estoy más descansado, y creo
que pienso mejor. Suelo estar
solo hasta poco antes de las dos
de la tarde, en que parto a la
radio y me conecto con otros.
Lo que sucede después de la
radio, a las tres de la tarde, no
está escrito, depende. Un día
puede ser ir a trabajar en unos
guiones con un amigo, otro día
puede ser almorzar con un poco
más de tiempo y esperar el
atardecer, cualquier día será un
buen momento para ir a la
librería a buscar un nuevo título
o simplemente para continuar la
lectura del libro en que estás
concentrado, antes de los
talleres de las siete de la tarde.
Si lo pienso detenidamente, y si
tuviera dinero, más que bienes
compraría tiempo. Esto lo
aprendí de un amigo que hoy
vive en Zaragoza, y del que
extraño muchísimo la buena
conversación que tenemos
cuando estamos juntos. A él le
doy gracias por lo que me
enseñó. A mis padres les debo la
vida. Sin su concurso, yo no
existo, yo no soy. Gracias por
ese momento mágico en que sin
saberlo ustedes, enlazados,
hicieron que me convirtiera en
materia.
Qué esperar de este 2009 que
comienza. Mis deseos ocupan
unas pocas líneas, y se pueden
verbalizar en menos de un
minuto. Tienen que ver con mi
mujer, la Solcita, que acaba de
enviarme la letra de una canción
de Magdalena Matthey que nos
gusta mucho, "Mariposa",
porque en esa canción la
escucho hablar a ella: "Tómame
entre tus manos así en silencio y
dame tu sombra, acaríciame
suave que yo no pierdo color ni
forma. Déjame libre cuando me
veas inquieta, me veas ansiosa,
que no es para escaparme, yo
vuelvo cuando tu amor me
nombra". Mis deseos apañan
también a mis cuatro hijos, con
esos mundos fantásticos y
también rudos en que les toca
vivir, y a mis amigos: los que
dejaron de serlo en el tiempo,
los nuevos y definitivos, los que
permanecerán siempre aunque
los vea poco, y el recuerdo de
uno en particular, un amigo del
alma que se murió el 2008 y que
me acompañará toda la vida con
sus manos haciéndome cariño el
último día en que nos vimos.
Que el 2009 nos ofrezca
momentos estelares, amor
apasionado, dosis moderadas de
dolor, una buena cantidad de
razones para brindar aquí y allá,
y especialmente tiempo: para
caminar, para conversar, para
jugar, para leer, para viajar, para
no hacer nada, para trabajar lo
justo. Que la vida nos regale
vida, la posibilidad de agradecer
el privilegio de estar aquí y
ahora respirando, escuchando la
respiración, cadenciosa, que
sube y baja, sube y baja.

Sábado 17 de Enero de 2009


Achicarse
A cabo de dormir una breve
siesta matinal, antes de sentarme
a escribir estas líneas. No sé si
fue la lectura a tempranas horas
de Prosas apátridas de Julio
Ramón Ribeyro lo que me llevó
a la cama, o es que simplemente
estoy cansado. Hay días en que
cuesta más hacer pie, en que la
posición vertical me incomoda,
me obliga a acciones no
deseadas, a un estado de alerta
impostado que no se compadece
con mi ánimo verdadero, que es
estar tirado.
No sé si me animo a
recomendarle la lectura del
peruano Ribeyro a cualquiera.
No faltan en este mundo sujetos
a los cuales un autor como
Ribeyro les debe parecer un
perdedor oscuro demasiado
ocupado de las impurezas del
alma humana. Qué importa.
Prosas apátridas se cuenta, a mi
modo de ver, entre los libros
más lúcidos que he leído en mi
vida. Son fragmentos de
pensamiento, ideas sueltas,
digresiones, imágenes descritas
y después cargadas de
contenido, declaraciones de
principios y de finales que
contienen un fondo de verdad
sobre la condición humana que
abisma. Uno abre los ojos
primero para después entender
tantas cosas de sus propias
vacilaciones y de las del mundo
que nos ocupa. Lean ésta, sobre
los amigos del poder:
"Embajadores que han perdido
su cargo caminan por la calle
con un aire de picapedreros,
ministros destituidos parecen la
foto amarillenta de su antigua
efigie. Hay hombres así que,
abandonado el puesto, recaen en
la insignificancia. Ello se debe a
que no tenían otra manera de ser
que su función". Cuántos
millones de sujetos son apenas
el cargo que ocupan, la función
que cumplen.
Un amigo peruano viajó hace
poco a Lima y me trajo los
diarios de Ribeyro, La tentación
del fracaso, y una antología
personal hecha por Ribeyro de
sus propios libros: sus mejores
cuentos, fragmentos de sus
diarios, su intento de
autobiografía y una selección de
Prosas apátridas. Conseguir para
mí La tentación del fracaso fue
un hecho sencillamente
excepcional: he buscado ese
libro hace años, desde que se lo
arrebaté a un amigo que lo tenía
y empecé a leerlo con la
disciplina con que los creyentes
leen la Biblia. Lo tuve un largo
tiempo en mi poder, prestado un
poco a la fuerza por este amigo,
hasta que debí devolvérselo, sin
que en todo ese tiempo
apareciera un ejemplar perdido
en alguna librería. El libro fue
editado en España a comienzos
de 2003, un libro gordote, de
casi setecientas páginas, y se
agotó en el camino. Lo encargué
a México, España y Argentina,
después de verificar que en
Chile no estaba en ningún sitio,
y no pasó nada. Cada seis meses
me llegaban reportes de las
librerías extranjeras diciendo
que aún no se volvía a editar,
que ya me avisarían de
cualquier novedad. Hasta que
mi amigo peruano lo encontró
en Lima y me lo compró.
La tentación del fracaso es uno
de los mejores títulos posibles
para el diario de un escritor
genuino y comprometido con
las palabras, que finalmente no
consigue mucho más que
escribir en la vida. Pero escribe
tan bien, y con tanta lucidez,
que en algún sentido abruma.
Cuando leo a Ribeyro, y lo hago
a menudo, cobra fuerza un
verbo que vengo escuchando en
el último tiempo, y que estoy
seguro se va a poner de moda a
propósito de la crisis económica
mundial: achicarse. Hay que
achicarse, me dijo una amiga el
otro día, una amiga a la que no
veía hacía muchos años y que
acaba de perder su trabajo. Me
desprenderé de muchas de mis
cosas, contó ella, me iré a un
departamento pequeñito; si es
preciso vender el auto, lo haré,
revisaré mis deudas. Ella lo
decía en un sentido económico,
pero creí adivinar en sus
palabras que también lo decía en
un plano más sicológico y
espiritual. Algo así como
esperar menos respuestas de los
demás, del mundo exterior, y
partir en busca de lo más propio
en un territorio de ambiciones
cortas y nada grandilocuentes.
Lograr ponerse a resguardo de
cualquier batalla donde en el
centro estén el dinero y el poder,
los dioses más adorados en
estos tiempos. Yo me atrevería a
recomendarle a mi amiga que
leyera a Ribeyro. Yo me
atrevería a decir que con las
Prosas apátridas metabolizadas
podrá enfrentar la crisis y no sé
si ganarle, pero sí darle batalla
como un león, remar contra la
corriente y finalmente dar un
respiro de satisfacción. Total,
como dice el propio Ribeyro,
"en el curso de la humanidad
somos un resplandor, ni siquiera
eso, un sobresalto, menos aún,
un reflejo, un soplo, una
arenilla, nada que salga del
número o la indiferencia".
Sábado 24 de Enero de 2009
El volantín de Pedro
Almorzábamos los cuatro en
nuestro taller de calle Holanda,
la Coni, la Nancy, Pedro y yo, y
en un momento les hice a ellos
la misma pregunta que me
habían lanzado un rato antes a
mí en la radio: ¿qué es lo más
excéntrico que has hecho en tu
vida, lo más raro, lo más
inusual? Tuve que pensar
bastante frente al micrófono
antes de contestar, porque de
excéntrico no tengo nada, y al
final recordé dos o tres
anécdotas viajeras: la vez que
comí lobo marino en Chiloé sin
saber qué era eso tan grasiento y
salado que me estaba echando a
la boca, la vez que jugué rayuela
en el estacionamiento de un
hotel moscovita, la gloriosa
semana en que recorrí buena
parte de Cuba en un auto
arrendado que a cada rato debía
pasar por el taller mecánico para
poder completar el circuito.
A la Coni Aliaga, notable artista
textil, no le costó nada
contestar: se rió y dijo que hubo
un momento de su vida cuando
jovencita en que se disfrazaba
casi todos los días para
divertirse con la reacción de la
gente. Se disfrazó hasta de paca,
y sentía que todo el mundo la
miraba. La Nancy, apasionada
bailaora de flamenco que teje
como loca en sus ratos libres, se
acordó de una vez en que hizo la
mudanza completa de una casa
en un bote a remo. Perdió la
cuenta de la cantidad de viajes
que tuvo que hacer de costa a
costa para trasladar todos sus
enseres en un solo día. Hasta
hoy no olvida esa maratónica
jornada.
Pedro, el noble conserje de
nuestro taller en Holanda,
hombre de pocas palabras,
vendedor de bebidas y café en
canchas de fútbol y recitales,
escuchó atentamente el relato de
la Coni y la Nancy, y se largó a
contar su historia. Más que
contar la mayor excentricidad
de su vida, me pareció estar
escuchando el relato de un
episodio mágico e inolvidable
para él: el día en que siendo un
hombre adulto decidió subir un
cerro, solo, para encumbrar el
volantín gigante que tenía
guardado hacía bastante tiempo,
años. Alguna vez había quedado
atrapado ese volantín en el techo
de su casa, y desde entonces
Pedro lo conservó esperando el
momento preciso para subir al
cerro con él. Un día de invierno
llegó la hora de encumbrar el
papalote. Preparado con un hilo
especial, grueso, resistente, con
el que se cosen zapatos, Pedro
partió junto a su volantín al
cerro Renca. Demoró, no
recuerda muy bien, tres o cuatro
horas en llegar a la cima. Fue
una travesía silenciosa, jadeante,
ansiosa. Pedro recuerda haber
disfrutado como nadie esos
momentos de juego y soledad en
que el volantín hacía piruetas en
el aire, subiendo y bajando.
Habrá estado así media hora,
una hora quizás, hasta que sin
pensarlo lo soltó, soltó el
volantín y dejó que se fuera, que
se perdiera de vista en al aire, en
un gesto de desprendimiento y
magnífica libertad. Pedro había
conservado con celo ese
volantín para finalmente
regalárselo al albur, al infinito,
al final desconocido. Pedro no
quería ese volantín para
atesorarlo, para que formara
parte de sus propiedades. La
Coni, la Nancy y yo sentimos su
emoción: Pedro nos acababa de
contar una de sus mayores
alegrías vividas sobre la Tierra,
y nosotros habíamos sido
testigos privilegiados de su
relato.
Después de escuchar a Pedro me
encerré a leer un libro de John
Berger que se llama El tamaño
de una bolsa. Son ensayos
breves sobre pintores, sobre
arte, en algunos casos
acompañados de versos de Juan
Gelman como éstos, del poema
"Esperan": "llegó la muerte con
su recordación/ nosotros vamos
a empezar otra vez/ la lucha/
otra vez vamos a empezar/ otra
vez vamos a empezar nosotros/
contra la gran derrota del
mundo/ compañeritos que no
terminan/ o arden en la memoria
como fuegos/ otra vez/ otra vez/
otra vez".
Cada vez que leo un texto que
me gusta, cada vez que escucho
una historia que me conmueve,
reafirmo la idea de que vivimos
y nos alimentamos de relatos,
que necesitamos al lenguaje
para respirar, que sin palabras
no sólo quedamos mudos, sino
también ciegos, sordos,
congelados, inmóviles, muertos.

Domingo 25 de Enero de 2009


El valor de los otros
Da lo mismo si Kapuscinski
escribió novelas de no ficción,
crónicas, libros de memorias o
simplemente "textos", como le
gustaba llamar a sus escritos. Lo
de Kapuscinski fue un ejercicio
literario sobresaliente y también
un testimonio de humanidad.
No siempre ambas cosas van de
la mano. Sus textos cuentan y
conmueven, no sé qué más
pueda pedírsele a un autor.
Quien quiera entender un poco
mejor al siglo que pasó y a sus
habitantes más desvalidos, que
lea a Kapuscinski. Quien quiera
entender los bemoles del poder,
que pase por las historias que
narra en sus libros.
Reportero en África, Asia,
Europa del Este y América
Latina, fue capaz de convertir el
trabajo de un periodista inquieto
y curioso en literatura pura y
dura. Los personajes de su obra
son aquellos seres humanos que
padecen el poder y con los
cuales se encontró a lo largo de
su vida en distintas latitudes: los
hondureños y salvadoreños que
vivieron la guerra del fútbol en
1969, los chilenos barrocos que
arrendaban departamentos
amoblados repletos de
chucherías absurdas a sus ojos,
los africanos que lucharon por
liberarse de las colonias y de
todas formas no fueron libres.
Ellos, los otros, los mineros de
Siberia o los vecinos polacos
que sufrieron como él hambre y
frío en la Segunda Guerra
Mundial, terminaron siendo la
razón de ser de su oficio, y
tratar de acercarse a sus vidas, el
último objetivo de sus afanes.
Kapuscinski es la antítesis del
narrador ombliguista. Los otros,
los de más allá, gracias a sus
libros se acercan a nosotros, sus
lectores, para concluir junto a
sus textos que no sabemos nada
o apenas un atisbo de lo que le
ocurre al hombre: "Hoy el
mundo es inmenso e infinito, se
ensancha día a día y pasará un
camello por el ojo de una aguja
antes que nosotros podamos
conocer, sentir y comprender
todo aquello que configura
nuestra existencia, la existencia
de varios miles de millones de
personas".
De sus libros, recomiendo para
empezar sus memorias, Viajes
con Heródoto, y luego la lectura
sucesiva de La guerra del fútbol
y otros reportajes, Ébano, El
Imperio y El Sha.

Sábado 31 de Enero de 2009


Ciudad de uno
El escritor Alejandro Rossi,
autor entre otros libros del
Manual del distraído, nació en
Florencia, y repartió su infancia
y adolescencia entre Italia,
algunas vacaciones en Caracas y
Buenos Aires. Hijo de italiano y
venezolana, no tenía un lugar
fijo donde quedarse a vivir
cuando terminó la secundaria.
Quiso estudiar Filosofía y
Letras, y no sabía muy bien
dónde hacerlo. Sólo sabía que
debía ser en lengua hispana.
Alguien le sugirió México, y
hasta allá fue "como un
estudiante solitario, un
adolescente en busca de un
idioma". La decisión de elegir
México para estudiar lo marcó
sin vuelta atrás.
Llevaba poco tiempo en
Mascarones, como se llamaba a
la Facultad de Filosofía y
Letras, tenía dieciocho años, y
frecuentaba como muchos otros
estudiantes "una cafetería de
moda entre periodistas y gente
del espectáculo, un poco
vulgarona, pero animada". Un
día estaba en la barra y al lado
suyo se sentó un joven algo
estridente, que le metió
conversación y entre otras cosas
que Rossi nunca preguntó, le
contó que trabajaba en un
periódico. Al poco rato,
mientras Rossi "comía una
lechuga sombría", el muchacho
le dijo con voz fuerte: "Mire
usted, si me dieran a elegir entre
escribir las Rimas de Bécquer y
unas buenas nalgas, yo me
quedaba con las nalgas".
Rossi se dejó atrapar por Ciudad
de México desde el comienzo.
Salía de la facultad y se
encontraba con "puestos mal
alumbrados de carnitas,
ostionerías ruidosas, perros
husmeantes y famélicos y, más
adelante, las librerías de viejo,
cuevas de la imaginación".
Alguna vez explicó de un modo
entrañable por qué le gustaba
tanto esta ciudad: "Porque era,
aún lo es, una Ciudad muy
generosa, poco jerárquica,
comprensiva con el
abandonado. Una Ciudad que
sabe aceptar a las almas
perdidas".
Yo quisiera decir algo parecido
de Santiago, y no sé si pueda
hacerlo. Quiero rastrear mi
ciudad en busca de espacios
donde se respire lo que Rossi
agradece de su México querido.
Repito con él: una ciudad que
sabe aceptar a las almas
perdidas. No son "alabanzas
bobas" las de Rossi: el Distrito
Federal le pertenece aun cuando
él es capaz de reconocer que
"algunas de sus calles son las
más feas del mundo". Pocas
veces leí un texto más justo
sobre la manera en que te puede
atrapar una ciudad, a pesar de
todas sus imperfecciones.
Santiago no fue la ciudad en la
que yo escogí vivir mis
primeros veinte años. Llegado el
momento en que pude cambiar
de territorio si lo hubiera
querido, no lo hice. No seré yo
quien diga que ésta es una
ciudad objetivamente hermosa,
fragante, transversal y luminosa.
Tiene sus cosas, un poco
subterráneas, menos a la vista
que la cordillera, que pueden
atraerte íntimamente hacia ella.
Le falta el mar con una buena
costanera donde ir a tomar el
aire y el fresco, donde perderse
en un horizonte en el que
puedas ver barcos y también la
nada misma. Pero es la ciudad
donde ha transcurrido mi
historia personal, y la de tantos
otros que no fatalizan su andar
porque al fin y al cabo igual
hemos tenido suerte. Rossi lo
dice de México, yo lo digo de
Santiago: "Aquí estudié, aquí
me casé, aquí tuve hijos, aquí
trabajé, aquí se formaron las
amistades duraderas".
No sé nada del futuro. Pudiera
ser que acabara mis días lejos de
Santiago, con vista al mar. Si así
fuera, me gustaría que ocurriera
sin estridencias de ninguna
especie, sin tener que sacrificar
la esencial tranquilidad de vivir
en paz. Tengo ciertos derechos
adquiridos en la materia, porque
ya llevo casi medio siglo en este
cuento. Rossi lo dice
elegantemente, como es su
costumbre: "Tal vez la vejez sea
una progresiva distracción del
mundo".
¿Saben ustedes lo que más le
agradaba a Rossi de Ciudad de
México cuando tenía 57 años de
edad?: "Cierto color del aire en
los meses invernales, el sonido
nocturno de los inútiles
vigilantes, el llamado de los
afiladores, las bandas musicales
que a veces recorren mi barrio,
la algarabía de mis hijos y el
cuchicheo de mis amigos". "¿No
es suficiente?", pregunta él,
pregunto yo.

Sábado 7 de Febrero de 2009


El “Gato” Gamboa
Llevaba un tiempo masticando
la idea de hacer un libro de
conversaciones con él, hasta que
un día me decidí y lo llamé:
"'Gato', juntémonos a un café y
te propongo una idea". Alberto
"Gato" Gamboa andaba medio
desocupado y nos reunimos esa
misma tarde en un boliche del
centro. Ahí le conté que quería
que grabáramos una serie de
conversaciones, charlas que
acabaran en un libro en donde
nos paseáramos libremente
sobre el periodismo, la vida,
Clarín y Volpone, los mejores
titulares, sus años de prisionero
después del golpe, cuando fue
obrero en el metro, por qué se
quedó siempre en Chile, los
consultorios sentimentales y
todo lo que se nos fuera
ocurriendo en el camino. Tenía
en mi cabeza, entre otros tantos
ejemplos, ese desarticulado pero
entretenido libro de
conversaciones entre Carlos
Olivarez y Jorge Teillier.
Pensaba, y pienso ahora con
mayor razón, que el "Gato" se
está poniendo viejo y un día sus
historias y su mirada se
convertirán en polvo y olvido.
¿Hay alguien que pueda contar
esas historias mejor que él
mismo? El "Gato" no se demoró
nada en decir que bueno.
Las primeras reuniones de
trabajo han sido leves y breves.
Nada de grabadoras todavía:
conversación distendida, café
con pan de pascua en el living
de su casa, revisión del archivo
de recortes que María Estela, su
mujer, guarda con celo.
Al "Gato" todavía le gusta
hacerse el duro, pero muestra la
hilacha bien rápido: está
convertido en un caballero dulce
y cariñoso, bien distinto a
cuando era director de Clarín y
tenía que ir a Capuchinos
acusado de injurias por los
enemigos políticos del diario.
Una vez entrevisté al viejo
socialista Oscar Waiss, que
casualmente estuvo preso con el
"Gato" en el Estadio Nacional, y
se moría de la risa recordando
cuando tenía que defender como
abogado las causas por injurias
que abrían en contra de Gamboa
y sus periodistas por pasarse de
revoluciones, sobre todo en los
titulares del matutino.
El "Gato" era una madre para
titular. Cuando en la primavera
de 1968 vino la reina Isabel a
Chile y se paseó en un auto
descapotable con Frei a su lado,
Gamboa mandó al diablo el
protocolo y despachó una
primera plana comentando las
buenas piernas de la reina: "La
Chabelita es liviana de sangre:
tiene buenos choclos". Los
ingleses le mandaron una carta
al diario, quejándose
elegantemente de la portada:
"Fue una reclamación muy
tierna", comentó después el
"Gato".
En la tapa de Clarín alternaban
noticias políticas, crónica roja y
farándula popular. Octubre de
1971: "En el cine King violaron
a una lola y le echaron la culpa
al malo de la película. Los
acomodadores son los
malvados. Dejaron grave a
espectadora que se quedó
dormida". Ese mismo día, con
letras más pequeñas, otro titular
decía: "¡Si lo pillo en el
infierno, lo vuelvo a matar". 10
de septiembre de 1973, último
ejemplar de Clarín disponible en
la Biblioteca Nacional: "María
de los Ángeles, novia de
Caszely: Carlos es un amor. Es
caballero, muy hombre e
inteligente".
Uno de los titulares que quedará
en la historia lo inventó el
"Gato" en el Fortín Mapocho un
mes después del plebiscito de
octubre de 1988: "¡Corrió solo y
llegó segundo!". En las semanas
siguientes a esa edición el diario
se llenó de corresponsales
extranjeros que querían
entrevistarlo: "Ese titular fue la
gran conquista de un grupo de
reporteros aventureros y
atorrantes", contó.
La mirada del "Gato" es irónica,
descreída. No compra ni vende
pomadas. ¿De qué te reís tanto?,
me preguntó el otro día, cuando
yo revisaba algunas de las
entrevistas que le han hecho. De
esta frase tuya, le contesté, una
que apareció en la revista "Ya":
"El rotaje nunca ha sido muy
derecho". Lo decía a propósito
de esos años en que trabajó
como obrero del metro y
convivió con muchos de ellos,
en tiempos de mucho miedo.
Aventajado redactor de
consultorios sentimentales,
Gamboa revivió al doctor Jean
de Fremisse en Clarín y al
Doctor Cariño en La Cuarta. En
sus cartas-respuesta usaba
expresiones como "popín pelao,
ojitos blancos, pechocha y perra
choca".
De vuelta de vacaciones
empezaremos con las
grabaciones. El libro debería
llamarse Conversaciones con el
"Gato" Gamboa, y confío en
que estará listo antes de fin de
año. Así sea.

Sábado 14 de febrero de 2009


Amándote
Hoy me despertó una mosca
zumbando sobre mi cara. Vaya
uno a saber cuánto rato llevaba
sobrevolándome. Miré la hora:
diez y media de la mañana. Creo
haberme dormido anoche a eso
de las doce: diez horas de sueño
corrido no es una mala cifra.
El silencio matinal era
profundo: lo interrumpía el
zumbido de la mosca-
despertador, una brisa ligera y el
canto intermitente del gallo de
la casa de al lado. Me concentré
un momento en los sonidos que
venían del exterior: el cacareo
lejano de las gallinas y una o
dos ovejas balando. El lago,
podía adivinarse, era una taza de
leche. Me quedé un rato
acostado, pero la mosca terminó
por espantar lo que quedaba de
sueño.
Llegar a destino, a este caserío a
orillas del lago Llanquihue, no
fue completamente fluido. Dada
la extensión del viaje, dentro del
auto se libraron a lo largo de la
carretera verdaderas batallas
campales entre mis tres cabros
chicos. Algo parecido a esas
salas de clases escolares en las
que aún no aparece el profesor y
los alumnos se lanzan
proyectiles, se empujan, se
golpean. Como manejar no
admite mayores distracciones,
no quedó más remedio que
soportar los gritos, los reclamos,
el llanto, las pataletas, y cada
una o dos horas echar un alarido
gorilesco a ver si con eso se
calmaban un rato. El clímax
sucedió cerca de Valdivia,
cuando Agustina le pegó un
chicle en el pelo a Francisco, y
su hermano le pagó
inmediatamente con la misma
moneda. Ayudó al desbande el
hecho de que viajara solo con
ellos, ya que la Solcita recién se
integra mañana a las vacaciones.
Ya llevamos cuatro días a orillas
del lago Llanquihue. Poco a
poco empiezan a aquietarse los
ánimos. Al comienzo, la gran
entretención de estos pergenios
fue espantar a los gansos.
Partían detrás de ellos corriendo
y aleteando los brazos,
simulando a un monstruo,
emitiendo sonidos guturales, y
los gansos huían despavoridos
en medio de una zalagarda
feroz. El jueguito de estos tres
pajarracos urbanos que no
habían visto en su vida a un
ganso duró un día. Tuvo que
venir el dueño de los animales a
decirle a mi hijo mayor que no
siguieran persiguiéndolos, que
los bichos estaban estresados y
no querían más guerra.
Los pequeños han comenzado
poco a poco a integrarse al
paisaje. Antes de llegar
preguntaban "¿y qué vamos a
hacer si no hay tele ni
computador?". Ahora intentan
inventarse ellos mismos un
panorama. Como el tiempo
hasta hoy acompaña, se bañan
en el lago varias veces al día,
hacen hoyos en la arena, juegan
con los perros de las casas de
campo vecinas, participan de las
pichangas vespertinas, salen a
caminar hasta un riachuelo que
hay poco más allá, entre
castaños y manzanos, y hasta
estuvieron antenoche en una
fogata con asado y guitarra.
Uno empieza a sacarse la gran
ciudad de encima, pero se queda
con uno mismo puesto. Ese va
con uno a todas partes. Leí en
un par de días una novela de
Haruki Murakami: Al sur de la
frontera, al oeste del sol. No me
gustó tanto, pero tiene algunos
pasajes memorables. Como
cuando Shimamoto le describe a
Hajime la "histeria siberiana"
que ataca a ciertos campesinos
de esa región, que hacia donde
miren ven el mismo horizonte.
El mismo horizonte hacia el
norte, el sur, el este y el oeste. Y
en ese escenario monótono
trabajan duro día a día, mes a
mes, año a año, hasta que en un
momento de sus vidas se cansan
de hacerlo porque algo muere en
ellos, algo importante deja de
animarlos a vivir del mismo
modo cada día. Y entonces se
lanzan al oeste del sol, y siguen
andando como poseídos, sin
comer ni beber, hasta que caen
derrumbados y mueren. Esa es
la "histeria siberiana" de la que
habla Shimamoto en esta novela
de Murakami. Algo así como un
estado de rutina y locura que
acaba destruyéndote y
matándote.
Casi siempre decimos que
salimos de vacaciones para
descansar, recargar pilas,
romper la monotonía. Esta vez
me desplacé a muchos
kilómetros de distancia
intuyendo, sospechando, que es
en este campo, frente a este
lago, donde deseo inaugurar una
nueva etapa de mi vida con las
convicciones intactas,
amándote.

Sábado 21 de Febrero de 2009


Ventanas
Es pequeña, portátil, de tapas
duras de color negro. Es una
libreta con una página por cada
día del año, y me la regaló una
amiga en la Navidad de 2007
para que escribiera en ella lo
que me diera la gana. Va
conmigo a donde voy. Llevo
escritas en ella unas 230
páginas. A veces pasan semanas
enteras en que no anoto nada.
Otras veces he creído haberla
dejado en un sitio, y me he
desesperado buscándola hasta
encontrarla. En esos momentos
me doy cuenta de que forma
parte de mi equipaje de mano
esencial, y de que no puedo
extraviarla. Cada día el vínculo
entre esta pequeña libreta y yo
es más estrecho, porque en sus
páginas están registradas parte
de las lecturas que no quiero
olvidar fácilmente.
Anoche la estuve revisando. Las
primeras notas sueltas son de un
libro de Abelardo Castillo, El
oficio de mentir: "Pintar la
propia aldea. Eso es más bien
todo el trabajo literario".
"Picasso pintaba los ojos que
existen en la realidad, no los
ojos que se ven en la realidad.
En la literatura pasa
exactamente lo mismo. Uno
pinta lo que está del otro lado de
la realidad". "Escribir es un
destino como cualquier otro".
Más adelante, un texto de
Muñoz Molina sobre Raymond
Carver, con una sentencia
iluminadora de su literatura:
"Muy cerca del dolor está la
ternura". Pienso algo parecido
de casi todos los cuentos de
Marcelo Lillo en El fumador y
otros relatos. Hablé con Lillo
hace unos días. Su fama de
ermitaño, de escritor solitario
que no se ve con nadie, no es
justa. El sábado que viene voy a
verlo a su casa en Niebla con la
patota completa, y prometió
recibir a la familia con gaseosas
para los cabros chicos y pisco
sour casero para los
grandes.Otro libro leído: Todo
cuenta, de Saul Bellow: "La
fuerza de una obra de arte es tal
que induce a una suspensión
temporal de la actividad.
Conduce a la contemplación, a
lo maravilloso y, a mi entender,
a sagrados estados del alma.
Que, sin embargo, no son
pasivos".
Algunas páginas más adelante,
Umberto Eco dice, a propósito
de su trabajo: "Escribo para
recordar la infancia, y enseño
para hablarles a los alumnos de
los libros que aún no están
escritos". De los Diarios de
Ionesco: "¿Qué es estar aquí,
qué es estar y por qué ser
siempre y siempre? De repente,
la débil luz de una esperanza
insensata: se nos ha hecho el
don de la vida, uno no puede
volver a empezarla. No sé
demasiado bien lo que esto
quiere decir. No lo sé, en
absoluto". Preguntas
majaderamente esenciales, que
no tienen respuesta.
Esta libreta de notas, pequeña,
portátil, de tapas duras de color
negro, está repleta de pliegues,
de apuntes al margen, de notas
al paso. Irá a donde vaya
conmigo, y luego, cuando esté
completa, se quedará guardada
en un estante, esperando el
momento preciso en que uno
vuelva sobre ella para recordar.
Prólogo de Juan Villoro a la
Trilogía de la memoria, de
Sergio Pitol: "Prefiero
asomarme a las ventanas antes
que a un espejo". Es lo que
pienso de estas lecturas
detenidas en el tiempo: son
ventanas al mundo particular de
cada uno de sus autores. No son
espejos para vernos la cara,
malgastada con los años. Leer, y
tomar notas, es mirar por esas
ventanas de otros a ver qué
encontramos detrás de ellas.
Aunque hayamos perdido los
lentes en el camino, o con ellos
puestos, es lo mismo:
alcanzaremos, como Pitol,
"vislumbres, aproximaciones,
balbuceos en busca de sentido
en la delgada zona que se
extiende entre la luz y las
tinieblas".
Amanece en la ribera este del
lago Llanquihue. Me asomo por
la ventana de la cabaña y
compruebo que está lloviendo
tenuemente. El viento ha dejado
de soplar como lo hizo en los
últimos días. Pájaros
desconocidos emiten sonidos
similares a los que escuché
desde pequeño, cuando mis
padres me traían al sur. Ahora
soy yo el que trae niños a estas
latitudes, a que miren por la
ventana y encuentren algo que
más tarde en la vida recordarán,
aunque sólo se trate de un
estado de ánimo: "Pitol no
rememora lo que ya conoce: se
entrega al pasado para averiguar
qué hay ahí. Su evocación es
una búsqueda".

Jueves 26 de febrero de 2009


Vacaciones
Repaso mentalmente estas
últimas vacaciones, que se
terminan. Conocí al viejo Lito:
lo vi jugar al arco, acarrear leña,
caminar junto a los gansos,
dejarse acompañar por un perro
negro a donde fuera, cantar
rancheras, tomarse una copa de
tinto al seco. Lo abracé en la
despedida, quedamos de volver
a vernos el año que viene. Me
reencontré con la María y su
pan amasado, con Gregorio, la
Marisol, la Camila que dejó de
ser físicamente una niñita. Con
Osvaldo Thiers volvimos a
hablar de pintura, de sus nuevos
cuadros donde las Meninas
andan en moto o salen de
compras, de la historia de El
Molino, de aquel autorretrato
suyo que su nieto Philippe
fotografió con maestría.
Vivimos sin horario, y la mayor
preocupación consistió en matar
arañas sin piedad y ser precisos
en el lanzamiento del tejo sobre
la arena de una playa solitaria
del lago Llanquihue. Volví a ver
a los Neme; recuperé su voz, sus
palabras, sus rostros, sus
canciones, el sabor de un buen
asado. Navegué en kayak,
tramos cortos, para no incurrir
en fatiga. Me bañé en el lago en
la mañana, en la tarde y en la
noche. El último baño nocturno,
con las aguas mansas, sin un
gramo de viento, junto a la
patota completa, lo conservaré
en la memoria hasta que se
borronee casi completamente en
el tiempo, y de él quede la sola
sensación de haber vivido un
momento estelar y libre. Tan
estelar y libre como aquellos
largos baños de mis cabros
chicos, estrellas fugaces de una
felicidad que sabes que es
momentánea o que se vive sin
garantía de nada.
Vivir sin horario es una sana
costumbre, que tiene poco o
nada que ver con esa otra rutina
de los otros días en que no
estamos de vacaciones, y que
son mayoría abrumadora. Es
hora de fundamentar la rebelión
en contra de los que combaten
al ocio. Un profesor al que quise
muchísimo, al que todavía
quiero mucho en el recuerdo,
Fidel Sepúlveda, escribió una
vez en la revista Aisthesis: “Hay
que educar para no rehuir y
satanizar el ocio, sino para
propiciarlo, para hacerlo sentir
absolutamente necesario. El
ocio es la instancia donde el ser
reconoce sus fronteras y sus
horizontes. Por sus fronteras
cubica su precariedad. Por sus
horizontes pondera su infinitud.
Esto no se hace entre el tráfago
y el vértigo. Se hace cuando las
aguas están calmas, han hecho
claridad en su caudal y la
transparencia revela su
profundidad y potencia. En el
ocio y en el silencio acontece la
sintonía del todo y de cada una
de las partes. Ocurre el
encuentro sinfónico de los
estratos pluridimensionales del
ser”.
Un amigo me llama por teléfono
y me dice que le acaban de
regalar un libro que se llama
algo así como Elogio de la
lentitud, y que se lo ha llevado
al sur, de vacaciones. “Es de un
sueco”, dice, “y lo traje para
aprendérmelo de memoria”.
¿Será que los ociosos, los
lentos, estamos empezando a
reproducirnos a mayor
velocidad? ¿Será que los
odiosos fanáticos de la cadena
de la producción, de los
objetivos y las metas precisas,
de las decisiones rápidas e
irreflexivas, de hacer cinco
cosas al mismo tiempo, de las
jornadas largas de trabajo, de
exprimir a los que están bajo su
mando, verán amenazado
alguna vez su reino de torpes
adoradores de la faena sin pausa
y casi siempre sin sentido?
La Solcita me lee el arranque de
un ensayo de Chesterton:
“Quedarse en la cama sería una
experiencia perfecta y sublime
siempre que uno dispusiera de
un lápiz lo suficientemente
largo para poder dibujar en el
techo”. Lo mejor de la reflexión
de Chesterton viene más
adelante, cuando él reconoce
haberse dado cuenta de la
necesidad de contar con ese
largo lápiz para dibujar en el
techo sólo después de vivir la
experiencia de estar tirado en la
cama sin hacer nada.
El ocio hay que vivirlo sin culpa
y sin prisas para despertar a la
imaginación, para zafar todo lo
que podamos del exceso de
realidad. El ocio, el bendito
ocio, creativo y fecundo, es el
pan nuestro de cada día.
Sábado 7 de Marzo de 2009
El regreso
Había llegado a un punto en que
no podía encontrar lo que quería
o necesitaba. El desorden en mi
taller-oficina era absoluto. Los
libros de un mismo autor
estaban desperdigados en
distintos estantes, o haciendo
equilibrio en una repisa, o
sentados en el sillón de lectura,
o en una pila sobre la estufa, o
arrumbados en el suelo, o
guardados en bolsos, o metidos
a presión en el clóset, o encima
de la cama. Dar con un título en
el momento justo se convirtió
en una pesquisa cada vez más
compleja.
No podía seguir así. El año
corrido de trabajo, de talleres,
de lecturas, de preparación de
clases, de agarrar libros al azar y
dejarlos en cualquier parte me
estaba pasando la cuenta. Antes
de salir de vacaciones, sin
energía ya para ordenar nada,
me prometí volver a la faena en
marzo con otro aire, y convertir
a mi espacio de trabajo de todos
los días en un sitio
medianamente ordenado y
fluido, donde encontrar el
segundo tomo de la prosa
completa de Borges, o los
diarios de Julio Ramón Ribeyro,
o las crónicas de Daniel de la
Vega fuera un trámite expedito.
Me pasé cuatro tardes completas
esta semana dándolo vuelta
todo, clasificando, volviendo a
ubicar a los libros hermanados
por autor y región, y ahora miro
a las estanterías y sé dónde
están mis autores favoritos:
dónde está Coetzee, Sebald,
Carver, Martín Cerda, Chéjov.
Buscar, por ejemplo, el
fragmento de alguno de los
ensayos de Bolaño en Entre
paréntesis puede tomarme un
par de minutos como mucho.
Gano así tiempo: tiempo para
leer, para perderlo, para
descansar con la cama
desocupada, para tomar notas,
para mirar al techo y pensar en
nada.
Otro aspecto notable del
ordenamiento de la biblioteca
fue descubrir muchísimos libros
que quise leer en su momento y
no lo hice, entre otras cosas
porque dejaron de estar a la
vista. No he sacado la cuenta,
pero creo tener, así, a vuelo de
pájaro, unos cien libros que
podría disponerme a leer a partir
de esta misma tarde, razón por
la cual debería también bloquear
nuevas compras y
adquisiciones, salvo
excepciones que justifiquen el
gasto. Así, el tiempo que antes
ocupaba en ir a ver nuevos
libros y caer prisionero de la
ansiedad lo puedo ocupar ahora
en leer los que ya tengo aquí,
que no son pocos, y que además
son muy buenos, lo sé.
Ordenar los libros me llevó a
encontrarme en el camino con
arañas. La más grande de las
arañas que encontré ya tiene
nombre: se llama Fresia, lleva
varios días en el mismo sitio, y
antes de masacrarla con algún
libro de tapa dura, mi vecina de
oficina, enterada de la existencia
de la araña, fue a verla y me dijo
que no haga tal, que se trata de
una araña tigre, y que no debo
matarla porque cumple una
función magnífica: se come los
huevos de las arañas de rincón,
se alimenta de ellas, y así
protege mi territorio de esas
asesinas a las que hay que matar
sin asco. Yo, por cierto, no sabía
nada de arañas, y tampoco sé
mucho de plantas, apenas regar
mi ficus cada tres días sin
demasiada agua, pero ocurre
que esta semana fui en las
mañanas a hacer un taller de
literatura a todos los profesores
del colegio Huelquén, un
colegio Montessori en Lo
Barnechea, y una de las
talleristas, en un gesto
emocionante, una profesora que
nació en Schwager, zona
minera, zona del carbón, una
postal de tiempos remotos que
se desvanecieron, ella me regaló
otro ficus, de hoja jaspeada, y
me enseñó sus cuidados básicos.
De ella aprendí que debo
comprar una varilla plástica con
unas amarras especiales para
que el antiguo crezca derechito,
y además que debo ponerle unas
pastillas de vitamina cada dos o
tres meses para fortalecerla.
Aproveché también el impulso
para ordenar la música, tomé
nota de la necesidad de traer
unas pantuflas y otra frazada de
polar para la lectura sosegada en
otoño e invierno, y ahora me
dispongo a comenzar el año
laboral como soñé que lo haría.
¿Conservaré las piezas durante
el año como están ahora,
ordenadas y a la mano? ¿O es
que la vida pasa también por
encima de los libros,
desordenándolo todo? No quiero
aventurar una respuesta en ese
sentido. Lo que sí quiero es
vivir contigo, Solcita, cada uno
de los días de mi vida, sabiendo
que no tendremos otra
oportunidad sobre la Tierra.
Sábado 14 de Marzo de 2009
Viejas amistades
Cuando estoy solo y no tengo
nada que hacer, con frecuencia
me pongo a pensar en varios de
mis amigos. Debe ser que los
extraño. Trayéndolos a la
memoria, al tiempo presente,
supongo que mitigo el poco
tiempo que me di, que me doy,
que nos damos, para cultivar la
amistad en vivo y en directo.
El otro día, sentado y mirando al
frente desde la terraza de mi
departamento a esa hora
magnífica que es el crepúsculo,
sin fijar la vista en ninguna cosa
en particular, me concentré en
mi amigo José Luis Molinare,
que se murió el día en que se
acabó la última primavera, que
es lo mismo que decir el día en
que empezó el verano. No había
pensado hasta ahora que la
muerte de José Luis marcó un
cambio de estación. A mí, al
menos, el hecho me parece
simbólico respecto de su vida.
No exagero nada cuando digo
que José Luis está ahí y me
acompaña. Hay espíritus más
vivos que otros, qué duda. No lo
sabremos nosotros cuando
recordamos, cuando hojeamos
álbumes de fotos y volvemos a
escribir la historia remota.
Alguna vez nos reímos a
carcajadas con José Luis,
experimentamos físicamente el
cariño, nos burlamos de
aquellos que nos parecían
ridículos, anduvimos en micro,
vivimos de la línea de crédito en
el banco, aunque eso no cambió
mucho en el tiempo, y me
acuerdo también de cuando él
vendía unos saunas importados
de primerísimo nivel. Entonces
volvíamos a reírnos a carcajadas
de las cosas que había que hacer
para ganarse los porotos.
Qué raro que una muerte tan
cercana y tan dolorosa te pueda
fortalecer. Pero ocurre que ese
día en que me senté en la terraza
acababa de leer en El País de
España una entrevista a un
cantante catalán, Pau Donés, y
él decía algo muy parecido: "La
muerte de mi madre acabó por
darme fortaleza": La historia era
más o menos así: él era el mayor
de cuatro hermanos, y su madre
sufría depresión crónica. Ella
murió cuando él apenas tenía
dieciséis años. Era normal en su
vida de niño y adolescente pasar
largas temporadas en casa de
una abuela o una tía. Una
mañana escuchó de boca de su
padre la sentencia fatal: "Mamá
no ha venido, vamos a ver qué
pasa". La tragedia de la muerte
de su madre, dice él, le dio una
fortaleza especial: "Se me grabó
en la cabeza que en las
situaciones límite debía
rodearme de energía positiva".
Buena manera, no sé si
totalmente natural, de enfrentar
las dificultades que siempre
acompañarán el camino.
Cuando leí que la muerte de su
mamá acabó por darle fortaleza,
me acordé de mi amigo Julio,
que perdió a la suya este último
verano, después de un largo
cáncer. Tuvo la fortuna de viajar
donde ella y acompañarla en sus
últimos días en Mendoza, y en
una de esas conversaciones que
mantuvimos ahora en febrero,
pocas y breves pero elocuentes,
Julio dijo una cosa que no
olvidé: "La muerte de mi madre
cambió las cosas para siempre".
No dijo ni para bien ni para mal.
La enfermedad estaba declarada
hacía un buen tiempo y no había
más remedio que caer derrotado
frente a ella. Pero Julio no
hablaba de lo objetivo: de la
desaparición física, de la
orfandad. Hablaba de lo que le
había sucedido a él en su mundo
más íntimo y privado. Se quedó
solo en este mundo, sin ella, un
dato fundamental que lo
acompañó desde su nacimiento,
una presencia en su caso tan
importante, que la muerte lo
alteró de un modo definitivo sin
que él sepa aún de qué manera.
Una de las cosas buenas de la
amistad es cuando puedes
decirte estas cosas. No siempre
hay espacio para la intimidad.
Ese mismo día hablamos con
Julio de que hay gente que se
siente tan cómoda charlando
entre muchos, en una mesa larga
donde casi siempre lo que queda
después es el recuerdo del ruido
y la chicharra, más que una
experiencia vital. Coincidíamos
con Julio en que a nosotros nos
acomoda la conversación de a
dos. Tres suelen ser ya multitud.
Una conversación de a dos, o el
silencio de una terraza en donde
el espíritu de un amigo tan
querido viene a abrazarte para
que no te sientas desamparado.
Estamos solos, y están los
amores y las viejas amistades
con las cuales dibujar un
camino, mientras dure.

Jueves 19 de marzo de 2009


Momentos estelares
Soy muy poco amigo de dar
recetas sobre cualquier cosa. Lo
evito a toda costa. Con suerte
me animo a tener unas cuantas
convicciones personales, no
demasiadas, y a vivir al menos
cerca de su órbita. No me canso
de citar a Pessoa: “No me
gustan las personas llenas de
certezas. Esa gente es
insoportable”. Por eso, para no
hacerme insoportable a mí
mismo, alimento muchas dudas,
especialmente cuando estoy
frente a un grupo y me
corresponde hablar. Del mismo
modo como vacilo antes de
escribir y rara vez tengo
demasiado claro adonde llegaré,
si es que llego a algún sitio.
No sé si será una paradoja o no,
pero hablar y escribir parece ser
cada vez más importante en mi
vida. O al menos más frecuente.
A medida que crecen en
frecuencia y en importancia las
palabras que elijo usar, creo que
cada vez pienso menos lo que
digo y lo que escribo. No es que
sólo me ocupe el inconsciente.
No, por favor. Estoy lejos aún
de decir en voz alta lo primero
que me viene a la cabeza. Pero
es verdad que no opongo
resistencia a dejar que alguien
hable por mí, como también
dejo muchas veces que alguien
escriba por mí. Creo que esa
otra persona que habla y que
escribe, también soy yo; espero,
supongo, imagino.
Me sucede a diario en los
talleres de literatura, en el
programa de radio en donde
hablamos de fútbol, en aquellos
espacios académicos donde uno
debería ir al frente con las cosas
claras, o sentado frente al
computador ahora mismo
escribiendo estas líneas. Es que
hay días en que no encuentro
otro camino que no sea hablar
desde mis dudas y mis escasas
convicciones, sin ocultarlas,
buscando transparentarlas. No
sé casi nada de nada. Este es mi
punto de partida. Estoy lleno de
dudas, de preguntas, y sé que
moriré con ellas instaladas en el
alma y en un cuerpo que ya no
tendrá cómo defenderse. No sé
si estoy diciendo la verdad, o
apenas balbuceando en voz alta
algo en lo que creo, y punto.
Qué aburrida es la gente que
mide todo lo que habla. Qué
aburrida también es la
incontinencia verbal. Qué
aburrido puede llegar a ser el
silencio absoluto y permanente.
No quiero aburrir con más
disquisiciones.
Mi padre acaba de cumplir
ochenta años. Algo que en mi
infancia sonaba remoto y lejano,
inimaginable todavía, es ahora
una verdad. Fuimos por el día a
Las Dichas, al campo de un
hermano de mi madre, el
Rancho Palihue, la familia
completa: mujer, hijos,
hermanos, nietos, cuñados, un
bisnieto incluso, y levantamos
la copa sin gran estridencia, aun
cuando se sabe que cumplir
ochenta no es un asunto
sencillo. Es llevar un pedazo
contundente de vida en tu
equipaje, y más encima tener
que hacerte cargo de él. Mi
padre también levantó la copa,
pero en general estuvo muy
sereno, yo diría incluso que más
silencioso que lo habitual. Por la
tarde no tuvo ningún
inconveniente en apartarse del
grupo para dormir una larga
siesta, e incluso alcanzó a estar
un momento encerrado en el
baño sin poder abrir la puerta, y
fue por casualidad que escuché
su llamado a que alguien le
ayudara a abrirla por fuera
porque se había quedado
atascada.
No fue una fiesta ruidosa, pero
de ella me quedó el sonido y la
textura de un momento estelar.
¿Por qué cuento esto? ¿Por qué
lo que uno vive podría
interesarle al vecino? ¿Qué
tienen los ochenta años de mi
padre que no tengan tantos otros
ochenta años vividos en forma
continua sobre la Tierra?
¿Cómo digo que verlo caminar
por un sendero de tierra
acompañado de algunos de sus
nietos fue suficiente para mí?
Más que contestar con
seguridad y sin vacilaciones, me
gusta pensar que en la vida de
otros hay señas que pueden
ayudar a andar el camino
propio. Mi viejo estuvo callado
ese día, pero me ha hablado a lo
largo de casi cincuenta años. No
dijo nada particular en el rancho
de mi tío, no preparó un
discurso, pero con su estampa y
su presencia en esa parcela
sencilla y hermosa me regaló un
momento que atesoraré siempre.
Es la fuerza de su presencia. Es
lo que irradia su mayor
fragilidad física, recortada sobre
fotos de décadas anteriores.
Suele decirse que los viejos
saben demasiado. Yo casi
podría adivinar que él también
se hace preguntas, y tiene dudas,
muchas dudas.

Sábado 4 de Abril de 2009


Gestos
"La flor sonríe cuando el
hombre la mira". Me lo dijo
ayer una mujer a la que recién
venía conociendo, Cristina,
después que le conté una
historia mínima del último
verano, cuando la Solcita
registró con una cámara
fotográfica digital, sin que él se
diera cuenta, el juego de nuestro
hijo José con La Niña, una perra
de campo que se allegó a
nuestra cabaña mientras
vacacionábamos a orillas del
lago Llanquihue. José estuvo
largo rato jugando a la pelota
con la perra, de aquí para allá,
finteando, intentando llevársela
en velocidad, gambeteándola,
muerto de la risa, escondiéndole
el balón, a ratos dejando que
ella se lo quitara. Durante esos
minutos, a José no le importó
nada más que aquel inocente
juego con La Niña. Uno podría
decir que José experimentó la
felicidad en aquel decorado
campestre, a la hora del
atardecer, con apenas unos
metros cuadrados de tierra, una
pelota, una perra juguetona y la
salud suficiente para correr sin
pausa hasta aburrirse de hacer lo
mismo.
La pregunto a Cristina por qué
me dice esto, que "la flor sonríe
cuando el hombre la mira". Muy
simple, contesta: porque la
Solcita se detuvo a contemplar
su juego, tuvo ojos dispuestos a
ver la alegría de su hijo, y esa
grabación te permitió además
detenerte y disfrutar también
una escena que hoy te alienta,
con una pelota vieja y gastada
como único objeto del deseo,
como si fuera una flor.
Hay un gesto amoroso en las
palabras de Cristina, que dicho
sea de paso me trae un pájaro de
cartulina de regalo que cuelga
de un hilo y se sostiene con un
palo de helado, para que lo
instale en algún sitio donde
pueda seguir sus movimientos.
El gesto de Cristina, que me ha
convocado para rastrear
literatura que le lleve aliento a
enfermos de cáncer que deben
someterse a sesiones de
quimioterapia, y que necesitan
apoyo en este momento de sus
vidas, me lleva a pensar en la
enorme cantidad de pequeños
gestos de amor y amistad que he
recibido a lo largo de mi vida.
No cabrían, enumerados de uno
en uno, ni en una crónica ni en
diez ni en cincuenta. No es
posible identificarlos a todos,
nombrarlos, convertirlos en una
escena. Tantos de ellos han
quedado en el olvido, y
necesitarían de un extraño
artificio mágico para volver a la
memoria. Tantas veces no he
agradecido expresamente las
palabras que llegan a mi correo
de lectores entusiasmados con
un texto. Sé que basta con
expresar gratitud, y demasiadas
veces no lo he hecho.
De vuelta de hablar con Cristina
me puse a buscar una fotografía
de José cuando muy niño, una
fotografía que me tomó una
amiga a la que no veo hace
tantos años, la Polly. Fue en el
mar de San Antonio, arriba de
una barcaza, un día en que ella
me invitó a ir a dejarles flores a
tantos detenidos desaparecidos
que por esos días se confirmaba
habían sido arrojados al mar en
los años setenta, amarrados
muchas veces a pesadas
estructuras de fierro, para que
llegasen al fondo del mar y no
dejaran rastro del crimen. La
Polly me hizo llegar meses
después en un sobre esta
fotografía en la que estamos en
la barcaza sentados con José,
ambos con un chaleco
salvadidas de color naranja. Lo
tengo abrazado, y le hablo al
oído. Capaz que hasta le esté
contando parte de la historia que
su inocencia de hoy sólo podrá
asimilar algún día del futuro. El
gesto de la Polly, de invitarme a
San Antonio y hacerme llegar
después esta fotografía, lo
atesoro, y tal vez sería más fácil
olvidarlo si no existiese esta
imagen que quisiera obsequiarle
a José en un pequeño marco
cuando él cumpla quince años
de edad, en no mucho tiempo
más.
Mientras buscaba la fotografía
del mar de San Antonio, fui
encontrando cartas medio
empolvadas, una tarjeta
emocionante que me regaló mi
madre en el último cumpleaños,
escrita por ella de puño y letra,
una foto en blanco y negro de
mi niñez leyendo concentrado
Alí Babá y los cuarenta
ladrones, una fotografía de una
joven pareja que se quiere frente
a un puesto callejero de naranjas
en París que me regaló una
amiga, y de pronto entendí que
hoy yo debía intentar un gesto,
algo parecido a tender un puente
de palabras con aquellos a los
que no puedo ver, pero están
ahí, dispuestos a leer lo que un
día yo escribí.

Sábado 11 de abril de 2009


Cartas, voces
Ya no recuerdo la última carta
que escribí. Hablo de cartas
escritas por uno de puño y letra
y metidas en un sobre y
despachadas con sello y todo.
Probablemente fue a mi amigo
López Zubero en España, que
ahora que tiene correo
electrónico se comunica menos
que antes: ya no manda cartas ni
tarjetas postales ni contesta e-
mails, salvo para reportarse cada
ciertos meses y decir estoy vivo.
López Zubero está vivo y más o
menos cómodo en el silencio, lo
que es muy respetable, sin duda.
Hay momentos en que no
tenemos mucho que decir, y sí
bastante que callar.
Una carta es una voz que decide
hablar, que se detiene a fijar un
momento en palabras, que
expresa ideas, que cuenta
cuentos, que interpela, pero
hace falta que llegue a su
destinatario para que saque
chispas.
Una vez imaginé un libro de
cartas nunca enviadas. No
descarto sentarme a escribirlas
un día. Esas cartas no enviadas
tenían entre sus propósitos
revelar ciertos secretos que no
me animé a decir en su
momento, o destellos que
resplandecieron cuando ya no
había manera de comunicarnos.
Sus destinatarios son de alguna
forma fantasmas del tiempo
presente, y protagonizan
ausencias que duelen o ajustes
de cuentas impagas. Más que
para ponerme al día, escribirlas
me parece un modo de mitigar
penas, una manera de buscar
puntos de encuentro en medio
de la diáspora en que solemos
vivir, una estrategia para marcar
distancias.
Me gusta proponerles a mis
talleristas que escriban cartas a
quien quieran, y que luego las
leamos en voz alta en una sesión
de todos contra todos. Suceden
cosas magníficas.
El otro día, la rueda se inició
con una muchacha joven, la más
joven de todas, en edad escolar,
que por quinto año consecutivo
le escribía a un muchacho a
quien había visto por primera
vez en el patio del colegio, de
varios cursos más arriba, que ya
se fue del liceo, y a quien le
confesaba como cada año el
deslumbramiento, el hechizo
que le provocó desde el
comienzo tropezar con él a
pocos metros de distancia;
observarlo, fijarse en sus
movimientos, en la belleza de su
rostro, en sus ojos expresivos.
Ésta iba a ser la última carta
dedicada a evocarlo. Y él nunca
la recibiría, igual que las
anteriores. Es más: a contar de
ahora, esta muchacha que
escribe dejaría de pensar en él, y
conocerlo más profundamente
ya no tendría ningún sentido ni
destino. Estaba claro, para ella,
que entablar cualquier relación
con él sería como recibir un
cruel manotazo de la realidad,
porque lo revelaría con todos
sus defectos, ajeno a la
perfección idealizada con que
alguna vez lo imaginó: “Ahora
que estoy más grande, sé que
realmente no quiero conocerte”.
Hay cartas que enamoran. Ese
mismo día escuchamos una
encendida declaración de amor,
que sí fue entregada y que acabó
siendo correspondida. La había
acompañado el autor de la carta
de un ejemplar de Animal
tropical, aquella novela caliente
del cubano Pedro Juan Gutiérrez
que en esta ocasión sirvió para
encender la mecha de la pasión.
Fue un cóctel mortal: carta más
novela. La destinataria de esa
carta es hoy y desde hace tres
años la pareja del inspirado
escribidor.
Más cartas: una sugería una
vibrante relación homosexual
que al final no era otra cosa que
una demostración de cariño de
una chica universitaria a su
nueva bicicleta, y otra
exculpaba a aquella ministra
británica que utilizó hace poco
siete dólares del presupuesto
público para arrendar un par de
películas pornográficas.
Cerramos la rueda del taller con
una carta leída con la voz
quebrada y dirigida al general
Francisco Franco. Soledad la
había escrito para desahogar el
dolor y la rabia que provocó en
su padre, refugiado español que
se vino a Chile en el Winnipeg,
haber tenido que abandonar su
país y exiliarse a miles de
kilómetros. La escuchamos con
atención y con sentimiento, y
cuando ella concluyó la lectura
y nos reveló que su padre había
muerto el 28 de marzo de 1975,
antes incluso que el propio
Franco, hace ya tanto tiempo,
todos comprendimos que hay
heridas que no cierran, y que
tendrán que venir otras
generaciones para que se
imponga el olvido.

Sábado 18 de abril de 2009


Virus
Hay un virus que anda suelto en
el aire y ataca primero al
estómago, te bota al piso, te
deshidrata, luego te sacude con
fiebre moderada, dolor de
cabeza, y aguantarlo toma dos o
tres días, por lo bajo, antes de
que decida retirarse. A mí me
atacó el lunes en la noche, y
hoy, cuando escribo esto, que es
jueves de mañana, no termina
de soltarme, a pesar de que ya
uno puede hacer como que no
está el bicho.
El primer día de este virus no
cabe otra cosa que
deshidratarse, ojalá no muy
violentamente. El segundo día
ya no tienes náuseas, baja la
fiebre, te puedes alimentar de
jaleas y caldos sanos de pollo,
tomar bastante agua, y si te da la
gana, puedes incluso leer. Es lo
que hice. El lunes me habían
prestado un libro que recogía
varias entrevistas a Borges,
entre ellas una hecha por
Menotti poco después de que su
selección argentina saliera
campeona del mundo de fútbol
en 1978. Me producía
curiosidad ese texto, y al final
fue casi lo que menos me
interesó del libro. Entre muchas
otras conversaciones, fue un
agrado —como suele ocurrir
con él— leer a Borges
hablando. Su temprana ceguera,
sumada a su inteligencia
mayúscula, lo obligaron a
pensar y a expresarse oralmente
con una lucidez envidiable, y un
lenguaje tan preciso como
sugerente.
No había escuchado de él que
tal vez el mejor poema de amor
que escribió fue la dedicatoria a
su madre, Leonor Acevedo de
Borges, que preside su obra
poética completa: “Quiero dejar
escrita una confesión, que a un
tiempo será íntima y general, ya
que las cosas que le ocurren a
un hombre les ocurren a todos.
Estoy hablando de algo ya
remoto y perdido… las
compartidas claridades y
sombras, tu fresca ancianidad,
tu amor a Dickens y a Eca de
Queiroz, Madre, vos misma.
Aquí estamos hablando los dos,
et tout le reste est litterature,
como escribió, con excelente
literatura, Verlaine”.
Leer a Borges es un placer, y
detenerse en sus reflexiones
sobre la realidad, una pausa
necesaria: “No hay ninguna
razón para suponer que las
noticias que dan los periódicos
son más reales que aquello que
soñé esta mañana y olvidé al
despertarme. El pasado es
realidad. También es real la
memoria y la historia”.
Hay gente que se cree incluso
representante o vocera de la
realidad:
“Yo te voy a contar la realidad
tal como es”, dicen, como si los
pobres tipos pudieran hacerlo.
Los que hablan de la realidad de
un modo altisonante, sin que se
les arrugue nada, suelen ser
además los primeros que niegan
el valor de los sueños, de los
recuerdos, de la memoria
afectiva, de los traumas, de la
presencia del espíritu y de la
nada, como si ellos no formaran
parte de la realidad de uno,
como si ellos no tuvieran que
ver con este mundo y con esta
condición tan humana como
misteriosa que nos ocupa. Es tan
caótica la famosa realidad, y tan
inabarcable, que una mente más
o menos lúcida nos ayuda a
lidiar con ella, y en muchos
casos a despejarla o a idear
trucos para que esa realidad no
nos abrume. A veces nos va mal
en esta tarea, y debemos pedir
ayuda. A veces nos sumergimos
en la lectura para vivir otras
realidades y ojalá conmovernos.
Recuerdo cuando en la carrera
de periodismo de comienzos de
los años ochenta nos
bombardeaban con pruebas de
actualidad, que no eran otra
cosa que ridículos exámenes de
lectura detallada y minuciosa
del diario de los últimos días.
Había que aprenderse todo:
quién ganó la carrera de fórmula
uno el domingo, qué dijo el
subsecretario del subsecretario
sobre la reforma laboral, a
cuánto está el dólar, qué se
supone que dirá el próximo
mensaje presidencial de
Pinochet, y la guinda del postre:
la crisis del medio oriente, que
nunca faltaba, para que no se
dijera que teníamos una mirada
estrecha de la vida. Era para
llorar. Nos decían que así se
formaban los periodistas. Que
esa era la realidad que
importaba. De la censura que
había en esos años no se
hablaba demasiado en las aulas.
Mejor no hablar de esa otra
realidad. A varios de nuestros
profesores parecía animarlos un
sentido de la realidad que hoy ni
siquiera deben querer recordar.
Era como un virus.

Sábado 25 de Abril de 2009


Fidel Sepúlveda
"Aunque sepa los caminos, yo
nunca llegaré a Córdoba".
Versos de Federico García
Lorca que tengo separados para
el arranque de un próximo libro,
y que me habría gustado
compartir con Fidel Sepúlveda,
aquel profesor de estética y
literatura que se murió de cáncer
mientras yo navegaba por los
fiordos de Noruega en un viaje
monótono del que conservo sólo
unos pocos recuerdos; entre
ellos, la lectura del correo
electrónico que me anunció su
muerte.
Fidel no era de los profesores
que pasan materia, y encarnaba
mejor que nadie estos versos de
García Lorca. Sus métodos de
enseñanza, más que
improvisaciones, respondían a
otra naturaleza pedagógica y
existencial. Fidel estaba fuera de
la norma clásica, y eso me
gustaba. Gozaba andar los
caminos, mucho más que llegar
a una meta determinada. A él le
gustaba viajar, a él le gustaba
invitarnos a salir de cacería, ir
en busca de algo que a ratos ni
sospechábamos qué era, ir a la
caza de palabras y experiencias
que hicieran recordable el
momento vivido en la sala o
fuera de ella.
Algunas semanas atrás, recibí de
su esposa una carta de
navegación con la que Fidel
imagino trabajaba sus clases. Su
carta de navegación es móvil y
abierta, y no creo que Fidel se
aferrara a ella para sobrevivir en
la cátedra universitaria, aunque
vaya uno a saber. Sé que fuimos
muchos los que valoramos su
estilo, su inconfundible y
parsimoniosa manera de
enseñarnos a pensar y a vivir.
Me he demorado, pero
finalmente creo comprender que
Fidel Sepúlveda es uno de los
tipos que me marcaron. No es
que uno quiera ser como él. A
duras penas uno trata de ser
como cree que es, aunque para
saberlo hagan falta varias vidas
probablemente, y ni aun así
sería suficiente. Hay que
ensayar, hay que correr algunos
riesgos, hay que equivocarse,
hay que andar el camino. Otra
posibilidad es quedarse estático,
o dejarse llevar sin oponer
ninguna resistencia, o esperar a
que vengan por ti. Me gusta más
la propuesta móvil y abierta de
Fidel, este profesor de la
universidad que justificó
plenamente mi paso por el
Instituto de Estética durante un
par de años, remotos ya.
En su carta de navegación, Fidel
transita por la luz y la tiniebla.
Piensa en lo que inquieta y en lo
que encanta. Atraviesa el
asombro, se maravilla con los
sentimientos, sueña, se ilusiona,
construye un mundo a la medida
del deseo. Se detiene en las
palabras, en la sintaxis.
Reconoce la existencia de la
pesadilla, el laberinto, el
infierno. El desencuentro, la
soledad, la rutina. Nunca deja en
segundo plano el valor de la
experiencia. Es una manera de
vivir y de enseñar que me
conmueve. En los años en que
Fidel navegaba junto a nosotros
en salas universitarias, yo
apenas balbuceaba una idea de
lo que quería hacer en esta vida.
Me he demorado, insisto, en
comprender, pero al parecer
ahora voy por un camino que no
está demasiado lejos de lo que
insinúa su carta de navegación.
No tengo idea a dónde me lleva,
pero en este camino leo y me
detengo, y sigo la marcha, y me
vuelvo a detener, ahora en unos
versos de José Emilio Pacheco
que a él tanto le hubieran
gustado: "Mi único tema es lo
que ya no está/ Y mi obsesión
se llama lo perdido/ Mi
punzante estribillo es nunca
más/ Y sin embargo amo este
cambio perpetuo/ este variar
segundo tras segundo/ porque
sin él lo que llamamos vida/
sería de piedra".
Si algo no quería Fidel
Sepúlveda que ocurriera con su
vida es que ella fuera de piedra.
Es fácil fosilizarse en una
cátedra universitaria. Es
cuestión de acostumbrarse a
pasar materia, y que te importe
un rábano qué suceda en el
camino. Algún día jubilarás, y
entrarás en tus cuarteles de
invierno a esperar. Fidel ensayó
otra ruta, y nosotros, los que
fuimos tocados por él, que sé
que somos bastantes, le estamos
agradecidos por no haberse
hecho de piedra. Su testimonio
es un estímulo. Un par de
semanas atrás comenté la idea
de empezar a escribir cartas
nunca enviadas. Creo que ésta
es la primera, con epígrafe de
García Lorca: "Aunque sepa los
caminos, yo nunca llegaré a
Córdoba".

Sábado 2 de Mayo de 2009


Leer, vivir, perder
Regalar libros puede ser muy
placentero cuando ellos forman
parte capital de tu vida. A estas
alturas puedo prescindir de
demasiadas cosas, pero no creo
poder abandonar mi biblioteca
esencial. Mis hijos dicen que
casi no sé regalar otra cosa que
un libro, y tienen razón. Es un
problema, porque no a todos tus
amigos les gusta leer, pero
también me pasa que con
aquellos que no leen tengo
muchas menos posibilidades de
establecer contacto y
comunicarme con entusiasmo;
es decir, de hacernos amigos.
Por supuesto que me gusta
también recibir libros de regalo,
en especial cuando el libro me
interesa, lo leo y acaba
provocándome placer. Sucede
que a veces te regalan libros que
no te interesan nada, libros que
dormirán cerrados hasta
encontrar con suerte su lector, o
hasta el momento en que sí
acaben por seducirme. Leer un
libro y gozarlo depende de
cómo estés, de tu estado de
ánimo, de tus ganas, del interés
que tengas en participar de la
vida y la historia que te está
contando una persona con la que
probablemente antes de leer el
libro no tenías nada que ver,
salvo que se haya convertido en
uno de tus autores favoritos.
Esto es así de azaroso, aunque
nunca demasiado, y por lo
mismo no es fácil regalar libros
sin equivocarse, a veces
rotundamente. Hay que intentar
tener una mínima idea de la
sensibilidad del otro, ojalá de
sus gustos e intereses literarios,
para acertar en la elección, y ni
aún así la correspondencia está
asegurada. Lo otro es prescindir
totalmente de la lista de los más
vendidos. La buena literatura no
es ni una moda ni una
estadística de ventas favorables.
Deprime ver cómo los títulos
más vendidos se venden todavía
más, porque los compradores de
libros no se dan el trabajo de
escoger con cariño y dedicación
el libro justo.
El otro día recibimos una plata
inesperada con mi hija Antonia
y fuimos volando a una librería
de ofertas en el centro, con el
cheque aún en la mano. Le
regalé diez libros de una patada,
y pudieron ser veinte, pero ella
me contuvo. Como ella se
demoraba en elegir lo que
quería, un poco mareada por
tantos títulos que la atraían,
escogí arbitrariamente libros
para una estudiante de literatura
de segundo año que le ayuden a
abrir ventanas, puertas,
compuertas, subterráneos,
escotillas. Libros que la
estimulen, que le propongan un
viaje, que la hagan atravesar un
mapa literario en busca de
placer, felicidad, conocimiento
y por supuesto nuevas dudas
esenciales, preguntas sin
respuesta o con muchas
alternativas para elegir. No sé
cuántos de esos libros serán
finalmente leídos por ella, y no
sé cuántos cumplirán el sueño
de hacerse imprescindibles en
su vida. Con que en su lectura
haya unas pocas líneas felices
me conformo. A veces basta un
verso en un océano de palabras
para justificar el paseo a la
costa. No había para qué
gastárselo todo de una vez, me
dijo Antonia con sangre fría. Se
llevó, entre otras buenas ofertas,
unas estupendas conversaciones
con la poesía chilena de Juan
Andrés Piña, y una antología de
algunos de sus mejores textos
preparada por el propio Julio
Ramón Ribeyro, para citar dos
de ellos. Cada uno de esos
libros no valía más caro que una
entrada al cine o a un partido de
fútbol en galería.
Un amigo me envía una frase de
una escritora joven, argentina,
Raquel Robles, que publicó
hace poco una novela llamada
Perder. Me gusta el título, lo
que sugiere, y más me gusta
cuando leo una de sus frases:
"Muchas veces me pregunto qué
partes de la vida me habré
perdido por leer, sin embargo,
no puedo remediarlo, a veces no
hay otra manera de soportar la
vida que ausentarse un poco. Es
un equilibrio difícil". Lees y a
cambio dejas de vivir otras
vidas posibles. Lees y ganas una
nueva vida, distinta a la que
había antes de encontrarte con
ese libro que te hizo desplazarte.
Vila-Matas escribió que no hay
gesto "menos agresivo que ver a
un hombre bajar la vista para
leer un libro que tiene entre sus
manos. Habría que partir a la
búsqueda de ese recogimiento
universal". Yo ya no puedo vivir
sin libros. Dejar de leerlos, o de
escucharlos si ya no puedo ver,
será lo mismo que morir.

Jueves 07 de mayo de 2009


¡Hola, viejo!
Mediodía de lunes. Estoy
terminando de leer el libro El
material humano, del
guatemalteco Rodrigo Rey
Rosa, en un café de Ñuñoa.
Llevo unas tres horas leyendo
esta magnífica historia, que
arranca el día en que el autor se
entera del descubrimiento de
miles de carpetas, cajas y sacos
con fichas policiales de
ciudadanos de Guatemala de
casi todo el siglo veinte en un
recinto que alguna vez fue
centro de torturas. Entre mis
apuntes del libro que leo, una
cita de Borges -referida por
Bioy Casares- que recoge Rey
Rosa: “El destino es siempre
desmedido: castiga un instante
de distracción, el azar de tomar
a la izquierda y no a la derecha,
a veces con la muerte”.
Suena el celular. Veo en la
pantalla y es mi padre que
llama. No es frecuente que lo
haga. Atiendo de inmediato:
“¡Hola, viejo!”. “Soy tu mamá,
Pancho”, responde la voz suave
y sorpresiva de mi madre. Me
explica que están en la clínica
desde anoche, que mi papá se
cayó ayer en la tarde, se sacó la
mugre y se fracturó el hombro,
y que ahora los médicos evalúan
si operan o aplican un
tratamiento traumatológico.
Logro hablar con él: está
tranquilo, con voz firme,
esperando resignado a que
dictaminen qué hacer con la
fractura. “Hay que tomarlo con
humor”, dice. Quedo de ir a
verlo un rato en la tarde.
Termino a Rey Rosa. Me digo a
mí mismo que es uno de los
libros que más he disfrutado leer
en el último tiempo, buenísimo.
De una patada, además: qué
placer.
Pago el café y me voy
caminando. Pienso en mi padre,
en lo de tomarse las cosas con
humor, en el gesto que tuvo la
semana pasada, cuando dejó sin
aviso en la recepción del
edificio donde vivo un sobre a
mi nombre. Lo recogí ese día en
la noche cuando llegué, un poco
tarde, sorprendido de encontrar
una carta suya para mí. Su letra
de médico la reconozco desde
niño, cuando la ensayaba para
falsificar justificativos escolares
que me eximieran de hacer
educación física. Subí en
ascensor y traté de recordar si
alguna vez en mis cuarenta y
siete años de vida había recibido
una carta suya. No recordé
ninguna. Me puse nervioso: ¿y
si quiere hacerme una confesión
impresionante, contarme un
secreto muy bien guardado,
narrarme algún mal
presentimiento? No quería abrir
el sobre. Entré a la pieza y le
conté a la Solcita lo que traía en
las manos. “¿Qué esperas?
¡Ábrelo!”. Obedecí. Era sólo
una hoja doblada y escrita a
mano, junto a un par de
fotografías nocturnas del único
viaje que hicimos los dos solos.
En una foto aparecía él,
enérgico, esbelto y radiante
junto a una fuente de agua, y en
la otra estaba yo durmiendo a
pata suelta sentado en una silla
en la vereda, cerca del mar. Su
texto era breve: “Señor
Francisco Mouat. Adjunto
encontrará dos fotografías
tomadas en Niza hace algunos
años. El contraste es evidente.
En una aparece un señor sentado
en el borde de una fuente con
actitud resuelta, ágil, presto a
enfrentar cualquier situación de
la vida. A la inversa, en la otra
fotografía aparece un sujeto
sentado en un banco de la calle,
durmiendo. Se supone que ésa
haya sido la práctica para su
master en el ocio”. La carta ni
siquiera venía firmada.
Lunes en la tarde. Lo acompaño
un rato en la pieza de la clínica.
No hay nadie más con nosotros.
Su brazo izquierdo está
totalmente inmovilizado. Luce
fatal. Le preparo tostadas con
mermelada y quesillo, le trozo
la fruta de la compota, le echo
endulzante al té, sigo atento su
furiosa ingesta de la hora de
once. El viejo no perdona ni una
miga. Tiene hambre, buena
señal. Lo ayudo a ir al baño, y
de vuelta, ahora peinado y de
mejor aspecto, me dice que no
podrá ir esta vez a casa a
dejarme el sobre, pero que tiene
una nueva carta para mí: “Está
encima de mi escritorio. Anda a
buscarla cuando quieras”.
“¿Qué es esta vez?”, le
pregunto. “Sorpresa”, contesta
con risa en la cara, y vuelve a
acostarse, y me quedo pensando
en que nunca es tarde para
recibir una carta de tu padre,
aunque haya tenido que pasar
casi medio siglo, especialmente
cuando su propósito no es otro
que agarrarte para el hueveo. En
buena hora.

Sábado 16 de Mayo de 2009


Paine
Jueves 7 de mayo de 2009.
Señora Edite Barbosa, presente.
Querida Edite: el próximo
sábado se cumplen tres semanas
desde el día en que almorzamos
juntos en tu casa en Paine. No
quise agradecerte de inmediato
la invitación, preferí que el
tiempo borroneara los detalles
más domésticos y de esa visita
quedara lo esencial, lo que
malamente intentaré decirte en
estas líneas.
Te conocí no hace tantos meses
en una fuente de soda de
Providencia, donde bebimos un
schop helado en un día de
verano y mucho calor. Me gustó
tu manera de ser, la energía que
desplegabas al hablar de tu
trabajo como directora de un
colegio en Lo Barnechea, el
color azul de tus ojos, y,
ciertamente, me gustó
muchísimo que fuera tío tuyo
uno de los jugadores de la
selección brasilera de fútbol que
salió llorando del estadio
Maracaná, en aquella final del
Mundial de 1950 que ganó
Uruguay.
Si no me falla la memoria, fue
esa tarde en Providencia cuando
acordamos una cita futura en
Paine, en tu casa, desde donde
me llevarías al cementerio del
pueblo para que yo rastreara y
localizara la tumba de una mujer
importante en mi vida, María
Martínez, muerta hace ya más
de veinte años.
Concretamos la invitación, y a
Paine fui con la Solcita y con mi
hija menor, Agustina, de siete
años de edad. No costó nada
llegar a tu casa. Al fondo de un
pasaje llamado Damasco
identificamos el portón, ya no
recuerdo de qué color, que me
habías señalado permitía
reconocerla, sencilla y pequeña.
Saliste a recibirme junto a Yuri,
tu pareja, y un par de quiltros
entrañables. A mí, como a ti, me
gustan los quiltros. Su natural
desparpajo, eso de no presumir
condición social alguna, y la
sensación que dan de ser los
más agradecidos del planeta
porque alguien los acoge y los
alimenta y los cuida cuando
están en dificultades, me hizo
empatizar aún más contigo.
Almorzamos una feijoada
auténtica (porotos negros,
chorizo, chancho) que
preparaste con cariño,
acompañada de arroz blanco y
cerveza bien helada, como debe
ser, dijiste. Me tenías de regalo
una copia del libro El callejón
de las viudas, donde se cuenta la
historia de los detenidos
desaparecidos de Paine. Para ser
un pueblo de 50 mil habitantes,
Paine tiene la tasa proporcional
más alta de Chile de
desaparecidos y ejecutados
después del golpe militar de
1973: cerca de cien hombres, la
mayoría campesinos, entre ellos
un muchacho de quince años.
Disfrutamos la comida,
saboreamos unas naranjas
jugosas de postre (el
complemento ideal, dijiste, para
digerir mejor la feijoada), y
después nos sentamos frente al
televisor porque ustedes querían
mostrarnos un documental de la
cantante brasilera Marisa
Monte. Fue magnífico ver cómo
ella junto a otros artistas
improvisaban con instrumentos
artesanales y revelaban la
alegría que les provocaba hacer
música. Estuvimos, no sé, cerca
de una hora viéndolos y
escuchándolos, y yo les pedí, a
Yuri y a ti, Edite, que me
mandaran la letra de una de esas
canciones. No termino de
entender demasiado bien por
qué, pero aquel estribillo en
aquel momento me conmovió
mucho: "En la vida, sólo queda
seguir".
En ese lapso de dos o tres horas
en que comimos, conversamos y
vimos televisión, experimenté
una extraña e indefinible
felicidad, como pocas veces en
mi vida. ¿Sería porque cerca
nuestro, a unos cuantos
kilómetros no sé en qué
dirección, había estado en Paine
hacía más de veinte años para
ver por última vez a María
Martínez en su casa de campo, y
su espíritu ahora se hacía
presente?
Fuimos más tarde los cinco al
cementerio del pueblo, y me
ayudaron todos a buscar su
tumba, y no la encontramos,
pero no me importó. Estoy
seguro de que María Martínez
estuvo ahí, entre nosotros,
festejando este nuevo encuentro,
inesperado para ella, y también
para mí. Sé que moriré un día
acompañado entre otros de su
recuerdo. No sé en cuánto
tiempo volveré a Paine, querida
Edite. Mientras tanto, recibe
estas líneas en señal de gratitud.

Sábado 23 de Mayo de 2009


Pasar a través de las gotas
Estimado Claudio Ronban. Nos
conocimos hace apenas unos
días, pero no quiero dejar de
compartir contigo lo que leí el
último domingo. El suplemento
Artes y Letras publicó un
magnífico ensayo de Enrique
Vila-Matas sobre el artista
Marcel Duchamp, que creo te
gustaría leer. Digo magnífico
por la capacidad del español
para interpretar y poner en
movimiento el pensamiento y la
obra de Duchamp en unas pocas
líneas. Según cuenta Vila-
Matas, su primera conexión con
Duchamp fue la temprana
lectura de un libro de
conversaciones con Pierre
Cabanne, que arranca con una
confesión de Duchamp que
también estoy seguro sabrás
apreciar: "Espero que haya un
día en que se pueda vivir sin
tener la obligación de trabajar.
Gracias a mi suerte he podido
pasar a través de las gotas. En
un cierto momento comprendí
que no debía cargarse a la vida
con demasiado peso, con
demasiadas cosas por hacer". En
ese mismo libro, Marcel
Duchamp, uno de los artistas
más significativos del siglo
veinte, decía a los sesenta y
nueve años de edad que había
tenido una vida absolutamente
maravillosa, que había leído lo
que se escribía sobre él pero ya
lo había olvidado, que en arte
era un agnóstico, y que siempre
se había forzado a la
contradicción para evitar
conformarse con su propio
gusto.
Cito a Duchamp y me declaro
admirador suyo, del mismo
modo como admiro y te
agradezco el gesto que tuviste el
otro día, que en un sentido me
pareció también una acción de
arte. Me escribiste para decirme
que fuera a tu departamento
junto a mi hija Antonia, que
estudia literatura, porque
querías regalarnos una parte de
tu biblioteca, la que te
acompañó por años y ahora
estimabas debía caer en nuevas
manos para renovar su lectura.
Tú te levantas todos los días a
las seis de la mañana a leer y
estudiar filosofía. Cuatro horas
sin prisa y sin pausa. Tu método
es sagrado y lo ejecutas con
placer. Duermes siesta todas las
tardes, estás emparejado con
una mujer que escribe poesía y a
la que quieres entrañablemente,
dejaste hace mucho de trabajar
como ingeniero químico, vives
con lo mínimo, con lo justo,
puedes pasar a través de las
gotas, como Duchamp. Te
desprendes de parte de tu
biblioteca para aligerar el peso
de tu equipaje, le regalas libros
a una muchacha joven que está
aprendiendo a leer y a volar. No
te aferras al objeto libro.
Prefieres haber sido
simplemente su lector.
Antonia, te diste cuenta, llegó a
tu departamento sin saber por
qué te estábamos visitando. No
podía creer el regalo que le
estabas haciendo: ciento cinco
libros de primer nivel, cuyos
títulos podrían estar en
cualquier biblioteca de una
facultad de humanidades y
letras. No sabía ella cómo
agradecértelo, qué decir, qué
hacer. Tú la abrazaste y le
dijiste: tu amistad sería más que
suficiente.
Tu gesto, quiero creerlo, es
inolvidable; se trata de un
momento estelar que nos
acompañará, a Antonia y a mí,
cada vez que abramos uno de
esos libros que nos llevamos en
dos inmensos y pesados bolsos.
Le pedí prestado algunos de
estos libros a Antonia. Uno de
conversaciones con Adolfo Bioy
Casares, El ABC de la lectura
de Ezra Pound y El arte de la
novela y otros ensayos de Henry
James, entre otros. Nos
juntaremos pronto a comer, los
seis. Tú y tu mujer. Yo y la mía.
Antonia y su novio. Da lo
mismo qué pongamos sobre la
mesa. En la cabecera de esa
noche veré el modo de colocar
la frase de Duchamp que cité al
comienzo de esta carta, junto a
unos versos de Louis Aragon
que nos recitó el otro día una
amiga a la que te gustará
conocer, Maggy, unos versos
que me acaba de enviar por
correo. El poema, llamado "No
existe amor feliz", empieza así,
y aquí aprovecho yo de
despedirme: "En el hombre nada
es para siempre, ni su fuerza/ ni
su fragilidad, ni su corazón. Y
cuando cree/ abrir sus brazos, su
sombra es la de una cruz/ y
cuando cree estrechar su
felicidad, la destroza. /Su vida
es un extraño y doloroso
divorcio./ No existe amor feliz/
su vida se parece a esos
soldados sin armas/ que fueron
preparados para otro destino./
¿De qué les sirve tanto
madrugar/ si en la noche andan
desamparados, inciertos?/ Diga
esas palabras, vida mía, y
retenga sus lágrimas".

Sábado 30 de Mayo de 2009


Montevideanos
Me preguntan en la revista si
puedo escribir algo sobre Mario
Benedetti, ahora que ha muerto.
Yo respondo que sí, pero que no
lo leí con particular atención, ni
siquiera cuando el uruguayo era
Gardel en el mundo
universitario en el que solíamos
movernos. Nunca leí, por
ejemplo, Gracias por el fuego,
uno de sus libros más
renombrados.
Algunas cosas suyas han sido
reconocidas en el tiempo y
figuran en antologías, como su
magnífico cuento "Puntero
izquierdo", que narra un
soborno fallido a un futbolista
que es la estrella de un equipo
pobre con aspiraciones de
ascender. Andrés Wood adaptó
este cuento en una de las
historias de fútbol que llevó al
cine. También se hizo película
en Argentina su novela
romántica La tregua, y su
novela Primavera con una
esquina rota, si no me falla la
memoria, la llevó al teatro el
Ictus en Chile en tiempos de
dictadura, cuando el motivo del
exilio era un asunto candente.
Era difícil no advertir, eso sí, en
su literatura, sobre todo la de los
sesenta, setenta y ochenta, cierto
tufillo militante, que de no
mediar las urgencias del
combate a los militares se hacía
tedioso. En el último tiempo
intenté leer algunos ensayos
suyos, pero me aburría
terminarlos. De su lectura me
quedó sobre todo el espíritu
irónico con que miraba a la
burocracia oficinesca de los
años cincuenta, y el buen
manejo del lenguaje con que
escribió la mayoría de sus
cuentos Montevideanos. Su
poesía, en cambio, que es la que
lo hizo tan popular en todo el
mundo hispano, y en donde le
escribió a la gente común y
corriente que encontraba en sus
textos exactamente los versos
que recitarle a su pareja en la
lucha, nunca me cautivó. Es
probable, en todo caso, que haya
una edad más propicia para
leerlo, y que esa edad sea la de
mayor inocencia.
A medida que he ido
envejeciendo, a Benedetti lo voy
olvidando y reemplazando por
otras lecturas, entre ellos
montevideanos como Felisberto
Hernández, Mario Levrero, Juan
Carlos Onetti y su amante de
tantos años, Idea Vilariño, poeta
también recientemente fallecida.
De la Vilariño es este poema,
Epitafio: "No abusar de
palabras/ no prestarle/
demasiada atención./ Fue
simplemente que/ la cosa se
acabó./ ¿Yo me acabé?/ Una
fuerza/ una pasión honesta y
unas ganas/ unas vulgares
ganas/ de seguir./ Fue
simplemente eso".
A diferencia de Benedetti, Idea
Vilariño entendía a la poesía
como el acto más privado de su
vida, realizado siempre "en el
colmo de la soledad y el
ensimismamiento, realizado
para nadie, para nada". Su
literatura no es de utilidad
pública y se conecta más con
estos otros escritores uruguayos
que murieron en silencio si se
los compara con la sonoridad
que acompañó el velatorio y
posterior entierro de Mario
Benedetti.
Es frecuente que el ruido con
que se despiden los restos de un
hombre recién fallecido no
tenga correspondencia con lo
que él realmente haya dejado
entre nosotros. Probablemente
ese momento mida sólo su
popularidad, o bien su muerte
opere como un desahogo, como
una catarsis. Pocos escritores,
en los tiempos que corren, son
llorados por la gente de la calle,
como sí ocurrió esta vez con
Benedetti. Si ser llorado lo hará
más y mejor leído, quién es uno
para decirlo. Los que lo
conocieron, entre los que no me
cuento, aseguran que Benedetti
era un sujeto habitualmente
amable, afable y sencillo, nada
divo. No es que le gustara haber
terminado siendo famoso y
reconocido. Simplemente le
sucedió, porque sus libros y
versos se multiplicaron en
forma de canciones, películas,
afiches y obras de teatro.
Buscaré en Montevideo un
ejemplar de su libro
Montevideanos, antes de que
cueste una fortuna. Ojalá no sea
tarde. Pero al volver a Chile
seguiré leyendo y releyendo
otros libros de uruguayos que
me acompañan sin exigir más
compromiso que una lectura
atenta. Hablo de Los adioses de
Juan Carlos Onetti, de La
novela luminosa de Mario
Levrero, de las obras completas
de Felisberto Hernández, de los
poemas de Idea Vilariño: "Inútil
decir más/ Nombrar alcanza".
Sábado 6 de Junio de 2009
Vía satélite
Apenas recuerdo la primera vez
que tuve conciencia de haber
ido al estadio a ver un partido de
fútbol. Según pude corroborarlo
después de revisar en la
biblioteca viejos tomos de la
revista Estadio, fue en marzo de
1968, cuando tenía poco más de
seis años de edad. Audax
Italiano, el equipo de camiseta
verde por el que se desvivían en
mi familia materna, jugaba
contra Santiago Morning, de
camiseta blanca y una V negra
en el pecho, llamado también el
equipo bohemio después de salir
campeón el 42 con una
generación de jugadores buenos
para la pelota y la farra,
especialistas no sólo en marcar
goles, sino también en beber
pisco y whisky, ir a casas de
putas y hacerse masajes con una
bruja en Talagante.
Vimos el partido sentados en la
galería norte del estadio
Nacional, detrás del arco, junto
a mis dos hermanos mayores,
mi tío Nano y mi abuelo
Arnaldo. Mi abuelo me prestaba
sus binoculares para ver más de
cerca a los jugadores de Audax,
que comandados en ataque por
Alberto Patapata Hidalgo
golearon esa tarde por 4 a 1 a
sus rivales. Fuera de los
binoculares de mi abuelo, casi
lo único que retengo de esa
jornada es un gol de Patapata
hacia el final, cuando enfrentó
en solitario al arquero y lo
venció.
Desde esa tarde mis recuerdos
peloteros empezaron a
amontonarse en la memoria,
hasta hoy, cuando cualquier
repaso somero de mi vida me
conecta con este "divertimento
dominical sin ninguna
importancia", como alguna vez
definió magistralmente al fútbol
el cronista catalán Josep Pla.
Uno, cuando es hincha del
fútbol, vive dividido entre el
tiempo real en que transcurre la
vida y esos noventa minutos de
partido que son otra historia,
algo parecido a una tregua en
medio de la batalla de cada día.
Algunos nos acostumbramos
desde chicos a ir al estadio, y si
no íbamos lo escuchábamos por
la radio, y después, cuando
empezó a exhibirse por
televisión, organizamos nuestros
tiempos para terminar en la casa
o en el bar donde hubiera un
aparato encendido.
A propósito de transmisiones
televisivas de partidos de fútbol,
recuerdo con angustia aquel
momento de gran tensión —
especialmente en los años
setenta— cuando no se sabía
aún si un partido lo iban a dar o
no, nadie entregaba ninguna
información oficial, todo lo que
se escuchaba eran rumores, y
uno esperaba frente al televisor
encendido, a medida que se
acercaba la hora del encuentro,
que de una buena vez arrancara
la música característica que
anunciaba la presencia de
Carcuro, el Sapo Livingstone o
Julito Martínez en la pantalla
chica. Qué gran frustración
soñar con ver un partido en
directo, vía satélite, y
finalmente tener que contentarse
sólo con el relato radial. Qué
canallas, qué infames esos
canales de televisión insensibles
que seguían adelante con su
programación, con monos
animados o seriales yanquis
mientras tú te perdías la fiesta y
nadie te daba una explicación.
Algo parecido recuerdo de esos
fines de semana en que la lluvia
no cesaba y el partido
finalmente se suspendía porque
la cancha era una piscina o
estaba muy barrosa. Siempre
nos pareció que en esas canchas
se podía jugar sin ningún
problema. La vida sin fútbol ese
sábado o domingo perdía
sentido, nos despojaban de la
ilusión de ver a los mejores
jugadores, o en su defecto a los
que más queríamos, vestidos
para la ocasión, dispuestos a
representar la obra para la que
se habían preparado toda la
semana. Lo que no tiene nada
que ver con que nos hiciéramos
falsas expectativas en un país en
el que el fútbol nunca fue
modelo de excelencia y grandes
dotes artísticas. Los que vamos
a la cancha en Chile desde
tiempos remotos, sabemos que
el buen juego está reservado
para unas pocas ocasiones, y por
eso disfrutamos tanto la previa,
donde está permitido soñar. En
mi caso, subir las escalinatas del
estadio Nacional y ver el verde
del pasto de la cancha es una de
las mejores imágenes de mi
infancia, y nadie nunca podrá
arrebatármela, ni siquiera la
muerte, que también sabe de
fútbol y a veces está agazapada
en el rincón del córner, como
escribió Camilo José Cela.

Sábado 13 de Junio de 2009


Cosas que pasan
Acabo de leer, de una sentada,
un libro mínimo, que un amigo
estuvo a punto de botar a la
basura junto a decenas de otros
libros que alguna vez puso a la
venta en su ya desaparecida
librería de Providencia. Antes
de echar los libros al basurero,
mi amigo, antiguo compañero
de la universidad, me invitó a
almorzar a su casa y me dijo que
revisara en una caja llena de
libros empolvados si había
alguno que me interesara. De
ellos separé Sobre cosas que me
han pasado, de Marcelo Matthey
Correa. La portada minimalista
no decía nada más. No había
fotografía de autor, ni ningún
otro dato que nos hablara de él,
ni menos algún comentario
sobre el libro mismo en la
contraportada. Tampoco el
nombre de una editorial. Apenas
un precio: 600 pesos.
Me lo llevé a casa porque me
llamó la atención el apellido del
autor: Matthey con y griega.
Tengo una amiga con ese
mismo apellido, distinto al del
general de la fuerza aérea y su
hija senadora, que es con i
latina. Pensé que Marcelo
Matthey podía ser pariente suya,
y por eso me interesó.
El libro quedó encima de mi
escritorio durante algunas
semanas, hasta que ayer lo tomé
temprano en la mañana y lo leí.
Resultó un diario íntimo escrito
en dos partes: la primera, entre
septiembre de 1988 y enero de
1999, y la segunda entre abril y
agosto del mismo 1999. Nunca
sabremos demasiadas cosas de
la biografía convencional de
Matthey después de leer el libro:
imaginamos que es joven, que
tiene entre veinte y treinta años,
y nos vamos enterando de que
estudia canto, vive en una casa
en avenida España, viaja con
relativa frecuencia a una casa
familiar en El Tabo, a veces
ayuda a su padre a hacer
trámites, le gusta caminar, andar
en micro, leyó durante 1988
textos de Azorín y Pío Baroja,
asistió en 1999 a un concierto
donde interpretaron La pasión
según San Mateo, de Bach.
La escritura es sencilla, básica,
sin palabras difíciles, y, por
añadidura, tampoco se emplea a
fondo en construir frases
propias de un lenguaje atractivo
y sugerente, de un estilo que
conmueva por la justeza con que
se eligen las palabras y se ponen
las comas y los puntos. Sin
embargo, no pude dejar de
leerlo hasta el final. Fue como si
me internara en una película
privada sobre los movimientos
de un joven santiaguino de fines
de los años ochenta. El libro es
breve, cada día narrado tiene la
fecha registrada al comienzo, y
en el relato nada es contado de
manera altisonante. El narrador
no pierde la compostura ni
cuenta cosas excepcionales.
Uno podría llegar a pensar que
está incluso un poco deprimido,
pero no. La frecuencia con que
se asombra de los detalles más
cotidianos revelan a un sujeto
sensible que parece amar la
vida. El narrador no se enoja, no
se altera, no expresa emoción.
Simplemente cuenta que salió a
trotar, que caminó cerca de su
casa y vio pegada en una
ventana una hoja de cuaderno
escrita con lápiz pasta que
decía: "Se arreglan corbatas".
Un día leyó la Enciclopedia
Fauna para aprender de la vida
de los animales y ver qué cosas
en común tienen con los seres
humanos, un día fue con su
padre a votar en el plebiscito del
5 de octubre de 1988, y su
relato, lejos de referir lo que se
jugaba ese día, apenas se detuvo
en las largas colas que había
para sufragar.
El narrador viaja regularmente
en bus a El Tabo, duerme siesta,
camina por la arena, se pierde
en ensoñaciones cuando mira el
mar. En Santiago es peatón, se
sube a una liebre, paga el
pasaje, le gusta fijar la mirada
en las viejas del barrio, le pone
nombre a Heriberto, dueño del
kiosco de la esquina.
No sé casi nada más de Marcelo
Matthey que lo que narra el
libro, y sin embargo me atrapa
su mirada de un fragmento
cualquiera de su vida. ¿Qué será
hoy de él? ¿Vive en Santiago, o
con vista al mar? ¿Cuántos años
tiene, siguió cantando, aún anda
en micro, continúa
planchándose los pantalones?
¿Está vivo o muerto, escribió
alguna otra vez un diario íntimo,
se imaginó que veinte años más
tarde de haberlo escrito un
desconocido se detendría una
mañana a leer su diario, a saber
detalles que el polvo del olvido
tarde o temprano cubrirá a pesar
de las palabras?

Sábado 20 de Junio de 2009


Una tumba sin nombre
A veces entro a un
supermercado y los veo. Me
gusta mirarlos feo cuando me
abordan con sus folle- tos
promocionales para venderme
?con sonrisa amable? una tumba
donde caerme muerto. Dicen
estos vendedores de cementerios
que es bueno comprar con la de-
bida anticipación, como si fuera
indispensable dejar pagado
hasta tu propio funeral. Se insta-
lan en lugares estratégicos, junto
a vendedo- res de cabritas, maní
confitado y teléfonos celulares,
con unos logos en donde no
faltan árboles verdes, como si se
tratara de parques naturales
donde se preservan especies en
extinción. Jamás recibo sus
folletos. No tengo idea cuánto
vale un nicho, pero sospecho
que no son baratos, que cuestan
algunos millones de pesos, y por
eso las facilidades de pago, las
cuotas mensuales durante años,
los precios en uefe. Imagino que
hay tumbas de distintas clases,
unas más caras y exclusivas,
aunque desconozco los criterios
por los cuales se fija un precio
más alto. El barrio, supongo,
también influye.
No es agradable ir a comprar
una bolsa de hallullas o unas
latas de cerveza y acabar
cotizando un hoyo donde
depositar tus restos. Porque eso
es lo que son las tumbas, al final
de cuentas: hoyos en la tierra,
cavidades subterráneas
autorizadas por los servicios de
salud y los municipios para
convertirse en resumideros de
vidas acabadas.
Después de darle una vuelta
rápida al asunto, decidí que el
tema de los servicios funerarios
personales y la lápida con mi
nombre se lo endoso sin cargo
de conciencia a mis amigos. Son
ellos los que deberán molestarse
en ese momento, más que mi
familia, que estará ?espero?
concentrada en regalarme un par
de pensamientos antes que
dispuesta a ejercicios
burocráticos tan infelices.
No comprarme una tumba ya
está decidi- do. Lo que aún
estoy pensando es si prefiero
cenizas arrojadas al viento o
huesos viejos en un cajón dentro
de un cementerio sencillo, ojalá
con vista al mar. A ratos, me
parece mejor dejar que la
naturaleza haga su trabajo, y en
otros momentos pienso que
tiene más carácter resolver el
asunto del cuerpo inerte de una
plumada. A veces, también
pienso que no debo darle vueltas
al asunto, que no es de mi
incumbencia decidir qué hacer,
puesto que ya no estaré. Aunque
no olvido esos versos de
Gonzalo Millán, en su Veneno
de escorpión azul, que escribió
meses antes de morir: "No
podrás llevarte nada, ni siquiera
tu noble/ cuerpo enfermo que
has destina- do al fuego".
Confío en que mis amigos no se
molesta- rán con la decisión,
aun cuando entre ellos hay
varios que tampoco tienen
dónde caer- se muertos. Imagino
que estas líneas son una manera
de ponerlos sobreaviso, para que
no se sorprendan cuando llegue
el mo- mento. Me rebelo a pagar
tumbas a crédito, prefiero una
tumba sin nombre si es preciso,
y digo que si mis amigos son
amigos de verdad, que
apechuguen, hagan una vaca o
elijan a los más indicados para
resolver el entuerto. Confío en
que pasará un buen tiempo,
ojalá más de treinta años, antes
de que deban ocuparse.
Mientras tanto, viviré sin pensar
en previsiones ridículas.
La poeta María Inés Zaldívar,
mujer de Gonzalo Millán, me
acaba de regalar un libro suyo
llamado Década, que es una
belleza, en donde cultiva, entre
otras perlas, el arte de deslizarse
por el mundo: "Como pisando
huevos/ Como entrando al
escenario oscuro/ Como quien
no quiere la cosa/ con cuidado/
en puntillas/ en silencio/ y con
respeto/ vaya tanteando y/
poniendo los pies/ sobre la
superficie/ de cada día".
No es una mala manera de vivir
la superficie de cada día. Nadie
compra el futuro. Me- nos,
entonces, tengo que andar
comprando tumbas. Parte de la
plata con que pagaría esas
cuotas la gastaré en invitarles
hotdogs a mis hijos y a la
Solcita en su fuente de soda
favorita, a donde me gusta
llevarlos para celebrar la vida, la
de ellos y la mía, celebración en
la que aprovecharé de leerles un
día estos versos de Mané
Zaldívar, que ayudan a contener
las penas que queden por
vivirse: "Es la huella que/ deja
en su camino/ esa lágrima/ que
recorre tu cara/ antes de caer al/
vacío".

Viernes 26 de junio de 2009


El Flaco Toro
Tengo una hermana que vive en
Estados Unidos, entre bosques y
ardillas. Sale a caminar todos
los días con su marido a la hora
del atardecer para botar calorías,
le gusta mucho jardinear, se
saluda amistosamente con los
vecinos y debe pagar medio
dólar por un kiwi o un dólar por
una manzana si quiere
alimentarse sanamente. De lo
contrario, dice, engordaría en
forma mórbida. Cuenta que la
comida común es tan grasienta,
que basta echar a cocer una
salchicha en agua hirviendo
para obtener un caldo espeso,
como si fuera una cazuela lo
que se estuviera cocinando. Mi
hermana está feliz allá, ha
logrado adaptarse a su nueva
vida con gran inteligencia, pero
no deja de mirar a Chile de
reojo. Para mantenerse
conectada lee diariamente en
internet Las Últimas Noticias:
“Es la dosis de truculencia que
necesito para vivir”, me dice en
su último correo electrónico,
antes de contarme un par de
historias que venían en el diario
y que yo había pasado por alto:
el incendio intencional de un
cuartel de bomberos de Papudo
por parte de dos miembros de la
compañía, seguramente
aburridos de no ver acción en
mucho tiempo, y la existencia
—casi invisible— del Flaco
Toro, que vive desde 1974 en
una choza a pocos metros de la
playa, en el litoral central. La
historia de los bomberos
pirómanos me recordó una
conversación que tuve años
atrás con una amiga, convencida
de que casi todos los bomberos
chilenos adoraban el fuego antes
que el servicio público. Ella no
se explicaba de otra forma que
no cobraran un peso y
arriesgaran el pellejo a cada rato
por pura vocación. Decía que le
había tocado conocer a
bomberos en Chile a los que les
brillaban los ojos cuando
hablaban de un incendio y se
referían al poder destructor del
fuego; igual, decía ella, que esos
doctores a los que se les hace
agua la boca cuando hablan de
una enfermedad, como si las
estuvieran disfrutando a medida
que las van describiendo. A mí
me daba mucha risa su
argumentación, lo que no
significa que no tenga un fondo
de verdad. Entre miles de
bomberos debe haber, cómo no,
algunos pirómanos, desde
aquellos moderados a los que
les basta ir a apagar un incendio
de tarde en tarde, hasta aquellos
casos más extremos en que
tienen que fabricarse uno para
satisfacer su enfermedad, como
ocurrió con estos muchachos de
Papudo que acaban de ser
declarados culpables, tras un
juicio de dos años. La otra
historia, la del Flaco Toro,
firmada por Daniela Torán, es
de antología. Resulta que
Santiago Toro, de edad
indeterminada, pero que hoy
debe tener entre sesenta y
setenta años a juzgar por la foto
que publica Las Últimas
Noticias, vive desde algunos
meses después del golpe militar
de 1973 en una choza, entre
matorrales, a pocos metros de la
playa. Un par de visitantes del
condominio Las Brisas de Santo
Domingo lo descubrió cinco
años atrás, un día en que bajaron
a pescar y el Flaco se acercó a
ellos para ofrecerles carnadas.
Se pusieron a conversar, y
resultó que el Flaco les dijo que
vivía allí, medio escondido del
mundo, desde que lo soltaron
del cuartel de Ingenieros
Militares de Tejas Verdes, a
donde cayó preso después del
golpe. “Hágase polvo, no lo
quiero ver más por aquí”, le dijo
un militar de apellido Torres
tras ocho meses de detención. El
Flaco le hizo caso y corrió a
perderse una buena cantidad de
kilómetros. “Había que arrancar
de los milicos, ellos me
pegaban”, dice el Flaco, que no
quiso reintegrarse al mundo por
miedo a que lo detuvieran de
nuevo. Entre medio murió su
mamá, después sus hermanos, y
al Flaco ya no le quedaron
ganas de volver a la ciudad.
Cuando vino el golpe Toro
trabajaba en Rayonhil, una
fábrica de ácidos conocida en la
zona. Hoy no tiene documentos
y su nombre no figura en el
Registro Civil. “¿Cómo se ha
alimentado en todo este
tiempo?”, le pregunta la
periodista. “Cazo conejos,
recolecto machas de la orilla, y
ahora que estoy con mi amigo
Francisco, vendemos lo que
pescamos”, le contesta el Flaco,
que ya no tiene miedo, ni de los
milicos ni de su vida natural,
ermitaña y solitaria.

Sábado 4 de Julio de 2009


Libros y amigos
A mí los libros me abrigan. Con
frecuencia, los libros me abrigan
más que las personas. Hay días
en que no tengo ganas de salir a
ningún sitio. Días de invierno,
por ejemplo, de frío y niebla, de
lluvia y tormenta, en que no me
seduce la idea de mojarme o de
experimentar la fuerza de la
naturaleza salvaje; días en que
quisiera no decir una sola
palabra y que, sin embargo,
ellas, las palabras, me acojan,
me vistan, me hablen en voz
baja, sin estridencias, a través de
los libros que elijo leer. Los
mismos días en que antes de
encerrarme salgo a tomarme un
café de mañana con amigos al
boliche de la esquina, y me
imagino pateando con gusto el
televisor encendido, a esa hora
en que la hiperventilación de los
matinales despide ruido y
risotadas que lo mismo
comentan las estafas de un
colega animador que el choque
de dos trenes, la teleserie que la
lleva en la noche o las miserias
de los consultorios atestados de
enfermos pobres que reclaman
un número de atención. Corro a
encerrarme en mi propio
territorio, libre de animadores.
Hoy quiero escuchar a Chopin y
leer. Como me dijo una nueva
amiga, quiero estar a la altura de
mis sueños. Y mi sueño, hoy, es
leer en paz, sin interrupciones.
Leer, por ejemplo, el poema
"Ultramort" que Jaime Gil de
Biedma escribe recreando a un
pueblo casi fantasma de
Cataluña donde él estuvo tantas
veces. "Una casa desierta que yo
amo, /a dos horas de aquí, /me
sirve de consuelo". En esa casa
desierta de Ultramort, "una
segunda infancia prolongada/
hasta el agotamiento/ de ser
carnal, feliz". Mencioné recién a
una nueva amiga. ¿Puede uno
hacerse de amigos nuevos,
amigos eternos, cerca de la
cincuentena? Uno ha escuchado
que los únicos amigos
verdaderos se fraguan en la
infancia o primera juventud, en
el colegio y la universidad, en el
barrio, y que ya después es
difícil entregarte a nuevos
afectos, experimentar el vértigo
de la complicidad, el deseo de
que una vida ajena entre en la
tuya, y la tuya en la suya, y que
ya de más viejo esos encuentros
son apenas furtivos, espejismos,
a los que les falta consistencia y
gratuidad. Yo, al revés, cada vez
creo más en los nuevos amigos,
porque con ellos viajas de
vuelta. Reviso mi propio mapa
de amistades verdaderas, y
encuentro desperdigados en el
territorio a algunos amigos
tardíos, a los que conocí y
encontré pasados los cuarenta, o
incluso ayer mismo. Una vez,
un amigo al que dejé de ver
hace mucho me dijo que a él no
le interesaba conocer a ninguna
persona nueva en su vida. Me
quedé callado cuando lo
escuché, para no llevarle la
contraria, pero pensé que él se
estaba privando de una de las
mejores cosas de este mundo:
encontrar a un amigo a la vuelta
de la esquina, de un modo
casual e intempestivo. Esa
belleza del hallazgo es similar al
encantamiento que experimento
con un verso, una frase, un
párrafo, una página, un capítulo
o un libro entero que
metabolizo, de la primera a la
última palabra. Los nuevos
amigos son también como los
libros, me abrigan. De vuelta en
el sur de Chile después de un
paso veloz por Santiago, un
amigo nuevo y su mujer, amigos
del último año, me enviaron un
mensaje de voz al teléfono
celular para celebrar nuestro
encuentro en la capital. Lo
escuché un par de veces, se lo
hice escuchar a la Solcita,
porque estaba dirigido a los dos,
y lo guardé, como archivo
sonoro del cariño y la amistad.
Días después, recibí un paquete
en que me enviaban tres libros
de regalo. Qué gran gusto me
dieron. Ayer conversé por
primera vez en persona con una
nueva amiga, poeta, que
escribió el poema "¿Cómo se
dice saudade?", unos versos que
a mí me gustan demasiado:
"¿Cómo se dice camino/ en la
ciudad de la lluvia y la neblina/
que moja los documentos del
viajero/ en el momento de pasar
al otro lado?". "¿De qué color es
sentir?", pregunta Fernando
Pessoa en el epígrafe de aquel
poema. Uno pregunta con él:
¿de qué color es la amistad que
empiezo a sentir por ella, por
mis nuevos amigos del sur, por
ese desconocido o desconocida
que tal vez nos espera al otro
lado de la calle, dispuesto
cuanto menos a un abrazo?
Libros y amigos. Son bastante,
suficientes para continuar
respirando con entusiasmo.

Sábado 11 de Julio de 2009


La voz de las cosas
Encontré, no hace mucho y por
pura casualidad en la vitrina de
una librería donde rara vez
compro, un libro que espero sea
querido muchos años, hasta que
algún heredero lo bote a la
basura o lo remate junto a otros
trastos. Se llama La voz de las
cosas y lo armó Marguerite
Yourcenar con textos que ella
consideró fundamentales para su
vida. En el volumen hay desde
una canción de Bob Dylan hasta
escritos taoístas de Chiang Tzu,
poemas de Rilke y unos versos
de Daito Kanushi, escritos en
1334. "Si el ojo pudiera oír/ si la
oreja pudiera ver/ os encantaría/
el simple sonido del agua en el
tejado".
Estos textos escogidos por
Yourcenar fueron su libro de
cabecera, se los llevó de viaje en
la maleta y, lo mejor, le
sirvieron, usando sus propias
palabras, "para hacer acopio de
valor". No sé si un libro pueda
provocar algo mejor en su lector
que ese coraje vital del que
habla ella en la primera página.
La anécdota por la cual
Yourcenar lo bautizó como "La
voz de las cosas" es magnífica,
y también está narrada al
comienzo. Corría octubre de
1985. Ella estaba enferma, muy
enferma. Le acababan de hacer
un angiograma, y a la pieza del
hospital en Maine llegó a verla
su amigo Jerry Wilson, autor de
las fotografías que acompañan a
los textos en el libro. Wilson
había recibido de manos de
Yourcenar ese mismo año una
placa de malaquita que ella le
había regalado después de
regatear en una joyería de
Nueva Delhi, hasta conseguir
poder pagarla. La placa de
malaquita era un objeto que
ambos apreciaban como un
tesoro fantástico, y Wilson se la
puso en las manos a su amiga
Marguerite, como un modo,
imaginamos, de ayudarla a
sanar. "Pero seguramente mis
manos estaban débiles o yo
misma un poco adormecida,
pues noté que algo resbalaba y
un ruido ligero, fatal,
irreparable, me despertó de mi
sueño. Me sentí trastornada por
haber destruido así para siempre
aquel objeto tan importante para
nosotros, aquella placa de
mineral de dibujo perfecto, casi
tan antigua como la Tierra".
Yourcenar alcanzó a decir, sin
embargo, en esa pieza de
hospital, que el sonido de su fin
había sido hermoso, y Wilson le
contestó: "Sí, la voz de las
cosas".
No olvidó la frase de su amigo,
ni menos de lo que estaban
hablando: de la voz de las cosas.
Así decidió llamar a estos
escritos recogidos en el tiempo.
No es mala idea que nosotros,
lectores, hagamos cada uno un
volumen con nuestros
fragmentos predilectos, para que
ellos nos acompañen. No para
publicarlo, sino para que viajen
con uno o nos esperen cada
noche, estén disponibles y nos
hagan fuertes cuando la
tormenta arrecie.
Sé, y es una de las pocas cosas
que creo saber, que leer buenos
libros es uno de los mayores
placeres de esta vida. Y los
libros buenos en cada caso son
aquellos que no olvidarás
fácilmente. Creo haber
aprendido, también, que somos
y seremos hasta el final unos
sujetos incompletos,
sombreados, cuya biografía no
sólo se compone de lo que
hicimos y está a la vista, sino
sobre todo de lo que dejamos de
hacer y vive igual en nosotros.
Javier Marías lo dijo cuando
recibió el Premio Rómulo
Gallegos, en un texto
entrañable: "Olvidamos casi
siempre que las vidas de las
personas se componen también
de nuestras pérdidas y nuestros
desperdicios, de nuestras
omisiones y nuestros deseos
incumplidos, de lo que una vez
dejamos de lado o no elegimos
o no alcanzamos, de las
numerosas posibilidades que en
su mayoría no llegaron a
realizarse, de nuestras
vacilaciones y nuestras
ensoñaciones, de los proyectos
frustrados y los anhelos falsos o
tibios, de los miedos que nos
paralizaron, de lo que
abandonamos o nos abandonó a
nosotros". Por eso, dice Marías,
buscamos la ficción, para
completar la frase, para explicar
mejor la vida que con la sola
realidad visible.
La palabra escrita bien dicha, en
la forma que prefieras, dentro de
una crónica o al final de una
novela, en el arranque de un
cuento o en la bitácora de un
diario, en el medio de una carta
o en el corazón de un verso, está
esperando que la completemos
como lector. Yourcenar eligió,
para fortuna de sus lectores, La
voz de las cosas, donde se
apropia de palabras que tienen
el don de ser signo y sustancia a
la vez.

Sábado 18 de Julio de 2009


Recuerdos de baúl
Un viejo compañero de colegio
me mandó por correo
electrónico un par de fotos de
nuestro curso en primera y
segunda preparatoria. Imágenes
antiguas, de 1968 y 1969, en las
que aparecemos todos posando
bien peinados. En la primera
foto soy aún flaco. En la
segunda ya he empezado a
inflarme. En ambas estoy serio
y circunspecto en un rincón de
la última fila, mientras otros
ríen relajadamente y algunos
ensayan miradas socarronas. Yo
en esos días era tímido
patológico y me hacía un nudo
en la sala de clases antes de
pedir permiso para ir al baño,
porque además había que
decirlo en inglés: Miss, may I
go to the bathroom, please?
Usábamos uniforme de invierno
y verano, chaqueta y corbata, y
hasta las clases de matemáticas
eran en inglés. Todavía éramos
puros hombres en el curso.
Fuimos puros hombres hasta
cuarto básico, cuando el colegio
se hizo mixto. Hay dos de mis
compañeras a las que recuerdo
con detalle: Oriela Celsi y
Mercedes Soto. Mis papás me
jorobaban y decían que a
Mercedes Soto yo le gustaba;
decían que en un paseo de curso
en una parcela fuera de Santiago
ella quiso jugar a la botella sólo
para besarme. Pero a mí me
gustaba en silencio Oriela Celsi,
que era bonita, menuda,
elegante, pulcra y más o menos
callada, como yo. Ella fue mi
primer amor. Por supuesto
nunca me animé ni a tomarle la
mano: intentar algo físico era
arriesgar la vergüenza del eterno
desprecio. La muchacha vivía
en calle Loreley, y esto lo sé
muy bien porque nos llevaba al
colegio el mismo furgón
escolar. Apenas le hablaba en
los trayectos y la miraba
furtivamente cuando sabía que
ella no me estaba viendo,
aunque casi podría apostar que
alguna vez le entregué una carta
confesándole lo que sentía. ¿O
esto es un recuerdo inventado?
Jamás recibí ninguna respuesta,
ella no me daba bola. Yo ya era
bien gordo, además: mi abuelo
me decía El Guatón Bolis.
Junto a las fotos del colegio
venía un archivo con los
nombres completos de todos
mis compañeros de segunda
preparatoria. Leer esos nombres
y asociarlos a un rostro
dispararon una montonera de
imágenes. No me produjo
precisamente alegría mirar estas
fotos, aunque fue divertido
verles la cara a muchos de ellos.
Pero al revisarlas con detalle
sentí algún desasosiego. Casi
todos ellos, salvo un par, son
hoy un fantasma en mi vida.
Algunos fueron mis mejores
amigos, y hoy no sé nada de su
destino. Nunca más volví a ver a
Echavarri, que vivía en una casa
señorial en Eliodoro Yáñez.
Más de una vez fui al
departamento de De la Maza en
Bilbao, cerca de Seminario,
pero casi lo único que retengo,
absurdamente, es un
cumpleaños suyo en el que le
poníamos la cola al burro, y
donde la timidez me hacía ver el
mundo cuesta arriba. A Manuel
José Díaz Kappés jamás lo
olvidaré: era divertido, vivía
cerca de Colón con Vespucio, y
sin querer nos presentó a la
muerte el día en que lo
acompañamos a enterrar a su
hermana mayor, que se había
matado en auto camino a
Papudo cuando aún no
cumplíamos ni diez años. Jorge
Luco tenía la gracia de ser hijo
de un ex futbolista y de Gabriela
Velasco, animadora de
televisión. Matías Vergara, que
en la foto sale de lentes y muy
serio, era medio payaso, aunque
esto puedo estarlo inventando.
Fuenzalida Momberg fue uno de
los primeros en aparecer con
reloj. ¿Será verdad eso? Hace
poco vi al papá de Fernando
Mena -que debe tener la misma
edad de mi padre- tomándose un
pisco sour con un amigo en un
restaurante en Providencia.
Vacilé si acercarme a él o no,
pero no lo hice porque en rigor
no sabía qué decirle.
¿Qué tengo que ver yo ahora
con todos estos compañeros,
con quienes aparezco en una
fotografía de hace cuarenta
años? Me cambié de colegio
poco después, en 1973; dejamos
de compartir, y hoy, entre la
curiosidad de querer saber
dónde está Cristián González
Palma y el vago recuerdo de
unos murciélagos que habitaban
una casa en Algarrobo a donde
íbamos con Gregorio Alvarado,
me queda una sensación
imprecisa: hacemos camino al
andar, pero estas sendas andadas
de muy niño finalmente se
olvidan, lenta, prolijamente.
Sábado 25 de Julio de 2009
Las palabras
Hay palabras que nos habitan,
por momentos de manera
obsesiva. Llevo días, tal vez
semanas, pensando en la palabra
habitar, viajando con ella.
¿Cuándo las palabras se nos
hacen imprescindibles y
fascinantes? ¿Cuándo es que
decidimos que vamos a vivir,
entre otras pocas cosas, para
quererlas, para cuidarlas, para
conocerlas y conversar con ellas
cara a cara? Suena raro decirlo
de esta manera, pero no
encuentro otra forma. Estoy
ocupado últimamente por el
fantasma de la palabra habitar
(que podría ser también un
ángel), y no puedo desligarme
de ella hasta reconocer su forma
y desentrañar lo que tenga para
decir.
Hay libros que surgen por una
palabra, un verbo, una escena.
Reconocer ese destello no es
algo que pueda imponerse por
decreto. Hay una frase que
Marguerite Yourcenar leyó y
subrayó en un volumen de la
correspondencia de Flaubert, y
que fue el punto de partida de
sus Memorias de Adriano:
"Cuando los dioses ya no
existían y Cristo no había
aparecido aún, hubo un
momento único, desde Cicerón
hasta Marco Aurelio, en que
sólo estuvo el hombre".
Todos sabemos de fantasmas
que habitan en nosotros.
Cuando se nos muere alguien a
quien quisimos mucho,
buscamos cualquier manera de
ser habitados por esa persona,
para que no se nos desvanezca
totalmente. Nos aferramos a
algún fragmento suyo que nos
permita conservarlo vivo un
tiempo más, antes del olvido, y
hay un momento en que lo
dejamos ir. Con las palabras y
los lugares sucede más o menos
lo mismo. Habitamos espacios
abiertos y cerrados, en casas y
calles, en pueblos y ciudades, y
tomamos conciencia y podemos
entenderlo porque
simultáneamente habitamos el
lenguaje.
Existen sincronías magníficas.
Una amiga me habla
entusiasmada de lo que ha
estado leyendo para la
universidad, unos textos del
filósofo Hans-Georg Gadamer,
y casi no puedo creer que nos
habiten preocupaciones
similares. Le pido que me
mande un párrafo de Gadamer,
y ella lo hace esa misma noche:
"Estamos tan íntimamente
insertos en el lenguaje como en
el mundo. El lenguaje posee una
fuerza protectora y ocultadora.
El lenguaje es el verdadero
centro del mundo.
Habitamos en la palabra".
Por supuesto que sí, le contesto:
habitamos en la palabra. Y las
palabras nos habitan, para
fortuna nuestra. Escribir
también es dejarse habitar por el
lenguaje. Lo mismo que la
lectura. El arte explora el
lenguaje buscando respuestas, y
lo mejor que puede hacer es
dejar instaladas preguntas que
se formulen por mucho tiempo.
Cuando miramos una fotografía
que nos cautiva, cuando leemos
un libro que nos estimula,
cuando contemplamos una
pintura que nos mueve, cuando
disfrutamos las secuencias de
una película filmada con talento
y sensibilidad, experimentamos
goce estético, y después
buscamos palabras que lo
descifren y le permitan quedarse
en nosotros.
Hay mucho de azar en los sitios
y lugares a donde la vida te va
llevando. Pero también existe a
veces la posibilidad de escoger
un punto de vista, una geografía
a la cual mirar con mayor
intención. Habitamos para ser y
estar. Hoy me habita una
ciudad, Santiago, a la que no
termino de sacarle brillo. Y sin
embargo igual encuentro en ella,
sin esfuerzos demasiado
especiales, el destello de lugares
y vidas humanas que me
acompañan, y con los cuales me
siento a gusto. Son el escenario
en el que me animo a practicar
una de mis pasiones: la palabra.
La palabra y el silencio, que se
buscan, en aparente
contradicción. La palabra dicha,
la palabra leída, la palabra
escrita, el silencio para dejar
que esa palabra nos habite. Lo
último que dijo Raymond
Carver, antes de morir, frente a
un puñado de estudiantes que se
graduaban en la universidad, fue
que repararan en una frase de
Santa Teresa que tiene casi
cuatrocientos años de edad:
"Las palabras que llevan al
obrar, preparan el alma, la
ponen presta y la mueven a la
ternura". Cuando leo esta frase
me quedo sin palabras, y soy
inmensamente feliz de vivir
cerca de ellas. No pienso
abandonarlas, no quiero que
ellas me abandonen todavía.

Sábado 1 de Agosto de 2009


Grandes causas
"Yo sólo arrugo por grandes
causas", me contestó una vez
una amiga, después que le dije
que se estaba acostumbrando a
arrugar y no venir al taller.
Mentira: no faltaba nunca, por
eso se notaba tanto cuando por
alguna razón no llegaba a la
cita. Lo mejor de su respuesta
vino después, cuando precisó
cuáles eran sus grandes causas:
"Viajes al otro lado del
Atlántico, despedidas a amigos
muy queridos, presentaciones de
teatro".
Mi amiga es bióloga y actriz, y
esa vez no había venido al taller
porque un amigo suyo muy
querido se iba de viaje por
tiempo indeterminado al día
siguiente, y sus cercanos le
habían organizado una
despedida. Es decir: estaba
atrapada por una de sus grandes
causas.
Me gustó lo que dijo, porque me
llevó a pensar en las mías.
¿Cuáles son? ¿Son demasiado
diferentes a las de la mayoría?
No creo. Querer a mis hijos, por
ejemplo, es una de mis grandes
causas. ¿Quién podría
objetármelo? Algo totalmente
natural, común y corriente,
políticamente muy correcto,
aunque a ratos no demasiado
frecuente. Nunca supe cuántos
hijos iba a tener, y cómo serían
ellos. ¿Quién lo sabe? Pero algo
hay en la sangre, en las vísceras,
en el instinto, en ese extraño
lazo que me ata a este otro ser
humano, más pequeño que yo,
y, aquí viene lo mejor, distinto,
único, irrepetible. Lo que más
me llama la atención de un
padre ausente o de una madre
abandonadora (y todos nosotros
lo somos, en mayor o menor
dosis) es que nos perdemos de
saber de cerca algo más del
alma humana, nos privamos de
una magnífica y privilegiada
oportunidad para mirar con los
ojos bien abiertos a sujetos que
idealmente crecerán cerca
nuestro. Tal como nosotros
alguna vez, ellos llegan a
habitar este planeta sin que
nadie sepa explicarles de un
modo convincente por qué
extraño y aleatorio motivo están
aquí.
Con toda mi imperfección a
cuestas, los quiero
entrañablemente, al punto de
disfrutar sus pequeñas y grandes
alegrías y de inquietarme con
sus zonas erróneas, que todos
las tenemos por el hecho de
pertenecer al género humano, de
dudosa reputación a lo largo de
la Historia. Me inquieta no
hacer a mis hijos a un lado, y
que el poco tiempo de estar
juntos sea más o menos creativo
y fecundo. Otra cosa es que lo
consiga. Me interesa
acompañarlos en su
crecimiento, saber lo que más
les gusta y lo que no, aceptar
que son dueños de una vida que
no es la mía, pero que me
importa mucho, muchísimo, al
punto de confundir a veces sus
propios derroteros con mis
grandes causas. Roma, la mujer
protagonista de esa maravillosa
película de Adolfo Aristaráin
que se llama como ella, Roma,
vende el piano con que ha hecho
clases toda la vida para que su
único hijo se vaya de Argentina
a España a estudiar y a vivir. Es
un gesto emocionante, de madre
jugada, como hay tantas,
heroínas anónimas que no
figuran en las noticias ni son
invitadas a estelares de
televisión, ni menos
protagonizan ridículos realities
que tienen hoy a medio país
embobado con los cincuenta
millones de pesos de premio, las
portadas en los diarios, las horas
de pantalla, la confesión
pelotuda de supuestas
intimidades, como si esas vidas
filmadas y debidamente editadas
por conocedores del negocio
televisivo fueran la vida misma.
Las grandes causas que
acompañan mis entusiasmos no
parecieran, a simple vista, estar
muy de moda. Pero creo que en
esto a veces nos engañamos.
Queremos, al final, sin dejar de
valorar la identidad y la
particularidad de los demás,
cuestiones más o menos
parecidas: una vida
medianamente armónica, ojalá
amorosa y sustentable, algo de
juego y algo de humor, antes de
la caída final. En esto creo
formar parte de una mayoría.
Que otros quieran pasar la
aplanadora por encima de todo
aquel que se cruce en su
camino, que otros estén
dispuestos a matar para imponer
sus puntos de vista o su cuota de
poder, que haya gente a la que
el vecino le importe un bledo,
que la trampa y la codicia estén
tan instaladas en las relaciones
humanas, y sobre todo en el
mundo del trabajo, no acaba de
amilanarme. Entre mis grandes
causas, también figura no
hacerme problemas si dado el
caso formara parte de una
minoría. Aunque no lo creo,
todavía no.
Sábado 8 de Agosto de 2009
Historias mínimas
Acabo de ver tres veces en
cuatro días la película Historias
mínimas, de Carlos Sorín.
Alguna vez la dieron acá en
Chile, pero no duró mucho en
cartelera. De repente aparece en
el cable, en ciclos de cine
argentino, y seguro que está
disponible en los videoclub. Yo
la compré dos o tres años atrás
en Buenos Aires, y ya la había
visto una vez.
Se trata de tres historias
independientes que se van
enlazando en un par de pueblos
perdidos de la Patagonia
argentina. Cada protagonista
debe viajar trescientos
kilómetros, de Fitz Roy a San
Julián, para cumplir un
propósito que a primera vista
suena mínimo, pero en el que a
ellos se les va la vida. El viejo
Justo Benedetti perdió a su
perro hace tres años y decide ir
a buscarlo después que un
vecino le dijera que lo había
visto en San Julián; quiltro,
café, con su cola larga, "igualito
al Malacara". Una muchacha
joven y pobre, María Flores, que
vive junto a su marido sin
trabajo y su bebé en una
estación de trenes abandonada,
manda cartas a un canal de
televisión y gana el derecho a
presentarse y participar en un
dudoso concurso donde los
mejores premios son algo
parecido a una juguera ("la
multiprocesadora") y un viaje en
bus a Camboriú. Y un vendedor
viajero, Roberto, quiere seducir
a una viuda joven y bonita cuyo
marido fue atropellado,
llevándole una torta sorpresa el
día del cumpleaños de su hijo,
René, de quien no sabe nada, ni
cuántos años cumple ni si es
hombre o mujer.
La ilusión de los tres
protagonistas se va
desenrollando a lo largo de la
película, y como bien apunta
Juan Forn en su libro de ensayos
breves La tierra elegida, lo que
los mueve a ellos no tiene nada
que ver con el dinero, aun
cuando a casi todos los que
aparecen en Historias mínimas
la plata es algo que les falta, y
mucho.
Por alguna razón sospecho que
al periodista Guillermo Hidalgo,
el Cabezón Hidalgo, le encantó
Historias mínimas si la vio. Al
Cabezón le hacían gracia estas
historias, y él mismo a veces las
buscó en su trabajo como editor
en Fibra, o cuando fue editor y
consultor sentimental al
chancho en The Clinic, o ahora
último en que era también
profesor de periodismo. El
Cabezón Hidalgo se murió de
un infarto múltiple al corazón
uno de los días en que yo veía
Historias mínimas. Nunca
fuimos amigos con el Cabezón,
pero me caía muy bien. Era
demasiado gracioso y chucheta,
íntimo de algunos amigos míos
que ahora lo lloran. Leí que
estuvo tres días muerto en su
departamento donde vivía solo,
acostado boca abajo en su cama,
antes de que lo encontraran su
mamá, su hermana y un cuñado.
Leí también que en la almohada
de su cama había un programa
hípico, tal vez marcado con un
lápiz.
Una amiga suya de The Clinic,
Lorena Penjean, escribió en
internet, a propósito del
Cabezón, un relato magnífico:
cuenta entre otras cosas que en
la época en que Hidalgo viajaba
por el mundo entrevistando a
ricos y famosos, tuvo que ir a
entrevistar a Camilo Sesto en
España, y ella le encargó que le
trajera un disco autografiado.
Pero el Cabezón fue más lejos, y
empezó a llamarla desde que
llegó a la casa de Camilo Sesto.
Primero le contó que estaba en
la puerta. Cinco minutos
después la llamó de nuevo y le
dijo: "Que estoy en su living. Es
de lo más simpático, parece una
vieja. Lo estoy entrevistando".
Y luego hubo una tercera
llamada: "Negra, alguien quiere
saludarte". Y le puso a Camilo
Sesto al teléfono. Lorena lo
cuenta con gracia:
Yo: "Puta, Guille, ¡no me
agarrís pal hueveo!".
Camilo Sesto al Guille: "Dice
que no la agarre para...".
Guille: "...el hueveo... Mejor
cántale, Camilo".
Camilo Sesto: "A ver si me
recuerdas ahora: (cantando) El
amor de mi vida has sido tú...".
Yo: "¡No! ¡¡¡Camilo!!!".
Guille: "No, no, no, no, ¡cántale
Piel de ángel!".
Camilo Sesto: "A ver Lorena,
que ésta sí: (cantando) A
escondidas, tengo que
amarte...".
El Cabezón hacía reír mucho, y
se maltrataba bastante también,
hasta donde uno podía ver.
Algún día escribiré una crónica
o un cuento en donde él sea
protagonista, para dedicárselo.
Una historia mínima, como las
de Sorín, con drama y comedia
al mismo tiempo, como le
gustaba vivir a Hidalgo, que en
paz descanse.

Sábado 15 de Agosto de 2009


Sobre los cachos
Un gran cronista chileno
escribió la otra vez que se está
poniendo viejo y mañoso,
porque lo que más le preocupa
ahora es no molestar a nadie y
que nadie le friegue la pita.
Fregar la pita. Es buena la
expresión: elocuente y
cascarrabias. A mí me gustaría
aprender a decir que no todas
las veces que sea necesario.
Estamos muy expuestos a que
nos frieguen la pita: te invitan a
donde no quieres ir, te hablan en
el taxi cuando lo único que
quieres es mirar distraído por la
ventana, no falta el que te
mandonea, te llaman por
teléfono para enchufarte un
seguro y el día menos pensado
te meten en cualquier cacho.
Los cachos son una pesadilla.
Es tan frecuente que nos metan
en cachos, que a ratos nos llegan
a parecer lo más normal del
mundo, y está lleno de gente
que piensa que uno tendría que
dedicar varias horas del día a
resolverles asuntos a los demás,
y gratis, por supuesto, porque
ésa es una característica esencial
del cacho, sobre todo ahora que
hay teléfonos celulares y correo
electrónico, y entonces no
cuesta nada que la demanda
llegue de donde menos la
esperas: Valparaíso, el centro de
Santiago, Lima, Montevideo o
Arkansas City.
No hay que confundir cacho con
trabajo aburrido. El trabajo mal
que mal es remunerado, a veces
no es más que una ensalada de
diligencias y operaciones
tediosas, pero uno aceptó las
reglas del juego. Los cachos, en
cambio, son gratuitos,
normalmente intempestivos,
casi siempre urgentes, porque el
mundo de hoy es dinámico y
andan todos apurados
empujando la rueda de la
producción. Los peores cachos
pueden ser esos que te piden los
que así se sacan el pillo en sus
propios trabajos. O sea: a ellos
les pagan, pero los que mueven
la rueda en ese momento somos
nosotros, por supuesto en
nombre de la amistad. Se me
apretó la guata: acabo de
advertir que en los dos últimos
años he clavado con a lo menos
tres cachos a la mujer de un
viejo amigo. La próxima vez
que le pida algo debería
ofrecerle un dinerillo. Decir que
no a cualquier cacho en que nos
quieran embarcar equivale a
ganarse automáticamente el
odio del otro lado: rara vez se
dice, pero casi siempre se
piensa: pucha el gallo mala
onda, antipático, desagradable,
egoísta, cabrón, agrandado y
malagradecido.
No me van a creer. Estaba
escribiendo esto y sonó el
teléfono. Era una periodista
joven y simpática, que conocí
en la radio, y que me preguntó
si podía molestarme un minuto.
Qué vas a decir en ese
momento. Quería preguntarme
si yo podía darle información de
Leontina Espinoza, aquella
mujer chilena que fue expulsada
del Libro de los Récords
Guinness en los años ochenta
por haber falseado la cantidad
de hijos carnales que tuvo. Ella
llegó a decir una vez que había
tenido más de sesenta hijos,
porque le salían de a tres y de a
cuatro por evento. La
entrevistaron una vez en
Sábados gigantes, y se veía un
poco maltrecha de tanto parto.
Uno sacaba cuentas y decía: esta
señora se ha pasado toda la vida
embarazada, y el Negro, que era
como le decían a su marido, un
moreno flaco y enclenque, debe
ser un auténtico semental,
porque se suponía era el padre
de todos ellos. Al final se supo
la firme: por enredos familiares,
inscribía también como propios
a hijos de sus hijos, y hasta
cabros adoptados tenía.
Entremedio se habían perdido
libretas de familia, y resultó que
la estadística del récord era más
falsa que reloj de marca
comprado en Paraguay. Seguro
que Leontina Espinoza no era
una mala madre; le gustaba lo
de la crianza, pero también le
gustó probar el caldo de los
quince minutos de fama, que en
todo caso no le sirvieron de
mucho: fuera de alguna platita
que le soltaron en la televisión,
la pobre siguió luchando entre la
carencia y la necesidad. Le
contesté a la periodista que todo
lo que sabía de ella estaba
escrito en mi libro Chilenos de
raza, que ignoraba si el Negro
vivía o estaba bajo tierra, pero
que por edad hacía rato que
había dejado de engendrar
cabros chicos.
De vuelta en la crónica,
concluyo que una cosa es el
trabajo, otra son los cachos y
una tercera es la gratuidad; la
maravilla de lo gratuito, de
aquello que hacemos por el puro
gusto. Ése al final es el mejor
reducto, y el más libre. Ajeno al
deber, la obligación, el cacho.
Disfrutar la vida con la menor
cantidad de apremios y
presiones parece un sueño. Me
gusta vivir orbitando ese sueño.

Sábado 22 de Agosto de 2009


Carta de amor
¿Pueden todavía escribirse
cartas de amor? ¿Son realmente
de amor las cartas de amor?
Fernando Pessoa escribió un
poema que dice que todas las
cartas de amor son ridículas:
"Yo también, en su momento,
escribí cartas de amor./ Como
las otras,/ ridículas./ Las cartas
de amor, si hay amor,/ tienen
que ser/ ridículas./ Pero, al
final,/ sólo las criaturas que
nunca escribieron/ cartas de
amor/ son ridículas".
Esta carta, ridícula, de amor,
quiere llegar a tiempo a destino.
No sobran las mañanas y las
noches, se está haciendo cada
vez más tarde.
Se está haciendo cada vez más
tarde. Así se llama el libro de
Antonio Tabucchi que llevo
conmigo en los últimos días. Es
un libro de dieciocho cartas
escritas por hombres a mujeres.
La última de estas cartas le da
título al libro y se introduce con
un verso de una canción de
Jacques Brel: "Con el hilo de los
días como único viaje".
Sin más calendario que el que
habitamos desde el día en que
nacimos, te escribo estas líneas
para decir que no sé vivir lejos
de ti, ajeno a tus venturas y
desventuras, con el hilo de los
días como único viaje. Quiero
proponerte que nos armemos de
energía y valor para andar el
camino sin que nos importe
saber cuáles son ni dónde están
los puertos en los que
atracaremos la pequeña
embarcación que nos lleve.
Llevaremos poca ropa, algunos
libros, un piano si es preciso,
música de Bach y Chopin,
libretas y lápices; comeremos en
la ruta. No nos queda demasiado
tiempo, mujer. Viejos conocidos
sufren ataques al corazón y se
desploman: dejan de respirar.
Nosotros, en cambio,
continuamos vivos, sin fecha
conocida de término.
No necesitamos dar la vuelta al
mundo para ponernos en
movimiento. Muchos días, tal
vez la mayoría, nos quedaremos
estacionados en casa, quietos.
Esos días serán los mejores para
narrarnos la vida, para escribir
un Diario, para guardar silencio.
Quiero contarte, palabra a
palabra, con detalles, lo que
vaya viendo durante el viaje,
asomado a la ventana o en
territorios adonde sólo saben
llegar los recuerdos puros. Por
ejemplo: contarte que esta
mañana vi a un padre llevar de
la mano a su hija con síndrome
de Down camino a quién sabe
dónde, por la vereda oriente de
la calle Holanda, a la altura de
El Aguilucho, creo. ¿Iban a una
escuela, a comprar pan o a
tomar micro para alguna
diligencia de rutina? Lo que vi
esta mañana no fue sólo a ellos
dos: creí ver entre ambos un
pedazo de alma, algo que sólo
ese padre y esa niñita pueden
saber qué es, amor tal vez.
Contarte esta escena me hizo
recordar otra, de unas semanas
atrás, cuando vi a un padre
llevar a su hijo en la parte
delantera de su bicicleta y
detenerse frente a un semáforo
en rojo. Era una bicicleta
antigua, gastada, con historia y
recorrido. Ninguno de ellos iba
disfrazado, con cascos y
vestimenta deportiva. La escena
se parecía más a la atmósfera de
Ladrón de bicicletas, de Vittorio
de Sica. Era una escena en
blanco y negro, que me
conmovió, porque ese viaje en
bicicleta por el barrio dejaba
traslucir, con toda su dignidad a
cuestas, que ese vehículo
habitualmente usado para ir a
buscar trabajo también servía
para dar un paseo por la ciudad.
Quiero escribirte, mujer, la vida
que ocurre a nuestro paso;
amarte hasta los huesos, llorar
de amor, escribirte cartas de
amor, ridículas, como decía
Pessoa. Quiero enamorarme si
es preciso cada día de tu sonrisa,
que tanta falta me hace siempre.
Quiero también leerte textos
desesperanzados y lúcidos, que
con su radical belleza acaban
siendo un estímulo para querer
aún más la vida.
El otro día fuimos a almorzar a
la casa de tu hermana en Macul,
una casa sencilla donde nada es
lujo. Y en un momento saliste
sola al patio. Te vi por la
ventana, tú no me viste a mí.
Querías comerte tranquila un
hueso de chuleta de chancho,
querías chupar el hueso y luego
chuparte los dedos. Me pareció
adivinar que en ese momento
eras feliz, completa y totalmente
feliz. Eso quise creer. Vi un
destello entre tus movimientos
que me hizo detenerme y
ponerle nombre a ese momento:
por eso, minutos después,
cuando entraste y fuiste adonde
estaba yo y te sentaste sobre mis
piernas, me acerqué y te dije al
oído que tú, Solcita, eres la
mujer de mi vida.

Sábado 29 de Agosto de 2009


Okuribito
Una vez fui a Kuala Lumpur, la
capital de Malasia, en un viaje
de trabajo que me permitió
conocer con mis propios ojos un
mundo que no deja de
interesarme y cautivarme. Allá
en Malasia conviven árabes con
indios y con chinos:
religiosamente hablando,
musulmanes con hindúes y con
budistas, más un contingente no
menor de otras religiones y un
regimiento de agnósticos que no
practican ninguna en particular,
entre los que me contaba yo, de
visita en una ciudad
occidentalizada en apariencia,
pero que conserva nítidas
huellas de antiguas culturas
orientales.
El brusco cambio de hora (allá
es medianoche cuando aquí es
mediodía) me mantuvo en vela
varias noches completas, en las
que me entretenía mirando por
la ventana del hotel, desde un
vigésimo piso, la ciudad y sus
luces, y sobre todo escuchando
en medio del silencio los rezos
amplificados desde las distintas
mezquitas de Kuala Lumpur.
Esa misma entretención, una
entretención que yo llamo
despierta y concentrada, me
ocupa esta mañana de
miércoles, de sol después de la
lluvia, años después de estar en
Kuala Lumpur, cuando leo a
Confucio: "El mien-man, pájaro
amarillo de melancólico cantar,
establece su morada en la
frondosa profundidad de los
bosques. Así demuestra que
conoce cuál es su propio
destino. El hombre, el más
inteligente de todos los seres,
¿será más ignorante que este
pájaro?".
Primero Confucio, y luego un
fragmento de la Vida de un
loco, de Akutagawa: "En un
viento que apestaba a lentejas de
agua, apareció una mariposa.
Sólo por un instante sintió sobre
sus labios secos el roce de las
alas. Pero años después, sobre
sus labios, el polvo que las alas
dejaron grabado aún
centelleaba". Escribir estas
notas es buscar en medio de la
bruma cotidiana ese polvo de
mariposas que alguna vez fue
grabado en mis labios un día de
viento.
Confucio y Akutagawa no me
abandonan después de ser
leídos, se metabolizan, pasan a
formar parte de mi sangre, del
aparato circulatorio; son libros
que oxigenan, nutren, me llevan
a un campo de batalla que de
otro modo no me atrevería a
pisar.
Acabo de ver la película
japonesa Okuribito. Subtitulada
en español, se tradujo como
Salidas. Me han dicho que ganó
el Oscar a la mejor película
extranjera en 2008, y que su
director se llama Takita
Youjirou. Pero esto lo supe
después de verla, y no he
querido leer una sola línea ajena
que me distraiga de mi propia
percepción de la cinta. Prefiero
esta vez concentrarme en mi
lectura, confiar en mis sentidos,
entregarme a lo que ella tenga
para decirme a mí. Estoy
maravillado. Es una de las
películas que más me ha
gustado ver en mi vida. Daigo
es un cellista joven y recién
casado con Mika que busca
hacerse un espacio en una
orquesta de Tokio. Pero la vida
es dura, la orquesta se disuelve,
y Daigo decide abandonar la
carrera musical y regresar a su
pueblo, Yamagata, donde su
madre, que ha muerto dos años
atrás, le ha dejado una casa
sencilla como herencia. El viaje
que emprende Daigo junto a
Mika acabará por cambiarlos a
los dos definitivamente,
acercándolos a la esencia, a las
raíces, en donde el cello volverá
a ocupar un lugar de privilegio,
pero muy distinto al que ellos
habían pensado que ocuparía.
Una frase del protagonista dicha
al comienzo de la película
anticipa el cambio: "Lo que
pensaba que era mi sueño,
quizás no era un sueño real".
Alguna vez soñé con ser
escritor. Ahora sé, con más
fuerza todavía después de ver
Okuribito, que escribir estas
breves líneas es andar el
camino. Que acompañar a
Ernesto Riquelme el día en que
enterró a su padre, el
empampado, en Iquique, fue
razón suficiente para querer
contar su historia en un libro. Y
que visitar la tumba de mi
amiga Dolores Ezcurra en
Buenos Aires es todo lo que
necesitaba para empezar a cerrar
la herida de su partida, y
terminar de escribir Tres viajes.
Ahora entiendo que soy un gran
privilegiado: puedo contar
pequeñas historias, y elegir una
a una las palabras con las cuales
construir el relato, una narración
que con suerte aspira a ser como
el canto de un pájaro perdido en
un bosque milenario y frondoso.

Sábado 5 de Septiembre de
2009
El reloj
Una amiga me regaló un reloj
cuando me cambié de oficina:
redondo, sencillo, de grandes
números negros sobre fondo
blanco, para colgar en la pared.
"No te regalo un reloj", dejó
escrito en la pizarra: "Te regalo
tiempo".
Pocos días después de
entregármelo, compré una pila
doble A para hacerlo funcionar,
pero no hubo caso: los punteros
no reaccionaban y la hora seguía
siendo la misma: las 4:23, vaya
uno a saber si de la mañana o la
tarde. Probé colocando la pila
una y otra vez de distintas
maneras, le di pequeños golpes
al vidrio que cubre la superficie,
y nada. Finalmente me aburrí y
lo dejé en una de las repisas de
los libreros para que, detenido
en las 4:23, diera la silenciosa
sensación de que la hora no
avanza, no apremia.
A veces pienso que mi amiga
escogió inconscientemente un
reloj mal fabricado para que el
aparato cumpliera una nueva
tarea, insospechada hasta ese
momento: dar siempre la misma
hora y no fallarles a los que
esperan que un reloj les dé
efectivamente el tiempo
suficiente para vivir antes de
morir.
Con el reloj detenido
observándome a corta distancia,
leo en voz alta un texto que
escribió una amiga -cada día
más entrañable- sobre el cáncer
que la ocupó años atrás, y cómo
sobrevivió a él y conquistó un
tiempo nuevo: "Desde un
principio intenté, si no hacerme
amiga de esta palabra, cáncer,
por lo menos no entrar en guerra
con ella. Este cáncer no
provenía de ningún brutal
ataque exterior. Era yo: se había
generado dentro del misterioso
mundo de mis células. No me
gustaba el vocabulario bélico
utilizado para referirse a él: no
quería luchar en contra de,
vencer, destruir. Por eso, decidí
tratarlo no como un enemigo,
sino como un error. Células
mías habían tomado un camino
equivocado: su afán de
inmortalidad amenazaba con
adelantar la mía. Se trataba de
enmendar aquel error, de
restablecer una armonía. A
costa, imposible negarlo, de
grandes sacrificios".
Sintió miedo: miedo a la
muerte, y al miedo que sentían
los demás que la rodeaban. Pero
no era para vivir llorando que
quiso sobrevivir. Tampoco
quería que la palabra cáncer la
definiera: "Yo no debo permitir
que el pánico en la mirada ajena
me reduzca a mi enfermedad".
Después de un tiempo logró
deshacerse de los tumores, y
aprendió que todo ocurre en el
presente, y que en el presente
ahora ella estaba más viva que
nunca.
Cómo no sabré yo que está viva,
si nos reunimos con frecuencia a
reír y a leer. Admiro su lucidez
y por supuesto su risa, con la
que viaja a todos los sitios. Es
una francesa de la provincia que
escogió a Chile para vivir
muchísimos años atrás, y se
quedó para siempre. Un día le
voy a pedir que leamos en voz
alta los ensayos de Montaigne,
su compatriota. Sobre el miedo,
por ejemplo: "Es una pasión
extraña y los médicos dicen que
no hay ninguna que nos
descarrile tanto el seso. Y es
verdad que he visto a gente
volverse loca de miedo: incluso
en los más serenos, es indudable
que durante el ataque el temor
engendra espantosos
espejismos. El miedo es de lo
que tengo más miedo. Porque
sobrepasa en aspereza a toda
otra prueba".
Le he escuchado decir a mi
amiga que durante y después de
la enfermedad aprendió que
había muy pocas cosas que de
verdad importaban. Ahora
quiero llamarla por teléfono y
preguntarle lo que no alcancé
anoche, cuando nos vimos y leí
por primera vez su texto sobre
el cáncer: "¿Cuáles son esas
cosas que de verdad importan,
Maggy?". Sospecho de algunas,
pero me resisto a nombrarlas
para no romper el hechizo. Sé
que ella intentará una respuesta
después de soltar una sonora
carcajada. Su sentido del humor,
a prueba de balas y facinerosos
que pueblan la Tierra, será su
mejor manera de empezar a
contestar.
Borges escribió que nunca había
dejado de estar en Francia, y
que nunca dejaría de estarlo
cuando en algún lugar de
Buenos Aires la muerte lo
llamara: "No diré la noche y la
luna, sino Verlaine. No diré
amistad, sino Montaigne". Yo
digo, mirando al reloj, que aún
marca las 4:23: Maggy Le Saux.

Sábado 12 de Septiembre de
2009
Pierre Jacomet
Francisco Mouat Conocerlo fue
una fiesta. Había leído a partes
uno de sus libros, Cien autoras y
autores de hoy; y sabía la
historia de su cuñado, Werner
Martínez, aquel piloto chileno
que desapareció en Costa Rica
en 1943. Pero nada podría
compararse con la fiesta de
conocerlo personalmente el
viernes 26 de junio de 2009, en
el café Bonafide de Reñaca,
donde nos citamos a las once de
la mañana.
Me duele su muerte porque me
privó de seguir conversando
cara a cara con uno de los seres
más magníficos que haya
conocido en mi vida. Porque el
libro que habíamos empezado a
escribir juntos deberá continuar
su camino sin su compañía.
Porque él no entendía la vida sin
amigos.
Pierre Jacomet tenía un blog que
le había hecho uno de sus hijos,
y en un correo me dijo que si
quería lo revisara, a ver si
encontraba algo de interés:
jacomet.olivoediciones.net
Hoy leo su blog con otros ojos.
Me detengo en uno de sus
párrafos, puro pensamiento
jacometiano: "Debemos rezar
por nuestra felicidad cotidiana
porque cada día tiene una
cualidad diferente, una
tonalidad distinta. Valorar cada
instante y dar algo, incluso a los
opulentos. La plata compra
casas, relojes, lechos, libros,
sangre, sexo, pero no puede
comprar hogar, tiempo,
conocimiento, vida o amor.
¿Acaso los ricos sufren más que
los pobres? Tal vez, porque no
tienen la disculpa de la
privación y su angustia parece
indecente".
Ese viernes de junio estuvimos
en el café casi toda la mañana, y
yo grabé la conversación. Pierre
tomó té porque no se sentía bien
del estómago. Pasamos revista a
episodios de su vida que son
literatura fantástica, como
cuando fue secuestrado a los
nueve meses de edad frente a
los patios del Congreso y él lo
recuerda con nitidez, o cuando
se fugó de un internado siendo
un niño de seis años: "Un día se
les quedó la puerta abierta y yo
me escapé. Se estaba poniendo
el sol, me fui a ver dónde se
ponía el sol. Me fui al campo,
llegó la noche y yo seguía
caminando. Llegué a una casa
de campesinos, me acuerdo,
había un chonchón. El hecho es
que me recuperaron y me
devolvieron al internado".
Después del café nos fuimos a
su casa, a almorzar bistec con
arroz y tomate junto a María
José y Alain, sus hijos menores.
Antes de sentarnos en la mesa
intercambiamos libros. Yo, por
supuesto, salí ganando y me
traje a Santiago un botín de oro:
Un viaje por mi biblioteca, su
reciente traducción del Libro
Uno de los Ensayos de
Montaigne, y los Sonetos
lujuriosos de Aretino, poesía
divertidamente pornográfica del
Renacimiento italiano, traducida
y comentada por Pierre. "Léete
el soneto número diez, es
fantástico", me apuraba, muerto
de la risa.
Cuando se lo leí en voz alta,
nuestras carcajadas nos hicieron
más amigos: "-La quiero en el
culo. -Me perdonarás, /¡oh!
doncella, yo no haré ese
pecado,/ porque esa es ración de
algún prelado,/ que ha perdido
el gusto por siempre jamás".
Viejo sabio, Pierre leyó como
nadie a Montaigne. Sabía, con
él, que filosofar es aprender a
morir. Y para no ser menos que
su pensamiento, enfrentó con
valentía una extraña enfermedad
que lo escogió a él entre muy
pocos hombres, apenas catorce
mil en todo el mundo, un cáncer
hereditario, el VHL, síndrome
de von Hippel-Lindau, que los
hace secretar unas dosis
bestiales de adrenalina y cuya
detección precoz es crucial.
Pierre convivió con la
enfermedad, la estudió, logró
neutralizarla todo lo que pudo, y
al final una neumonía lo mató.
"Fuimos arrojados a la vida para
quedarnos, y estamos de paso",
escribió Pierre en la
contraportada de su libro de
Montaigne. No dejaba de pensar
con lucidez, y tenía la gracia de
decirlo sin ninguna pedantería.
Aquella mañana de junio en que
nos conocimos, me regaló una
frase con la que sueño abrazarlo
en algún espacio inventado para
reencontrarnos: "La meta no me
interesa. Me interesa el paisaje.
Cada paso que damos es la
meta".
Releo el último correo que me
escribió, la mañana del viernes
17 de julio, mientras en su casa
todos dormían. Tenía fiebre,
mucha tos, dolor de cabeza, un
gran malestar general, pensaba
que lo había atacado la gripe
porcina. Nos íbamos a juntar a
las once en Reñaca, pero
alcancé a ver su mensaje y él
además tuvo la deferencia de
llamar por teléfono temprano
para que no viajara, se sentía
muy mal: "Seguiremos riendo,
Pancho. Más vale pasarla bien,
porque de esta vida nadie sale
vivo".

Sábado 19 de Septiembre de
2009
Cerrado por duelo
Debe ser que ahora empieza el
duelo de verdad. Cuando su
nombre desaparece de los
diarios, cuando empieza a
olvidarse poco a poco lo que se
dijo ese domingo en aquella
iglesia en Reñaca donde lo
despedimos con música de
piano, como él quería; cuando la
muerte pública -con flores,
fotografías y discursos- cede su
lugar a esta otra muerte,
privada, implacable, silenciosa,
soterrada: la de la cama vacía,
su computador apagado, el
sillón de lectura desocupado, los
gatos buscándolo.
No quiero apresurar el duelo y
pasar a otra cosa. Me resisto a
abandonarte a tu suerte, aunque
sospecho que de encontrarnos
ahora mismo en un café, de
regreso de tu propio funeral,
serías el primero en desenfundar
un chiste de humor negro sobre
esta muerte que vino a buscarte.
Pero esto que escribo es un
sueño. Porque Pierre Jacomet no
volverá nunca más a sentarse a
la mesa como estábamos
acostumbrados a que lo hiciera,
y cada vez que lo convoquemos,
cada vez que su rostro vuelva a
aparecerse entre nosotros, será
porque alguno lo piensa, lo
nombra, lo lee, lo narra.
Anoche vi por tercera o cuarta
vez una película sensacional,
que tú, Pierre, seguro ya viste:
84 Charing Cross Road, casi tan
buena como el libro del mismo
nombre. Trabaja Anthony
Hopkins y Anne Bancroft, y
está hecha a partir de uno de los
libros más entrañables que haya
leído. 84 Charing Cross Road es
la dirección en Londres de una
pequeña librería de viejos a la
que en 1949 le escribió la
norteamericana Helene Hanff,
interesada en libros antiguos
que no podía encontrar en
Nueva York. Se inició de
inmediato una relación epistolar
entre la escritora y el librero
Frank Doel, que amaba su oficio
y sabía de libros como pocos.
Ambos se escribieron durante
veinte años, y esas cartas son el
libro. Tendríamos que haber
visto juntos esta película, Pierre,
carta a carta. Los publicistas
dicen que es la película más
bella sobre libros que jamás se
ha filmado. No sé si es así, pero
es muy bella y es sobre libros,
sobre amor a los libros.
Me duele tu muerte, Pierre
Jacomet. No puedo evitarlo.
Quisiera colocarme un letrero
que diga Cerrado por duelo y no
hacer nada, y que los demás
respeten mi ausencia y mi
silencio. Y volver a ver 84
Charing Cross Road, y detener
la película en ese momento
mágico en que Frank Doel lee
un poema que tú hubieras
podido decirme de quién es: "Si
tuviera las telas bordadas del
cielo/ entretejidas con luz de oro
y plata./ Las azules, tenues y
oscuras telas/ de la noche, del
día y de la penumbra./
Extendería las telas a tus pies./
Pero, siendo pobre, sólo tengo
mis sueños./ He extendido mis
sueños a tus pies./ Pisa con
suavidad, porque pisas/ sobre
mis sueños".
Es bello, ¿verdad? Tan bello
como ese sermón de John
Donne, el sermón XV, que
Helene Hanff lee en voz alta a la
hora diecisiete minutos de
película, y que parece escrito
para ti, Pierre, que amaste a los
libros y fuiste gran lector y gran
traductor: "Toda la humanidad
es un volumen. Cuando un
hombre muere, no se rompe un
capítulo del libro, sino que se
traduce en una lengua mejor. Y
cada capítulo debe ser
traducido. Dios emplea muchos
traductores. Algunas piezas se
traducen por edad, otras por
enfermedad, otras por la guerra,
otras por la justicia. Pero las
manos de Dios encuadernarán
todas nuestras hojas dispersas
para esa biblioteca donde todos
los libros deben permanecer
abiertos entre sí".
Cerrado por duelo. Sin prisa, me
siento a esperar que vengas,
traducido. Escucho tu disco de
las variaciones de Goldberg, de
Bach: la grabación es magnífica.
Le escribo a Andrea Maturana,
que vive en Limache con su
marido, dos hijas y un piano.
Andrea te lloró ese domingo en
Reñaca, te conocía desde
pequeña. Me escribe de vuelta.
Me dice que tu ausencia le irá
pesando con el tiempo: "Cuando
no aparezca más en mi bandeja
de entrada, ni pase por mi casa a
ver a mi viejo, ni hablemos un
día porque sí. Ya me pasa que
tengo cosas que contarle y es
tan fuerte que quiero escribirle
igual, aunque nadie lo vaya a
leer, y luego pienso que es una
estupidez, y luego que en el
fondo todavía no puedo creer
que nadie lo vaya a leer.
¿Quién está al otro lado de su
casilla de correos? ¿Dónde se
fue todo lo que él sabía?".
¿A dónde, Pierre? ¿Dónde
estás?

Sábado 26 de Septiembre de
2009
Braga y Wenders, ángeles
Si un día me preguntan a qué
artistas admiro, intentaré no
olvidar esta respuesta: a Rubem
Braga por haber escrito crónicas
inmejorables, y a Wim Wenders
por conmoverme hasta los
huesos con algunas de sus
películas.
Rubem Braga escribió durante
muchos años de su vida con
vista al mar. Su crónica Hombre
de mar, que figura en una
antología de las cien mejores
crónicas brasileras, es el sencillo
relato que hace un hombre que
mira el mar desde la terraza de
su departamento y de pronto
advierte, entre los árboles y los
techos, que allá al fondo, "en el
bello azul de las aguas, entre
pequeñas espumas que avanzan
algunos segundos y mueren",
otro hombre nada, solitario, a
cierta distancia de la playa. Los
movimientos del nadador
capturan su atención porque son
armónicos, pacíficos, y van en
la misma dirección del viento.
Es Rubem Braga quien mira
desde la terraza, y nos dice que
no sabe demasiado bien por qué
en ese momento admira al
hombre que nada: "Encuentro
en su gesto una nobleza serena,
me siento solidario con él,
acompaño su esfuerzo solitario
como si él estuviese cumpliendo
una bella misión". No sabe nada
más de él, no puede distinguir ni
cuántos años tiene, ni el color de
su piel, ni los rasgos de su cara.
Cuando lo pierde de vista, se
queda pensando que ya no es
responsable de lo que continúe
haciendo el nadador, aun
cuando desea que conserve el
mismo braceo, el mismo ritmo
fuerte, lento y sostenido de su
braceo. Cuando lo pierde de
vista, el cronista estima que
ambos cumplieron su deber, y
por eso no se plantea ir a
alcanzarlo en la playa cuando
salga del mar para estrecharle la
mano. Braga prefiere escribir, y
en la narración continúa
preguntándose en qué consiste
la grandeza de la tarea de este
nadador, si el hombre no hacía
ningún gesto a favor de alguien,
ni construía algo útil para la
humanidad. Y reflexiona que
simplemente hacía algo bello,
una cosa bella de un modo puro
y viril, y por eso, desde la
terraza, le da su silencioso
apoyo y siente afecto por "ese
desconocido, ese noble animal,
ese correcto hermano".
Leo esta crónica de Braga y
pienso en Cielo sobre Berlín,
aquella película de Wenders que
aquí se conoció como Las alas
del deseo, en donde dos ángeles
planean sobre la ciudad con el
íntimo deseo de poder atarse a
la tierra para acompañar a sus
habitantes en sus aventuras y
desventuras. Pero como ellos
son ángeles y no hombres, no
pueden cambiar las vidas de los
mortales, apenas darles aliento,
ganas de vivir. Estos ángeles no
son vistos sino sólo por sus
pares, y tienen la facultad
extraordinaria de escuchar los
pensamientos de los ciudadanos,
hombres y mujeres comunes y
silvestres que sufren problemas
económicos, conocen el
desamor, están enfermos,
avanzan por las calles con su
soledad o se sientan a leer en
bibliotecas públicas; hombres y
mujeres comunes y silvestres
como uno, como los
protagonistas de las crónicas de
Braga.
Braga y Wenders me muestran
una manera de contar que
espero jamás caiga en desuso:
son como ángeles de carne y
hueso, ayudan a vivir mejor,
abrigan cuando hace demasiado
frío.
Esta mañana vine a mi taller con
la idea fija de leer a Rubem
Braga. Agradezco tener a mano
sus libros y saber el mínimo
portugués necesario para
traducirlo. Su hijo, que maneja
los derechos de su obra, no
permite hasta ahora que sus
crónicas puedan ser traducidas y
leídas en español. Algún día,
espero, las mejores crónicas de
Braga podrán leerse impresas en
mi lengua, y yo quisiera estar
vivo para disfrutarlas íntegras
una a una, tal como espero
algún día volver a ver Alicia en
las ciudades, película de
Wenders que nunca he vuelto a
encontrar en ningún sitio.
Entonces entenderé mejor qué
me emocionó tanto cuando la vi,
por qué salgo a buscarla como
una presa que no quisiera se me
escapara para siempre de las
manos. Me acompaña la ilusión
de que el arte que más me gusta
no me abandone para siempre
cuando yo me acabe. Como un
ángel que sobrevuela mi último
suelo.

Sábado 3 de Octubre de 2009


El viejo archivo
Hubo un tiempo largo en mi
vida en que me gustaba salir a
cazar historias para después
contarlas. La curiosidad era pan
de cada día, y estaba allá afuera,
entre la gente, en barrios y
pueblos perdidos, en latitudes
insospechadas. A donde iba
llevaba el radar y lo ponía a
funcionar, a ver qué captaba.
Fueron años en que viajé: a
Cerro Sombrero en la Patagonia,
a la Plaza Roja de Moscú, al
cementerio de Doñihue, a la
costanera de Montevideo, a una
casa de trova en Santiago de
Cuba, al Mediterráneo, a Taltal,
a la Quinta Normal, al estadio
de Independiente en
Avellaneda. Hasta hoy
mantengo una bodega llena de
carpetas que aún no me animo a
revisar con detalle, una bodega
donde hay cientos, miles de
recortes, crónicas sueltas,
fotocopias y revistas antiguas
recordándome que tarde o
temprano eso sería la base de un
archivo ordenado de la a a la
zeta.
Pero el viejo tema de la
construcción del archivo fue
cambiado por la urgente e
impostergable costumbre de
vivir, y ahora, veinte o treinta
años después, no tengo ni la
más remota idea si vuelva a
revisar algún día esas carpetas.
Tampoco sé si quiero hacerlo.
¿Con qué me puedo encontrar
ahí? ¿Con el sueño de libros por
escribir que nunca fueron ni
serán? ¿No sería mejor tirarlas y
tratar de escribir algo a partir de
su ausencia?
Me inquieta darme cuenta de
que no tengo la misma fuerza de
mis años mozos para arrancar el
motor, aun cuando no sé si se
trata de una inquietud
necesariamente molesta. Más
bien, me percato de que muchas
de esas aventuras soñadas ya no
tengo deseos de vivirlas. Tal vez
lo razonable sería reflexionar
sobre aquellas otras inquietudes
y hábitos que las vinieron a
reemplazar. Y esto también me
provoca desasosiego: a ratos no
tengo deseos de vivir sino
puertas adentro, recogido sobre
unos libros que, quiero creer,
me ayudan a vivir. ¿O todo esto
no es más que un cuento para
disfrazar que escapo del mundo,
que le tengo un enorme miedo a
la vida, como sospecho piensan
aquellos que viven puertas
afuera, enchufados a cuantas
fuentes de corriente haya
disponibles en el camino?
¿Qué sucede? ¿Estoy cansado, o
mis nuevos hábitos han ido
delineando a una nueva persona
que se contenta quedándose
quieta y bajando la vista para
leer, como hice ayer, ensayos-
escombros de Martín Cerda, las
Autobiografías ajenas de
Antonio Tabucchi y la novela
Mi hermano de Jamaica
Kincaid? Cerda reflexiona sobre
la diferencia entre recuerdos y
nostalgias, y define a la
nostalgia como "una lejanía que
duele". Qué preciso es a la hora
de escribir. Cada vez que leo a
Martín Cerda, experimento el
placer de leer a un hombre
lúcido dueño de una de las
mejores cabezas de la literatura
chilena. "Un hombre que
escribe nunca está solo": la frase
de Paul Valéry es citada por
Tabucchi. Releer Autobiografías
ajenas me permite volver a
disfrutar el capítulo "Aparición
de Pereira", en donde Tabucchi
cuenta cómo llegó a su vida el
personaje que protagonizó una
de sus grandes novelas: "El
señor Pereira me visitó por
primera vez una noche de
septiembre de 1992. En aquella
época no se llamaba todavía
Pereira, no poseía trazos
definidos. Era una presencia
vaga, huidiza y difuminada,
pero que deseaba ya ser
protagonista de un libro".
Jamaica Kincaid relata en Mi
hermano cómo murió su
hermano de sida en Antigua,
pequeña isla de Barbados donde
no había remedios para tratar la
enfermedad. Y lo hace
escribiendo con coraje y
metiendo el dedo en la llaga de
una familia fragmentada, donde
el padre está muerto y la madre,
que alguna vez fue ejemplar y
admirable cuando sus hijos eran
aún niños, después no supo qué
hacer cuando ellos crecieron y
dejó de ser físicamente
indispensable. Jamaica Kincaid
no sabe si aún la quiere o si
realmente la odia.
"Nunca hay que saberlo todo, y
en ciertas cosas es mejor evitar
el lujo de detalles", escribe
Tabucchi en Autobiografías
ajenas. Seguiré su sabio
consejo: dejaré que el tiempo
responda a preguntas que ahora
no sé cómo contestar. ¿Llegó la
hora de jubilarse de contar
historias, o es que estoy
empezando un camino nuevo,
un camino en el cual el viejo
archivo ya no presta mayor
utilidad? Preparo un libro que sé
que tardaré años en concluir.
Tengo reservada para su
primera página una cita de
Musil, de sus Ensayos y
conferencias: "Recuerdo una
frase de Goethe que desde hace
años me conmueve
particularmente: sólo se puede
escribir de aquellas cuestiones
de las que no se sepa
demasiado".
Sábado 10 de Octubre de 2009
Intimidad
Escribir crónicas sin
restricciones temáticas y
publicarlas periódicamente es
un oficio entrañable al que
quisiera dedicarle mi mayor
energía durante toda la vida. Me
mantiene más o menos
despierto, medianamente atento
a lo que ocurre, aquí adentro
mío como allá afuera. Me
regala, además, lectores, sin los
cuales el oficio perdería casi
todo su sentido. Necesito, eso sí,
para poder contar algo, que
constituya a lo menos un
destello en mi vida. Aquello que
sucede demasiado lejos de mis
sentidos y de mi espíritu,
aquello que no alcanzo a
distinguir de ninguna manera y
que puede ser la borra de un
café que no soy capaz de
procesar y que es casi todo lo
que ocurre en el mundo,
simplemente me abstengo de
contarlo, no tiene ningún
sentido para mí escribirlo. Leí
hace poco una entrevista al
periodista norteamericano Gay
Talese, uno de los íconos del
llamado nuevo periodismo, y
me sorprendió gratamente una
de sus frases: él decía que lo que
más le interesaba era la
intimidad. Me gustó como lo
dijo. Me gustó lo que significa.
A mí también me interesa la
intimidad. La propia y la ajena.
La del fondo de tu alma, la que
a veces te cuesta ver y
reconocer, la que te hace frágil y
vulnerable, la que te convierte
en absurdo, contradictorio y
pequeño; y también aquella
intimidad que a veces te regalan
otros, cuando te permiten
visitarla: amores, sueños, risas,
dolores, ideas, el privilegio de
una amistad, aquella inesperada
historia que nos reconforta leer
o escuchar de boca de uno de
los amigos que fuimos haciendo
o fortuitamente se cruzaron en
nuestro camino.
Desde muy joven que ando
buscando esa intimidad. Tal vez
esto explique en parte por qué
siempre he querido escribir sólo
sobre lo que me interesa y
desechar lo que no. A veces me
resultó, y otras tantas tuve que
entregarme al juego de cintura,
la resignación y también el
aburrimiento mortal,
especialmente cuando otros eran
los que decidían de qué escribir
y cómo hacerlo.
A mí los periodistas que más me
gustaron y me gustan son
aquellos que mejor cuentan
historias hasta ese momento
íntimas y privadas, en donde el
alma humana y el mundo que la
sostiene son los verdaderos
protagonistas, y donde la clave
no es ni la venta de ejemplares,
ni la captura de publicidad ni la
maldita rentabilidad a la que
hoy todos tratan como si fuese
la verdadera y única moral de
nuestros días. Los periodistas
que al final más me interesan
son aquellos que tal vez no
fueron totalmente rentables para
sus empresas, los que
investigaron libremente, los que
tuvieron el temple para
denunciar con responsabilidad,
los que se tomaron el tiempo
suficiente para narrar con
libertad y gracia, para pensar en
voz alta sin miedo, o que
simplemente regalaron belleza
allí donde costaba encontrarla.
Olfateo una dictadura del
mercado en todas las latitudes
periodísticas a donde uno mire,
la fuerza de una tormenta que
parece inevitable, una tormenta
que amenaza con arrasar los
últimos vestigios de
romanticismo que han a
compañado al oficio. Pero aún
quedan las historias, la
intimidad de la que habla Talese
y con la cual todavía podemos
sintonizar.
Por eso me gusta mi oficio de
cronista. A ratos me doy cuenta
de que uno posa la vista y el
alma en unos pocos asuntos, de
un modo más o menos
repetitivo. Carezco del olfato
necesario para informar con
asertividad sobre lo que se
supone está sucediendo en el
mundo. No sé hacerlo: me
especializo un poco más en
aquellas corrientes subterráneas
que nos ocupan cuando nos
sentamos en la mesa de un bar o
un café a apurar una copa o una
taza sin un propósito fijo.
Tampoco sé anticiparme a los
hechos, y adivinar qué podría
acabar ocurriendo mañana. La
actualidad así entendida me es
esquiva. Y ni hablar del poder:
ahí me declaro total y
decididamente incompetente.
Sospecho algunas cosas,
encuentro bastante razón cuando
alguien sugiere que no
necesariamente hay que estar en
el gobierno para detentarlo, pero
lo más claro es que desconfío de
él, de lo que propone y de la
forma en que acostumbra
instalarse, casi siempre de modo
autoritario y vertical, casi
siempre dueño de la verdad, casi
siempre disponiendo de las
vidas de los demás, casi siempre
motivado por no perder terreno
ni el privilegio de seguir
mandando.
A mí me gusta el otro
privilegio: ojalá no mandar a
nadie, ojalá no detentar ningún
poder, y entretanto escribir
crónicas sin un propósito
determinado, imperfectas,
íntimas.

Sábado 17 de Octubre de 2009


La capital de un imperio que
nunca fue
¿A quién abrazo, Pierre
Jacomet, para festejar la alegría
de haberte conocido? Dos o tres
semanas atrás, todavía tocado
por tu muerte física, por el dolor
de imaginar cómo iba a ser el
mundo sin el regalo de tu
conversación libre y animada
con vista al mar, me preguntaba
dónde estarías, a dónde te
habías ido, tú, que decías que
morirse no era necesariamente
desaparecer, sino pasar a otro
estado, como ocurría al final
con todas las extensiones de la
naturaleza; los perros, las
piedras, el ser humano, el
perejil, los arbustos, las
naranjas.
Leo tus ensayos de Lucidez del
abismo y me asombro de tu
asombro. Citas a Chuang-Tzu,
que tanto te inspiraba: "Sé de la
alegría de los peces en el río,
por mi alegría cuando recorro
las márgenes del río". Hablas de
la tristeza y la alegría con el
mismo fervor con que narras tus
encuentros con Víctor, un
mendigo al que entiendes como
un ser superior, que te lleva a
cuestionar tu supuesta
generosidad cada vez que le das
una limosna: "¿Quién muestra
más grandeza de alma? ¿Yo, al
dar, o él, al recibir? ¿No es
generosidad la humildad?
Transcurren unas pocas líneas y
aparece Montaigne: "Al ver a
los pordioseros, se pregunta
Montaigne si tendría la
capacidad para soportar la
indigencia con igual entereza".
Leo tu traducción de los ensayos
de Montaigne y me maravillo
del talento con que lo
reescribiste. Lectura obligatoria,
decías, para el que quisiera
hacerse preguntas y pensar. Una
de las cosas que te fascinaba de
él era la frescura y la libertad
con que el francés conversaba
con el papel, y por extensión
con el lector. Decías que era un
maestro de la asociación libre,
un viajero del espíritu que se
subía a un navío imaginario y
conducía la embarcación
trazando una ruta nueva,
inexplorada hasta ese momento
por el lenguaje y el
pensamiento. A ratos pienso que
en tu magnífico esfuerzo por
traducir a Montaigne a nuestra
lengua, te convertiste en un
nuevo Montaigne con cuatro o
cinco siglos más de historia a
cuestas, testigo del regreso a la
Tierra de "antiguas
perplejidades y terrorismos
religiosos, políticos y
financieros".
Vuelvo a ver una conversación
que sostuviste en mayo de 2008
con Cristián Warnken en el
cable, y me emociono cuando él
te pregunta quién eres y sonríes
antes de responder, te das
vueltas en la silla y le dices:
"No sé quién soy", para después
rematar: "Tal vez soy la capital
de un imperio que nunca fue".
Tu risa es un canto de libertad,
la libertad experimentada por un
hombre que ha logrado entender
que la vida "no es quietud ni
aburrido paisaje".
Poco más de un mes atrás, más
o menos en la misma fecha en
que Pierre Jacomet dejó de
respirar en el Hospital Naval de
Valparaíso, comencé a cruzarme
en auto, de vuelta a casa, con un
mendigo en una de las esquinas
de Bilbao y Américo Vespucio.
Suelo venir a eso de las diez de
la noche desde mi taller, y él
acostumbra a estar ahí,
moviéndose entre los autos,
pidiendo una limosna. La
primera vez que lo vi no
reaccioné. Pensaba en otra cosa
y permanecí impávido, algo
asustado de su aspecto,
indiferente al gesto de sus
manos: se las llevaba a la boca y
nos decía -con urgencia- que
quería algo para comer, que
tenía hambre. Al cabo de cuatro
o cinco semanas, mi relación
con él ha cambiado, y cuando el
semáforo está en rojo cruzamos
incluso un par de palabras. Sé
algunas cosas de su vida, muy
pocas. Vive en la calle, bajo
unos puentes, en el sector de
Quilín o Departamental. Alguna
vez, no hace mucho, estuvo
durmiendo en una hospedería
del Hogar de Cristo, pero huyó
para no volver. Me dijo que
prefería la intemperie. Se llama
Juan, y podría tener entre
sesenta y setenta años de edad.
Una noche cualquiera le
entregué algo de ropa; una
polera y dos o tres chalecos,
entre ellos uno bien bonito, con
cierre, que se lo puso de
inmediato. Anoche pasé por ahí
y le pregunté si le había servido
la ropa. Se rió, y me contestó
que la tenía para el fin de
semana, para los días de fiesta.
Su chiste, su risa, me recordó a
Pierre Jacomet. Cuando me
cruzo con Juan en las noches,
pienso que Pierre también está
en él, y que a través suyo me
abraza. Ahora sé con quién
festejar la alegría de haber
conocido a Pierre Jacomet, la
capital de un imperio que nunca
fue.

Sábado 24 de Octubre de 2009


Impresiones verdaderas
Leo el discurso de Saul Bellow
cuando recibió el Premio Nobel
de Literatura en diciembre de
1976. Allí se preguntó, entre
otras cosas, si el agitado y
convulso mundo en que vivimos
le deja todavía un espacio al arte
y la literatura para "pensar,
sentir y distinguir" en medio de
la furia y la insensatez.
Él mismo ensayó una respuesta:
"De la esencia de nuestra
verdadera condición, su
complejidad, su confusión, su
dolor, percibimos a veces
destellos, lo que Proust y
Tolstói consideraban
impresiones verdaderas. Esa
esencia sale a la luz y luego
vuelve a ocultarse. Cuando
desaparece nos deja en la duda.
El valor de la literatura radica
en esas intermitentes
impresiones verdaderas".
Cada vez que me sumerjo en un
libro y acepto sus reglas del
juego, entro en un mundo en el
que la imaginación y el
pensamiento se mueven con
total libertad, a lo mejor
buscando esas intermitentes
impresiones verdaderas. El otro
día leí el primero de los cinco
Relatos autobiográficos de
Thomas Bernhard.
No pude parar hasta terminarlo.
El mundo descrito era feroz,
nadie querría vivirlo; sin
embargo, sus frases largas
operaban como un pasaporte a
Salzburgo, y nos contaban la
historia de un muchacho que
aprende inglés y violín en medio
de la ocupación nazi, hasta ver
cómo desaparecen entre las
bombas su profesora de inglés,
el violín, el internado y su
propia casa.
Leo, leo y leo. La lectura es
como una droga, un modo
pacífico de ejercer la soledad y
escapar de la estridencia, el
ajetreo callejero, la obligación
de formular opiniones sobre
cosas de las que preferiría
callar. Nadie me pide ninguna
identificación mientras me
paseo por entre los escombros
de Salzburgo buscándole la cara
a ese siniestro director del
internado al que asiste un
muchacho que piensa con
demasiada frecuencia en el
suicidio.
Leo a Bernhard, y luego leo las
digresiones y opiniones de Juan
Carlos Onetti en el libro Estás
acá para creerme, donde la
periodista María Esther Gilio
reúne conversaciones sostenidas
en 30 años con su amigo y
compatriota. Me demoro tres
horas en leer el libro, y de él me
queda la impresión de haber
estado en el living de su casa y
en su dormitorio mientras el
hombre iba envejeciendo y se
preparaba a morir.
Me conmueve de Onetti su
escepticismo desprovisto de
afectación, que lo llevó a vivir
sus últimos años casi sin salir de
su pieza, premunido de tabaco,
whisky, novelas policiales y la
fiel compañía de Dolly, su
mujer de toda la vida. En una de
las primeras conversaciones,
cuando la confianza entre el
escritor y la periodista recién
empezaba a construirse, Onetti
se desentiende y se concentra en
lo que hay al fondo de la
ventana: un barco petrolero que
ha salido del puerto de
Montevideo. "Siempre es así",
le dice entonces Dolly a María
Esther: "Queda como
hipnotizado, podés preguntarle
lo que sea que no te oye".
Onetti se pasó todo el almuerzo
en silencio, hasta los duraznos
de postre. En vez de probarlos
fue hasta el refrigerador, tomó
una cerveza y empezó a beberla
lentamente. María Esther le
preguntó: "¿Qué pasa con ese
barco?". Onetti le contestó:
"Pasa todo lo que vos quieras".
María Esther: "Yo no quiero
nada". Onetti: "Peor para vos".
Tratar de imaginarle una
historia a cada barco que salía
del puerto fue su manera de
vivir. Su padre, que era
inspector de aduanas, lo
sorprendió un día de colegio
haciendo la cimarra, echado
sobre unas bolsas mirando un
barco que partía. En vez de
retarlo, lo invitó a tomarse con
él un vermut.
Años más tarde, Onetti cuenta
que leyó un día en el diario
Clarín una historia sobre un
barco que había salido de Recife
rumbo a Necochea, capitaneado
por un noruego. Toda la
tripulación fue arrojándose al
agua en el trayecto, no se supo
por qué, ahí estaba el misterio.
Cuando los tripulantes de otra
embarcación se cruzaron con
ella en alta mar y vieron que iba
al garete, la abordaron y
encontraron restos de comida
caliente en el barco y ningún
hombre en kilómetros a la
redonda. Onetti está muerto.
Alguien debería completar esta
historia.

Sábado 31 de Octubre de 2009


El arte de perder
Todos nos vamos a morir, y no
es ningún desastre que sea así,
aun cuando de esto no puedo
estar seguro. Lo aprendemos
cuando somos chicos, no sé bien
a qué edad, a los seis, a los diez,
o más grandes, a los catorce;
cuando sea que nos
encontremos cara a cara con el
abismo. En ese momento le
formulamos preguntas sin
respuesta al destino, sentimos el
vacío, olfateamos el precipicio,
y tal vez los más afortunados
hasta sueñen con un paracaídas
que les ayude a volar, perder
altura y caer mansamente.
Nos damos cuenta de que vamos
a morir un día, que no hay modo
de cambiar las reglas del juego,
y entonces, con más o menos
talento, con regalos o
privaciones, nos entregamos al
arte de vivir sin saber
demasiado del sujeto en que
acabaremos convertidos, y de
quiénes nos acompañarán. Y lo
más probable es que en el
camino, no nos demos cuenta de
que cada vez que tomemos una
ruta, estaremos dejando atrás
otros múltiples atajos por donde
también pudimos haber ido.
Casi siempre se vive así:
avanzando y perdiendo. Vivir
cada día de una determinada
manera es, entre otras cosas,
dejar de hacerlo de otro modo.
Pero esto, que suena tan obvio,
en la mayoría de los casos se
vive mecánicamente, como una
inercia, salvo que nos
detengamos a verificar que
perder tiempo, nombres,
lugares, casas, ciudades, relojes
y amores también puede ser un
arte, como propone un poema
que recibí esta mañana.
Si al final moriremos todos, y
nuestra memoria quedará en
manos de quienes, tal vez, sin
darnos cuenta, fuimos perdiendo
en el camino; ocupémonos, por
un momento, del arte de perder.
El poema es de Elizabeth
Bishop, se llama "Un arte", y
habla precisamente de aquello
que tantas veces nos dijeron
había que mirar con recelo y
miedo: "El arte de perder no es
difícil de dominar;/ tantas cosas
parecen llenas del propósito/ de
ser perdidas que su pérdida no
es un desastre".
Leo el poema, verso a verso, sin
distracciones: "A diario pierdes
algo. Acepta la perplejidad/ de
no encontrar las llaves de tu
puerta, de la hora malgastada./
El arte de perder no es difícil de
dominar./ Luego practica
perdiendo más, perdiendo más
rápido:/ lugares, y nombres, y el
destino hacia donde pretendías/
viajar. Nada de eso significará
un desastre".
Un viejo compañero de colegio,
Mauricio, al que no veo desde
hace una docena de años, más o
menos, me escribe
sorpresivamente desde La
Serena para compartir sus
lecturas de este tiempo, para
contarme (sin sospechar la
complicidad que está creando
con sus palabras) lo mucho que
le gusta la saga autobiográfica
de Elias Canetti, especialmente
La lengua salvada, y me regala
versos de un poeta al que está
leyendo y releyendo en los
últimos meses: Kenneth
Rexroth. Yo a Mauricio lo tenía
perdido, como a tantos amigos y
conocidos a los que dejé de ver
un día. Pero hay sombras y
fantasmas que se mueven sin
que uno afortunadamente pueda
interferir en su decisión de venir
a acompañarte. Le pido a
Mauricio que me cuente de
Rexroth, que no lo he leído. Y
me contesta párrafos generosos,
que remacha con unos versos de
un poema titulado "Carta a
William Carlos Williams": "Y
el hermoso río que él vio/
todavía fluye por sus venas,
como/ fluye por las nuestras, y
fluye por nuestros ojos,/ y fluye
por el tiempo, y nos hace/ parte
suya y parte de él./ Eso, niños,
es lo que se llama/ una relación
sacramental./ Y eso es lo que un
poeta/ es, niños, alguien que
crea/ relaciones sacramentales/
que duran para siempre".
Perdernos, sumergirnos en la
lectura nos priva, entre otras
cosas, de salir a escalar cerros
de tierra y piedras, con
quebradas y arroyos, pero puede
obsequiarnos ríos entrañables y
fantásticos, ríos correntosos que
nos hagan bombear sangre por
las venas de un modo que ni el
contacto con el agua más pura
del planeta lo lograría, aunque
de eso tampoco puedo estar
seguro. Es la magia de la
literatura, que nos arranca de la
realidad conocida (aquella que
dice que todos nos vamos a
morir) para sumergirnos en otra
realidad, alternativa, una forma
muy interesante de la utopía,
como dice Vila-Matas, donde
incluso cabría preguntarse si
puede la muerte ser definitiva
allí donde habita la palabra.

Sábado 7 de Noviembre de 2009


Quédate conmigo
Quédate conmigo, quédate a mi
lado, dice el estribillo de esa
gran canción de Ben E. King
que John Lennon hiciera famosa
en los años setenta: Stand by
me. La primera vez que la
escuché, pensé que pocas
canciones podían gustarme más.
No fue al final un pensamiento
juvenil que se lo llevara el
viento, como ocurre: todavía es
así, todavía me gusta demasiado
esta canción.
Un amigo me dijo el otro día
que en YouTube habían subido
un video que valía la pena ver:
una versión de cinco minutos de
Stand by me con
interpretaciones simultáneas en
todo el mundo, desde un músico
callejero y su guitarra en Santa
Mónica, Estados Unidos, hasta
un joven saxofonista en Pisa,
Italia. El video comienza con el
negro de Santa Monica
diciéndole a los pocos
transeúntes que pasan por ahí
que el tema que va a cantar
habla de todos nosotros: donde
sea que estés, a donde sea que
vayas en tu vida, sin importar
cuánto dinero tengas, en algún
punto necesitarás a alguien que
se quede contigo.
Es exactamente lo que quiero
agradecerle a Lili, camarera de
hotel, que viaja en metro casi
todos los días y cuando puede
lee esta revista, y dentro de esta
revista a veces también lee estas
líneas. Su aliento es mi aliento,
sus ojos en movimiento son un
destello, una luz, la fuerza que
me empuja a reunir una palabra
con otra para completar esta
oración. Lili, donde sea que
estés, este párrafo es tuyo, y me
gustaría terminarlo con una
frase de Idea Vilariño, una
poetisa uruguaya que un día
leerás en un vagón del metro de
Santiago, tal como tal vez la
esté leyendo en este mismo
momento una muchacha joven
en la costanera de Montevideo,
entre Parque Rodó y Pocitos, o
cerca del puerto: "Cuando
escribo nunca miento. Puedo
mentir en la vida de todos los
días, pero no cuando escribo".
Aliento: me gusta la palabra
aliento. Es brisa, energía, una
belleza invisible que nos regalan
otras personas, a veces la
naturaleza, casi siempre
aquellas palabras que nos
detenemos a leer porque tienen
garra y nadie más podría decirlo
de esa manera. No le pedimos a
la literatura que sea perfecta:
preferiremos una y mil veces
que sea verdadera, "brutal,
sucia, espesa", como decía Juan
Carlos Onetti, "pero mil veces
más verdadera, más mía, más
caliente, que todas las bellas
cosas que pudiera escribir y que
he escrito". Así se refirió Onetti
una vez a su breve novela El
pozo. Onetti, que decía que el
alma de la creación está "allá en
los cielos y en la cosa más
humilde y doméstica".
Uruguay: la tierra de Onetti, de
donde era Idea Vilariño, donde
vive mi amigo Daniel Charlone,
uno de los directores de
producción de la película El
viaje hacia el mar, la misma
película que un lector amable
me hizo llegar días atrás,
sospechando que podía
gustarme. Acertó un pleno. A
ese lector, donde quiera que se
encuentre, mi gratitud. A Edite
y Yuri, que duermen y
despiertan en Paine; a Izaskun,
que tal vez un día tiene una hija
a la que llamará Julia; a
Esmeralda Carrera, que habita
Lima y está a un pisco sour de
distancia; a Sebastián Toro y su
familia; a mi pequeña Clarice
Lispector que vive y sueña en
Villa Alemana; a la complicidad
de Paula Alvarado; a Kikan
Bartlau, que quizás viaja en este
momento arriba de un bus cerca
de lo que fue el Muro de Berlín;
a Alfredo Cáceres, que devuelve
el abrazo; a ellos, mi gratitud.
Por quedarse conmigo, por
acompañar estas palabras. A la
profesora de matemáticas que
quiere bautizar el colegio que
sueña con el nombre de Pierre
Jacomet. A mis hijos, que nunca
pierdan el entusiasmo por las
fuentes de soda con sillas
plásticas. A la Solcita, que ayer
me regaló unos versos privados
casi tan buenos como estos de
Idea Vilariño con que cierro esta
crónica de acción de gracias,
como dicen a veces en las
iglesias, y como sucede cuando
nos da por estirar los brazos y
sentir, del otro lado, una cosa
intangible y agradable que
algunos llaman cariño, otros
amor, o sintonía, o
correspondencia, y que yo
también llamo ahora sentido,
sentido antes de que el silencio
un día se tome la palabra, el
sentido necesario para leer con
los ojos bien abiertos este
autorretrato de Vilariño hecho
de pura poesía: "Como un
jazmín liviano/ que cae
sosteniéndose en el aire/ que cae
cae cae/ cae./ Y qué va a hacer".

Sábado 14 de Noviembre de
2009
Amor al arte
Las cosas claras, demasiado
claras, no sé si ayuden a
entender mejor. O a entender lo
necesario que hay que entender
para vivir mejor. No todo lo que
hacemos y pensamos, además,
debería tener un fin, o un gran
propósito. No hay mayor
aventura en este mundo,
escribió una vez Julio Ramón
Ribeyro, que la vida, nuestra
propia vida. Que es, además,
nuestro único patrimonio,
mientras somos y estamos en el
tiempo y el espacio.Demasiada
lógica en lo que hacemos y
pensamos, un exceso de
realidad, te vuelve loco de
remate, sospecho. Las preguntas
esenciales las abordamos
cuando podemos, y no es malo
también servirnos del misterio,
el sueño, el arte y la fantasía
para acompañarnos y darnos
aliento.
Si estamos vivos, si de verdad
estamos vivos y atentos, aunque
ojalá nunca demasiado atentos,
será inútil evitar que se cuele
entre nosotros alguna dosis de
dolor y de horror. Importará
mucho que esas dosis sean las
justas, que no nos desborden
totalmente, o que cuando lo
hagan podamos después
rehacernos. Afortunadamente
también disponemos del amor y
el humor, para compensar. Vivir
mejor, dije al comienzo, como si
eso fuera lo que quisiéramos la
mayoría de nosotros, arrojados a
este mundo sin que nos
preguntaran nada, perplejos, sin
pito que tocar antes del primer
latido.
Experimentar -aunque sea
fugazmente- la felicidad; saber
que ella puede tener que ver con
nosotros, imagino es un avance.
La felicidad, como tal,
difícilmente pueda enseñarse.
Aunque hay maneras. Borges no
enseñaba literatura. Enseñaba a
amar los libros, que, para él,
fueron una forma de felicidad.
A veces tenemos la fortuna y el
privilegio de rozar la felicidad,
saborearla, distinguirla entre las
multitudes. La encontramos con
mayor frecuencia en la belleza
de la luz del sol de una mañana
de primavera, en la charla sin
rumbo con un amigo, en la
agenda ociosa de un día sin
horario. Pero a veces también en
una tarde de lluvia, en la
contemplación del mar, en
comer y beber, en los ojos de
una persona a la que queremos
entrañablemente. No hay
recetas. Alguno encontrará
felicidad en el trabajo
extenuante, allí donde otro tal
vez acumule angustias. El alma
humana es veleidosa y está
expuesta a demasiados
vaivenes. No somos sujetos
estáticos, en buena hora.
Algunos elogiamos la lentitud y
preferimos viajar arriba de un
barco antes que en un avión. En
tren antes que en jet. Viajar, sí.
Ponernos en movimiento,
porque intuimos que
estancarnos es una maldición
indeseable. Pero también
detenernos en el momento justo,
y quedarnos quietos. A
propósito de enseñar la
felicidad. En una carta a
Felisberto Hernández, Julio
Cortázar le agradece su persona
y su literatura, y le regala una
frase que Antón Webern le
decía a un discípulo: "Cuando
tenga que dar una conferencia,
no diga nada teórico sino más
bien que ama la música". ¿Se
imaginan el mundo con
educadores que imitaran el
gesto de Webern, que leyeran
poesía en voz alta por amor a la
literatura, que hicieran escuchar
melodías por amor a la música,
que enseñaran por amor al
arte?"La aventura no se halla en
la meta sino en el camino, en el
merodeo, incluso en el extravío,
como bien sabe quien practica la
emboscadura, la caza sutil o los
acercamientos". Leo esta frase
de Enrique Ocaña en un breve
ensayo que cierra la novela
Venganza tardía, de Ernst
Junger. Ocaña tradujo el libro
desde el alemán y se permitió
reflexionar en las páginas
finales: la escuela a la que debió
asistir Junger hace un siglo, las
escuelas que solemos frecuentar
nosotros en estos días, están
demasiado acostumbradas a
uniformar, estandarizar,
promediar. Tienen miedo: no
quieren darle importancia al
camino, sino concentrarse
exclusivamente en la meta.
Desconfían del merodeo,
sancionan cualquier clase de
emboscada que no esté en los
planes, y por supuesto califican
con nota mínima el extravío.
Ocaña sintetiza la lúcida mirada
de Junger, "rebelde frente al
tedio de una escuela regida por
el principio de realidad, donde
la moralidad se opone a la
aventura, la erudición al
ensueño, la ética protestante del
trabajo al derroche y al exceso,
el manual y el reglamento a la
libertad de invención y de
espíritu".Amor al arte: no
parece una mala fórmula para
vivir.

Sábado 21 de Noviembre de
2009
Me acuerdo
Me acuerdo de mi mamá
besándome en la boca en la
puerta de casa cuando volví un
verano de El Tabo. Me acuerdo
de que en esos días tenía catorce
años recién cumplidos y me
había puesto a pololear por
primera vez. Me acuerdo de que
mi primera polola se murió de
aburrimiento conmigo. Me
acuerdo de mi hermana chica
dándome a tomar un vaso de
agua con detergente. Me
acuerdo de que era tan caído del
catre que me lo tomé todo y
terminé en el hospital. Me
acuerdo de un elasticazo que me
pegué en el ojo, que me tuvo
varios días con parche y una
marca hasta hoy. Me acuerdo de
cuando me perdí en los bosques
de las termas de Palguín y grité
mamá con desesperación. Me
acuerdo del alivio que sentí
cuando perdido volví a escuchar
voces, y eran las de mis
hermanos mayores. Me acuerdo
de que nunca les dije nada de
ese episodio a mis padres. Me
acuerdo de cuando salimos
arrancando del camping
Narquimalal la noche en que el
volcán Villarrica hizo erupción,
dos días antes de un Año
Nuevo. Me acuerdo de ver esa
noche al dueño del camping
corriendo por la carretera,
diciéndonos que unos
muchachos habían tomado una
ruta equivocada hacia el cerro y
estaban perdidos. Me acuerdo
de muchos años después, haber
conocido a la mamá de uno de
esos muchachos que se
perdieron para siempre en el
Narquimalal. Me acuerdo de
cuando fuimos a ver pasar a
Fidel Castro por avenida Ossa,
iba arriba de un Fiat 125. Me
acuerdo del almacén del pelado
Metuaze, en la esquina de
Echeñique con avenida Ossa,
atendido casi siempre por su
propio dueño. Me acuerdo del
bazar a donde íbamos a comprar
pelotas de plástico. Me acuerdo
de la señora del quiosco, que
nos vendía láminas de álbumes,
chicles y revistas. Me acuerdo
de los ciegos que se paraban en
la esquina de avenida Ossa y
había que ayudarlos a cruzar la
calle. Me acuerdo de los
Volosky, que vivían al frente y
apoyaban a Allende. Me
acuerdo de que en mi casa
votaron por Tomic. Me acuerdo
del llanto de mi abuela cuando
me mostró el diario una mañana
y me dijo que había ganado
Allende y no Alessandri, su
candidato. Me acuerdo de que
era miope a los diez años y no
me gustaba usar lentes, me daba
vergüenza. Me acuerdo de
cuando fumaba a escondidas en
el patio trasero de mi casa, cerca
de la casa de muñecas de mi
hermana. Me acuerdo de haber
roto una pelota de cuero para
fabricar una honda que nunca
funcionó. Me acuerdo de que
una vez en quinto básico metí
un gol de penal decisivo, y mis
compañeros me llevaron en
andas. Me acuerdo del primo
farsante de mi primera polola,
que decía que se acostaba con
varias mujeres al mismo tiempo,
y que ellas lo aplaudían. Me
acuerdo de que entonces yo
sentía envidia de él. Me acuerdo
cuando un tordo mató a un
canario en una de las jaulas de
pájaros que había en la casa. Me
acuerdo de la cara de
desesperación de mi hermano
cuando vio muerto, degollado, a
uno de sus canarios. Me acuerdo
de que los gatos del vecindario
mataban canarios con
frecuencia. Me acuerdo de
cuánto odiaba mi mamá a los
gatos. Me acuerdo de la primera
vez que vi a un muerto: era de
noche, yo tenía unos diez años,
veníamos en camioneta saliendo
de Rancagua, el hombre era un
ciclista y estaba tirado en la
calle junto a su bicicleta. Me
acuerdo de que le tenía miedo a
los perros grandes: una vez
fuimos a acampar a
Huentelauquén y no pude
aguantarme y me hice pichí en
la noche por terror a abrir la
carpa y encontrarme cara a cara
con el pastor alemán que
cuidaba la parcela. Me acuerdo
de que le decía a la María, que
trabajaba en mi casa, que
cuando grande yo la iba a llevar
en moto, rajados, a donde ella
quisiera. Me acuerdo de su
hermano, Goyo, que la venía a
visitar a Santiago con frecuencia
y nos traía papas y cebollas del
campo. Me acuerdo de que la
María hacía dormir en las
noches a mi hermana menor, y
se dormía con ella.
No me acuerdo de cuando dejó
la casa de mis padres para
volverse a Paine. No me
acuerdo demasiado de la última
vez que la vi, en su casa de
adobe: ella estaba vieja, yo tenía
más de veinte y no andaba en
moto.
Me acuerdo del día infausto en
que comenté en voz alta, delante
de mis padres, que la iba a
visitar, y me dijeron que estaba
muerta. Me acuerdo de que esa
noche sentí culpa, pena, rabia,
impotencia, porque nunca pude
despedirme de ti, María Rosa
Martínez Flores, muerta el 24 de
noviembre de 1986. Me acuerdo
de que yo era un niño y te
quería, y pensaba que muchos
años después de andar juntos en
moto, un día tú te irías volando
al cielo.
Sábado 28 de Noviembre de
2009
Palabras para Amalia
Cómo decirte, Amalia, una
palabra de aliento cuando la
necesites; cómo tenderte un
vaso de agua cuando tengas sed,
y abrazarte cuando te sientas
sola. Cómo ayudarte a ir
nombrando el mundo palabra a
palabra. Cómo hago, querida
mía, yo, que apenas vengo
conociéndote, para ser parte de
tu vida ahora que tu madre me
elige tu padrino.
Es bueno que lo sepas de
inmediato, de mi boca, cuando
aún no cumples ni un año de
vida: difícilmente podré
mostrarte el camino de la fe, al
menos como la entienden las
iglesias, sino más bien uno lleno
de dudas, grietas y preguntas
que, sin embargo, fortalecen la
aventura de estar vivos. A tu
mamá no le importa que no te
llene de cruces ni santitos. Se lo
agradezco. Ella me ha
encomendado una tarea enorme
y difícil, pero tal vez la más
noble a la que me hayan
convocado después de ser
padre: acompañar tu vida, poner
una mano sobre tu cabeza y
quererte, quererte mucho,
quererte tanto que sea una fiesta
contestarte cuando me llames,
sacarte a pasear a una plaza en
días de sol, curarte las heridas,
llevarte al viento en bicicleta y
leerte un día un cuento que te
haga dormir en mis brazos.
Te confieso que he sido un
padrino ausente, de un ahijado
bueno como el pan que merece
mucho más y al que conozco
poco, mucho menos de lo que
quisiera y debiera, tal vez por no
entender desde el comienzo qué
significaba serlo. No quiero que
esto me vuelva a pasar. Pero no
puedo estar seguro. Me gustaría
siempre poder contenerte,
especialmente en aquellos días
en que nada brille a tu
alrededor.
Prométeme, Amalia, que sabrás
hacerme reír, de la misma
manera como ahora yo lo hago
contigo, maravillosa criatura
recién nacida. Te esperan días y
noches impredecibles, ojalá
colores vivos en tu mirada y
buena gente en el camino. Hay
unos versos de Rilke que me
gustaría heredarte en el tiempo:
"¿Quién te dice que todo
desaparece?/ Del pájaro que
hieres,/ ¿quién sabe si no queda
el vuelo?/ Y tal vez las flores de
las caricias/ nos sobrevivan y
también a su tierra".
No haré ningún esfuerzo
especial por imponerte gustos y
aficiones, pero difícilmente
podrás impedir que en tu
dormitorio haya una estantería
con libros, y algún muro con
fotografías desplegadas en
blanco y negro. Un día las
apreciarás, un día aprenderás a
leer, un día querrás, estoy
seguro, que te lleve de viaje al
mar o a la montaña, a ver las
aguas correntosas de un río, y
sentarnos sobre piedras y
escuchar el incomparable sonido
de la naturaleza salvaje.
No necesitamos dinero, Amalia,
para emprender el viaje, del
mismo modo como recordarnos
será una manera de estar el uno
en el otro. Quiero que en
nuestras vidas los sentidos
hagan su trabajo: que así como
un día recuperé el aroma de las
salas de cine de mi infancia, a
donde iba acompañado de mi
madrina, tú también puedas
olfatear mi piel en la distancia.
Quiero que a tu piel no le falte
emoción. No te ofrezco bienes,
porque no los tengo. Prefiero
obsequiarte palabras,
fotografías, gestos y escenas que
atesores en esa memoria
privilegiada que hoy recién
comienza a ocuparse.
Ojalá no pierdas la capacidad de
asombrarte, Amalia; ojalá
descubras por ti misma nuevos
placeres mundanos, ejercites la
curiosidad y cultives la amistad.
Mientras tenga energía y salud,
formarás parte de mi paisaje
vital, y habrá un día en que
veremos juntos algún amanecer.
¿Me dejarás despertarte esa
madrugada con los primeros
cantos de los pájaros, para entre
sueños saludar el milagro de un
nuevo día de vida?
En un pasaje de su Diario
íntimo, Gabriela Mistral
recuerda a su madre, "con su
mínimo cuerpo, reidora y feliz",
allegándole una jarra de agua
cuando ella volvía de trotar en
los cerros del valle de Elqui: "Es
el gesto más límpido que guardo
y que viene a mí sin ser
llamado". Un día, Amalia,
espero, encontrarás en el
recuerdo, sin buscarlo, sin que
lo llames, gratuito, un episodio
de cariño y amor que nos reúna.
Quiero que sepas que en ese
momento, donde sea que me
encuentre, compartiré contigo la
felicidad de este gran regalo que
me ha hecho tu madre: ser tu
padrino, hoy, mañana, hasta el
último de los días.
Sábado 5 de Diciembre de 2009
Hace mucho que te quiero
Voy al cine, de la mano de la
Solcita, sin saber nada de la
película que veremos. Me dejo
llevar por su intuición y la
sospecha de que acertará un
pleno. Apenas me ha dicho que
es francesa y nada más. Me
gusta el título: Hace mucho que
te quiero. ¿Será el título
original, o una de esas
traducciones bastardas
concebidas para capturar el voto
de las mayorías?
Fuera de las buenas películas,
están las películas que te gustan
especialmente, un peldaño más
arriba las que te marcan y no
olvidarás, y por supuesto allá
abajo aquellas que olvidas a la
vuelta de la esquina, para no
contar las que nunca te interesó
ver aunque hayas llegado hasta
el final. Me acuerdo de cuando
vi por primera vez La vida de
los otros, esa película alemana
que reflexiona sobre la creación
artística en las dictaduras, y
sabe mirarle el alma a un país
vigilado en donde sus habitantes
caen derrotados una y otra vez,
y sólo unos cuantos pueden
pararse nuevamente. La vida de
los otros fue para mí una
película importante, inolvidable,
que he visto cuatro o cinco
veces.
Después de ver el otro día Hace
mucho que te quiero, pienso
parecido: no me importa
demasiado saber por qué me
emociona tanto, sólo alcanzo a
darme cuenta de que salí de la
sala dichoso de estar vivo y
poder disfrutarla, aunque me
hablara de asperezas o
justamente por eso, por el modo
que tiene de proponer un
espacio para la redención allí
donde habita el dolor más
profundo, allí donde hay
prisión, allí donde se instala el
juicio y el prejuicio, la condena,
la muerte en vida. Algunos
lograrán salvarse, aunque sea
temporalmente; otros
sucumbirán en el camino.
Cuando salí de la sala, llevaba
escrito en una servilleta el
nombre del director de la cinta:
el francés Philippe Claudel.
Apoyé mi mano en el hombro
de mi acompañante, tal como
hace la protagonista en un
momento de la película, y le di
gracias por regalarme una tarde
de domingo tan sencilla y
complejamente bella. No sé por
qué, pero se me viene a la
cabeza una conversación que vi
anoche en la televisión entre el
librero Juan Carlos Fau y el
escritor Germán Marín. Fau le
pregunta cómo documenta sus
libros, y Marín le responde con
precisión: leo a veces el diario
La Cuarta, aprecio la fuerza de
su lenguaje, popular; me
documento también de
confidencias, de imaginación,
por supuesto, y de películas
antiguas. ¿Cuáles son los
materiales con que Claudel
documenta Hace mucho que te
quiero? ¿De qué se nutren
nuestras historias, si no es de lo
que nos sucede aquí, ahora, ayer
y mañana? No creo que Claudel
haya ido demasiado lejos a
buscar los fundamentos de su
película. Como Marín, pudo
encontrarlos agazapados en la
lectura de un diario o en una
película remota, o en una
conversación íntima de café, o
en su infinita capacidad para
imaginar y también recordar,
que es otra forma de
imaginación.
Me serena saber que no sé nada
de nada, que sólo alcanzo a
sospechar algunas pocas cosas
sobre lo que supongo más me
importa. Esas sospechas, entre
las que se cuentan libros y
películas, cierta música y cierto
arte visual, los amores
incondicionales, los amigos y el
humor junto a la certeza de la
muerte, me mantienen vivo y
alerta. Alguna vez, más joven,
fui severo e implacable con
tantos que me rodeaban, de
cerca y de lejos. No sabía
demasiado qué quería hacer con
mi vida, y sin embargo emitía
juicios lapidarios sobre
cualquier cosa. Qué miedo tanta
convicción, tantas falsas
certidumbres. Es curioso: he
visto desfilar el paso de los años
a mi lado, y junto a ellos se ha
ido extinguiendo mi ánimo de
juzgar. Si me mirara ahora al
espejo, vería que en lo esencial
soy tal vez hasta más radical
que antes, pero al mismo tiempo
aprecio la indulgencia de
saberme frágil y abollado,
herido pero feliz de escribir, por
ejemplo, estas líneas. Me gusta
la manera en que Philippe
Claudel trata a sus personajes:
con cariño y piedad,
independiente de cómo
resolverán ellos sus asuntos y de
que necesariamente van a sufrir.
Cuando has visto morir a gente
a la que querías mucho, las
fuerzas que aún conservas
quisieras ocuparlas en vivir en
comunión con aquellos
cómplices que sospechas,
imaginas, son la sal y esencia de
tu propia historia. ¿Tiene un
nombre esta conexión, esta
correspondencia? No lo sé. No
sé nada. Sólo sé que iré
nuevamente a ver la película de
Claudel.

Sábado 12 de Diciembre de
2009
Lolita
Un conocido se había enterado
de que yo buscaba un cachorro
pastor alemán y gentilmente me
ofreció uno de regalo. No tenía
nombre, apenas dos o tres meses
de vida. Fui a buscarlo y cuando
lo vi, me enamoré de ella a
primera vista. Era una hembra
hermosa, inquieta, juguetona,
distinguida. Esto sucedió quince
años atrás, más o menos: yo
vivía solo en una casa en La
Reina, en el cerro, con bastante
sitio para que ella fuera feliz,
jugáramos a la pelota,
comiéramos del mismo plato y
me acompañara en las noches.
Nunca antes había tenido un
perro. No está bien dicho: tener
un perro. Deberíamos decir:
cuidar un perro. Porque Lolita,
como la bautizó mi hija
Antonia, no era mía; Lolita, si
era de alguien, era de la
maravillosa naturaleza animal, y
esto lo iba a aprender
rápidamente.
Al cabo de unos pocos días,
Lolita se convirtió en la vedette
de casa. Amigos y familiares
iban a visitarla, le llevaban
regalos, se sacaban fotos con
ella, mientras la perra, que era
una niña, les hacía gracias y de
paso lo rompía todo: la escoba,
una camisa recién lavada,
alguna pelota, nuevas plantas.
Alguien, a quien nunca debí
hacerle caso, me dijo que tenía
que ejercer autoridad sobre ella.
Algo así como enseñarle
modales. Fui un profesor bruto
y culposo, que cuando golpeó
alguna vez su hocico con el
diario, después quería morirse y
acababa pidiéndole disculpas a
una cachorra hermosa que no
entendía por qué, si yo la quería,
tenía que llegar al extremo de
golpearla.
Desistí al corto tiempo de
cualquier otro propósito que no
fuera convivir. Lolita no era
nada rabiosa: les ladraba a los
desconocidos, pero lo hacía
como un juego y una descarga.
Una vez se enfermó
gravemente, con fiebre alta, y
debí quedarme junto a ella
cuidándola como se hace con
una guagua, asegurándome de
que tomara los remedios.
Dos veces nos entraron a robar
en esos meses. La primera vez
se llevaron lo poco que había:
un computador portátil recién
comprado en veinticuatro
cuotas, un reproductor de
videos, y una serie de películas
en VHS de La pantera rosa y
Disneylandia, junto a unas
cintas donde estaba grabada mi
hija Antonia. Los libros,
afortunadamente, quedaron
intactos, pero esas imágenes de
mi hija seguramente acabaron
en un basurero extraño. La
segunda vez que entraron a
robar, ya no había nada que les
interesara. Yo había viajado
fuera de Santiago, era domingo,
sólo Lolita estaba en casa.
Lolita, que entonces ya tenía
cerca de un año, era corpulenta,
intimidaba a los que no la
conocían, pero era incapaz de
hacer algo más que asustarlos y
ladrarles. Fue lo que hizo:
cuando dos sujetos extraños
forzaron la puerta y entraron,
corrió a ladrarle
desesperadamente a una señora
del sitio vecino que me ayudaba
en la casa con el aseo y la
comida, y ella vino a ver qué
pasaba y se encontró con el
pastel: dos tipos armados,
amenazándola con que
controlara al perro porque si no,
le disparaban. Lolita jamás los
atacó. Los patosmalos se fueron
con las manos vacías, pero sin
dejar de apuntarla. Cuando volví
esa noche y escuché el relato de
la señora, todavía verde y
temblorosa de miedo, decidí
dejar esa casa e irme a un
departamento. Lo que no medí
fue el impacto de no seguir
viviendo juntos. Conseguí una
familia que tenía varios perros
en su casa, y que pronto se iría a
vivir a una parcela en Pirque
donde ella sería la reina. Así se
hizo. La fueron a buscar y yo no
quise estar. Lolita desapareció
de mi vida.
Más o menos un año después de
haberla dejado partir, fui a
visitarla sin avisarle a nadie.
Aún no se mudaba a Pirque.
Vivía en una casa cerca de la
rotonda Quilín. Me bajé y toqué
el timbre. Una andanada de
perros salió a recibirme a punta
de ladridos. La que llevaba la
voz cantante era Lolita, que
saltaba sobre la reja y me
mostraba los dientes. La llamé
por su nombre. Inmediatamente
se calló, me olfateó y empezó a
mover la cola. Le hablé, le hice
cariño, y después ella se alejó
por un momento. Abrieron la
puerta. No les gustó a los
dueños de casa que llegara a
verla. "Lolita no debe
confundirse de amo", explicaron
después. Lolita volvió
rápidamente a donde yo estaba
con una piedra grande en el
hocico y la dejó ahí, en el suelo,
junto a mis pies. Era nuestro
juego favorito, el más sencillo:
con una pelota de tenis o una
piedra, yo se la lanzaba y ella
corría y la traía de vuelta. No
estuve más de dos o tres
minutos en esa casa. Claramente
no era bienvenido. Nunca más
la vi.
Le pedí la semana pasada a la
Solcita si podía averiguar sobre
la Lolita en Pirque. En todos
estos años de algo me había
enterado: que la atropellaron
una vez siendo aún joven, lo que
la dejó ligeramente coja; que
parió muchas veces unos
cachorros preciosos; que
siempre fue la preferida de sus
nuevos dueños. "Averigüé de la
Lolita, Pancho", me dijo la
Solcita el otro día. La miré: "No
me digas nada, ya lo sé". "Sí, ya
lo sabes". Me quedé callado un
rato. Pensé que un día me
gustaría llevarle flores.

Sábado 19 de Diciembre de
2009
El limonero
Bajo la generosa sombra del
limonero que corona el patio de
su casa, en un barrio arbolado y
tranquilo donde gatos, perros y
pájaros conviven sin mayores
dificultades con los vecinos, los
buenos amigos de Mabel y
Álvaro nos damos cita año a año
para conmemorar un nuevo
aniversario de matrimonio de
esta pareja a la que tanto
queremos, y de la cual estamos
agradecidos, entre otras cosas,
por la amistad gratuita y por
invitarnos a esta fiesta anual de
bajo perfil que dura no menos
de doce horas, habitualmente de
doce del día a doce de la noche,
en donde se bebe, se come y se
conversa sin agenda previa y en
forma casi ininterrumpida. La
selección musical de la jornada
queda espontáneamente a cargo
de uno de los invitados, el
escritor Alejandro Zambra, sin
que haya que lamentar, hasta
ahora, estridencias
desagradables.
Alguna vez le comenté a los
dueños de casa, a Mabel y
Álvaro, cuando ellos no sabían
aún qué preparar el día de su
matrimonio, que conocía a un
mozo llamado Iván que hacía
maravillas con bajo presupuesto
y además no cobraba nada caro
por el trabajo. Iván se hacía
cargo de todo, y nosotros, los
participantes de la fiesta,
incluyendo a los anfitriones, nos
dedicábamos a lo que
correspondía y mejor sabíamos
hacer: disfrutar y celebrar. Mis
amigos confiaron en Iván, y
desde entonces él es el
responsable de preparar y servir
la bebida y la comida. Cuando
ya es media tarde, Iván se retira
entre aplausos, que este año
fueron ovación, dejándonos
alimentados y provistos ahora
de un bar abierto en donde
autoservirnos lo que se nos
plazca: whisky escocés del
pajarito, vodka, ron, pisco,
cerveza, vino, gaseosas, todo
debidamente bien refrigerado.
Hasta aquí, una celebración
soñada y en algún sentido
predecible, a la que vamos
agregándole aquellos
ingredientes propios de cada
nuevo aniversario, porque la
rueda de la vida no cesa de
girar. La chica que el año
anterior era la novia de
Beckmann y soñaba con tener
un hijo suyo, vino ahora con un
bebé en brazos, una muchachita
casi recién nacida llamada
Olivia Beckmann. El sobrino de
Álvaro, que el año pasado
buscaba remolonamente los
brazos de la madre, se movía
esta vez como un todoterreno
destilando energía y simpatía a
lo largo y ancho del patio. La
amiga de los dueños de casa que
ahora no pudo venir por estar en
tratamiento y a la que
extrañamos, sabemos que
volveremos a encontrarla el año
que viene, ya felizmente
recuperada.
La Solcita y yo apurábamos
nuevos vasos de cerveza fría,
cuando el bueno de Ignacio,
amigo estelar de Álvaro, se
arrimó a mi lado para
confidenciarme la historia de
amor que hoy lo tiene entre las
cuerdas: está perdidamente
enamorado de una mujer casada
y sin hijos. La vieja historia que
él no buscó, que simplemente
encontró a la vuelta de la
esquina. Una mujer guapa y
entrañable a la que conoció por
trabajo ocho meses atrás, y de la
cual fue poco a poco
prendándose, hasta hoy, que
muere y espera por ella. Correos
electrónicos cada vez más
íntimos y amorosos,
conversadas mesas de café,
entre canciones de Manuel
García y Jorge Drexler, aquella
novela de Javier Marías, sueños
compartidos y verbalizados,
unos pocos e intensos besos son
el archivo completo de esta
novela que Ignacio teme pudiera
no escribirse nunca, o escribirse
como la trillada historia de un
amor que pudo ser y nunca llegó
a puerto. Acabo dos o tres
schops escuchando el relato
pormenorizado de Ignacio.
Advierto en su voz, en sus
inflexiones, lo difícil que es
para él sobrellevar este
momento en paz: ella le pide
tiempo para resolver sus
asuntos, le dice que la espere
hasta entonces, que en todos
estos meses no le escriba ni la
llame, que llegará el momento
en que ella vendrá corriendo a
decirle, como en las películas,
que si ella es la mujer de su
vida, él también es, Ignacio, el
hombre de su vida; que las
historias de amor a veces
necesitan silencio y abismo para
que pueda circular sangre nueva
y fresca allí donde antes había
miedo y desesperanza.
"Inútil decir más", escribió la
poeta Idea Vilariño: "Nombrar
alcanza". Yo esperaré a regresar
el próximo año y verte con ella,
Ignacio, amándose los dos, bajo
el limonero, en medio de una
brisa suave que haga aletear
ligeramente los pliegues de su
falda. Tú estarás entre sus
brazos. Nosotros, brindando por
ustedes.

Sábado 26 de Diciembre de
2009
Pascueros
Una vez, cuando trabajábamos
en la revista Don Balón, en los
años noventa, para ahorrarnos el
ítem Viejo Pascuero
convencimos a uno de los
juniors, Fernando, de que fuera
el Santa Claus de la fiesta
navideña de la empresa.
Llegaron las familias completas,
había bebidas, pan de pascua y
hotdogs, y por supuesto les
teníamos flor de regalo a todos
los niños invitados. Lo que no
sospechábamos era el
profesionalismo con que nuestro
Pascuero, un ex carabinero
fornido y de pocas palabras, iba
a asumir su rol. Se le arrendó un
disfraz, hasta con máscara, y sin
que le dijéramos nada, él nos
anunció que ejecutaría el
protocolo completo: iría
llamando uno a uno a los niños
más chicos para sentarlos en su
falda, hacerles las preguntas
típicas, tomarse una foto con
ellos y entregarles el regalo. El
problema fue que cuando se
puso la máscara se convirtió,
más que en un Viejo Pascuero
amable y bonachón, en el
personaje de una película de
terror: su cara era
decididamente monstruosa,
parecida al rostro carcelario de
Hannibal Lecter en El silencio
de los inocentes. Fue un
momento inolvidable: mientras
nosotros nos matábamos de la
risa en un rincón, los niños
llamados no se atrevían a
acercarse a nuestro improvisado
Santa Claus, lo encontraban
demasiado feo, temían que
pudiera hacerles algo malo, y no
faltó el cabro chico que se puso
a llorar y que empezó a
reclamar porque quería su
regalo, pero no al Viejo
Pascuero. Hubo que sacarle a
Fernando la máscara de la
discordia, acelerar la entrega de
los paquetes y olvidarse de la
foto de rigor.
El oficio de Pascuero es jodido.
Los que van de Santa Claus por
las calles, o se instalan en las
plazas, deben soportar más de
treinta grados a la sombra con
unos trajes sintéticos que los
hacen sudar como caballo de
carrera. A eso se suman las
bromas de los pinganillas que
quieren desenmascararlos frente
a los niños crédulos: se acercan
a ellos a mirarlos con lupa, les
dicen a viva voz que son falsos,
les sacan los gorros, les tiran los
elásticos de las barbas, y como
los Pascueros tienen sangre en
las venas, a veces se calientan y
responden a golpes. Esos
Pascueros salen después en los
diarios, porque en todas partes
hay niños que los agarran a
patadas en las canillas. A veces
los Pascueros improvisados se
han hecho unos pocos pesos
durante el día, no tienen fuerzas
ni para sacarse el disfraz
después de la jornada larga y los
cogotean cuando vuelven a casa
para robarles hasta el traje. A
veces usan chalas para no
transpirar tanto. Recuerdo a uno
que fue contratado en Navidad
por un vecino, cuando en mi
casa había dos enanos que
todavía creían en él. El vecino
me llamó esa noche y me dijo
que llevara a mis hijos, para que
conversaran con su flamante
invitado. Lo que más les llamó
la atención a mis cabros fueron
tres cosas: que tomaba cerveza
en lata, que no les trajo ningún
regalo a ellos, y las chalas del
Viejo Pascuero. Esa noche se
llenaron de dudas.
Un amigo médico escribió lo
que le pasó una vez en la fiesta
de Navidad del hospital donde
trabajaba, muchos años atrás.
Esa tarde de esparcimiento en
un club deportivo en Gran
Avenida, había gran
expectación entre los cientos de
niños que esperaban en
cualquier momento el arribo del
Viejo Pascuero desde el cielo:
saltaría desde una avioneta en
paracaídas y se posaría sobre el
centro de un pastizal rodeado de
grandes árboles. No importaba
nada que fuera 14 de diciembre,
que faltaran tantos días para la
Nochebuena. El griterío y la
algarabía de los niños fue
impresionante cuando vieron al
Viejo Pascuero venir por el aire
con su traje rojo. Era un hombre
delgado y traía una bolsa
blanca: "Pero de pronto el Viejo
Pascuero fue empujado por un
viento sur oriente que lo llevó a
golpearse contra la parte alta de
unos álamos que bordeaban el
sitio. Literalmente el Viejo
Pascuero se sacó la cresta, y
forzado por su paracaídas ya
fláccido, se continuó golpeando
contra otros álamos, hasta caer
por fin al piso". Nadie lo podía
creer. Los niños a la distancia
veían consternados a su héroe
botado en el suelo. Al cabo de
unos pocos segundos, el Viejo
Pascuero se incorporó cojeando
y arrastrando su lánguida bolsa
blanca, tras soltarse del
paracaídas. La fiesta debía
continuar. Estaba en juego la fe
de los niños. Se improvisó en
tiempo récord a un Viejo
Pascuero más gordo, que hizo
su entrada arriba de una
camioneta, adornada con renos
de cartón. Los pequeños se
amontonaron en torno al nuevo
héroe y sus regalos, mientras
unos metros más allá, una
ambulancia sin sirenas se
retiraba rumbo al hospital.

Sábado 2 de Enero de 2010


Benditas palabras
Me lo regaló una amiga cuando
aún estábamos en la
universidad, y ha sobrevivido a
mudanzas y olvidos. Lo hizo
ella misma: sobre un trozo de
arpillera de diez centímetros de
ancho por unos setenta de largo,
bordó con letras moradas unos
versos de Rimbaud que me
acompañarán, espero, hasta el
final. Puedo recitarlos de
memoria, sin mirarlos, desde
hace casi treinta años:
"Entretanto es la víspera,
recibimos todos los influjos de
vigor y de auténtica ternura; y al
amanecer, armados de una
ardiente paciencia, entraremos a
las espléndidas ciudades".
He visto a mi amiga Marisol
muy pocas veces en todos estos
años, y cuando la he visto, casi
siempre al pasar, no sé si le he
dicho lo mucho que me importó
y me importa su regalo, estos
versos que ahora veo cada día
colgando desde el costado
superior izquierdo de mi
escritorio. No son sólo palabras,
como dice Teillier, un poco de
aire movido por los labios para
ocultar lo único verdadero: que
respiramos y dejamos de
respirar. Son palabras benditas
que viajan con nosotros,
equipaje de mano para enfrentar
la vida con los pies bien puestos
no necesariamente sobre la
tierra, sino sobre lo mejor del
espíritu.
Las palabras bien dichas no sólo
cuentan la belleza. La mayoría
de las veces nos cuentan antes el
horror, el dolor, la ignominia, la
perversión, el vacío y la
soledad, pero no por ello dejan
de ser benditas, justamente
porque nos revelan un mundo
esencial que subyace debajo o
detrás de las apariencias. En una
conversación con Vicente
Undurraga publicada en The
Clinic, Raúl Zurita dice haber
entendido a Bolaño cuando se
dio cuenta de que era un tipo
desesperado que se jugó el todo
por el todo en sus libros, que se
atrevió a ir hasta el límite, que
no cerró los ojos cuando
enfrentó una y otra vez las
zonas más oscuras de sí mismo
y los demás. Alega Zurita que
en todo arte hay una reserva
básica de criminalidad, de
transgresión, de
disconformidad, de rebeldía. Y
que sin embargo él también
necesita al amor para sobrevivir.
El libro que acaba de terminar,
Mein Kampf, del cual imprimió
y empastó sólo cinco
ejemplares, se lo dedica a su
mujer: "Para mí el amor es la
única barrera que puedes
oponerle al hecho inminente de
la muerte. Es la única
resistencia. Cuando estoy en mi
casa solo con la Paulina, no hay
enfermedad. Desaparecen todos
los movimientos, es súper
impresionante. Es tan grande el
amor que siento por ella que de
repente casi me pongo a llorar
del privilegio. De esta especie
como de regalo en estos años
finales".
Las dos cosas que más me han
gustado del Clinic en el último
tiempo fueron esta entrevista a
Zurita y una conversación de
Catalina May con el poeta
Ennio Moltedo, que vive en
Viña y que nunca prácticamente
ha salido de ahí. Seguramente es
la voz de los poetas la que más
me interesa escuchar hoy. A
ninguno de los dos les gusta el
país que ven y que viven. Sus
voces se cruzan, Zurita le echa
flores a Moltedo: "Es uno de los
poetas más finos, grandes,
curiosos y buenos de Chile. Si
no es más conocido es porque la
poesía excede con creces los
tiempos de nuestras vidas
humanas". Me detengo en un
breve texto de Ennio Moltedo:
"Protégeme, Dios mío, del
sentido pedagógico y deja que
cada día me sorprenda viendo
pasar -sin estilo- el viento por la
esquina".
Palabras, benditas palabras:
cómo vivir sin ellas, cómo
agradecerles el regalo de
encontrarnos unos con otros
antes de quedarnos
completamente solos. Ayer leí
La nieta del señor Linh, de
Philippe Claudel, donde el
protagonista, un abuelo
desterrado junto a su nieta,
aprende a decir buenos días en
una ciudad hostil para poder
comunicarse con su nuevo y
único amigo el señor Bark, que
lo espera diariamente en el
banco de una plaza. Al señor
Linh le bastan su nieta, su
amigo y unas pocas palabras
para no morir. Anteayer leí El
libro de mi madre, de Albert
Cohen, donde el narrador
homenajea a su mamá y al amor
que ella le obsequió sin pedirle
nunca nada a cambio. Cada hijo
tiene una historia particular con
su madre, a veces dolorosa y
distante.
Afortunadamente unos pocos
escritores (entre ellos Richard
Ford, Gabriela Mistral, James
Ellroy, Albert Cohen) escriben
esas historias con pasión y sin
mezquinar detalles,
ayudándonos a fijar la vista en
esa mujer estelar sin la cual no
hay verbo, no hay nada, nada.
Nada.

Sábado 23 de Enero de 2010


El bolso del verano
Lo mejor del verano está por
venir. Ojalá. Vengo haciendo la
cuenta regresiva de los días que
faltan para salir de vacaciones y
escapar. Arrancar. No tanto de
la ciudad, de esa brisa leve y
refrescante de las noches de
enero y febrero. Esa brisa
perfecta para ver películas con
las ventanas bien abiertas,
enamorarse todavía más o
simplemente sentir placer.
Hablo de escapar de los
horarios, de abandonar las
agendas, de no tener que estar a
una hora y no otra en cierto
lugar, porque alguien te espera o
te necesita. Hablo de hacerte
invisible todo lo que puedas:
qué gran descanso. No estar,
suspenderte, desaparecer. Y
soñar. Soñar que tu relación con
el mundo del trabajo ya no será
igual: una tía lejana, pero que
por alguna razón te quería
muchísimo, esa tía solterona que
vivía en Europa, ¿la recuerdas?,
antes de morir (de vieja, claro,
sin mayores sufrimientos) dejó
escrito que aquella villa que
tenía en la Toscana, y de la cual
no sabías nada, ahora es tuya.
Viajas a Italia, a formalizar los
papeles, y te enteras con tus
propios ojos de que la villa es
un paraíso en la Tierra que
necesita ciertos arreglos, pero
que no faltarán interesados en
comprarla tal como está para
restaurarla a su gusto. Te hablan
de cientos de miles de euros.
Dejas todo en manos de una
oficina de propiedades que te
recomienda gente seria, y al
cabo de unos meses, abogados
mediante, recibes el importe de
la venta, descontados los
impuestos de rigor. Haces una
comida con los amigos y afectos
más cercanos, pagas la cuenta, y
a partir de ese momento te
enteras de que el mundo
cambió, y tú con él.
Es en este momento cuando te
acuerdas de esos típicos chistes
del Jappening con Ja, en que
Ravani o Alarcón eran unos
cabros chicos que se pasaban
películas en la pieza, y se
inventaban un mundo, y estaban
en lo mejor viviendo su sueño
cuando los llamaban a comer, y
los hacían volver a la realidad
doméstica de todos los días.
Hay ociosos más consistentes
que uno, que lo logran sin soñar
demasiado, o porque lo soñaron
acompañados de una gran
convicción: trabajan poco, lo
justo para funcionar. Otros
tienen más suerte y cuentan con
recursos para comprar tiempo.
¿Hay una mejor inversión? Creo
que no. Algún día, decimos,
también lo haremos nosotros.
Reduciremos cada vez más
nuestro espacio de acción,
escribiremos lo preciso,
hablaremos cuando nos guste
hacerlo, terminaremos de pagar
deudas, leeremos en silencio,
reservaremos siempre una buena
dosis de risa diaria mientras
tengamos ánimo y fuerzas. Lo
de pagar las deudas y no
endeudarnos de nuevo es un
tema complejo. Lo demás lo
podemos ir practicando desde
ya. Reducirnos, escribir en dosis
precisas, reír bastante, no hablar
demasiado, y leer. Qué placer
más grande: leer con y sin
agenda, lo que hace tiempo
vienes buscando, y también
aquellos libros inesperados que
te enseñan a no programarte
más de lo estrictamente
necesario. Ayer, a última hora,
un amigo me prestó un libro que
empecé esta mañana y que está
muy bueno. Se llama Firmin, es
de Sam Savage. El protagonista
es un ratón: sí, un ratón, un
ratón que devora libros; un ratón
de biblioteca, literal. El libro
tiene humor, inteligencia, una
vida de lecturas metabolizadas.
Una de las cosas buenas del
verano y las vacaciones son los
libros que vas a leer de la
mañana a la noche, que escoges
de un modo cuidadoso y
guardas en un bolso especial.
Descarto que tengan que ser
ligeros, y necesariamente de
lectura demasiado rápida. Me
gusta más que permanezcan en
mí un largo tiempo, que me
duela desprenderme de ellos,
que me acompañen después de
haber sido leídos, que sean parte
de mi vida. A eso aspiro.
Todavía no decido todo lo que
llevaré: para veinte días, diez
libros es un buen número. De
los chilenos, creo que elegiré la
novela de Díaz Eterovic que él
mismo me recomendó, Ángeles
y solitarios, y cuentos de José
Miguel Varas, además de Correr
el tupido velo de Pilar Donoso.
Llevo también una novela de
Rubem Fonseca, Vastas
emociones y pensamientos
imperfectos, otra de Amos Oz,
Un descanso verdadero, y
algunos libros de cuentos, para
ir matando en tramos cortos:
desde Tobías Wolff hasta un
noruego que acabo de conocer:
Kjell Askildsen. Empezó la
cuenta regresiva. En una semana
arranco con el bolso lleno a
perderme.

Sábado 30 de Enero de 2010


Festejos
Festejé, como pocas veces, mi
último cumpleaños. Pidiéndole
primero a un amigo, que tiene
un club de jazz en Santiago, que
cerráramos el local para los
demás amigos y escucháramos
música en vivo interpretada por
amigos artistas aventajados. Y
un par de días después invitando
a un lote a comer en el boliche
de la esquina de mi casa. No
quería celebrar un año más de
vida; simplemente quería
festejar que estoy vivo.
Cada año que transcurre, con su
carga a cuestas de sucesos para
el olvido y un canasto lleno de
momentos estelares, es mi única
oportunidad sobre la Tierra. No
puedo ni quiero desatenderla.
Hubo amigos que llegaron a la
cita con un regalo: un poema de
Wislawa Szymborska que se
llama "Posibilidades", o el libro
de un brasileño hasta ese
momento desconocido para mí,
Paulo Mendes Campos, titulado
El gol es necesario.
El poema de Szymborska es
preciso en traducir las
preferencias de una voz poética
entrañable: "Prefiero que me
guste la gente/ a amar a la
humanidad. (...) Prefiero a los
moralistas/ que no me prometen
nada. (...) Prefiero la tierra
vestida de civil./ Prefiero los
países conquistados a los
conquistadores./ Prefiero tener
reservas. (...) Prefiero no
preguntar cuánto me queda y
cuándo./ Prefiero tomar en
cuenta incluso la posibilidad/ de
que todo tiene una razón de
ser".
El libro de Paulo Mendes
Campos es una joyita que lo
emparenta con aquellos
escritores brasileños que tanto
me gustan: Rubem Braga,
Fernando Sabino, Clarice
Lispector. Leyendo el prólogo
me doy cuenta de que una
crónica suya llamada "La playa"
debiera ser lectura obligatoria
de todos nosotros,
especialmente en días de sol,
como el de esta mañana en la
ciudad: "Merezco este día de
playa y de sol, dedicado
enteramente a esta felicidad
deslumbrada hecha de egoísmo
orgánico. Hoy yo no sufriría ni
por mí mismo. Nuestro destino
es morir. Pero es también nacer.
El resto es aflicción del
espíritu".
Festejé en el Thelonious de
Erwin Díaz con mis amigos, con
mis afectos. Nos regalamos
entre todos una noche libre,
comida y bebida, y música a la
vena. Magdalena Matthey cantó
por primera vez "Vuelta y
vuelta", de Congreso: su voz
profunda y hermosa moviéndose
entre los acordes, y el alma
puesta en cada una de las
palabras cantadas: "Y sigo
caminando calendarios, sigo
dando vueltas en un reloj. Todo
se termina en un suspiro, y huye
alado el eco de la voz. Y vuelta
y vuelta, planetas y estrellas".
Me emocioné mucho cuando la
escuché cantar esta canción:
lloré de alegría. Es como en la
crónica de Mendes Campos: en
una noche así, no podría sufrir
ni por mí mismo. Cuando me
conmuevo de esta manera,
cuando experimento la fuerte
sensación de que estoy viviendo
una escena irrepetible y mágica,
busco detenerme a dejar
constancia de que eso está
ocurriendo realmente. Es como
fijar la emoción, sentirla
físicamente, nombrarla y
después alojarla en algún rincón
desconocido de mi espíritu, para
que me complete y me ayude a
resistir en aquellos momentos
difíciles que necesariamente
vendrán.
Rodeado de afectos y presencias
vivas, no olvido que también
estamos hechos de ausencias, de
silencios, de rostros
desvanecidos. A veces, en días
de sol como estos del verano, en
mañanas luminosas, me siento a
convocar a estos ausentes,
escucho su silencio, trato de
volver a ver esos rostros que
han ido lentamente
desapareciendo, pero no
extinguiéndose. No es lo mismo
no estar que no ser. Di vueltas
una bodega completa esta
mañana temprano buscando
unas carpetas y unas fotografías
que necesito para un trabajo, y
en medio de miles de papeles
apareció, perdida durante años,
una foto en blanco y negro de
mi hermana chica cuando tenía
meses de vida y era cargada en
brazos. A un costado de la foto,
casi saliéndose de ella,
desenfocada, sosteniendo a mi
hermana, estaba María Rosa
Martínez Flores, de Paine, poco
tiempo antes de dejar la casa de
mis padres, donde trabajaba.
Fue una aparición necesaria: tu
recuerdo, María, créelo, es
aliento en mi vida. Estarás
siempre entre las personas que
más me importan en este
mundo. Nunca ejerciste un
gramo de poder. Te respeto
tanto, y te quiero; festejo que
seas parte de mí.

Sábado 6 de Febrero de 2010


Hijos con hijos
Vino mi amigo Daniel a Chile,
desde Uruguay. Sabe que soy
fanático y me trajo de regalo un
devedé del cantante Jaime Roos,
Hermano te estoy hablando, en
donde toca sus canciones más
íntimas, las "canciones
interiores" de los discos, las
menos populares, que son
además, dice el propio Roos, las
favoritas de sus mejores amigos,
las que él se moría de ganas de
cantar en un espectáculo
especial, como el que grabaron
en el Teatro Solís de
Montevideo en julio de 2008.
Disfruté la amistad de Daniel
mientras estuvo en Santiago, y
por supuesto el disco de Roos,
donde el cantante aprovecha de
hablar de los amigos que lo
salvaron, de los amigos que lo
cuidan y a los que él también
cuida.
Cuidarse, cuidar a otra persona,
ser cuidado por alguien: es un
tema en la vida. Le comenté ese
momento de la conversación a
Daniel, y comprobé que a los
dos nos hacía mucho sentido.
Coincidimos en que la palabra
cuidar que empleaba Roos se
había empezado a convertir en
nuestras vidas en una palabra
muy importante. ¿Por qué? No
lo sabemos con claridad.
Sospechamos que puede ser la
edad: los dos somos cercanos a
la cincuentena, hemos vivido
completamente la experiencia
de haber sido cuidados y de
cuidar a otros. Hijos con hijos,
sabemos reconocer al menos la
fragilidad sobre la que se
levanta buena parte de lo que
somos.
Mis dos hijos hombres vienen
llegando de un largo
campamento scout en el sur.
Durante semanas no tuvimos
prácticamente ninguna
comunicación con ellos, salvo
un escueto llamado telefónico
de un minuto el día de mi
cumpleaños. Ahora nos
enteramos de que durante el
campamento de veinte días
hubo un principio de incendio
en el fundo donde estaban, y
que hacia el final una plaga de
enfermos obligó a adelantar en
un día el regreso, porque
llegaron a ser cerca de cien los
niños con diarrea y vómitos y
fiebre en algunos casos. Los
míos no fueron la excepción,
pero afortunadamente volvieron
bastante recuperados. Alguien
cuidó de ellos: los jefes de
patrulla, los profesionales del
consultorio de Yungay, aquellos
compañeros que estaban en
mejores condiciones. Y seguro,
en algún minuto a ellos también
les correspondió cuidar a los
más enfermos. Qué gran
aprendizaje.
La vida doméstica de cada día
nos ofrece a cada momento una
oportunidad para cuidar o ser
cuidados. La primera vez que
nos íbamos a encontrar con
Pierre Jacomet en un café de
Reñaca, estaba lloviendo a
chuzo en la costa, había un
temporal desatado, y Pierre me
llamó cuando ya viajaba por la
carretera para proponerme que
me devolviera, y que nos
reuniéramos a la semana
siguiente. "Soy viejo ya,
conozco estos temporales, sé
que son traicioneros, no quisiera
que te pasara algo y después lo
lamentemos", me dijo:
"Esperemos a que se arregle el
tiempo". Le hice caso, y regresé
a Santiago. Estaba en sus genes
cuidar a los que lo rodeaban,
descuidando incluso a veces su
propia salud. A sus mejores
amigos, y a los que pudimos
llegar a serlo pero no
alcanzamos a ocupar ese
privilegio porque una pulmonía
lo mató un par de meses más
tarde, Jacomet los envolvía con
su prosa, su lucidez y una
mirada directa a los ojos.
A muchos de nosotros, lo sé,
nos gustaría experimentar el
privilegio de cuidar con nuestras
propias manos a tantas almas
cercanas que nos importan en la
vida. Aunque no lo sepamos,
tomamos a diario decisiones
éticas. Lo que hacemos con uno,
lo dejamos de hacer con otros.
Anoche vi una película
magnífica, de una directora
danesa, Susanne Bier. Se llama
Después de la boda: el
protagonista es un danés
llamado Jacob que está radicado
en Bombay a cargo de un
orfanato de niños. Debe viajar a
Dinamarca a conseguir dinero
urgente para su proyecto de
asistencia a niños de la calle, y
un encuentro inesperado durante
su estancia en Copenhague lo
obliga a inventarse un nuevo
tablero. Lo que Jacob haga en
Dinamarca, y con quién lo haga,
determinará en parte lo que
suceda en Bombay con los que
están a su cargo.
Somos individuos, somos solos,
pero también formamos parte de
una red tejida sutil e
inconscientemente donde se
enlazan hombres y mujeres,
ancianos, adultos, niños y
jóvenes que por alguna razón
permanecen atados a nuestro
centro, y nosotros al suyo. Es
una red de afectos y
complicidades con zurcidos y
roturas. Me gusta esta conexión
impredecible, espiritual, mágica
y física, que sin que yo entienda
cómo me empuja a cuidar de mí
mismo, a cuidar a otros, a
dejarme cuidar por ellos, mis
esenciales.

Sábado 13 de Febrero de 2010


Vacaciones (1)
No sé si lo hicimos una sola vez
con mis hermanos, y por eso lo
recuerdo tan nítidamente, o lo
hacíamos todas las veces que
llovía a chuzo, pero es una de
mis imágenes preferidas de las
vacaciones infantiles y la
libertad: partir corriendo en
trajebaño y chalas desde la casa
que arrendábamos, a unas siete
cuadras de la playa, con la toalla
al cuello, hasta el lago
Villarrica, llegar al muelle, dejar
la toalla y las condorito sobre
las tablas, tirarnos uno, dos,
tres, cuatro piqueros desde las
alturas, los más que pudiéramos
sin importar cuán fría estuviera
el agua o cuán helado el viento,
trepar al muelle una y otra vez
por una pequeña escala de
fierro, y volver a casa, ya sin
apuro, mojados y felices, libres,
después de disfrutar la
naturaleza salvaje y desafiar esa
ridícula ordenanza que dice que
cuando llueve fuerte y hay
temporal no debemos bañarnos
en el lago. ¿Quién dijo que no,
ah?
Esta es mi cuarta mañana de
vacaciones en el sur alojando en
una sencilla y antigua cabaña a
orillas del lago Llanquihue. La
misma a la que acostumbramos
venir desde hace un tiempo. Se
llama La casa de los castaños,
porque a metros de su entrada
cinco castaños enormes y
añosos se levantan otorgándole
un carácter especial. Parte del
carácter de esta cabaña es que
está completamente inclinada
hacia el cerro, lo que no es
perceptible a simple vista, pero
bien notorio si echas a rodar una
botella por el piso.
El clima ha estado en estos días
más inestable que en
temporadas anteriores, lo que a
mí al menos me gusta mucho.
En un mismo día ha habido sol,
viento, lluvia, nubes negras,
nubes vaporosas, árboles
iluminados y el arco iris doble
más hermoso que haya visto en
mi vida. El martes que pasó,
bajo una lluvia intensa, a eso de
las seis de la tarde, mis tres
hijos más pequeños salieron en
trajebaño a correr y a
empaparse, a dar vueltas por la
improvisada cancha de fútbol
del vecindario, que es un paño
de pasto natural bien cagado por
ovejas. Fue cuando los vi gritar,
reír a carcajadas y levantar los
brazos al cielo que recordé
aquella escena de mi infancia
junto al lago Villarrica, cuando
corríamos a tirarnos piqueros al
muelle.
Cada verano este lugar ofrece
postales sorprendentes, no por
ser ellas espectaculares, sino
porque no pueden ser
imaginadas previamente por
nadie. Conocimos, por ejemplo,
al Galán, un perro de campo no
precisamente agraciado de
rostro, al que el humor
corrosivo de este país lo bautizó
con ese nombre. Es un perro
manso y juguetón, de tamaño
medio-grande, inofensivo y
cariñoso, que vive unos campos
más arriba pero bajó porque una
perra de por aquí anda en celo.
Galán nos acompañó el otro día
a pasear por la orilla del lago, en
un sendero que nunca habíamos
explorado. De vuelta se nos
ocurrió subir por un camino que
da a una casa-huerto donde
venden verduras, y al pobre
Galán casi se lo comió el perro
que ahí juega de local. Hubo
que separarlos a zapatillazos. La
Solcita tuvo que cargarlo un
trecho en brazos: el Galán
quedó con un pie herido, le
costaba pisar, y lucía rojas
marcas en la zona del cuello.
Desde ayer que no lo veo: capaz
que volvió adolorido a su
campo. José quedó muy
impresionado con el salvaje y
rabioso ataque sufrido por su
querido Galán, pero sospecho
que ahora sabe mejor que antes
qué significa que un animal
defienda su territorio.
Este año, me interesan
muchísimo los árboles con los
que me voy cruzando. Quiero
identificarlos por su verdadero
nombre. No me basta con que
sean bellos. Me atraen sus
troncos gruesos, sus ramas, su
follaje más ligero o bien tupido,
las formas que encarnan, cómo
lucen cuando el sol brilla a
través de sus hojas. Una de las
cosas que más me maravillan
del Diario íntimo de Luis
Oyarzún es la extraordinaria y
natural clase de botánica a la
que somete a sus lectores,
quienes sin duda apreciaríamos
más aún sus textos si cada vez
que Oyarzún nombra a un árbol
o una planta, nosotros
pudiéramos dibujarlos
imaginariamente. Una buena
razón para aprender botánica es
poder leer mejor el Diario
íntimo de Luis Oyarzún. No lo
traje este verano. Tal vez el
próximo. Lo que sí traje fue La
elegancia del erizo, de Muriel
Barbery. Lo empecé anoche y
no lo suelto. Bello, bello. Quizá
la próxima semana me anime a
escribir algo de Renée y
Paloma, sus protagonistas.
Llueve aquí, a esta hora de la
mañana, sobre el lago
Llanquihue.

Sábado 20 de Febrero de 2010


Vacaciones (2)
Amanece junto al Llanquihue.
El lago está inquieto y el cielo
se anuncia despejado, toda una
novedad para estos días,
después que la lluvia completó
ayer una semana cayendo sin
dar tregua. La última lluvia, la
de ayer en la mañana, fue una
tormenta de agua y viento que
parecía el fin del mundo.
Viene a saludarme un gato
negro y blanco de la casa
vecina. Olisquea la terraza y se
va del alcance de mi vista. Los
gallos cantan cada tres o cuatro
minutos. Hace un poco de frío,
me da flojera ir a encender el
fuego, tampoco quiero hacer
más ruido que el de este teclado:
todos duermen en casa. Son las
siete de la mañana.
La lluvia es el escenario
perfecto para leer desde que
acaba el desayuno hasta que
apagamos la luz antes de
dormir. Anoche terminé Almas
grises, de Philippe Claudel. Me
costó un poco entrar en la
historia, algo morosa, pero ya en
la página sesenta me entregué a
esta narración de un policía que
al comienzo parece obsesionado
con el crimen de una niña de
diez años cometido en su pueblo
en 1917, cerca de uno de los
frentes donde se libra la Primera
Guerra Mundial, pero que luego
revela que el texto que está
escribiendo no es sino un
pretexto para ir al encuentro de
su esposa, embarazada y muerta
por una hemorragia en los
mismos días en que se
consumaba el asesinato de la
muchacha, hija del dueño del
principal restaurante del pueblo.
Almas grises: almas que no son
ni blancas ni negras, pero que
cargan una dosis de negrura -
mayor o menor- que las
convierte en humanas, a ratos,
en almas dolorosas y
patéticamente humanas. Buen
libro: te deja un sabor agrio,
nada dulce. Acabas dudando de
casi todos los personajes que se
pasearon frente a tus narices, y
por supuesto de ti mismo,
porque no sabes o no quieres
saber cuánto hay en ti de aquel
juez implacable, del militar
sádico, del fiscal frío y triste que
promueve nuevas muertes, del
soldado desertor, de la profesora
joven y atractiva que nadie
sospecha por qué elige ir a ese
lugar a dar clases, y sólo acaba
revelándose en parte cuando son
descubiertas las cartas que
escribía.
Antes de Almas grises, leí un
libro estelar: La elegancia del
erizo. Me acompañó -¿o es uno,
lector, el que acompaña a los
personajes de un libro?- desde la
primera reflexión de Renée
hasta la cavilación final de
Paloma. Renée es la portera de
54 años de edad de un palacete
dividido en ocho pisos de lujo.
La empezamos a querer desde el
comienzo, cuando se describe a
sí misma: "Soy viuda, bajita,
fea, rechoncha, tengo callos en
los pies y también, a juzgar por
ciertas mañanas que a mí misma
me incomodan, un aliento que
tumba de espaldas". Vive sola
con un gato y, por un montón de
circunstancias que no viene al
caso detallar, terminará
vinculada hasta los huesos con
Paloma, una niña de doce años
excepcionalmente inteligente y
sensible, que vive como alma
solitaria en uno de los pisos y
que tiene por costumbre
esconderse de su familia, a la
que resiste y odia con todas sus
ganas. Tanto así, que está
decidida a prenderle fuego al
edificio en que vive
(asegurándose primero de que
no haya nadie en él, porque no
es ninguna criminal, incluso
evacuando antes a los gatos), y
después quitarse la vida en casa
de su abuela con un montón de
somníferos que ha ido
meticulosamente sacándole mes
a mes a su mamá del velador de
su dormitorio. La vida como un
absurdo, el arte como un modo
de salvarnos temporalmente, "la
certeza de que envejeceremos y
que no será algo bonito, ni
bueno, ni alegre", y que por lo
mismo más vale "construir el
presente con verdaderos
proyectos de seres vivos".
El sol se refleja tímidamente en
la ventana. A Don Lito lo vi
pasar hace un buen rato: iba
temprano, como todos los días,
a cortar leña. Los gallos no se
callan nunca y siguen
desesperando a los de sueño
ligero. Reviso mis apuntes de un
día cualquiera de estas
vacaciones. "Estos fueron los
principales temas de la mañana
para mi hijo Francisco.
Conseguir papel y astillas para
el fuego. Saborear el kuchen de
frambuesas de la María, nuestra
vecina, especialmente su
cobertura de crema. Averiguar
el pronóstico del tiempo, saber
si seguiría lloviendo o no.
Lograr que un ganso solitario
pudiera reunirse con el resto de
la tribu, después de estar un
buen rato solo y desesperado. Y,
por supuesto, certificar con sus
propios ojos que Galán, el perro
de más arriba, continúa vivo, a
pesar del ataque de la otra vez
en el huerto: apareció en la
playa, después de varios días de
ausencia. Aún cojea".

Sábado 27 de Febrero de 2010


Vacaciones (3)
Mis vacaciones de verano
empiezan a terminar mañana,
cuando junto a la tropa viajemos
bien temprano de regreso a
Santiago. Mañana mismo, al
amanecer, probablemente
estemos más preocupados de
que no se nos quede nada
importante en la cabaña que de
mirar por última vez en la
temporada el volcán Osorno, si
es que se deja ver. No sé si
habrá viento sur y se escuche
bajo el sol el oleaje azul del lago
Llanquihue, o si será una
mañana mansa, tibia y gris.
Tampoco sé si alcanzaré a
escuchar el canto del chucao
desde el bosque más cercano.
¿O se trata de un pájaro que
canta parecido pero al que no sé
distinguir con su verdadero
nombre?
¿Qué puede ser importante que
se nos quede en la cabaña y no
vuelva a la ciudad? ¿Un
polerón, un gorro de lana, un
frasco de mermeladas, la pelota
de fútbol de José y Francisco,
alguno de los libros leídos? Las
prendas de vestir servirían para
abrigar a otro. La mermelada
casera, para endulzar el
desayuno de Carolina cuando
ella vuelva a Puerto Octay. La
pelota, para animar las futuras
pichangas sin nosotros en la
cancha. Los libros leídos que
nos gustaron mucho ya están
metabolizándose, y podrían ser
parte de una biblioteca que
inauguráramos con estos pocos
ejemplares. Lo único que yo de
verdad lamentaría dejar aquí,
junto al lago, y no volver a
experimentar de alguna forma,
son los recuerdos de estas
vacaciones, que sin saber por
qué ni cómo se amontonarán
desordenadamente en la
memoria. No sé dónde leí, pero
me hizo mucho sentido: ¿a qué
esforzarnos en recordar, cuando
si de verdad algo sucedido
importa, encontrará su manera
de hacerse notar en el tiempo?
Parte de mi equipaje de mano
que llevo a donde voy lo forman
recuerdos fragmentados de mis
vacaciones. Sacar machas en la
playa grande de Bahía Inglesa a
comienzos de los años setenta es
un recuerdo que se resiste a
desaparecer. Tal vez porque
nunca volví a hacerlo, o porque
la vez que lo intenté
nuevamente, ya no había
machas. La primera vez que
estuvimos aquí, junto al
Llanquihue, diez años atrás,
celebramos el segundo
cumpleaños de mi hijo
Francisco. Le hicimos una torta
de bizcochuelo con manjar.
Anoche, a las doce en punto, le
volvimos a cantar cumpleaños
feliz. Y él se acostó todo
emocionado, entre otras cosas
porque su hermana Antonia le
regaló una carta en la que le
decía que ambos eran como un
espejo del otro, esencialmente
parecidos del alma.
Yo, que también cumplo años
en verano, no olvido cuando
cumplí diez en el lago Ranco, en
una hostería de Llifén donde nos
enfermamos del estómago con
mis hermanos por comer
cerezas a destajo, y porque ese
verano mi papá me enseñó a
jugar pimpón, y al cabo de un
par de temporadas pude
vencerlo. ¿Cuántas horas de mi
vida las he pasado frente a una
mesa de pimpón? ¿Cuánto
queda para que José, Francisco
o la Agustina me pasen por
encima en un partido oficial al
mejor de cinco sets a los once
puntos?
En una vacación remota,
acompañé a mi tío Chepe al
puerto de San Antonio a
comprar fulminantes para mi
pistola. Lo recuerdo vagamente.
Sí recuerdo haberme gastado
todos los rollos de fulminantes
esa misma tarde, disparándole a
lo que encontrara a mi paso.
Supongo que ya no existen las
pistolas que se cargan con rollos
de papel y pólvora. Eran
magníficas. Un disparo de esos
te fulminaba. Era muy frustrante
cuando el disparo no era seco,
preciso, cuando no se producía
el estruendo del contacto del
metal de la pistola con la pelota
de pólvora. Había pistolas de
vaqueros y también de espías,
cortitas, para cargar en el
bolsillo del pantalón sin
problemas. Ya no hay pistolas
con fulminantes. Tampoco está
mi tío Chepe. ¿Qué recordarán
mis hijos de estas vacaciones en
el sur?
Leo el relato de una fotografía
en Calle de las tiendas oscuras,
de Patrick Modiano: "Una niña
vuelve de la playa, al anochecer,
con su madre. Llora por nada,
porque habría querido seguir
jugando. Se aleja. Ya ha
doblado la esquina de la calle.
¿Y acaso no se esfuman en el
crepúsculo nuestras vidas con la
misma rapidez que ese disgusto
infantil?".

Sábado 6 de Marzo de 2010


Réplicas
Los terremotos no avisan ni se
pueden predecir. Llegan de
súbito y sacuden furiosamente a
la Tierra por unos pocos
minutos y a veces, como ocurrió
ahora, esos minutos parecen la
eternidad o el fin del mundo.
Después del sacudón, si el
epicentro está cerca del mar o
en el mismo fondo del mar, lo
más seguro es que venga un
tsunami y olas gigantescas
arrasen lo que encuentren a su
paso en la costa con una fuerza
incontrarrestable. Los que son
sismólogos profesionales suelen
decir, después de cada
terremoto, que los estaban
esperando. No lo dicen para
hacerse los interesantes, sino
para simplemente explicitar que
mientras nosotros vivimos en la
inconciencia sísmica, ellos se
concentran en estudiar las fallas
del subsuelo profundo y saben
que, en algún momento, de esas
fallas emergerá un acomodo de
piezas, una feroz liberación de
energía que, si tarda demasiado
en llegar, puede causar mucho
daño.
Como tampoco se trata de
profesionales que disfruten
alarmando a la población, los
sismólogos acostumbran a hacer
su trabajo de manera más o
menos discreta, están siempre
monitoreando, a veces los
entrevistan para que les
contesten con algún rigor a los
adivinos que presagian desastres
cada año, y entre sus filas hay
quienes insisten en que es
preciso educar a la población
para minimizar todo lo que se
pueda el poder destructor de
terremotos y tsunamis.
Uno se pregunta: esos cientos de
ciudadanos que se aprestaban a
celebrar la tradicional Noche
Veneciana en la pequeña isla
Orrego, frente a Constitución,
en medio de pequeñas
embarcaciones adornadas
especialmente para esta fiesta,
¿cómo podrían haber pensado
en las aprensiones de los
sismólogos o en que Chile es un
país de terremotos la madrugada
del sábado 27 de febrero de
2010, antesala del gran festejo
con que coronarían sus
vacaciones en el balneario más
emblemático de la Séptima
Región? Esos ciudadanos, sin
poder sospecharlo, estuvieron
en el sitio incorrecto, demasiado
cerca del epicentro, el día en
que se consumó el segundo
terremoto más feroz de la
historia de Chile.
Somos efectivamente un país de
terremotos, y supongo que no
nos gusta pensar demasiado en
ello porque no tenemos cómo
modificar a la naturaleza. Ella
nos muestra cada tanto, con sus
espasmos salvajes, nuestra
condición precaria, frágil. Y lo
hace muchas veces en pocos
días: primero agrietando la
tierra, destruyendo nuestras
construcciones, matando gente,
desatando olas gigantescas,
dejando a tanto ciudadano sin
casa, huérfano, viudo, sin hijos;
y luego, esa misma devastación
que corta la luz y el agua y
bloquea los caminos nos hace
mostrar el lado más salvaje y
oscuro del alma humana, esa
condición de cucarachas que
nos ocupa en situaciones límite,
como escribía certeramente el
otro día Héctor Soto.
Me demoro un poco en empezar
a digerir lo que pasó, lo que está
ocurriendo en este momento en
el borde costero, en Pichilemu,
Cahuil, Llico, Iloca, Duao,
Cobquecura, Constitución,
Pelluhue, Curanipe, Dichato,
Cocholgüe; en algunas calles de
Maipú, el barrio Matta, Santiago
Poniente; en Curicó, Lolol,
Chanco, Empedrado.
Hemos visto demasiadas cosas
en la televisión, hemos
escuchado la voz de la tragedia
en la radio, hemos hecho marcas
en el mapa de un país otra vez
fracturado. Una señora vela a
sus muertos en la mitad de una
calle semidestruida, en Talca,
junto a un grupo de deudos que
toman té sentados en círculo en
sillas de lona al lado de los
escombros. Un hombre en el
centro de Constitución agradece
frente a un micrófono haber
encontrado a su familia: muerta,
pero real, no desaparecida en el
fondo del mar o bajo la pesada
estructura de un edificio nuevo
en el centro de Concepción. Un
camión cargado de ataúdes llega
a uno de los sitios de la tragedia
para apurar los entierros e
impedir, hasta donde se pueda,
que los habitantes del lugar
sigan sintiendo el olor de la
descomposición del cuerpo
humano.
En mitad del caos, la imagen
sugerente del Chupete Suazo
celebrando en silencio los goles
que anotó el sábado en el último
partido del Zaragoza: la
camiseta de su equipo
levantada, y bajo ella otra
camiseta blanca con la leyenda
Fuerza Chile.
Cada uno de nosotros escribe su
propio terremoto: hay cientos,
miles de relatos que cobran
fuerza, millones de réplicas que
se escuchan a lo largo y ancho
de un país en movimiento: Juan
busca a Pedro, un hijo busca a
su madre, un abuelo a su nieta,
una familia a otra familia que ha
desaparecido o de la que no ha
podido saber nada. Yo busco a
mi amigo Tito Matamala que
vive solo en un piso alto de un
edificio más o menos nuevo del
centro de Concepción, en la
misma calle donde la televisión
acaba de mostrar caos y
destrucción. Les tenemos terror
a los edificios nuevos. Debiera
ser al revés, ¿no? Es la ironía
del progreso, de los
especuladores, de aquellas
empresas sin escrúpulos que
prefieren disminuir costos y
aumentar las ganancias
haciendo el trabajo a medias.
Concepción está aislado. No hay
cómo comunicarse para saber de
Tito. Mi hijo José me dice que
en su facebook busque algún
amigo o amiga de Tito y le
escriba, a ver si tiene noticias.
Lo hago. El sábado a última
hora recibo un llamado: Tito
está vivo, albergado en la casa
de unos amigos en Chiguayante.
Su departamento, en malas
condiciones, aunque no habrá
que demolerlo, creen. Sus pocas
cosas, rotas. Sus libros, en el
suelo. Su colección de
plastimodelismo, que había ido
creciendo desde que era un
niño, totalmente destruida. Pero
Tito está vivo, y asustado. El
domingo a las dos de la tarde
recibo un llamado suyo. Me
emociona escuchar su voz. Lo
abrazo telefónicamente. Tito
Matamala, un duro, se pone a
llorar. Sus lágrimas contienen,
estoy seguro, el dolor de saberse
parte de un pedazo de Chile que
una vez más vivió en el límite.
¿O esto también lo
olvidaremos?

Sábado 13 de Marzo de 2010


Sueños
Escribí está crónica antes del
terremoto y el tsunami. Hablaba
en ella de sueños. De cómo ellos
conviven con la realidad, que en
estos días se parece a una
pesadilla en un pedazo
importante de Chile. Leo ahora
este texto, después de lo
sucedido, y decido publicarlo
porque lo peor que podría
ocurrirnos en este momento es
que nuestros sueños se
pulvericen. Estamos en el
tiempo de la emergencia,
vendrán pronto el luto y el
duelo, y la reconstrucción.
Hagamos fuerza y que ella
irradie. Hay muchos,
demasiados chilenos que la
necesitan.
No sé cuál es la explicación
científica, pero en aquellas
semanas de vacaciones en que
dormí no menos de ocho horas
diarias sin interrupciones, solía
despertar en medio de unos
sueños muy intensos que luego
podía ir recordando a la hora del
desayuno. ¡Qué grato es
sorprenderte a ti mismo en las
mañanas con unas historias
descabelladas en las que fuiste
protagonista! ¡Qué importa que
fuera en un sueño! ¿Acaso la
manoseada realidad tiene por sí
un estatus que la hace superior a
la fantasía, a lo vivido
imaginariamente?
Vives en la luna, suelen
reprocharles los esclavos de la
realidad a los que anhelan
despegarse aunque sea un
centímetro de la tierra a la que
no quieren vivir atornillados.
¿No somos acaso un embutido
de realidad y ficción? ¿Cuánto
de verdad puede agazaparse en
la sombra o en la imaginación,
cuánto de hechizo puede
provocarte el misterio, lo no
revelado, lo que apenas se
insinúa, lo que se sospecha o se
intuye que puede abrigarte en
medio de la tormenta? ¿Por qué
me gusta cierta música, algunas
películas, determinados libros,
la naturaleza menos intervenida
por el hombre, aquellos cuadros
y las fotografías capaces de
convertir una fracción de
segundo en un mundo? ¿No es
acaso el arte un modo de
ponernos otra piel, de estimular
la imaginación y el
pensamiento, de sacudirte la
inercia de vivir como un
autómata mañana, tarde y
noche?
En uno de mis sueños de
vacaciones, acompañaba en un
globo aerostático a un
desterrado de vuelta a su país,
vaya uno a saber cuál era.
Ingresábamos al territorio desde
el cielo, y en este globo él traía
algo así como una casa
completa a cuestas, muy sencilla
en todo caso. Yo testificaba y
narraba en el sueño el regreso
de este exiliado a su tierra, que
por supuesto no se parecía en
nada al Chile urbano que habito
cotidianamente. Ya no recuerdo
cómo era ese territorio al que
íbamos llegando, pero del sueño
me queda la idea del
desplazamiento, del viaje, del
retorno a las raíces. Los sueños
se van desvaneciendo, contienen
además el brillo dramático de
finales abiertos o son
interrumpidos con el despertar
cuando menos se espera.
Tal vez estar poco menos de tres
semanas en una zona campestre
no tan diferente a como se vivía
hace un siglo en ese mismo
lugar, desprendido de los ruidos
de gran ciudad a los que me he
acostumbrado toda mi vida, me
empujó en estas vacaciones a
ciertas esencialidades. A pensar,
por ejemplo, en lo que más me
gusta. A seguir soñando con
hacer lo que más quiero.
Anoche soñé con un amigo que
me trajo no hace mucho un libro
desde Brasil. Me traía ahora una
colección completa de esos
libros, venía una historia de
trenes y otra de caminantes y
otra de futbolistas. Yo pensaba
en el sueño que me pondría muy
contento si pudiera editar en
Chile libros como esos, con ese
diseño, sencillo pero cuidado y
digno, de formato más o menos
pequeño. Desperté pensando
que lo primero que haría
llegando a mi taller sería buscar
ese ejemplar para verificar de
inmediato si me gustaba tanto
como en el sueño. Ahora lo
tengo aquí enfrente, y sí, me
gusta mucho: es un libro de
materiales nobles, tiene una
ilustración muy bonita en la
tapa. ¿Por qué no pensar en
libros artesanales, desprovistos
de industria, que vayan a un
encuentro cara a cara con sus
lectores, que sabrán apreciar la
nobleza del papel, el tacto suave
de la portada, el tipo de letra, y
ojalá especialmente las historias
narradas, los versos, las
fotografías? Si me gustan tanto
los libros, como me doy cuenta
que es así, si vivo junto a ellos,
si ellos me nutren, ¿por qué no
ocupar una parte de mi energía
en soñarlos primero y luego
fabricarlos sin perderme
ninguna de las etapas propias de
su maduración, hasta hacerlos
tan reales como un plato de
tallarines en su salsa?
No me importa la cantidad de
libros que sea capaz de proponer
en el tiempo. Idealmente serán
pocos, los justos. Lo relevante
será ir concibiéndolos de a uno,
y disfrutándolos. He hablado
preliminarmente con libreros
amigos, y he encontrado en
ellos una acogida que no
sospechaba. La idea es no
perder la esencia del oficio, el
artesanado. La idea mía, al
menos, no es ganarme los
porotos publicando libros. No
quiero someterlos a esa ingrata
misión. Prefiero dejarlos libres.
Que vuelen con alas propias, o
que se empolven y se olviden
fácilmente si ése es su destino.

Sábado 20 de Marzo de 2010


Réplicas (2)
Joaquín Edwards Bello escribió
una vez que los terremotos son
"lecciones de humanidad" y
"devuelven a cada uno su valor
real". También decía que
después de los terremotos, los
chilenos "se nivelan en el
hoyo". No hay cómo
desmentirlo.
Un par de días después del
terremoto, les pedí a algunos de
mis amigos y conocidos que se
reportaran. Recibir sus
respuestas fue como empezar a
escribir el guión de una película
de fragmentos. Mauricio y la
Ange habían estado
vacacionando a veinte minutos
de Iloca, pero regresaron la
tarde del viernes 26 de febrero a
Santiago. El papá de Mauricio,
nacido y criado en Constitución,
juntaba ayuda en una camioneta
para partir pronto al sur. Mario
Peña aún no tenía noticias de su
madre, que vive sola en Chanco.
La casa de adobe en Santiago
Centro donde viven la Marcela
y la Elito había resistido "como
una valiente". Manuel y la
Beatriz estaban ellos muy bien,
gracias, pero apoyando a una
amiga que tenía a una hija en
problemas. La casa de la abuela
de la Berni en Parral se vino
abajo, pero todos los que vivían
allí se salvaron. La mamá de la
Camila estaba asustada por los
robos y saqueos en Concepción:
hacían turnos entre los vecinos
para "cuidarse". La Mónica, que
es de Concepción, que vivió el
terremoto del 60, dice que éste
fue mucho peor. Su gente está
sufriendo: su hermana, en
Dichato, vio cómo el mar se
llevaba su casa, incluyendo la
magnífica biblioteca que había
formado a lo largo de su vida.
Conozco esa biblioteca: la
Mónica me prestaba libros de su
hermana con relativa frecuencia.
Sabina vive sola en un piso
doce. Tuvo tanto miedo, que
ahora está con estrés post
traumático. Jaime había estado
visitando en Empedrado la casa
donde nació su madre en 1909,
al lado de Chanco. Ese día alojó
en Constitución. Ahora le
parece que todo eso fue, sin
saberlo, una trágica despedida.
Macarena está hundida, le duele
la guata y la cabeza, anda con
una pena enorme y llora.
Ricardo apunta, escueto: "Se me
movió el piso, compadre. A
todos, creo". Armando, cuya
familia es de Lolol, no deja de
pensar en sus vacaciones
infantiles en Iloca y Duao. Dice
que Llico también sufrió. Que el
mar se llevó las casas de
pescadores amigos y una
hostería, la Miramar, donde se
comía rico y se reunían con los
primos y parientes de Curicó.
Su oficina de Ñuñoa tendrá que
abandonarla, y la casa de sus
abuelos en Lolol quedó muy
dañada. Recién había
conseguido una pega con una
agencia que tenía oficina en
Huechuraba. Justo en esos
edificios nuevos que quedaron
buenos para nada. La Gaby está
atiborrada de radio y televisión.
Después me dirá que al cabo de
dos o tres días se cambió al
silencio: ya sabía lo que tenía
que saber. María Teresa venía
llegando de Pelluhue y
Curanipe. Se vinieron antes, a
pesar de los reclamos de la hija
menor, porque el hijo mayor
llegaba desde Uruguay y ella
quería recibirlo como una buena
madre. A José se le cayó su casa
en San Bernardo. Carolina dice
que no le pasó nada, puras
frivolidades: "Nada que Casa
Ideas no pueda solucionar".
Magdalena se quedó atada a su
cama, sin moverse un
centímetro, paralizada por el
miedo. Pensó que eran sus
últimos momentos y que el
corazón le iba a explotar.
Magdalena es catalana y éste era
su primer terremoto. Mariana
estaba en Las Cruces. Cuando
volvió a su casa, se encontró
con una ampliación no
planificada al patio del vecino.
Del Coke Chamorro, que vive
en el sector El Palillo de la isla
Juan Fernández, arrasado por el
tsunami, supe por una magnífica
casualidad que estaba vivo: lo vi
en la televisión. Era uno de los
tantos rostros anónimos que
decían frente al micrófono que
habían arrancado al cerro y
habían visto cómo el mar se
llevaba todo. No quedó nada de
sus casas, salvo ellos mismos.
¿Y Raúl? Raúl es ingeniero, y
fue pocos días después del
terremoto a revisar el estado en
que había quedado el hotel
Radisson en la Ciudad
Empresarial. Cuando leí la
noticia en el diario, no asocié
que Raúl era Raúl. Su hija
Andrea me avisó el sábado por
correo electrónico. Raúl cayó al
vacío desde el piso once del
hotel. El lunes de la semana
pasada lo despedimos junto a su
familia y sus amigos en la
parroquia del Colegio
Hispanoamericano. Junto a sus
restos, Andrea colocó el
manuscrito de un autorretrato
que Raúl escribió un año atrás.
Busco entre mis carpetas el
texto original: "Nos casamos
con Florencia cuando yo tenía
17 años y ella 18. Estuvimos
juntos treinta años hasta que un
lamentable accidente cambió
nuestras vidas. A todos nos ha
costado rehacer el camino,
especialmente a mi hija menor,
Andrea, que era muy cercana a
su madre. A pesar del dolor
vivido, me siento afortunado de
estar en esta tierra disfrutando
las cosas simples de la vida. Me
gusta ir al cine a ver películas de
cosas cotidianas, sin mucha
ficción ni efectos especiales. Me
gustan los deportes. Me gusta
sentir una brisa de viento en mi
cara".

Sábado 27 de Marzo de 2010


Réplicas (3)
El terremoto no nos abandonará
en mucho tiempo. No hablo de
pasarnos la vida saltones y en
estado de alarma permanente.
Hablo de sus huellas, de las
secuelas más profundas que este
terremoto deja en cada uno de
nosotros. ¿O alguno de ustedes
pudo rápidamente desentenderse
de él?
Tito Matamala me escribe desde
Concepción, su ciudad; manda
fotos del desastre, de los
escombros amontonados en las
esquinas, de la desolación.
Continúa albergado en casa de
amigos en Chiguayante y
escribe para intentar sanarse. No
sabe aún si podrá volver a su
departamento y vencer el miedo.
Aunque lo arreglen, aunque los
peritos hayan confirmado que
estructuralmente se salvó y no
hay que demolerlo, Tito sigue
tiritón, y dice que el que diga lo
contrario es un mentiroso.
Una pareja de amigos, Marcela
y Juan, vienen llegando de
Concepción. El hijo de un
trabajador de la empresa de
Marcela fue sepultado días
atrás, y ambos acompañaron a la
familia al entierro. El niño tenía
doce años, y le cayó un muro
encima. Marcela y Juan vieron a
una ciudad desorientada: gente
caminando por las calles sin
brújula, la vista perdida. Vieron,
por ejemplo, a una señora muy
bien vestida ratear una casa
abandonada y llevarse una
almohada.
María Teresa fue a Pelluhue y
Curanipe antes del terremoto
junto a su marido y su hija
menor. En Curanipe alojaron en
el hotel Piedra Negra. El
domingo 21 de febrero
amaneció luminoso. Se
levantaron contentos y fueron a
tomarse unos jugos naturales en
un puesto atendido por jóvenes
colombianos. Sentados en la
plazoleta, a un costado de la
municipalidad, disfrutaron un
jugo de mango y otro de piña y
vieron a lo lejos el mar que
tranquilo estaba. Decidieron
almorzar en una hostería junto a
la playa. Una pareja de artistas
llegó a amenizar la jornada. Él
tocaba el acordeón y ella la
guitarra. El primer tema del dúo
sorprendió a María Teresa:
"Han brotado otra vez los
rosales, junto al muro del viejo
jardín, donde tu alma selló un
juramento, amor de un momento
que hoy llora su fin". Era la
misma canción que le gustaba
cantar a su mamá. Después
siguieron con una tonada:
"Mandé tejer una manta, mi
vida, de tres colores, de verde,
rojo y de negro, la manta de mis
amores". La canción favorita del
papá de María Teresa. Tanta
coincidencia. Mi amiga se
prendió, aplaudió entusiasta, fue
generosa con la propina y
recibió de manos de los artistas
una tarjeta de visita que hoy
tengo aquí enfrente, en colores y
con los instrumentos dibujados:
"Juanita y Miguel. Acordeón y
guitarra. Música chilena y
mexicana", más el número de
dos teléfonos celulares que
nunca contestaron cuando,
después del terremoto, María
Teresa quiso saber de ellos.
Días más tarde, viendo las
noticias, ella escuchó entre las
víctimas del tsunami en
Curanipe los nombres de Juanita
y Miguel. Eran parte de una
familia de trece personas, de las
que sólo se salvó una niña
adolescente que se aferró a la
vida agarrada de un árbol.
Juanita y Miguel habían viajado
a Chanco para participar en la
tradicional cumbre ranchera
"Guadalupe del Carmen", y
habían decidido quedarse el
resto del verano en un camping
en Curanipe, para poder cantar
en ferias y restaurantes.
Juanita y Miguel vivían en
Padre Hurtado, cerca de
Santiago. Fueron enterrados en
el cementerio de Malloco, hasta
donde llegó María Teresa el
domingo 14 de marzo. Frente a
la tumba rezó, lloró, quiso
verbalizarles su gratitud por ese
momento mágico en que había
reencontrado a sus padres
escuchando remotas melodías.
María Teresa y su marido
abandonaron el cementerio a las
seis de la tarde en medio de una
brisa ligera que, dice ella, le
ayudó a refrescar el alma.

Sábado 3 de Abril de 2010


El terremoto invisible
Por razones de trabajo, me
correspondió en los primeros
días escuchar muchísimos
testimonios y relatos de
víctimas directas del terremoto.
Me sentí abrumado y al mismo
tiempo forzado a entregar
palabras de aliento y
tranquilidad desde el micrófono
a una gente profundamente
golpeada y alterada con razón.
Lo que escuchábamos y
veíamos en esas primeras
jornadas era una siniestra
película de terror. Recuerdo
haber comentado en la radio, a
propósito de las imágenes de
saqueos y violencia que
transmitía la televisión para
disputarse la sintonía, que esas
escenas eran sólo una parte de la
historia: la más impactante y
vendedora en ese momento.
Pero que la realidad era ancha y
diversa, y que en otros sitios, en
el mismo instante en que se
saqueaba, se podían registrar
miles de otras postales del
terremoto que tenían
exactamente la misma
relevancia, miles de chilenos
viviendo a su manera una
tragedia de la que difícilmente
podías apartarte: deudos
velando a sus familiares y
amigos muertos, padres
abrazando a sus hijos más
pequeños para apaciguar el
miedo, grupos de vecinos
intentando darse una mano en
medio del caos, hombres y
mujeres, viejos y niños,
andando en medio de los
escombros, llamando a gente
entonces desaparecida;
consumidores neuróticos
haciendo filas en supermercados
y bombas de bencina,
ciudadanos asustados,
ciudadanos espirituados de que
la próxima réplica fuera un
nuevo terremoto, jóvenes
estudiantes viajando
improvisadamente al sur para
dar una mano en sus últimos
días de vacaciones.
Lo que quería decir esa noche
en la radio era que el mundo que
nos muestra la televisión, en
forma reiterada y majadera, en
cámara rápida y en cámara
lenta, es apenas una versión,
casi siempre estridente, de lo
que en verdad se está viviendo
doméstica e invisiblemente en
cada uno de los rincones de este
país largo, frágil, quebradizo.
Esto es obvio, pero a los propios
medios no les gusta que se diga
que es así, prefieren pasar gato
por liebre. Aquella planicie vital
de todas las horas y todos los
días que hoy empieza a
imponerse entre nosotros,
buscando recuperar la
normalidad, ya no les resulta
demasiado atractiva a los
medios masivos de
comunicación. Ya no hay
despachos urgentes para contar
qué sucede en Concepción,
Talcahuano, Dichato, Iloca,
Pichilemu, Duao, donde está la
tendalera. La mamá de mi
amigo Mario Peña, que vive en
Chanco, ¿qué está haciendo en
este preciso momento? Nunca
habrá una cámara de televisión
que registre sus movimientos y
escuche su silencio. Advierto
que el alcalde de Talcahuano
pide a gritos que su comuna sea
considerada la verdadera zona
cero de este terremoto y
maremoto, por la magnitud de
los daños que la afectaron.
¿Pero alguien puede imponer
por decreto que su terremoto es
más importante que el del
pueblo vecino, donde hay otras
penas y otras grietas que
reparar? Mirar el conjunto y al
mismo tiempo detenerse en los
detalles es un asunto complejo
para cualquiera que asuma la
responsabilidad de conducir la
restauración.
A medida que iba escuchando
esos testimonios en la radio y
entregando una palabra de
aliento y tranquilidad, mientras
las sirenas de los bomberos
estaban aún encendidas, cuando
la primera tentación de mucha
gente era arrancar al cerro si
vivían en la costa, o defenderse
a palos de turbas imaginarias
que otros decían
irresponsablemente que venían
en camino a destruir y saquear
sus casas, o salir corriendo de
sus edificios porque el
municipio había ordenado
evacuarlos; bueno, en medio de
esa locura, fui también
acumulando agobio y tensión y
finalmente hice crack.
Mi eje acabó desplazándose. Me
pasó en otro sentido lo que a mi
amigo Julio Neme, que el otro
día contaba que el terremoto
echó abajo varias de las
estanterías de su casa en
Machalí, lo que provocó la
aparición milagrosa de cartas
extraviadas, carpetas no vistas
en años, papeles perdidos en el
tiempo. Aparecían de pronto en
la superficie textos sumergidos,
olvidados, abandonados.
Recortes, fotografías, fotocopias
inesperadas: esa memoria
visible, impresa, de papel, a la
que aún recurrimos para dejar
constancia de que estamos
vivos.
Sí, estamos vivos. ¡Vivos!

Sábado 10 de Abril de 2010


Chéjov
Leo a Chéjov. Mejor dicho,
releo algunos de sus cuentos
seleccionados por Richard Ford
en Cuentos imprescindibles, y
aprovecho el entusiasmo para
releer también mi pequeña
biblioteca chejoviana: una breve
y precisa biografía suya escrita
por Natalia Ginzburg, aquellos
fragmentos de su
correspondencia que Piero
Brunello desmenuzó para
convertirlos en libros que
reflexionan sobre el proceso de
escritura, un ensayo magistral
de Vladimir Nabokov en Curso
de literatura rusa donde se rinde
a los pies de su compatriota para
decir, exultante: "En el siglo 21,
en el que espero que Rusia sea
un país más grato de lo que es
ahora, Gorki no será más que un
nombre en los libros de texto,
pero Chéjov vivirá mientras
existan los bosques de abedules,
las puestas de sol y la necesidad
de escribir".
La esperanza de Nabokov de
que Rusia acabara siendo un
país más grato no se cumplió,
pero su intuición respecto de
Chéjov parece indiscutible.
Mientras haya necesidad de
escribir, y de leer, Chéjov
vivirá. Vivirá en esos
profesores, militares, adúlteros,
campesinos y cocheros de sus
relatos que sólo se representan a
sí mismos, que son personajes y
no símbolos, que no están
fabricados en serie ni se
comportan de un modo
preconcebido. La acción en sus
historias transcurre sobria,
naturalmente, y entre sus
pliegues van apareciendo esas
pequeñas fisuras que, sumadas,
constituyen el casi siempre
dramático paso del tiempo y la
vida.
Si Chéjov viviera hoy, y
volviera a estudiar medicina,
creo que también volvería a
querer contar lo que sucede en
un campo de prisioneros como
el que conoció en la isla de
Sajalín, en Siberia. Cuando
viajó hasta allá, en 1890, no
dejó de entrevistarse con un solo
preso. Regresó a Moscú y
durante meses no supo cómo
escribir ese reportaje, se aburría
pensando en la mejor estructura
y el tono adecuado a ese relato,
hasta que por fin descubrió el
camino: "Daba la impresión de
que con mi Sajalín pretendía dar
una lección a alguien, y al
mismo tiempo que escondía
algo, que no decía todo lo que
quería. Pero en cuanto me puse
a describir lo extraño que me
sentía en Sajalín y qué clase de
puercos hay allí, el trabajo
avanzó a buen ritmo".
No fue sencillo para Chéjov
conquistar libertades a lo largo
de su vida. Tuvo desde muy
temprano que conseguir dinero.
Empezó escribiendo cuentos
humorísticos en diarios y
revistas que le pagaban por línea
publicada, y poco a poco fue
conquistando lectores, nuevas
tribunas, mejores ingresos y la
libertad necesaria para escribir
sin el pie forzado de tener que
hacer reír. Ahí apareció el mejor
Chéjov, aquel que Nabokov
señala como un maestro en
tratar a la existencia humana en
dos dimensiones simultáneas:
"Los libros de Chéjov son libros
tristes para personas con humor;
es decir, sólo el lector provisto
de sentido del humor sabrá
apreciar verdaderamente su
tristeza. Para él las cosas eran
jocosas y tristes al mismo
tiempo, pero no se veía su
tristeza si no se veía su
jocosidad, porque las dos
estaban unidas".
A veces pienso que Chéjov
podría encarnarse en algún
escritor contemporáneo que nos
permitiera visitarlo y conocerlo.
Para agradecerle sus textos y
comentar, por ejemplo, si le
gusta o no la antología de veinte
de sus cuentos que armó
Richard Ford, autor que vino a
Chile en septiembre del año
pasado y explicó esa vez por
qué se dedica a la literatura, el
mismo oficio ejercido por
Chéjov ciento veinte años atrás,
antes de que una tuberculosis lo
matara tempranamente: "La
literatura ofrece demasiado:
nuevas comprensiones, renueva
la vida, aumenta el interés por
otros seres humanos, es una
oportunidad para estar solo y
tranquilo, enfatiza el
pensamiento verdadero, induce
a la empatía, deleita. Estar
asociado a todas esas
posibilidades ofrecidas por la
literatura es un gran privilegio".

Sábado 17 de abril de 2010


Sí y no
¿Uno es optimista por creer que,
a veces, el amor es posible?
¿Uno es pesimista porque no
tiene fe en la evolución de la
raza humana? ¿Qué ilusiones
abrigamos que de verdad nos
quitan el sueño? ¿Cuánto nos
importa y nos pesa vivir
rodeados de gente para la cual
no significamos nada?
¿Tenemos que ser
necesariamente de uno u otro
bando, optimistas históricos o
pesimistas crónicos? Para mí, al
menos, declararme optimista o
pesimista tiene tan poco sentido
como proclamar a viva voz que
Dios existe o no existe. Se trata
de asuntos un poco
inabordables, con los que
probablemente hay que aprender
a vivir sin respuestas. Prefiero
vacilar, creer que sí y también
que no, inquietarme por no
saber, antes que responder
enfáticamente. Prefiero el
camino a la meta, porque no
conozco más meta que aquella
en la cual desaparezco.
El último lunes, vine a trabajar
en la mañana con muy poca
energía. No tenía ganas de hacer
nada. Quería simplemente
refugiarme, echarme, estar
callado. Es una de las cosas que
más me gusta de mis días de
semana: estar en silencio una
importante cantidad de horas, y
como gran cosa a veces hablar
conmigo. No me exijo grandes
conversaciones ni respuestas
inteligentes. Lo mejor de estar
completamente solo es la
magnífica libertad que supone
no ser controlado por otro, ni
tener uno que controlar a
alguien.
Llegué ese lunes dispuesto a no
hacer nada y en la recepción del
edificio había un paquete para
mí: una bolsa de cartón, con
tirantes, y en ella mi nombre
escrito en plumón junto al
número del departamento. El
conserje se apuró, aunque no
debió decir nada: "Le trajeron
unos libros, parece". Tomé la
bolsa y entré, sin aún mirar lo
que había en ella. Era un
paquete pesado. Había allí
varios libros, muchísimas
páginas. Preparé café y entonces
lo abrí. Gran sorpresa: como en
un desfile, una edición antigua
de Los hermanos Karamazov,
de Dostoievsky; El Miramundo,
de Alfonso Calderón; la novela
El amor conyugal, de Alberto
Moravia; y Siete casas en
Francia, de Bernardo Atxaga.
¿Quién me trajo esto? Abrí el
libro de Calderón, y en la
primera página encontré un
volante del homenaje que le
rindieron a Alfonso poco
después de su muerte y tres
líneas manuscritas en lápiz rojo:
"Mi querido primo escribió esto:
que te acompañe, Francisco".
Firma: M. ¿M? En la novela de
Atxaga, con lápiz azul: "Para
Francisco con agradecimiento.
M. 2010". El amor conyugal de
Moravia venía sellado, y
finalmente en la edición de
Dostoievsky encontré una
fotografía de Julio Cortázar
flanqueado por dos mujeres,
más una nota manuscrita en el
reverso: "Francisco: te tenía
estos libros desde aquella
Navidad, cuando no pude ir al
Thelonious. ¡FELIZ PASCUA!
Marcela".
¿Marcela? ¿Thelonious?
¿Navidad? Me costó, pero
finalmente adiviné. Le escribí
de inmediato, dándole gracias.
Un año y cuatro meses sin saber
nada de ella, y volver a
encontrarla en estos libros. ¡Qué
gran regalo! No sabía que era
prima de Alfonso Calderón.
Tanto más joven que él. ¿Le
había dicho alguna vez lo
mucho que me interesaban sus
Diarios y sus libros de viajes?
Me hizo recordar la última vez
que vi a Alfonso, dos o tres
meses antes de su mortal ataque
al corazón, una mañana en que
él curioseaba en la Feria Chilena
del Libro de calle Huérfanos y
no quise acercarme ni
molestarlo. De haberlo hecho, le
habría contado que en los
últimos años fui reuniendo por
aquí y por allá los tomos de sus
Diarios para leerlos sin apuro y
con gran placer.
El regalo de su prima salvó la
semana. Casi no me he separado
de la bolsa y sus cuatro libros.
Empecé con El amor conyugal
de Moravia. Tiene buen título y
arranca bien: "Ante todo quiero
hablar de mi mujer. Amar
quiere decir, además de otras
muchas cosas, obtener deleite al
mirar y al observar a la persona
amada". A poco andar se pone
mejor: "Pero a veces amar
quiere decir no comprender".
¿Hay algo que pueda
comprenderse verdaderamente?

Sábado 1 de Mayo de 2010


Conquista de lo inútil
Cada vez que puedo escucho en
la mañana, a eso de las nueve, el
breve espacio radial de Héctor
Soto en la Beethoven donde
habla de libros y películas. Casi
siempre su interés es también el
mío. El otro día comentó un
libro que compré el año pasado
y aún no leía, esperando el
momento: Conquista de lo
inútil, del cineasta alemán
Werner Herzog. Me encantó
saber que alguien más se había
interesado en él. El libro es
alucinante, es el diario que
Herzog llevó mientras
terminaba de escribir el guión
de su famosa película
Fitzcarraldo y luego la filmaba
en el Amazonas. Fui a ver
Fitzcarraldo una mañana de
domingo de los años ochenta a
una sede de la Masonería en
Santiago. Era una exhibición
gratuita y había, no sé, veinte o
treinta personas en la sala.
Recuerdo muy poco de esa
mañana, salvo que era domingo
y que la película, larga, de unas
tres horas, me fascinó. No podía
creer lo que Herzog había
filmado: a un magnate del
caucho que se obsesiona con
llevar ópera de nivel mundial, la
voz privilegiada de Caruso al
corazón de la selva amazónica,
para silenciar por un momento
el grito de los pájaros en la
jungla. Durante estos
veintitantos años que han
pasado desde esa mañana que la
vi no habría podido decir con
certeza qué fue lo que más me
gustó de esa película, pero
ahora, leyendo su diario de
filmación de Fitzcarraldo, con
las notas que Herzog escribió
entre junio de 1979 y noviembre
de 1981, doy fe que lo más
notable de esta historia
probablemente esté concentrado
en el título del libro: Conquista
de lo inútil. Me conmueve la
obsesión del director y su
personaje para subir a pulso un
barco por una montaña barrosa
de la selva y luego hacerlo
descender hasta llegar al otro
lado del río, para ir en busca del
codiciado caucho. Los
ejecutivos de la Century Fox, al
comienzo, después de leer el
guión, pensaban que aquel barco
que subiría una montaña sería
una embarcación de plástico
dentro de un estudio, o, a lo
más, un barquito de utilería
manipulado en algún jardín
botánico de Estados Unidos con
buenas plantas tropicales. No
sabían quién era Herzog.
Herzog se marchó a la selva,
primero a Venezuela, luego a
Perú, para empezar a producir la
película. En Caracas se conectó
con un joven director de cine
que quería contar la historia de
un poeta venezolano llamado
Rafael Ávila: le decían el Titán,
y se había vuelto totalmente
loco. Junto a la lápida del poeta
unos versos suyos: "Las
vanidades del mundo/ las
grandezas del imperio/ se
encierran en el profundo/
silencio del cementerio".
Durante esos dos años de
Fitzcarraldo, Herzog supo de
víboras peligrosas llamadas
chuchupes, convivió con indios
amazónicos revueltos, los
aguarunas, soportó las
permanentes pataletas de Klaus
Kinski y por las noches a un
agrónomo de Iquitos que
ayudaba a levantar una granja
modelo de cacao: "Roncaba
fuerte y se tiraba pedos más
fuertes todavía, pero no había
ningún otro lugar libre donde yo
hubiese podido pasar la noche".
Herzog se volvió loco durante el
rodaje. El miércoles 4 de
noviembre de 1981, último día
registrado en su libro, escribe:
"El barco me era indiferente, no
tenía un valor superior al de
alguna botella de cerveza rota
en el lodo, al de algún cable de
acero retorciéndose en el barro.
No hubo ningún dolor, ninguna
alegría, ninguna excitación,
ningún alivio, ninguna
sensación de felicidad, ningún
sonido y tampoco ningún
respirar hondo. Sólo hubo la
comprensión de una gran
inutilidad, o mejor, yo había
entrado más profundamente en
su reino misterioso. Hoy, poco
después de las doce del
mediodía, transportamos el
barco desde el río Camisea por
arriba de una montaña hasta el
río Urubamba. Todo lo que hay
para reportar es lo siguiente: yo
participé de eso".¿En qué
participa cada uno de nosotros?
Después de leer el libro, uno se
pregunta si sus más caros
sueños son también inútiles.

Sábado 22 de Mayo de 2010


Una excusa
Uno de los mejores goles de mi
vida lo anoté en la primera
cuadra de la calle Arquitecto
Ictinos, frente a la casa de mis
primos, los Nario, a no más de
cien metros de donde vivía mi
abuela Adriana, que en
primavera y verano nos
obligaba a mear sus árboles
frutales para abonarlos como
Dios manda. El gol del que
hablo fue un enganche preciso
antes de definir con una zurda
llena que reventó las
imaginarias mallas y terminó
con el balón al fondo, en alguna
cuneta de Cuarto Centenario.
Fue un giro rápido, que dejó a
mi marcador en el piso y
mirando para otro lado. No sé si
esa vez jugábamos con arquero-
fijo o arquero-jugador. Como
fuera, se trató de un gol
hermoso en el fútbol más libre
que podamos recordar: el fútbol
de la calle.Otro gol, menos
lucido pero más importante, le
dio el título de campeón de
invierno a mi quinto básico en
las canchas de tierra del colegio.
Debe haber sido junio o julio,
había llovido hacía poco, la
superficie estaba barrosa y la
pelota pesaba como diablo. Me
correspondió, después de un
luchado empate a cero, tirar el
penal decisivo. Si el balón
entraba, ganábamos el
campeonato. Un campeonato
improvisado sin copa ni
medallas, pero en el que estaba
en juego el honor. Tomé mucho
vuelo, y cuando corrí a golpear
la pelota con la vista fija en ella
no pensé en nada más que
liberar esa energía, representada
aquella mañana en la carrera de
un niño de diez años cuyo
disparo nos llevaría al cielo o al
infierno. Y quiso el destino que
por un momento todos nos
quedáramos suspendidos,
porque la bola -que a esas
alturas pesaba muchos kilos- fue
a dar primero allá arriba, en el
travesaño horizontal de fierro,
para luego bajar y picar dentro
del arco, y yo ahora lo recuerdo
en cámara lenta para saborear
esa fracción de segundo en que
toqué el cielo con las manos:
gol, gol del Quinto E,
campeones.No sé cuánto pasó
entre que el árbitro sancionó
nuestra victoria y mis
compañeros de equipo me
levantaron en andas y me
pasearon por la cancha gritando
alborozados que éramos los
campeones de una justa que
nunca más volví a jugar, porque
el destino me llevó el año
siguiente a otro colegio donde
no había canchas de tierra, pero
sí rectángulos de baldosa donde
se practicaba baby-fútbol.De
esos años conservo un par de
postales, ridículas si se recortan
sobre el paisaje de la totalidad
de nuestras vidas: un gol de
cabeza en un campeonato de
sextos básicos justo en la boca
del arco, aprovechando mi buen
porte; y años después, ya en
tercero o cuarto medio, una
pichanga espontánea de tres de
la tarde, a la salida de clases, en
la que un derechazo soberbio
que envié desde un rincón del
área se clavó en el ángulo
superior derecho y pareció dejar
una marca en la malla metálica,
lejos de la resistencia del
arquero de turno, que tiene que
haber sido el Chico Álamos o
Claudio Muñoz París, los dos
mejores porteros de mi curso.El
fútbol es un tremendo
negociado, o la mentira perfecta
para distraer a la gente de
asuntos aparentemente más
relevantes, o el blanco
predilecto de personas amargas
que no lo entienden y se quejan
de él, en vez de invertir energía
en descubrir un juego que las
cautive y les regale pasión y
placer. Pero hay algunos que a
medida que vamos envejeciendo
lo entendemos también como
una magnífica excusa para
recuperar la infancia.Ganar está
muy bien pero no es lo más
importante. Las victorias que
nos ofrece el fútbol sólo
suceden de tarde en tarde. A
veces demoran muchísimos
años en llegar, a veces la vida
entera. Antes y después de
ganar están el orgullo, el
espíritu de lucha, la magia, el
talento, el arte, la creatividad, el
entrenamiento, el absurdo, los
errores y, por supuesto, la
derrota. Algunos quieren
acostumbrarse al éxito porque
no entienden ni el valor ni
menos el significado de perder.
La derrota, más que mostrarnos
el camino, nos habla de los
materiales con que está hecha la
vida.
Sábado 29 de Mayo de 2010
Café Marisol
Comencé a frecuentarlo hace un
par de años, arrastrado por
amigos de la radio que
celebraban las bondades de este
café de barrio que queda ahí, a
la vuelta de la esquina. Lo que
más nos gustaba eran esos
murales con recortes de diarios
antiguos y revistas de
espectáculos -como Ritmo y
Ecran- que mostraban jóvenes y
lozanos en hojas color sepia a
Lucho Córdoba, Mari Trini,
Raphael, Raúl Matas y el Pollo
Fuentes. Mis amigos de la radio
lo llamaban el Café del
Recuerdo, y no fue sino hasta
casi un año después que me
enteré de que el nombre real del
café era Marisol, como su
dueña, una mujer agradable y
madura que a veces se deja ver
en la caja.En un comienzo,
seamos honestos, el café express
que servían en Marisol no era
precisamente el mejor ni el más
sabroso. La situación incluso
nos hizo vacilar, y sentirnos
unos traidores, porque hubo días
en que fuimos a experimentar a
otros locales del sector, pero
afortunadamente no tenían ni el
alma ni el carácter ni la atención
personalizada de Enrique, un
muchacho noble y diligente que
se esmera para que el pedido té-
paila o café-tostadas llegue a la
mesa con la temperatura justa y
el sabor de una cocina
casera.Todos fuimos
haciéndonos asiduos de Marisol,
lo que no tardó en convertirse
en una bendición, puesto que la
vieja cafetera fue reemplazada -
queremos creer que en parte
gracias a nuestra fidelidad- por
una cafetera y un café de grano
que mejoró notablemente el
sabor del express y el
cortado.Hubo un tiempo en que
el televisor solía estar encendido
cuando llegábamos, justo a la
hora infame del bullicio de los
matinales. Poco a poco, a
solicitud nuestra y sospecho de
otros parroquianos, se ha ido
imponiendo el televisor apagado
en las mañanas y una banda
sonora country, propia de un
café al paso de película gringa,
que nos hace sentir como si
estuviéramos en medio de la
Ruta 66, entre camioneros,
buscavidas y vendedores
viajantes que hacen un aro en el
camino.La idea de hacer un aro
en la mañana, la de conversar
con los amigos un café y nutrir
las primeras horas del día, es un
privilegio que deberíamos
procurar en cualquier situación
en la que nos encontremos.
Solos o acompañados, a la hora
del café ensayamos una lectura,
echamos la talla o nos perdemos
en la mejor de las ensoñaciones:
aquella que no sabe de límites ni
ataduras. He visto a Enrique, el
mozo amable, cargar en sus
brazos a una mujer
discapacitada desde su silla de
ruedas en la vereda hasta una
silla del café, para que ella
pueda tomarse tranquila una
taza de té, y luego volverla a su
sitio nuevamente en brazos, para
que esa mujer discapacitada
continúe paseando por el barrio.
He visto a Enrique atender con
absoluta corrección y discreción
a una mujer de entre treinta y
cuarenta años de edad, que cada
cierto tiempo se deja caer en el
local y con la vista perdida en la
calle se sirve un café en silencio
y soledad. Se ve que está
nerviosa, se siente.Como somos
cuatro o cinco amigos hombres
los que frecuentamos el café en
las mañanas, es magnífico el
momento en que alguna chica
guapa entra a Marisol a comprar
un café para llevar o alguna
golosina. Porque hay uno de los
nuestros que impajaritablemente
se enamora de ella. En rigor, se
enamora de todas y cada una de
las muchachas agraciadas que
pasan por aquí. Las observa yo
diría que con disimulo y
educación, y después nos
pregunta: "¿Creen ustedes que
esa mujer podría ser la mujer de
mi vida? ¿No me estaré
perdiendo de algo importante al
no abordarla?". Nosotros, para
no defraudarlo, alentamos su
fantasía y le decimos que sí, que
él debería tener el aplomo y el
valor de hablarle. Pero nuestro
amigo se mantiene atornillado
en la silla, bebe un sorbo de su
taza, a veces pide un trozo de
kuchen para nivelar el azúcar y
se pierde nuevamente en la
ensoñación, mientras los demás
regresamos a la conversación en
la que estábamos, a una nueva
mañana en un café de barrio
donde nos gusta cruzar nuestras
vidas.

Sábado 5 de Junio de 2010


Alma
El otro día leí un poema de
Wislawa Szymborska llamado
"Algo sobre el alma" que me
encantó. Empieza así: "Alma se
tiene a veces./ Nadie la posee
sin pausa/ y para siempre".
He leído varias veces el poema
desde entonces, de su libro
Instante, y estoy maravillado del
talento, la precisión de sus
versos, su mirada veterana y
lúcida, esa sensibilidad
extraordinaria, absolutamente
única, que la ocupa: "Es algo
quisquillosa:/ con disgusto nos
ve en la muchedumbre,/ le
repugna nuestra lucha por
supuestas ventajas/ y el rumor
de los negocios". El remate del
poema sugiere una magnífica
relación de a dos: "Según
parece,/ así como ella a
nosotros,/ nosotros a ella/
también le servimos de algo".
¿Puede el alma desentenderse
de nosotros? ¿Puede ella darse
el lujo de existir sin nosotros?
Servirle de algo al alma es
reconocer que nos necesitamos
mutuamente, y que vivir en
sintonía con ella vale la travesía.
En un planeta donde todo parece
estar en venta, una de las
transacciones más significativas,
feroces y recurrentes es la del
alma. No sólo el diablo las
compra. A veces se venden al
primer postor con cara de ángel
por unos pocos pesos, a veces
no nos damos ni cuenta y
alguien, otro, se apoderó de ella;
hay quienes se hacen de rogar
pero al final ceden a cambio de
un precio razonable. Lo
complicado es que esté en
venta, que la pongamos a
disposición a cambio de algo:
un sueldo, una gratificación, un
bono, amor, a veces sólo un
poco de cariño, un ascenso, la
fama, el reconocimiento, la
vanidad, el aplauso, alguna
adicción, algún descuento en
futuras compras. La transamos y
creemos que ella se independiza
de nosotros, pero está visto que
ahora será el alma de otro la que
nos gobierne. Para que te
compren el alma, ayuda el
hecho de que sólo te interese
sobrevivir. Hay muchos que no
tienen ni idea de que un alma
los constituye en lo esencial, y
por lo tanto difícilmente podrían
preocuparse de estar
vendiéndola.
Hay preguntas del alma que
seguramente no alcanzaremos a
responder en vida. Szymborska:
"Qué ha sido de decenas de
personas: /¿nos habremos
conocido realmente?/ Qué
intentaba decirme M/ cuando ya
no podía hablar". ¿Qué hace uno
con aquellas preguntas que se
formula a cada rato y que no
tienen respuesta? ¿Por qué las
manos de mi padre -lo verifiqué
nuevamente pocos días atrás- se
han adolorido tanto en estos
últimos años, al punto que ahora
no puedo estrecharlas como
quiero en señal de amor y
gratitud? ¿Por qué me cuesta
tanto decirle a mi madre que la
extraño permanentemente, que
hay conversaciones entre
nosotros que tal vez nunca se
verbalicen, pero que, sin
embargo, sus ojos, cuando
puedo verlos, me hablan con
fuerza de lo que han vivido y
observado sobre la Tierra y en
su propia alma?
Conozco a muchísimas personas
cuya alma pareciera importarles
un bledo. Y no estoy hablando
de los que no profesan religión,
ni se santiguan, ni van a la
iglesia a supuestamente salvar el
alma de la tentación del
demonio. Personalmente yo
tampoco me ocupo de estos
menesteres. El alma de la que
hablo es aquella íntima e
indefinible materia individual
que brilla cuando se pone en
movimiento y tiene la fuerza de
irradiar cuando se comparte con
otros. El alma de la que hablo es
a veces un destello en los que te
rodean, el impulso que te mueve
a encontrarte con esas otras
personas que están fuera de ti
pero que por alguna razón -no
solamente el azar- forman parte
de tu paisaje y tu mundo. Hablo
de almas que se tocan y llegan a
amarse: reales, vívidas,
carnales, y también fantásticas.
Hablo de almas que se
extravían, se salen a buscar
desesperadamente y finalmente
se encuentran.
Hablo de dejar el alma allí
donde tu ser más profundo
quiera hacerlo, y no donde otros
esperan que lo hagas o decidan
por ti. Hablo de un poco de
dignidad, que sumado a un poco
de piedad y a un poco menos de
crueldad, permita que el
comercio de almas deje de ser el
negocio que es en los tiempos
que corren.

Sábado 12 de Junio de 2010


Personas
"No existen los lugares, existen
las personas". Lo escribió
Clarice Lispector en una de las
muchísimas cartas que le envió
a sus hermanas Tania y Elisa
entre 1940 y 1957, y que
conforman el volumen Queridas
mías, recientemente editado en
español. La frase de Lispector
ilumina y alienta: "No existen
los lugares, existen las
personas". Vivimos rodeados de
una geografía a la que no
acostumbramos a tocar con
nuestras manos, como si ella
fuera naturaleza muerta. Y
aunque no lo sepamos, esa
geografía está constituida de
afectos y personas de carne y
hueso, y por supuesto también
de árboles, flores, animales y
libros, en la medida en que
interactuamos con ellos y nos
enseñan a reconocer en su
follaje, en sus colores, en su piel
y en sus páginas a seres vivos,
que respiran, crecen y mueren,
como nosotros.
Sospecho que leo libros para
conversar con los autores y con
aquellos personajes que viven
en sus obras. No discrimino
géneros. Cartas, diarios, notas
de viaje, relatos breves,
crónicas, cuentos, poemas,
novelas, ensayos, fragmentos,
artículos y viñetas sirven para
dejarse tocar. No leo libros para
cultivar la indiferencia o matar
el tiempo, sino como un
espectador atento que anhela
encontrar señales, pistas,
rastros, huellas de hombres y
mujeres en movimiento, de
sujetos que existen para bien o
para mal.
A veces sucede que lo que no
encuentro en los libros aparece
en una película. Tal vez la mejor
historia que recuerde de un
hombre que busca reencontrarse
con su hermano -con el que se
peleó hace tanto tiempo- sea la
contada en la película Una
historia sencilla de David
Lynch. Un ciudadano mayor
atraviesa en una cortadora de
pasto buena parte de Estados
Unidos para ir al encuentro de
su hermano. Lo que no se dice
pero se insinúa en ese lento
andar, puede llegar a
conmoverte si entiendes que
detrás de esa historia simple está
contada la historia de cualquiera
de nosotros.
En la misma cuerda de Una
historia sencilla, David Lynch
acaba de participar en un trabajo
dirigido por su hijo Austin. Se
llama Interview Project y está
en Internet:
projectinterview.davidlynch.co
m
Leo en el diario que los
realizadores comandados por
Austin Lynch se subieron a una
van y recorrieron Estados
Unidos durante setenta días. En
el camino fueron encontrándose
casualmente con cientoveintiún
hombres y mujeres a los que
entrevistaron con una cámara de
un modo muy sencillo: "¿Cómo
se describiría? ¿Cómo le
gustaría ser recordado? ¿Se
arrepiente de algo en su vida?
¿De qué se siente orgulloso?
¿Cuáles eran sus sueños de
infancia?".
Las entrevistas duran cerca de
cuatro minutos cada una. La que
cierra el ciclo es Spira, una
mujer que vive en una casa
rodante en Topanga Canyon y
cuyo discurso vital entusiasma.
La música de la serie -
magníficamente escogida- es
diferente para cada capítulo, que
empieza con la escueta
presentación que David Lynch
hace del entrevistado, a quien
llama por su nombre de pila.
"No existen los lugares, existen
las personas". Austin Lynch y
su pandilla podrían estar de
acuerdo con Clarice Lispector
después de atravesar Estados
Unidos registrando vidas
mínimas que convocan nuestro
interés porque no son ni
presumidas ni artificiales, ni
sacan cuentas de lo que les
conviene o no decir. Desde el
momento en que aceptan ser
grabados, aceptan también
mostrar algo de su espíritu, de
su naturaleza, de esa loca
geografía que nos ocupa a
todos. Vistos de cerca, como
dice la canción de Caetano
Veloso, ninguno de nosotros es
normal. Eso debe ser lo mejor
de todo: colocada en un
microscopio, la hoja de un árbol
exhibe una nervadura imposible
de advertir a simple vista. Algo
parecido ocurre con nuestra
condición: una cámara fija, un
oído atento, unos ojos curiosos
y un medio de transporte que
pueda recorrer miles de
kilómetros sin prisa y sin pausa
sirven para retratar, aunque sea
fragmentariamente, el alma de
los habitantes de un país. Me
apunto en ese sueño.

Sábado 19 de Junio de 2010


Titolandia
Diez años atrás, viajé a
Concepción a conocer y
entrevistar a un escritor
radicado en la zona: Tito
Matamala. Una de las razones
del encuentro era confeccionar
con él un ranking de las mejores
empanadas fritas de Chile para
la revista "Domingo en Viaje".
Había que verificar in situ si las
del sur le hacían el peso a las de
la costa central en masa, fritura,
relleno, caldo y sabor. Pero el
ranking de empanadas era
apenas un pretexto: lo que
queríamos era simplemente
conocernos. Había una amistad
fraguándose en el intercambio
de correos electrónicos, y entre
otras payasadas habíamos
acordado seriamente que yo
escribiría una biografía
contando la verdadera historia
de Tito Matamala. El proyecto
literario exigía un primer
encuentro cara a cara.
Desde el mismo día en que nos
encontramos en Concepción,
nuestras vidas se conectaron
para siempre. Esa tarde, en la
caleta de Lenga, sostuvimos en
un momento un diálogo que
nunca olvidaré en que Tito
habló de su padre:
-Él se fue de la casa el año 76,
yo tenía trece años. Un día se
me acercó en el patio y me dijo
que se iba. "Me voy", dijo, y me
dio la mano.
-¿La mano?
-Sí, la mano. Y se fue. Y nunca
más lo vi. Era su opción, y no se
la reprocho. Teníamos una
relación escasa, pero no mala.
Yo tengo buenos recuerdos de
él, y por eso nunca lo voy a
recriminar.
-Y supiste de él siete años
después.
-Sí, en Concepción. Yo vivía en
el Hogar Universitario y me
avisan que vaya a la comisaría
no sé cuánto. Voy, me pasan el
teléfono, y al otro lado estaba un
amigo de mi papá en Brasil que
me dice: "Tu papá se murió hoy,
tuvo un derrame, lo siento".
-¿Así de brutal?
-Sí, y eso es lo que me ha
marcado la vida. Lo de mi papá
fue un viaje al infinito, y
también una ausencia eterna.
La madrugada del terremoto de
febrero, apenas se supo que el
epicentro había sido cercano a
Concepción, la primera persona
en la que pensé fue Tito
Matamala. Ha vivido solo-solo
desde los veinte años. A veces,
sólo a veces, tiene en las noches
a quién abrazar. La mayoría de
las madrugadas, se duerme
cansado y solitario. Mi amigo
salvó el pellejo en el terremoto
pero quedó sicológicamente
dañado. No por haber perdido
casi íntegra su colección de
plastimodelismo o por haber
tenido que abandonar por
semanas su departamento
maltrecho, sino por el miedo y
lo que vio entre esa madrugada
y los días siguientes, cuando su
ciudad se pareció demasiado al
Infierno.
La semana pasada, Tito
Matamala vino a Santiago a
presentar en la Feria del Libro
Infantil su última joyita: La gran
breve guía de los animales
salvajes. No recuerdo haberlo
visto tan contento como ese
mediodía del lanzamiento.
Antes de viajar, me confidenció
por correo que este libro para
niños era lo más bello que había
hecho en su vida. Le creo. La
mayor gracia de su guía,
enteramente escrita y dibujada
por él, es que está hecha para el
disfrute. En la portada una
advertencia: "Los adultos sólo
pueden leer este libro con el
permiso y la compañía de sus
hijos". Lo presentó Cristián
Warnken, y reparó
acertadamente en lo gozoso,
sencillo y gratuito del gesto de
Matamala: escribir un libro,
dibujarlo, con placer y humor
para el placer y la risa de los
demás, especialmente de los
más chicos. Tito agarró el
micrófono en el escenario de la
feria y no hubo modo de
quitárselo: habló del enorme
trasero del hipopótamo, se
reflejó a sí mismo en el cuervo,
y sorteó entre el público afiches
de algunas de las páginas
dellibro: mi hija Agustina -que
tenía un cupón con el número
43 y un ejemplar autografiado
de la guía- se llevó el último de
los afiches, que le viene como
anillo al dedo: un armadillo que
se pone nervioso viendo
películas de misterio y dice
cuatro veces en voz alta que no
debe comerse las uñas.
Sábado 26 de Junio de 2010
Beto Ortiz
"Si no tienes amor, no eres ni
mierda". Así termina el libro
Por favor, no me beses del
peruano Beto Ortiz. Un librazo
de un gran escritor. Me lo prestó
una amiga la semana pasada, y
yo en qué mundo vivía que no
había leído nunca a Ortiz ni lo
conocía de nombre. Hay
escritores peruanos que vivirán
conmigo siempre. César Vallejo
y Julio Ramón Ribeyro, para
empezar. Desde ahora, también
Beto Ortiz. La solapa del libro
que lo presenta se burla de la
tonta solemnidad con que
solemos aparecer los que a
veces publicamos un libro, y
seguro la escribió el propio Beto
muerto de la risa: "Beto Ortiz es
homosexual. Tiene 41 años, 3,5
de miopía, alergia al polvo,
hipotiroidismo y pie plano". La
presentación agrega que no
ganó últimamente becas ni fue
finalista de premios literarios.
Tampoco lo invitaron a Praga a
conferenciar ni publicó nada en
The New Yorker. Entre sus
libros hay uno que me habría
gustado imaginar: Pequeñas
infidencias, antología no
autorizada de correos
electrónicos. Beto Ortiz no se
imposta ni se cuida de caer bien
o mal, domina el arte de narrar y
quiere a su mamá como a nadie
en la Tierra. "Antes que me
olvides" lo escribe a propósito
del Alzheimer que aflige a su
madre. Todo empieza con un
chocolate Toblerone en mal
estado, descompuesto, lleno de
hongos, que Beto se echa
inocentemente a la boca sin
imaginar que era el mismo
chocolate que le había regalado
hacía diez meses a su mamá:
"¿Para qué has guardado ese
Toblerone tanto tiempo? -le
pregunté a mi vieja-. Me olvidé
por completo, dijo ella". Los
olvidos empezaron a hacerse
frecuentes y a complicarle la
existencia. Un día, la mamá de
Beto pasó a comprar queso y
cachitos a la panadería para
llevarle a su hermana, Livia, sin
reparar que ella había muerto
hacía dos años. Para quitarle un
poco la tristeza que le produjo
no poder encontrarse con su
hermana, Beto cuenta que la
llevó al cine a ver Cuatro bodas
y un funeral. Ella rió de buena
gana y olvidó por un momento
la melancolía: "En el auto que
nos traía de vuelta a casa, mi
padre le preguntó: ¿Y? ¿Qué tal
estuvo la película? A lo que ella,
mirándolo extrañada, respondió:
¿cuál película?". No es
necesario que tu mamá sufra de
Alzheimer para querer atesorar
lo que Beto desea preguntarle
antes de que sea demasiado
tarde, "antes que te olvides,
antes que me olvides":
"¿Cuántas veces te enamoraste y
de quiénes? ¿Cómo haces para
creer en Dios con tanto
entusiasmo y cómo para no
dormirte en las misas? ¿A qué
jugabas con tus nueve hermanos
en tu casa de La Victoria? ¿Cuál
fue tu más grande triunfo y cuál
tu peor derrota?". La mejor
diatriba contra el fútbol que leí
en mi vida la escribe Beto Ortiz
en Por favor, no me beses. Se
llama "Cómo terminar con el
fútbol definitivamente", y
aunque yo no quiero que eso
ocurra porque disfruto el juego,
puede ser de utilidad pública
leerlo en estas semanas de
Sudáfrica, donde el
patrioterismo vacío y la
farándula televisiva se han
tomado el escenario, donde el
ruido infernal de las vuvuzelas
es más importante que el
apartheid, y un desgarro más
urgente que el barro en el que
están viviendo aún tantos
damnificados del terremoto.
Beto Ortiz fue malo para la
pelota desde chico, lo que
explica en parte su rechazo al
fútbol: "No me arranca lágrimas
que un fulano al que no conozco
tenga cierta puntería en el
zapato. No me da nada. Me vale
verga su alegría abstracta. No la
entiendo y es mejor que no
intenten explicármela".

Sábado 3 de Julio de 2010


Escritor y juez
El año pasado conocí en mi
taller a un escritor que es juez
de familia. No sé mucho de su
vida: ignoro el juzgado en que
imparte justicia, entiendo que es
casado y no tiene hijos,
sospecho que no le falta
demasiado para cumplir
cuarenta años de edad. El
hombre, al comienzo, era tímido
y de pocas palabras, pero el
paso del tiempo lo ha convertido
en animador de las sesiones
junto a su risa fácil y
contagiosa. Las primeras veces
que leyó, el juez llamó
inmediatamente la atención de
todos los que lo escuchábamos
por su voz quebradiza y por la
calidad de sus textos. No sé si
ya nos acostumbramos a esa
lectura fragilizada por la voz, o
es que la voz del juez ha ido
ganando también en entereza
conforme avanza el calendario.
Lo que no ha variado un ápice
desde el inicio es el gusto que
nos produce su feliz escritura.
El juez de familia del que les
hablo no se toma en serio su
condición de escritor. O eso
aparenta, al menos. Lo que
probablemente sea una
estupenda manera de
concentrarse sólo en lo que
debe: la página que tiene al
frente.
Uno de sus poemas se llama
justamente "Palabras": "Han
ridiculizado a los viejos
profesores: / cuando todos
entendíamos que éramos
átomos, / un experimento
practicado en Bélgica / ha
demostrado que ya no. / Desde
ayer somos energía. / Pero todos
sabemos que no somos energía,
/ que otro ensayo en un país
lejano, con mejores teorías, /
con modelos matemáticos más
sofisticados, / refutará lo dicho.
/ Y sabremos que somos otra
cosa, / y seguiremos
infinitamente variando nuestra
naturaleza, / hasta que
aceptemos la única verdad
verdadera: / somos sólo
palabras". En otro de sus textos
cuenta la historia de un tío
bohemio y parecido a Frank
Sinatra: "Bueno para los
combos, el trago, el baile, la
noche y las maracas". El famoso
tío atropelló una vez a un milico
el año 73 en pleno toque de
queda y manejando a medio
filo. La patrulla lo detuvo a
balazo limpio. Salvó ileso, y
jamás perdió el humor: "Lo
mejor de mi tío es que nunca
aburre. No me doy el trabajo de
contar sus historias para no
arruinarlas. Pero recuerdo
haberlo acompañado a ver a un
amigo al que acababan de
operar del corazón. Entró
cabizbajo a la pieza del hospital,
jugando con una cuerda entre
sus dedos.
-Qué bueno que me viniste a ver
-le dijo el enfermo con voz
quejumbrosa.
-No, chatito, no te vine a ver, te
vine a medir.
He conocido personas cultas e
inteligentes, pero si no me
parecen graciosas, no hay caso,
su ilustración se me antoja
burda e inútil.
No voy a identificar aún a este
escritor que es juez de familia.
Tampoco le he pedido permiso
para citar en esta crónica
algunos de sus textos. Ya sabrán
su nombre completo. Mientras
tanto, otro botón de muestra:
"Hay quienes tienen mal
pronóstico. Por ejemplo, los
jugadores empedernidos. Contra
el casino nadie gana. O los
latinos en las películas de
policías: tarde o temprano
terminan acribillados, o, peor,
siendo ridiculizados, y a veces
las dos cosas juntas. Pero nadie
tiene tan mal pronóstico como
los que han apartado de su vida
el suave abrazo que el sol nos
dispensa en los parques, los que
han dejado de añorar la brisa
fresca de una mañana cualquiera
de primavera".

Sábado 10 de Julio de 2010


Bajo el cielo
1.- Una amiga me escribe y me
dice que está sin fuerzas para
tomar la guitarra, componer y
cantar. La imagino susurrando
sus canciones en voz muy baja,
apenas a sí misma, sin la energía
suficiente para cantarle al
mundo como a ella más le gusta.
Como un ángel de Wenders en
la película Bajo el cielo de
Berlín, deseo suspender la
marcha normal del día y
abrazarla, hacerle cariño y
decirle en el abrazo que no se
sienta sola y desamparada, que
somos muchos los que
disfrutamos escuchándola cantar
y embellecemos nuestra vida
con su música y su arte
arrancados del goce, el amor y
el dolor.
2.- Anoche mi hijo José me
pidió que lo acompañara un
momento en su cama antes de
dormirse. José tiene catorce
años, pero no quiere perder la
costumbre de abrazarme cuando
el sueño comienza a vencerlo.
No lo habíamos hecho en los
últimos meses. Fue un
privilegio: sentí por unos pocos
minutos la temperatura de su
cuerpo y su piel, me vi a mí
mismo y a él amparándonos en
una noche de invierno.
3.- Llegan buenas y malas
noticias del sur. Una mujer a la
que queremos mucho nos cuenta
que va a ser madre nuevamente,
y cuando festejamos el anuncio
nos dice al paso, con voz triste,
que su abuela, otra mujer férrea
y entrañable a la que también
queremos y respetamos mucho,
está gravemente enferma. Se
sintió mal, viajó la semana
pasada del campo a la ciudad a
que la examinaran los doctores,
y regresó a casa con el peor
pronóstico, sabiendo que
médicamente no hay mucho
más que hacer, salvo esperar
que la enfermedad continúe
avanzando. ¿Alcanzaremos a
encontrarnos en el próximo
verano? ¿Cómo vivirá ella la
despedida del mundo? ¿Cómo
es ahora su despertar en las
mañanas? Sé que le cuesta
tragar, que se cansa muchísimo
con cualquier esfuerzo físico. La
imagino frente a su cocina a
leña, los ojos negros vivos y
grandes, el pelo bien blanco,
alguno de sus perros fieles a sus
pies, acompañándola,
amparándola, ella en silencio,
afuera el lago Llanquihue y el
viento y la lluvia sobre los
castaños.
4.- Una amiga lleva a su pareja
a control médico los días
miércoles. Entran a una consulta
y escuchan lo que tenga que
decirles el doctor. Él está
cansado, pero ilusionado. La
próxima semana corresponde
evaluar el avance de las
quimioterapias a que se ha
sometido. Bajo el cielo de
Santiago, hay corazones que
laten muy fuerte.
5.- "Yo también soy un
melancólico indudable y a veces
la vida me parece una manera
sobrevalorada de pasar el
tiempo, pero nunca he querido
no seguir siendo yo y nunca he
deseado el olvido. No estoy tan
convencido de la inutilidad de la
vida como para que la promesa
de una nueva novela o un nuevo
amigo (o una vieja novela y un
viejo amigo), o un partido de
fútbol en la televisión (o hasta la
emisión de un partido antiguo)
no vuelvan a despertar mi
interés". Julian Barnes, en Nada
que temer.
6.- Sueño un mundo lento y
amable. Sueño que el trabajo
alcanza para pagar las cuentas, y
lo que sobra sirve para tomar
café y leer el libro que más me
gusta. Sueño que hay tiempo y
espacio para decirles a los que
quiero que me importan, que mi
vida es mejor con ellos en el
camino. Sueño que invento
mañanas para andar veredas,
parques y playas con la cabeza
despejada. Sueño con tardes
enteras para dormir siesta, regar
plantas y hojear libros de
fotografías en blanco y negro.
Sé que habrá momentos
fantásticos en que no piense en
nada, y otros momentos también
magníficos en que la vida me
provoque risa.
7.- No es verdad que estamos
completamente solos: alguien
nos quiere, alguien nos recuerda
sin que lo sepamos, a alguien le
hacemos falta.

Sábado 17 de Julio de 2010


Quiltros
No me gustan mucho los perros
pitucos que echan el pedigrí
encima, salvo pastores y
labradores que no se esfuerzan
nada para ser distinguidos.
Tampoco me agradan aquellos
que lucen peinados ridículos
(aunque no sea su
responsabilidad) y menos esos
perros minúsculos que
acostumbran a esconderse detrás
de las faldas de sus dueñas,
porque la mayoría de estos
perros pichiruches son además
histéricos y chillones, y su
ladrido agudo, más que
atemorizar o pretender
hablarnos, enferma los nervios.
Los perros que sí me gustan
siempre, aunque sean chicos y
aparentemente insignificantes,
son los quiltros. Sin libreta de
familia, ojalá de la calle,
dispuestos a retribuir con
generosidad extrema el gesto
básico de darles protección y
alimento. La belleza de los
quiltros radica en su capacidad
infinita para vivir de un modo
sencillo: salvo que la vida o
algún salvaje los haya
convertido en unos animales
agresivos sin remedio, los
quiltros son tremendamente
receptivos al cariño y
especialmente inteligentes,
porque han tenido que
sobrevivir -pienso en los que
viven en grandes ciudades-
sorteando la adversidad de cada
día y adaptándose con magistral
juego de cintura -por ejemplo- a
cruzar la calle y no morir en el
intento. En la película Historias
mínimas, uno de los
protagonistas, un hombre viejo,
viudo y solitario, sale a recorrer
la Patagonia argentina con lo
puesto porque alguien le dice
que su quiltro querido, el
Malacara, que se había perdido
hacía tres años, fue divisado en
el pueblo de San Julián. El
Malacara era un perro petiso,
café, de cola larga, bien quiltro
y polvoriento, y el viejo revive
cuando se ilusiona con volver a
encontrarlo. Entre gente que se
cree importante, el quiltro en
cambio es sinónimo de poca
cosa. Famosa fue la
intervención del político
derechista Sergio Onofre Jarpa
en el debate televisivo
Parlamento 73 durante el último
año de la Unidad Popular,
cuando los ánimos nacionales
estaban muy caldeados. Hubo
un momento del programa en
que Jarpa discutía con otro pez
gordo de la política y Aníbal
Palma, ministro radical de
Allende, quiso meter la cuchara.
Jarpa, que siempre fue
autoritario para sus cosas, lo
hizo callar de manera poco
elegante: "Usted no se meta", le
dijo: "Esta es pelea de perros
grandes, no de quiltros". A
veces los quiltros se llaman
Tarzán y son enclenques y
asustadizos. Otras veces su
nombre los refleja. El primero
con el que tuve relación se
llamaba León, y era de unos
primos míos. Le tenía miedo:
era grandote, cruza de policial y
quiltro, y le ladraba a todo lo
que se movía al otro lado de la
reja. Nunca me relajé
completamente con él, a pesar
de que jamás me hizo un
rasguño. Murió viejo y enfermo
sin renunciar al rudo y
arriesgado oficio de guardián.
Los quiltros suelen tener barrio
y astucia. Pero a veces están tan
disminuidos que la presencia
humana los aterroriza. Esta
mañana con la Solcita
divisamos por segundo día
consecutivo a uno de color
beige y rostro amable en una
bomba de bencina. Flaco y
temeroso, le costó mucho
acercarse a recoger una
medialuna que le dejamos en el
suelo. Finalmente la tomó como
si fuera un trofeo y se paseó por
la bomba cinco minutos con ella
en el hocico, exhibiéndola.
Hay gente ridícula a la que le
gusta ostentar autos de marca y
perros de raza. Los exhiben
como si eso les diera un estatus
especial. A mí me gustan los
que viven junto a su quiltro
puertas adentro, cuidándolos y
dejándose cuidar por ellos.
Como Godofredo Stutzin. El
viejo y querido Godofredo, en
su parcela de El Arrayán, ha
recogido a lo largo de su vida a
cuanto perro necesitado se cruzó
en su camino. Cómo los quiere,
los cuida y los respeta. Ha
bautizado y enterrado a decenas
de ellos. Pienso en él, y en otros
ciudadanos más empobrecidos
que Stutzin que viajan por la
ciudad arriba de triciclos y
carretones acompañándose de
un quiltro. Es otra postal de una
misma ciudad, Santiago.

Sábado 24 de Julio de 2010


De vuelta
Anoche no estuve a la altura de
los sueños de una mujer a la que
amo. Cansado y distraído, dejé
que sus palabras rebotaran y no
fui capaz de abrazarla con las
mías y celebrar la imaginería
fantástica que desplegaban las
suyas.
Hoy desperté decidido a
enmendar la torpeza, el
descuido, la falta de delicadeza.
Vengo de vuelta, igual que tú,
mujer, lo que en ningún caso
significa desandar el camino ni
retroceder a un punto muerto.
Al revés: vengo de vuelta
porque sé que la vejez ofrece
dificultades insoslayables, pero
ya no me asusta.
Por alguna razón que no acabo
de entender completamente,
busco aquel texto de Carlos
León en donde reflexiona sobre
el mayor heroísmo de la
aventura humana: "Me atrevería
a decir que en cada ser humano
hay un héroe. Y, desde luego,
todos los héroes están
condenados. Pienso que lo más
heroico de todo ser humano es
la muerte, sometidos, como
estamos todos, a esta suprema e
ineludible aventura".
Un amigo me preguntaba ayer:
¿Hay algo realmente bello que
no sea íntimo? ¿De qué sirve
caminar sobre seguro? Son
preguntas esenciales, como el
sueño de anoche al que no le
presté atención.
¿Qué significa venir de vuelta?
¿Dejar de soñar o soñar
distinto? Un querido amigo que
decidió vivir en España los
últimos años de su vida
acompañado de su mujer,
algunos compañeros de ruta y
"ambiciones cortas", me enseñó
a agradecer los privilegios de mi
existencia: respirar, la
naturaleza, el amor, algunos
viajes, el arte, la niñez, techo,
abrigo, alimento, placer. La
semana que viene le despacharé
por correo una película que sé
que a él le gustará mucho. El
documental Yo recuerdo donde
Marcello Mastroianni habla
durante noventa minutos de sí
mismo y acaba encantándote
con el relato de su vida, cuando
ya tenía poco por vivir. Sin
perder el humor, y
probablemente sabiendo que la
muerte lo esperaba a la vuelta
de la esquina, su relato adquiere
el valor de un pequeño
testamento, hecho sin ninguna
estridencia. Hacia el final de la
película, refiere un cuento de
Kafka que dice gustarle mucho
y que se llama El próximo
pueblo, donde un narrador
reflexiona sobre lo corta que es
la vida. Vale la pena leerlo
entero: "Mi abuelo solía decir:
'La vida es asombrosamente
corta'. Ahora, en el recuerdo, se
me aparece tan de un solo golpe
que apenas puedo comprender
cómo, por ejemplo, un joven
puede decidirse a cabalgar hasta
el pueblo más próximo sin
temer que -posibles accidentes
aparte- ya el tiempo mismo de
la vida que transcurre normal,
feliz, pueda no alcanzar ni con
mucho para semejante
cabalgata".
Junto con celebrar el texto de
Kafka, Mastroianni admira a los
personajes comunes de Chéjov,
y dice preferirlos a la
grandilocuencia de los
construidos por Shakespeare:
"Los medios tonos de los
personajes chejovianos, su
dificultad para cumplir sus
modestos sueños, como salir de
la provincia para ir a Moscú con
la idea de encontrar allí el
paraíso, me conmueven
profundamente".
A mí me sucede parecido. Los
medios tonos, los grises, la
existencia con minúscula: ahí
está mi paraíso en la Tierra.
Porque en ese paraíso está
permitido soñar, echar una
broma, reírse de uno mismo,
tomar el sol cuando hace frío a
la sombra y no desesperarse
porque no logremos caminar
sobre seguro.
Abrazo tu sueño, mujer, un poco
tarde, tal vez, lo hago mío.
Anoche, mientras intentabas
dormir, una pianista joven y
talentosa dijo en la televisión
que gozaba improvisando en sus
conciertos porque la vida así
tenía otro sabor: habiendo tantas
cosas estructuradas en este
mundo, qué mejor sensación -
dijo- la de hacer algo una sola
vez en la vida, y saber que
nunca nunca podrá volver a
repetirse.
Sábado 31 de Julio de 2010
La chica del puente
La veo venir caminando por
Santa María, ligeramente
apurada, minutos después de las
nueve, rumbo al trabajo.
Desconozco en qué piso está su
oficina, a veces pienso que es
diseñadora, su ropa tal vez. En
la esquina de Santa María y
avenida El Cerro se pierde su
visión, cuando entra al edificio
y ya no sé si sube las escaleras o
llama al ascensor.
Ayer la vi. No llevo la cuenta,
pero desde que reparé en ella,
una mañana del último verano,
creo que nos hemos cruzado seis
o siete veces en lo que va del
año. Decir nos hemos cruzado
es una exageración, claro.
Porque en rigor ella no puede
saber que nos cruzamos. Yo voy
en auto, en la primera fila, la
más cercana a la vereda, en
dirección al poniente, al puente
Suecia, y por esa vereda en
dirección al oriente vienen
hombres y mujeres de la calle,
de toda condición: trabajadores,
secretarias, administrativos de
maletín, algún ejecutivo, y, a
veces, una mañana de cada diez,
ella: la chica del puente. Me
intriga saber un poco más de su
vida. Tal vez, simplemente, es
el destello de aquella mañana
del verano en que me dijo con
su andar que ella estaba viva,
que formaba parte de este
mundo, y que yo también, al
detenerme en ella, construía por
una fracción de segundo una
historia común. En una ciudad
de millones, lo frecuente es que
nuestras vidas jamás se crucen,
pero esto no es absolutamente
cierto, porque ya se cruzaron:
ahora, cada vez que la veo venir
entre otros caminantes,
disminuyo la velocidad y
alcanzo a fijarme en el ánimo
que expresa su cara esa mañana.
La he visto introvertida, segura
de sí misma y también algo
cansada o tal vez triste. No sé su
nombre, sí sé que ayer vestía
jeans, botas y un chaleco grueso
¿negro? con lunares de colores
vivos, creo que rojos, azules,
amarillos. No sé. Es todo tan
irremediablemente fugaz, es
apenas una visión, son sólo
fragmentos, unos pocos
segundos, y sin embargo me
concentro en ellos como si
fueran una vida entera para
narrar la fugacidad.
¿Con quién vive? ¿Tiene hijos?
¿Salió apurada en la mañana?
¿Le gusta tomar vino? ¿Cuáles
son sus recuerdos preferidos de
cuando era niña? ¿Se vistió
alguna vez de novia? ¿Cuál es la
muerte más cercana que ha
sufrido en sus treinta o más años
de vida? ¿Era matea en el
colegio, o más bien porra, o del
montón, o buena deportista?
¿Qué acostumbra hacer en los
veranos? ¿Le gusta venir a
trabajar? ¿Cuál es su próximo
sueño? ¿Y si le regalara un día
una copia de las Variaciones de
Goldberg ejecutadas en el piano
por Pierre Jacomet?
¿Encontraría belleza en ellas?
Jamás la vi atravesar el puente
Suecia. Siempre que la vi, ya
venía subiendo por Santa María.
Yo imagino que viene desde
Providencia, y que tiene que
atravesar el puente para ir a su
trabajo. Tal vez no sea así. Tal
vez viva en Pedro de Valdivia
Norte y se venga conejeando
desde su casa. Hay una canción
del último disco de Congreso
que se llama "Venus en
bicicleta". Es muy linda: "La
Venus en bicicleta / en el centro
del pueblo / si la viera Botticelli
/ despierta del sueño". Cuando
la escucho, a veces me acuerdo
de ella, la chica del puente que a
lo mejor, un día, se compra una
bicicleta o se cambia de trabajo
o se viene en auto o se va a vivir
a Francia y ya nunca más
volveré a verla.

Sábado 7 de Agosto de 2010


Botella al mar
Se llama Alejandra, es
arquitecta, vive en el sur y me
escribió la primera vez hace
unos tres años. Su primer envío
fue un poema de Jorge Teillier,
"Botella al mar", adivinando
que yo igual que ella disfrutaría
volver a leerlo: "Y tú quieres
oír, tú quieres entender. Y yo /
te digo: olvida lo que oyes, lees
o escribes. / Lo que escribo no
es para ti, ni para mí, ni / para
los iniciados. Es para la niña
que nadie / saca a bailar, es para
los hermanos que / afrontan la
borrachera y a quienes desdeñan
/ los que se creen santos,
profetas o poderosos".
Volvió Alejandra a escribirme
cinco o seis veces en estos tres
años. Un día me mandó un
breve cuento suyo basado en un
emocionante abrazo callejero
que vio una tarde en Chillán,
porque el relato había sido
seleccionado en un concurso
literario en Buenos Aires. Otro
día me contó la movida historia
de un tío buscavidas, daltónico
y navegante abandonado por su
esposa luego de que él decidiera
enamorarse en altamar de una
mulata centroamericana, que
ciertamente pasó a ocupar el
sitio vacante. El último verano,
me escribió para contarme los
sufrimientos de un compañero
de colegio de su hija de once
años que tiene cáncer, y también
me envió un texto que le había
escrito a su padre por su
cumpleaños número setenta:
"Me gusta el color del otoño,
me gusta el olor del otoño, me
gusta su paz porque sé que en
algún lugar la primavera está
comenzando a explotar",
terminaba.
No tuve más noticias suyas
hasta el pasado domingo,
cuando abrí el correo
electrónico y encontré un nuevo
mensaje de Alejandra:
"Estimado Pancho. Mi hijo
mayor, Bruno, de 16 años,
murió hace una semana. La
muerte me lo arrebató en
veinticuatro horas, cuando su
organismo no resistió más a una
neumonía de origen aún
desconocido".
Alejandra dice estar tranquila,
apuesta a volver a encontrarse
con él, a reencarnarse en
manadas y permanecer unidos
por el amor. Yo vuelvo a leer su
carta y me acuerdo de unos
poemas de Bolaño que le dedicó
a su hijo Lautaro. Uno de ellos
se llama Biblioteca: "Libros que
compro / Entre las extrañas
lluvias / Y el calor / De 1992 / Y
que ya he leído / O que nunca
leeré / Libros para que lea mi
hijo / La biblioteca de Lautaro /
Que deberá resistir / Otras
lluvias / Y otros calores
infernales / Así pues, la
consigna es ésta: / Resistid
queridos libritos / Atravesad los
días como caballeros
medievales /Y cuidad de mi hijo
/ En los años venideros".
Alejandra no ha gritado aún su
muerte, pero llora cuando se
sienta en la cama vacía de
Bruno, rodeada de sus objetos.
Se despide en el correo
orgullosa de ser la madre de
Bruno Riveri Foradori, y
aprovecha de enviarme el
poema "Elegía" de Miguel
Hernández sabiendo que yo,
igual que ella, viviré
intensamente su lectura: "Yo
quiero ser llorando el hortelano /
de la tierra que ocupas y
estercolas, / compañero del
alma, tan temprano. /
Alimentando lluvias, caracolas /
y órganos mi dolor sin
instrumento, / a las desalentadas
amapolas / daré tu corazón por
alimento. / Tanto dolor se
agrupa en mi costado / que por
doler me duele hasta el aliento. /
Un manotazo duro, un golpe
helado, / un hachazo invisible y
homicida, / un empujón brutal te
ha derribado. / No hay extensión
más grande que mi herida, /
lloro mi desventura y sus
conjuntos / y siento más tu
muerte que mi vida".
Alejandra: no nos conocemos,
pero nos escribimos. No tengo
nada más a qué echar mano que
mis últimas lecturas. Estos
versos también son de Bolaño:
"Un sueño maravilloso / que
atraviesa países y años / Un
sueño maravilloso / que
atraviesa enfermedades y
ausencias".

Sábado 14 de Agosto de 2010


Francisco Arnaldo
Por alguna razón que
desconocemos, apuro o
inexperiencia, nos mantuvieron
convencidos hasta poco antes de
que nacieras de que eras mujer.
Pero una ecografía hecha a tu
madre cuando ya tenía ocho
meses de embarazo empezó más
o menos así y puso las cosas en
su lugar: "Está bien la guagua.
Tiene unas bolas enormes".
Entonces decidimos que te
llamarías Francisco Arnaldo.
Naciste en pleno verano.
Vivíamos en una casa de dos
pisos en La Reina, muy cerca
del aeródromo de Tobalaba. Los
aviones pasaban a cada rato
encima de nuestras cabezas, los
domingos a la hora de la siesta
practicaban en el sector unas
ruidosas batucadas auspiciadas
por el municipio, y en el patio
teníamos un breve rectángulo de
pasto donde jugábamos tú, José
y yo a la pelota.
Desde muy pequeño fuiste
zurdo, de piernas gruesas,
entrado en carnes, y dueño de
un vozarrón y una magnífica y
generosa sonrisa. El otro día
sacaba la cuenta: tienes ahora
doce años, y has vivido en cinco
casas diferentes. Un auténtico
gitano. Todas ellas, casas bien
cómodas, donde has podido
satisfacer tus necesidades
elementales. Como este mundo
está groseramente mal
organizado, no es tu culpa que
haya tantos niños de tu misma
edad que no puedan decir lo
mismo, niños cuyo máximo
sueño sería vivir del modo en
que tú acostumbras.
Te gustó la música apenas la
descubriste, y en un momento
pensé que ibas a perseverar más
en ella. En casa hay un teclado
lleno de polvo esperando que
alguien le preste un poco de
atención. En un momento,
cuando tenías ocho o nueve
años de edad, te dio por escribir
cuentos. Los conservo en mi
computador. Uno de ellos se
llama "El árbol que nunca dejó
de sonreír". Trata de dos
hermanos, Jaime y Fran, que se
mudan de casa y encuentran en
el patio de la nueva un árbol que
no deja nunca de reír. El papá
celebra el hallazgo de los niños,
y piensa que se trata de un árbol
milagroso. La mamá, en
cambio, supone que la casa está
embrujada y quiere
inmediatamente mudarse. "Fran
amaba el árbol, nunca lo dejaba
solo; para Fran el árbol era un
regalo que le había mandado
Dios, pero mamá seguía con el
asunto de que el árbol estaba
embrujado". La anécdota se
complejiza al extremo de que
papá se va de viaje, llama luego
para decir que no volverá
porque lo han amenazado de
muerte, Jaime muere en un
accidente de auto, el papá
regresa y nadie se preocupa del
árbol, excepto Fran, que
continúa visitándolo durante
décadas, hasta que cumple 43
años y se va de la casa con su
pareja y sus dos hijos. El remate
es elocuente: "Fran siempre
mantuvo la sonrisa en alto y
nunca la bajó". En otro de tus
relatos, "Los choferes que no
eran choferes", hay secuestros,
castigos, enojos y tres choferes
que chocan entre sí por
distraerse mirando a una mujer
muy linda, que no les da bola
porque "está casada con otro
hombre".
Creo, Francisco, que eres un
muchacho bastante arrojado y al
mismo tiempo algo tímido. Veo
fotografías tuyas de todo este
tiempo en que hemos vivido
juntos. Me encanta una en que
tu hermano te abraza y te ríes a
toda boca y pueden verse hasta
tus amígdalas. El otro día revisé
un video en donde muy chico te
subes en Maitencillo a un auto
con motor, con un casco en la
cabeza, y te pones a dar vueltas
con cara de piloto concentrado,
aparentemente sin ningún miedo
a sacarte la cresta. No entiendo
cómo dejé que lo hicieras. ¿Será
que a medida que vas creciendo
uno se va poniendo más
aprensivo? Nadie puede vivir
por ti, pero no puedo evitar el
deseo de saberte viviendo una
buena vida. ¿Qué es eso?
¿Cómo llegar a saberlo sin
experimentar, ensayar,
equivocarse? ¿Cómo cuidarte?
¿Qué garantías nos ofrece el
tiempo? ¿Cómo aprender las
palabras y los gestos que no se
lean como un reglamento, sino
como un acto de amor?
Perdóname todos esos
momentos en que no sepa leer
tu pena, tu desasosiego. Perdona
mis ausencias. Abrazarte es mi
manera torpe e incompleta de
amarte. Abrazarte, hacerte reír,
escribirte esta página.

Sábado 21 de Agosto de 2010


Inspiración
Se habla con frecuencia de
inspiración en el arte, pero
pocas veces de inspiración en la
vida y el trabajo de todos los
días. Como si la inspiración
fuera un asunto reservado a
unos pocos elegidos y no una
condición (valiosa, sin duda)
que pudiera ocuparnos de
manera gozosa en forma
cotidiana.
Tal vez no nos gusta demasiado
pensar en lo que auténticamente
nos inspira. Por miedo a
fracasar, a frustrarnos, a no dar
con la tecla justa, a no poder
estar a la altura de nuestros
sueños, o porque lisa y
llanamente la vida es dura y no
hay ni tiempo ni espacio para
exquisiteces de esta laya. Hay
que comer, decimos, hay que
producir, la vida es cara, nos
obligan a competir, nadie te
regala nada, si alguien te puede
joder lo hace, cosas así, muy del
mundo real, por lo demás. Está
bien: algo sabemos de los
límites que te imponen las
reglas del mercado, nuestras
zonas oscuras y nuestras
naturales carencias y
fragilidades.
Pero cada día que pasa intuyo
con más fuerza que una manera
de vivir con cierta inspiración es
desmarcándonos de las leyes del
mercado que hoy parecen querer
dominarlo todo. A mí no me
agrada que el mercado dicte
cátedra sin contrapeso en todos
los sitios donde fijamos la vista.
Mejor dicho, me violenta.
También me molesta que los
poderosos se sientan tan seguros
de su condición, y para rematar
la idea me desagrada muchísimo
que algunos ciudadanos se crean
con derecho a disponer de las
vidas de los demás por estar un
escalón más arriba en cualquier
cadena jerárquica de la que
formen parte. Aprendí un poco
tarde que las jefaturas -del nivel
que sean- inhiben con
frecuencia el ejercicio de la
duda y la valoración del otro, y
en ese momento supe que no
quería ser jefe de nadie para no
ser más cabrón aún de lo que ya
somos instalados en este
mundo. Empecé a tener la
sensación física y espiritual de
que iba a vivir de un modo más
alegre (si cabe el término)
conectado conmigo y con el
resto sin odiosas obligaciones
corporativas, desprendiéndome
hasta donde pudiera de ese vicio
que supone estar todo el santo
día pidiéndoles cosas a los
demás y siendo objeto de
solicitudes mañana, tarde y
noche.
Pensé en los beneficios no tan
populares de la gratuidad, y
sospeché que ella podía ser un
buen punto de partida para vivir
bien. Alguien me preguntó el
otro día: "¿Qué prefieres? ¿Una
buena vida o una vida mejor?".
Respondí instintivamente, sin
pensarlo ni dudar: "Una buena
vida, por supuesto". Después
argumenté: "¿Se puede aspirar a
algo mejor que una buena vida?
La vida mejor no existe, está en
otra parte, y además me instala
en la ansiedad".
Cuando recibió el Premio Nobel
de Literatura en 1996, la poeta
polaca Wislawa Szymborska
eligió hablar de la inspiración a
pesar de no comprender muy
bien qué es. Y dijo que este
impulso interior no era
privilegio exclusivo de los
poetas y los artistas en general:
"Hay, hubo, habrá siempre un
número de personas en quienes
de vez en cuando se despierta la
inspiración. A este grupo
pertenecen los que escogen su
trabajo y lo cumplen con amor e
imaginación. Hay médicos así,
hay maestros, hay también
jardineros y centenares de
oficios más. Su trabajo puede
ser una aventura sin fin, a
condición de que sepan
encontrar en él nuevos desafíos
cada vez. Sin importar los
esfuerzos y fracasos, su
inquietud no desfallece. De cada
problema resuelto surge un
enjambre de nuevas preguntas.
La inspiración, cualquier cosa
que sea, nace de un perpetuo no
lo sé".
A mí me inspiran sus palabras,
que vinieron acompañadas de
un diagnóstico lapidario que el
tiempo se ha encargado de ir
confirmando: "El trabajo mal
querido, el trabajo que aburre,
es respetado únicamente porque
no resulta accesible para todos,
y esta situación constituye una
de las más penosas desgracias
humanas. No se vislumbra que
los siglos venideros traigan un
cambio feliz al respecto".

Sábado 28 de Agosto de 2010


Sobrevivientes
Hay cosas que no debieran
olvidarse. La mina San José es
un sitio peligroso, inseguro,
sobreexplotado, potencialmente
asesino, sin vías de evacuación
en caso de una emergencia, pero
que igual funcionaba, a pesar de
los muertos de los últimos años,
muertos que se llamaban Pedro
González o Manuel Villagrán,
pero que como fueron uno solo
cada vez quedaron debidamente
enterrados para no hacer atados,
para no complicarles la vida a
los que mandan y toman
decisiones, a los organismos
encargados de fiscalizar, a los
empresarios que tendrían que
velar para que la faena minera
se lleve a cabo con
responsabilidad y seguridad.
La mina San José y muchísimos
otros sitios de este país
continúan explotándose sin los
cuidados necesarios,
alimentados por ese motor
salvaje e incombustible que es
la codicia, la codicia de querer
ganar a toda costa, de rapiñar
hasta el último mineral de la
roca, tarea que siempre llevarán
a cabo bajo la tierra otras
personas, arriesgadas o
simplemente necesitadas,
supervisadas por funcionarios
negligentes o pusilánimes o que
no dan abasto para cumplir su
tarea con eficacia. Esta
combinación de codicia,
necesidad y negligencia es un
cóctel explosivo que acaba
derrumbando minas, tan
explosivo como el gas grisú de
las minas del carbón que
contaba Baldomero Lillo en
Subterra.
No nos haría mal leer
nuevamente Subterra, ese
volumen de relatos publicado en
1904 que narraba la vida de los
mineros del carbón. Releo el
cuento "La compuerta número
doce", en que un padre lleva de
la mano a su hijo de ocho años a
la mina, y el niño cree que va de
paseo a donde trabaja su papá, y
en verdad lo que hace el minero
es ir a dejarlo al pique para que
empiece ese mismo día a
trabajar él también, porque era
casi ley de vida en las minas del
carbón que lo que hacía el padre
lo hiciera el hijo hombre desde
chico, aunque fuera niño y
enclenque, aunque llamara a su
mamá entre sollozos y no le
quedara más remedio que
hacerse macho a la fuerza,
"porque el hambre es aguijón
más eficaz que el látigo y la
espuela", y porque los mineros
"reanudaban taciturnos la tarea
agobiadora y la veta entera
acribillada por mil partes por
aquella carcoma humana
vibraba sutilmente,
desmoronándose pedazo a
pedazo, mordida por el diente
cuadrangular del pico, como la
arenisca de la ribera a los
embates del mar".
Preguntemos ahora en Copiapó
y en Tierra Amarilla y en
Paipote cuántos de los treinta y
tres hombres que se mantienen
atrapados en la mina San José
son de familia minera. No son
pocos los que vieron trabajar
antes en la mina a sus padres,
tíos y abuelos. Otros vinieron
tentando a la suerte desde el sur
de Chile o de otro país. Un
muchacho boliviano, Carlos
Mamani, entró a trabajar a la
mina el mismo día del
derrumbe. Franklin Lobos,
quien metió un centenar de
goles en el fútbol profesional
jugando por Cobresal, trabajaba
ahora de chofer y trasladaba a la
gente al interior de la mina; en
sus días libres se hacía unos
pesos extra manejando un taxi
colectivo en Copiapó. Raúl
Bustos trabajaba como
mecánico en Asmar, en
Talcahuano, y el terremoto y
maremoto de febrero lo llevó a
buscar pega en el norte. Él no
acostumbraba a estar tierra
adentro, pero ese día, antes del
derrumbe, debió bajar a reparar
un camión en pana.
Una película de horror y
suspenso escrita por un
accidente que pudo evitarse.
Una película protagonizada
involuntariamente por
ciudadanos de bajo perfil que no
tenían cómo sospechar que un
día sus retratos serían exhibidos
públicamente. La mina estuvo
cerrada un tiempo porque no
ofrecía garantías. Y volvió a
abrirse. Y lo más serio es que
avisó que estaba en malas
condiciones demasiadas veces.
Hace nada, en julio, a Gino
Cortés, al que le decían "el
Bichi Borghi" porque era muy
bueno para la pelota, le cayó
una roca encima y perdió una
pierna. No importó nada. La
mina siguió funcionando como
si perder una pierna fuera sólo
un gaje del oficio de minero.
Esteban Rojas tenía día libre el
jueves del derrumbe, pero igual
fue a trabajar porque había
faltado la semana anterior por la
muerte de un tío, y no quería
que le descontaran una parte de
su sueldo.
Más de cien años que se publicó
Subterra, y desconsuela volver a
leerlo y recortar sus historias
sobre el fondo de lo que está
sucediendo en el siglo veintiuno
en una mina chilena de cobre.
Repaso una a una las fotografías
de cada uno de estos treinta y
tres trabajadores. No es un mal
ejercicio: los miro a los ojos y
me quedo en silencio. Vidas
humanas en suspenso, que
milagrosamente dan señales de
mantenerse respirando allá en el
subsuelo profundo.
La mina San José venía
avisando hacía rato lo que ahora
ventilan tardíamente las
comisiones investigadoras y los
expertos: que no podía seguir
siendo explotada, que aunque
aún hubiera dinero entre sus
piedras, ese dinero podía
terminar enterrando a los que
estuvieran allá abajo, bien
abajo, ganándose el pan de cada
día. Los treinta y tres
trabajadores que hoy respiran a
setecientos metros de
profundidad querrán sobrevivir.
Ojalá no olvidemos las razones
que los llevaron a permanecer
tanto tiempo enterrados
ansiando volver a la superficie.

Sábado 4 de Septiembre de
2010
Números redondos
Vila-Matas no entendía el
absurdo prestigio de los
números redondos. A cada rato
leía en los suplementos
literarios notas y reportajes a
propósito de los 10, 20, 50, 100
o 200 años del nacimiento de
fulano o la muerte de mengano.
Un buen día decidió rebelarse y
comenzó a publicar crónicas
que celebraban el cumpleaños
99 de Antonin Artaud, los 107
años del nacimiento de
Katherine Mansfield y hasta los
422 años del día en que había
venido al mundo el poeta John
Donne. Cuando reunió 52 de
estos artículos, no 50 ni 100, los
editó en un volumen titulado
Para acabar con los números
redondos, empeñado en romper
con esta majadera costumbre de
referirse a las cosas y las
personas porque un aniversario
exhibe ceros a la derecha.
La ridícula fama de los números
redondos es completamente
universal, y amenaza con
convertirse en una peste.
Estamos en el año del
Bicentenario. ¿Y qué? ¿El país
que nos ocupa es muy diferente
al del año pasado, y demasiado
distinto al del año que viene?
¿Hay que prestarle ahora mayor
atención a los que aquí vivimos,
pero a contar del 1 de enero de
2011 volver a la indiferencia
acostumbrada? Estos números
redondos son un pretexto, una
excusa, un ardid y muchas veces
una farsa para hablar en
genérico de un país compuesto
en verdad por millones de almas
silenciosas que, vistas de una en
una, son una isla y también
parte de un archipiélago. John
Donne escribió en uno de sus
sermones políticos: "Ningún
hombre es una isla, entero en sí
mismo; cada hombre es un trozo
del continente, una parte del
todo; si un mero terrón es
llevado por el mar, Europa se
reduce tal como si le quitaran
todo un arrecife, o tu casa o la
de uno de tus amigos; la muerte
de cualquier hombre me
disminuye, porque estoy
implicado en la humanidad; por
eso, nunca preguntes por quién
doblan las campanas: doblan
por ti".
Mi año del Bicentenario, y estoy
seguro de que el vuestro
también, está hecho entre otras
tantas cosas de algunos destellos
de felicidad y más de una
tristeza, a veces enorme. Mi año
del Bicentenario, si he de
recordarlo alguna vez, será
aquel en que mi amigo Joe
cantó en vivo con inspiración y
mucha sangre en las venas una
canción de homenaje al
empampado Riquelme, el día en
que festejábamos un nuevo y
bello libro, Luna en
Capricornio, y esto fue pocos
días antes de que mi amiga
Mónica me llamara temprano en
la mañana para contarme la
muerte de nuestra querida
Anisol.
Querida mía, a ti te hablo: no
esperes a cumplir 50 años para
vivir bien, como sospechas que
más te gusta. Nuestra querida
Anisol tenía cincuenta años
recién cumplidos cuando supo
que iba a ser difícil mantenerse
en pie por mucho tiempo más.
Resistió, hasta donde pudo, y
continuó repartiendo amor,
inteligencia y color a su
alrededor hasta que la
enfermedad y el dolor acabaron
venciéndola. Encuentro una foto
suya en el computador. Luce al
medio del grupo, bella y
sonriendo, una o dos semanas
antes de saber que estaba
enferma. Me prestó un libro el
año pasado. Lo tengo aquí, a mi
lado. Sesenta relatos, de Dino
Buzzati. Le gustaban mucho;
algunos de ellos los dejó
marcados con pequeñas
etiquetas plásticas de color
verde y lila y forma de lápiz.
Adentro del libro, una boleta de
una cafetería de Santiago en
donde ella pidió, el 23 de
septiembre de 2008, a las tres y
media de la tarde, una ensalada
naturista y un jugo de
frambuesas. Imagino que esa
tarde comió sola, leyendo en
silencio los cuentos de Buzzati o
soñando ilustraciones para
libros de niños. Entre las
páginas 560 y 561 de los
Sesenta relatos, dentro del
cuento "El crítico de arte", otra
boleta, de una sombrerería en
Cuenca, Ecuador, la sombrerería
de Homero Ortega, donde
Anisol compró un sombrero
fino por el que pagó 15 sucres el
24 de julio de 2008, ¿para
Claudio, su marido, o para su
hija, o simplemente para
protegerse del sol y de la
magnífica luz de aquella ciudad
levantada entre cerros?
¿Hay algo que festejar de una
manera especial ahora que llegó
septiembre y Anisol ya no
respira entre nosotros? La
grandilocuencia del término
Bicentenario me deja frío. No sé
pensar ni sentir de esta manera.
No me interesan los números
redondos. Me interesan los
números que hablan del tiempo
de la vida. Segundos dentro de
minutos dentro de horas dentro
de días dentro de semanas
dentro de meses dentro de años,
y así, hasta el momento en que
otros escuchen doblar las
campanas por mí. Como dice
Nabokov, nuestra existencia es
una breve rendija de luz entre
dos eternidades de tinieblas.
Festejo que haya luz, el año que
sea.

Sábado 11 de Septiembre de
2010
Bicicletas
Ahora sé que se movía en
bicicleta por mis barrios, pero
también sé que no usaba casco.
Estudiaba en el mismo campus
que mi hija mayor. Se llamaba
Amalia, que en mi vida es lo
mismo que decir madre. Amalia
como mi mamá, mi abuela, mi
ahijada y un pedazo de mi hija
menor. A fuerza de ir durante
años como alumna al mismo
colegio en la mañana donde yo
iba a dejar a mis hijos,
habremos cruzado casualmente
una mirada. Tenía los ojos
claros, es lo que aprecio en una
fotografía que publican en
Internet. Tenía apenas veintitrés
años. Decía que le gustaba
andar en bicicleta y moverse
sobre ella por la ciudad. Como a
tantas otras mujeres, casi todas
jóvenes a las que les basta un
destello de primavera para salir
a gozar el aire libre. Algunas
saben que Santiago no es
Amsterdam y no está hecha para
cuidar a los ciclistas, y usan
casco, se sienten un poco más
seguras. Otras no se dan cuenta
de ese pequeño y trivial detalle
que a veces marca la diferencia
entre la vida y la muerte. En
días de árboles floridos y soles
tibios y tímidos, cuando ya no
hace tanto frío en la mañana y
los parques recuperan luz y
color, las veo pedalear por
Santiago y celebro su vitalidad.
Qué gráciles se ven, qué
hermosas son. Casi no es
posible distinguir sus rostros
mientras avanzan a la velocidad
de un paseante. No hay detalles
en ellas que sobresalgan: es el
conjunto, armonioso, lo que nos
cautiva, nos enamora, nos
obliga a detenernos y
observarlas con admiración.
Hay excepciones, por supuesto.
Una tarde no vi que venía
embalada, porque físicamente
no tenía cómo verla arriba de mi
auto, llegando a una esquina, a
una mujer de unos treinta y
tantos que andaba en bicicleta y
que estimó -locamente- que yo
le había tirado el auto encima en
la ciclovía de Antonio Varas,
frente a la escuela de
Carabineros. Ella, que sí me
había visto venir, nunca pensó
en detenerse y me echó el
rosario encima con furia,
complementó con insultos
manuales y amenazó con
meterme preso porque yo no la
había respetado. Me quedé de
una pieza y no le dije nada. Ella
venía en su mundo y yo en el
mío, y estuvimos cerca de
estrellarnos. Pude haberla
atropellado, y eso que a mí me
gustan, aunque ya no tanto
como antes, las mujeres en
bicicleta que pasean por
Santiago. ¿Habré visto venir a
Amalia alguna vez aquí cerca de
Plaza Ñuñoa en bicicleta?
Nunca lo sabré. Nos cruzamos
cada día de nuestras vidas con
tantas personas a las que jamás
volvemos a ver, o de las que no
tendremos cómo saber qué
siguió a ese fugaz encuentro.
Sucede algunas veces que esas
mismas personas a las que
dejamos atrás o nos sobrepasan
en la ruta se cruzan con uno más
tarde de un modo inesperado.
Decía que le gustaba andar en
bicicleta y se llamaba Amalia,
Amalia Herrera. Ese día, venía
de la universidad para ir al
teatro. No sé qué obra iba a ver.
¿Qué importa eso ahora? ¿O
importa demasiado, porque tal
vez condicionó el camino
escogido? La obra de teatro se
representó normalmente, y hubo
una espectadora que no llegó a
la cita. Amalia Herrera
estudiaba Antropología.
Probablemente quería entender
un poco mejor esta majamama
compleja e indefinible que
somos cada uno de nosotros, los
hombres sobre la Tierra, y
además estaba sana, y tenía
energía, y en bicicleta pensaba
que llegaría a tiempo a la
función. ¿Sabías, Amalia, que
un día el gran escritor Elias
Canetti, cuando era joven y
tenía tus años, después de leer
en el periódico una mañana que
la justicia austriaca había
liberado sin ninguna vergüenza
a los asesinos de unos obreros
de Viena cuyo gran pecado
había sido manifestarse en
contra del gobierno semanas
atrás, apuró indignado su café y
tomó su bicicleta para ir a
sumarse a esa masa
enfervorizada de miles de
obreros que protestaban contra
la injusticia y la impunidad, una
masa que acabó quemando el
palacio de tribunales? Sospecho
que si tú hubieras vivido en
Viena en esos años y hubieses
leído ese titular de un diario
oficialista que decía que la
sentencia era justa, habrías
tomado tu bicicleta y habrías
enfilado al centro presa de la
misma indignación de Canetti.
Lo que quiero decir es que tú
también soñabas con ser justa, y
eras apasionada, y vivías tu
mundo, y un poco por eso o por
azar tomaste la bicicleta el otro
día para ir al teatro y un
accidente te botó en el camino.
Ibas sin casco. A lo mejor ibas
apurada. Te atravesaste en la
ruta de un auto. Un día después
de tu entierro, pasé al anochecer
por una esquina de Ñuñoa y vi a
una muchacha arrodillada en la
vereda, rezando o maldiciendo
al destino, no lo sé, frente a unas
velas encendidas, mientras los
transeúntes y los autos pasaban
y algunos miraban y todos
seguían su marcha. Detuve mi
auto para ver por última vez a
esa muchacha que sufría y una
camioneta se pegó a la bocina
para que yo avanzara. Nadie me
lo ha confirmado porque a nadie
le he preguntado, pero estoy
casi seguro de que esas velas
estaban encendidas para
recordarte allí donde tú habías
dejado la vida junto a una
bicicleta, Amalia. Sólo puedo
decir que era una escena de
mucho dolor, el dolor de los que
te amaban y te sobreviven.

Sábado 18 de Septiembre de
2010
Dios
Nadie puede impedirlo, ni Dios:
nos vamos a morir. Nadie se
escapa, ni Dios. Parecería que él
también muere o desaparece
cuando uno de nosotros,
cualquiera, deja de respirar.
Dios es vida, escuchamos decir
con frecuencia en estas
latitudes. También que Dios es
bueno, que Dios es amor, que
Dios está en todas partes, que
Dios es mi copiloto; en fin.
Dios. Lo nombramos como si
supiéramos. Como si el milagro
de la vida de cada uno de los
que habitaron o aún habitamos
este planeta no fuera un
auténtico y completo misterio,
indescifrable, a cada rato ilógico
y azaroso, y a ratos bastante
absurdo y cruel, cuya única
certeza indiscutida es que un día
empezó y un día, no sabemos
cuál, se terminará, cuando ya
nadie recuerde a esa vida vivida.
Y a pesar de que nada podrá
impedir nuestra futura
extinción, ocurre con
frecuencia, es tremendamente
común que un extraño soplo nos
mantenga aferrados a la vida y
con muchas ganas de
experimentar sobre la Tierra
atisbos de humanidad y
felicidad antes de acabarnos.
Una amiga leyó el otro día en
voz alta un pequeño texto de
Clarice Lispector en
Descubrimiento, su último
volumen de crónicas traducidas
al español. Clarice parece saber
lo que es la piedad, primero que
todo hacia sí misma: "Oh, Dios,
he sido muy herida. Pero cuánta
gente tengo para agradecer. No
cito los nombres sólo para no
herir el pudor de quien citase.
He recibido miradas que valen
por un rezo. Y hay quien ha
hecho promesas por mí. Incluso
para los no creyentes existe la
pregunta dudosa: ¿y después de
la muerte? Incluso para los no
creyentes existe el momento de
desesperación: que Dios me
ayude. Ven antes de que sea
demasiado tarde".
No escribo Dios con
mayúsculas para no ser
marginado del juego. Lo hago a
propósito. Dios es una palabra
envolvente, llena de preguntas
en sí misma, no es sólo un
sustantivo o un nombre propio.
Más que creer o no en él, como
si fuese un hombre (¿hay algo
más ajeno a Dios que uno de los
nuestros?), escribo su nombre
para fijarlo en el papel y
detenerme un momento a ver
qué sucede cuando se lo hace
participar de una narración
breve. No es un lamento ni una
queja porque no lo vea aparecer
por ningún lado, ni tampoco una
súplica para que lo haga cuanto
antes. Dios mío. Así suelen
comenzar las conversaciones
imaginarias con él.
Acostumbran llevarse a cabo
para pedir lo que a veces
escasea: plata, trabajo, cariño,
un golpe de suerte, fortaleza,
salud, libertad, tiempo para vivir
o una medalla en la
competencia. La magnitud y el
espíritu de la pedida varía según
cómo sea quien eleva la
solicitud. Lo mejor de todo es
que se sabe (a menos que uno se
haga el tonto) que al otro lado
no hay alguien escuchando y
haciéndose cargo, como si se
tratara de una lista de compras
en el supermercado a la cual ir
poniéndole un ticket o una raya
encima. Estoy leyendo lenta y
cuidadosamente el nuevo libro
que recoge toda la obra de
Claudio Giaconi. Se llama Un
escritor invisible. El libro es
muy bueno, verifico que
Giaconi es un tremendo escritor.
Hay un cuento que se llama "La
mujer, el viejo y los trofeos".
Forma parte del volumen La
difícil juventud que publicó por
primera vez en 1955, y empieza
con una cita de Gogol: "Al
llegar a su casa, se puso a
pensar, y de repente se murió".
El protagonista del cuento es un
viejo viudo que acarrea sus
escasos bártulos de pensión en
pensión. Todo lo que tiene el
viejo es un catre de bronce, una
mesa ordinaria, un par de sillas
de mimbre y una maleta llena de
"placas de metal, lustrosos
trofeos de aluminio y cuatro o
cinco banderines de colores
chillones, en los que, junto a
una fecha y a una frase ('por
años de servicios prestados') se
leía su nombre".
Una noche, a fines del año
pasado o a comienzos de éste,
no recuerdo bien, iba saliendo
de un bar cuando un
parroquiano me detuvo y me
preguntó, entre otras cosas, si
había leído a Claudio Giaconi.
Le dije que no, y casi me mató.
Habló pestes de todos los
chilenos mal nacidos que no lo
habíamos leído ni lo
valorábamos. Azuzado por las
copas que uno podía advertir
que había bebido, poco menos
que me despidió con una patada
en el poto.
Tenía razón el hombre del bar:
leer a Giaconi es un aprendizaje
literario a la vez que una
bendición. Se trata de un
escritor que vivió casi siempre
exiliado, incluso en su país, y
que en vida privilegió el
ejercicio de la libertad hasta
donde fuera posible. Giaconi
escribió un ensayo llamado "La
muerte y el problema de la
redención": "El hombre puede
lo que debe, pero nunca lo que
desearía. Se cree en todo o se
duda de todo. O el orden natural
o el orden particular. No hay
más alternativa. Lo cuerdo,
pues, sería elegir entre los dos
principios subordinadores: la fe
o la duda". ¿Qué dirá Dios de
todo esto?

Sábado 25 de Septiembre de
2010
Maestros
Francisco Mouat Guillermo
Blanco murió el último 24 de
agosto, y Ascanio Cavallo -con
tristeza pero sin perder un
gramo de lucidez- escribió en
estas mismas páginas un texto-
homenaje al escritor, periodista
y primer jefe suyo en la revista
Hoy. Qué bien retrata Cavallo a
su maestro, qué certero es para
sintetizar lo mucho que le debe:
"Debo a Guillermo el cariño por
la palabra, el respeto a su
solemnidad y la gracia de su
irreverencia. Le debo la noción
de que las palabras son
habitadas por la gente, y no al
revés. Le debo una cierta idea -
imprecisa, de mal alumno- del
vínculo entre la escritura y la
moral". Pocas veces leí
definición más justa de un
maestro: "Un hombre que
encuentra el diamante donde
otros sólo ven el carbón".
Uno también los tuvo y los
tiene, a sus maestros. No hay
tiempo mejor que otro para
agradecerles. Algunas veces
fueron tus profesores en el
colegio: hablo de Germán
Aburto, Alejandro Magnet, José
Reyes, Germán Belmar, Memo
Santana, el tío Willy. Qué
injusto es nombrarlos uno a uno
y verificar que hubo tantos más
que en silencio, sin aspavientos,
trabajaron también por ti,
ayudándote a crecer.
Uno de mis maestros se
convirtió en mi médico de
cabecera y jamás me ha pedido
un examen para saber cómo
estoy por dentro: me toma el
pulso unos pocos segundos y se
entera de todo, no hay secreto
que puedas guardar con él, te
dice si pasaste un mal rato el día
anterior o cómo están
funcionando los riñones y el
corazón.
Reconozco a dos o tres de mis
amigos entre la bruma y el
ajetreo de la ciudad que también
podrían ser mis maestros: nunca
me pidieron nada, y entre mis
tesoros guardo algunos libros
que me regalaron, alguna
fotografía, inmejorables
conversaciones. De ellos
algunos están muertos, como
José Luis Molinare: ayer en la
mesa del café recordaba aquella
tarde de primavera casi verano
en que nos despedimos entre
lágrimas, enfermo él en una
cama del viejo Hospital Militar.
Me enseñó entre tantas otras
cosas que el amor no te salva de
morir, pero te ayuda a vivir
bien. El más canoso de todos
mis maestros vive en Zaragoza
con su mujer y también se llama
José Luis, José Luis López
Zubero: ahora último no me
escribe, y yo muy poco a él,
pero su ejemplo y su modelo de
ambiciones cortas resuena en mi
vida. Escribí un libro en donde
él y mi amiga Dolores Ezcurra
son protagonistas. Escribir,
contarlos a ellos, fue un
ejercicio de sanación y gratitud.
Tuve en la universidad un
maestro llamado Fidel
Sepúlveda Llanos: fue mi
profesor y de él conservo gestos
y palabras que ojalá no se
borraran jamás. Abro una
carpeta naranja que conservo de
aquellos años en que estudiaba
estética en el Campus Oriente, y
de ella cae al suelo una foto
suya, con lentes y poncho, al
fondo Cobquecura, su tierra; la
fotografía de Fidel forma parte
de una tarjeta que recuerda el
primer aniversario de su muerte.
Se acaba de concretar una
Fundación que lleva su nombre:
Fidel Sepúlveda. Nombrarlo en
estas líneas es volver a quererlo.
Sus amigos y sus amores desean
que las palabras que tanto nos
enseñó a buscar y a cuidar, que
para él eran un hallazgo y una
bendición, una pepa de oro y
una maravilla, sigan
esparciéndose como semilla.
Otro de mis maestros es
sicólogo, se llama Rafael, y lo
vi unos meses atrás hecho un
bólido manejando por la calle
Colón rumbo a quién sabe
dónde. Fue Rafael quien me
ayudó a diferenciar una
emoción de otra, a convivir con
ellas y a poner límites. No he
sido un alumno aventajado, pero
estoy de pie. Fue Rafael quien
me dijo un día que conociera a
Kin, "el único chino que ha sido
alguna vez socio de Colo-Colo".
Kin es mi médico de cabecera,
el que me toma el pulso y sabe
de hígado, páncreas y pulmones,
y con quien planeamos ir alguna
vez juntos a China para que me
enseñe su país.
En La Serena vive otro de mis
maestros: Jaime Hagel. Escritor
y profesor, con él aprendí a leer
entre líneas los mejores cuentos
hispanoamericanos, disfruté su
literatura, me reí cada vez que
fui a visitarlo a su casa en
Ñuñoa y lo sorprendía espiando
a las amigas de su hija, que se
bañaban en bikini en la piscina
que había construido con la
plata del premio obtenido por
uno de sus libros. Lo extraño.
Extraño esa conversación
gratuita que nos obsequiaba
cuando aún fumaba pipa.
¿Seguirá fumando pipa allá en
su departamento de La Serena
con vista al mar? ¿Se lo
permitirá Ileana? ¿Habrá alguna
piscina cercana donde recrear la
vista, Jaime, con jovencitas
doradas por el sol como las que
animaban algunos de tus
cuentos?
Borges, más que enseñar
literatura o el amor por un texto
o por otro, decía que había
procurado enseñarles a sus
estudiantes a que quieran la
literatura. Yo digo lo mismo de
mis maestros: ellos me
enseñaron a querer el arte y la
vida. Ellos fueron y son como el
maestro que describió Ascanio
Cavallo a propósito de
Guillermo Blanco: "Un hombre
que encuentra el diamante
donde otros sólo ven el carbón".

Sábado 2 de Octubre de 2010


Café Marisol (2)
Francisco Mouat No hay una
sola gran razón por la que un
grupo de amigos frecuentamos
el Café Marisol, en Pedro de
Valdivia casi esquina Eliodoro
Yáñez, a unos pocos pasos de la
radio que nos convoca
diariamente. No es sólo la
calidad del café, razonable y
claramente mejorado en el
tiempo, desde que llegó la
máquina nueva. Tampoco la
gratísima atención de Enrique o
Daniela, o el temperamento
amable de Walter en la caja
apurando las tazas, cobrando y
administrando una banda sonora
experta en Johnny Cash,
Creedence y ahora último hasta
Los Jaivas. (El otro día, víspera
del dieciocho, entré y sonaba
"La Conquistada", con el mejor
Gato Alquinta. Era un sueño:
una de tus canciones favoritas
de la vida escuchándose a buen
volumen en el café de todos los
días.)
La calidad del grano, la buena
onda de los muchachos y la
música ayudan, por supuesto, a
moldear el carácter del lugar,
como ayuda también el televisor
apagado y el menú casero y
económico de la hora de
almuerzo, cada vez más popular
entre los vecinos y trabajadores
del sector. Pero hay algo más,
que es espiritual, que no cabe en
una palabra, y que lo aporta -
imagino- cada uno de los que
elegimos a este café -sencillo,
muy sencillo- como un sitio
necesario para vivir.
Perdemos horas en él y
sospecho que ganamos tiempo.
Se trata de un refugio
inmejorable. No quiero ni
imaginarme cuando el Café
Marisol sea sólo un recuerdo en
nuestras vidas. Ese será
inevitablemente un recuerdo
triste. Uno comprende mejor la
pena que experimentan los
parroquianos de un café que
cierra sus puertas cuando se
hace habitual e irrenunciable en
tu vida. Sucedió con el Riquet,
en Valparaíso. Afortunadamente
el escritor Carlos León, que no
perdonaba pasar todas las tardes
en él junto a sus amigos, estaba
bien muerto ya el día en que el
Riquet bajó la cortina: no se
hubiera repuesto jamás de haber
visto clausurado a su café, aun
cuando ahora se sabe que
reabrirá sus puertas, para dicha
de los porteños. Todavía me
acuerdo de cuando Julio
Martínez, Jota Eme, reclamó el
fin del Café Santos. Le faltó
llorar para que la representación
de la tragedia fuera completa.
Te acostumbras a sus mesas, en
el caso de Marisol sin vanidad,
probablemente feas. Te
acostumbras a sus mozos, a la
conversación distendida y
ociosa, a mirar el fondo de la
taza sin que nadie te apure, a ver
cómo otros corren por la calle y
tú permaneces detenido junto al
tiempo. El Café Marisol es un
café de iguales, no hay
jerarquías. Tengo separado un
texto magnífico para ponerlo en
las paredes del café, lo saqué de
las reglas escritas por Paul
Greenwood para su coffehouse
londinense, en 1674: "Quien
inicie alguna disputa pagará una
ronda a todos los presentes. Lo
mismo vale para quien tenga la
osadía de brindar con café a la
salud de un amigo. Se evitarán
las discusiones en voz alta y no
se tolerarán tristes amantes,
pues todos procurarán hablar
animadamente, aunque no en
exceso".
No hay reloj mural en Marisol.
Hay fotos sepias de Alejandro
Michel Talento, Lucho
Córdoba, Emilio Gaete y Malú
Gatica. A nadie le importa
demasiado fijar la hora, o
tenerla a la vista. Marisol no es
un sitio, aclarémoslo ya, para
sostener reuniones de trabajo.
Aunque tal vez estemos
equivocados. Las mesas están
demasiado juntas una de otra, y
las confidencias que aquí
decidieran compartirse con otro
acabarían probablemente siendo
de conocimiento público, aun
cuando la música de Walter
ayuda a mantener cierta
intimidad. A lo mejor en las
mesas de Marisol se han
fraguado crímenes por encargo,
o se ha terminado de ultimar un
plan maestro para desvalijar
solapadamente a una repartición
pública. ¿Cómo saberlo? No
desconfiamos de la señora
mayor que almuerza sola casi
todos los días a eso de las tres
de la tarde, y que a fuerza de
acostumbramiento hemos
terminado incluso saludándola
con discreción. No
desconfiamos de ella porque en
estas mesas nos sentimos como
en casa.
Walter, que es hijo de Marisol,
nos ha hecho una promesa:
instalar en la fachada una nueva
pizarra con aquellos productos
que los amigos pedimos a
diario, y que poco a poco se han
ido convirtiendo en un clásico
del café. Llevan el sobrenombre
con que entre nosotros nos
identificamos: "Mono de Nieve"
(jugo natural de naranja-
plátano), "Cepillín" (quesillo,
tomate y palta en molde
tostado), "Café Galucha"
(expreso doble cargado), "Oso
Yogui" (jugo natural de naranja-
zanahoria) y "Tío Jessie" (café
cortado más fruta de la
estación).
El día en que inauguremos esa
nueva pizarra junto a Walter y
Enrique, me encerraré a leer en
una de sus mesas el ensayo de
Antoni Martí que acabo de
comprar, Poética del café, que
en sus primeras páginas
contiene una frase magnífica de
Julio Camba: "Aunque muchos
van al café para hablar de
política o para jugar al dominó,
los verdaderos hombres de café
no van a eso ni a nada parecido.
Van al café, y esto es todo. Van
al café para estar en el café".

Sábado 9 de Octubre de 2010


Los adioses
Leer, por tercera vez en la vida,
y con más gusto incluso que la
vez anterior, que había sido
gozosa, la novela Los adioses de
Onetti. Recordar que cierto día
de los años ochenta me la prestó
el Chico Gallardo, cuando aún
yo no imaginaba cómo era
Montevideo y cuánto me iban a
deslumbrar esos grandes
escritores de la franja oriental
del río de la Plata que conocí
después: Mario Levrero,
Felisberto Hernández, Idea
Vilariño, Juan Carlos Onetti.
Caminar Montevideo, hacer la
pausa frente al río, mirar a mis
hijos que vienen conmigo desde
el centro viejo y tomarles la
nuca, hacerles cariño, apoyar
una de mis manos en sus
hombros y creer que tal vez un
día ellos posarán las suyas en
los míos y nos abrazaremos
largo y apretado, como si fuera
el último abrazo. Pensar en
amigos uruguayos que no sé
dónde están ahora y recordar ese
asado en La Reina en que
estuvimos juntos. ¿Dónde te
metiste, José Pedro Sosa?
Escuchar Hermano te estoy
hablando de Jaime Roos y no
saber cómo explicar que esa voz
grave me conmueve. Tomar
medio y medio con Daniel en el
Mercado del Puerto, y a él sí
decirle que lo extrañas, que
aquella vez en que jugaste al
tejo en la playa de Pinar se va a
morir contigo entre tus mejores
recuerdos. Ir al estadio
Centenario de la mano de la
Solcita a ver cómo Aldo Pedro
Poy se lanza en palomita casi
cuarenta años después de
haberlo hecho en el
Monumental de River. Y reírnos
mucho con Poy de la humorada
suya que nos salva. Que nos
salva como me salvan estos
recuerdos míos de Uruguay, un
país amable al que tanto quiero.
Ir en un escarabajo azul a ver a
María Martínez a Paine, sin
sospechar que ese atardecer
sería el último que veríamos
juntos. Buscarla en el
cementerio de Paine y no
encontrar su tumba. Subir esas
escaleras de Monseñor Miller y
encontrarte, y saber en ese
mismo momento que aquel
brillo en tus ojos no lo iba a
dejar escapar.
Acercarme a la casa de un
hombre mayor, en Ñuñoa, que
suele esperarme con café y
galletas y me cuenta
desordenadamente su vida,
cuando era feliz e
indocumentado, cuando se
divertía como chicha fresca y
espumante inventando titulares
sabrosos para el diario popular
que más ejemplares vendió en
Chile, meses antes de ser
torturado en un estadio donde se
suponía había espectáculos
deportivos. Poner mi cabeza en
el pecho de mi padre, a los doce,
y escuchar que dice ¡qué grande
estás, doce años es otra cosa!
Recordarlo ahora, que tengo
cuarenta y ocho y él más de
ochenta. Leer en voz alta
poemas de Wislawa
Szymborska, sentir el fraseo de
las crónicas de Rubem Braga,
reírme con un amigo en un café,
mirar cada mañana esa
fotografía de Raúl Ruiz que me
regaló Mabel y que enmarqué
para que soportara el tiempo
encima. Agradecer esa primera
carta que me enviaste, Verónica
Quezada, cuando tenías once
años aún, ahora tienes catorce,
¡qué grande estás, catorce años
es otra cosa! Escuchar juntos a
Marisa Monte con Edite y Yuri
al fondo de un pasaje de casas
sencillas en Paine, casas que a
veces se llueven; caminar un
parque inesperado una mañana
soleada de esta nueva
primavera, comer lentejas en
invierno, no escapar de la lluvia
y hacerle frente; saber, Carolina
Torrejón, que pasaste el 18
cerca del mar con el hombre que
amas. Leer de Juan Villoro una
frase magnífica a propósito de
una de las mejores novelas de
Onetti: "Narrar significa indagar
sin solución una luz que se
apaga y de la que algo perdura:
los adioses".
Sumar un recuerdo tras otro
como antesala de los adioses
que inevitablemente vendrán.
¿Qué nos dirán por última vez?
¿Qué vamos a decir antes de
largar? ¿Dónde posaremos la
vista? ¿Habrá oportunidad de
elegir palabras justas? ¿Las
tendremos a mano, o ya ellas
nos habrán olvidado? ¿Qué
rostros vendrán a visitarnos, y
cuántos de ellos, que quisimos
tanto, se agazaparán o se
escurrirán como el agua que
corre en un lavaplatos?
Escribo sin ánimo de gastar las
palabras; las uso, me sirvo de
ellas y deseo que me salven del
abismo que asoma cuando no
están, que me regalen compañía.
No podemos recordar ni
sospechar las primeras palabras
que les dijimos a nuestros hijos.
A mi Antonia le acaricié la
guata en el mismo pabellón
pocos minutos después de que
ella naciera y supongo que le
hablé entre lágrimas. Veintiún
años más tarde, Antonia me
obsequia un poema en un café
de domingo, y nos miramos a
los ojos. "Aún recuerdo /que por
las noches / sigo extrañando / el
beso en la frente/ la picazón de
tu barba/ mis brazos alcanzando
el cuello. / Los veinte años que
nos separan".
Algunos adioses se titula uno de
los apartados del libro Todo
cuenta de Saul Bellow. En él se
refiere a su colega John
Cheever, y dice cuánto y cómo
lo conmueve "la huella íntima
de la vida de un hombre que
escribía con fuerza y
sentimiento, que amaba la luz y
estaba empeñado en encontrar
una cadena moral del ser,
ofreciéndonos la poesía de ese
mundo desconcertante y
prodigiosamente irreal en que
nos encontramos". Amar la luz
y empeñarse en encontrar una
cadena moral del ser -lo dice
Bellow, lo suscribo plenamente-
representan todo el interés de la
vida en el vasto y complejo
mundo que aún habitamos.

Sábado 16 de Octubre de 2010


El tío Tito
En casa lo llamábamos así: el
tío Tito. Hermano mayor de mi
abuelo Arnaldo, Héctor
Croxatto Rezzio fue un
científico vigoroso y estelar,
premiado y reconocido, maestro
de maestros. El otro día fui a
una iglesia de Las Condes a
despedir sus restos. Escuché
junto a cientos de personas que
llegaron a acompañarlo piezas
clásicas seleccionadas por sus
hijos y bellamente ejecutadas, y
fue como estar con él
escuchando música en su
cabaña de Rocas de Santo
Domingo, donde solía disfrutar
el jardín, pintar naturalezas
muertas y flores y salir a pasear
del brazo de su querida Viola
por calles aledañas a Los
Naranjos. Su invitación favorita
(o de su mujer) era a tomar once
en su casa. Todo sano: fruta,
leche, palta. Lo dijo en la
iglesia el obispo Bernardino
Piñera, y con tanta razón: el tío
Tito vivió prácticamente toda su
vida en el asombro. Desde la
primera vez que hizo clases en
la universidad, en 1934, sus
alumnos supieron que era un
hombre muy especial, y que en
su caso la avidez por el
conocimiento no se limitaría a la
ciencia, a la biología, a la
medicina, a los experimentos,
sino también a las artes, la
filosofía y el misterio.
El tío Tito tenía más de cien
años cuando murió. Un hombre
longevo como toda su familia
Croxatto. Su papá, David, mi
bisabuelo, murió de 99 en
Temuco. (Verlo en una vacación
en el sur comiendo papilla con
una servilleta de género en el
cuello es una postal imborrable.)
Su mamá, Angela, una mujer
menuda que preparaba unos
panes de pascua insuperables,
sin escatimar mantequilla y
especias, murió de 96 o algo así.
El tío Tito trabajó en los
laboratorios de la Universidad
Católica hasta que su cuerpo lo
permitió, cuando no le faltaba
mucho para cumplir cien años.
Todos lo admirábamos por su
energía infatigable: no sólo no
se cansaba de vivir, también le
gustaba decir que deberíamos
tener tres vidas para poder
aprovecharla mejor.
No puedo recordar la última vez
que nos vimos. Fue hace mucho
tiempo. Hago un esfuerzo por
detenerme en sus ojos, que se
veían más grandes que lo que
eran debido al cristal de sus
lentes ópticos. Era un hombre
delgado y de voz ronca. No sé si
la última vez fue en Rocas de
Santo Domingo, en la casa de
mi madrina, para algún festejo
familiar, o si fue en su propia
cabaña en la playa, o en su casa
de toda la vida en Ñuñoa, en la
calle Obispo Orrego, viudo ya
de la tía Viola, que lo dejó solo
y con la pena grande de haber
interrumpido una relación
férrea, de amor profundo y
admiración mutua. O tal vez fue
en el cementerio para el funeral
de mi abuelo, a fines de 2003.
Perdí su rastro, y sabía de él por
mi madre, o por mi prima Luz
cuando nos cruzábamos por ahí,
pero lo que no olvidé, y ahora
recupero con fuerza, fue esa
frase memorable y pedagógica:
vivo en el asombro.
Una frase doble: un hombre
vivo en la mitad del asombro, y
un hombre que vive para el
asombro.
Que alguien te enseñe amor a la
vida es sencillamente
magnífico. Y él lo hacía mejor
que la mayoría. Horacio, uno de
sus tres hijos, leyó unas palabras
breves en la iglesia, sintéticas y
precisas: "Mi papá nos
transmitió dos cuestiones
fundamentales: disfrutar la vida
y aportar algo a los demás". Él
cumplió, vaya que lo hizo. Y lo
reconocieron: fue nombrado
miembro de la Academia
Pontificia de Ciencias en 1976 y
elegido Premio Nacional de
Ciencias tres años más tarde.
Opinaba que un hombre
desprovisto de asombro "es un
hombre muerto, con los ojos
cerrados a la vida". María Ester
Roblero, cuyo padre trabajó
codo a codo con el tío Tito en
los laboratorios, escribió en los
años noventa una biografía suya
que tituló La promesa del
asombro. Acabo de releerla,
para traerlo a la memoria.
Encuentro entre sus páginas una
cita de Paul Valery: "La
casualidad no sonríe jamás sino
a aquellos preparados para
recibirla". El tío Tito habla en el
libro de belleza y curiosidad, de
impedir que se aburguese el
alma. Y remata con una
propuesta estremecedora: "La
ciencia llega más segura a la
verdad de la mano de la
filosofía".
Se fue muriendo en silencio, sin
molestar a nadie, tenía más de
cien años. Le conocí un solo
auto, un Fiat italiano gris-
azulino modelo 1100 que
manejó durante décadas, no
exagero. El tío Tito era de otra
galaxia: de una constelación de
estrellas en permanente estado
de gracia. Decía que había una
parcela del saber que estaba
vedada a la ciencia: la del
sentido de la existencia, del
hombre y su destino. Lo que
decía lo decía con convicción y
voz bien ronca, como la de mi
abuelo Arnaldo. Ellos eran
Croxatto. Como mi bisabuelo
David y como mi madre,
Amalia. Escribo desde el
orgullo, probablemente absurdo,
de llevar algo de esa sangre en
mis venas. Tan italiana como
los Croxatto que vinieron un día
a Valparaíso, la escritora Natalia
Ginzburg finalizó su ensayo Las
pequeñas virtudes con una frase
que el tío Tito habría colocado
en un marco: "Tener nosotros
mismos una vocación,
conocerla, amarla y servirla con
pasión, porque el amor a la vida
genera amor a la vida"

Sábado 23 de Octubre de 2010


En vivo
En el rescate exitoso de los
treinta y tres mineros que
quedaron atrapados bajo tierra
durante más de dos meses, los
responsables de primero
encontrarlos y luego sacarlos
con vida hicieron un gran
trabajo. Magnífico que haya
sucedido así. Lo contrario
habría sido la representación del
infierno en el subsuelo de una
mina del norte chileno.
Esa es una parte de la historia.
Otra es cómo se cuenta. Es más
vendible, no hay duda, explorar
el carácter emocional y épico
del rescate de estos trabajadores
que pudieron de algún modo
renacer, después de haber vivido
en la incertidumbre y la
desesperanza e incluso el terror
de morir antes de ser
encontrados. Profundizar en las
causas que provocaron el
derrumbe no es asunto que vaya
a ser borrado con la pericia de
ingenieros, autoridades y
rescatistas, pero tampoco es
rentable desde el punto de vista
de las comunicaciones. Sin duda
vale más la pena, es un negocio
más seguro, estrujar a las
familias de los rescatados que
vivieron la emoción inmensa y
legítima de recuperar a sus
parejas, hijos, padres, tíos,
yernos, cuñados y abuelos.
El trabajo del ingeniero
Sougarret (por nombrar a una de
las cabezas del grupo de
rescatistas), del ministro
Golborne y de todos los que
bajo su mando ayudaron a
concretar el ascenso desde el
subsuelo fue meritorio y puso
de relieve la energía invertida en
treinta y tres vidas humanas
que, dicho sea de paso, no
habían sido precisamente muy
consideradas por los
empresarios mineros que
permitían la explotación de esta
mina en condiciones riesgosas,
y sin las fiscalizaciones
adecuadas para garantizar, hasta
donde fuera posible, que esas
vidas no sufrieran accidentes
evitables.
Se escucharon bocinazos el
miércoles 13 de octubre, se
improvisaron celebraciones con
banderas en plazas, se insistió
hasta la majadería en el
simbolismo del número 33, se
advirtió por un momento que el
rescate de los trabajadores debía
vivirse y entenderse como una
fiesta nacional. Treinta y tres
vidas humanas puestas a salvo
después de setenta días sin saber
qué iba a ocurrir con ellas. Uno
hubiese preferido menos
transmisiones con la adrenalina
a mil y un poco más de
reflexión y humanidad.
Entiendo el desahogo del núcleo
duro de esos treinta y tres
hombres y de ellos mismos, por
supuesto; entiendo la emoción
de Sougarret, Golborne y su
gente, que trabajaron duro y
vieron recompensado su
esfuerzo. Puedo entender
también el alivio que deben
haber sentido los propietarios de
la mina al saber que su empresa
no se convirtió en un
cementerio, y vaya que estuvo
cerca de serlo. Lo que no
entiendo demasiado bien, o no
logro descifrar aún, es qué
ocurriría con nosotros si no nos
transmitieran en directo por
radio y televisión los alcances
de la operación rescate. ¿Es
verdad que nos importa la vida
y el destino de estos treinta y
tres hombres? Tengo derecho a
dudar. Yo creo que no. Antes de
quedar encerrados en la mina
por el derrumbe, yo apenas
sabía algo de uno de ellos,
Franklin Lobos, porque era
futbolista y uno lo vio jugar. Y
no creo que mi caso sea una
excepción. Nos alucina la fuerza
de un ser humano expuesto a
una situación límite, su
capacidad para luchar, pero no
creo que nos importe demasiado
el destino de estos hombres que
volvieron a la superficie de la
Tierra. Nos despierta curiosidad
saber qué harán ahora, cuántos
de ellos regresarán a su vida de
mineros y cuántos arrancarán a
perderse antes de meterse
nuevamente a un pique. Seguro
será noticia cuando se cobre el
cheque nominativo que les
entregó a cada uno el millonario
Farkas. También es noticia que
salgan del hospital, la intriga
sobre lo que registró en su
bitácora el minero-escritor, y
cuándo los fanáticos de la U
recibirán su carnet de socios
vitalicios y lleguen a conocer el
complejo donde entrena el
equipo de sus amores. Pero los
vamos a olvidar. La televisión
también los va a olvidar, y ya no
se congregarán ciudadanos en la
Plaza Italia para celebrar que
están vivos. Los vamos a
olvidar y hay dos maneras de
decirlo: la vida sigue, o el show
debe continuar. Usted elija. A
mí me gusta más que la vida
sigue.Que invertir en el rescate
de los mineros fue un asunto de
lesa humanidad, y que por eso
fue importante, más que porque
haya ocurrido en Chile. Que
cada día tiene su afán. Y que
esta mañana estoy un poco triste
porque acabo de enterarme que
el fin de semana pasado, cuando
se preparaba la salida de los
treinta y tres trabajadores, se
murió Américo Grunwald, ese
judío rumano que fue prisionero
de los nazis en varios campos de
concentración, que sobrevivió al
Holocausto y se vino a Chile
con su nueva esposa, se
avecindó enConcepción y
prometió hacer reír a lo menos a
una persona todos los días de su
vida para sanarse de sus
traumas. Grunwald cumplió su
palabra, hizo reír finalmente a
miles, y murió a los 87 años en
perfecto silencio mediático,
como casi todo el mundo, como
es normal y cotidiano que
ocurra.

Sábado 30 de Octubre de 2010


Nibaldo Mosciatti
Me da risa percatarme de cómo
el discurso que pronunció el
periodista Nibaldo Mosciatti al
recibir unos días atrás el Premio
Embotelladora Andina se
esparce por toda Internet como
una pieza de culto y de
colección. Creo que influye en
su difusión la poca costumbre
entre nosotros de decir
frontalmente lo que se piensa,
especialmente a la hora de
recibir un reconocimiento por tu
desempeño profesional. Cuando
llegó la invitación y supe que
por horario no iba a poder estar
en la ceremonia, lamenté tener
que restarme de aplaudir de pie
a un hombre al que quiero y
respeto. Al comienzo Mosciatti
no quería el premio. Le parecía -
y sé que le sigue pareciendo-
que un premio de periodismo
otorgado por una empresa es
una combinación que hace
cortocircuito. Tiene toda la
razón. Si hay una condición
irrenunciable para ejercer este
oficio es la libertad, y junto con
ella la independencia. A las
empresas derechamente
comerciales no les gusta esta
mirada. ¿Cómo les va a gustar,
si lo que quieren primero que
todo es ganar dinero? El
problema mayor es que a las
empresas periodísticas tampoco
les gusta, porque también están
concentradas en ver la manera
de salir con números azules al
costo que sea, y si eso significa
desnaturalizar el oficio,
¡adelante! Ser libres para pensar
te expone a las quejas de los
poderosos, y los poderosos, los
que tienen poder político,
económico, religioso o el que
sea, no hay que ser muy
avispados para enterarse, casi
siempre encuentran la manera
de deshacerse de las piedras que
les molestan en el zapato. Las
empresas, al final, salvo que
sean filantrópicas de verdad, y
de esas ya casi no queda
ninguna, están todo el rato
sacando cuentas y viendo cómo
entra agua al molino. Pero
bueno, no quiero desviarme de
lo esencial de estas líneas, que
es reconocer a Nibaldo Fabrizio
Mosciatti como un periodista de
raza, sensible, inteligente,
independiente y libre para
pensar y decir. Quedan pocos de
ellos. No digo en Chile: en el
mundo. Tienen razón los
cibernautas que multiplican por
la red su discurso al recibir el
premio. Porque la prensa en
general no sólo no lo mencionó
(tal vez me equivoque, y en
estos días hayan aparecido
algunas de las cosas que dijo
Mosciatti, ojalá), sino que
además consideró que era
necesario silenciarlo por
incómodo, o, como también he
escuchado por ahí, porque
supuestamente fue un mal
educado. ¿Mal educado o
sincero para exponer sus puntos
de vista? Celebro la libertad y la
lucidez con que narró sus ideas:
dijo exactamente lo que piensa
sin calcular si eso caería bien o
no a los presentes en la sala. Su
testimonio vale no se imagina él
cuánto en una cultura del
acomodo, las medias tintas, el
apego hipócrita a ciertas formas
y el servilismo a la plata. Él
dijo, entre tantas otras cosas,
que le hubiera gustado heredar
una pizca del talento, la
sensibilidad y la rebeldía de su
padre, Pocho. Creo que los
heredó, y con creces. Como
también heredó el rigor de la
Loli, su madre. Y supo leer
entre líneas y asimilar lo que fue
viviendo a lo largo del camino,
primero como estudiante en
práctica en la radio Chilena en
años de dictadura, luego como
redactor político de Apsi, más
tarde como periodista del
programa El Mirador, y desde
hace más de diez años como
uno de los responsables del
periodismo ejercido por la radio
Bío-Bío en Santiago. ¿Qué dijo
Mosciatti? Dijo que "sin talento,
sensibilidad y rebeldía, el
periodismo se convierte en otra
cosa: en una simple
reproducción de discursos, en
un engranaje más de las
máquinas de los poderes y los
poderosos, en esa cosa amorfa,
triste, gelatinosa, y, a veces, ruin
y malvada, que son las
relaciones públicas o todo tipo
de comunicación que está al
servicio de unos pocos en
detrimento de la mayoría
anónima". A propósito de
valorar un oficio en extinción, le
sugirió a la embotelladora que le
dio el premio que "también se
incluya, en galardones paralelos,
a zapateros remendones,
desmontadores de neumáticos
en vulcanizaciones, panaderos,
imprenteros, empastadores de
libros, ebanistas y expertos en
injertos de árboles frutales, para
que se consolide la idea de que
lo que se premia es el ejercicio
de un oficio, el día a día de las
letras, y no la ruma de
certificados, con sus timbres y
estampillas, ni la galería de
cargos, ni, menos todavía, la
trenza de contactos, pitutos,
militancias, genuflexiones,
favores y deudas". ¿Saben qué?
¿Por qué no leen completo el
discurso? Está en Internet.
Léanlo, algunos de ustedes
coincidirán en apreciar la
libertad de pensamiento y de
espíritu con que está concebido,
y quizás hasta se conmuevan
cuando Mosciatti hable del
periodismo como un ejercicio
de antipoder para terminar
confesando que quisiera volver
a ser niño, "puro horizonte,
posibilidades infinitas, sin
condicionamientos, sin
directrices ni guías, ¡y sin
premio!". Yo, al menos,
aplaudo. Aplaudo de pie.

Sábado 6 de Noviembre de 2010


Apuntes
1. Me cuentan que un amigo ha
vuelto a enfermar de cáncer. Lo
vi la última vez uno o dos meses
atrás, él hacía la fila en un
supermercado y desde su
posición difícilmente podía
verme. Yo en cambio lograba
seguir sus movimientos. El local
estaba lleno. No me animé a
llamarlo a viva voz, por desidia
o timidez, o para no sacarlo de
la concentración con que pagaba
la cuenta y envolvía la
mercadería que acababa de
comprar. Era de noche, era un
día de semana, yo estaba muy
cansado y él, no sé si él ya sabía
esa noche que el cáncer había
vuelto a instalarse en su cuerpo.
2. Leo con entusiasmo, para
comentarlo después en el taller,
el libro de Pilar Donoso Correr
el tupido velo. Son las
memorias de una hija que utiliza
los cuadernos de notas de su
padre vendidos a un par de
universidades norteamericanas,
más sus propios recuerdos, para
contar a este personaje
importante y decisivo en su
vida. Una de las gracias de
Correr el tupido velo es que
también puede leerse como una
novela sobre un escritor
talentoso y ocupado casi todo el
tiempo por fantasmas que se
llama José Donoso, un hombre
atormentado que escribe a lo
largo de su vida unos cuadernos
que, muerto él, caen años más
tarde en manos de su única hija,
adoptada, quien decide
ventilarlos para sanar sus
propias heridas y para echar
algo de luz sobre una de las
voces significativas de la
literatura chilena, autor de El
obsceno pájaro de la noche, El
lugar sin límites y El jardín de al
lado. José Donoso: "Escribo
sobre todo para saber por qué
escribo. Para saber cómo
funciona este extraño aparato
que me hacer ver y sentir y
conocer, qué es el lenguaje.
Peleando con él, torciéndolo y
jugando, siento que estoy
haciendo algo que es verdad,
cosa que no siento con otros
compromisos (...) La muerte es
la falta de lenguaje".
3. Mi hermana menor, diecisiete
años menor, la Cati, se casó en
el Registro Civil unos días atrás.
Estuvimos junto a mis padres,
testigos y un par de primos
acompañando la firma y el
sermón de la jueza. Me
emocioné; calladamente me
emocioné. Le dije a mi viejo
que entendía ese momento
como un momento estelar en la
vida de mi hermana. A ella le ha
costado vivir y sobre todo
crecer. Mucho. Verla esa
mañana estampando la
millonaria y besando a Polo fue
un regalo para ella y también
para nosotros: algo así como
una pequeña gran victoria -que
soñamos eterna- entre tantas
derrotas que fueron
acumulándose en el camino. Mi
hija Antonia me escribió ese
día: "A veces gana el amor".
4. Desayuné el otro día con mi
papá. Sobre el velador, junto a
su cama, estaba el tomo veinte
de la Historia de Chile de
Francisco Encina, el último
tomo de una saga fatigosa e
impresionantemente
voluminosa. Me comentó que ya
la estaba terminando, que nunca
imaginó que alcanzaría a leerla
completa, que pensaba que antes
se moría. Que podía explicarme
con detalle, por ejemplo, en qué
se equivocó Balmaceda y por
qué acabó suicidándose. Le dije
que no, gracias. Nos reímos.
Hablamos esa mañana de la
horrible música del chancho
eléctrico y las aspiradoras con
que a veces lo torturan en las
mañanas. Hablamos de los otros
libros que lee en forma
simultánea. Quedé de
devolverle uno de China que me
viene cobrando hace tiempo,
teme que no se lo devuelva
nunca. El libro debe ser muy
bueno, lo escribió el mayor
especialista occidental en la
historia de China, pero no tengo
coraje para leer el mamotreto.
Prefiero no entender China, y
leer en cambio a Peter Handke
en El peso del mundo: "Colgar
delante de mi casa un cartel con
la advertencia ¡Cuidado, en esta
casa se lee!".
5. Un amigo de viaje en Oriente
me envía una postal de la Gran
Muralla China desde Pekín. La
escribe con lápiz pasta negro el
24 de septiembre de 2010, y
llega a mis manos un mes más
tarde. Es una postal con timbres
y estampillas, como las de antes.
"Espero angostar este silencio
para decirte algo, Mouat. Por
ahora, un abrazo. M.P.". 6. Paso
casi todas las noches de mi vida
por la esquina de Eliecer Parada
con Echeñique, en Ñuñoa,
donde murió un par de meses
atrás Amalia Herrera Ugarte,
hija de Gonzalo y Soledad.
Muchas flores, algunas
fotografías y velas siempre
encendidas la recuerdan. Una
noche de la semana pasada,
tarde, pasé por ahí y estaban
todas las velas apagadas. Supuse
que había sido el viento y no el
olvido. A la noche siguiente, y
todas las nuevas noches que han
transcurrido desde entonces, el
espíritu de Amalia saluda a los
que pasamos por el lugar y nos
detenemos en la luz de las velas.
Me estremece suavemente
pensar en Amalia Herrera, en su
última carrera en bicicleta, en su
frustrada ida al teatro, en la vida
de los que la extrañan y la
mantienen viva en esta esquina
de Ñuñoa donde, cada día,
Manuel se para junto a su
muleta y su vejez a recibir
alguna ayuda de los que pasan
por allí rumbo a otra parte.

Sábado 13 de Noviembre de
2010
Palabras alas
En su bloc de notas escribió un
día Kapuscinski algo parecido a
un poema sobre las palabras.
Forma parte de su libro El
mundo de hoy y es
probablemente uno de sus
mejores textos: "Hallar la
palabra certera / en plenitud de
sus fuerzas / tranquila / que no
caiga en la histeria /que no
tenga fiebre / ni una depresión /
digna de confianza / hallar la
palabra pura / que no haya
calumniado / que no haya
denunciado / que no tomó parte
en ninguna persecución / que
nunca dijo que el blanco era
negro / se puede tener esperanza
/ hallar palabras alas / que
permitiesen / un milímetro
siquiera / elevarse por encima
de todo esto".
"Palabras alas", así las llama,
que permitan elevarse, dice él,
aunque sólo fuera "un milímetro
por encima de todo esto".
¿Qué es todo esto que se mueve
a ras de piso, a la altura del
suelo, que repta sin capacidad
para volar según Kapuscinski?
¿La miseria que nos ocupa?
¿Existen realmente las palabras
puras? ¿Desprovistas de
condición humana? ¿En quién
confío para ensayar una
respuesta? Uno que supo
trabajar prácticamente toda su
vida junto a las palabras fue el
escritor Elias Canetti. Reviso el
índice de nombres y conceptos
de sus Apuntes, y palabras sólo
es superada en cantidad de
referencias a lo largo del libro
por muerte, Dios y animales.
Canetti: "Uno quisiera escribir
tanto como sea necesario para
que las palabras se presten vida
unas a otras, y tan poco para
poder tomarlas uno mismo en
serio".
Cuando pierdes el control de lo
que dices, de lo que escribes, de
las palabras publicadas, cuando
no las tomas en serio, no puedes
ser verdaderamente un escritor.
Cuando las palabras que
empleas son tu prisión y no la
expresión de una búsqueda;
cuando las palabras se parecen
más a una sentencia que a un
destello, no estás siendo fiel al
oficio de artesano de la palabra.
Mientras ellas continúen siendo
un desafío para ti, un reto, un
viaje sin pasaje de regreso, sin
un puerto seguro al que
aferrarse, una ruta que te enseñe
a ocuparlas con cuidado y al
mismo tiempo dándote el
tiempo necesario para que
produzcan ojalá todas las notas;
entonces probablemente el
camino de la escritura estará
poblado de sentido y sabrá
tender puentes que valgan el
esfuerzo. Escribe Canetti: "Ya
no hay palabras potentes. A
veces se dice Dios sólo por
pronunciar una palabra que
alguna vez fue potente".
Un amigo viene a mi taller
porque no encuentra las
palabras precisas para decir lo
que hoy le quema las entrañas,
lo que lo irrita, lo que ve claro
como el agua, lo que le parece
es justo advertir antes de que se
consumen hechos que él,
avizora, son fatales para su
actividad. Yo, por más que
trato, siento distinto a él. No me
importa lo suficiente lo que a él
sí parece importarle demasiado.
No puedo escoger, por lo tanto,
las palabras con las cuales decir
su verdad. Como mucho puedo
ayudarlo a ordenarlas. Suplantar
a otro cuando se escribe sólo es
posible si lo que está en juego es
una ficción creada por uno
mismo. No existe otro modo de
suplantar en la escritura. Se trata
de un engaño calculado, que a
su vez cuenta con la
complicidad del lector, que sabe
que será engañado y acepta
jugar el juego.
Le leo a mi amigo el poema de
Kapuscinski en voz alta. No
encuentro otra manera de
estimularlo para que haga el
esfuerzo de encontrar aquellas
palabras alas que permitan a su
texto elevarse un milímetro
siquiera de todo esto y decir, por
una vez, en forma clara, lo que
piensa y le parece importante de
lo que está sucediendo alrededor
suyo.
Sigo adelante con Canetti:
escribe sobre palabras que
lleguen al corazón de los
oyentes, sobre buenas palabras
que lo hagan a uno "olvidarse de
sí mismo, apaciguar su vanidad,
su deseo de tener siempre razón,
sus ansias de dominio, sus mil y
un espejos". Escribe Canetti
sobre mantener vivos a los
hombres con palabras: "¿Acaso
no es esto ya casi como crearlos
con palabras?".
No te rindas, le digo a mi
amigo. Y le muestro el volumen
de Canetti, tapa dura, mil
doscientas páginas. Cincuenta
años de apuntes que hoy hacen
posible traerlo de nuevo a la
Tierra. El arte de la palabra en
su máximo esplendor. Enciendo
la luz y leo: "La jerarquía más
punzante y despiadada es la del
arte. No hay nada capaz de
abolirla. Se basa en la expresión
de experiencias que son reales e
inevitables. En el arte todo está
aún por suceder. No basta con
tener algo o estar en algún sitio.
Hay que mostrar cómo se hace
algo, tiene que ser hecho".
Mi amigo se lleva consigo un
trozo de Canetti y unos versos
de Kapuscinski. Son como la
pistola que dispara el juez en el
punto de partida de la
competencia. Los corredores
salen en busca de las palabras
que los mantengan vivos.

Sábado 20 de Noviembre de
2010
Afírmate, Catalina
Me he caído y te he visto caer.
No conozco otro modo de
aprender a pararse en este
mundo incierto y bravo.
Francisco Mouat

Tengo aquí enfrente una foto


tuya, en blanco y negro, de
cuando te sostenían en brazos
porque aún no aprendías a
caminar: aros perla, el pelo muy
corto, vistiendo jardinera de
cotelé (no recuerdo bien si
rosada o lila) y un chaleco tejido
a mano color marfil, el rostro
cachetón, la nariz muy bien
dibujada, la boca discretamente
abierta y unos ojos claros que
yo sé que son azules, muy
azules, pero que la imagen sólo
revela claros y algo
ensimismados. Te tiene en
brazos la María, que apenas se
ve en el costado izquierdo de la
foto, casi desapareciendo; esa
mujer mayor que alcanzó a
cuidarte unos pocos años antes
de volverse a Paine para
siempre. Eres mi hermana chica.
Te pusieron Catalina. Tengo
diecisiete años y tres meses más
que tú. Yo salía del colegio
cuando apareciste en la panza de
mi vieja, que tuvo un embarazo
horrible, para el olvido:
demasiado tiempo fuera de las
pistas. Cuando mi viejo cumplió
cincuenta años, hicimos un
asado en la casa y él,
entusiasmado, habló de ti:
faltaban apenas dos meses para
que nacieras. El viejo se creía la
muerte, canchereaba con su
fertilidad. Mi vieja, a esas
alturas, sospecho que lo único
que quería era parir de una
buena vez.Te hiciste notar
rápidamente. Eras un bicho raro.
Tenías poco más de un año, no
sabías leer, pero hacías como
que leías el diario y gritabas.
Había que tranquilizarte y
hacerte callar. Tiempo después
empezó a divertirnos ir al teatro
para niños y que yo me hiciera
pasar por tu papá. Engañábamos
a la gente no entiendo con qué
objeto, para tontear, supongo, o
para presumir yo de hombre
grande. Dejamos de vivir juntos
al rato: tú no tenías más de
cuatro o cinco años cuando me
largué. Nos separamos. Nos
separamos mucho, Catalina. Tú
aprendías a sumar y a restar en
un colegio de monjas y yo iba a
la Vicaría de la Solidaridad a
escuchar relatos escabrosos que
después contaba en la revista
Apsi. Dejamos de vernos.
Creciste, yo también. Y así
como Pasolini escribió una vez
sobre la desaparición de las
luciérnagas a causa de la
contaminación del aire y del
agua en el campo, "el agua de
los ríos azules y los arroyos
transparentes", tú, Catalina, que
habías sido una luciérnaga en mi
vida en tus primeros años,
empezaste a ser más un
recuerdo que una presencia
viva, algo más parecido a la
fotografía que tengo enfrente,
con tus ojos claros y algo
ensimismados, que aquella
niñita con la que salíamos a
divertirnos los fines de semana
en algún café del centro donde
hubiese copas heladas. La única
persona autorizada a escribir tu
biografía eres tú misma. Yo la
leería con atención si la
escribieras. Tu vida, en poco
más de treinta años, tiene
pliegues y capítulos que sé que
no olvidarás, pero que ojalá
pudieras almacenar en un baúl
con llave. Y tirar la llave, la
única llave, a la basura. Y
guardar el baúl en un lugar a
donde no llegue nadie, ni
siquiera tú misma. Hay
recovecos de tu historia que
probablemente ni tú ni nosotros
alcancemos a descifrar nunca.
Están sugeridos en algunos
poemas y relatos que escribiste
tiempo atrás, y que conservo en
una carpeta sin notas al margen.
Están sugeridos en pasajes
vividos y soñados que forman
parte de tu intimidad
sagrada. Me he caído y te he
visto caer. No conozco otro
modo de aprender a pararse en
este mundo incierto y bravo,
que a veces sabe también
regalarnos momentos
estelares. El poeta viñamarino
Ennio Moltedo escribió un
relato llamado Emporio
Noziglia. Te lo regalo. Es mi
verdadero regalo de
matrimonio, junto a estas líneas.
Tengo dos copias del relato.
Una que me regaló una amiga,
que sabe que leo con interés y
con agrado todo lo que escribe
Moltedo, y otra que me mandó
por correo el propio escritor,
agradecido por leerlo con
atención y valorarlo. No
sospecha Moltedo la
importancia que tiene su
literatura en mi vida. En
Emporio Noziglia, el narrador
evoca aquellos años de su
infancia en que se detenía en los
ventanales que daban a la calle
Valparaíso a contemplar los
juguetes exhibidos por el
emporio, en especial "una
lancha metálica, de carrera,
impulsada a cuerda y de
llamativos colores". El niño
codiciaba la lancha, pero debió
conformarse durante muchos
años con sólo verla porque no
tenía plata suficiente para
comprarla. "Yo economizaba,
peso a peso, pero cada vez que
me acercaba a su precio, éste
aparecía reajustado una vez
más". Su consuelo era que la
lancha no se vendía. Hasta que
en una Navidad recibió un buen
regalo en dinero, y no lo pensó
más: corrió al emporio a
comprarla, volvió a casa con
ella, llenó la tina del baño, le dio
cuerda, la echó al agua y se
dispuso a disfrutar. "Un viaje,
otro más y, terminada la cuerda,
la lancha se detuvo. Me pareció
insuficiente la demostración". El
niño, que había soñado tanto
tiempo con la lancha metálica,
había crecido y ya no se
reflejaba en el espejo del ropero.
Los años habían pasado sin
darnos cuenta. "El niño de la
lancha, al parecer, sigue absorto
frente a la ventana del Emporio
Noziglia".

27 de noviembre de 2010
El mejor trabajo del mundo
Vivir para trabajar es un
completo despropósito. Una
broma cruel que el sistema nos
gasta. Un castigo que golpea al
cuerpo (que se fatiga) y también
al espíritu y la dignidad, si cabe
separarlos. Nos ataca donde
somos casi todos vulnerables:
en la obligación que tenemos,
mes a mes, de pagar las cuentas
y satisfacer las necesidades
elementales de pan, techo,
abrigo, educación y
esparcimiento.
Algunos privilegiados caen en
la trampa: no les basta con
cubrir lo esencial: les parece
relevante consumir aquí y allá,
vestirse a la moda, comer platos
caros (no necesariamente
buenos), pasearse por la agenda
cultural y social que imponen
los medios de masas y la
publicidad, sentirse al día, en
onda, sintonizados, seductores.
¿Cómo se explica la payasada
de que en una ciudad como
Santiago, atestada de vehículos
y con serios problemas de
estacionamiento, proliferen
camionetas de última
generación que parecen
camiones conducidas por
ciudadanos y ciudadanas que
van por el mundo de ganadores?
En mi caso, por formación o por
costumbre he vivido alejado de
la opulencia (agradezco no ser
rico en este planeta salvaje)
tratando de conectarme con
otros asuntos que supongo
interesan a la mayoría de los
vivos: querer y ser querido, reír
de buena gana y especialmente
de uno mismo, descansar
cuando estamos agotados,
disfrutar el sexo, tomarse un
café o un pisco sour con gente
agradable. Me interesa también
el amor al arte y por supuesto la
literatura.
Lo digo con convicción pero al
paso, para que no se tome como
un deber sino como un placer
complementario al otro gran
deseo enunciado por el poeta de
Viña: “Protégeme, Dios mío,
del sentido pedagógico y deja
que cada día me sorprenda
viendo pasar -sin estilo- el
viento por la esquina”.
Creo que algo más o menos así
era lo que yo quería aquel día en
que, con pasmosa tranquilidad,
pensaba sentado en mi escritorio
de asalariado, horas después de
presentar mi renuncia
indeclinable al trabajo que me
había mantenido bien ocupado
los últimos diez años de mi
vida, cuál era el mejor oficio del
mundo: yo quería apuntarme en
él. Algunos, que saben que
prefiero vivir que trabajar, me
decían medio en serio medio en
broma que fuera asesor. No
sonaba mal. La responsabilidad
en la ejecución no recae sobre
uno, y nuestro radio de acción
se desenvuelve en el plano de
las ideas. Pero asesor de qué.
Para ser asesor de algo tienes
que forzosamente opinar sobre
las cosas y tiene que haber
alguien que le dé crédito -dentro
del sistema, que a fin de cuentas
es el que paga las asesorías- a
tus puntos de vista, lo que no
era el caso. Yo pensaba que
podía ser profesor universitario
en el campo del periodismo y
las letras, pero es un hecho que
los espacios de la Academia con
mayúsculas, tanto en la
docencia como en la
investigación, no escapan al
espíritu de competencia y
mercado que anima hoy al
mundo, y del que yo quería
arrancar a perderme.
Quiso la Providencia que en ese
momento ingresara a mi oficina
un amigo fotógrafo, recién
enterado de mi renuncia, para
preguntarme qué iba a hacer,
cómo me iba a ganar los
porotos. Y le contesté que en
eso estaba: discurriendo cuál era
el mejor trabajo del mundo,
porque ahí me quería anotar. Y
él me dijo: dirige un taller
literario. Puse cara de sorpresa,
porque no se me había pasado
por la cabeza una cosa así, y le
pregunté si de verdad creía que
yo podía hacer uno, si habría
talleristas interesados, y si la
experiencia sería capaz de
retenerme en el tiempo.
Leer y escribir, transmitir mi
entusiasmo por la lectura y la
escritura, escuchar historias,
tomarle el pulso cotidianamente
a un puñado de ciudadanos que
compartieran ese gusto y esa
pasión, empezó poco a poco a
parecerme no sólo una buena
idea, sino una espléndida
oportunidad.
Han pasado tres años y medio
desde esa tarde en que mi amigo
Somalo disparó una flecha
directo al blanco. Tres años y
medio en los que, sin exagerar
un ápice, digo responsablemente
que en verdad encontré -no
pudiendo entonces sospechar ni
imaginar- el mejor trabajo del
mundo. Llegué a tener enfrente
mío, revueltos en el
computador, los originales de un
libro de más de cien autores y
muchísimas páginas que
aparecerá en diciembre. El valor
literario de estos escritos no es
lo fundamental. Procuramos por
supuesto que entre ellos haya
cuidado y belleza. Que se
cuenten historias. Que se
pongan palabras en movimiento.
Cada lector que pase por estos
textos decidirá qué hace con
ellos, cuánto y cómo los
pondera. Lo que yo no puedo
callar en este momento estelar
en que escribo estas líneas,
antes de que este libro se vaya a
imprenta y lo celebremos como
se merece, es el privilegio y la
gratitud de haber encontrado
junto a estos talleristas (los que
estuvieron y los que están) un
modo de vivir y una filosofía
que hacía mucho tiempo
anhelaba.

Sábado 4 de Diciembre de 2010


Conserjes
Francisco Mouat Hay un
conserje en mi edificio, Cristián,
que mata las horas de su turno,
entre las dos de la tarde y las
diez de la noche, viendo
televisión duro y parejo. Es lo
que hacen casi todos los
conserjes de edificios del
mundo que prácticamente no
tienen nada más en qué
entretenerse, salvo apretar un
timbre para abrir la puerta o
entregarle al vecino la última
cuenta del teléfono o la luz,
cosas ciertamente muy
emocionantes. El dicho popular
es elocuente: más prendido que
televisor de conserje. Lo
novedoso en este caso es que el
hombre se ríe a carcajada limpia
prácticamente todos los días del
año y durante muchas horas. Es
un chiste escucharlo. Como la
puerta de mi departamento está
al lado de la conserjería, un día
no aguanté más y salí a
preguntarle de qué se reía tanto.
Y él me contestó casi llorando
de la risa, pero sin dejar de
mirar a la pantalla para no
perderse el chiste que venía, que
disfrutaba como chancho la
serie Friends y una en la que
trabaja Charlie Sheen que se
llama Two and a half men.
Tengo un amigo que años atrás
era fanático de Friends, me
decía que los guiones y
personajes eran buenísimos,
pero yo nunca me instalé a ver
un capítulo. Qué tontera la de
uno. Creo que en el fondo
envidio al conserje y a mi
amigo, a ellos les da lo mismo
que estas series sean con risas
grabadas y una seguidilla de
imbecilidades desplegadas para
hacerte más llevadero el tiempo.
Si todos nosotros riéramos
como este cristiano un par de
horas al día mientras hacemos la
pega, la salud mental del país no
sé si sería buena, pero algo
mejoraría. Voy a consultar a mi
amigo Erick Pohlhammer, él
debe tener una respuesta o
alguna teoría sobre la materia.
Estoy seguro que ha
reflexionado sobre el origen del
exceso de caras de palo y malos
gestos que acompañan a la gente
en la calle, en los ascensores,
arriba de los buses y el metro.
"Falta de cacha", seguro que me
contesta, "o baja dosis de
Friends y Two and a half
men". El conserje que había
antes a esa hora en mi edificio,
y que también se llamaba
Cristián, era futbolero a morir.
No había pichanga televisada o
transmitida por radio que este
muchacho no siguiera con
atención. Pero un día llegó con
la pipa y echando la talla,
alguien lo acusó a la
administración y lo despidieron
de una patada a la calle. A mí
me caía bien. Cuando supe los
motivos de su despido, creí
recordar que alguna vez lo vi
chispeante y con los ojos bien
achinados, pero la pega la hacía
y era un buen cabro. Se fue y
quién sabe si nos volveremos a
ver en la vida. Del que nunca
supe nada más fue del nochero
de la revista Apsi, don Rubén.
Si aún está vivo, tiene entre
noventa y cien años. Un viejo
duro pero buena persona, algo
brusco, que se había
especializado en cuidar sitios
eriazos, un rondín de oficio que
en las noches, en vez de hacerse
acompañar por una mujer,
prefería un fierro duro y grande
para defenderse en caso que
fuera necesario. Conocía las
mañas de todos nosotros. A mí
me prestaba el televisor en
blanco y negro los viernes en
que había fútbol y tenía que
hacer turno. Descubrió in
fraganti amores clandestinos
entre periodistas y guardó el
secreto, y más de una vez
impidió que un dirigente
mapuche que venía con trago
subiera las escaleras y me
macheteara en nombre de la
causa indígena. Había cometido
el error de soltarle unas lucas un
par de veces, y desde entonces
se dejaba caer por Santiago y
financiaba sus correrías con la
ayuda de incautos como yo.
Tengo un amigo que es muy
amigo del conserje de noche de
su edificio. Dice que es tan
bueno y tan de confianza, que lo
han venido a buscar del
extranjero para llevárselo, como
a un futbolista, pero que él no
arrienda ni vende el pase: no se
mueve de Chile por ningún oro
del mundo. Un conserje
entrañable en la literatura es
Renée, una de las protagonistas
de la novela La elegancia del
erizo, tan bien vendida en los
días que corren. Portera del
edificio donde viven muchas
familias acomodadas de París,
Renée traba amistad con una
singular muchacha de doce años
llamada Paloma, y desde
entonces su vida en el número 7
de la calle Grenelle avanzará
por nuevos derroteros. La
llegada de un singular vecino, el
japonés Kakuro Ozu, sumada a
la interacción con Paloma,
permitirán que Renée abandone
su ostracismo habitual y se
muestre como una conserje
única en el mundo: una conserje
que reflexiona sobre Tolstoi, la
pintura holandesa del siglo 17,
el cine oriental y el sentido del
arte y su relación con la vida.
Una conserje tan original que no
veía televisión. Una vez viví en
un edificio donde acusaron a
uno de los conserjes de subir
más de una vez a la azotea para
espiar desde no sé qué ubicación
a una muchacha del último piso
mientras se duchaba. Lo
echaron. No tuvo defensa de
nadie. Uno se quedó con la duda
si un día por casualidad se
encontró con el numerito, o si
efectivamente había agarrado la
costumbre de jotear a la vecina.
Sábado 11 de Diciembre de
2010
A quince rounds
En los últimos días de agosto
incorporé a mi bitácora de
intentos para bajar de peso un
nuevo método: el de la
auricultura o algo así. Unos
parches en las orejas que tocan
ciertos puntos nerviosos,
siguiendo la lógica de la
acupuntura, y que ayudan a
inhibir el apetito, a mantener
regulada la presión arterial y no
sé qué otros beneficios. Mi
primer registro en la romana fue
lapidario: 108 kilos. El
nutriólogo o como se llame, un
sujeto flaco y desgarbado, ajeno
a este combate cuerpo a cuerpo
con los kilos de más, no se
demoró ni dos segundos en
hacer la precisión: por su
estatura y por sus índices de
grasa en el cuerpo, usted no está
con sobrepeso, sino que está
decididamente obeso. Había
llegado a iniciar un nuevo
tratamiento abatido por la fatiga,
el dolor de cabeza crónico, la
imposibilidad de abrocharme los
cordones de los zapatos sin
agotarme en el intento y una
sensación al caminar de
bamboleo y pesadez que no
estaba dispuesto a seguir
soportando. Mi doctora ya no
me hablaba de libros y autores,
sino de sistólicas y diastólicas, y
la última vez que nos vimos
exigió que a la cita concurriera
también la Solcita, para
escuchar en vivo y en directo el
diagnóstico y ayudarme a
reaccionar. Fue como que me
apuntaran con una pistola
directo a la cabeza. Lo había
probado todo: Scarsdale, dieta
del astronauta, puras proteínas,
manzanas a toda hora,
Herbalife, dieta del huevo, dieta
de la luna, cero carbohidratos,
hipnosis, unas pastillas de algas
que tienen que haber sido de
cualquier cosa menos de algas,
y hasta, resignado, había
empezado a pensar en la
posibilidad de una corcheteada
de estómago.
Ayer nomás estuve en un asado
de curso, jornada habitual de fin
de año para los que tenemos
hijos en edad escolar, y hubo un
momento en la parrilla en que
uno de los apoderados,
chupeteando un lomo de cerdo
jugoso y después de haberse
bajado dos choripanes en
marraqueta y un par de trozos
de palanca y lomo vetado,
exclamó a los vientos con
sonrisa socarrona: "¡Cómo
puede haber gente que sea
vegetariana!". Advertí el goce
animal de sus palabras y supe,
una vez más, que comer es un
magnífico placer del que cuesta
muchísimo restarse. El hábito es
lo que tienes que cambiar, te
dicen majaderamente; si no
modificas el hábito, cualquier
baja de peso, por considerable
que sea, está condenada al
fracaso. Como si fuera tan fácil.
Como si bastara con entenderlo
con la cabeza. Lili, una amiga
mía, colombiana, que sabe de
estos temas, que ha empleado
todas las formas de lucha, me
dice que junto al estadio
Campín de Bogotá hay un local
fantástico llamado El Palacio
del Colesterol, donde todo lo
que se come sabe muy rico y
luego se te mete en las venas y
cuesta mucho sacarlo si no
oxigenas tu sangre. Lili anda
ahora mismo con parches en las
orejas, ha empezado tres veces
el mismo tratamiento, y después
de un tiempo vuelve a fojas cero
porque la tentación de disfrutar
con la boca sabores, olores y
texturas es más fuerte que el
imperativo estético o médico.
En su caso, debo decirle, esas
redondeces que la acompañan a
donde va la convierten en una
mujer atractiva y de apariencia
muy sana, con apenas unos kilos
de sobrepeso.
Hoy me subí a la romana y
marqué 95. He bajado 13 kilos
en poco más de tres meses. El
costo: no haberme comido un
solo pan en todo este tiempo, ni
un plato de tallarines, ni una
papa cocida, ni un pedazo de
torta, ni un pastel, ni un kuchen,
ni una empanada frita de la
Suiza, ni una medialuna con el
café. Me pregunto: ¿podré vivir
así para siempre? ¿Saliéndome
de la norma sólo una o dos
veces a la semana para tomarme
un pisco sour helado o una copa
de tinto, o comerme un plato de
sushi, y luego volver al mundo
de las ensaladas, las carnes
magras, el quesillo, la fruta que
no sea el plátano ni la uva, y sí,
mucho líquido todos los días, no
menos de dos litros? Hice una
apuesta hace varios años,
cuando el Bicentenario se veía
muy lejos: decía que el 2010 me
convertiría en un tipo delgado,
de menos de 90 kilos, y que eso
sería para toda la vida. Se reían
en mi cara, sabían que era una
broma para chutear lo más lejos
que se pudiera mi incapacidad
de hacer una dieta y mantenerla
en el tiempo. Pero siempre hay
un momento, inesperado, en que
tocan a tu puerta. En mi caso,
aquella tarde en que la doctora
me apuntó con la pistola a la
cabeza y leyó el diagnóstico. No
pienso cantar victoria. Esta
lucha, cuerpo a cuerpo con los
kilos, es a 15 rounds, y el
nocaut no cuenta. Te pueden
tener en las cuerdas y tú salir
contragolpeando. O al revés:
crees que el rival está vencido, y
él acaba de pie, los brazos
arriba, y tú muerto en la lona.

Sábado 18 de Diciembre de
2010
Fin de año
No me gusta jugar al amigo
secreto. Prefiero a los amigos de
verdad, aunque sean pocos y no
tengamos la costumbre de
hacernos regalos en el tiempo.
Tampoco me gusta regalar por
regalar. Pero claro, me encanta
cuando alguien me hace un
regalo inesperado,
especialmente si lo hace para
testimoniar cariño. Anoche una
amiga me regaló, a pito de
escopeta, las Cartas de amor a
Nora Barnacle de James Joyce.
Un libro usado, con su firma y
una fecha, "México 93", libro
que estaba segura yo disfrutaría.
Y cómo no, si el 12 de julio de
1904 Joyce se despide con "un
beso de veinticinco minutos en
tu cuello", y el 2 de agosto le
transcribe a Nora unos versos de
Yeats que hubiera querido
escribirlos uno: "Abajo en los
alegres jardines nos vimos mi
amor y yo/ Ella recorría los
alegres jardines con sus
cándidos pies/ Me ofreció tomar
el amor lentamente como las
hojas que crecen en el árbol/
Pero yo, joven y alocado, no
estaba de acuerdo con ella./ En
un campo junto al río
permanecimos mi amor y yo/ Y
en mi hombro acogedor apoyó
su cándida cabeza./ Me ofreció
tomar el amor lentamente como
la hierba que crece en las
veredas/ Pero yo era joven y
alocado y ahora estoy lleno de
lágrimas". No me gustan nada
los balances de fin de año que
hace el periodismo. Adivine
buen adivinador: tragedias
macabras matizadas con
partidos de fútbol y algún toque
de heroísmo para recordarnos
que el amor a la vida todavía
debería conmovernos.
Terremoto en febrero en
Concepción, maremoto en
Constitución, Dichato y
Talcahuano, saqueos y edificios
en el suelo, un par de victorias
de Chile en el mundial de fútbol
en Sudáfrica, treinta y tres
mineros enterrados a setecientos
metros de profundidad en la
mina San José, la espera de los
familiares durante meses, el
rescate exitoso de los treinta y
tres mineros, los despachos en
vivo de la televisión, la Teletón,
y, broche de oro del balance,
una mocha en la cárcel de San
Miguel que acaba con un
incendio feroz que mata a
ochenta y un presos, gritos que
la televisión reproduce una y
otra vez de aquellos reos
encerrados a punto de quemarse
que claman porque alguien abra
las puertas antes de morir. La
noticia es finalmente
reemplazada por otros fuegos,
los artificiales con que se
prepara la fiesta de Año Nuevo.
Fin de año. Mi propio balance.
Se murió una amiga linda a la
que quería, le devolví a su
marido el libro que ella me
había prestado, se murió la
mamá de otra amiga, y mi tío
abuelo después de vivir un
siglo. Mi ahijada Amalia
cumplió un año. La perra de mi
hija Antonia tuvo seis
cachorros. Leí unos libros
buenísimos. A Thomas
Bernhard, a Philippe Claudel,
Nada que temer de Julian
Barnes, los Discursos de
sobremesa de Nicanor Parra, un
ensayo sobre el silencio,
Compases al amanecer de
Germán Marín, una nueva
edición de la novela Poste
restante de Cynthia Rimsky que
me gustó mucho, y ahora último
No leer, de Alejandro Zambra,
volumen de ensayos que
profundiza en escritores a los
cuales seguiré leyendo en el
tiempo: Natalia Ginzburg,
Cesare Pavese, Roberto Bolaño,
Junichiro Tanizaki, Clarice
Lispector, Julio Ramón
Ribeyro. Zambra reivindica el
derecho a no leer, a negarse a
leer aquello que no se quiere
leer. Que la moda literaria se
vaya al diablo. Leer en cambio a
nuestros autores, a los que
escriben porque no tienen otro
camino para vivir y saben que
en algún rincón hay un lector
como nosotros que convertirá a
sus páginas en un libro valioso,
en un pequeño tesoro, en un
volumen para recordar el año
que viene. El año que viene
aplanado por la televisión, los
balances periodísticos, las
encuestas de popularidad, los
números de la inflación. Me
contento con leer buenos libros,
conservar mi taller, terminar el
libro de conversaciones con el
Gato Gamboa, viajar a la costa
para iniciar un libro de
conversaciones con dos autores
espléndidos que viven cerca del
mar, tomarle la mano a mis
hijos antes de que ellos se
duerman, sentarme a la mesa
con mis hijos a disfrutar un
plato de comida, escribir
algunas páginas que valgan la
pena, brindar con la Solcita por
el milagro de estar juntos y
vivos. Pensar en mis padres, ir a
desayunar con ellos, ver
películas tan buenas como El
camino a casa, Vía
revolucionaria, Yo recuerdo de
Mastroianni y Hace mucho que
te quiero. No pienso mirar los
balances de fin de año que
muestran en la televisión, las
revistas y los diarios. La voz de
los mineros vivos, el relato del
gol de Beausejour a Honduras
en el mundial o la crujidera del
terremoto del 27 de febrero no
son la sustancia de la banda
sonora de nuestra historia.
Prefiero escribir una página con
el aire inhalado y exhalado en
aquel camino incierto y a veces
bello que me corresponde vivir
día a día. La belleza: qué
magnífica aspiración para un
hombre que respira.
Sábado 25 de Diciembre de
2010
Polonia
Llevaba días leyendo a Wislawa
Szymborska, sus poemas, sus
artículos de prensa, el discurso
cuando recibió el Nobel y se
permitió refutar al Eclesiastés:
"¿Qué es eso de que no hay
nada nuevo bajo el sol?". Ese
día, en Estocolmo, esta polaca
que entonces tenía más de
setenta años y ahora tiene cerca
de noventa dijo que el trabajo de
los poetas no era precisamente
muy fotogénico, y que costaría
mucho hacer una buena película
de un poeta, a diferencia de
músicos y pintores: "Uno
permanece sentado a la mesa o
acostado en un sofá, con la vista
inmóvil, fija en un punto de la
pared o en el techo; de vez en
cuando escribe siete versos, de
los cuales, después que
transcurre un cuarto de hora, va
a quitar uno y de nuevo pasa
una hora en la que no ocurrirá
nada. ¿Qué clase de espectador
podría soportar una cosa
semejante?". El humor de
Szymborska, sus versos y su
mirada sobre la vida y las cosas
acabaron maravillándome: "En
la lengua de la poesía, donde se
pesa cada palabra, ya nada es
común. Ninguna piedra y
ninguna nube sobre esa piedra.
Ningún día y ninguna noche que
le suceda. Y sobre todo, ninguna
existencia particular en este
mundo. Todo indica que los
poetas tendrán siempre mucho
trabajo".
Bueno, llevaba días leyéndola y
dije en voz alta que me gustaría
ir a Polonia a conocerla. Ningún
otro propósito que conocerla
personalmente. Compartir una
taza de té o café, o una copa de
licor que sé que siempre tiene
en su modesto departamento de
Cracovia, donde vive desde
mucho antes del Nobel y de
donde no quiso cambiarse
después de recibir el turro de
dólares del premio. Darle la
mano, beber juntos,
acompañarla un momento
mientras se fuma un cigarrillo, y
no pedirle más que aquel
privilegio de ser y estar con ella
en algún momento de la vida.
Nada de entrevistas, nada de
conversaciones grabadas, nada
de frases para el bronce, que
para eso están sus poemas,
insuperables en su capacidad de
hacernos vivir el asombro. Estar
con ella un rato será suficiente,
poder mirarla a los ojos,
entendernos con gestos, no
interrumpirla, no exigirle nada,
apenas unos minutos de su
tiempo. Tal vez decirle al
traductor que a lo mejor nos
acompaña, porque ella alguna
vez estudió español pero lo
olvidó completamente, que su
poema sobre un gato en un piso
vacío es demasiado bello, y que
su literatura mejora mi vida, y
que eso quería agradecérselo
cara a cara.
Lo de ir a Polonia a conocerla lo
dije una vez en el invierno, y
una amiga que estaba ahí
escuchando me contestó de
inmediato: "Anda a Polonia.
Hazlo. Conócela. Cumple tu
sueño". Y yo me reí, y
tontamente hice un gesto como
de ya, deja de bromear, cómo
voy a hacer eso. Y el tema
quedó ahí. Hasta que una y otra
vez volví sobre su literatura. En
"Fotografía del 11 de
septiembre", poema que escribió
después de ver la imagen
congelada de hombres cayendo
desde las Torres Gemelas en
Nueva York, escribe: "Sólo dos
cosas puedo hacer por ellos: /
describir ese vuelo / y no decir
la última palabra".
Ahora que el año termina, un
impulso extraño me empuja a
querer cumplir el sueño de ir a
Polonia. ¿Por qué no? Yo no
quiero ir nunca a Disneylandia
ni dar la vuelta al mundo ni
mirar el Gran Cañón del
Colorado ni las pirámides ni
hacer el camino de Santiago de
Compostela. Yo quiero ir a
Polonia a decirle a Szymborska
que la quiero mucho, y que tal
vez un día escriba un libro que
no sé aún cómo se llama sobre
algunos polacos en los cuales
quisiera detenerme un
momento. Chopin, por ejemplo.
Al que escucho unos cincuenta
o sesenta días al año. Lo
escucho mucho más que a la
mayoría de los que me rodean.
O el fotógrafo Bob Borowicz,
muerto hace poco, un
sobreviviente de la Segunda
Guerra Mundial con un ojo
privilegiado para ver y retratar.
Años atrás estuve muy cerca de
concretar un viaje a Varsovia
para sostener conversaciones
con Ryszard Kapuscinski, aquel
periodista y escritor polaco del
que hoy tanto se comenta la
vendidísima y polémica
biografía de su vida, en vez de
concentrarnos en lo mejor que
dejó antes de morir: sus libros,
sus viajes, sus personajes,
aquellos apuntes y fragmentos
que reunió en decenas de
libretas.
De Polonia era Kapuscinski, de
Polonia es Wislawa
Szymborska y el poeta Czeslaw
Milosz, autor de uno de los
libros más inspiradores que
haya leído: Abecedario. En él,
Milosz recorre de la a hasta la
zeta aquellos nombres y
palabras que forman el
diccionario de su vida. Es una
forma original y precisa de
escribir unas memorias
desprendidas del yo y
conectadas con las ideas y las
personas que no quieres que
desaparezcan tan fácilmente de
la Tierra: "A veces se hicieron
famosos por algo, aparecen en
las enciclopedias, sin embargo
son más los olvidados que sólo
pueden servirse de mí, del latido
de mi sangre, de la mano que
sostiene la pluma, para volver,
por un momento, al mundo de
los vivos".
Jueves 06 de enero de 2011
Ballesteros
Tiene un apellido de carácter:
Ballesteros. Como ese estafador
extraordinario, ¿lo recuerdan?:
el español Jaime Ballesteros,
que cuando cayó preso en los
años noventa, después de haber
embaucado a medio mundo,
felicitó a sus captores por
finalmente atraparlo. El deseo
de estafar, de engañar, es más
fuerte que mi voluntad de
impedirlo, dijo esa vez, o algo
así. El Ballesteros del que
hablaré en estas líneas es lo
contrario de un estafador: es un
librero de Santiago cuyo
pequeño local en Providencia
brilla como una gema, en uno de
esos pasajes que quedan entre el
restaurant El Parrón y las Torres
de Tajamar. Mi amigo Beto
venía diciéndome hace tiempo
que lo acompañara a donde
Ballesteros. Beto ha adquirido la
costumbre de ir por lo bajo una
vez a la semana. Escuchan
tango, toman café de grano,
revisan las novedades, y, si hay
ganas, Ballesteros le ve las
cartas del Tarot a Beto. En días
de semana, la librería de
Ballesteros abre como a las doce
y cierra como a las ocho de la
noche. No tiene por qué ser
siempre igual. A una hora
cercana a las tres, Ballesteros le
pone candado al local y va a
almorzar. Ni siquiera en tiempos
de Navidad la rutina es
demasiado diferente: Ballesteros
no cede a la ansiedad y lee,
conversa con sus amigos-
clientes, sale a pagar cuentas,
escucha música, toma café y
recuerda cuando José Donoso
iba a verlo y se sentaba en el
mismo piso en que estoy yo
ahora. Ballesteros a veces va a
clases de yoga a luca. Le hace
bien, dice. Vamos con Beto a
verlo un jueves a mediodía.
Ballesteros acaba de llegar. Es
un hombre bajo, canoso,
risueño, cordial, de mirada
penetrante desde sus ojos claros.
Un apretón de manos basta para
entablar conversación.
Ballesteros es un viejo librero
de verdad. Lo reconozco en el
modo en que se refiere a los
autores. Nos rodean libros y
cajas metálicas antiguas, de
galletas, caramelos, té, sémola.
Autos de juguete, ejemplares de
la revista El Peneca y Ecran
como las que comerció durante
años en un local que tuvo en el
Bío-Bío antes de que el Persa se
viniera abajo, como dice que
ocurrió. Distingo de inmediato
en uno de los anaqueles los
cuatro tomos de las Obras
completas de Stefan Zweig
editadas por Aguilar, tapas de
cuero flexible. Lo estaba
buscando desde hacía mucho:
un tomo de novelas, dos de
biografías y uno de memorias.
Le digo que me los aparte, que
cuando reúna un poco de dinero
vendré por ellos. Me cobra un
precio de amigo. Ballesteros
prepara café y nos hace
escuchar al Polaco Goyeneche,
acompañado de la orquesta del
gran Pichuco, de Aníbal Troilo.
El tiempo se detiene. Entra
gente a consultar títulos y
precios. Una niña junto a su
padre consigue por mil pesos
unos cuentos infantiles, ella los
quiere para Navidad, y
Ballesteros se da cuenta de la
diferencia que supone para ese
padre pagar mil pesos en vez de
los dos mil que marcaba la
etiqueta. Estar aquí no es estar
en Santiago, le ha dicho más de
una vez Ballesteros a Beto. Yo
no sé si estoy de acuerdo con él,
yo creo que sí estamos en
Santiago, sólo que se trata de la
capital de Ballesteros, planeta
donde la voz rasposa de
Goyeneche nos envuelve. Un
ojo clínico para detectar perlitas
me dice que entre los miles de
libros que tengo enfrente hay
una edición de tapa dura de A
sangre fría, de Truman Capote.
Miro la etiqueta: cuatro lucas.
Muchos de los libros están
forrados en plástico para
protegerse del polvo y el olvido.
Reviso los precios uno a uno,
para hacerme una idea. Casi
puras ofertas, gangas que nos
invitan a venir nuevamente a
revisar las estanterías, con
tiempo, porque no se debe ir a
las librerías sin el mínimo
tiempo necesario para recorrer a
escala humana los lomos de
esos volúmenes que tal vez nos
esperan desde hace años.
Aunque sé que más pronto que
tarde iré donde Ballesteros de la
manera en que va Beto: a
escuchar música, a preguntarle
algo a las cartas del Tarot, a
saber un poco más de un autor
que nos persigue, a beber buen
café y ver pasar las horas. Doy
con un manual de Alone muy
gracioso, Aprender a escribir:
“Hay que cuidarse de los libros
como de las personas, no
entregar su amistad a cualquiera
ni permitirles a todos que
invadan nuestra soledad”. Suena
el teléfono. Escucharlo es como
estar en una casa de hace
cuarenta años. El aparato es
antiguo, negro, de los que se
disca introduciendo el dedo
índice en un orificio con el
número respectivo y girando
hasta topar. Ballesteros contesta,
y nosotros con Beto nos
quedamos un momento
suspendidos, escuchando al
Polaco Goyeneche y a este viejo
librero que le dice a un amigo
que lo llamará más tarde,
porque ahora está ocupado con
otros amigos que lo vinieron a
ver. El tiempo no envejece de
prisa en la librería de
Ballesteros.

Viernes 14 de enero de 2011


Aquí se construye
Anoche nos reunimos un grupo
de ciudadanos a ver la película
documental Aquí se construye,
de Ignacio Agüero. Para hacerla
completa, invitamos a la sesión
al propio realizador, que aceptó
encantado y nos acompañó
antes y después de la
exhibición. El documental dura
75 minutos, pero pareciera que
pasan tres horas de comienzo a
fin: el espesor de sus imágenes,
el valor de lo hallado en los casi
tres años de filmación, entre
1997 y 2000, la calidad del
montaje y la banda sonora
expresan con elocuencia la
paciencia de un artista que
batalló con un cerro de
materiales para darle forma
definitiva a lo mirado durante
todo el tiempo en que la película
vivió dentro suyo. Le
preguntamos por el germen de
Aquí se construye, y la
respuesta fue doméstica,
hablaba de estar atento a lo que
se cruza frente a nuestros ojos y
solemos desatender por
cotidiano: el autor bajaba
diariamente desde El Arrayán
hasta Providencia en auto a
dejar a un hijo al colegio, y
advertía en el camino que la
ciudad, su ciudad, las fachadas,
las calles, las casas y los
edificios cambiaban a una
velocidad impresionante, la
mutación era tan veloz que no
se alcanzaba a retener imágenes
de lo anterior, de lo antiguo,
porque esas imágenes remotas
que ya no se podían recordar
eran barridas por una
maquinaria de demolición y de
construcción que levantaba una
nueva ciudad, de otros colores y
formas, simplemente distinta.
De tanto ver en el camino, a
Ignacio Agüero le pareció que
había una película posible, y así
fue como comenzó Aquí se
construye: registrando con una
cámara decenas de demoliciones
a barrios residenciales
completos, cuyas casas añosas
eran echadas abajo y
reemplazadas por edificios y
condominios. Me detengo en la
paciencia del realizador. Me
detengo en la virtud de la
paciencia para sostener la
mirada todo el tiempo que sea
necesario. Inevitablemente, si
nuestra disposición es a mirar, y
cuando se mira también se
escucha, y cuando se escucha se
oye dos veces, lo que suena
frente a nosotros y lo que
resuena dentro nuestro; decía
entonces que si nuestra
disposición es a mirar,
tendremos la oportunidad cierta
de realizar hallazgos en el
camino, perlitas en bruto que
domesticadas en parte por la
emoción y la razón formarán
parte de nuestro nuevo equipaje.
Es con ese equipaje que se
hacen las películas, que se
escriben los libros, que se
enseña a unos niños en una
escuela apartada por el gusto del
profesor de permanecer en
contacto con otros planetas
vivos. Agüero cultiva la
paciencia y va encontrando: un
muro que divide a una casa
tradicional de Providencia de un
nuevo modo de habitar la
comuna, una familia de
descendientes de alemanes que
resiste en una casa isla en medio
de nuevas torres en
construcción, rodeados de
bichos y animales y plantas y
árboles y musgo y humedad de
verdad, no como la madera de
mentira que parece húmeda y
que piensan los arquitectos y
constructores colocar en el
edificio que construyen en el
sitio de al lado. El tiempo
transcurre y pasan cosas: el
profesor de ciencias que habita
esta casa isla en venta es
operado con éxito del corazón,
su madre enferma de cáncer y
muere, la reja de toda la vida no
resiste en pie y debe ser
reemplazada, nace una camada
de perros salchicha. La cámara
omnipresente no juzga, mira.
No pierde tiempo en discursos
preconcebidos. Dibuja un nuevo
discurso, inesperado incluso
para el propio realizador. Me
detengo en la disposición de
Agüero para dejarse sorprender
durante la realización. Agüero
nos dice que quiere mucho a
esta película y que una de las
cosas que más le gusta de ella es
que, durante todo el tiempo en
que la estuvo pensando, sintió
que Aquí se construye era su
primera película y que no debía
obedecer a fórmula alguna. En
rigor, Aquí se construye era
como su quinta o sexta película,
pero él la trataba del único
modo en que se hace con el arte:
como la única que cuenta y la
más importante. ¿Hay una
película más importante que
aquella en la que estás metido
con el agua al cogote y el barro
en los pies en el mismo
momento en que la estás
realizando? Agüero se siente
satisfecho de lo que hizo, pero
entiende que aquella película
está terminada al menos de su
parte y que el trabajo con ella le
corresponde ahora a sus
espectadores. No le quita el
sueño que sean muchos o pocos.
No lo dice, pero probablemente
lo que más le gustaría es que
esos espectadores se
conmovieran viendo Aquí se
construye y pensaran en sus
propias demoliciones. Es lo que
nos ocurre viéndola. Casi todos
los que vivimos en esta ciudad
llevamos a cuestas alguna
demolición: la casa que
habitamos cuando niños, el
patio de nuestros abuelos, la
calle en que jugamos a la pelota,
el almacén de la esquina donde
íbamos a comprar helados, el
colegio al que fuimos, los
amigos y amores y familiares
que están enterrados debajo de
los escombros de la memoria.

Jueves 20 de enero de 2011


Manual del distraído
Tengo cerca de cincuenta años.
He vivido algo, puede decirse.
En el conjunto de la historia de
la humanidad, no soy más que
una muestra microscópica de
polvo, si es que. Pero visto en
forma aislada y con
detenimiento, soy algo más,
igual que cualquiera de
nosotros: un planeta pequeño
con nombre propio, un día y una
hora de nacimiento, un tiempo
de existencia, una fecha de
expiración que no puedo ni
quiero anticipar.
El tiempo envejece sin prisa y
sin pausa, y mientras transcurre
verifico cómo se van diluyendo
mis ambiciones remotas.
Empiezo a vivir cada vez más
distraído. Anhelo días
distraídos, sin propósitos claros,
nítidos. Una leve idea en el
horizonte es más que suficiente;
un destello, la aparición fugaz
de una emoción que me
recuerde que no estoy
completamente dormido.
El otro día, en el rito cada vez
más relevante del café
conversado en un boliche con la
Solcita al arrancar la mañana, le
decía cómo me gustan los días a
los cuales llamo en esta página
distraídos. Aquellas jornadas en
que no hay un objetivo que
cumplir, y donde no habría nada
que hacer necesariamente. Yo
quiero que mi vida sea
decorosa, idealmente digna, no
demasiado activa; no aspiro a
más. Yo quiero días distraídos.
No aspiro a la felicidad total, ni
al desasosiego permanente, ni al
libro estelar, ni a la absurda
trascendencia, mucho menos al
éxito o el fracaso, dicotomía
perversa que nos convierte en
unas máquinas aborrecibles. Si
he de angustiarme en un
momento, quiero encontrar
puertas de escape en el fondo de
mí mismo. ¿Pedir ayuda? Por
supuesto. Si tengo la dicha de
disfrutar, quiero encontrar cómo
y a quién agradecérselo.
¿Carecer de objetivos claros en
la vida me convierte en un
pusilánime? ¿O esta carencia es
una manera de mitigar el vacío
que nos acompaña cuando
tenemos conciencia de sabernos
derrotados pero aún vivos?
Con un amigo discurríamos el
otro día cuáles serían nuestras
diez palabras favoritas. O las
más bellas y sugerentes.
Alcanzamos a nombrar cuatro o
cinco en las dos horas que
estuvimos juntos: libertad,
miedo, amor, furia, belleza.
Ahora que lo pienso, agregaría
correspondencia, contradicción,
caos, sol, lluvia, tierra, aire,
fuego, ocio, y dentro del ocio la
palabra distraído.
Entre mis libros favoritos, hay
uno de Alejandro Rossi que se
llama Manual del distraído. La
sola presencia de la palabra
distraído en el título enaltece al
libro. Como advierte el propio
Rossi en la primera página, no
hay limitaciones de género en
él, lo que lo convierte de paso
en el libro ideal o perfecto:
“Ensayos canónicos y ensayos
que se parecen a una narración,
narraciones ensayísticas y
narraciones cuyo único afán es
contar una pequeña historia.
Reflexiones brevísimas,
confesiones rápidas y recuerdos.
Un libro que huye de los rigores
didácticos y que fervorosamente
cree en los sustantivos, en los
verbos y en los ritmos de las
frases. Un libro que expresa mi
gusto por el juego, por la moral,
por la amistad y, sobre todo, por
la literatura”. Con una solicitud
final al lector, que también
podría ser una súplica, y que es
el deseo de cualquier escritor
verdadero: “Léelo, si es posible,
como yo lo escribí: sin planes,
sin pretensiones cósmicas, con
amor al detalle”.
El amor al detalle que menciona
Rossi ayuda a entender la
distracción de la que hablo.
Detalles que hacen la diferencia
entre un día aplanado por las
horas y el calor y las
obligaciones que nos imponen,
y un día en que distraídamente
nos encontramos en la puerta
del ascensor con una joven
doctora en filosofía a la que
nunca antes habíamos visto y
con la que inmediatamente
intercambiamos libros.
Este párrafo pensaba seguir
reflexionando sobre el amor al
detalle, cuando un amigo me
acaba de enviar un correo desde
Montevideo con el video de la
canción Amigo lindo del alma,
de Eduardo Mateo. Escucho
ahora mismo esta versión
interpretada por Rubén Rada,
Hugo Fattoruso y Jaime Roos y
me conecto con mi amigo lindo
del alma que está en
Montevideo, y que estará allí
todo el verano, hasta fines de
marzo, cumpliendo el sueño de
vivir tres meses en Uruguay,
distraídamente. Mi amigo lindo
del alma no tiene aún ni treinta
años, ha vivido todavía menos
que yo, es otra muestra
microscópica de polvo en la
historia de la humanidad, y sin
embargo cómo pesa en la vida
mía de todos los días.
Pesa sin pesar, no se convierte
en una carga. Él tal vez lo sabe,
aunque no se lo he dicho
expresamente, pero su amistad
—que no tiene un rumbo, pero
que está ahí, al alcance de uno,
¿hay otra medida posible para la
amistad— es un soplo de viento
fresco, una brisa en medio del
calor del verano, un motivo para
figurar entre las mejores
palabras de la vida que apunto
esta mañana, distraídamente.

Jueves 27 de enero de 2011


Las cosas nuevas
Lo vi desde lejos,
inconfundible: yo venía
caminando desde la calle
Valparaíso, y al avanzar por el
costado de la plaza de Viña,
donde se estacionan las
victorias, alcancé a divisarlo en
la escalera del frontis del Teatro
Municipal. Por fin conocería
personalmente a Ennio Moltedo,
el poeta. Alto, delgado, de
lentes: tal como él se había
descrito la vez que hablamos
por teléfono. Impecable
chaqueta blanca, pantalones
café claro, zapatos de gamuza
casi del mismo color, pañuelo
de seda en el cuello a pesar del
calor inminente. Quería
conocerlo desde que comencé a
leer sus libros, un par de años
atrás. Su poesía original y
escrita toda la vida cerca del
mar, la mirada crítica, corrosiva,
sensible, a ratos humorística,
despreciadora del mercado,
enjuiciadora de las últimas
demoliciones y las nuevas
construcciones, por momentos
de una delicadeza fuera de serie,
me cautivaron inmediatamente:
“Poeta. Te has quedado sin
nombre. Era bello el primero,
ese que apenas te atrevías a
escribir, grande, bajo la
lámpara. Soñaste tanto para
alcanzarlo, que alguien, en voz
baja y después de medir tus
corolas, te lo susurró con
cuidado. Hermoso bautizo
tardío (…) Pero insistes. Cada
noche te inclinas bajo la misma
lámpara”. El primer libro de
Ennio Moltedo que tuve en mis
manos fue Día a día. Un amigo,
dueño de librería en los años
noventa, me llamó por teléfono
un par de años atrás para
decirme que había unas cajas
con libros en su casa que iba a
botar a la basura. En la pesquisa
encontré dos perlas que ahora
brillan en mi biblioteca: Sobre
cosas que me han pasado, de
Marcelo Matthey, y el mentado
Día a día de Moltedo, que
empieza así: “Día a día crece
sobre mi espalda que me sigue y
me espera, que nunca olvido,
que hace las veces de almohada
y sueño, de bosque, palacio o
río, donde guardo senderos
desde la primera a la última
revuelta del camino: marcas y
fechas: paseos, inviernos,
galerías por el cielo o bajo
tierra, paredes de hojas secas,
cantos de libros, de raíces y
láminas y retratos hundidos
donde emerge apoyada la
hermosa Lou. Todos ellos
repiten a destiempo palabras
que me vuelven a la memoria y
que yo devuelvo a mi saco, con
amor, para poder vivir”. Me
lleva Ennio a almorzar a un
restaurante autoservicio en un
supermercado de la calle
Valparaíso. Pedimos pollo
asado. Ennio había presentado
la noche anterior su último
libro, Las cosas nuevas. El
dibujo colorido de la portada lo
hizo él mismo en 1990 sobre el
cartón de una caja de fósforos.
Me extiende un ejemplar de
regalo. Abro y leo: “No te
acerques a palacio. Desde allí
ninguna señal de paz es válida.
Ninguna esperanza coincidirá
contigo. Ese lugar de acción y
futuro te parecerá vacío”. Leo,
leo, vuelvo a leer, hasta hoy,
hasta esta mañana en que
escribo, cuando el almuerzo con
Ennio, el café posterior en el
Samoiedo, la visita a la librería
Altazor y la despedida en una de
las esquinas de la plaza son
recuerdos de una textura similar
a aquellos que Moltedo emplea
en sus párrafos: “Los años
acumulan el recuerdo de los
muertos. ¿Por qué siempre tocan
el timbre cuando es de noche?”.
Justo antes de despedirnos,
Moltedo comenta que a esa
hora, las tres o cuatro de la
tarde, la carretera a Santiago
debe estar despejada, aunque
seguramente con bastante calor.
Le digo que mientras tenga
energía, ir a Viña a encontrarme
con él y volverme unas horas
después será un gusto y un
privilegio.Menciono la palabra
energía y Ennio apunta: “Dicen
que sólo somos eso: un rayo de
energía”. Habla bajo, Ennio. La
suya es una voz de café más que
de bar, siguiendo la
nomenclatura de Carlos León, el
hombre de Playa Ancha que
fuera buen amigo de Moltedo.
Una vez Moltedo visitó a León
en su oficina de la Caja de
Empleados Particulares, y
mientras estuvieron reunidos
entraba a cada rato una
secretaria más o menos
agraciada a sacar papeles de
unos kárdex. “Permiso”, decía,
hacía lo suyo y se marchaba
rápido. Después de entrar tres o
cuatro veces, Carlos León le
preguntó a Moltedo: “¿Tú te has
acostado con esta
mujer?”.Moltedo se sorprendió:
“¿Por qué me preguntas eso?”.
“Es que aquí, al menos, ella se
ha acostado con todos los
hombres que trabajan en la
Caja”. Acordamos publicar en
2011 su libro Concreto azul,
escrito hace más de cuarenta
años. Será probablemente el
comienzo de la impresión lenta
y sostenida, año a año, de todos
sus libros, de modo que sus
escritos tengan la posibilidad
real de encontrarse con sus
inciertos lectores. Yo soy uno
más de ellos: “Amor, te espero
con la rara costumbre de
algunos insectos; te espero en la
demarcación del bosque, entre
las cañas oscuras, allí donde
habré dejado una señal de
fuertes ondas, que tus sensibles
antenas reconocerán de golpe y
que tu fuerza ya no podrá
eludir”.

Jueves 03 de febrero de 2011


Febrero
¿Es de Domenico Modugno esa
canción en que manda al diablo
a medio mundo en la oficina y
dice que el jefe trabaje sólo él?
Así se pone uno cuando está
hasta más arriba del paracaídas
de trabajar y sueña con la
rebelión del ocio. Así estoy yo,
escribiendo estas líneas antes de
irme mañana de vacaciones a
perderme en el sur: fatigado del
cumplimiento del deber, ávido
de irresponsabilidades, alérgico
al horario. Me voy. Y me
gustaría decir que no sé cuándo
vuelvo a Santiago. Pero es
mentira que no sé cuándo
vuelvo. Vuelvo por ahí por el 20
de febrero, porque el 21 debo
estar al pie del cañón, como se
señala en el contrato de trabajo
que firmé con la radio. Uf.
Vacaciones con fecha de
expiración, como prácticamente
todos los mortales que cobran
mes a mes para vivir. El mejor
momento, el de mayor ilusión,
es éste, cuando los cartuchos no
se han quemado. La perspectiva,
en mi caso, es fantástica, no me
quejo: estaré sin internet, sin
televisión, sin radio, sin señal de
celular, cerca de un volcán, a
pocos metros de una playa
solitaria, junto a unos castaños y
la correspondiente cancha de
campo donde se juega fútbol
desde las siete de la tarde hasta
que se acaba la luz y no se ve la
pelota. Llevo seis libros aparte
del que estoy leyendo: Los
anillos de Saturno, de Sebald;
Blanco nocturno, de Piglia; Esto
parece el paraíso, de John
Cheever; Una letra femenina
azul pálido, de Franz Werfel;
Soy un gato, de Natsume
Sóseki, y La librería, de
Penélope Fitzgerald. Lo siento
por los que están de regreso en
sus puestos de combate, en un
sitio al que tal vez odian, bien
dispuestos a seguir siendo
estrujados por el sistema,
después de haber gozado una,
dos, tres semanas de vacaciones.
Un amigo entrevistó hace como
diez años a un canadiense que
vendía lavadoras en un mall de
Quebec: el hombre un santo día
se cabreó de la vida que llevaba,
renunció y se largó a caminar.
Desde entonces camina por el
mundo y da vueltas en redondo
por los cinco continentes. No
tiene jefe. No tiene ruta
preconcebida. Es un solitario
empedernido. Siempre he
entendido lo suyo como un
alegato, un soplo de
indignación, un gesto de
rebeldía. Como Robert Walser,
el escritor suizo que se internó
voluntariamente un día en un
manicomio porque el mundo
común de los mortales no le
parecía un buen sitio para vivir,
le parecía una locura. Como el
narrador de la canción de
Modugno, que también se
rebela, que representa a los que
quieren librarse de la opresión
de las ocho o las diez o las doce
horas diarias a cambio de un
sueldo. Pero Modugno no canta
el probable final trágico de la
historia. Cuando escucho esta
canción, me acuerdo de ese
personaje de La tregua al que
hacen creer sus compañeros de
oficina que se ganó la Polla Gol
y que es un nuevo millonario.
Todo se trata de una broma
macabra articulada por sus
colegas: el empleado manda al
carajo a su jefe, les grita a sus
compañeros que ya nunca más
tendrá que trabajar, y luego,
cuando se entera de que todo ha
sido una jugarreta, es despedido
y acaba solo y desempleado, a
punto de pegarse un tiro en la
cabeza. Los que juegan a la
lotería, el kino y el loto están en
eso: buscando un golpe de
suerte que suponga que no
volverán a trabajarle un peso
forzado a nadie. Aquella
fórmula provoca sucesivas
frustraciones y en vez de aliviar,
agrava la causa. Mejor inventar
una manera en que se pueda
consumir menos, desacelerar la
máquina y vivir el inmenso
placer del ocio. Estoy leyendo
un libro que comentaré con más
detalle la próxima semana, en
mi diario de lectura del verano:
El fin es mi principio, de
Tiziano Terzani, donde están
registradas las conversaciones
sostenidas con su hijo Folco
después de que se entera que le
quedan pocos meses de vida.
Terzani aboga incluso, en una
actitud completamente zen, por
desterrar al deseo de su mundo:
“El deseo es un gran acicate, no
lo niego. Es importante y ha
determinado la historia de la
humanidad. Pero, si te fijas
bien, ¿qué son esos deseos, esos
deseos de los que no escapas
nunca? Especialmente hoy, en
nuestra sociedad, que sólo nos
empuja a desear y a escoger de
entre todos los deseos sólo los
más banales, los materiales, los
de supermercado. El verdadero
deseo, si se quiere tener uno, es
el de ser uno mismo. Lo único
que uno puede desear es dejar
de tener elección, porque la
verdadera elección no es la que
se hace entre dos dentífricos,
entre dos mujeres o entre dos
coches. La verdadera elección
es la de ser tú mismo”. Un
asunto para desarrollar en
vacaciones, qué mejor.

Jueves 10 de febrero de 2011


Diario de lectura (1)
No hay un gramo de viento esta
mañana. Amanece sin sol. Hace
un poco de frío. Puerto Fonck
duerme. Las nubes anuncian
chubascos. El gallo de la casa de
la María canta metódicamente.
Un chucao y otros pájaros que
no alcanzo a reconocer
participan en la orquesta
matinal. El lago Llanquihue es
hoy una taza de leche.
Correr, de Jean Echenoz. Algo
así como la vida del atleta checo
Emil Zátopek, pero mucho
mejor que eso. No es aquella
biografía agotadora, abundante
en detalles nimios, sino un libro
breve, de 140 páginas, preciso y
perfecto en su construcción. Un
amigo me contó un día que leyó
a Echenoz decir que escribía sus
libros varias veces. Y que la
primera versión la borraba
íntegra antes de escribir la
segunda, que también borraba
completamente antes de escribir
la tercera, que tal vez ya
empezaba a gustarle a pesar de
lo cual igual la eliminaba, para
escribir la cuarta versión ahora
sí definitiva. Si esto es verdad,
en Correr la jugada es maestra,
porque el narrador escoge los
materiales esenciales y deja en
uno, lector, la sensación de que
metabolizó a tal punto la
historia que sabe perfectamente
qué elegir y qué ir dejando fuera
para contar esta vida, la de un
corredor de larga distancia que
sin tener mucha idea de sus
condiciones naturales un día
descubrió el gusto por la
carrera, y en un breve lapso se
entreveró entre los mejores del
mundo, para beneplácito del
régimen comunista que supo
administrar la propaganda del
éxito deportivo y a la vez limitar
sus movimientos fuera de la
órbita soviética. Paralelamente a
su evolución como fondista de
marca mundial que obtiene
medallas de oro en los juegos
olímpicos, Zátopek sufre los
patéticos límites de una
Checoslovaquia que intenta
liberarse y es intervenida aún
con más violencia por los rusos
en 1968. Cuando Emil Zátopek
deja de ser la estrella de
exportación de los comunistas
checos, la oportunidad de
humillarlo está a la vuelta de la
esquina.
Los anillos de Saturno, de W.
G. Sebald. Un viaje a pie y en
bus con apenas una mochila
pequeña por la costa este de
Inglaterra que debemos ir
leyendo lentamente, con el
ánimo de acompañar al autor en
sus cavilaciones y digresiones
hechas al andar. Un viaje que
documenta y obliga a pensar:
“Y sin embargo, decía Thomas
Browne, cada conocimiento está
rodeado de una oscuridad
impenetrable. Lo que
percibimos son únicamente
luces aisladas en el abismo de la
ignorancia, en el edificio de un
mundo traspasado por profundas
sombras. Estudiamos el orden
de las cosas, pero lo que está
esbozado en este orden, dice
Browne, no lo concebimos. Por
eso no podemos escribir nuestra
filosofía más que en pequeñas
letras, en las abreviaturas y los
taquigramas de la naturaleza
transitoria, sobre los que
únicamente asoma un destello
de eternidad”. Lectura perfecta
para los que no quieran acción y
suspenso, sino el ojo puesto al
servicio de la descripción
morosa y detallada de una
naturaleza que salta a la vista y
acaba construyendo un estado
de ánimo: “Si bien es cierto que
los arriates y los macizos de
flores pudieron haber estado
antes más coloridos y mejor
cuidados, los árboles plantados
por Morton Peto colmaban
ahora el espacio sobre el jardín,
y los cedros, ya admirados por
los visitantes de aquel entonces,
constituían, entre tanto, mundos
enteros por sí mismos. Había
secoyas que superaban los
sesenta metros y extraños
sicomoros, cuyas ramas más
externas se habían hundido
sobre la hierba, y ahí donde
tocaban la tierra habían echado
raíces para florecer de nuevo en
perfecto círculo”. Perla de la
página 52: no recuerdo haber
leído antes descripción más
elocuente que la realizada por
Sebald de un menú siniestro
servido al único huésped (él
mismo) en el comedor del hotel
Victoria de Lowestoft, alguna
vez descrito por guías turísticas
como un hotel superior. Una
mujer asustada y que evitaba
mirar a los ojos puso enfrente
suyo “un pescado seguramente
enterrado en el congelador
desde hacía años y en cuya
coraza rebozada, chamuscada a
trozos en el grill, torcí los
dientes de mi tenedor”.
El fin es mi principio, de
Tiziano Terzani.
Conversaciones sostenidas entre
este periodista italiano y su hijo
Folco cuando el primero se
entera de que pronto va a morir
y le escribe una carta al
muchacho diciéndole que vaya a
verlo a Orsigna, que queda poco
tiempo: “¿Y si nos sentáramos
juntos una hora todos los días, y
tú me preguntases las cosas que
siempre has querido
preguntarme y yo hablara sin
trabas de todo lo que me parece
importante, desde la historia de
mi familia hasta la del gran
viaje de la vida?”. Un niño que
nace en un barrio popular de
Florencia, que como periodista
cubre grandes conflictos para
intentar entenderlos, Vietnam,
China, Camboya, la caída del
Muro de Berlín, y que enfermo
terminal acaba en su propio
Himalaya de Orsigna
conversando con su hijo Folco
si todo eso tuvo algún sentido,
junto a un letrero que cuelga en
la puerta de su casa: “No se
admiten visitas. Sin excepción”.

Jueves 17 de febrero de 2011


Diario de lectura (2)
La invasión de mosquitos en las
últimas noches anuncia la lluvia
que vendrá. Una brisa ligera
pone al lago en movimiento.
Hoy el gallo de la casa de la
María amaneció cansado y
prácticamente no canta. Tal vez
está triste. Seguiremos
llamándola así, la casa de la
María, aunque ella, María
Antonia Ortega Vargas, esté
enterrada desde el último
septiembre en el cementerio de
Puerto Fonck, junto al camino,
un kilómetro en dirección al
norte, en una tumba aún
colorida con girasoles y flores.
Sunset Park, de Paul Auster. El
protagonista, el que lleva la
acción, es Miles Heller, un
muchacho de poco menos de
treinta años que después de los
veinte decidió largarse de
Nueva York abandonando su
casa, la universidad y a sus
padres porque lo agobia una
culpa vinculada a la muerte de
Bobby, hijo de la nueva esposa
de su padre. La historia es
narrada en forma alternada por
los principales personajes: el
propio Miles, su padre, su
madre y sus compañeros en la
casa okupa a la que regresa en
Sunset Park, cuando necesita
salir de Florida porque una
hermana de su novia menor de
edad lo chantajea y amenaza. La
novia es Pilar Sánchez, una
cubana inteligente y lúcida, de
sólo diecisiete años. La historia
seduce no tanto por la relación
de hechos que van contando los
distintos personajes, sino por la
moral que sostiene a Miles,
quien comienza narrando
cuando trabaja “sacando la
basura” de aquellas casas que
han sido abandonadas por
deudores insolventes que no
pueden seguir pagando créditos
hipotecarios al banco, y donde
él complementa su faena
tomando fotografías de los
objetos que han sido dejados,
“libros, zapatos, cuadros al óleo,
pianos y tostadoras, muñecas,
juegos de té y calcetines sucios,
vestidos de fiesta y raquetas de
tenis, pistolas de silicona,
colchones descoloridos, fichas
de póker y hasta un canario
muerto que yace en el fondo de
su jaula”: “Cada casa es una
historia de fracaso y él se ha
propuesto documentar los
últimos y persistentes rastros de
esas vidas desperdigadas con
objeto de demostrar que las
familias desaparecidas
estuvieron allí una vez, que los
fantasmas de gente que nunca
verá ni conocerá siguen
presentes en los desechos
esparcidos por sus casas
vacías”. Como es habitual en la
literatura de Auster, la novela
ofrece atajos impensados, azares
imprevistos, una nueva vuelta
de tuerca al llegar a la esquina.
¿Se puede vivir calculando el
futuro? “¿Vale la pena tener
esperanza en el porvenir cuando
no hay futuro?”. La pregunta la
formula el propio Miles.
La historia del amor, de Nicole
Krauss. Apenas leí un capítulo,
el que va de la página 77 a la 87
y se llama “Perdóname”, así que
diré poco, además de las
enormes ganas que me dieron de
leer la novela completa. Se trata
de un libro no leído aún, pero sí
atisbado, lo que a veces cuenta
tanto como la acabada lectura.
El capítulo “Perdóname” narra
la historia de cómo un ejemplar
del libro llamado La historia del
amor, escrito en su momento
por Zvi Litvinoff, un polaco que
arrancando de los nazis vino a
dar a Valparaíso, da vueltas y
vueltas y termina siendo
adquirido en una librería de
viejos de Buenos Aires por un
joven llamado Daniel Singer,
padre de una de las
protagonistas del libro de
Krauss. La historia del libro La
historia del amor describe un
destino común: “De los dos mil
ejemplares que se imprimieron
de La historia del amor, algunos
fueron comprados y leídos;
muchos fueron comprados pero
no leídos; algunos se quedaron
en los escaparates de las
librerías, perdiendo el color y
sirviendo de pista de aterrizaje a
las moscas; algunos fueron
rebajados y muchos fueron
enviados a la compactadora de
papel, que los trituraría,
seccionando y desgarrando las
frases con sus cuchillas
giratorias, mezclados con otros
libros no leídos o no deseados”.
La librería, de Penelope
Fitzgerald. Es la historia de una
mujer mayor, Florence Green,
que decide instalar una librería
en un pueblo costero del este de
Inglaterra, Hardborough, donde
no había nada, ni tintorería, y
donde sólo se podía asistir a una
función de cine un sábado cada
quince días. Notable novela,
deliciosa. Divertida, irónica,
elegantemente británica,
describe la estupidez humana, la
envidia, el apego a formas
ridículas, la tontería, el
arribismo y entre medio la
sensatez de la protagonista,
dispuesta a iniciar una nueva
etapa de su vida ya madura con
un proyecto tan inusual como
montar una librería en una
casona vieja y abandonada
ocupada únicamente por un
fantasma que no cesa de trabajar
en sus ratos libres. Llevarle la
contraria a la vieja pituca del
pueblo, que quiere instalar un
centro cultural en la misma
casona donde Florence decidió
levantar su librería, y decidirse a
vender la provocadora novela
Lolita de Nabokov —estamos
hablando de 1959— fueron
razones suficientes para
declararle la guerra. El único
que se animó a defenderla fue el
señor Brundish, que le hizo
llegar una carta: “Me gustaría
desearle suerte. En tiempos de
mi bisabuelo había un librero
que, al parecer, tumbó a un
cliente con un libro cuando éste
se puso pesado. Desde ese día
hasta hoy, nadie ha tenido el
valor suficiente para vender
libros en Hardborough”.

Jueves 24 de febrero de 2011


Apuntes del verano
De lo vivido, leído y soñado en
estas vacaciones que ya
terminan, hay destellos —que
no sé si llamar de felicidad—
que permanecen en la borra del
café matinal. Los apunto en
cualquier orden. El amanecer.
Definitivamente, el momento
del día que más me gusta. Ser
testigo de un amanecer íntegro,
cuando habitualmente uno a esa
hora duerme, es como despertar
a la vida. Los sonidos del
amanecer más el modo en que la
oscuridad se va diluyendo, la
aparición del sol o las nubes, la
primera experiencia de frío o
calor, es casi siempre —al
menos para mí— un momento
estelar. Vi tres o cuatro
amaneceres este verano en el sur
de comienzo a fin. Y me
gustaría convertirlo en un hábito
durante el año. Me hace bien,
me llena de energía. Otros
correrán, algunos se subirán a
una máquina a hacer ejercicios,
habrá muchos que a esa hora
dormirán a pata suelta, hay
quienes ya viajarán al trabajo en
bus, en bicicleta, en auto o a pie.
Yo me contentaría con vivir el
amanecer. El fin es mi principio.
El libro en que Tiziano Terzani
conversa con su hijo Folco
avanza sin prisa y sin pausa.
Página 202: “Tiziano: Sólo
cuando llegó el momento de ir a
la universidad nos pareció que
necesitabais un poco de
educación formal. Pero mientras
estábamos en China, me parecía
mucho más interesante que
fuéramos todos a conocer el país
en bicicleta durante diez días
que haceros ir al colegio a
aprender matemáticas. ¡Eso
podías aprenderlo en otro
momento, cuando llovía! Folco:
En Estados Unidos, una vez fui
a la casa de un físico que había
ganado el Premio Nobel. Le
pregunté cómo había llegado a
ser mucho mejor que los demás.
¿Qué hiciste en la universidad
que fuera distinto? ¿Estudiaste
más? Y él contestó que no:
mientras los demás estudiaban
sin parar, yo me iba todos los
fines de semana a escalar una
montaña o a explorar el fondo
del mar. Así he aprendido las
cosas que me han hecho
distinto”. ¿En qué otro
momento del año mis hijos
viven cotidianamente sin
internet, sin televisión, sin sus
habituales amigos del colegio o
la universidad, sin comercio,
explorando un lago inmenso,
bañándose en él con naturalidad
a cualquier hora y con cualquier
clima, arrojándole piedras,
dibujando un volcán a su lado,
caminando sobre la arena,
conviviendo con los animales
domésticos del campo que
habitan, viendo cómo se pelean
los gatos, cómo los perros
marcan su territorio, cómo los
gansos descansan en la cancha
de fútbol cuando no hay partido,
preguntándose qué son las aguas
termales, qué es la arena
volcánica, cómo se hace para
conseguir astillas para prender
fuego los días de frío y lluvia,
cómo es el cementerio en que
está enterrada la María, nuestra
vecina querida, desde el último
septiembre? ¿Hay otro momento
del año que no sea de
vacaciones en que nuestra vida
se comporte de esta manera?
¿Cómo hacer para que el
espíritu exploratorio y natural
de esa vida sencilla que
llevamos durante menos de
veinte días se convierta en una
necesidad cotidiana y doméstica
el resto del tiempo? El humo del
asado. Mi amigo Julio Neme
invitó a un asado en su cabaña.
No hay mejor humo para asado
que el que fabrica Julio. Parece
distraído cuando prepara el
fuego. Uno ve los troncos que
va quemando y no sospecha que
de ese fuego tenue, de ese calor,
saldrá la mejor carne
imaginable, la más jugosa y la
más sabrosa. Él se toma todo el
tiempo del mundo y nadie lo
apura. Le pregunto cómo
aprendió, y él contesta que es
herencia de su padre, el Turco
Neme, de San Rafael, provincia
de Mendoza, famoso por ser el
mejor asador del pueblo. Para el
Turco, casi no había asunto más
serio que el humo del asado.
Estudiaba el viento, la calidad
de la madera, el olor que
desprendía mientras ardía, y la
carne se convertía en un tema de
segundo orden comparado con
el fuego y el humo. Dan ganas
de haber conocido al Turco, que
tuvo un restaurante, pero fundió
porque iban siempre sus amigos
y él no tenía corazón para
cobrarles la cuenta y los
invitaba a comer y a tomar, y
como cada vez eran menos los
que pagaban, claro, no hubo
modo de sostener la economía y
el boliche quebró. Los libros
que vienen. Cuando fui a revisar
el correo una vez por semana a
la Biblioteca Pública de Puerto
Octay, me encontré con
proyectos de libros que
reclamaban el derecho a ser
revisados y evaluados por el
nuevo sello que dirijo: una
escritora chilena radicada en
Estados Unidos anuncia el envío
de su nueva novela en marzo
porque le agrada la idea de
publicar en un sello
independiente y pequeño, un
abogado joven nos remite su
primer volumen de cuentos, un
escritor uruguayo nos hace
llegar en un sobre un ejemplar
de su libro Conversaciones con
Mario Levrero, autor querido
por la casa, para que
consideremos la posibilidad de
editarlo también en Chile.
Independiente de si finalmente
se publiquen o no, soñábamos
con eso: mover al lenguaje y a
la vida para que de ese viaje
fuera apareciendo la literatura
nuestra de cada día.

Sábado 5 de marzo de 2011


Las horas del día
El amigo de un amigo me envía
de regalo una película que
terminó el año pasado.
Acompaña al devedé una nota:
“Te mando Las horas del día, un
documental que registré junto al
músico Manuel García en el
Parque Juan XXIII, de Ñuñoa,
durante el último par de años.
Se trata de un día cualquiera en
ese parque, grabado con luz
natural, sonido directo y con las
canciones de García como hilo
conductor. Me gustaría
compartirlo contigo, siento que
te puede interesar como
exploración de un lugar de
Santiago, y como documento de
un momento determinado en la
capital de estos días. Saludos,
Christian Ramírez”. En un
momento de paz, me siento a
ver Las horas del día.
Sencillísima en su factura, pero
al mismo tiempo seria y
aplicada, la sigo con atención y
agrado. No me despego de la
pantalla la hora y fracción que
dura. Efectivamente es
Santiago, y dentro de Santiago
un parque ñuñoíno que
experimenta el transcurso del
tiempo de la mañana a la noche;
las horas del día, el aseo, los
jardineros, los pájaros, el recreo,
la luz en los árboles, un espacio
intervenido (también podría
decirse ocupado) por un
cantante que comienza
interpretando sus temas en
solitario y acaba sumando a una
banda completa para construir
un relato donde la música es
fundamental para marcar el
ritmo de la película. Pero el
director, además, construye con
el audio una historia paralela a
la de las canciones, en la que
hay desde el sonido de una
fuente de soda a la hora de
almuerzo hasta un público
invisible que celebra las
canciones de García y los
músicos que lo acompañan. Ver
y disfrutar la película me hace
reparar en cómo se tejen las
redes humanas. Christian
Ramírez leyó una crónica en la
que yo celebraba la película
Aquí se construye, de Ignacio
Agüero, y pensó que si había
valorado ese documental, podría
estar interesado en su película
del parque y las canciones de
García. Por eso me mandó el
devedé con la nota, en la que
además me sugería que viera
otro documental de Agüero, La
mamá de mi abuela le contó a
mi abuela, “probablemente una
de las películas en español más
hermosas que haya visto”.
Como hace poco le compré
todas sus películas a Agüero, al
día siguiente de ver Las horas
del día me senté a ver La mamá
de mi abuela le contó a mi
abuela, y volví a celebrar el
oficio del realizador, la calidad
del montaje, la sensibilidad y el
tono de una historia filmada en
el pueblo de Villa Alegre, donde
pareciera que el tiempo no
acabara de pasar
completamente, salvo cuando
comprobamos que las
generaciones jóvenes que viven
en el pueblo lo único que
anhelan es salir del colegio y
arrancar a perderse a cualquier
ciudad de Chile que —ellos
sueñan— les abrirá más y
mejores oportunidades de
surgir. Coincido con Ramírez:
bella película, bellísima.
Mientras la veo no dejo de
pensar en mi amigo Guillermo
Elgueta, que viene llegando de
Villa Alegre, a donde fue a
enterrar a su mamá, directora de
la escuela en su momento, que
unos pocos meses atrás partió a
su pueblo de toda la vida “a
morirse”, como contó Guillermo
cuando la fue a dejar un día en
que ella amaneció con la idea
fija de no vivir más con él en
Santiago y regresar a su tierra.
No dio ninguna explicación esa
vez: “Guillermo, quiero que me
vayas a dejar a Villa Alegre hoy
mismo. Me voy a la casa de tu
hermana”. La carroza negra
tirada con caballos con que
todavía se entierra a los muertos
en Villa Alegre, y que forma
parte de la película de Agüero,
fue la misma carroza en la que
llevaron a la mamá de
Guillermo al cementerio. Debo
regalarle cuanto antes a
Guillermo Elgueta el
documental La mamá de mi
abuela le contó a mi abuela. Las
redes, a veces, se van tejiendo
de un modo sutil e inesperado.
Otro amigo, Beto Medina, se va
a vivir a Puerto Varas y sus
amigos lo despedimos. Entre los
regalos -una fotografía hermosa
en blanco y negro tomada por
Armando Marín en Valparaíso,
una botella de vino gran reserva,
una mermelada casera de
frutillas- iba también un devedé
de Aquí se construye, la película
que motivó que Ramírez me
enviara la suya. Beto es un
magnífico realizador
audiovisual, y la filmografía de
Agüero debe ser parte de su
biblioteca esencial. Beto brinda
en la comida por el gusto de
haberse encontrado en la vida
con nosotros, y agradece que le
hagamos creer que el mundo es,
a veces, amable, que los demás
no son necesariamente
perversos y odiosos. Beto cree
que esa dosis de ingenuidad le
ayuda a vivir bien. Aunque se
trate de un sueño, es su propio
sueño. Fue justamente Beto
quien me presentó años atrás a
una amiga, Mané Zaldívar, que
cada vez que puede nos dice que
vivamos a la altura de nuestros
sueños. Ella, Mané, forma parte
de mi red, como Beto, como
Guillermo, como las películas
de Agüero y el documental de
Christian Ramírez, Las horas
del día.

Viernes 11 de marzo de 2011


Utilidad pública
Una amiga que es profesora de
castellano, un poco aturdida por
tener que leerles la cartilla del
año escolar a sus alumnos en el
primer día de clases, se reservó
para el final de la larga sesión
de bienvenida y acuartelamiento
un texto de Julio Ramón
Ribeyro, de sus Prosas
apátridas, que al menos dejó
pensando a varios de los
muchachos y muchachas de
cuarto medio que la escucharon:
“Entro a la cocina y veo a mi
mujer sumergida bajo
centenares de platos, tazas,
fuentes, ollas, copas, cubiertos,
coladores, espumaderas,
aparatos eléctricos, tratando de
limpiarlos y de ponerlos en
orden. Y me digo que no hay
nada peor que caer bajo la
dominación de los objetos. La
única manera de evitarlo es
poseyendo lo menos posible.
Toda adquisición es una
responsabilidad y por ello una
servidumbre. De ahí que ciertas
tribus recolectoras de Australia,
Nueva Guinea, Amazonia,
hayan decidido no poseer nada,
lo que, paradójicamente, no es
un signo de pobreza, sino de
riqueza. Eso les permite la
movilidad, la errancia, es decir,
lo que no tiene precio: la
libertad”.
Parece un texto de utilidad
pública. Especialmente si los
que escuchan el párrafo de
Ribeyro son jóvenes obligados a
pensar en qué van a hacer con
sus vidas cuando la cancha deje
de estar rayada con las normas y
convenciones del colegio. Se
supone que ellos empezarán a
escoger, entre otras cosas, una
manera de pararse en el mundo.
Por eso digo de utilidad pública.
Lo mismo que una columna que
publicó Héctor Aguilar Camín y
que esta mañana reprodujo
íntegramente Héctor Soto en sus
comentarios radiales. Yo sigo la
posta porque el texto me parece
buenísimo. El mexicano había
recibido de parte de una lectora
un resumen con los mejores
momentos de una entrevista
hecha por una cadena de
televisión a Warren Buffet, el
segundo hombre más rico del
mundo. Se trata, como
apreciarán ustedes, de un
ricachón lúcido y sabio, que
conoce al sistema capitalista
mejor que nadie, y que junto
con dar algunas pistas de cómo
comportarse en el mundo de los
negocios, aprovecha de
compartir un racimo de normas
elementales para vivir sin que el
sistema te estruje.
“Warren Buffet compró su
primera acción a los 11 años, y
lamenta haber empezado
demasiado tarde. Compró una
pequeña granja a los 14 años
con sus ahorros provenientes de
repartir periódicos. Todavía
vive en la misma pequeña casa
de tres cuartos en Omaha que
compró luego de casarse hace
50 años. Él dice que tiene todo
lo que necesita en esa casa. Su
casa no tiene ningún muro o
reja. Maneja su propio carro a
todas partes y no anda con
chofer o guardaespaldas. Nunca
viaja en jet privado, a pesar de
ser el dueño de la compañía de
jets privados más grande del
mundo. Su firma, Berkshire
Hathaway, es dueña de 63
compañías. Escribe sólo una
carta cada año a los gerentes de
estas compañías, dándole las
metas para el año. Nunca
convoca a reuniones o los llama
regularmente. Deben cumplir
dos reglas: 1. No perder nada
del dinero de sus accionistas. 2.
No olvidar la regla 1. No
socializa con la gente de la alta
sociedad. Su pasatiempo cuando
llega a casa es prepararse
palomitas de maíz y ver
televisión. No anda con celular
ni tiene una computadora en su
escritorio.
Su consejo para la gente joven:
aléjese de las tarjetas de crédito
e invierta en usted. Recuerde:
A. El dinero no crea al hombre,
sino que fue el hombre el que
creó el dinero.
B. La vida es tan simple como
usted la haga.
C. No haga lo que los otros
digan. Escúchelos, pero haga lo
que lo hace sentir mejor.
D. No se vaya por las marcas.
Póngase aquellas cosas en las
que se sienta cómodo.
E. No gaste su dinero en cosas
innecesarias. Gaste en aquellos
que de verdad lo necesitan.
F. Después de todo, es su vida.
¿Para qué darle la oportunidad a
otros de manejársela?
G. Si el dinero no sirve para
compartirlo con los demás,
entonces, ¿para qué sirve?
Ayude aunque no pueda
hacerlo. Siempre habrá
bendiciones para aquellos que
saben compartir.
H. No gaste el dinero que no
tiene. El crédito, los préstamos,
etcétera, fueron inventados por
la sociedad de consumo.
I. Antes de comprar algo,
piense: ¿qué me pasará si no lo
compro? Si la respuesta es
‘nada’, no lo compre; porque no
lo necesita”.
Buffet dicta sus apuntes desde la
tranquilidad y el lujo de no
mantener deudas financieras con
nadie. Nosotros escuchamos sus
indicaciones desde la
precariedad y el desasosiego de
sabernos deudores.
Precisamente por eso se trata de
un mensaje urgente, de utilidad
pública, parecido a donar sangre
o un riñón o un hígado o un
corazón a quien los necesita
para vivir.
No es necesario seguir todos los
consejos de Buffet al pie de la
letra. Debe haber pasatiempos
más creativos que prepararse
palomitas de maíz y ver
televisión. Aunque dudo que
este ricachón vea televisión
abierta.

Jueves 17 de marzo de 2011


Cierto modo de vivir
Un amigo viene hablándome
desde hace tiempo de un
economista alemán de apellido
Schumacher que escribió
muchos años atrás un libro —
según él, de extraordinaria
vigencia— llamado Small is
beautiful. Lo pequeño es
hermoso. Bello título, magnífica
idea. Le hago caso a mi amigo y
empiezo a investigar a Ernst
Schumacher. Primera
conclusión: mi amigo no fue
todo lo enfático que se
necesitaba: el alemán, que se
murió en 1977, es un sabio
humanista que debería ser ahora
mismo materia obligada de
estudio en colegios,
universidades y lugares de
trabajo. Es un economista que
propone un estudio sobre
economía donde importa la
gente. Qué subversivo, ¿no? En
un modelo donde la gente
pareciera obligada a colocarse
en los últimos escalones de
importancia frente al dios
supremo y omnipresente del
mercado y la rentabilidad
inmediata, Schumacher afirma
que el hombre es pequeño, y por
eso lo pequeño es hermoso. Que
el problema económico “no es
tanto de recursos y medios, sino
de mentalidades”. Que “si los
vicios humanos como la codicia
y la envidia se cultivan de
manera sistemática, el resultado
inevitable será entonces el
colapso de la inteligencia”.
Schumacher lo piensa y lo
divulga. Lo pequeño es
hermoso. Mirar los árboles y
aprenderse sus nombres para
tratarlos con todo el respeto que
merecen, bajar la vista hasta
encontrarnos con un libro que
nos agrada, abrazar a un amigo
o una amiga y hacerles sentir el
cariño que sientes por él o ella.
Reparar en la mirada —mientras
aún sea posible, mientras
respiremos bajo el mismo
cielo— de tu padre y tu madre.
Regalar un libro que te gusta.
Hay quienes no entienden que lo
pequeño es hermoso porque
alguien les dijo que debían
pensar en grande. Y como
piensan en grande no tienen
tiempo para detenerse en lo
pequeño. Ellos buscan
agrandarse en vez de achicarse.
Fusionarse con otro tiburón para
comerse al tercero y al cuarto y
al quinto de modo que ya no
haya que repartirse la cosecha
que idealmente podría alcanzar
para muchos más. Lo pequeño
es hermoso. Hablar de a dos y
no precisamente a los gritos, y
encontrar el alma del otro y en
ese momento también la propia,
es un privilegio al que me
propongo no renunciar. Es como
el título de esta página: se trata
de cultivar un cierto modo de
vivir. El café de la mañana, por
ejemplo, junto a mi esposa. Lo
venimos practicando más o
menos desde un año atrás. Cada
vez es más relevante este
momento de los dos. Son en
total cuarenta o cincuenta
minutos de un reloj normal,
pero valen oro y todo el tiempo
del mundo. Es una manera
serena y conversada de empezar
el día. Existimos nosotros dos
en esa mesa del café, y todos
aquellos a los que convocamos
con nuestra conversación y a
veces nuestros silencios. Es un
rito esencial. Mucho más que
una costumbre, sin duda. Nunca
sabemos sobre qué hablaremos.
No hay pauta. Es como esta
página: la habitan los temas que
orbitan los días y las horas en
que se escribe. Schumacher
sentía aprecio por la
inteligencia, la felicidad y el
humor. En Small is beautiful
escribió que “la sabiduría exige
una nueva orientación de la
ciencia y la tecnología hacia lo
orgánico, comedido, no
violento, elegante y bello”.
Despreció el trabajo en serie, y,
cosa extraordinaria en un
economista, reconoció la
existencia de un alma. No lo
decía para imponer un punto de
vista religioso, sino para validar
aquella dimensión espiritual que
nos empuja, entre otras cosas, a
valorar el arte y a leer lo que
Schumacher tenga para decirnos
en un momento crítico. Anoche,
tarde, vi un poco de televisión,
noticias, para ser preciso, y la
más relevante de ella no era la
derrota feroz que significa que
en Libia se estén matando unos
con otros, sino el alza del precio
de la bencina que provoca el
conflicto y las colas
kilométricas en las estaciones de
servicio de ciudadanos
desesperados, cansados y sin
embargo dispuestos a estar dos
y hasta tres horas haciendo fila
en sus autos para ahorrar mil
doscientos pesos por llenar el
estanque. Mil doscientos pesos:
el precio de un café cortado
como el que nos tomamos todas
las mañanas con mi mujer.
Distintos modos de pensar y de
vivir.

Viernes 25 de marzo de 2011


Garfield
A Garfield lo encontraron
muerto en el fondo del patio de
la casa vecina a la suya. Mi hija
Antonia lo había visto por
última vez cuatro días antes.
Nada de qué preocuparse en ese
momento: Garfield lucía sano,
cariñoso, apacible, como
acostumbraba este gato amarillo
y blanco de apenas tres años,
cuya madre es entera gris.
Antonia lo vio nacer y desde el
comienzo cultivó una manera
especial de comunicarse con él:
le rascaba la panza, le sacaba las
hojas del pelo, le conversaba de
literatura. Cuando Antonia
requería su presencia, emitía un
extraño sonido que hacía que
Garfield se reportara
inmediatamente. Garfield era un
gato vividor pero tranquilo. Le
gustaba salir a pasear por el
vecindario, como buen macho,
pero no era un gato peleador.
Rehuía los combates, y siempre
regresaba a casa a comer a
alguna hora, para luego perderse
en ese mundo privado e
indescifrable que saben
construir los gatos que no viven
encerrados en un departamento.
El día en que Garfield no volvió
a casa, Antonia se inquietó. Lo
llamó insistentemente con ese
sonido extraño que sólo ella
puede emitir, y no pasó nada.
Antonia recorrió al día siguiente
el vecindario preguntando en
casas y condominios, asustada,
temerosa de que a su gato
amarillo le hubiera ocurrido
algo malo, pero de Garfield no
había noticias.
La señora de la casa del lado no
respondió al timbre ni el primer
día ni el segundo día de
desaparición de Garfield. La
señora vive sola, es viuda,
apenas puede moverse.
La mañana en que Garfield fue
descubierto al fondo del patio de
la casa vecina, Antonia había
impreso quince carteles con una
foto suya y la leyenda Se busca
para repartir en el barrio. Tenía
los afiches impresos cuando
fueron a avisarle que a su gato
amarillo lo habían encontrado
acurrucado junto a unas plantas,
muerto probablemente hacía
varios días, visitado por
hormigas y muy encogido. Sin
heridas visibles, aunque Antonia
cree que tal vez lucía una herida
muy pequeña en la zona de la
cabeza, sólo eso, ni un rastro de
sangre.
Enterada de la muerte de
Garfield, la propietaria de la
casa vecina le confidenció con
tristeza a mi hija que ella quería
muchísimo a ese gato amarillo,
que no sabía cómo se llamaba,
pero que ese gato amarillo iba
prácticamente todos los días a
su casa a hacerle compañía, a
dormir la siesta a sus pies o en
sillones, y que ella lo dejaba
entrar y hacer porque era
manso, querendón y muy atento.
A Garfield lo enterró mi hija en
el patio, en una ceremonia triste
y silenciosa, y en ese lugar
donde descansan sus restos se
hizo un jardín con crisantemos
protegido por un pequeño cerco
de madera que Antonia adornó
con patas de gato pintadas por
ella misma.
No es el primer gato que
Antonia debe enterrar en el
patio de su casa. En el mismo
camposanto fue sepultada poco
más de dos años atrás la vieja y
querida Carolina, otro gato feliz,
bien alimentado y cuidado, que
no padeció grandes crisis y se
libró del maltrato frecuente con
que muchos ciudadanos se
vinculan con estos animales.
Yo también tengo un gato en
casa, un gato negro y mestizo,
insustituible, veterano de guerra,
el mejor gato del mundo, el más
bello, el más gordo, el más
simpático, el más inteligente, el
más regalón, el más inútil. Mi
gato, igual como Garfield en la
vida de Antonia, merece toda
nuestra atención y cuidado,
aunque les pese a los que no
entienden que sus vidas nos
importan demasiado. Tratar bien
a un animal es señal de
humanidad, supongo que sí. Fue
lo primero que quise decirle a
mi hija cuando me llamó para
contar la muerte de Garfield: lo
cuidaste, lo ayudaste a tener una
vida magnífica para lo que suele
ser la vida de los gatos en este
mundo. Eso debe ayudarte a
sobrellevar el duelo, la pena de
su muerte, su desaparición
física. No sabemos cómo murió
Garfield, si alcanzó a sufrir o
no. Pero sí sabemos —y nos
encanta decirlo— que tuvo la
feliz ocurrencia de ir a hacerle
compañía cada día a una mujer
sola que aprendió a quererlo, y
que ahora también lo llora.

Jueves 31 de marzo de 2011


Fuera de lugar
Una mujer hecha y derecha
escoge diez palabras para contar
su vida y el mundo que la
ocupa. “Aderezo. Discreción.
Elasticidad. Extravagancia.
Línea. Papá. Rompecabezas.
Sedante. Soleado. Transitorio”.
¿Qué palabras escogerías tú?
Me detengo en sedante: “Todo
esto, ahora, aquí, y tal como lo
muestro es un sedante. Para ir
saltando de piedra en piedra,
salpicando a otros y todo lo
demás, necesitas un buen
sedante. Eso que te hace flotar y
rezar sonriendo por un despertar
prometedor. Sedante, bendito
seas, sedante. A estas alturas
bienvenido seas tú y tu
guillotina. Pero antes de que
termines con tu propósito,
permíteme envolverme de tus
mágicos poderes”. La escucho
atentamente, y luego escucho a
un hombre joven decir sus
poemas en voz alta. “Ve y dile”,
se titula el primero de ellos. El
hablante de los versos le pide a
un sujeto omnipresente que le
diga a una nube ancha que ayer
era un “pesado y lento caracol”,
al chofer del bus que “somos
sólo un puñado de ternura”, al
sujeto que come en el boliche
que no se angustie porque “el
mañana pensará una respuesta”,
y hasta al padre del narrador: “Y
a mi padre dile que me perdone
los silencios/ los de entonces y
los de ahora,/ y no olvides de
mencionar que lo quiero y lo
extraño./ Si puedes, toma su
mano”. “Y a la persona que fui
o pude ser, dile gracias/ y que
cuando tema soñaré con ella,/ y
al despertar seré fiel a lo que
fue”.
Las palabras de ambos me sedan
y me apartan de la línea de
fuego a donde me quiere llevar
el ruido ambiente: acaban de
matar a balazos a dos detectives
en San Bernardo. El que los
mató también terminó muerto.
Yo y mis amigos estamos fuera
de lugar, en un sitio donde se
disparan otras balas, de salva,
lejos del ojo de la tormenta
noticiosa, ocupados en unos
versos y en lo que propone el
filósofo Pierre Hadot al
comenzar su libro No te olvides
de vivir, donde se refiere con
detalle a Goethe y la tradición
de los ejercicios espirituales. Me
fascina la dedicatoria de Hadot:
“A mi nieto Adrien Pagano. En
testimonio de mi
reconocimiento por todo lo que
me ha aportado”. No es
frecuente que un viejo sabio le
rinda homenaje a un niño que le
enseña y le muestra unas
maneras y unos afanes que lo
deslumbran.
Sigo escuchando versos, ahora
de homenaje a Teillier, que
llevaba, “según ha confesado,
los bolsillos llenos de
luciérnagas”. Fue Teillier quien
citó al cubano Eliseo Diego
refiriéndose a las distintas caras
de la vida y la poesía: “Desde
Baudelaire para acá, el terror, el
mal, es el tema que fascina.
Pero yo creo lo contrario: la
inocencia, lo cotidiano, las
cosas sencillas pueden ser tan
fascinantes como el terror y el
mal”.
Vivir intensamente cada
momento de la existencia, sin
dejarse distraer por el peso del
pasado o el espejismo del
futuro, es lo que propone
Goethe en el primer ejercicio
espiritual descrito y
profundizado por Pierre Hadot
en No te olvides de vivir. En
otro de sus libros, La filosofía
como forma de vida, Hadot
reflexiona sobre su oficio y
apunta que el filósofo “siempre
está fuera de lugar, siempre
importuna con sus preguntas y
disquisiciones y jamás alcanza
respuestas definitivas”: “El
filósofo es un ser errático,
insobornable, que hace de su
vida un ejemplo de vida. La
filosofía, así entendida, debe ser
considerada una fe. Una fe en el
pensamiento infinito, una fe en
el no final. No existe un claro
punto de partida, sólo
inspiración y cultivo interior”. A
Hadot no le interesa filosofar de
espaldas a la vida cotidiana. Al
revés: las quiere vinculadas,
hermanadas. “Somos una mosca
en una tina de vinagre”, dice
recordando un viejo proverbio
chino, “una mosca que debe
volar si quiere sentir
verdaderamente el mundo”.
La filosofía como práctica de un
modo de vivir, la poesía como
una estética de preguntas sin
respuesta. Filosofar y poetizar la
vida cotidiana y doméstica, sin
mayor conciencia de estar
haciéndolo, distraídamente,
como algo natural al
pensamiento, la conversación y
el encuentro con otros, es mi
mejor manera de encontrar un
lugar en el mundo. Aunque
quede fuera de lugar.

Jueves 14 de abril de 2011


Amor incondicional
1 Se llama Javiera Brignardello.
Es linda, muy linda. Tiene
quince años, va al colegio, cursa
segundo medio, le gusta mucho
leer y escribir. Tal vez se anime
a estudiar literatura en el futuro.
O quizás haga teatro callejero.
O pasteles. O música. O dibuje
y pinte. O camine junto al mar y
piense. Lo que haga, sospecho,
lo hará con pasión, talento y
esfuerzo. Por edad, podría ser
mi hija. Pero no lo es: es mi
amiga. El otro día, sin que me
diera cuenta, dejó sobre mi
computador un disco de regalo y
una carta manuscrita. En ella me
contaba por qué me estaba
obsequiando la música de la
película Amelie: “¡Son
canciones hermosas, Pancho! Te
hacen viajar por el mar de tus
recuerdos, te amparan en
momentos de insomnio
crónico”. Su carta revelaba
además un episodio reciente que
me dio gusto leer, y que formó
parte de esa corriente amorosa
que vino a rescatar a los que
amábamos a mi hermana Caty
después de su muerte: “Cuando
te abracé hoy, no supe qué
decirte. Estabas de pie, firme y
con la frente en alto, pero al
mirar tus ojos enrojecidos me di
cuenta de que estabas sufriendo
con todo tu corazón, y aún así
me sonreíste y me dijiste eres
grande, Javiera”. Te declaro mi
amistad incondicional, Javiera
Brignardello. 2 Se llama Mio
Matsuda. No sé cuántos años
tiene, pero es joven y bonita,
bien bonita. Es cantante
japonesa, y la otra noche fuimos
a verla cantar en el Thelonious
con mi gran amor y una tropa de
los mejores amigos. Y digo
verla cantar, porque no es lo
mismo que sólo escucharla.
Canta con todo el cuerpo,
mueve la boca con belleza y
maestría, sus ojos brillan y el
timbre de su voz es perfecto y
profundo. Se presentó
acompañada de talentosos
músicos chilenos y la cantante
Francesca Ancarola. Luego de
un respetado minuto de silencio
por las víctimas del terremoto
en Japón, Mio se convirtió en
una de mis cantantes favoritas.
Viene con frecuencia a
Uruguay. Canta canciones de
Eduardo Mateo, y suele
acompañarla el músico Hugo
Fattoruso. Con él grabaron un
disco, Flor Criolla: “Flor criolla
que perfuma la mañana y nació
para alegrar”. La próxima vez
que Mio esté en Sudamérica, la
traigo a Chile. Palabra de honor.
Para que cante nuevamente “Las
golondrinas”, un tema que me
envió mi amigo Daniel
Charlone para honrar la
memoria de mi hermana. Te
declaro mi admiración
incondicional, Mio Matsuda. 3
Lleva el número 3413. Es un
árbol nativo que dos amigas han
donado para que se plante en el
cerro Calán en memoria de
Catalina Mouat. Qué bella
manera de recordarte. 4 Escucho
tu voz en estos días. Me visita tu
rostro, el último beso, tus
grandes ojos azules. Un día te
pedí que guardaras en un baúl
con llave tus malos recuerdos, y
que esa llave la arrojaras lejos y
se perdiera para siempre.
Prometo hacer yo ahora lo que
entonces te pedía. Y después
aferrarme a la vida, al amor
incondicional que te tuve y te
tengo, y que igual que los demás
no supe expresar con la
intensidad que ahora siento.
Algo me dice que los que
seguimos vivos seremos
habitados para siempre por un
destello de amor que te
pertenece, hermana mía. 5 Se
llama Julio Ramón Ribeyro.
Qué importa su edad. Es
inmortal, hasta ahora. Es un
escritor peruano al que recurro
con frecuencia para curarme de
la tristeza. Prosas apátridas es
un libro del que le escuché decir
a Alonso Cueto que lo abrigaba
y acompañaba. Me sucede igual.
Prosa 113: “Hay tardes de
primavera en París, como esta
de hoy, soleada, dorada, que no
se viven, sino que se desgajan y
manducan como una mandarina.
Y para ello nada mejor que una
terraza de café, una bebida
tonificante, una vacancia de la
atención, un dejar que nuestra
mirada en reposo reciba y
archive las imágenes del mundo,
sin preocuparse de encontrar en
ellas orden ni sentido ni
prioridad. Ser solamente el
cristal a través del cual nos
penetra intacta la vida”. Prosa
200: “La única manera de
continuar en vida es
manteniendo templada la cuerda
de nuestro espíritu, tenso el
arco, apuntando hacia el
futuro”. Seré tu lector
incondicional, Julio Ramón;
otra forma de amor.

Jueves 21 de abril de 2011


Una farsa
Cierto día de juventud, le
escuché decir a un compañero
de universidad que el
periodismo era una farsa, y que
su mecanismo consistía en vivir
de prestado para alentar un
negocio. Sospecho que éramos
varios los que pensábamos
como él o al menos lo
intuíamos, aunque también
pensáramos que podía haber
excepciones a la norma, y que
por ejemplo fiscalizar a los
poderosos o denunciar los
abusos de una dictadura era una
tarea necesaria y hasta noble. Si
bien ahora pienso más o menos
igual que mi compañero de
universidad, la vida me ha ido
mostrando comportamientos
humanos que ofrecen matices al
juicio lapidario de entonces,
zonas de sombra, grises que
tienen que ver con esa
contradicción inevitable que nos
ocupa, aquello que Nicanor
Parra escribió de manera
inmejorable: somos un
embutido de ángel y bestia.
Hubo una época remota en que
se hacían congresos de
periodismo y se hablaba con
énfasis de verdad y libertad de
expresión, cuando a las
ideologías dominantes les
sobraban adjetivos y nos
prometían un mundo casi
perfecto si le hacíamos caso a
sus voceros. En los congresos
de escritores no se hablaba
demasiado de literatura, sino de
compromiso con la realidad, y
hasta los médicos reservaban un
espacio entre caso y caso
estudiado para solidarizar con
las víctimas del hambre. La
utopía del desarrollo y las
mejoras sociales era alentada
por discursos altisonantes, que
un santo día acabaron en el
tacho de la basura y fueron
reemplazados por el
pragmatismo cruel de la eficacia
y la rentabilidad. A mí me da
risa escuchar en los tiempos que
corren —aunque a veces el
chiste me da rabia por la
hipocresía que contiene—
discursos públicos en el mundo
del periodismo sobre el deber
moral de informar veraz y
oportunamente a la ciudadanía.
¡Qué grandilocuencia más falsa!
¿Quién quiere hacer eso hoy
realmente entre los
comunicadores masivos y las
fuentes de información? ¿Es
necesario que los ciudadanos
estén enterados de
absolutamente todo lo que
ocurre, hasta de los oscuros y
enredados laberintos en que se
tejen los hilos del poder?
¿Cuánto pesan los hijos de
vecino, que son mayoría
abrumadora, en las pautas
periodísticas? ¿Es bueno hacer
reflexionar a la gente? ¿No sería
mejor que sigan convertidos en
una masa informe, pusilánime,
acrítica y consumidora, que es
lo que necesita la economía para
que los indicadores superficiales
de la actividad continúen
exhibiéndonos entre los mejores
países de la región? El
periodismo nunca sirvió de
mucho, aunque fue en algunos
casos un alegato ético y un
testimonio. El cronista brasilero
Rubem Braga contó una vez que
hacía muchos años había ido a
Paraty y se había encontrado
con que los domingos en la
plaza el municipio hacía sonar a
todo volumen unos altoparlantes
con música estridente que a la
mayoría de los habitantes del
pueblo le crispaban los nervios.
Braga denunció el hecho en un
artículo de prensa y no volvió
más a Paraty hasta veinte años
después, cuando descubrió que
los altoparlantes seguían
sonando igual que antes: “¿Ven
que escribir crónicas no sirve de
nada? El mundo sigue su
marcha”. En las páginas de esta
revista se publicó semanas atrás
un reportaje que denunciaba
números y hechos terribles:
diecinueve mineros habían
muerto en Chile desde que se
rescató con vida a los treinta y
tres trabajadores de la mina San
José. ¡Diecinueve! Una lectura
detallada de cada nuevo caso
permitía verificar que, como ha
sido la norma en países como el
nuestro, el cóctel explosivo de
codicia de empresarios
inescrupulosos y necesidad de
hombres sin trabajo, sumado a
la casi nula fiscalización de la
actividad por los organismos
facultados para hacerlo, escribía
en este caso unas páginas llenas
de sangre y horror. La
publicación del artículo no
modificó a las partes
involucradas y por supuesto
tampoco a nosotros. Y se han
escrito y se seguirán escribiendo
muchas más páginas que
cuentan el relato pormenorizado
de cómo un puñado de mineros
escabulló a la muerte con una
buena dosis de fortuna.
Sostengo en mis manos una
nueva edición, bellísima, de
Subterra, de Baldomero Lillo.
El libro lo publicó Liberalia,
contiene cuatro cuentos de la
edición original de 1904, viene
con ilustraciones y “apareció en
Santiago de Chile, en diciembre
de 2010, para rescatar a unos
3.333.333 mineros olvidados en
el pozo de nuestra historia
nacional”.

Viernes 29 de abril de 2011


Poeta
Se murió Gonzalo Rojas.
Sabíamos que respiraba apenas,
que desde hacía un par de meses
se moría irremediablemente.
Cuando se marcha un viejo
como él, que supo vivir no por
haber completado casi un siglo
de pie y con las botas puestas,
sino por la forma intensa y
sensible en que lo hizo,
rebelándose desde muy joven
contra la muerte y la burguesía,
piropeando a cuanta chica linda
se cruzó en su camino,
escribiendo algunos de los
mejores versos de la poesía
fabricada en Chile, creo que la
tristeza mayor viene de saber
que no habrá nuevos poemas
suyos, aun cuando para
nosotros, los que lo
sobrevivimos, su muerte debiera
ser una nueva oportunidad para
leerlo y releerlo con atención y
detalle, el mejor regalo y
homenaje que podemos
tributarle a un escritor de raza.
Una amiga suya me prestó la
primera edición de su libro
Contra la muerte, publicado
bajo el sello de la Editorial
Universitaria en 1964 y que
incluye un grabado de Julio
Escámez. Gonzalo Rojas tenía
47 años cuando se publicó este
libro, y como él mismo dice, no
lo conocían ni los perros.
Recorro sus páginas gruesas,
una a una, y me detengo en su
poema “Los días van tan
rápidos”: “Uno está aquí y no
sabe que ya no está, dan ganas
de reírse / de haber entrado en
este juego delirante”, versos que
culminan con un llamado
elocuente a no echarse a morir:
“Estemos preparados.
Quedémonos desnudos / con lo
que somos, pero quememos, no
pudramos / lo que somos.
Ardamos. Respiremos / sin
miedo. Despertemos a la gran
realidad / de estar naciendo
ahora, y en la última hora”.
Esta amiga suya contó que
cuando recibió el Premio Reina
Sofía de Poesía Iberoamericana
en 1992, el poeta quiso celebrar
en grande el galardón y viajar a
España con una tropa que
incluía mujer, nueras, hijos y
quién sabe qué otros parientes.
El único detalle es que había
que pagar pasajes y estadía y
Rojas no sabía cuánto dinero
significaba el premio, además
de no tener un peso ahorrado al
cual echar mano. “¡Nos vamos a
España, y que pague el rey!”,
fue su decisión, apostando a que
el monto del Reina Sofía
alcanzara a cubrir el viaje a
Europa de todos sus invitados.
El suspenso se mantuvo hasta el
final. Gonzalo Rojas recibió el
galardón en una ceremonia muy
protocolar y el cheque venía en
un sobre sellado. Estaba
desesperado por saber cuánta
plata había recibido, y no se
aguantó. Apenas terminó la
ceremonia, y antes de ir a otro
salón para el banquete, Rojas les
dijo a los reyes: “Los humanos
somos débiles. Debo ir al baño”.
Y se fue a las casitas. Y abrió el
sobre. Y ahí se enteró de que el
premio equivalía a algo así
como sesenta millones de pesos.
Volvió relajado y dichoso, y le
hacía gestos a su mujer, Hilda,
le levantaba el pulgar, le cerraba
un ojo, había dinero de sobra
para celebrar en Europa todos
juntos.
Leo lo que Gonzalo Rojas le
dice a Marcelo Mendoza en una
entrevista que acaba de aparecer
en el libro Todos confesos: “Yo
soy animal del zumbido, creo en
el silencio y creo en el zumbido
(…) Todos nosotros estamos
traspasados de imaginación y de
coraje: ojalá lo mantuviéramos
como los niños”. Cuando
Mendoza le pregunta si perdió
la juventud, como dice en uno
de sus poemas, Rojas le contesta
que no, que a su larga edad aún
la siente arraigada en él; luego
Mendoza le pregunta si perdió
la virginidad en los burdeles, y
Rojas le contesta que sí, pero
que después la recuperó: “¿Qué
es perder? Perder, saber perder,
apostar y perder, sobre todo
apostar. Nosotros, que somos
los anarcas, no andamos tras el
poder: apostamos y perdemos”.
Aparte de leerlo a él con
atención y detalle, recomiendo
también leer las entrevistas que
en 1990 le hizo Juan Andrés
Piña y que publicó en
Conversaciones con la poesía
chilena. Se recorre
ordenadamente vida y obra del
poeta hasta poco antes de los
premios, aquellos tiempos en
que Rojas decía haber aprendido
de la Mistral que no había “que
ir tras el aplauso ni figurar en la
vitrina literaria, eso que Breton
llamaba publicidad vergonzosa:
pervierte el rigor y hasta la
gracia”. Luego vino el
reconocimiento público,
inesperado, primero con el
Reina Sofía, después con el
Premio Nacional de Literatura y
más tarde con el Cervantes.
Nada que empañara su vigorosa
poesía. Palabra de Gonzalo
Rojas Pizarro: “Un aire, un aire,
un aire, / un aire, /un aire nuevo:
/ no para respirarlo / sino para
vivirlo”.

Viernes 06 de mayo de 2011


Apuntes de otoño
1. El 4 de abril de 2011, mi
amigo José Luis López Zubero
me escribió una carta desde
Zaragoza, su ciudad natal. Ese
mismo día le pidió a Susana, su
mujer, que llevara el sobre a una
oficina de correos. Su carta
tardó poco más de una semana
en llegar a mi casa. “Querido
amigo Pancho. Te escribo desde
un hospital en Zaragoza donde
una pulmonía y mis coronarias
se han aliado para empujarme
un poco más al adiós. Estoy
bien, pero estoy triste. La vida
es absolutamente injusta con
miles de preguntas sin
respuesta. Tu hermana Catalina
se va y yo, después de tantas
batallas, aún estoy aquí. Tú la
vas a sentir más que nunca y va
a revolver en tu alma
sentimientos que aún
desconoces. Tú sabes que yo
creo que la muerte no es final,
pero no me preguntes detalles.
Nadie los conoce, pero el amor
y la bondad continúan
reciclándose. Ella reaparecerá
en tu futuro más de lo que
piensas”. 2. Es verdad, José
Luis. Reaparece con frecuencia,
y sospecho que siempre será de
esta manera. Tiene una
particular forma de presentarse.
Está en mis sueños, y en algo
parecido a un sueño cuando
estoy despierto y pienso, por
ejemplo, en su rostro al que ya
no podré tocar nunca más y en
el tránsito de nuestras almas,
vivas las dos mientras nos
recordemos. De ella conservo su
cédula de identidad renovada en
enero de 2007, que guardo junto
a mis documentos, y una
enorme colección de música
grabada en cassettes que un
amigo suyo muy querido, el
Lilo, ha preferido que yo cuide.
Abro con cuidado las cajas y
veo qué hay dentro: The
Cramberries, Soda Stereo, Lou
Reed, Joe Vasconcellos, Los
Jaivas, Horacio Salinas, Los
Bunkers, Silvio Rodríguez,
Metallica, la música de la
película Amelie. Las cintas
debidamente detalladas por ella,
artista por artista, canción a
canción. Cientos de cassettes.
Uno de ellos con canciones y
cuentos grabados por mi mamá
y mi hermana Cecilia cuando
Catalina tenía entre tres y cuatro
años. Ella quiere escuchar la
canción de Popeye y mi mamá
se la canta. Ella quiere escuchar
la historia de la pequeña Lulú y
mi hermana Cecilia se la cuenta.
Otro cassette es de solos de
guitarra y canciones populares
ensayadas con su amigo Lilo.
Escucho su voz, la escucho
tocar la guitarra y cantar a
Silvio Rodríguez con voz
delicada y profunda, haciendo
esfuerzos para dar el mejor
tono: “Te amaré como al
mundo, te amaré aunque tenga
final. Te amaré en lo profundo,
te amaré como pueda, te amaré
aunque no sea la paz. Te amaré,
te amaré, cuando acabe de
amar”. 3.El último viernes, fui
por primera vez en mi vida a un
remate de libros. Una biblioteca
completa era subastada en el
subsuelo de una casa del rubro
en calle Miguel Claro. Miles de
volúmenes, muchos de ellos de
literatura e historia de Chile,
divididos en 435 lotes que
despertaron el apetito de los
principales dueños de librerías
de usados de Santiago. Ahí
estaban Rivano uno y Rivano
dos (papá e hijo), Uribe y otros
más levantando la mano y
pujando por los mejores botines:
Valle Inclán, las obras
completas de Pío Baroja,
Gregorio Marañón, José
Zapiola, Benjamín Vicuña
Mackenna, Diego Barros Arana
y una lista infinita de obras y
autores. Me hice finalmente de
la poesía completa de Rubén
Darío, un volumen de ensayos
de Marañón y todo el teatro de
O’Neill, pero no mucho más
que eso. Era difícil competir con
los libreros. Ese mismo viernes,
también por primera vez en mi
vida entré al Santiago College
para sostener un coloquio a
propósito del Día del Libro con
alumnos, ex alumnos,
profesores y apoderados del
colegio. Debe ser el colegio más
bonito al que he entrado, y le
queda muy poco de vida en Lota
con Los Leones porque la
comunidad decidió irse a Los
Trapenses el próximo año. Los
patios, las flores, los árboles
añosos, la textura de los muros,
las puertas y los marcos de
madera. ¿Sabrán los que van a
este colegio el privilegio que
significa habitar un espacio
como éste? La conversación fue
en la biblioteca. Nos
acompañaban miles de libros de
autores tan respetables como
Natalia Ginzburg, Herta Müller
y Roberto Bolaño. El encuentro
fue estelar. Al menos para mí.
Conversamos de libros y de la
vida y cerré leyendo “Amor
incondicional”, texto dedicado a
mi hermana Catalina. Como
dice mi amigo José Luis López
Zubero, la muerte es inapelable
pero no es el final. No me
pregunten detalles.

Jueves 12 de mayo de 2011


Dos rayos
Ahora que se murió Sábato, me
puse a revisar algunos de sus
libros. Apologías y rechazos es
un volumen de ensayos muy
poco divulgado en Chile que
compré en junio de 1980. Supe
por ese libro quién era Pedro
Henríquez Ureña, antes nunca
había leído ni escuchado su
nombre: un maestro dominicano
que vino de México a radicarse
en Argentina en 1924 para
continuar formando ciudadanos
pensantes y escritores. Sábato
era un muchacho de trece años
cuando lo conoció. Henríquez
Ureña viajaba con frecuencia en
tren de Buenos Aires a La Plata,
a dar clases. Influyó a tantos.
Borges también lo tuvo como a
un maestro: “Si tuviera que
redactar el catálogo de mis
bienhechores acaso moriría
antes de concluirlo, pero sé que
uno de los primeros nombres
que acudirían a mi pluma sería
el de Pedro Henríquez Ureña”.
Cierto día, alguien —tal vez el
propio Borges— le preguntó a
Henríquez Ureña si no le
desagradaban las fábulas, y él
respondió con elegancia: “No
soy enemigo de los géneros”.
Sé que murió poco después de
subirse al tren en Constitución
el 11 de mayo de 1946: venía
corriendo de la editorial Losada,
donde supervisaba una
colección de clásicos, para ir a
La Plata, repleto su maletín de
libros y trabajos de los alumnos.
Entró al carro y el profesor
Cortina le avisó que al lado
suyo había un asiento vacío.
Henríquez Ureña no alcanzó a
sentarse y se desplomó junto al
colega. Un profesor de medicina
que viajaba en el mismo tren
certificó su muerte casi
instantánea. Borges escribe:
“Pedro: una noche como las
otras, en una esquina de la calle
Santa Fe o de la calle Córdoba,
usted repitió los versos paganos:
¡Oh muerte, ven callada. Como
suelen venir en la saeta!
Después yo recordé, al volver a
mi casa, que morir sin agonía es
una de las felicidades que la
sombra de Tiresias promete a
Ulises en el Undécimo libro de
la Odisea, pero no se lo dije
nunca, porque días después
usted moría bruscamente en un
tren, como si alguien —el
Otro— hubiera estado aquella
noche escuchándonos”.
De todos los ensayos que leí en
Apologías y rechazos, me
resonaron especialmente uno
sobre Leonardo da Vinci (“no se
debe desear lo imposible”
apuntó alguna vez el artista) y el
de Henríquez Ureña, que junto
con ser un hombre bueno era un
decidido defensor de la cultura
conectada con el mundo
ordinario de todos los días: “No
es ilusión la utopía, sino el creer
que los ideales se realizan sobre
la Tierra sin esfuerzo y sin
sacrificio. Hay que trabajar.
Nuestro ideal no será la obra de
uno o dos o tres hombres de
genio, sino de la cooperación
sostenida, llena de fe, de
muchos, de innumerables
hombres modestos”.
Primero Sábato, después Borges
y ahora último Leila Guerriero
me enseñaron a Henríquez
Ureña. Lo agradezco. Como
agradezco la oportunidad de
compartir con otros un punto de
vista, una mirada, alguna huella
de lo vivido. Cuando Ernesto
Sábato fue condecorado en
España en 2002, el escritor que
lo presentó aquel día, Claudio
Magris, arrancó su intervención
citando una de las palabras
predilectas del argentino:
compartido: “Hay una palabra
que Ernesto Sábato utiliza a
menudo para indicar el sentido
de vivir y quizás cualquier cosa
que se parezca a la felicidad; un
adjetivo: compartido, silencio
compartido con un ser querido,
un momento compartido con un
amigo, con la persona amada,
una existencia compartida. Es
una palabra que también yo amo
mucho, porque creo, como
escribe Sábato en El escritor y
sus fantasmas, que vivir es
convivir”.
Vivir es convivir. Cuando
pienso en los mejores momentos
de la vida, pienso en episodios
compartidos. Mi oficio toma
sentido cuando lo escrito
encuentra un lector, cuando lo
leído me resuena como parte de
una conversación íntima que
acabo de sostener con quien lo
escribió. El amor que creo estar
experimentando tiene una
textura y un aroma diferentes
cuando es vivido en
complicidad con el otro. Un
plato sabroso de comida no
puede —o mejor dicho no
debiera— comerse en solitario.
Una vez me regalaron una causa
de camarones el día de mi
cumpleaños. Llamé a un par de
amigos y la dimos de baja esa
misma noche brindando por
aquella cocinera encantadora
que nos había obsequiado un
momento magnífico y
compartido. No estaríamos
vivos, no seríamos nada, sin
esos rayos que Gonzalo Rojas
evoca en el poema a su hijo
Rodrigo Tomás: “El encuentro
de dos rayos en lo alto de la
tormenta”.

Jueves 19 de mayo de 2011


Profesor rural
Leo. Leo todos los santos días.
De lunes a viernes, y también
los fines de semana. Leo libros,
ensayos, crónicas, poemas,
viñetas, cartas, correos
electrónicos, y también a veces
leo mis propios pensamientos
cuando escribo o tomo notas, y
leo además lo que piensan mis
amigos, mi mujer, mis hijos,
mis padres, mis autores
favoritos o aquella mujer, Marta
Cornejo Chacón, que años atrás
me escribió para compartir
ociosas reflexiones y días
después me dejó en un sobre,
prestado, de puro generosa que
es, el libro-panfleto El derecho a
la pereza de Paul Lafargue,
yerno de Marx y socialista
renombrado. Lafargue escribió
que no se debía trabajar más de
tres horas diarias, y que en vez
de embrutecerse uno en faenas
laboriosas, extenuantes o
atormentadoras, había que vivir
fundamentalmente para el ocio
placentero. Es muy cierto que
no están los tiempos para tomar
al pie de la letra la propuesta de
Lafargue, sin riesgo de
convertirnos en zánganos y el
planeta en un caos ingobernable,
pero tampoco es descabellado
rescatar el espíritu que subyace
al pensamiento ocioso y dejar de
adorar al trabajo como si se
tratara de un fin en sí mismo,
desprovisto además de
inspiración y poesía. No dejo de
pensar en lo que dijo la poeta
Wislawa Szymborska cuando
ganó el Nobel: “La mayoría de
los habitantes de esta tierra
trabaja para ganarse la vida,
trabaja porque tiene que
trabajar. No son ellos mismos
quienes con pasión eligen su
trabajo, son las circunstancias
de la vida las que eligen por
ellos. El trabajo que no gusta, el
que aburre, valorado sólo
porque, incluso siendo
desagradable y aburrido, no es
accesible para todos, es uno de
los peores infortunios
humanos”. Leí que Marta
vendría a rescatar su viejo
ejemplar de El derecho a la
pereza que yo no hice amago de
devolver en todo este tiempo.
Marta quiere prestárselo ahora a
una sobrina que estudia
Antropología. Como fiel
promotora de las ideas
lafarguistas, consideró prudente
recuperarlo para continuar su
particular catequesis. El derecho
a la pereza, libro
magníficamente breve, como
debe ser un volumen que
reflexiona sobre el tema y
considera que sus ávidos
lectores son fundamentalmente
unos perezosos, arranca con un
epígrafe de Lessing que
debiéramos exhibir en nuestro
lugar de trabajo o llevar impreso
en el bolso: “Seamos perezosos
en todas las cosas, excepto en el
amar y en el beber, excepto en
ser perezosos”. Le convidé un té
con bergamota a Marta (no sólo
se bebe alcohol) y conversamos
un rato: me contó entre otras
cosas que su papá había sido
durante mucho tiempo profesor
rural en la zona de Alto Macul,
y que ahora, con 88 años en el
cuerpo, acaba de terminar de
escribir un pequeño libro de
memorias sobre su vida como
profesor. Por alguna razón
misteriosa, sospecho, intuyo,
que ese libro es genuino, una
historia para atesorar. No sé por
qué imagino que esa historia y
ese pensamiento podrían
compartirse. Que a lo mejor hay
profesores interesados en
escuchar la voz de maestros
verdaderos, que antes que ellos
hicieron la tarea silenciosa de
educar a cambio de cariño y un
sueldo siempre insuficiente. Tal
vez porque los profesores
rurales no acostumbran a hablar
sobre el trabajo que desempeñan
y simplemente lo viven en vez
de narrarlo, o porque me pongo
a pensar, a propósito de
Szymborska, en la inspiración
que ocupó a ese hombre, Carlos
Cornejo Abarca, cuando eligió
ser profesor y dedicarse a
enseñarles a niños en una
apartada localidad. Si alguno de
ustedes vio la película china El
camino a casa o la española La
lengua de las mariposas, con
Fernando Fernán Gómez
haciendo de profesor, sabe de
qué hablo. Leo. Leo todos los
santos días, y a veces voy al
teatro a ver cómo otros leen.
Hablo de Love letters, aclamada
obra de teatro que se representa
ahora en Santiago, dirigida y
actuada por Héctor Noguera
junto a Schlomit Baytelman.
Andrew y Melissa son sus
protagonistas. Sentados frente a
nosotros leen y leen cartas que
avanzan en el tiempo, y
nosotros no tenemos más
remedio que imaginar su
historia y vivir junto a ellos la
emocionante fuerza expresiva
de las palabras. Somos lenguaje.
Vivimos en él. Morimos sin él.

Viernes 27 de mayo de 2011


Escala técnica
Jorge Coaguila me envía desde
Perú un documental sobre Julio
Ramón Ribeyro, que debiera ser
materia obligada en colegios de
la plaza durante los últimos años
de enseñanza media. En clases
de Lenguaje, además del
Quijote, Kafka, García Márquez
y Nicanor Parra, por citar
algunos ineludibles, habría que
también leer ciertos cuentos de
Ribeyro, luego aprenderse de
memoria una parte al menos de
sus Prosas apátridas, y después
sentarse a ver este sencillo corto
de veinticinco minutos donde
distintos entrevistados van
contando aspectos esenciales de
su vida y su literatura.
Hay un término empleado en la
película por su amigo Guillermo
Niño de Guzmán que me parece
extraordinario: escala técnica.
Después de escucharlo y saber
en qué consiste, tendríamos que
integrarlo a nuestras vidas sin
transar un ápice su ejecución
permanente. La escala técnica
de Ribeyro y sus amigos no
tiene nada que ver, por
supuesto, con aviones ni
aeropuertos, y se concretaba
cada mediodía de sábado a
comienzos de los años noventa,
cuando Antonio Cisneros,
Fernando Ampuero y el propio
Niño de Guzmán lo pasaban a
buscar en bicicleta para ir por el
Malecón a Chorrillos, y de
vuelta hacer una parada que
ellos llamaban escala técnica en
la bodega de un vasco que a
Julio Ramón le fascinaba,
especialmente aquella terraza
donde se sentaban a descansar y
a picar un poco de tortilla de
papas, jamón serrano,
habitualmente una copa de
jerez, cuando no vino tinto o
cerveza, antes de irse a casa.
Los que convivieron durante
esos años con Ribeyro, los
últimos de su vida, aseguran que
fueron quizás los más felices,
justo antes de que los dolores de
su cáncer le quitaran la
posibilidad de gozar como a él
le gustaba. Alcanzó a recuperar
la ciudad de su infancia y
juventud, los afectos, y se
encontró con lectores jóvenes y
renovados que seguían a su
literatura con avidez, como un
animal sigue a su presa para
alimentarse con ella: “Cada vez
le doy más parte al placer en mi
vida: el placer de beber, el
placer de fumar, el placer de
comer y el placer de amar”.
Escala técnica. ¿No es acaso la
vida nuestra algo parecido a una
escala técnica por el planeta
Tierra en la que, si la suerte nos
favorece, gozaremos un rato
antes de emprender vuelo
directo a la nada? Se me aprieta
el estómago y también el alma
cuando pienso en la inevitable
extinción de todos y cada uno
de nosotros. No soy capaz de
contener una pregunta tan vasta
y demoledora. ¿Dónde están mis
amigos, mi familia, mis afectos
que ya no viven físicamente
entre nosotros? No me canso de
interrogarlos.
La escala técnica que nos
propone Ribeyro es una parada
necesaria y tan ineludible como
la muerte: a cargar combustible,
a ejercitar el cariño, a vivir la
detención como ejercicio vital.
Deberíamos propiciar el día de
los bares, los cafés y las
bodegas de los vascos en el
calendario todas las semanas, a
la manera de Ribeyro. Una cosa
sencilla, como es casi todo lo
mejor: simple, desprovisto de
boato, sin aspaviento ni
alharaca, sin violencia, sin un
lenguaje que lo proclame
imperativamente y lo haga
oficial; delicado, a fin de
cuentas. Se trataría, como en la
literatura de Ribeyro, de darle
palabra al mudo, al que está
acostumbrado a que su voz no
exista o no sea escuchada por el
poderoso y el charlatán.
Es durante la escala técnica que
nos miramos a los ojos para
decirnos cosas que importen.
Fue en esa terraza limeña donde
unos amigos hacían un alto en el
camino junto a sus bicicletas
para pedalear la amistad.
Levanto mi taza de café esta
mañana y bebo a tu salud,
Ribeyro. Prometo delante de tus
libros serle fiel al concepto que
acuñaste. A esa escala técnica
que, si le creemos a los que iban
contigo, te hacía feliz. ¿Leíste el
verso en que Wislawa
Szymborska dice: “Que no se
enoje la felicidad, por
considerarla mía”?

Sábado 04 de junio de 2011


Julia Toro
Miro fotografías de Julia Toro
en su libro Amor x Chile y
después leo por qué le gustan
tanto a Claudio Bertoni: "Me
gustan porque son irregulares
como las subidas a las micros, y
los saludos a la pasada son
irregulares y como la cordillera
de los Andes en una cajita de
fósforos es también irregular".
Irregulares, desenfocadas,
borrosas, en riguroso blanco y
negro, buscando el equilibrio y
la belleza no en la perfección
técnica, sino en una correcta
lectura de la luz y la sombra y
en el afinamiento de un ojo más
sensible que entrenado para
construir una mirada y un
encuadre propios, con la textura
y el ripio de la vida misma.
Bertoni la describe como una
fotografía "que nos trata como a
seres humanos, y no como a
insectos de un insectario". Una
fotografía que "nunca es cruel,
que está siempre enamorada de
lo que fotografía, que no se
burla nunca de nadie, que no
expone, no delata, no se
aprovecha, no es
desconsiderada". Me gusta lo
que dice Bertoni porque me
gusta el arte que se enamora de
su materia, aunque duela.
Pasear por estas fotografías es
un viaje improvisado,
espontáneo, parecido a andar en
un bosque como los que visitaba
Henry David Thoreau en la
primera mitad del siglo
diecinueve, esperando que los
sentidos de uno se pusieran a
trabajar libremente, sin un plan
trazado de antemano. Thoreau
sabía que llegaría el momento
en que los paisajes naturales
dejarían de ser libres y públicos,
y caminarlos pasaría a ser "la
violación de la propiedad de
algún caballero". Advierto ese
espíritu libertario en las
fotografías de Julia Toro. No
son fotografías que sirvan para
publicitar, no tienen la claridad
del eslogan, no son unívocas.
Pongo un ejemplo. He visto
muchas fotografías del poeta
Jorge Teillier. Una maravillosa
de Álvaro Hoppe en la puerta
del bar La Unión Chica, atrás
suyo las ofertas del día: congrio,
cola de mono, caracoles, callos
a la madrileña, ajiaco con
huevo, lomo con granados, y en
letras más grandes aún, borgoña
en durazno frutilla chirimoya".
Otras de Paz Errázuriz,
fantásticas, en la misma Unión
Chica. Algunas de Beltrán Mena
en una estación de trenes. Tres o
cuatro de la propia Julia Toro en
ese bonito libro testimonial
realizado por Patricia García
Villarroel llamado Retratos de
Jorge Teillier. Pero no sé si
había visto hasta ahora dos
retratos del poeta como los que
ella publica enfrentados en
Amor x Chile, imágenes que
dejan entrever visitas
espectrales en el rostro de un
hombre habitado por el alcohol
y sus propios pueblos
fantasmas. ¿Pueden
embellecerse los demonios o los
miedos? El capítulo de
fotografías de Teillier es
sencillamente deslumbrante,
imagino que de manera especial
para los que además lo leemos.
Como ella misma dice, en su
caso "la vida se vuelve
fotográfica, todo a mi alrededor
cobra sentido si es mirado a
través del rectángulo de la
cámara". Formada primero en la
pintura y el dibujo, encontró
finalmente en el cuarto oscuro
su mayor expresividad. Le gusta
retratar con tiempo, logrando
que sus retratados le den "la
cara que ponen frente al espejo
cuando están solos o antes de
salir a una fiesta", de la misma
manera que le gusta "captar el
momento desprevenido en que
puedes sorprender al otro en la
distracción de su ser".
Hombres, mujeres y niños
retratados sin el peso de una
ideología consciente: "Cuando
disparo no pienso en nada, no
especulo, si lo hiciera, el
momento decisivo ya habría
pasado".
Recorro Amor x Chile
intentando acompañar la
intensidad de la mirada de una
autora que explora como
Thoreau y considera al hombre
y a la mujer y a los niños más
como habitantes que como
sujetos instalados en una
sociedad determinada. Thoreau
se pasaba cuatro horas al día
como mínimo "errando por los
bosques, las montañas y los
campos, absolutamente libre de
todo compromiso mundano".
Sólo así, decía él, podía
conservar la salud y el ánimo.
Viendo las fotografías de Julia
Toro, pienso que ella vive
parecido, mirando y mirando lo
que sólo algunas veces se deja
fotografiar.
Viernes 10 de junio de 2011
No sé gritar
Releo a Ryszard Kapuscinski:
Ébano, La guerra del fútbol, El
mundo de hoy, su Poesía
completa. ¿Qué puede importar
que sus recuerdos reescriban la
realidad y no sean
completamente fieles a lo
sucedido tantos años atrás?
¿Acaso el África soleada,
colorida y pobre que narra en
Ébano no es verdadera? ¿El
Chile siútico que encontró en
los barrios más pitucos de
Santiago cuando vino por
primera vez a este país, en 1967,
tendría que sonarnos extraño y
ajeno? En ese viaje a Chile,
Kapuscinski tuvo que arrendar
un departamento amoblado y
caro en Providencia y se espantó
del inventario que acompañaba
el contrato de arriendo: un
legajo de páginas que le hizo
firmar la dueña, una mujer
enpantuflada, asegurándole que
la infinitud de objetos inútiles
que había allí, “absurdas
chucherías, gatitos, figurillas,
platillos, tapetitos, cuadritos,
jarroncitos, pajaritos de cristal,
de felpa, de latón”, eran
“objetos bellos, conmovedores y
de un valor incalculable”.
Kapuscinski venía de haber
estado años conviviendo con los
africanos y sus carencias, que
como gran fortuna tenían un
azadón de madera en sus casas,
y se sentía aplastado y
desanimado por este almacén de
trastos en que le había tocado
vivir. Sospecho que en estos
más de cuarenta años la
costumbre barroca de
coleccionar cachivaches y
objetos inútiles (se siguen
regalando chucherías,
especialmente en los
matrimonios) no ha
desaparecido en absoluto. Uno
ha entrado a departamentos y
casas que parecen museos o
anticuarios y que tienen un
efecto abrumador sobre el
espíritu, intimidante incluso.
Esos objetos pareciera que
gritaran, como si nuestra
presencia los animara a
convertirse en terroríficos
espíritus poseídos dispuestos a
arrancarnos la piel de un
zarpazo. En la última etapa de
su vida, el polaco escribió un
poema titulado L’Ampolla
24.01.2006, después de visitar
aquel pequeño pueblo catalán de
poco más de tres mil habitantes:
“Sobre mí un cielo cubierto/
enfrente un paseo con palmeras/
algo más lejos la bahía/ un
pescador inclinado desenmaraña
las redes/ el mar encerrado en sí
mismo/ callado y gris/ Un
restaurante/ El camarero sirve
vino tinto/ las calles vacías/
apenas si pasa algún coche/ (“en
la calle, en el coche, tomo nota
para no perder nada” —Czeslaw
Milosz)”. Kapuscinski
empezaba a despedirse del
mundo. Otro de sus últimos
poemas, a la vena: “Al final/
todos nos encontraremos/ sin
intercambiar palabras/ sin
intercambiar miradas/ ni gestos/
a pesar de que desde entonces/
ya para siempre/ estaremos
juntos”. Kapuscinski fue un
escritor de textos sin apellido.
Cuando le preguntaban qué
escribía, ¿crónicas, reportajes,
novelas, cuentos, ensayos?, él se
limitaba a decir: un texto. Un
texto que ojalá fuera bueno,
porque todo escritor deseaba
que sus textos fueran buenos.
Con un agregado decisivo:
siempre intentó hablar con su
propia voz: “Una voz personal,
amortiguada. No sé gritar”. En
esa falta de énfasis, en la
ausencia de estridencia, en su
disposición permanente a
confiar en sus propios sentidos,
en la valoración del otro como
protagonista de su propia vida,
radica —creo— buena parte de
lo mejor de la literatura de este
polaco que seguirá
traduciéndose y leyéndose por
quién sabe cuánto tiempo más.
No sé gritar, escribió
Kapuscinski. Tiene que ser
verdad. Lo conocí en Buenos
Aires, durante un taller para
periodistas y escritores
latinoamericanos. Hablaba en
voz baja. No era particularmente
histriónico, pero se sentía en la
sala el peso de su testimonio.
Que no supiera gritar lo
considero un halago tremendo
en estos tiempos en que la
estridencia, la sonajera, el ruido
y la voz del más fuerte se
cotizan a alto precio. Vivir a
gritos, violentamente para no
perder el puesto en el campo de
batalla, es uno de los grandes
fracasos del hombre de todos los
tiempos. Kapuscinski se restó a
ese juego, y sin embargo su voz
se escucha nítida en el paisaje
de sus lectores. Él sabía que los
días perdidos no se iban a
recuperar, y por eso vivía
intensamente, pero sin gritar.
Cada vez que grito, donde sea
que lo haga, siento que fracaso
profundamente.

Jueves 16 de junio de 2011


Romántico
Sentimental y soñador,
partidario del romanticismo. Así
define al romántico la Real
Academia de la Lengua. La del
diccionario es la expresión
resumida de un pensamiento, un
movimiento artístico, una
cultura, un modo de vivir. El
romántico es visto en los
tiempos que corren como un
sujeto extremo y excesivo, con
dificultad para adaptarse al rigor
del pragmatismo que hoy parece
dominar la escena. No lo sé.
Sicólogos, filósofos,
historiadores y tantos otros
aventajados alumnos de las más
variadas disciplinas humanistas
estudian nuestro
comportamiento, nuestras
motivaciones, la manera en que
nos relacionamos. Alguna vez
fue más importante que hoy,
aunque de esto nadie puede
estar muy seguro, el cultivo del
amor al arte, del amor a la
belleza. Lo que no significa que
el arte y la reflexión profunda
sobre el alma humana carezcan
hoy de importancia. Hay
quienes creemos que siempre la
ha tenido. Otra cosa es que esa
importancia sea relevante en el
plano político, social y cultural.
Lo que al menos yo aprecio con
nitidez (para no involucrar a
nadie más en el juicio) es que el
arte y la filosofía son en estos
días un asunto de escaso interés
público, motivada la mayoría,
no sin razón, en primero que
todo sobrevivir y no morir en el
intento. ¿Qué hago? ¿Procuro el
dinero suficiente para cubrir el
mes o leo las disquisiciones
sobre la felicidad de Spinoza?
Ideal sería combinar ambas
acciones, ¿no? Por lo que sea, es
una minoría la que se interesa
en el cultivo del arte y el
pensamiento. Hablo del arte sin
sujeción al mercado, abierto a
exploraciones formales, con
vocación expresiva y crítica,
que dé cuenta del mundo que
habitamos o de lo que vivimos
confrontados con él. Ahí asoma
mi romántico. Cuando más
amenazado me siento en este
sentido, es cuando preparo mi
mejor artillería. La minoría de la
que hablo no es ni una tribu
excepcional ni posee derechos
especiales en relación con el
resto. Pero no tiene menos
derecho a procurar su trabajo
que un dentista, un ingeniero, un
profesor, un vendedor viajero,
un obrero de la construcción o
una secretaria. Lo que quiero
decir es que un escritor, un
dibujante, un pintor, un
fotógrafo, un músico, un
cineasta, un bailarín, un actor,
un cantante o cualquier otro
cultor del arte no tiene por qué
convertir a su trabajo en un
producto inexistente, y tantas
veces no remunerado siquiera,
que no encuentra la manera de
hacerse notar y de dar con su
público, que, dicho sea de paso,
no tiene por qué cumplir con
requisitos especiales, salvo
querer apreciarlo y finalmente
apreciarlo. Ese público puede
estar en cualquier parte y,
además, ser escaso. Un sujeto
legítimamente conquistado por
tu arte y tu propia vocación son
razones suficientes para
continuar, aún cuando queda
pendiente el tema de la
sobrevivencia, que así como
están las cosas lo más probable
es que deba resolverse en otro
territorio, y no en el ejercicio
del mismo arte. ¿Es popular el
arte? Todo indicaría que sí,
¿verdad? Pero no cualquier arte.
El que se vincula con la
industria del entretenimiento
lleva mucha ventaja, y será
frecuente que no podamos
llamarlo arte porque en el
camino olvidó la necesidad vital
de interrogarse en voz alta y de
interrogar al mundo. La música
popular y el cine comercial lo
confirman. Cuentan con
empresas dispuestas a poner
plata para después recuperar lo
invertido y ganar lo suficiente
para no querer cambiar de
rubro. Esto es tan así, que basta
un mal paso dado por un artista
abducido por la industria para
que sea rápidamente invitado a
no equivocarse nuevamente, a
corregir el error. El fracaso de
taquilla es visto como al diablo.
Un libro que vende pocos
ejemplares, una película a la que
asiste poca gente, un concierto
en un teatro semivacío, una
exposición que no vende
finalmente los cuadros que
expone, una obra que no se
entiende. Es gracioso. A medida
que avanzo en esta crónica, mi
juicio se radicaliza. ¡No es
decisivo que muchos no lo
entiendan, que sea un asunto de
minorías, que sólo algunos lo
aprecien! Importa mucho más
su calidad y el fondo invisible
pero visceral que llevó a un
ciudadano o a un grupo de ellos
a expresar un mundo nuevo,
hasta ahora desconocido, ojalá
de valor para quien se acercó a
tocarlo y a dejarse tocar por él.
¿Esto es ser romántico?

Viernes 24 de junio de 2011


Apuntes invernales
1 Había llamado a Ennio
Moltedo por teléfono a su casa
en Viña y no me contestaba.
Ennio vive solo y tiene sus
años. ¿Estaría enfermo? Como
no me respondió en dos o tres
semanas, le escribí un correo
electrónico a un amigo suyo que
sé que está siempre en contacto
con él: quería contarle que su
libro Concreto azul ya está
completamente digitado y
corregido, listo para armarse.
Sabía que la noticia lo alegraría.
Me llamó al día siguiente. Le
pregunté a Ennio por qué eligió
a Concreto azul como el primer
libro suyo que quería volver a
publicar, un libro editado en
1967. Me respondió lentamente,
dejando que las palabras
cayeran una a una sobre el hilo
del teléfono: “La poesía nace
con la niñez. En esos primeros
años, en ese mundo incierto en
que todo te maravilla o te
impresiona, causándote temores,
está uno observando y
preparando la poesía. No hay
poeta que no haya sido poeta-
niño. Ya de mayor, viene la
retórica y luego el raspado de la
olla. Pero la poesía estuvo antes.
Concreto azul me ha parecido el
inicio, la razón de todo lo que
hice después. Ahí están los
puentes de Viña que ya no
existen. Cada vez que paso por
ahí, los vuelvo a construir”. 2
Fuimos a enterrar a mi tío Jorge
Mouat al cementerio, el
hermano menor de mi padre, el
hermano menor de cinco
hermanos de los que ahora sólo
quedan vivos mi tía Adriana y
mi papá. Jorge Winston Mouat
Martínez nació en plena
Segunda Guerra Mundial y era
un hombre macizo y alto,
risueño y expansivo. La leyenda
familiar señala que una
tuberculosis lo afectó a los doce
años de edad, y llevó a mi
abuela a exagerar los cuidados
del niño, obligándolo a comer
un bistec con huevo al almuerzo
y otro a la noche durante meses
y tal vez años. La receta
materna permitió que el
muchacho saliera fortalecido y
rico en proteínas. Cuando yo era
niño, mi tío Jorge y su mujer
venían con frecuencia a casa a
jugar naipes con mis padres. Yo
me entretenía contando la
cantidad exacta de cigarrillos
que él fumaba y se los
remarcaba cada vez que
encendía uno nuevo: “Jorge,
llevas siete cigarrillos fumados.
Estás prendiendo el octavo”.
Qué mocoso insoportable. Él se
reía y nunca olvidó el detalle,
incluso cuando dejó de fumar.
Dueño de un espíritu
encomiable para disfrutar la
vida aunque el diablo metiera su
cola. Acabado el funeral y
disperso el cortejo en el
cementerio, acompañé a mi
padre a abrazar a su hermana
mayor, Adriana. Nunca olvidaré
en mi vida lo que vi: dos
hermanos octogenarios
apoyando su frente en la del
otro, sostenidos en un abrazo
sutil, frágil, único, inmortal. 3
Una mujer que sabe de las
últimas pérdidas me regala un
poema de Oscar Hahn: “Pasarán
estos días como pasan/ todos los
días malos de la vida/
Amainarán los vientos que te
arrasan/ Se estancará la sangre
de tu herida/ El alma errante
volverá a su nido/ Lo que ayer
se perdió será encontrado/ El sol
será sin mancha concebido/ y
saldrá nuevamente en tu
costado/ Y dirás frente al mar:
¿Cómo he podido/ anegado sin
brújula y perdido/ llegar a
puerto con las velas rotas?/ Y
una voz te dirá:/ ¿Que no lo
sabes?/ El mismo viento que
rompió tus naves/ es el que hace
volar a las gaviotas”. 4 Termina
el funeral de mi tío, y acompaño
a mis padres a la tumba de su
hija, mi hermana. Apoyo mis
manos discretamente sobre sus
hombros. Escuchamos juntos al
viento: el mismo viento que
rompió tus naves y que hace
volar a las gaviotas.

Jueves 30 de junio de 2011


La banda
Mauricio Fredes me regala la
película con que debutó en el
cine un joven director israelí,
Eran Kolirin. Se llama La visita
de la banda y fue estrenada
cuatro años atrás, en 2007. Ganó
entonces muchísimos premios
en festivales de cine de todo el
mundo y estuvo a punto de
competir por el Oscar a la mejor
película extranjera, pero un
resquicio de la organización, el
que sus actores hablen casi toda
la película en inglés, en un gesto
del director que ponía de relieve
la necesidad de egipcios e
israelíes de hablar un tercer
idioma entre sí para entenderse,
la privó de ser más conocida. El
propio Mauricio me comenta
que alguna vez pasó por salas de
cine en Santiago, pero
desapareció rápidamente de la
cartelera. Esperable: los poco
más de ochenta minutos que
dura La visita de la banda
transcurren sin prisa, no se usan
efectos especiales y nadie muere
ni es asesinado durante las
veinticuatro horas que avanzan
desde que llega a Israel la
Agrupación Musical de la
Policía de Alejandría (algo así
como un mini Orfeón de
Carabineros de ocho miembros)
hasta que se presenta en la
ceremonia a la que había sido
invitada: la inauguración de un
centro cultural árabe. Luciendo
impecable tenida militar, la
banda cae por accidente en un
pueblo fantasma perdido en la
mitad del desierto de Israel,
luego de que nadie fuera a
buscarlos al aeropuerto. Viven
así un encuentro fortuito con
una serie de personajes locales,
cada cual más solo que el otro.
El mundo que se narra en La
visita de la banda es duro, pero
el director lo filtra y lo matiza
con mucho humor, pequeños
gestos de humanidad y un amor
a la música que acaba salvando
—por un momento, al menos—
a varios de los protagonistas. El
sabor que me queda de aquella
escena en la que uno de los
personajes imagina un concierto
que en vez de terminar con
violines y trompetas sonando a
todo lo alto acaba en silencio y
dentro de una habitación mal
iluminada, donde apenas hay
una cama, un niño que duerme y
“toneladas de soledad”, es para
masticarlo con un trago en la
mano y buena compañía. Es,
probablemente, la escena más
dramática del filme, y al mismo
tiempo la que dispara a los
personajes en múltiples
direcciones. Como dice la
película al comienzo, el paso de
la banda por ese pequeño pueblo
no habría sido visto por nadie
como un hecho noticioso e
importante, y sin embargo es la
manera que emplea Kolirin para
narrar los conflictos más
profundos y subterráneos del
hombre de estos tiempos, y no
sólo eso: la película tiende un
puente entre dos culturas que
hacen noticia por sus diferencias
y sus guerras, a pesar de que en
el fondo podrían perfectamente
compartir sus pequeñas miserias
y ambiciones. El arte como
exploración y a veces como
tabla de salvación. Se me viene
a la cabeza un poema de
Wislawa Szymborska que releía
días atrás. Se llama “A algunos
les gusta la poesía”. La poeta
celebra que a algunos les guste
la poesía: “Serán dos de cada
mil personas./ Les gusta,/ como
también les gusta la sopa de
fideos,/ como les gustan los
cumplidos y el color azul,/
como les gusta la vieja
bufanda,/ como les gusta salirse
con la suya,/ como les gusta
acariciar al perro./ La poesía,/
pero qué es la poesía./ Más de
una insegura respuesta/ se ha
dado a esta pregunta./ Y yo no
sé, y sigo sin saber, y a esto me
aferro/ como a un oportuno
pasamanos”. A veces las
tormentas no se ven, pero viven
en nosotros. En medio del dolor
de saber que hay muerte y a
veces cansancio y a veces tedio
y a veces, muchas veces, la
enfermedad de la tristeza o la
desconfianza en todos los
sentidos imaginables,
encontramos en la mitad de esa
tormenta una rendija de luz o de
amor o de humor a través de la
cual experimentar un soplo de
paz, y corremos en su busca. Le
sucede a los miembros de la
Agrupación Musical de la
Policía de Alejandría en la
película de un director israelí.
Me sucede a mí viendo esa
película, como espectador
atento. El arte como exploración
y a veces como tabla de
salvación.

Jueves 07 de julio de 2011


Definitivos
Un Álvaro Matus fue el primero
en hablarme de libros
definitivos: esos libros que no
abandonarás jamás, a los que
has decidido serles fiel toda la
vida. No se trata de leerlos una
y otra vez, sin descanso. Pero sí
de mantenerlos cerca, a la vista,
al alcance de la mano y el
espíritu. Hay un pacto de amor
entre uno y ellos. Hay un
vínculo que no se disuelve con
el paso del tiempo. A ratos
puedes mantener alguna
diferencia y discutirlos, el amor
no es ciego ni tiene por qué ser
unánime y absoluto en el juicio
que se tenga sobre las cosas,
pero más importante que la
comunión total es el encuentro
genuino entre dos almas.
También me sucede con ciertas
personas a las que siento
definitivas. Descontemos a mis
hijos, que por cierto lo son sin
necesidad de explicaciones, a
mis padres y en mi caso también
a mis hermanos. Puedo verlos
poco y mantener importantes
diferencias con ellos, de mirada
y estilo, de ideas y anhelos, pero
un vínculo atávico me dice que
ellos son definitivos en mi vida,
que difícilmente podría
desentenderme algún día de sus
derroteros.
¿Y el resto? Ese vasto planeta
poblado de amores, amigos,
conocidos, colegas, compañeros
de colegio, de universidad, de
viaje, del bar y el café, del
barrio, vecinos, amigos de los
amigos y tantos más con los que
nos hemos cruzado a lo largo y
ancho de la Tierra y en sueños,
subiéndonos a un bus en un
pueblo, llegando al tercer piso
de una oficina y encontrándonos
cara a cara, atravesando un
puente, tomándote un vino,
leyendo.
Alicia Morel me escribe.
Querido Francisco: me porté
mal contigo, al no comunicarte
cuánto sentí la muerte de tu
hermana, y ahora la de un tío
querido. Sé lo que se padece
cuando se van los hermanos. El
año pasado murió mi hermano
mayor. Tenía una vida
cumplida, pero recién habíamos
iniciado mutuas visitas, desde
que él enviudó. Tuve la gracia
de confortarlo y despedirme de
él cuando se agravó. El otro día
nos regalaste unos hermosos
versos de Oscar Hahn, los que
copié para mandarlos a nietas y
amigas, para que conozcan la
belleza de la poesía. Algunas
personas son incapaces de
apreciarla, es una ceguera sin
remedio, su espíritu está
inacabado y da pena. Estuve dos
meses dedicada a compilar una
variada antología para niños de
6 años, que me encargó una
editorial. Willy me ayudó con
antiguas versainas y refranes
que ahora parecen novedad.
Tiene una memoria prodigiosa a
sus 92 años. Este mes cumplo
90 y los hijos nos llaman el
bicentenario. Lo que más siento
en la ancianidad es la pérdida de
la independencia y la agilidad.
Un abrazo. Alicia". Cómo no
quererla. Cómo puede uno
sentirse solo si esas palabras te
abrigan. Anoche me llamó Juan
Félix Burotto para contarme la
muerte de su hermano Julio.
Estaba muy enfermo y Juan
Félix había ido a Temuco dos
semanas atrás a despedirse de
él. Me mandó esa vez un texto
suyo, "El encantador se va",
donde homenajea a su hermano
recordando tiempos remotos:
"Julio ejerce un poder sobre los
esquivos gatos de la vecindad,
allá en la casa de la abuela en
Angol. La Maruja, costurera
puertas adentro, dice que es un
milagro. A la tarde siguiente,
silencioso avanzo hacia el ático
donde acostumbro a ver los días
reflejados en las ondeantes
blancuras de sábanas gigantes.
Tras un pequeño giro, la
estancia muestra el espectáculo:
al medio está mi hermano
sentado sobre sus piernas
cruzadas y en rededor hay no
menos de treinta gatos que lo
observan, rodeándolo. Julito
parece sonreír con levedad y se
diría que conversa
telepáticamente con esa serena
pero entusiasmada asamblea
felina, o hacen una oración
colectiva al milagro de vivir".
Nos arrojan solos al mundo con
fecha de vencimiento, pero está
en nosotros vivirlo como una
condena o como una
oportunidad. Al menos para mí,
no habrá otra. Escucho música
que sospecho también me
acompañará hasta el fin, sonatas
para violín de Beethoven,
mientras pienso en mis
definitivos, aquellos con
quienes deseo mantenerme
cerca y vinculado no para hacer
negocios, sino para ejercer el
ocio que le permita a nuestras
almas encontrarse en un punto
incierto del tiempo y el espacio.

Jueves 14 de julio de 2011


Viaje al corazón
Hay una canción muy bonita del
grupo Congreso que se llama
Viaje hacia el corazón. La volví
a escuchar el otro día después
de mucho tiempo, cantada ahora
por Magdalena Matthey a
propósito de un nuevo disco que
está preparando con una
selección de temas de Congreso
a los que ella les da una vuelta
de tuerca, un giro, un matiz
propio. Creo que Magdalena
dijo esa noche en Peñalolén que
iba a cantar “Viaje al corazón”,
y el nuevo e improvisado título
de la canción me pareció tan
hermoso como el original.
Mientras la escuchaba cantar,
“amor vengo a buscar las alas
que te di para poder volver al
sur”, pensé en un viaje
cualquiera al corazón, o en un
viaje mío, personal, que
perfectamente podría ir en esa
dirección; un viaje sin mapas
que emprendo una y otra vez,
guiado por el espíritu y la idea
de que aquella ruta que voy
trazando irá dibujando a un
hombre que vive, respira y
recita en voz baja versos de
Vallejo: “¡¡Ya va a venir el día/
ponte el cuerpo!!”. Viajar al
corazón es, por ejemplo, salir a
buscar un libro que deseas leer y
encontrarlo después de mucho
tiempo en una librería de
Mendoza: los Diarios de
Alejandra Pizarnik, una poeta
argentina que se suicidó muy
joven, en 1972, cuando sólo
tenía 36 años. Mi hija Antonia
quería leerlos, yo también. Junio
de 1955: “Quisiera pensar en
algo sublime. En el nacimiento
del Hombre, en los sacrificios
de Oriente, en el asta de la
bandera de Etiopía. Quisiera
electrizar mis ojos y sacudirles
su inercia doméstica. Quisiera
levantar mis piernas, manchar el
cielorraso, arrodillarme junto a
un sapo ahogado, clasificar los
tonos de un pétalo, registrar los
bolsillos del rey de Suecia,
distinguir al tacto los cuatro
reinos animal, vegetal, mineral
y humano”. Alejandra Pizarnik
piensa que hay que escribir
cuando se tiene qué decir. ¿Qué
diría ella?: “¡Mis angustias!
¡Mis anhelos! ¡Mis
invisibilidades!”. Aquellas
zonas de nuestra existencia que
no se ven y son invisibles
incluso a nosotros mismos.
Tantas y tan indescifrables.
Cada uno de nosotros,
examinado de cerca,
desprendería un planeta de
posibilidades. Somos, entre
otras cosas, un puñado de
oportunidades, y el viaje que
hagamos, y los corazones que
vayamos encontrando en el
camino, serán una parte
significativa de nuestra
biografía, aunque nunca lo
sepamos, y, como dice Borges,
es mejor que no lo sepamos.
Avanzar en las páginas de
Pizarnik durante los cerca de
veinte años que atraviesan sus
Diarios es internarse en un
corazón que sufre, un espíritu
que trabaja como escritora a
tiempo casi completo y siente
angustia porque no finaliza los
textos. ¿Alguien los finalizó? En
1966 murió su padre. 27 de
abril: “Cómo me gustaría estar
lejos de la locura y de la muerte.
Vivo por hora, mirando el reloj.
Me faltan ganas de tener ganas.
No quiero preguntar a nadie.
Apagaron la luz en mí —no del
todo puesto que sufro—. ¿Y la
esperanza en la literatura? Aún
quedan resabios y sin embargo
no sé qué decir ni cómo ni para
qué”. Avanzo en la lectura de
Alejandra Pizarnik sin tregua.
16 de febrero de 1968: “Esto
parece literario en el peor
sentido del término: pero se
puede morir de distancia”. 13 de
febrero de 1971:
“Aparentemente es el final.
Quiero morir. Lo quiero con
seriedad, con vocación íntegra”.
9 de octubre de 1971: “Las
palabras son más terribles de lo
que sospechaba. Mi necesidad
de ternura es una larga
caravana. En cuanto al escribir,
sé que escribo bien y esto es
todo. Pero no me sirve para que
me quieran”. Pizarnik tuvo fe en
la literatura, lo prueban su
poesía y sus Diarios, pero no le
alcanzó para querer seguir
viviendo. Leerla es celebrar la
literatura y los viajes al corazón,
así como yo celebro la música
de Bach y el cariño expresado
libremente, sin ataduras ni
cálculos. Carla Cordua, una
filósofa a la que admiro y leo
por su inteligencia y humanidad,
y porque en su camino ilumina a
escritores que me gustan, a
Borges, a Pessoa, a Juan Luis
Martínez, a Kafka, me escribe
un correo diciéndome que tiene
unos libros de regalo para mi
hija Antonia y para mí en su
casa. Cuando vuelva de
Mendoza iré a buscarlos.
Encontrarnos será un nuevo
viaje al corazón.

Jueves 21 de julio de 2011


Sebald
Leyendo atentamente a Sebald,
a Max Sebald como le decían
sus cercanos, quise saber un
poco más de su muerte, la
muerte violenta de un escritor
con una debilidad por los
cementerios y por las caminatas
sin rumbo fijo, un ciudadano
alemán avecindado en Inglaterra
desde joven con escaso o nulo
interés por la actualidad, la que
casi siempre le parecía de una
banalidad sorprendente. Leí
algunas notas sobre el accidente
que lo mató un viernes de
diciembre de 2001. Él iba
manejando un Peugeot junto a
su única hija, en Norwich, y
sufrió un ataque fulminante al
corazón. Perdió el control del
auto, se pasó a la otra pista y
chocó de frente con un camión.
La hija quedó mal herida pero
sobrevivió. Hasta ese momento
sólo se habían traducido al
español dos libros suyos: Los
emigrados y Los anillos de
Saturno.
A la escritora catalana Nuria
Amat le gustaban mucho los
libros de Sebald. Poco antes del
accidente, contactó a un amigo
que lo conocía para que hiciera
gestiones con él y la recibiera.
Sebald, que no daba entrevistas
y mantenía un riguroso bajo
perfil, le mandó a decir que no
había problema en reunirse a
conversar, que bastaba con que
el día de la cita golpeara a la
puerta de su despacho en la
Universidad de Norwich y
entrara.
La entrevista de Amat es
interesantísima. Sebald: “Mi
literatura está hecha de todo
cuanto me rodea. Lo mismo
pueden ser pescadores de playa,
playas aisladas, vidas de
escritores, recuerdos ínfimos de
mis paseos solitarios. Todo cabe
en un libro. Escribir es como
pasear por la historia y por la
biblioteca de la vida. Ambas
realidades son una sola cosa
para mí. Trato de vivir rodeado
de las cosas que me gustan y
considero natural incorporarlas
a mi escritura. Todo forma parte
de lo mismo. Escribir y vivir.
Sólo entiendo la escritura como
reflejo de un mundo interior,
privado. No me interesa el
pasado por sí mismo, sino por
todo lo que puede aportar a la
propia vida”. Sebald empezó a
escribir tarde, a los cuarenta
años. “Por cansancio, por
enfermedad”, no lo sabe bien. Y
dice que desde entonces escribe
sin ningún tipo de ambición:
“Por una necesidad imperiosa
de realizar un trabajo muy
privado. Seguramente como un
medio de defensa. Creo que
seguiré escribiendo hasta la
muerte. He pasado toda mi vida
dando clases y ya estoy
cansado. La Universidad ya no
es lo que era. Los escritores ya
no estamos bien vistos en este
Reino del Saber y de la Gran
Burocracia. Por otro lado, la
literatura exige todo mi tiempo.
Mi idea es retirarme a escribir a
una cabaña que tengo por algún
lugar. Sin embargo, tampoco
quiero depender de la literatura.
He visto a muchos escritores
malograrse por requerimientos
de publicación. Es algo
importante a tener en cuenta. No
hay que depender
económicamente de la literatura
porque entonces se escriben
cosas para los demás y no para
uno mismo. Tal vez tengo esta
suerte: no parezco un escritor.
De hecho, y tal como están las
cosas, lo único sensato sería
retirarme a vivir en esa cabaña.
Dejar de dar clases porque la
Universidad acaba con la vida
literaria de uno. Hay que irse.
Todo se destruye”. A Sebald le
interesaba como a nadie la
relación entre los vivos y los
muertos. El otro día almorcé
con un amigo, y en la mitad del
plato se despachó una frase que
Sebald hubiera escuchado con
atención: “Soñé con mi padre.
Yo le pedía que me dejara
abrazarlo, porque sabía que sólo
podía abrazarlo en el sueño. ¿Te
das cuenta? Yo sabía en el
sueño que estaba soñando…
Quince años que murió mi
viejo”. Ese mismo día, otro
amigo me mandó desde Ecuador
un texto en donde aparecía su
padre, vivo. “Recuerdo aquel
lunes, cuando fui a nadar con
papá, mi viejo querido, de 79
años, y yo, su hijo, un niño de
apenas 37. El tiempo se detuvo
y la simpleza y la nada se posó
sobre nuestras pieles mojadas.
Reímos y luego nos quedamos
en silencio, pero tranquilos.
Luego, escribí en una hoja de
papel: Lunes, papá y yo
nadamos juntos. Reímos mucho.
Jugamos con el agua. Después,
al regresar a casa, él se quedó
dormido y yo fui a preparar una
taza de café”.

Jueves 28 de julio de 2011


Mendocinas
Fui a Mendoza un verano de
1985 o 1986, no recuerdo bien
el año. Hacía un calor del
demonio, cuarenta grados a la
sombra, de eso sí me acuerdo
perfectamente. Entonces yo
trabajaba en la revista Apsi y se
organizaron unos encuentros
con exiliados chilenos que aún
tenían prohibición de ingresar al
país. Fui como periodista de la
mejor manera imaginable: a no
hacer nada especial,
simplemente a estar. Era como
una beca. No tenía obligación
de entrevistar a nadie ni menos
de escribir un reportaje a la
vuelta sobre estas jornadas que
eran un resumidero de
clandestinidad y desahogo.
Asistía a ratos como espectador
a unas tediosas mesas redondas
en que se imaginaba el Chile de
la democracia del futuro. Se
hablaba de economía con
énfasis en lo social, nuevo orden
informativo, ecología y, por
supuesto, qué había que hacer
para derrocar a la dictadura. Lo
mejor sucedía en las noches:
apagado el fuego abrasador del
sol y menguado en parte el
calor, se imponía la ideología
del disfrute: bebíamos en los
boliches, comíamos milanesas
con papas fritas y salíamos a la
calle con Nemesio Antúnez y
Poli Délano a la cabeza gritando
“Nemesio presidente y Poli
intendente”. Alguien me dijo
una vez que Nemesio lucía una
banda presidencial, pero esto no
sé si era verdad. Se trataba de
una humorada de una tropa de
reprimidos que no tenían en su
país espacio para la expresión
política y ciudadana. Mi mejor
recuerdo de ese viaje a Mendoza
fue haber leído en un bar y en
días consecutivos dos novelas
de Mempo Giardinelli
acompañado de sendas botellas
de cerveza bien helada: Luna
caliente y El cielo con las
manos. Me gustaron tanto las
novelas que tiempo después
viajé a Buenos Aires, ahora sí a
trabajar, y entrevisté a Mempo y
al fiscal Julio César Strassera,
que tenía a su cargo los juicios a
los militares por violaciones a
los derechos humanos. Fue el
año en que Borges asistió a un
juicio oral y escuchó el
testimonio de un hombre
detenido en 1976 que sufrió
tortura y vejámenes durante
cuatro años: “Doscientas
personas lo oíamos, sentí que
estaba en la cárcel. Lo más
terrible de una cárcel es que
quienes entraron en ella no
pueden salir nunca. De éste o
del otro lado de los barrotes
siguen estando presos. El
encarcelado y el carcelero
acaban por ser uno. Stevenson
creía que la crueldad es el
pecado capital; ejercerlo o
sufrirlo es alcanzar una suerte
de horrible insensibilidad o
inocencia. No juzgar y no
condenar el crimen sería
fomentar la impunidad y
convertirse, de algún modo, en
su cómplice”.
Veinticinco años más tarde,
regreso a Mendoza, una ciudad
encantadora, y los gritos de
Nemesio presidente y Poli
intendente han sido
reemplazados por jugosos
ceacheí en la plaza
Independencia y en los boliches
donde la llamada Marea Roja
remoja la garganta antes de
volver al lugar de concentración
de la selección chilena de fútbol
que juega la Copa América.
Huyo de ellos y me concentro
en un café de la Peatonal
Sarmiento donde por una suma
módica se bebe buen grano y se
disfrutan estupendas
medialunas. Ahora no leo a
Giardinelli, sino a Alberto
Manguel: “Lo que más me gusta
de una ciudad son las ausencias.
Me encanta la ciudad el
domingo por la mañana; me
encanta la ciudad en verano,
cuando no queda gente; me
encantan los momentos que,
como en un cuadro de De
Chirico, anuncian o hacen
sospechar presencias
invisibles”. Perderme en un
café, prescindir del fútbol, leer a
Manguel y algunos poemas del
mendocino Juan López son mi
manera de vivir esta ciudad del
interior. Hay un poema de
López que sabe arrancar una
sonrisa: “Vendo Rambler rural
porque me mudé y no entra en
el garaje/ no quiero ver cómo la
intemperie termina de
arruinarla/ vendo Rambler como
si vendiera parte de mi cuerpo
de mi vida/ respiro hondo antes
de escribir esto/ en ese
monumento con ruedas esa
segunda casa/ esa segunda
cama/ respiro hondo/ escucho
ofertas”.
Una librería bien provista, un
café silencioso, la chica
buenamoza que atiende en el
café, la cerveza a punto en el
bar, una plaza, un parque, un
barrio, el almacenero de la
esquina, la buena voluntad de
las señoras del aseo en el hostal,
el menú de tres dólares, un
cuerpo dispuesto a caminar, un
par de buenos libros y mis
compañeros de la radio
dibujaron una ciudad, Mendoza,
a la que feliz volveré cualquier
día, cualquier año, en cualquier
estación. Escucho ofertas.

Jueves 04 de agosto de 2011


El olvido que seremos
Ya somos el olvido que
seremos. Lo escribió Borges en
un poema con mucha historia,
tanta historia que motivó
incluso al colombiano Héctor
Abad Faciolince a dedicarle un
libro al poema que encontró en
uno de los bolsillos de su padre
muerto, asesinado en su país al
caer la tarde del 25 de agosto de
1987 en la calle Argentina de
Medellín: “Lo encontramos en
un charco de sangre. Lo besé y
aún estaba caliente. Pero quieto,
quieto. La rabia casi no me
dejaba salir las lágrimas. La
tristeza no me permitía sentir
toda la rabia. Mi mamá le quitó
la argolla del matrimonio. Yo
busqué en los bolsillos y
encontré un poema”.
Entiendo con nitidez el gesto de
hurgar en los bolsillos de esa
persona a la que amas,
aferrándote a lo que encuentres.
Yo lo hice con un menú de bajas
calorías dispuesto para la
semana que pronto comenzaba.
Me aferré a esas pocas palabras
para dibujar el mundo soñado
por ella horas antes del fin.
Celebro que Abad se haya
animado a escribir un libro,
Traiciones de la memoria,
buscando descifrar el origen y
los misterios de esas palabras
guardadas como un tesoro y una
premonición: “Ya somos el
olvido que seremos./ El polvo
elemental que nos ignora/ y que
fue el rojo Adán y que es ahora/
todos los hombres, y que no
veremos”.
Tantas muertes, tanta soledad,
tanto silencio. Mi hermana
menor, el hermano menor de mi
padre, mis amigos, aquel padre,
su madre, la hija de ellos. “Ya
somos en la tumba las dos
fechas/ del principio y el
término; la caja/ la obscena
corrupción y la mortaja”.
Asistimos a misas fúnebres y
luego nos vamos; a veces
recordándolos, a veces sintiendo
aquellos abrazos amorosos de
consuelo que nos dimos en el
cementerio para apaciguar el
dolor que no se va, que vuelve,
que nos recuerda a cada
momento que estamos vivos, a
veces distraídos o decididos a
olvidar que somos: “No soy el
insensato que se aferra/ al
mágico sonido de su nombre./
Pienso con esperanza en aquel
hombre/ que no sabrá que fui
sobre la tierra./ Bajo el
indiferente azul del cielo/ esta
meditación es un consuelo”.
Nos sucede a todos. Ni modo de
arrancar. ¿Juego de cintura? Sí,
claro. ¿Humor para alivianar la
carga? Por supuesto.
¿Shakespeare para embellecer
nuestro andar? Indispensable:
“Estamos hechos de la misma
sustancia que los sueños, y
nuestra corta vida se cierra con
un sueño”. Un sueño invisible.
Restarnos cuando llegue el
momento. Desaparecer.
Borrarnos del mapa. Habitar un
tiempo a los que quedan y nos
conceden un espacio. Y luego
esfumarnos hasta el fin de los
tiempos, definitivamente.
¿Y el alma? ¿Dónde está el
alma? El alma vive en aquella
meditación que es un consuelo:
pensar con esperanza en
aquellos que vendrán y de los
que nunca sabremos, como ellos
tampoco podrán saber de
nosotros. Pensar que habrá vida
allí donde nosotros somos
olvido.
Entretanto mis muertos se
convirtieron en un árbol, una
fotografía, una carta escrita a
mano, un objeto en desuso, un
certificado, una melodía. Fue su
manera de sobrevivir. Escribo
para ellos. Para que no se los
lleve todavía el viento. Escribo
de los que se fueron antes.
Czeslaw Milosz: “Quizá la
dedicación a la literatura no es
otra cosa que una celebración
permanente de la vigilia de los
antepasados, una convocatoria
de los espíritus con la esperanza
de que por un momento se
encarnen en nosotros”.
A Facundo Cabral lo mataron a
tiros la mañana siguiente a su
último recital en Guatemala. Iba
camino al aeropuerto, viajaba a
Nicaragua a dar nuevos
recitales. El empresario que lo
había contratado, Henry Fariña,
también fue acribillado, pero
sobrevivió. ¿Por cuánto tiempo
escucharemos a Cabral? ¿Con
qué interés copiaremos sus
mejores letras? ¿Sabremos
alguna vez qué le ocurrió esa
misma mañana a los
guardaespaldas que custodiaban
a Fariña? ¿Alguien se acordará
de sus nombres siquiera?
¿Alguien sabe si esos
guardaespaldas viven o lo que
ocurrió es que hicieron su
trabajo, por el que recibían una
paga mensual, para que otro
fuera el sobreviviente?
Jueves 11 de agosto de 2011
Cariño
No se me ocurre otra manera de
vivir bien que no sea
encariñada. Una amiga a la que
quise con amistad apasionada,
Dolores, me dijo pocos meses
antes de morir que la vida sin
afectos no era vida, que ella se
iba y lo que se llevaba consigo
era el cariño, el amor, los
afectos. Lo experimentamos
nosotros dos tantas veces:
caminando sobre la línea del
tren que bordea al río de la Plata
en Olivos, o en su casa de
avenida Libertador en San
Isidro, la calle adoquinada cerca
de una plaza de árboles
centenarios y de un boliche
donde vendían las mejores
facturas, o disfrutando un
helado en el centro después de ir
a ver una película de Robert
Altman, o en su última casa de
Bermúdez celebrando con sus
hijos, Pilar y Joaquín, y unos
pocos amigos, entre ellos
Eduardo Mignona, nuestra
segunda fiesta de matrimonio
con la Solcita, la noche del 9 de
octubre de 1994, champaña y
números de magia incluidos.
Puro afecto, Dolores. Puro
cariño.
Pienso en ti esta mañana, tantos
años sin verte, más de dieciséis
que te enterraron en las afueras
de Buenos Aires. Te siento viva,
tan viva que me hablas a través
de mis nuevos amigos, aquellos
que vienen para quedarse. El
viernes de la semana pasada,
Carlos Costas me pidió al aire,
cerrando el programa de fútbol
que hacemos a las dos de la
tarde en la radio, que en vez de
regalarle un ridículo concepto
sobre los partidos del fin de
semana que venía, le regalara un
concepto para la vida. Por
supuesto la jugarreta de Carlos
no estaba preparada. A Costas le
gusta improvisar en el
micrófono, y a mí me encanta
que lo haga. La mejor radio es
espontánea, improvisada, fresca.
Tenía fracciones de segundo
para responder. La cortina
musical ya entraba y se
silenciaban los micrófonos. No
había tiempo para pensar. Dije
amor. Y nos reímos. Y el
programa se acabó, y cada uno
de nosotros se fue a sus cosas. Y
me quedé pensando por qué dije
lo que dije. Y supe que no
estaba jugando. O que el juego
era serio: amor, encariñamiento,
imperfecto y humano, como nos
gusta a algunos de nosotros,
lejos de la mera corrección,
apasionado y también en blanco
y negro.
Entre mis nuevos amigos, una
amistad que empezó en el
verano de 2005 pero estuvo
interrumpida hasta unos meses
atrás, cuando Juan Félix Burotto
se vino a vivir a Santiago desde
el sur y lo encontré
sorpresivamente una mañana de
sábado con su kipá y su larga
barba tomándose un café con su
Norita en el Paseo Las Palmas.
Uno o dos años que no
sabíamos el uno del otro. Yo
venía con la Solcita y la
Agustina de comprar pasajes
para ir en bus a ver con toda la
tropa a mi querido Beto Medina,
que a su vez se había ido hacía
poco al sur. Beto se fue con la
Paola y sus dos pequeñas a una
nueva vida en Puerto Rosales, y
Juan Félix y la Norita llegaban a
Santiago después de pasarse una
vida completa entre Concepción
y Puerto Montt. No me olvido
del abrazo con Burotto porque
desde ese momento supe que
Juan Félix y Norita habían
llegado a Santiago, entre otras
necesidades suyas y nuestras, a
cultivar de una buena vez la
amistad entre nosotros.
Comimos juntos el último
sábado en su pequeño
departamento del centro, que en
rigor es de Mauricio, el hijo que
ahora perfecciona su medicina
en Estados Unidos y les ha
cedido su espacio para que
vivan en él. Un hijo querendón
que llama por teléfono todos los
días a su madre para saber de
ellos y regalarles su voz. El otro
hijo de Norita y Juan Félix,
David, murió ahogado en
Concepción cuando tenía
catorce años. Forma parte
imborrable de sus biografías
pero no les impide vivir.
Norita dice que el principal
ingrediente de su cocina es el
cariño. Cómo no creerle.
Preparó para nosotros un
estofado del sur que debe ser
detallado: trozos de pollo,
vacuno y longaniza (serían
kosher?), una gran papa cocida
y aderezo de merquén. Vino
tinto para disolver las grasas y
para brindar por la vida en un
sencillo y cálido comedor de
una ciudad a la que le cuesta
tanto vivir el cariño en sus
calles y oficinas. ¿Cómo es la
vida puertas adentro en una
ciudad de millones de
habitantes? ¿Por qué el cariño
privado no se ejercita en el
espacio público? Sospecho que
tenemos miedo. Miedo a querer
y a hacer el ridículo. El
dramaturgo Nelson Rodrigues
es claro como una gota de agua:
“Sólo los imbéciles tienen
miedo al ridículo”.

Viernes 19 de agosto de 2011


Mi Buenos Aires
Mi amigo Daniel Riera vive en
la zona sur de Buenos Aires, y
cuando vengo a verlo a su
ciudad de toda la vida, me lleva
a boliches con garra como la
pizzería Pedro Telmo. El mozo
que atiende en la calle Bolívar
del barrio San Telmo es el alma
de la pizzería y se desplaza por
el local recogiendo
animadamente, mesa a mesa, los
pedidos de los parroquianos,
mientras yo me dejo llevar por
la conversación lenta,
intermitente a la que Daniel me
ha acostumbrado desde que nos
conocimos, nueve o diez años
atrás, una tarde en que me
mandó a buscar en taxi al
aeropuerto para alcanzar a ir a la
cancha de Lanús a verlo jugar
contra Racing. Los que no
conocen a Daniel podrían llegar
a ponerse nerviosos si se sientan
con nosotros a la mesa, gracias a
los reiterados y prolongados
vacíos que suelen instalarse
entre cada palabra dicha, entre
cada frase construida con
aparente dificultad pero
extraordinaria fluidez al ponerle
punto final a la oración. Lo
notable de esta manera morosa
de charlar es que uno se
contagia y ya no concibe otra
manera de hacerlo, al menos
con él. Las conversaciones con
Daniel se toman todo el tiempo
del mundo para meterse en tu
sangre, y cuando nos
despedimos no sé demasiado
sobre aquello de lo cual
hablamos, pero sí sé que llevo
conmigo una sensación, una
atmósfera, dos o tres escenas y
un par de poemas a medio
escribir. ¿Hay mejor manera de
concluir una conversación? Me
gusta esta manera de
encontrarme con un amigo.
Nunca tenemos propósitos muy
claros cuando nos vemos, lo que
está lejos de impedirnos hacer
cosas que requieren tremendas
dosis de coordinación. El
sábado me llevaron a una
librería de viejos en Palermo
llamada 1690 Tierra Adentro
que pronto va a cerrar, porque el
arriendo del local es muy caro.
En la puerta había un letrero
pintado, de madera, bonito,
anunciando el horario:
"Abrimos cuando llegamos, y
cerramos cuando nos vamos".
Ese es el espíritu de mi amigo
Daniel, que como buen ocioso
con temperamento de artista
debe trabajar bastante en los
tiempos que corren para poder
vivir, y ya quisiera tener más
horas del día para viajar sin
rumbo nítido. El horario de
1690 es el mejor horario
imaginable, un horario no apto
para espíritus demasiado
organizados, probablemente
complicado para sustentar un
negocio, pero que garantiza un
asunto esencial: que se está
cuando se está, que si el boliche
está abierto, hay un alma en él
dispuesta a encontrarse con otra.
El contrapunto a esta manera de
fijar un horario es esa
repartición ocupada por
espíritus atormentados y
frustrados, que deben cumplir
una jornada normalmente
extensa pero que en general la
llevan a cabo con desgano e
incluso molestia. Son lugares
donde se abre una puerta y se
puede pasar, lugares donde
muchas veces hay guardias
controlando a los que entran y
salen, lugares donde cuesta más
ser y estar. Mi amigo Daniel
Riera es escritor y periodista, y
entre otros muy buenos libros
publicó uno que se llama
Buenos Aires Bizarro en donde
narra y muestra el rostro menos
visible de su ciudad. Hay un
capítulo de Buenos Aires
Bizarro que en parte le cambió
la vida a Daniel, o al menos le
agregó un ingrediente
inesperado. Lo resumo: escribió
sobre los ventrílocuos de
Buenos Aires organizados en
una asociación, los ventrílocuos
quedaron tan felices con la
mención en el libro que lo
invitaron a la cena anual de
ventrílocuos de Buenos Aires,
en la cena se sorteó un muñeco
de ventrílocuo y ya pueden
adivinar lo que siguió: Daniel
ganó la rifa, se quedó con el
muñeco, lo bautizó al poco
tiempo como Oliverio (en
homenaje al poeta Oliverio
Girondo), aprendió el oficio
durante meses tomando clases
intensivas y ahora es un
ventrílocuo de tomo y lomo que
se pasea con su muñeco sin
dejar de escribir libros, buenos
libros, y dando shows de Paco y
Oliverio en salas pequeñas de su
querido Buenos Aires. Daniel
mejora mi Buenos Aires; y
cuando llegué esta vez me
esperaba con un regalo: la
poesía completa de Francisco
Urondo. El primer poema que
leí: "La amistad, lo mejor de la
poesía": "Tengo los mejores
amigos de la tierra y los quiero
de corazón, con toda mi mala
memoria (...) Qué daría por
verlos fundamentalmente
alegres y despreocupados, pero
nadie tiene el dinero suficiente.
A veces, cuando nos sentamos a
charlar y a tomar un poco de
vino, se terminan por un rato las
catástrofes, se diluyen con el
calor del humo".

Jueves 25 de agosto de 2011


Ausencias
Tengo copiadas en papel y
enmarcadas en madera unas
diapositivas que mi padre tomó
cuando yo era niño y después
muchacho. Escenas que
recuerdo sin necesidad de
volver a verlas. Junto a mi
madre y mis hermanos mayores,
Víctor y Cristián, pisando arena
volcánica con el lago Villarrica
al fondo. Mi abuelo Arnaldo
disfrutando una copa de vino
mientras mi abuela Amalia se
zampa algo parecido a una
empanada de pino en alguna
festividad dieciochera remota,
en la terraza de una casa que
habitamos en calle San Vicente
de Paul durante más de veinte
años; los que estamos en la
imagen miramos fijamente a la
cámara, seguramente por
instrucción de mi padre. Yo de
unos cuatro años con la vista
fija en el primer libro del que
tengo recuerdo, Alí Babá y los
cuarenta ladrones. Mi mamá,
hermosa y sonriente, con mirada
azul, luciendo un sombrero de
Guillermo Tell que hoy me
encantaría volver a verle puesto
por el puro gusto de hacerla
jugar, como veo que
acostumbraba en muchas de las
imágenes que conservo de esos
años.
Las fotografías, cuando el
tiempo y la vida les pasan por
encima, registran presencias
fugaces y ausencias eternas. Me
animo a sacar estas diapositivas
enmarcadas de la bolsa donde
las he guardado por tanto
tiempo para verlas nuevamente
con detalle. Los ausentes cobran
un protagonismo inevitable:
abuelos, tíos, María Martínez,
Catalina. Levanto la vista para
escapar y encuentro enfrente
mío, colgado en la pared,
mirándome a los ojos, un retrato
alucinante de Raúl Ruiz que le
tomó años atrás mi amiga Mabel
Maldonado. Las venas de sus
manos, la taza de café sostenida
con pulso seguro, el bigote cano
bien cuidado, un reloj pulsera
sobrio con correa de cuero
negro insinuándose en la
muñeca izquierda, camisa azul
oscura, botones blancos,
chaqueta negra, ojos serios,
mirada serena. El Raúl Ruiz que
aún no enfermaba retratado por
una fotógrafa atenta, que
compone un cuadro que sólo
existe en su fotografía y en la
mente de los que la vemos y
asociamos ese rostro con
películas delirantes, irónicas,
bellas, lúdicas, sucias,
fantásticas, incomprensibles,
impredecibles.
Raquel Alvayay me prestó un
libro del fotógrafo argentino
Gustavo Germano. Se llama
Ausencias. Quince historias,
quince casos de secuestro y
desaparición por la dictadura
militar convertidos en manos de
Germano en quince planetas
para visitar. Una imagen de
álbum familiar, capturada
cuando el ausente estaba vivo,
es recreada treinta años después,
incorporándose en la nueva
toma la ausencia del que no
puede asistir a la convocatoria
porque es un detenido-
desaparecido. Uno de ellos,
Eduardo Germano, hermano del
fotógrafo, detenido en Rosario
en diciembre de 1976 cuando
vivía clandestino y había
acordado una cita para
encontrarse con sus padres.
Una playa de Entre Ríos, un
asado en el campo, una
sobremesa de domingo en casa
de los suegros, un otoño de
1966 registrado con la cámara
fotográfica comprada con el
primer sueldo, la celebración de
un matrimonio religioso en la
ciudad de Concordia, un alto en
el camino a Reconquista, a un
costado del arroyo Espinillo, en
la casa del hermano,
compartiendo secretos
adolescentes en el barrio, una
primavera de 1970 en una
familia de trece hermanos, un
estudio fotográfico cercano a la
frontera con Uruguay, del brazo
de la madre en el Centro
Español de Concordia, junto a
un amigo y la hermana en la
cocina, escuchando la radio en
el comedor acompañado de
mamá un día en que juega San
Lorenzo de Almagro, en la casa
de los abuelos. Quince escenas
reconstruidas treinta años
después para marcar esa
ausencia viva que interviene las
nuevas imágenes construidas
por Gustavo Germano.
Me detengo en mis propias
ausencias, de mi cuerpo y otros
cuerpos.
Jueves 01 de septiembre de
2011
Años Luz
Años Luz se llama el café de
Concepción donde presentamos
un par de semanas atrás el
último libro de Tito Matamala:
La noche de los muertos
vivientes. El café de Antonio
Astete queda en la Diagonal
Aguirre Cerda, cerquita de
Chacabuco, y sobrevivió sin
mayores complicaciones al
terremoto. La gracia fue doble:
el café permaneció en pie,
prácticamente intacto, y también
las numerosas antigüedades que
son parte del alma del lugar. En
el corazón de una ciudad que
aún exhibe huellas de la
tragedia, Años Luz se levanta
como uno de los mejores
refugios imaginables para
pasarse la vida en Concepción
sin temor a que un nuevo
terremoto te dispare por la
ventana.
En ceremonia privada, rodeados
de puros amigos, celebramos
junto a Tito la existencia de un
libro que transita desde el
humor negro sin
contemplaciones de un
periodista y escritor avecindado
en Concepción hace cerca de
treinta años, hasta la emoción
legítima que provoca el último
relato, cuando Matamala narra
en primera persona cómo
sobrevivió al gran terremoto del
27 de febrero.
Tito coincide conmigo en que
La noche de los muertos
vivientes es su mejor libro. “El
más maduro”, dice él. “El mejor
escrito y el más despiadado”,
agrego yo. Lo publicamos
juntos en marzo de este año, y la
edición independiente poco a
poco ha ido encontrándose con
sus lectores. Para presentarlo en
Concepción, volví a leerlo. Lo
gocé nuevamente y me reí
mucho, como cuando era joven
y leía las novelas más divertidas
de Vargas Llosa, Pantaleón y las
visitadoras o La Tía Julia y el
escribidor. O esa novela de
Jaime Bayly que nunca he
vuelto a ver en ninguna librería:
Los últimos días de La Prensa.
La historia de un diario limeño
decadente que vive sus últimos
horas y al que llega un
muchachito bien que debe
haberse parecido mucho al
propio Bayly. El relato del
peruano es tan desmadrado
como el que Tito Matamala
hace en La noche de los muertos
vivientes de un diario de
provincia de Concepción de
corta vida, llamado Hora 12, un
matutino de baja estofa cuyo
propietario era además dueño de
restaurantes y fuentes de soda,
razón por la cual la secretaria
tenía que repartirse en sus
funciones: “Y cuando los
periodistas necesitaban que la
secretaria les ayudase en una de
esas tareas mínimas de
secretaria —el envío de un fax,
la recepción de un sobre, la
toma de un recado de una fuente
noticiosa— debían ponerse a la
cola porque la señora también
atendía a los proveedores del
refectorio a sus espaldas: bolsas
de papas fritas cortadas en
forma de palos, bolsas de
vienesas selladas al vacío,
cajones de tomates y paltas y
barriles de cerveza para las
máquinas surtidoras”.
En otra de sus historias, todas
ellas tan reales como puede
serlo la biografía de Tito,
aparece Fifí, el director de un
canal de televisión universitario
y de cable, que a veces prestaba
su Opala dos puertas y sucio
como un chiquero para que el
vehículo hiciera de móvil por la
ciudad: “En una de esas
amanecidas en el estudio,
bebiendo pisco seco y comiendo
pan duro y queso gauda, con la
Ximenita y la Tania —mis fieles
compañeras— llegamos a la
magistral conclusión de que la
televisión envenena el alma,
lema que aún sostengo como
bandera de lucha y que veo
aplicado a cualquier amigo o
conocido —o alumno— que se
le ocurre incursionar en ese
mundo: la televisión envenena
el alma”.
La noche de los muertos
vivientes incluye al Príncipe
Gitano, un cantante y bailarín
que terminó pegando letreros en
los árboles de Concepción para
promocionar despedidas de
soltero, y a un supuesto cineasta
penquista que profitó de becas
estatales para financiar sus
correrías ajenas al séptimo arte
gracias al auspicio de cierta
prensa. Cuando el joven
cineasta mostró finalmente su
cortometraje, después de años
de producción, casi lo lincharon
por malo.
¿Se acuerdan del falso
estudiante francés o catalán que
embaucaba universitarias del sur
con su acento extranjero y al
final terminó preso, porque
acababa robándoles
computadores y plata de la
tarjeta de crédito? Es otra de las
historias del libro, igual que el
curioso vínculo que alguna vez
conectó a Matamala con el
empresario Carlos Cardoen y lo
llevó a escribir una novela de la
que Tito prefiere no hablar
porque es muy mala. La historia
verdadera, que es doscientas
veces mejor que su novela, es la
que se cuenta aquí, y comenzó
el día en que Tito dibujó un
chiste en la portada del diario
Hora 12 que acabó con
Matamala despedido de una
patada al día siguiente. La
caricatura decía: “Carlos
Cardoen apoya el proyecto del
Mercado. Se pone con dos
racimos”.

Viernes 09 de septiembre de
2011
Amalia
Volvía del taller a casa el
miércoles de la semana pasada y
en la esquina de Echeñique con
Eliecer Parada me crucé con un
centenar de personas
arremolinadas en torno a la
animita que recuerda a Amalia
Herrera Ugarte.
Amalia murió en esta esquina el
31 de agosto de 2010, cuando
iba en bicicleta a encontrarse
con una amiga en el Campus
Oriente de la Universidad
Católica, desde donde seguirían
camino al teatro.
Se cumplía un año del
accidente, y sus padres y su
hermana menor, Mañu,
acompañados de familiares, sus
amigos del colegio y la
universidad, amigos de sus
amigos y vecinos de Ñuñoa, se
congregaban para recordarla y
convocarla.
Veníamos con Guillermo
Elgueta, y nos sumamos al
grupo. Una lienza cargada de
fotografías de Amalia y
amarrada al árbol de la esquina
coloreaba la noche, iluminada
en este rincón de la ciudad por
decenas de velas encendidas en
su nombre. Algunas compañeras
de su equipo de fútbol se
atrevían con una guitarra y unos
versos. Otros conversaban
animadamente entre ellos. Unos
pocos estaban en silencio. Yo
buscaba a sus padres, a Gonzalo
y Soledad, para abrazarlos. No
alcanzo a imaginar en qué se
convierte física y síquicamente
la pérdida de un hijo cuando
sucede de este modo, sin aviso y
en forma repentina. Cuando un
llamado telefónico te deja
suspendido y no podrás
sacártelo de encima. Es tan
devastadora la realidad de la
muerte, y tan indiscutible, que
una manera de sobrevivir a su
ocurrencia cerca de uno es
dejarse tocar por el cariño que
recibimos los que continuamos
vivos.
Lo que se ha hecho con Amalia
Herrera Ugarte en esta esquina
de Ñuñoa es emocionante. Casi
no hay noche en que no haya
una vela prendida o una nueva
flor, o un remolino alentado por
el viento. O un muchacho o una
muchacha junto a su bicicleta
conversándoles sin apuro a esas
flores y esas fotografías. O
como he visto otras veces,
transeúntes que se detienen por
un momento, se persignan y
continúan su marcha.
Abrazo a Soledad, su mamá, en
esta noche del primer
aniversario de la muerte de
Amalia, y ella me comenta que
hay un texto escrito por su hija
en donde habla del sentido y el
significado de las animitas. Me
lo envía el jueves en la mañana.
Es un trabajo que Amalia
entregó en la universidad pocos
días antes del accidente. Le
preguntaron por qué la animita
no es una obra de arte y cómo se
relaciona con la identidad, y ella
respondió que "el arte popular, a
diferencia del culto, no esconde
una ligazón directa del resultado
con la materialidad que le sirve
de medio", y que "la animita no
requiere ser original, ni
identificarse con un autor
socialmente reconocido, porque
su valor no está tanto en
distinguir como en congregar".
Su valor no está tanto en
distinguir como en congregar.
¿Alguien podría discutirle a
Amalia su afirmación?
Comenta su madre, Soledad,
que muchas veces, en viajes
familiares, hablaban con sus
hijas sobre los cientos de
animitas que hay en los caminos
de Chile. "Como miles de
familias nos imaginábamos las
historias, nos preguntábamos
por qué algunos tienen animitas
y otros no, quiénes las
visitarían, si hacían favores o
solo atesorarían afectos, en fin.
Pero jamás pensamos que
tendríamos una propia, que cada
vez es menos propia y más de
todos".
Una animita menos propia y
más de todos. Amalia lo supo
antes que nosotros, y lo
escribió.
Viernes 16 de septiembre de
2011
Café Marisol (3)
Hay una historia que llevo
conmigo desde hace varias
semanas. Almorzaba solo y
tranquilo en Café Marisol una
cazuela de vacuno mirando
hacia la calle, como
acostumbro, cuando entraron al
local una pareja y su hija
adolescente. Nunca antes los
había visto en el café. Como
Café Marisol es pequeño,
resulta casi imposible no reparar
en los que entran o se van.
Había sólo una mesa
desocupada, delante mío. El
padre sostenía a la hija con sus
dos brazos, y al avanzar advertí
que la muchacha presentaba una
discapacidad que le impedía
desplazarse sola. Tardaron
algunos minutos en ponerse
cómodos. La madre y su hija
quedaron sentadas dándome la
espalda, mientras que al padre
lo tenía de frente, a tiro de
cámara.
Como es habitual en Marisol a
la hora de almuerzo, Enrique les
llevó pan y pebre y tomó la
orden después de detallarles el
menú del día: sopa o ensalada y
un plato de fondo entre tres o
cuatro alternativas. No pude
seguir pensando en la cazuela o
en cualquier otra cosa que no
fuera lo que sucedía frente a mí,
en esa mesa. La mirada del
padre a su hija, amorosa, casi
embobada, con un brillo en los
ojos que tal vez lo soñé; la
manera delicada en que esta
madre le dio la sopa en la boca
lentamente, sorbo a sorbo, a esta
muchacha que no parecía
completamente ausente, pero
que no hablaba y que en estas
cosas, domésticas y cotidianas,
como sentarse a una mesa o
tomar una sopa, no podía
valerse por sí misma, me
permitieron asistir a una
intimidad que disparó mis
pensamientos. ¿Sería ella su
única hija? ¿La mirarían y la
tratarían siempre con la misma
delicadeza y amor con que yo
estaba viendo que la trataban en
este cotidiano almuerzo de un
día cualquiera de 2011?
Permanecí agazapado,
alargando el café, para no
perderme detalles. No sé si
sabría reconocer a esta pareja de
ciudadanos en el caso de que se
cruzaran ahora delante mío en la
calle sin su hija adolescente.
Eran físicamente comunes y
corrientes. Creo que él llevaba
chaqueta y corbata, igual que
miles y miles de empleados en
la gran ciudad, y que ella vestía
como visten la mayoría de las
mujeres de cuarenta años que
trabajan en alguna oficina de
Santiago. ¿Venían del doctor?
¿O de ir a comprarle zapatos o
alguna prenda de vestir? ¿O la
muchacha se encargó de
hacerles saber que ese día
necesitaba más que nunca su
compañía porque se sentía triste
y sola, y lo mejor sería salir a
almorzar fuera de casa? ¿Pasó
ella buena noche? ¿O se
mantuvo en vela pensando en
los que podían vivir con menos
dificultades motrices? ¿Se ha
enamorado alguna vez y ha
perdido la razón por amor?
Pensé en mis hijos. Y en si yo
soy delicado en mis
movimientos cuando me siento
a la mesa con ellos. Y por
supuesto supe que esta pareja
me estaba enseñando a tratarlos.
Entendí, aunque luego lo
olvidara, y aunque hoy escriba
estas líneas y vuelva a
recordarlo, que no hay mejor
manera de aproximarse a otro
que no sea dejándole un espacio
a la posibilidad de quererlo.
Aunque fuera levemente. Tal
vez no sea necesario querer
demasiado. Tal vez no sea tan
difícil hacerlo. A lo mejor me
estoy volviendo loco.
El otro día leímos en voz alta
con mi querida Edite Barbosa,
ella en portugués y yo en
castellano, el poema "Los
Estatutos del Hombre" de
Thiago de Mello, traducido por
Neruda. El poema, demasiado
utópico para algunos y por eso
mismo tal vez ajeno a la
condición humana, propone una
serie de decretos que aseguren
un mundo menos feroz y más
amable, y a unos habitantes de
la Tierra capaces de convertir
cualquier día de la semana,
"inclusive los martes más grises,
en mañanas de domingo". Sólo
una cosa queda prohibida,
escribe Thiago de Mello en los
Estatutos: "Amar sin amor".
No sé si volveré a ver alguna
vez en mi vida a esa pareja junto
a su hija adolescente y
discapacitada. Donde sea que
estén, ojalá queriéndose tanto
como vi que lo hacían en Café
Marisol: gracias.

Jueves 22 de septiembre de
2011
Con el alma
Días atrás expuse sobre el alma.
Qué decir, además de que no sé
casi nada sobre ella, salvo que
me importa, que se parece
mucho al espíritu y que escribo
con frecuencia el vocablo que la
nombra: alma.
Revisando lecturas posibles que
acompañaran estas cavilaciones
sobre el alma, me crucé con el
último texto en prosa que
escribió Raymond Carver. Era
un hombre joven, pero estaba
muy enfermo, sabía que le
quedaban solo semanas o meses
de vida, y tenía que hablarle a
un puñado de estudiantes de la
Universidad de Hartford que se
graduaban y se supone tenían
casi una vida entera por delante.
Entonces Carver eligió una frase
de Santa Teresa a la que
recurrimos como si se tratara de
un respiradero cuando
trabajamos con las palabras:
“Las palabras que llevan al
obrar preparan el alma, la ponen
presta y la mueven a la ternura”.
Carver les explicó a los
graduados su elección: “Casi
diría que hay algo místico en
estas palabras al decirlas con
total convencimiento.
Percibimos la frase como un eco
de otros tiempos más
considerados. La utilización, por
ejemplo, de la palabra alma, una
palabra que apenas se utiliza
fuera del ámbito de la iglesia o
de la sección soul de una tienda
de discos”.
Les decía Carver a los
estudiantes que el alma puede
habitar las palabras dichas y
escritas, y que por lo mismo hay
que cuidarlas, respetarlas,
escogerlas con delicadeza, y
sobre todo vincularlas a la
acción que de ellas pueda
desprenderse. Lo peor que le
puede suceder a una palabra es
existir como tal, lucir un cuerpo
y estar vacía, ser sólo cáscara,
caparazón, no resistir la
trizadura natural de la vida o
dejar en evidencia al primer
combate lo falsa que es.
“Presten atención al espíritu de
vuestras palabras, de vuestro
actos”, remató Carver, “es
suficiente preparación. Cuando
hayan pasado unos cuantos
meses y lo único que recuerden
sea haber asistido a un largo
acto público para celebrar el
final de una época de vuestras
vidas, intenten no olvidar que
las palabras, las palabras
correctas y verdaderas, pueden
tener tanto poder como los
actos”.
Sandra Lorenzano ensayó un día
unas instrucciones imposibles
para escribir: “Escribir para
intentar saber qué escribiríamos
si escribiésemos, escribió
Marguerite Duras. O escribir
para no morir, quizás. O para no
ser más que palabras. Escribir
porque no podemos hacer otra
cosa; porque no queremos hacer
nada más. Escribir rodeados de
libros aunque eso nos lleve al
silencio. Escribir con todo el
cuerpo. Escribir por los que no
están”. Escribir con el alma,
agrego.
¿Por qué escribe usted? se titula
un gran poema de Óscar Hahn:
“Porque el fantasma porque
ayer porque hoy:/ porque
mañana porque sí porque no/
Porque el principio porque la
bestia porque el fin:/ porque la
bomba porque el medio porque
el jardín”. Léanlo completo,
lleguen hasta el último verso, y
luego lean el poema que
Wislawa Szymborska le dedicó
al alma, que en una de sus
estrofas dice: “Podemos contar
con ella/ cuando no estamos
seguros de nada/ y tenemos
curiosidad por todo”.
Szymborska sabe que no hay
punto de partida más vital que
no saber, y sale a buscar las
palabras con las cuales viajará
incierta, curiosamente.
Sólo se puede escribir de
aquello de lo que no sepas
demasiado, pensaba Goethe.
Una proposición fascinante.
Buscar, husmear, orbitar, trazar
una ruta nunca antes recorrida,
avanzar a tientas, retroceder,
desviarte en el camino,
detenerte, creer que llegas y no
llegar. “Porque escribí no estuve
en casa del verdugo”, escribe
Enrique Lihn, “ni me dejé llevar
por el amor a Dios/ ni acepté
que los hombres fueran dioses/
ni me hice desear como
escribiente/ ni la pobreza me
pareció atroz/ ni el poder una
cosa deseable (…) Pero escribí
y me muero por mi cuenta,/
porque escribí porque escribí
estoy vivo”.
“Porque escribí” se llama el
poema de Lihn. Un poema para
ser leído con los ojos bien
abiertos, sin perderse detalles de
las palabras que lo habitan, de
los pliegues insinuados, del
silencio profundo e inevitable
que provoca terminar de leerlo.
Un poema escrito con el cuerpo
y con el alma.

Sábado 1 de Octubre de 2011


Nostalgia de la luz
En una pieza de Ñuñoa, con la
luz apagada y el televisor
encendido, un puñado de
ciudadanos vemos en silencio la
última película de Patricio
Guzmán: Nostalgia de la luz.
No vuela una mosca durante los
noventa minutos del
documental. No suena un
celular. Estamos con los cinco
sentidos puestos en la pantalla,
la mente y el espíritu,
traduciendo a nuestra propia
lengua un filme que, al menos a
mí, me interroga y me
conmueve.
Habrá quienes no querrán verlo.
Aquellos a quienes les molesta
que entre sus protagonistas no
haya sólo astrónomos,
telescopios, arqueólogos,
galaxias y constelaciones, sino
también familiares de detenidos-
desaparecidos que aún buscan
restos con una pala en el
desierto de Atacama, el mismo
privilegiado desierto desde
donde podemos mirar las
estrellas mejor que en ningún
otro lugar de la Tierra. Hay
gente sin memoria que reclama
hasta cuándo escarban en el
pasado, como si lo ocurrido
hace treinta o cuarenta años
deba olvidarse y abandonarse. A
veces son los mismos que
aplauden los últimos hallazgos
de la comunidad científica en
materia de astronomía o
arqueología. Celebran lo que no
los compromete, una vida
medida en años luz, en tiempos
siderales. Les agrada hablar del
más allá, de la misma manera
que les incomoda pensar en lo
que ocurrió frente a sus narices
en su galaxia más cercana.
En la película de Guzmán se
abre el cielo para interrogar al
infinito, y se escarba entre las
piedras para interrogar el pasado
reciente. Hay un astrónomo
joven, Gaspar Galaz, que nos
explica que el presente en
estado puro no existe, y que
ellos, los astrónomos, trabajan
con el pasado haciéndose una y
otra y otra pregunta más,
convirtiendo su oficio y su
pasión en una búsqueda
permanente de respuestas que
jamás estarán completas. Hay
un arqueólogo de experiencia,
Lautaro Núñez, que sabe que
entre las piedras hay momias
altiplánicas y dibujos grabados
en las rocas que revelan una
manera de vivir, de ser y de
pensar. Y que sabe también que
los restos de una salitrera
abandonada, Chacabuco, fueron
la estructura escogida para
montar un campo de prisioneros
en la dictadura de Pinochet. Hay
un arquitecto con una pasmosa
capacidad para recordar los
espacios en que estuvo detenido
y luego dibujarlos con exactitud.
Hay un preso de Chacabuco que
habla de la magnífica sensación
de libertad que experimentaban
cuando se instalaban a mirar las
estrellas con un telescopio
artesanal fabricado por ellos
mismos. Hay mujeres familiares
de ejecutados en Calama que no
quieren morirse sin antes haber
encontrado los restos de sus
seres queridos. Ellas también
sienten nostalgia de la luz y
quisieran por un momento dejar
de rastrear el suelo para mirar al
cielo. Hay una astrónoma joven,
Valentina Rodríguez, cuyo
testimonio es vital en la
película. Es hija de padre y
madre detenidos-desaparecidos
y fue criada por sus abuelos.
Hoy está casada y tiene dos
hijos. Se ríe cuando le dicen que
no se nota que es hija de
detenidos-desaparecidos. La
astronomía la ha ayudado a
darle otra dimensión al dolor, la
ausencia, la pérdida. Ella ha
comprendido gracias a su oficio
que el ciclo vital no termina con
la muerte física, que la materia
siempre se recicla. Las estrellas
mueren para que surjan otros
planetas, para que haya vida.
Los abuelos que la criaron le
enseñaron el valor de sus
padres, la fuerza de sus ideales,
a la vez que la ayudaron a
sobreponerse al dolor
regalándole una niñez sana y
alegre. Hay una reflexión
permanente sobre la memoria:
"Los que tienen memoria son
capaces de vivir en el frágil
tiempo presente. Los que no
tienen memoria, no viven en
ninguna parte".

Jueves 06 de octubre de 2011


Sonia, la única
La conocí cuatro años atrás, en
una pequeña biblioteca del Café
Literario de Providencia donde
nos reuníamos una vez a la
semana a hablar de libros y de la
vida. De baja estatura, sonrisa
fácil y voz suave y frágil, podía
por edad ser la mamá de
muchos de los que llegábamos a
la cita. Sonia pedía la palabra
con timidez, no se le ocurría
interrumpir a alguien o levantar
la voz, y nos leía unos cuentos
suyos escritos a mano y
premiados en concursos
municipales, regionales y
nacionales. Uno sobre casas
embrujadas en Recoleta, otro de
una animita en el Cementerio
General. Uno sobre una quinta
de recreo en El Salto y otro que
le recuerda lo mejor de su vida,
“El príncipe de la 30”, un chofer
de la Empresa de Transportes
Colectivos del Estado al que
conoció en los años cincuenta
subiéndose al bus de la línea 30
cuando venía del liceo.
Sonia estaba muy orgullosa de
los reconocimientos literarios
que había obtenido, el premio
de la Municipalidad de
Recoleta, los de la Prodemu, el
de las AFP. Bastaba escucharla
leer sus cuentos para saber que
Sonia escribía honestamente y
era buena como la marraqueta
crujiente y tibia.
Una vez Sonia participó en un
concurso nacional de recetas
chilenas. El concurso se llamaba
“La cocina, el alma de Chile”.
La ayudaron sus nietas que
mandaron las recetas escritas a
mano, con buena letra, porque a
la máquina de escribir le
faltaban dos teclas. Sonia pensó
que la iban a descalificar porque
las bases decían que los textos
debían escribirse a máquina o en
computador. Un día,
almorzando en casa con su
familia, sonó el teléfono. Le
dijeron que la llamaba Alipio
Vera, el periodista de Canal 13.
Sonia pensó que era un yerno
actor que tiene, uno que siempre
la llama para bromear con ella y
se hace pasar por Don
Francisco, el papa Juan Pablo
Segundo, Carlos Caszely o el
Pollo Fuentes; pero no, no era el
yerno actor, sino el mismísimo
Alipio Vera que le decía que
había ganado un premio en el
concurso de las recetas, y que
ahora mismo se iba a su casa un
equipo de Canal 13 para hacerle
una nota y mostrar en vivo y en
directo cómo preparaba esos
fritos de papas con crema de
maicena.
En ese mismo concurso Sonia
había participado con una receta
de empanadas caseras que
también sacó premio. Así que
una vez tuvo que ir al Sheraton
con cien empanadas recién
horneadas en un horno en el que
sólo cabían nueve. No fue un
buen momento en su vida: no
sólo porque llegó agotada para
cumplir con el pedido, sino
porque ella no se sentía cómoda
entre directivos bancarios,
hombres públicos y
empresarios: Sonia Arancibia se
quería enterrar en un hoyo y
aparecer mágicamente de vuelta
en su casa de Puente Alto, para
volver a estar con su gente.
A Sonia le gusta usar la palabra
mágico para nombrar las
maravillas que ha vivido. Hoy
está viuda, pero sabe que no
cabe otra palabra, magia, para
narrar cuando la sentaron en la
casa de su madrina junto a
Sergio Recabarren en la mesa.
Era la visita anunciada. Aquel
chofer de la línea 30, del
recorrido Recoleta-Yarur, al que
Sonia miraba con ojos
enamorados, y que era hermano
del novio de la hija de su
madrina. Esa comida ocurrió el
3 de agosto de 1959. Sonia ya
no estaba en el liceo, ya no
usaba calcetines ni se hacía una
cola de caballo con el pelo. El 5
de septiembre, fueron los dos de
paseo al cerro La Loma y
empezaron a pololear.
Estuvieron juntos más de
cuarenta años y se quisieron con
el alma.
Sonia está viuda desde 2002 y
nos vemos los miércoles. Yo le
digo Sonia, la única cuando la
veo llegar, y ella se ríe. Acaba
de inventarse un correo
electrónico con ese nombre. El
miércoles pasado leyó un relato
real protagonizado por tres de
sus nietas: Amparo, Sofía y
Josefina. Las tres encumbraban
unos cometas en una playa
solitaria, en Mirasol. Sonia las
miraba disfrutar y no podía más
de felicidad. Se supone que ese
mismo día el mundo se iba a
acabar, y que todos tendríamos
que haber estado muertos de
miedo. Sonia la única pensó ese
día que los tres cometas de sus
nietas tocaban el mismo cielo
donde las muchachas dicen que
vive su abuelo Sergio
Recabarren, el príncipe de la
30.

Sábado 15 de Octubre de 2011


Apretados de palabras
En una de las tantas cartas que
le escribió a Eduardo Barrios,
Gabriela Mistral le reprocha con
cariño a su amigo que interprete
su silencio como un signo de
lejanía o falta de consideración:
"Es cierto que en este tiempo yo
le he escrito a algunas personas;
pero habría que averiguar a
cuántas no he escrito, a cuántos
que recuerdo todos los días, no
sólo hace un mes sino hace
muchos meses, cuatro o seis
años". Leer esta carta de Mistral
me conecta con el poderoso
significado de lo no dicho, lo
que no se explicitó, lo que no se
escribió ni se grabó en ningún
sitio pero fue, o es, o reclama su
derecho a formar parte de lo
vivido. Tendemos a construir
cualquier biografía a partir de
los hechos visibles que
acompañan una vida, lo escrito,
lo que se dice, los lugares que se
visitan, los logros alcanzados o
aquellos accidentes en el
camino de los que se pudo
tomar nota. ¿Y las preguntas
que uno se hace en voz baja
para las cuales no hay
respuesta? ¿Y todo aquello que
se prefiere callar? ¿No es acaso
parte fundamental de nuestro
equipaje de mano? ¿Y esos
cariños de los que habla la
poeta, esos recuerdos de gente
que le importan, pero que a
diferencia de Eduardo Barrios,
que sí recibe cartas, no tienen de
ella una sola palabra de aliento,
aun cuando forman parte muy
viva de su espíritu? A veces uno
revisa viejas agendas y el piso
se mueve. Números telefónicos
asociados a nombres de
personas que alguna vez fueron
parte de tu paisaje cotidiano,
pero que la vida te llevó a
olvidar y ser olvidado. Hay
casos de personas con las que
tuviste un contacto fugaz y
permanecieron en el recuerdo,
aun cuando nunca más volviste
a hablar con ellos. No son
lineales las relaciones humanas.
Suelen ser accidentadas,
fracturadas, zigzagueantes. El
mundo es como es entre otras
cosas porque las pulsiones del
hombre forman parte de una
navegación impredecible y
azarosa imposible de anticipar
por los mapas y las
brújulas. Sigo con la carta de
Gabriela Mistral a Eduardo
Barrios: "Tampoco yo,
hermano, creo que en nuestra
imperfección espiritual de esta
época podamos prescindir
todavía de la conversación
escrita; pero me pasa algo muy
curioso respecto de ciertas
cartas. Hago mentalmente las
respuestas; mas, son tan largas,
tanto, que renuncio así a
escribirlas íntegras como a
escribirlas mutiladas. Esto de las
cartas mentales se me está
haciendo un vicio. Me dejan la
certidumbre de una
comunicación verdadera y, lo
que es más, perfecta". Hacia el
final, Mistral vuelve a pedirle a
Barrios que nunca más
interprete mal sus silencios,
"que están apretados de
palabras, de recuerdos, de
cordialidad diaria y efusiva".
Apretados de palabras y de
recuerdos, de cordialidad diaria
y efusiva. Repito para retener y
no olvidar estas preciosas
imágenes. Nosotros también
estamos apretados de palabras.
Quiero ocupar mis libretas y mi
tiempo en escribir cartas, en
mantener conversaciones
escritas que no se evaporen
completamente. Mónica vive en
Rancagua, es sordociega, una
sola vez hablamos, hace muchos
años, largo y tendido. Pienso en
ella con frecuencia. Siento
deseos de llamarla nuevamente.
Sé que guardo un teléfono suyo.
Verónica va a la escuela todas
las mañanas en Villa Alemana.
Ella no tiene cómo saber que
sigo atento sus movimientos.
Debo escribirle todas las
semanas, como debo empezar a
escribirle cartas a mi hija
Antonia, que sé que las espera.
¿Por qué no empezar hoy
mismo? Escribamos cartas,
apretados de palabras como
estamos. Podemos encabezarlas
copiando el primer párrafo de
Gabriela Mistral, decirles que es
verdad que hemos escrito en
este tiempo a otras personas, lo
que en ningún caso significa que
no estén vivos en nuestro
recuerdo. Cuánto silencio, y
nosotros, apretados de palabras,
esperando la chispa que nos
despierte del silencio con que
hemos cubierto tantas, pero
tantas vidas a nuestro
alrededor.

Viernes 21 de octubre de 2011


Leamos poesía, me dijo
Una muchacha bonita me dijo:
leamos poesía. Fue como un
ruego. Y nos pusimos en
campaña. Cada uno debía traer
la poesía que más le gustara, la
que quisiéramos leerle a los
demás con entusiasmo. Mientras
hacía mi primera selección
revisando estanterías, reparé en
el espacio cada vez mayor que
ocupa la poesía en mi
biblioteca. Separé, para
empezar, veinte o treinta libros.
Y recordé una frase de Teillier:
que desde que se puso a leer
poesía y a escribirla, nunca más
distinguió entre poetas chilenos
y poetas extranjeros, entre otras
cosas porque no tenía ningún
sentido preguntarse qué era lo
chileno.
Busco el texto en que Teillier
dijo eso, y lo encuentro en su
ensayo titulado "Sobre el mundo
que verdaderamente habito",
que ahora figura como prólogo
de la nueva y bella edición de
Muertes y maravillas: "La
poesía es la universalidad, que
fundamentalmente se obtiene
por la imagen. 'La muerte que
está ante mí como el chubasco
que se aleja' del arpista del
Antiguo Egipto es también 'la
muerte es grande y somos los
suyos' de Rilke, y el tiempo es
un río en Heráclito y Jorge
Manrique".
Esa primera vuelta por la
biblioteca dejó muchos nombres
sobre la mesa: entre los nacidos
en Chile, Parra, Neruda, Mistral,
Gonzalo Rojas, Ennio Moltedo,
Enrique Lihn, Teillier, Bertoni,
Cuevas, Pohlhammer, Bolaño,
Huidobro, Millán, Mané
Zaldívar, más dos o tres
estupendas antologías de poesía
chilena en que los poetas se
multiplicaban y sumaban veinte,
treinta, cuarenta. Después hubo
que sumar a los extranjeros de
los otros estantes: Szymborska,
Segovia, Milosz, Gelman,
Borges, Vallejo, Dylan Thomas,
Walt Whitman, y me detengo
aquí para no aburrir con
listados, agregando al sueco
Tranströmer, el nuevo Nobel de
Literatura, de quien alcancé a
leer en estos días unos seis o
siete poemas, entre ellos
"Góndola fúnebre N°2," que me
pareció buenísimo, un poema
donde se recrea un paseo en
góndola de dos portentos de la
música, Liszt y Wagner: "Soñé
que llegaba tarde el primer día
de clases./ Todos en el salón
llevaban máscaras blancas/
sobre el rostro./ Imposible decir
quién era el maestro".
La vida apenas alcanza para leer
una mínima parte de la literatura
escrita para nosotros, esa
literatura con la que nos
encantará cruzarnos y no
separarnos más. Hay cientos de
estanterías ocupadas por libros
de poesía que aguardan que los
tomemos y sepamos qué
mundos habitan en ellos.
Vincularnos a la poesía puede
ser una manera de salvarnos,
como le ocurría a Teillier: "Tal
vez alguna vez ya no escriba
más poesía, tal vez siga en esta
tarea que nadie sino yo mismo
me he impuesto, no para vender
nada, sino para salvar mi alma,
en el sentido figurado y literal".
Mario Valdovinos me recordó el
otro día en un café esta frase de
Teillier, y la celebramos juntos.
Habría que ampliarla, o crearle
una segunda parte: sustituir la
palabra escriba por lea para que
no sólo ayude a los poetas, sino
a los que la leemos y queremos
poesía en nuestras vidas.
En su poema "El poeta de este
mundo", dedicado a René-Guy
Cadou, Teillier escribe: "Tú
sabías que la poesía debe ser
usual como el cielo que nos
desborda,/ que no significa nada
si no permite a los hombres
acercarse y conocerse./ La
poesía debe ser una moneda
cotidiana/ y debe estar sobre
todas las mesas/ como el canto
de la jarra de vino que ilumina
los caminos del domingo./
Sabías que las ciudades son
accidentes que no prevalecerán
frente a los árboles,/ que la
poesía no se pregona en las
plazas ni se va a vender a los
mercados a la moda (...) La
poesía/ es un respirar en paz/
para que los demás respiren,/ un
poema/ es un pan fresco,/ un
cesto de mimbre./ Un poema/
debe ser leído por amigos
desconocidos/ en trenes que
siempre se atrasan,/ o bajo los
castaños de las plazas aldeanas".
Una muchacha bonita me dijo:
leamos poesía. Fue como un
ruego. Y nos pusimos en
campaña.

Viernes 28 de octubre de 2011


Artesanos
Antes era el tipógrafo, después
vino el digitador. Alguna vez las
páginas de los diarios se
escribieron letra a letra, y los
libros fueron haciéndose línea a
línea. Hoy la palabra impresa
viaja a una velocidad que
dificulta que nos detengamos a
celebrar el oficio de aquellos
artesanos, ilustradores y
diseñadores, que moldean la
página para que ella viva frente
al lector, segundo o tercer
eslabón de la cadena alimenticia
de la escritura. En su poema
“Los justos”, Borges les dedica
un verso: “El tipógrafo que
compone bien esta página, que
tal vez no le agrada”. Ese
tipógrafo está entre “las
personas que se ignoran y que
están salvando al mundo”. Leer
el poema es detenerse a pensar
en todos aquellos ciudadanos
que cultivan su oficio con
esmero y dedicación, o que
prefieren que los otros tengan
razón, o que juegan en un café
del sur de la ciudad un
silencioso ajedrez. Pienso en
jardineros, ebanistas y luthiers.
En carteros, cocineros y también
en aquellos ilustradores y
diseñadores que han tenido
como tarea convertir un sucio
manuscrito en un libro físico y
bello. El otro día me escribió
Amalia Ruiz, diseñadora de tres
libros míos. Lo primero que
preguntaba en su correo era si
yo me acordaba de ella. No sabe
Amalia cuánto vale su trabajo.
Creo no haber olvidado a nadie
que haya trabajado en mis
libros: Vesna Sekulovic, Carlos
Altamirano, Francisca Toral,
Loreto Cammas, Paula Montero,
Amalia Ruiz, Iván Villalobos,
Luis Felipe, Berni Espinoza,
Alejandra Machuca,
nuevamente Francisca Toral.
Todos ellos han estado semanas
y meses concentrados en
componer cada una de las
páginas de estos libros, desde la
portada hasta el colofón. El
libro digital propone ahora una
fatigosa discusión entre leer en
papel o en pantalla. Yo ya tomé
una decisión: seguiré leyendo y
pensando en libros de papel,
escribiendo libros que puedan
tomarse de una estantería, que
tengan lomo, que tengan tapa,
que puedan tocarse, palparse,
llevarse al café y formar una
pila de libros cuando se junten
con los demás. El mismo
sentimiento de gratitud respecto
de mis diseñadores lo tengo
hacia quienes componen esta
página semanal. Sé que es su
trabajo, y que les pagan por él.
No sé si les gusta o no lo que
aquí se dice. Pero eso a ellos no
les importa. Lo hacen
dedicadamente, con atención al
detalle. Francisco Javier Olea es
casi siempre el encargado de
ilustrar la columna. Lo habitual
es que me sorprenda cada
sábado con una imagen delicada
y hermosa. Se lo he dicho cada
vez que tengo ocasión de verlo:
agradezco su gesto, el gesto de
colorear y narrar con una
ilustración inesperada el escrito.
A Francisca Toral le propuse
semanas atrás que trabajara la
portada de un nuevo libro con
una foto que tenía guardada
especialmente para la ocasión.
Yo no sabía cuál era la portada
y qué debía hacerse, apenas
sospechaba que esa foto podía
ser un buen pie para construirla.
Ayer en la tarde recibí tres
propuestas de tapa magníficas, y
una sencillamente notable, que
fue finalmente la escogida.
Todas ellas sorprendentes.
Mientras haya libros de papel, y
diseñadores e ilustradores como
los que nombro, este oficio y
tantos otros oficios, como el del
librero, estarán salvaguardados.
Entre los poemas de Borges,
hay uno a los dones donde el
hablante se detiene a dar
gracias. Es una larga
enumeración. Cito apenas un
fragmento: “Por el lenguaje, que
puede simular la sabiduría/ por
el olvido, que anula o modifica
el pasado/ por la costumbre/ que
nos repite y nos confirma como
un espejo/ por la mañana, que
nos depara la ilusión de un
principio/ por la noche, su
tiniebla y su astronomía/ por el
valor y la felicidad de los otros
(…)/ por los minutos que
preceden al sueño/ por el sueño
y la muerte/ esos dos tesoros
ocultos/ por los íntimos dones
que no enumero/ por la música,
misteriosa forma del tiempo”.
Me gustaría dedicárselo a los
tipógrafos de estos tiempos. A
los que aman su oficio. A los
que acarician a un animal
dormido.

Viernes 04 de noviembre de
2011
Macedonio
"Una de las felicidades de mi
vida es haber sido amigo de
Macedonio, es haberlo visto
vivir". Fue lo último que dijo
Borges frente a la tumba de su
amigo Macedonio Fernández un
día de 1952, en la despedida. El
texto completo del discurso de
Borges me lo envía un amigo:
leerlo —dice— ayuda a
sobrellevar cualquier dolor o
contratiempo, por machacón
que sea.
Borges afirma que un filósofo,
un poeta y un novelista
murieron con Macedonio
Fernández: "Fue filósofo porque
anhelaba saber quiénes somos
(si es que alguien somos) y qué
o quién es el universo. Fue
poeta, porque sintió que la
poesía es el procedimiento más
fiel para transcribir la realidad.
Fue novelista, porque sintió que
cada yo es único, como lo es
cada rostro".
Siento lo mismo que sentía
Borges de Macedonio respecto
de hombres y mujeres
importantes en mi vida:
felicidad de haberlos visto vivir
o verlos vivir. Basta
experimentar este sentimiento
para que la superficie de esa
palabra, felicidad, adquiera una
nueva textura. "La certidumbre
de que el sábado, en una
confitería del Once, oiríamos a
Macedonio explicar qué
ausencia o qué ilusión es el yo,
bastaba, lo recuerdo muy bien,
para justificar las semanas".
Antenoche y anoche vi con
amigos una conversación de
Warnken con el poeta argentino
Hugo Mujica. Muy buena. Uno
se entera de que Mujica hizo
durante siete años voto de
silencio en un monasterio. Fue
en esa época de su vida que
empezó a escribir. Antes
pintaba. Volvió un día de India,
de un largo viaje, y se encontró
con que su padre había muerto.
Mujica escribió un poema:
"Hace apenas días murió mi
padre,/ hace apenas tanto./ cayó
sin peso,/ como los párpados al
llegar/ la noche o una hoja/
cuando el viento no arranca,
acuna./ hoy no es como otras
lluvias/ hoy llueve por vez
primera/ sobre el mármol de su
tumba./ bajo cada lluvia/podría
ser yo quien yace, ahora lo sé,/
ahora que he muerto en otro".
Hubo momentos de la
conversación con Mujica en que
él parecía, como Macedonio, un
filósofo, un poeta y un
novelista. Me dejo llevar por el
eco de la conversación.
Escuchan en un momento el
sonido de la lluvia, escuchan a
Heiddeger leer en alemán unos
versos de Hölderlin, Mujica se
emociona y se entusiasma, dice
que el silencio no se cuenta, se
calla, y que es el escenario
perfecto para escuchar y
escucharse. Que antes que
hablar escuchamos. Que
podemos vivir mecánicamente o
detenernos a escuchar lo que
tenga para decirnos la vida. Que
a la máquina se le puede oponer
el latido. Que cada latido es una
oportunidad. Que él pensó en un
momento que lo más importante
era la paz, y ahora cree que es la
gratitud.
Pienso en algunos de mis
amigos. En uno que está
físicamente lejos, en Europa: no
sé si ahora mismo en Madrid o
en Zaragoza. Quiero ir a
agradecerle su vida, haberlo
visto vivir, verlo vivir. Se lo he
dicho, pero preciso hacerlo
ahora nuevamente. Me gusta
pensar que la única razón de
peso que tengo para ir a España
es verlo a él. Verlo a él y leerle
en voz alta unas pocas líneas, sé
que unas pocas líneas serán
suficientes para testimoniarle mi
gratitud. Y abrazarlo, por
supuesto. Y si se puede, ir
juntos al cine, y al bar, y
caminar, que a los dos nos
ayuda muchísimo. Pienso en
otro amigo, nonagenario, duro y
blando a la vez, al que le debo
un libro. Estoy escribiéndolo.
Quiero acabarlo pronto. Es mi
manera de agradecerle.
Comienza con una cita de
Norberto Bobbio: "Hay que
apresurarse. El viejo vive de
recuerdos y para los recuerdos,
pero su memoria se debilita día
tras día. El tiempo de la
memoria avanza al contrario
que el real: los recuerdos que
afloran en la reminiscencia son
tanto más vivos cuanto más
alejados en el tiempo estén
aquellos sucesos. Pero sabes
también que lo que ha quedado,
o lo que has logrado sacar de
aquel pozo sin fondo, no es sino
una parte infinitesimal de la
historia de tu vida. No te
detengas. No dejes de seguir
sacando. Cada rostro, cada
gesto, cada palabra, cada canto
por lejano que sea, recobrados
cuando parecían perdidos para
siempre, te ayudan a
sobrevivir". Pienso en mis
padres: en grabarlos y escribir
una pequeña historia de su
historia. Aunque sólo sean
fragmentos sueltos de una
biografía imposible, como todas
las biografías.

Jueves 10 de noviembre de 2011


Hay vida, muchacho
Un amigo me envía un mensaje
de texto a las dos de la mañana
desde el Marabú. Es día de
semana. Está solo en la mesa del
rincón, las ampolletas no son de
mucho “wataje” y por eso
mismo no despiden mucha luz,
el televisor está apagado,
Shakira se pasea por entre las
mesas husmeando en el suelo
algún resto de comida sin
levantar la vista, igual que mi
amigo, que está con la mirada
perdida en un indefinible punto
del vaso a esa hora medio vacío,
aunque yo creo que en verdad
su mente está poblada de
recuerdos de amor y palabras
afiladas, las últimas. Mi amigo
no hizo caso desde que llegó a
lo poco que ocurría en las mesas
vecinas, que fueron
desocupándose a medida que
avanzaba el reloj. Estuvo
acompañado de dos cortos de
pisco y una botella de coca-cola
servidos por Arturo, dueño y
alma del Marabú. El mensaje de
mi amigo durmió en mi celular
hasta que desperté temprano en
la mañana y lo vi escrito en la
pantalla: “Terminé. Nunca me
había pegado tan fuerte. Te voy
a necesitar”.
Penas de amor ahogadas en
pisco y coca-cola una noche de
día hábil en la mesa del fondo
del Marabú. Penas de amor que
Arturo no comentó, salvo
cuando al final de la jornada le
dedicó un palmotazo en el
hombro a mi amigo junto a
cinco palabras dichas con la
convicción de uno que ya lleva
cincuenta años regentando un
bar: “Hay vida, muchacho. Hay
vida”.
A medida que pasan los días, mi
amigo está más tranquilo.
Efectivamente había vida al otro
lado de la puerta del Marabú, a
la mañana siguiente en la
ciudad, cuando el efecto
anestésico del pisco dejara su
lugar al trabajo, por ejemplo.
Vamos en su auto que se cae a
pedazos y que despide un fuerte
olor a bencina (¿habrá novias
que por esta razón te peguen el
chute?) camino a un concierto
del grupo Congreso en
Peñalolén. Vamos contentos,
escucharemos buena música y
nos tomaremos unas copas. Mi
amigo me relata lo sucedido
aquella noche en el Marabú y yo
le comento que esa mañana tuve
el privilegio de escuchar en
Valparaíso, en el Festival Puerto
de Ideas, al historiador italiano
Carlo Ginzburg. Lo acompañó
el historiador chileno Claudio
Rolle y juntos fueron revisando
algunas de las ideas que mueven
el pensamiento de Ginzburg. Mi
amiga Maricarmen tomó
apuntes y junto a la Solcita, la
Carmina, la Manuela y el Polo
los compartimos después en la
mesa del almuerzo. A Ginzburg
le parecía interesante preferir
como punto de partida “las
malas cosas nuevas” a las
“viejas cosas buenas”. Suena
como una idea de fácil
enunciado, pero es de una
complejidad brutal. Uno, creo,
podría escribir un libro a partir
de esa reflexión. Hay en ella una
valoración del conflicto, de
aquellas interrogantes que no se
deben responder sin esfuerzo.
De la necesidad imperiosa de
renovar, de interrogar, de no
seguir rizando el rizo con algo
que más parece adorno que
reflexión viva sobre el mundo
que habitamos. Eso pasaba con
Ginzburg. Despedía ideas en sus
relatos y a uno le daban ganas
de inaugurar mundos con ellas.
Hacia el final de su conferencia-
conversación, habló de la
fascinación y la pasión por el
aprendizaje y el encuentro con
el conocimiento después de
verificar la propia y profunda
ignorancia. Como un planeta
que está vacío y que uno decide
habitarlo para luego asumir el
riesgo y el desafío de
mantenerse vivo y atento a los
signos que de él se van
desprendiendo. Aún aprendo se
llama el cuadro de Goya al que
se refirió finalmente Ginzburg:
un hombre anciano, encorvado,
de blanca y larga barba, de pie
sujeto por dos bastones,
acompañado de la leyenda
Aún aprendo. Un hombre en el
otoño de su vida, físicamente
disminuido, que no renuncia a
seguir aprendiendo. Como un
hombre golpeado por una gran
pena de amor, que en la noche
de tormenta busca refugio en un
bar de la ciudad, y recibe de un
viejo marino dos cortos de
pisco, un palmotazo en el
hombro y cinco palabras que se
parecen muchísimo al cuadro de
Goya: “Hay vida, muchacho.
Hay vida”.

Viernes 18 de noviembre de
2011
José Mindlin
Me acabo de enterar, con casi
dos años de retraso, que José
Mindlin ha muerto. El bibliófilo
más importante y maravilloso
de Brasil y seguramente de toda
Sudamérica, vivía en Sao Paulo,
en el barrio Morumbí, y fue en
esa casa, en la que estuvo los
últimos sesenta años de su vida,
donde levantó la más hermosa
biblioteca privada que haya
visto hasta hoy.
José Mindlin era él también un
viejo hermoso. Sencillo,
inteligente, risueño, buen
conversador. Nos conocimos el
día en que fui a entrevistarlo a
su casa para la Revista del
Domingo. Me acompañó el
amigo y fotógrafo Héctor
Yáñez. Ese día Mindlin nos
regaló un libro suyo llamado
Una vida entre libros:
reencuentros con el tiempo. Me
lo devoré apenas regresé a Chile
en uno o dos días. Empieza así:
“El amor al libro y el hábito de
la lectura vienen de lejos y
constituyen uno de los intereses
centrales de mi vida. Esos
intereses pudieron ser atendidos
sin que el resultado fuese una
biblioteca de proporciones tal
vez excesivas, si me hubiese
limitado a los libros que
consiguiera leer, comprando un
libro cada vez, y sólo
comprando el siguiente después
de haber leído el anterior. Pero
no aconteció así, y no creo que
acontezca de esta manera en
nadie que yo conozca y que
realmente guste de los libros”.
Su declaración de principios no
puede ser más certera. Es
gracioso, en todo caso, que él
hable de una biblioteca “de
proporciones tal vez excesivas”.
Vivía en una casa grande, de
dos pisos y cielos altos, tapizada
de estantes con libros donde uno
mirara, y tuvo que construir otra
casa en el mismo sitio de más de
200 metros cuadrados para
guardar el resto de su colección
y mantenerla en condiciones
ideales para que no se dañara:
veintidós a veintitrés grados de
temperatura, cincuenta a sesenta
por ciento de humedad, luz
artificial de moderada
intensidad. Pero Mindlin no era
un fetichista de los libros o un
mero coleccionista. Él detestaba
esa manera de vincularse a los
libros. Lo suyo era amor
genuino a la literatura, a la
palabra escrita. Mindlin empezó
siendo un gran lector, y
probablemente no hay mejor
punto de partida para querer a
los libros.
Los que vivimos entre libros,
los que gozamos leyéndolos,
pensándolos, escribiéndolos,
editándolos, sabemos que en
nuestra biblioteca, por modesta
que sea, hay muchos libros que
aún no hemos leído, y lo mejor
es que tampoco sabemos cuándo
serán leídos, si es que eso ocurre
algún día. Compramos más
libros de los que somos capaces
de leer. Algunos de nosotros
incluso sin tener dinero nos
endeudamos de manera
irracional cuando encontramos
un librero amigo que acepta que
le paguemos con cheques a
fecha a dos o tres años plazo,
como es mi caso. Mindlin tuvo
la fortuna de ser un empresario
exitoso, y lo que ganó
trabajando lo fue invirtiendo en
libros y más libros. Su mujer,
Guita, lo alentó incluso en
momentos a perder todavía más
la razón por un volumen que lo
entusiasmaba y conmovía.
Cuando lo conocí, y entonces
Mindlin tenía ya 87 años, el
hombre seguía “lupa en mano
descubriendo y comprando
libros por todo el mundo con la
misma pasión con que los
garimpeiros buscan oro y
diamantes bajo la tierra”. La
suya, según sus propias
palabras, era “una locura mansa,
que no le hace daño a nadie; una
locura que da placer y que feliz
o infelizmente es incurable”.
Volví a Sao Paulo uno o dos
años después de aquella
entrevista, lo llamé por teléfono
para saludarlo antes de regresar
a Chile y me invitó a almorzar.
Jamás olvidaré ese almuerzo.
Tomé un taxi desde el otro lado
de la ciudad para ir a su
encuentro, y no es poco decir
esto en una de las ciudades más
extensas del mundo. Tardé una
hora y media en llegar, y me
estaba esperando con la mesa
servida más sana del planeta:
limonada, ensalada, bistec,
alguna fruta. Nos reímos
mucho, y terminé pagando la
carrera de taxi más abultada que
me hayan cobrado en toda mi
vida, pero también la mejor
gastada. Cuándo iba a tener
nuevamente el privilegio y el
placer de compartir con este
viejo maravilloso.
Esta mañana supe que José
Mindlin murió el 28 de febrero
de 2010 en un hospital de Sao
Paulo, y me senté a escribir
estas líneas. En aquel almuerzo,
Mindlin citó una frase de
Montaigne que está en su libro y
que guió sus días: “No hago
nada sin alegría”. “No siempre
lo logro”, decía, “pero al menos
lo intento”.

Jueves 24 de noviembre de 2011


La higuera de Antonio
Pasé a la librería de Joan, a
tomarnos un café y conversar,
como acostumbro hacer en el
último tiempo. Me puse a mirar
las novedades porque Joan
estaba ocupado en una chica
guapa que le enseñaba las
agendas para mujeres que hace
y quería llegar a un acuerdo con
él para que se vendieran en su
librería. Encontré en el mesón
—como siempre— algunos
títulos que me interesaron: El
refugio de la memoria, de Tony
Judt; el nuevo volumen de
cuentos de Julian Barnes, Pulso;
y La metamorfosis del sabueso,
selección de ensayos de Horacio
Castellanos Moya que la
editorial de la Universidad
Diego Portales acaba de
publicar.
Dejé los libros escogidos en el
mesón de la caja y me integré a
la conversación. Las agendas
para mujeres eran bonitas como
su dueña, y ya se había sellado
un acuerdo entre ambos para
que un número de ellas se
quedara en la librería. En un
momento Joan le preguntó a la
chica guapa por qué se notaba
triste, y ella le dijo que había
sido un año duro, difícil, y Joan
volvió a preguntarle si durante
este año se habían concentrado
muchas cosas malas, y entonces
la chica de las agendas bonitas
le contestó que lo último había
sido la muerte de su madre, dos
semanas atrás. “Suicidio”,
agregó. Nos quedamos callados
un momento. Hasta que entre
todos rellenamos el silencio con
reflexiones rápidas sobre la
muerte intempestiva, la
imposibilidad de despedirse en
esos casos, las culpas que uno a
veces acarreaba cuando llegaba
sin aviso, y de pronto Joan se
puso a hablar de Antonio
Usano, su padre, que murió de
cáncer en España el 23 de
agosto de 2007. Joan nos contó
que para él había sido sanador
despedirse de él, viajar y
acompañarlo en sus últimos
días, decirle todo lo necesario
para despejar las vías y
prepararse, hasta donde se
puede, para enfrentar una
muerte anunciada.
Joan es ateo, como yo, y tal vez
por eso se sorprende de sí
mismo y sonríe cuando nos dice
que hasta la higuera del huerto
que cuidaban sus padres en Olot
había alcanzado a despedirse de
él, esa vez en que, pocos días
antes de morir, volvió a exhibir
un par de higos maduros
después de un largo tiempo en
que el árbol sólo daba frutos
verdes. Antonio Usano llegó por
sus propios pasos hasta el fondo
del huertecillo, cerca del río, y
pudo disfrutar la carne dulce de
un higo y compartirla incluso
con todos sus hijos antes de
borrarse del mapa.
Joan habla de la higuera de
Antonio y no evita emocionarse.
Por primera vez escucho su voz
quebrada. Joan dice con orgullo
que su padre fue obrero textil, y
que la única vez que vino a
Chile, en el verano de 2007,
medio año antes de morir,
cuando ya tenía el bicho del
cáncer pero nadie lo sabía,
estuvo dos meses junto a su
mujer, Isabel Quiles, la mamá
de Joan, paseando por Santiago
y entrando orgulloso a la librería
de su hijo, en Providencia.
“¿Esta librería es tuya, Joan?”,
le preguntaba, y como sabía que
eso era cierto, no disimulaba el
orgullo grande, el mismo
orgullo que sentía Isabel, que
ahora está jubilada y vive en
Olot, en la comarca de La
Garrocha, en Cataluña, y que
cuando más joven fue cocinera
de escuela en la ciudad y
alimentó a decenas de
generaciones de muchachos
como el propio Joan, que un día
emigraron buscando nuevos
horizontes o siguiendo el amor
de una mujer hasta el otro lado
del océano. Joan asegura que su
madre prepara la mejor
escudella de toda Cataluña, esa
sopa enjundiosa que se sirve
antes de la carne a la olla.
Es bonito el orgullo que Joan les
devuelve a sus padres. No es el
orgullo bobo de suponerlos
intachables, perfectos,
forzosamente buenos. Todo lo
contrario: es la sensación física
de saberse hijo de, con todos los
atados, las pifias, los ripios que
moviliza el vínculo. Sangre de
mi sangre. Escucho a Joan
hablar de Antonio Usano y de
Isabel Quiles, y me acuerdo del
poema de Gonzalo Rojas a su
hijo Rodrigo Tomás. Vale la
pena explorar estos versos:
“Cuando estemos dormidos para
siempre,/ oh Rodrigo Tomás:
siempre estarás
naciendo./Entonces,/ no te
olvides de gritarnos:/ ‘Heme
aquí./ ¿Qué esperáis a
arrullarme en las ruedas de
vuestra fuga?/ ¿Qué esperáis a
participarme vuestro fuego?/ Yo
soy el invitado que aguardabais
antes de ser ceniza’”.

Viernes 02 de diciembre de
2011
Silencio de amor
Las últimas imágenes vivas que
conservo de mi hermana
Catalina: devorándose un
pedazo de torta de panqueque-
naranja y soportando mis
bromas, calzando chalas
blancas, mostrándoles a sus
sobrinos las fotos de su luna de
miel en el computador,
despidiéndonos de beso en la
puerta de mi casa el día del
cumpleaños número nueve de
mi hija Agustina.
Anoche vi una película divertida
y hermosa y me acordé mucho
de ella. Es nueva, en francés se
llama Todos los soles y en
español se tradujo como
Silencio de amor. Es de Philip
Claudel, el escritor y cineasta
francés que escribió Almas
grises, La nieta del señor Linh y
El informe de Brodeck, y que
dirigió esa tremenda película
titulada Hace mucho que te
quiero, donde una mujer es
acusada de matar a su hijo.
Claudel encuentra el modo de
salvar a sus personajes. En
Todos los soles o Silencio de
amor, un viudo profesor italiano
de música en Estrasburgo vive
con su hija de quince, Irina, y su
hermano, un pintor antisistema
que se ha marchado de Italia a
Francia apenas Berlusconi
asumió el poder y jura no salir
de casa mientras el magnate sea
Primer Ministro. En clave de
comedia, Claudel reflexiona
sobre la muerte y el amor, la
literatura y la vida, la soledad y
el poder.
He leído como una objeción que
la película deja cabos sueltos y
varios de sus personajes apenas
se insinúan. A mí me gusta que
sea así. Que el director no
pretenda controlar todos los
materiales con que se cuenta
esta historia. Una historia
mínima en la que los personajes
relevantes aparecen vinculados
a Alessandro, el profesor, que
además de hacer clases de
música barroca concurre a los
hospitales a leerles trozos de
libros a enfermos y forma parte
de un pequeño coro con
orquesta que ensaya durante
meses su presentación de gala.
No haré ningún ruido, estaré
ahí, nada más. Alguien lo dice
en algún momento de la película
y yo tomo nota. La frase es
como el título: Silencio de
amor. Estar sin decir, y que esa
presencia sea viva.
Que una presencia sea viva
puede significar muchas cosas:
por ejemplo, que se convierta en
una ausencia dolorosa, en vacío.
Alessandro, el profesor viudo,
lleva muchos años recordando
en fotografías y películas
familiares a su mujer, una rubia
bella y joven que murió en un
accidente cuando Irina era una
niña pequeña. Alessandro es un
duro de cabeza con el corazón
blando: tiene serias dificultades
para aceptar que su hija cumplió
quince años y quiere
experimentar por sí misma los
vericuetos de la adolescencia y
el crecimiento.
Silencio de amor. No haré
ningún ruido, estaré ahí, nada
más.
La mente de uno opera como un
extraño laberinto: veo la
película y pienso en mi
hermana, en su manera de estar
y no estar. Ha pasado un tiempo
desde el último día en que nos
vimos. Sé la fecha. Sé que era
domingo. Que usábamos ropa
de verano. Que era 20 de marzo.
Cuando la torta, las fotos en el
computador, sus zapatos
blancos, el beso de despedida
junto a la puerta. Lo que vino
después no tiene nombre. Aún
no hay palabras para definirlo y
describirlo, para contarlo. ¿Será
alguna vez un libro? No lo sé.
Pienso en una manera justa y
pacífica de honrar su memoria.
Ennio Moltedo le dedicó su
nueva edición de Concreto azul
a ella, a esa mujer a la que no
conoció pero que un día feliz de
su vida, cuando se casó, recibió
un libro suyo de regalo. En
recuerdo de Catalina Mouat
Croxatto dice la primera página
de Concreto azul. Cuando le
pregunté por teléfono a Moltedo
qué era Concreto azul en su
vida, me contestó con un
párrafo improvisado que es la
contraportada del libro: “La
poesía nace con la niñez. En
esos primeros años, en ese
mundo incierto en que todo te
maravilla o te impresiona,
causándote temores, está uno
observando y preparando la
poesía. No hay poeta que no
haya sido poeta-niño. Concreto
azul me ha parecido el inicio, la
razón de todo lo que hice
después. Ahí están los muelles
de Viña que ya no existen. Cada
vez que paso por ahí, los vuelvo
a construir”.
Silencio de amor.

Viernes 16 de diciembre de
2011
Una excusa
La pelota es una excusa, me dijo
un amigo una vez, hablando de
fútbol. Es verdad. Los noventa
minutos de partido son un
magnífico pretexto para vivir en
el juego y el sueño. No importa
que la naturaleza te haya hecho
malo para la pelota. No importa
que tu equipo caiga una y otra
vez. Basta con imaginar que
eludes a dos o tres en una
cancha de pasto y luego disparas
al ángulo, allí donde los
arqueros no llegan, allí donde
las arañas tejen su nido, como
relata el Cantagoles Mimica.
Recuerdo el primer gol que
marqué en mi nuevo colegio
durante un campeonato
intercursos en sexto básico. De
cabeza en la boca del arco frente
a un arquero quince centímetros
más bajo que yo. No tuve ni que
saltar. Ningún brillo. Pero por
alguna misteriosa razón no lo
olvido. Tampoco olvido que el
profesor de ciencias sociales me
palmoteó la espalda al finalizar
el partido: sabía lo que ese
cabezazo significaba para mi
autoestima. Yo venía recién
llegando a ese colegio y no me
hallaba.
Cierto día de 1989 empecé a
escribir la dedicatoria de mi
primer libro: Cosas del fútbol.
Demoré varios días en
escribirla. No quería que nadie
de los que entonces me
importaban quedara fuera del
festejo: “A mi abuelo Arnaldo
Croxatto, que me facilitaba sus
binoculares para ver más de
cerca a los jugadores de Audax
Italiano. A mi padre, que supo
celebrar mi primera comunión
llevándome al estadio ese
domingo gris del otoño de 1970.
A Mónica Blanco, que
coleccionaba fotografías de Tito
Fouillioux en su diario de vida”.
Están en esa dedicatoria mi
madre y mis hermanos, mis
amores, mis amigos de Apsi,
Dolores, “con la que charlé de
Boca Juniors en una micro rural
el mismo día en que se murió
Julio Cortázar”.
Cuando publiqué la nueva
edición corregida y aumentada
del libro en 2002, la dedicatoria
en vez de ser de una página fue
de siete. La reviso línea a línea,
cuento a sus protagonistas, son
más de noventa. Recorrer sus
nombres y los episodios
narrados es recorrer la vida de
uno. La pelota es una excusa:
“A Vesna Sekulovic, por esa
risa contagiosa con que
salvábamos los turnos eternos
del Apsi. A José Manuel Sahli,
el Tani, por ese asado a la
parrilla que hizo para que
viéramos juntos la final del
Mundial de Francia 98. A
Francisco Lombardi, que me
llevó en el bus de Sporting
Cristal al estadio Nacional de
Lima y en los camarines me
regaló la camiseta de Julinho, el
menudo puntero izquierdo”.
¿Habrá otro libro en el mundo
con una dedicatoria que ocupe
siete páginas completas? No lo
sé. Y si lo hay, me gustaría
leerla y que también fuera de
fútbol. Es probable que reedite
el libro en 2012. La dedicatoria
agregará a los nuevos afectos y
borrará a ese canalla al que ni
siquiera me esfuerzo en
nombrar.
Mi hija menor, Agustina, que
nació en 2002, me pide de
regalo de Navidad una tarjeta de
abonada de la U para entrar a
galería durante un año corrido.
No se quiere perder un solo
partido. Está entusiasmadísima
con la campaña del equipo. Saca
cuentas del próximo rival,
pregunta si valen los goles de
visita en la final. ¿Querrá ir en
las épocas malas, cuando la U
ande a los tumbos? Sería
hermoso que sí. El hincha se
fragua en la derrota. Perder.
Saber perder. Masticar una
goleada en contra: pedagogía
pura.
A veces me pregunto cuál es el
sentido de ganar un título para
un hincha. Y de celebrarlo como
un objetivo en la vida. Entiendo
lo que debe ser para el que lo
ganó en la cancha. Que jugó el
partido, que levanta la copa, la
besa, la agita, la pasea junto a
sus compañeros frente a los
hinchas que gritamos
alborozados, y que lo que
hicimos fue alentar, pifiar al
rival, empujar con nuestros
gritos a que los soldados
ganaran la guerra que se libraba
allá abajo. Qué extraña es la
identificación de uno con los
colores de un equipo. Qué
misteriosa genética la que lo
lleva a uno a adorar a un club
deportivo y al escudo de una
camiseta.
El fútbol que me gusta es
amateur. El que es excusa para
recuperar lo mejor de la
infancia. La del juego y el
sueño. Aunque el fútbol no
importe nada comparado con la
guerra, la muerte, el hambre y la
enfermedad. Debe ser por eso
mismo que nos gusta y nos
apasiona: porque vivimos en el
claroscuro, porque nuestras
almas son grises, porque
necesitamos a la insensatez y a
la fantasía como al aire que
respiramos.

Viernes 23 de diciembre de
2011
Quelcún
No recuerdo la primera vez que
escuché o leí esta palabra:
quelcún. Sí recuerdo que venía
explicada: se trataba de un
término chilote cuyo significado
nunca olvidé: refugiarse en
época de tormenta esperando
creativamente que el buen
tiempo regresara. Me gustó esta
imagen desde siempre. Tal vez
porque en algún sentido el
transcurso del tiempo normal de
la vida tiene un dejo de
tormenta, tal vez porque mi
naturaleza necesita altas dosis
de refugio para respirar
acompasadamente. No sé vivir
en guerra. Ni quiero aprender a
hacerlo. Me resisto. Como me
resisto a creer que no hay otro
camino para vivir que ir por las
calles ladrándole a medio
mundo y obsesionados con
proteger nuestro metro
cuadrado, frecuentemente
hipotecado a los bancos. La
mala educación de la que somos
testigos con pasmosa frecuencia
apenas salimos a la calle está
ganando la batalla pública.
Basta poner a la venta algún
objeto de interés más o menos
masivo para que el delirio y la
barbarie impongan sus modos.
Una entrada para un partido de
fútbol de alta convocatoria, la
oferta navideña de un regalo de
moda, debidamente publicitado
a los cuatro vientos. ¿Alguien
medianamente sensato puede
creer que por esta vía estamos
construyendo una sociedad con
mejor calidad de vida? Si nos
entendemos a nosotros mismos
primero que todo como
flamantes consumidores, no
hacemos otra cosa que rendirle
pleitesía al mismo modelo del
cual después nos quejamos que
estrangula nuestras vidas
domésticas de cada día. No sé si
esto tenga remedio. El negocio
de los medios es mostrarnos
cualquier alteración de la rutina
esperable para un día cualquiera
de la existencia humana, ojalá
con disparos, ambulancias,
fuerza policial y horror. No es
demasiado difícil conseguirlo:
entre una fauna de millones de
nosotros pujando por un pedazo
de sobrevivencia (sin olvidar
que los más ricos han diseñado
sus vidas para sobrevivir con
muchísimo dinero y no les gusta
renunciar a esa condición), y
con estadísticas feroces, como la
publicada el otro día respecto al
casi nulo interés de los chilenos
por entrar a las librerías (ni
hablar de lo que más se lee), es
frecuente que el desequilibrio
mental al que todos estamos
expuestos se concrete de un
modo que a ratos paraliza.
¿Alguien lleva una estadística
del contenido con que se
rellenan los noticiarios de cada
día? Tomárselos en serio podría
ser una buena razón para caer en
depresión. La condición humana
reducida a algo parecido a
escombros. Escasa o nula
reflexión. Un circo freak al
servicio de la sintonía online, el
people meter, ese invento cruel
y tarado que hace treinta años
parecía sacado de la ciencia
ficción. Quelcún. Reviso el
diccionario chilote: “Acción de
resguardar los barcos cuando
hay temporal”. El quelcún se
hace. No es pasivo. Es una
acción creativa. Se aprovecha
para calafatear y reparar las
embarcaciones, para compartir
un mate o una copa de licor y
contarse historias al calor de una
fogata en la noche, para darse
un tiempo de paz en medio de la
tormenta. La esperanza es que
amaine. Lo bonito que ofrece la
naturaleza es que en algún
momento el tiempo mejora. Y
las embarcaciones pueden
volver a su sitio, a la mar, y
nosotros podemos viajar en ellas
y desplazarnos. Otra cosa es la
naturaleza humana. Pocos
párrafos más lúcidos sobre este
asunto he leído que uno de Italo
Calvino en Las ciudades
invisibles. Cuando el horno no
está para bollos, vuelvo sobre
él: “El infierno de los vivos no
es algo por venir; hay uno, el
que ya existe aquí, el infierno
que habitamos todos los días,
que formamos estando juntos.
Hay dos maneras de no sufrirlo.
La primera es fácil para
muchos: aceptar el infierno y
volverse parte de él hasta el
punto de dejar de verlo. La
segunda es riesgosa y exige
atención y aprendizaje
continuos: buscar y saber quién
y qué, en medio del infierno, no
es infierno, y hacer que dure, y
dejarle espacio”.

Viernes 30 de diciembre de
2011
El barrio
Una señora vende paraguas de
dulce para la Navidad. Desde
hace unos años se instala
durante casi todo diciembre en
la misma esquina del barrio alto
de la gran ciudad. Complementa
sus ventas con un letrero hecho
a mano que firma con un
extemporáneo Viva Chile. En
casa hemos adquirido la
costumbre de comprarle
paraguas de dulce, papel de
regalo, cintas y adhesivos.
Sospechamos que sus ventas no
son malas, porque ha decidido
volver a la misma esquina cada
nuevo año. La señora que vende
paraguas de dulce pasa durante
diciembre todo el día en la calle,
desde las siete y media de la
mañana hasta las ocho de la
noche, y cuando tiene ganas de
ir al baño suele recurrir a la
buena voluntad de algún
comerciante del vecindario que
no se haga problema para
facilitárselo, casi siempre la
dueña de un bazar-librería que
abre como a las diez. La señora
que vende paraguas de dulce
para la Navidad estaba esta
mañana desesperada por ir al
baño. En palabras simples, se
meaba y el bazar aún no abría.
Corrió angustiada hasta el
edificio vecino al mío, y desde
la puerta le hizo señas al
conserje y le rogó para que le
abriera, indicándole con sus
gestos que se hacía, que por
favor le prestara un baño. El
conserje se hizo el loco, decidió
no mirarla, y por supuesto
tampoco abrió la puerta. Ella no
tuvo más remedio que
parapetarse detrás de un auto,
bajarse los calzones y orinar. El
conserje se hizo el loco no
necesariamente porque sea un
canalla insensible, aunque tal
vez lo sea. Ocurre que ese
conserje está contratado por un
administrador que a su vez está
contratado por un grupo de
vecinos entre los cuales, estoy
seguro, hay varios que verían
con muy malos ojos que la
señora que vende paraguas de
dulce para la Navidad en la calle
ocupe uno de los baños del
edificio. El conserje tiene miedo
de arriesgar un reto y hasta su
trabajo si se sensibiliza frente al
aleteo nervioso de una mujer de
la que no sabe ni su nombre. El
conserje piensa que podría
perder su trabajo porque su
trabajo es fundamentalmente
desconfiar. Desconfiar de todos
y cada uno de los desconocidos
que aparecen por el edificio y
que bien podrían ser ladrones o
asesinos. Se ve cada cosa en la
televisión. Gente muy mala.
Todos hemos escuchado
historias. La señora que vende
paraguas de dulce para la
Navidad no tiene la culpa, pero
si le abro la puerta y justo
aparece uno de los vecinos más
jodidos y me acusa de descuidar
la seguridad del edificio, capaz
que pierda la pega por culpa de
una señora a la que no conozco
y que jamás podría ayudarme a
conseguir otro trabajo. Así que
no pienso hacerle caso. En el
edificio de al lado al que quiso
entrar la señora que vende
paraguas de dulce es decir, el
edificio donde vivo yo, una vez
un vecino reclamó porque uno
de los conserjes se puso
trajebaño y se metió a la piscina
a reparar un desperfecto a vista
y paciencia de otros vecinos que
a esa misma hora se bañaban. A
ese ciudadano le pareció
inadmisible que uno de los
trabajadores del edificio ocupara
por un momento la misma
piscina en la que él y su familia
chapotean cada verano, aunque
en este caso ni siquiera lo
hiciera para refrescarse, sino
para ayudar a que el chapoteo
del señorito fuera sin
contratiempos. Tengo derecho a
pensar, entonces, que el
conserje que no le prestó un
baño a la señora en realidad lo
que hizo fue protegerse de una
mentalidad extendida entre los
de mi barrio, formando parte de
una maldita cadena que nos
tiene convertidos a ratos en unos
ciudadanos monstruosos, presos
de un modo de vivir del cual
deberíamos sentir vergüenza. Y
eso que el pedazo de barrio alto
donde vivo todavía tiene algo de
barrio. Rodolfo nos trae diarios
y revistas desde el quiosco de la
esquina. A Óscar le compramos
menudeo de almacén casi todos
los días. La Martita nos provee
de artículos de bazar y
escritorio. Si necesitamos un
remedio, a cuatro cuadras hay
una farmacia pequeña no
coludida, casi al lado del
peluquero y de donde
enmarcamos fotos y pinturas.
Hay también un bandejón
central arbolado donde es grato
caminar o andar en bicicleta, y
donde puñados de adolescentes
escolares se echan después de
clases con espíritu vagabundo.
La fruta y la verdura la trae don
Alberto. Nos apuntamos en un
cuaderno y pagamos cuando
podemos. Es el mismo barrio
que esta mañana mostró su peor
cara, obligando a una mujer que
vende paraguas de dulce en
Navidad a orinar en la calle, con
vergüenza, una vergüenza que
es a nosotros a quienes retrata.

Viernes 06 de enero de 2012


Año Nuevo
El tiempo no se detiene, a
menos que nosotros lo
detengamos para subirnos a él y
saborear el presente. No existe
el presente, dicen los
astrónomos. Nosotros no
tenemos por qué seguir sus
reflexiones al pie de la letra.
Entendemos que es verdad que
no existe, que experimentamos
la ilusión de estar viviendo el
presente y eso vivido ya es
pasado, pero qué importa:
cuando decimos vivir el
presente, nos referimos a lo que
dice Fausto en la segunda parte
de la obra de Goethe, citado
maravillosamente por Pierre
Hadot en No te olvides de vivir:
“Entonces el espíritu no mira ni
hacia delante ni hacia atrás. Tan
sólo el presente es nuestra
felicidad”.
“Preocúpate de los que están
acá, más que de los muertos”,
me sugirió un amigo en la
sobremesa de un almuerzo que
él mismo preparó para los dos
en su casa un par de semanas
atrás. Fue otra manera —
amable, cariñosa— de decir lo
que Goethe a través de Fausto.
En estos días de zalagarda y
Año Nuevo, que cada nuevo año
me dejan más frío, prefiero
confeccionar un calendario
propio con momentos estelares.
¿Por qué celebrar el último día
de un año calendario? Tanto
petardo, guatapique y fuego
artificial. Prefiero brindar en
voz baja, sin estridencias, como
hicimos el último 27 de
diciembre, a las ocho y media
de la tarde, cuando quedamos
con mi amigo Patricio Hidalgo
de encontrarnos en la terraza del
Marabú, nuestra fuente de soda.
Nos llevamos un regalo de
Navidad debidamente
empaquetado. Un libro,
ciertamente. Él me entregó una
joya sobre Rulfo que yo
desconocía, Tríptico para Juan
Rulfo: poesía, fotografía, crítica,
y yo devolví la mano con una
perla definitiva: Abecedario,
Diccionario de una vida, de
Czeslaw Milosz, libro estelar
del que jamás le había hablado
hasta ese momento. Nos
explicamos el regalo. Patricio
sabe lo que me importa Rulfo,
lo que pesa su mirada, y cómo
creía tenerlo completo: su
novela, sus cuentos, sus
fotografías, sus cartas de amor a
Clara, su guión. Error: nuestra
biblioteca rulfiana siempre
podrá completarse. Yo le
cuento, a su vez, que el
Abecedario de Milosz me
parece un magnífico punto de
partida para esa inesperada idea
que Patricio propuso días atrás
en un mensaje de texto: “¿Sabes
cuál va a ser nuestro próximo
diccionario? Uno de palabras
que ayudan a vivir. ¿Te
apuntas?”. Por supuesto que me
apunto. Y podemos estar
muchos años concentrados en
él. Que llevará ilustraciones de
Guillo, y que con palabras
aportadas por los tres
conformarán un sencillo ensayo
inspirado en lo que decíamos al
principio: no te olvides de vivir.
Pierre Hadot narra en un
momento el significado del
encuentro entre Fausto y
Helena: “Está tan cargado de
emoción como el encuentro
entre dos amantes, tan cargado
de significación histórica como
el encuentro entre dos épocas,
tan cargado de sentido
metafísico como el encuentro
del hombre con su destino”.
“No pienses en tu destino”, le
dice Fausto poco después a
Helena, “ni que sea el más único
de todos. Estar ahí es un deber
aunque no sea más que un
instante”.
El tiempo no se detiene, a
menos que nosotros lo
detengamos para subirnos a él y
saborear el presente. Benditas
gracias a quien corresponda por
el amor que ha sido posible
experimentar en estos cincuenta
años. Imperfecto en buena hora,
completable cada día. Benditas
gracias a los amigos, a los
cariños, a los afectos, a los que
se han dejado abrazar. Benditas
gracias a los que escribieron las
mejores páginas que leí, y a mis
amigos Guillemo y Patricia que
me trajeron un canasto dietético
para perder kilos y ganar tiempo
y salud. Benditas gracias a los
conserjes que abrieron la puerta
para que día a día hubiese taller
de arte y vida. Benditas gracias
a mis hijos por enseñarme cada
día que los adultos solemos ser
ridículos y graves. Benditas
gracias a mis padres, por ser y
estar, por los abrazos guardados
tanto tiempo y finalmente
liberados, y por esa madrugada
de cuarenta años atrás, cuando
escapamos de la erupción del
Volcán Villarrica y un alud de
agua, piedras y lava arrasó
después con nuestro
campamento. Benditas gracias a
las películas, las fotografías y
los cuadros vistos, la música
escuchada, los poemas de
Szymborska y uno de
Tranströmer en El cielo a medio
hacer: “Cansado de todos los
que llegan con palabras,
palabras, pero no lenguaje/ parto
hacia la isla cubierta de nieve./
Lo salvaje no tiene palabras./
¡Las páginas no escritas se
ensanchan en todas
direcciones!/ Me encuentro con
huellas de pezuñas de corzo en
la nieve./ Lenguaje, pero no
palabras”.

Viernes 13 de enero de 2012


El arte del encuentro
Una amiga, Marisol, le escribió
el otro día un correo a su gente.
Decía que “el tiempo es algo
precioso: un recurso no
renovable”. Tomarse el tiempo
para recordárselo a sus amigos
fue un regalo de su parte. Esto
no siempre se comprende bien.
En el mundillo intelectual, por
ejemplo, se vive
permanentemente en el
prejuicio, y más vale ser canalla
pero ingenioso que simplemente
buena persona. Hay un cierto
desprestigio de la sensatez y el
sentido común, un mecanismo
rápido para descalificar buenas
intenciones, probablemente por
la dificultad de los
descalificadores para sentirlas
respecto de otros, y muchísima
ansiedad por estar y por
competir, como si la vida fuera
sólo un teatro de variedades que
exige tu show. Hay algunos que
buscan un lugar en el Olimpo
ansiosamente. No conciben la
posibilidad de vivir sin llamar la
atención.
Otra amiga linda, la Elito, vino
a verme un par de días atrás y
me contó que lo que más había
escrito en el último tiempo eran
cartas, y me preguntó si había
leído alguna vez las Cartas a
Theo de Van Gogh. Las tengo
aquí encima, le dije, las abrimos
en cualquier página y leímos:
“Lo que ahora debemos hacer es
escribirnos a menudo.
Encuentra las cosas bellas, lo
más a menudo que puedas. La
mayoría de la gente no
encuentra las cosas lo bastante
bellas”. La Elo me traía una
carta. Como casi no nos
habíamos visto este año, quería,
más que ponerse al día, volver a
estar presente, y había dispuesto
que un breve pedazo de su
tiempo lo invertiría en venir a
encontrarse conmigo en mi
taller para charlar un momento y
entregarme esta carta, que
termina diciendo: “Lo que más
aprendí este año 2011 fue a
fracasar, creo que el fracaso es
de las cosas más necesarias de
la vida. No quiero perder el
contacto. Juntémonos de vez en
cuando para contarnos cosas e
iluminarnos mutuamente. Un
abrazo largo”.
Aunque lo hayamos escuchado
muchas veces, no
necesariamente hemos
comprendido que el tiempo es
un recurso no renovable. Cada
uno es libre de vivir como le
parezca y emplearlo a su modo.
Pero vivir bien es un deseo
extendido entre las personas, y
el tiempo un material precioso
para lograrlo. Cuando pensé en
mi mejor regalo navideño, pensé
en tiempo y en salud para
gozarlo, sin saber si seré
completamente capaz de
experimentarlos en plenitud.
Ojalá sea así. Ojalá esté
ocurriendo en este mismo
instante. Desearlo es un buen
punto de partida.
Hacia el final de su correo,
Marisol citó a Vinicius de
Moraes: “La vida es el arte del
encuentro”. Me encantó la frase.
La hice propia. ¿No hacemos
eso cuando marcamos el párrafo
de un libro o detenemos la
escena de una película para
registrar en una libreta lo visto o
lo dicho? ¿No estamos teniendo
día a día la posibilidad de un
encuentro con nuestros amores,
nuestros cariños? ¿No es un arte
encontrar la palabra o el silencio
justo para dejarse tocar y tocar a
otro? Cuando le tomamos una
foto a una persona que
queremos, y la fijamos en la
imagen, ¿pensamos realmente
que la vida, amigo, es el arte del
encuentro? Así se llama el disco
de Vinicius que mencionaba
Marisol. En él vienen canciones
como “Serenata del adiós”,
“Felicidad” y “Lo que tenía que
ser”. Las busco en internet. La
“Serenata del adiós” es para
cortarse las venas. Un amor
incompleto, una despedida: “Un
momento breve, de una estrella
pura, cuya luz murió, en una
noche oscura, como yo”. La
vida, amigo, es el arte del
encuentro. Me apropio de la
frase de Vinicius y del
concepto. Los metabolizo.
Buscaré el disco en sitios
especializados. Pediré ayuda
para traducir impecablemente
sus canciones. ¿Estará en
vinilo?
La idea de un hombre viejo y
solo, entristecido y abandonado
a su suerte, desencontrado y a
punto de desaparecer para
siempre, no es el cuadro que
quiero pinte mi despedida. ¿Qué
podemos saber de eso? La vida,
amigo, es el arte del encuentro.
No sé para cuántos alcance el
nuestro. Prefiero calidad que
cantidad. Prefiero aprender a
encontrarme que darme por
encontrado. Prefiero buscarte en
el camino que sentirte hallada.
Prefiero equivocarme y saber
que me equivoqué, como
ocurrió esta mañana, porque así
me rehago y puedo inventar un
nuevo relato en que volvemos a
encontrarnos, ahora sí, con
amor.

Viernes 20 de enero de 2012


Posibilidades
Releo uno de los poemas más
esplendorosamente bellos que
conozco. Es de Wislawa
Szymborska, y cada vez que
recorro sus versos le agradezco
a su alma, a su mente y a su
cuerpo haberse confabulado en
un momento para producir este
poema. Se llama
"Posibilidades", y fue un regalo
de cumpleaños de una amiga
que sabe cuánto me gusta la
poesía de esta mujer polaca a la
que un día quisiera estrecharle
la mano. Antes pensaba que
tomar una taza de té o una copa
de licor con ella en su
departamento de Cracovia era
un sueño que debía encontrar el
modo de realizar. Ahora sé que
sería muy feliz estrechándole la
mano para, mirándola a los ojos,
decirle gracias en polaco y así
asegurarme de que entienda lo
que le digo, aunque
probablemente lo adivine por el
modo en que la miraré. No
siento ansiedad, en todo caso, de
ir a Polonia. Y me abro a la
posibilidad cierta de que eso
nunca ocurra. Abrirse a la
posibilidad de que algo suceda o
no es una manera de estar vivo.
No se trata solamente de
conjeturar. Se trata de disponer
el espíritu para que algo se
materialice o continúe viviendo
en el imaginario. Ayer un amigo
cantaba frente a un auditorio
íntimo algunas de sus mejores
canciones acompañado de su
guitarra. Una de las que más le
gustan es una canción que lleva
años componiendo y aún no
termina. Es una canción
inconclusa, y de hecho acaba
tan abruptamente que uno no
sabe si aplaudirla o no cuando la
canta en vivo. Me encanta la
sensación de estar escribiendo
un libro que no termine nunca.
De tener por delante una
película que no acabe de
montarse. Expresiones que
contengan el fuego de estar
siendo creadas sin un plazo
fatal. Abiertas a la posibilidad
de que no lleguen a puerto o se
abandonen en el camino.
Abrirme a la posibilidad de
estrecharle la mano a Wislawa
Szymborska es convertir un
deseo en un foco de energía
vital. Mi felicidad leyéndola es
absoluta. Pero darle la mano
mirándola a los ojos completaría
físicamente el encuentro entre
una poeta estelar y su lector
agradecido. Leánla, leánla en
voz alta si pueden, y sabrán de
qué hablo. "Prefiero el cine./
Prefiero los gatos./ Prefiero los
robles a orillas del río./ Prefiero
Dickens a Dostoievski./ Prefiero
que me guste la gente/ a amar a
la humanidad". No es lo mismo
querer a un ser de carne y hueso
que decir que lo queremos como
una abstracción. El mejor amor
se quiere y se vive, no se
proclama. "Prefiero tener en la
mano hilo y aguja./ Prefiero no
afirmar/ que la razón es la
culpable de todo./ Prefiero las
excepciones./ Prefiero salir
antes./ Con los médicos prefiero
hablar de otra cosa". Querida
doctora Valdés: usted sabe
mejor que yo que una consulta
médica puede ser el mejor
pretexto para hablar de los
libros que nos mueven. Le
anticipo que mi próxima visita
será con libros de regalo para
sus vacaciones. "Prefiero lo
ridículo de escribir poemas/a lo
ridículo de no escribirlos". Un
guiño a Pessoa y sus cartas de
amor, ridículas, pero nunca tan
ridículas como las de aquellos
que no las escriben. "En el amor
prefiero los aniversarios/ que se
celebran todos los días". Un
calendario propio, movido por
el viento del azar, lo cotidiano,
lo doméstico, lo
inesperadamente fantástico que
está por ocurrir esta misma
tarde. "Prefiero a los moralistas/
que no me prometen nada./
Prefiero la bondad del sabio a la
del demasiado crédulo./ Prefiero
la tierra vestida de civil./
Prefiero los países conquistados
a los conquistadores". Yo
también, Wislawa, prefiero la
tierra vestida de civil, sin
uniformes ni charreteras ni
sotanas bajo las cuales arroparse
de ilegítimos y a ratos feroces
poderes. "Prefiero las hojas sin
flores a la flor sin hojas./
Prefiero los perros con la cola
sin cortar./ Prefiero los ojos
claros porque los tengo
oscuros./ Prefiero los cajones./
Prefiero el cero solo/ al que
hace cola en una cifra./ Prefiero
el tiempo de los insectos al
tiempo de las estrellas./ Prefiero
tocar madera./ Prefiero no
preguntar cuánto me queda y
cuándo./ Prefiero tomar en
cuenta la posibilidad/ de que
todo tiene una razón de ser". La
posibilidad de que todo tiene
una razón de ser. Mi papá
cumplirá pronto ochenta y tres
años. Yo estoy cumpliendo
cincuenta. Le regalé en la última
Navidad un libro de Stefan
Zweig: Momentos estelares de
la humanidad. Se lo devoró en
tres días. Sabía que le gustaría
mucho. Pero no sabía que me
iba a llamar por teléfono para
agradecerme el libro y
regalarme a cambio un
entusiasmo que me enseña que
él es un hombre joven porque
aún vive en el asombro.

Sábado 28 de Enero de 2012


Marabú
Marabú es un arbusto espinoso
africano de la familia de las
leguminosas. Marabú es un
árbol originario de África que
forma bosques impenetrables y
cuya madera, muy dura, es
perfecta para leña y carbón.
Marabú es una canción de
Lucho Barrios que nunca
sabemos por qué se llama así, en
donde el cantante se despide de
una mujer ingrata que lo dejó y
sin la cual ya no hay para qué
resistir. Marabú es un bar
elegante de Vinkovci, balneario
croata que a veces es sede de
festivales de documentales de
rock. Marabú es un ave
semejante a la cigüeña que vive
en pantanos de África, mide
metro y medio de alto, y tiene
valor sagrado porque "devora
multitud de insectos, reptiles y
carroñas". Marabú es un bar de
tapas en Barcelona, un pub en
Illapel, un lugar de
esparcimiento en Tenerife y en
Tijuana, una empresa líder en
España en la fabricación de
tintas de serigrafía y
tampografía. Marabú es mi
fuente de soda favorita en
Santiago, la misma a donde
llegamos a celebrar con mi
amigo Patricio sus treinta y mis
cincuenta.
El Marabú de Santiago de Chile
está cumpliendo 46 años: se
fundó en 1966, un poco antes o
un poco después del Mundial de
Inglaterra que terminó con
escándalo. Era frecuente en esos
años que llegaran a tomarse una
cerveza los maestros de la
construcción que trabajaban
levantando casas en el barrio.
Ha cambiado muy poco desde
entonces. Estar en él es vivir en
la máquina del tiempo y conocer
la buena voluntad de Arturo y
Damián, los hermanos
propietarios que desde su
fundación decidieron que el
interruptor del baño fuera el
mismo para el de hombres y el
de mujeres. Dado que ambos
baños son oscuros porque no
tienen ventana, los parroquianos
deben cuidarse de no apagar
mecánicamente la luz del baño
cuando salen de él, pues podrían
damnificar al hombre o la mujer
que en ese momento hace
tranquilamente sus necesidades
detrás de la puerta vecina.
La carta del Marabú es muy
sencilla: cerveza y bebidas
gaseosas, papas fritas
envasadas, churrasco solo,
churrasco con tomate, barros
luco y el marabú, la
especialidad de la casa, un
churrasco con queso caliente y
aderezo de cebolla frita,
insuperable en sabor y, como
todos los sándwiches estelares,
en marraqueta.
Es tan familiar la atmósfera del
local, que habitualmente atiende
el mesón uno de los
parroquianos de confianza de la
casa. Mi amigo Patricio cuando
llega se mete él mismo al
refrigerador a sacar las cervezas
de medio litro con que solemos
apaciguar el calor del verano al
atardecer.
En casi medio siglo de historia,
no ha faltado por supuesto el
que se sale de madre. Fue en el
Marabú donde hace una
montonera de años se armó una
pelea que nosotros creemos con
mi amigo Patricio que Arturo no
tiene idea que el diario La
Cuarta registró en sus páginas:
"Aymara cufifa le chantó 30
silletazos en la cabeza a pobre
tata. Iracunda mujer también le
achurrascó la ñata y le rompió el
mate a su tío político. ¡Qué
tieeerna!". Un día de enero en el
Marabú, una mujer pasada de
copas le echó el ojo a un
muchacho que se tomaba una
cerveza con su tío, y no soportó
que el viejo le dijera a su
sobrino que era hora de irse y lo
agarró a silletazos. Días
después, la mujer volvió a ser
noticia en un bar del centro y la
tomaron presa. Era de armas
tomar. Una excepción al espíritu
pacífico del Marabú, donde se
juega dominó prácticamente
todos los días del año.
Fue en el televisor del Marabú
donde vi el segundo semestre
del año pasado a la U de
Eduardo Vargas y Sampaoli
ganar sus partidos de la Copa
Sudamericana, en medio de
hinchas que gritaban
alborozados los goles pero
jamás se sobrepasaron o
incurrieron en algún gesto de
violencia que damnificara el
momento vivido.
La primera vez que estuve en el
Marabú, conversando de la vida
con Patricio y con Arturo los
tres solos en la madrugada,
entró un ciudadano vestido de
buzo deportivo, como si hubiese
salido a pasear por el barrio en
medio de una jornada de
insomnio, y se quedó detrás
nuestro, que estábamos en la
barra, sin decir una palabra,
escuchando lo que
conversábamos. Arturo no lo
conocía, y tampoco se inquietó
por su presencia. Lo dejó ahí,
que hiciera su vida. El hombre
se mantuvo un buen rato sin
abrir la boca, hasta que al cabo
de unos quince o veinte minutos
pidió permiso para ocupar el
baño y luego se fue. Pudo ser
tema de conversación entre
nosotros, pero no. Con Patricio
lo comentamos más tarde: el
espíritu del Marabú es único y
es libre, por eso lo queremos
tanto.

Viernes 03 de febrero de 2012


Vacaciones
Últimos preparativos para el
viaje. El bolso con lo mínimo
necesario para ir medianamente
ligero de equipaje. Los libros de
las vacaciones ya escogidos.
Pesan un poco, es verdad, pero
no tanto como para avivarle la
cueca a estos furiosos
defensores del libro electrónico
y esa insufrible maquinita que
es capaz, dicen, de almacenar
cientos o miles de títulos. Los
quiero ver cuando se les
descargue la batería del aparato
y no tengan dónde cargarla y no
puedan leer una línea, o cuando
simplemente el bicho se
desconfigure o muera en el
mismo momento en que vayan a
enterarse de quién es el asesino.
Já. ¿Acaso los computadores no
fallan?
El libro de papel, que yo sepa,
no tiene sistema operativo.
Llevo siete novelas, un volumen
de cuentos, un libro de poesía y
dos libros de ensayos. Natalia
Ginzburg, Julian Barnes, Patrick
Modiano, Chico Buarque,
González Vera, William Trevor,
Jean Echenoz, Wislawa
Szymborska, Tanizaki, Herta
Müller y uno que me regaló una
amiga para mi cumpleaños que
es un completo albur: El cielo es
azul, la tierra blanca, del
japonés Hiromi Kawakami. Mi
amiga compró dos ejemplares.
El suyo ya lo leyó y está segura
de que la novela me encantará.
Leo las primeras páginas y me
prendo. Un viejo profesor que
después de veinte años se
reencuentra con una alumna en
un bar y comienzan a
frecuentarse. Me gusta
combinar en las vacaciones
historias de amor y desamor con
ensayos que me pongan de
cabeza y me ayuden a darle una
vuelta de tuerca a lo que a veces
se nombra pero no se
comprende, y por supuesto llevo
poemas de Szymborska para
releer en silencio y conectarme
con lo medular.
Leer en vacaciones. Tal vez
debería descansar de leer, y
sencillamente no hacer nada
más que dormir y comer y
contemplar el transcurso del
tiempo y la existencia de la
naturaleza que me rodea y el
cuerpo de mis afectos
inmediatos, aquellos con los que
conviviremos entre dos y tres
semanas desde la mañana a la
noche, no como el resto del año,
cuando vivimos fragmentados y
nos vemos un poco en la
mañana y otro poco en la noche.
Debería descansar de leer, pero
no puedo. Vicio o necesidad, me
sorprendo maravillado eligiendo
la pila de libros que finalmente
van al bolso. Me prometo
caminar más que en los años
anteriores, levantarme un poco
más temprano que lo habitual,
que el día no se desvanezca tan
rápidamente. Promesas,
promesas. Deja de hacer
promesas y concéntrate en el
ocio fecundo.
A la vuelta me esperan nuevos
libros: los diarios de Ernest
Junger, por ejemplo, que me he
propuesto leer completos, desde
los años de la Primera Guerra
Mundial hasta después de los
setenta. Son seis tomos, y creo
que tranquilamente me tomarán
el año completo. Es bonito para
mí pensar en 2012 como el año
en que estaré leyendo los diarios
de Ernest Junger. Un viejo
lúcido, testigo del siglo veinte
completo, de las guerras, de
Hitler y el nazismo, de
Heidegger, del arte
contemporáneo, y que hacia el
final, cuando cumplió cien años,
en 1995, conversó con un par de
amigos suyos italianos y esas
conversaciones quedaron
registradas en un libro que se
llama Los titanes venideros.
Cito:
"-¿Cree usted en un más allá?
-Quisiera poder creerlo. Pero,
¿con qué instrumentos?
-¿Ni siquiera la filosofía ha
acudido en su ayuda?
-Mi jardín me brinda una
certeza mayor que cualquier
sistema filosófico. Es suficiente
observarlo para comprender que
allí ocurren cosas absolutamente
diferentes de las que
percibimos. Por ejemplo, el
diálogo cósmico que se produce
entre la tierra y el sol durante la
floración, que puede implicar en
lo profundo nuestro ánimo sin
que haga falta incomodar a un
más allá. La poesía puede ser
suficiente, porque nos pone en
el estado de ánimo adecuado.
-Pero, ¿puede aún la poesía
cumplir con un deber tan difícil?
-No lo sé, de la misma manera
que no sé si la poesía tiene, en
general, un deber. Pero sé que
hay que protegerla".
Proteger a la poesía: no es un
mal propósito para este año que
comienza.

Viernes 10 de febrero de 2012


Wislawa
Fui a buscar pan amasado a la
casa de Marisol Thiers. Donde
estamos prácticamente no hay
señal de teléfono celular. A
veces agarra, pero muy rara vez.
Veníamos de vuelta con mi hija
Agustina y la bolsa llena de
hallullas cuando entró un
mensaje al celular. Apreté el
botón: “Pancho querido, no
alcanzamos a cumplir tu sueño.
Ayer murió Wislawa. Un
abrazo, Maricarmen”.
No sé cuántos cigarrillos
fumaba diariamente Wislawa
Szymborska, pero su organismo
los resistió perfectamente bien
hasta casi el fin. El último
verano europeo cumplió 88
años. Le gustaba fumar, no
podía vivir sin tabaco. Una vez
recibió una larga carta en la que
una mujer le pedía que dejara de
hacerlo: “Me hubiera gustado
responderle: he ido a tantos
entierros de gente que nunca
había fumado y que era más
joven que yo. Me limité a
decirle que le agradecía que se
preocupara por mí”. Para la
entrega del Nobel fumó como si
hubiera estado en su
departamento de Cracovia.
¿Alguien podía impedírselo, si
ya la habían sacado de donde no
le gustaba salir y donde vivía,
desde mucho antes del premio,
junto a su marido? Cuando él
murió, Wislawa escribió un
poema inolvidable, “Un gato en
un piso vacío”, que empieza así:
“Morir, eso no se le hace a un
gato./ Porque qué puede hacer
un gato/en un piso vacío”.
¿La acompañaba un gato a sus
pies cuando la muerte la
sorprendió durmiendo? ¿Quién
fue el último en hablar con ella?
¿En qué soñaba cuando dejó de
respirar la madrugada del
miércoles 1 de febrero de 2012?
¿Cuándo escribió su último
poema? Sospecho que el último
poema está en su libro Aquí, de
2009. ¿O alguien se atrevería a
publicar un poema en borrador
de estos últimos años sin el
consentimiento de Wislawa?
Sólo las preguntas un poco
ingenuas son verdaderamente
profundas, leo que dijo una vez
Wislawa Szymborska. Abro el
correo electrónico y encuentro
su nombre: “Querido Pancho:
debe estar nevando en Cracovia
y por la noche la lámpara no se
enciende. De una fumadora
empedernida a otra, quisiera
morir como Szymborska,
tranquila, mientras dormía,
sabiendo que quedaremos en la
memoria de los que nos quieren.
Un abrazo, Gabriela”.
Le gustaba a Wislawa escribir
imaginando que detrás suyo
alguien le hacía morisquetas,
para así cuidarse de no usar
palabras ampulosas ni
grandilocuentes. Entre los
artículos que se han escrito
después de su muerte, hay uno,
preciso, en donde se afirma que
su poesía “apela, en última
instancia, a la ayuda de la
conciencia, la única que nos
puede salvar del odio, de la
tortura, de la estupidez. La
poesía de Szymborska es un
recordatorio de lo luminoso que
posee el hombre a despecho de
su lado más terrible: para ello se
reviste con las armas de la
inteligencia, el humor, la ironía
y la ternura”.
Poema “El Gran Número”:
“Cuatro mil millones de gentes
sobre esta tierra,/ y mi
imaginación es la que era./ No
se le dan bien los grandes
números./ Sigue conmoviéndola
lo particular./ Vuela en la
penumbra cual luz de linterna,/
revela sólo los primeros rostros
de la fila,/ mientras el resto se
pierde en el abismo ciego,/ en el
no pensamiento, en el no
olvido”.
Modesta, modestísima, estuvo
lejos de aspirar a cualquier tipo
de grandeza y buscó la palabra
precisa desde el inicio; cuando
supo que ellas habían sido más
un instrumento político que la
mejor expresión poética del
mundo que habitaba, renegó de
esos primeros poemas y se
concentró en los que vendrían
después.
El poema “Agradecimiento”
empieza así: “Debo mucho/ a
aquellos que no quiero./ El
alivio con el que acepto/ que
sean más cercanos a otro./ La
alegría de que yo no sea/ el lobo
de sus ovejitas./ La Paz sea con
ellos,/ y mi libertad con ellos,/ y
eso el amor ni lo puede dar/ ni
tomarlo sabe”.
Tantas veces pensé en alcanzar
a darle la mano en Cracovia,
que su edad y la distancia física
no fueran un inconveniente.
Ahora sé que eso no ocurrirá. Su
muerte es un estímulo enorme
para seguir leyéndola,
concentradamente. Soy un
lector asombrado y agradecido
de la poesía de Wislawa.

Viernes 17 de febrero de 2012


El horizonte
Si me concentro en los sonidos,
¿qué escucho este jueves de
febrero en Puerto Fonck a las
siete y media de la mañana?
Una oveja balando a un costado
de la cabaña, el rumor
permanente de las pequeñas olas
del lago Llanquihue, la Niña y
Zeus jugando y revolcándose en
la maleza, hojas de árboles
movidas por un viento ligero,
algunos pájaros, el canto de uno
de los gallos de Freddy, el
encendido del motor de un auto,
ladridos lejanos, el tecleo del
computador.
También la borra de la lectura
de El horizonte, novela del
francés Patrick Modiano que
acabé ayer al atardecer. Si
hubiera que ponerle música al
libro, creo que sería un solo de
clarinete interpretando
Sentimental journey, con notas
arrastradas y silencios.
Bosmans, el narrador, se
compra una Moleskine negra
para ir apuntando en cualquier
momento del día aquellos
recuerdos que le permitan ir
armando el rompecabezas de
sus años remotos en París, y
sobre todo su relación con
Margaret Le Coz. “Según iba
remontando la corriente del
tiempo, a veces se arrepentía:
¿por qué tiró por ese camino
mejor que por aquel otro? ¿Por
qué dejó que este rostro, o
aquella silueta tocada con un
curioso gorro de piel y que
llevaba un perrito atado con una
correa, se perdiera en lo
desconocido? Le entraban
mareos al pensar en lo que
habría podido ser y no había
sido”.
Una infinita cadena de pequeños
sucesos entretejidos van
dibujando la línea de la vida,
que corre muy cercana a la
frontera donde habitan esos
otros pequeños acontecimientos
que se perdieron en el tiempo o
nunca llegaron a ser. En la
medida en que el narrador
avanza en busca de ese
horizonte que propone el título
de la novela, avanzamos
nosotros también, sus lectores,
vacilantes, en el camino de
hallar algo, un indicio que lo
vincule con Margaret Le Coz:
“Por lo menos, en la duda, aún
queda una forma de esperanza,
una línea de fuga hacia el
horizonte. Uno se dice que
quizá el tiempo no ha rematado
aún su obra de destrucción y
que todavía quedan citas”.
Las otras novelas de Modiano
que leí, En el café de la
juventud perdida y Calle de las
tiendas oscuras, me provocaron
durante su lectura la sensación
de estar acompañando al autor
en la busqueda de unas claves
no demasiado nítidas que
permitieran desenredar la
madeja que él mismo tejió con
conjeturas, recuerdos, apuntes
en la libreta. La respuesta nunca
será concluyente. Eso es lo
mejor: no hay sentencias, no
hay punto final. Lo que hay es
una estrategia narrativa que
camina a la par con un mar de
preguntas que apenas
comenzarán a responderse. A
mí, su lector, me agrada
acompañarlo en este juego vital
y nada estridente donde es
probable encuentre señas que
debería apuntar en mi propia
libreta negra.
“No sé casi nada de estas
personas, pensó Bosmans. Y sin
embargo los pocos recuerdos
que me quedan de ellas son
bastante concretos. Encuentros
breves en que el azar y la
vacuidad desempeñan un papel
mayor que en otras edades de la
vida, encuentros sin futuro,
como en un tren nocturno”. Si
hiciera el mismo ejercicio de
Bosmans, me concentraría en
mis propias Margaret Le Coz a
las cuales ir orbitando, y dejaría
en el camino a cientos de
personas con las que alguna vez
tropecé. Es lo que hacemos
todos. Es lo que hacen con uno
también: tiran algunas hebras de
la madeja y nos hacen a un lado.
Es saludable así.
Las últimas páginas de El
horizonte las leí casi suspendido
sobre la arena, como si fuera
Bosmans y estuviera a punto de
darle un giro a mi vida: “En las
lindes del Görlitzer Park, unos
jóvenes estaban sentados en las
mesas de los cafés, en plena
acera. Ahora, Margaret y yo
debemos ser los habitantes más
viejos de esta ciudad”.

Viernes 24 de febrero de 2012


Una gallina negra
Acabo de ver a una gallina
negra picoteando en la terraza
de mi cabaña. Fue una aparición
fulgurante: así como vino,
desapareció rápidamente de mi
vista. Cuando digo negra, me
quedo corto: era muy negra. Si
no hubiese reparado en sus
patas, habría dicho que también
eran negras. Así de negra era la
gallina. Llevo años viniendo a
esta misma cabaña del sur de
Chile en los veranos, y no había
visto aún una gallina negra en
mi terraza. Sé que en el campo
son comunes y frecuentes las
gallinas negras, pero por alguna
extraña razón, al momento de
verla me pareció estar frente a
un ejemplar único, una pieza de
colección, una gallina de museo.
Siempre en estas vacaciones hay
algo que atrapa mi atención de
manera obsesiva: puede ser la
diversidad de árboles, desde
castaños hasta ulmos; o tomar
nota cada mañana de los sueños
vividos durante la noche; o
reparar en los sonidos que
propone el viento. Una vez leí
que cuando uno estaba más
descansado, era capaz de retener
con mayor facilidad las historias
de sus sueños. A lo mejor es que
simplemente tenemos más
tiempo para pensar en ellos y
conservarlos con nosotros antes
de que los ahogue la rutina de
cada día. Como pasó un año
antes de volver a este lugar
donde vacaciono, se me ha
olvidado casi todo lo bueno que
me había sucedido en estas dos
o tres semanas, y tienen que
pasar unos días para que yo
vuelva a darme cuenta de que
aquí era posible experimentar
varias veces en una sola jornada
destellos de felicidad. No es que
uno haga demasiado para que
esto ocurra. Más bien, diría que
la gracia es prácticamente no
hacer nada. Creo que mis
vacaciones en el sur profundo
no son vacaciones, sino un
retiro. Un retiro donde lo único
que he planificado es llegar y
quedarme unos cuantos días.
Dejo que esos días transcurran,
y si me dejo guiar por mis
ganas, que es lo que trato, no
hago nada que no tenga
realmente deseos de hacer.
Algunos dirán que no es
posible, yo creo que sí. A mí, al
menos, en este lugar no me dan
ganas de hacer casi nada. Por
ejemplo: no quiero pasear ni
menos recorrer grandes
trayectos. Sólo moverme lo
indispensable para abastecer la
casa o pasar un rato agradable
en alguna buena mesa de la
zona. Lo demás es estar y ser, o
ser y estar, no sé qué es primero.
Panoramas posibles: bañarse en
el lago, que está a veinte pasos,
o no bañarse; leer con vista al
lago o acostado en cama, o no
leer; comer y dormir, esto es
irrenunciable; recostarse a
descansar, también
fundamental; jugar frisbi en el
agua, o bien restarse del juego;
darle tres o cuatro toques a la
pelota, o sólo ser un observador
de la pichanga; hacerle cariño a
la Niña, a esto no se puede
renunciar; ir a buscar pan
amasado en la mañana a la casa
de al lado, fundamental porque
nadie más quiere hacerlo, y
porque debo tener un mínimo de
consecuencia con mi propia
filosofía de vida durante el
retiro. El resto es circunstancial:
ver llover o mojarse con la
lluvia; conversar con los
vecinos si hay ganas de hacerlo;
y por supuesto ir a un asado
especial invitado por el maestro
de maestros asadores, Julio
Neme, ojalá en una noche de
estrellas, y tomarnos juntos una
botella de tinto, actividad
absolutamente indispensable
para decir con propiedad que
estuvimos donde estuvimos. Lo
demás es todo transable, aunque
me gusta mucho compartir dos o
tres lecturas con mi mujer y
experimentar la gratísima
sensación de que esos
personajes de novela nos
permean y nos ocupan a los dos
al mismo tiempo, a ver qué nos
pasa con ellos en el cuerpo y en
el espíritu. No tengo demasiadas
cosas para decirles a mis hijos
en estas semanas. Menos mal.
Qué terrible debe ser estar
escuchando de uno monsergas
en vacaciones. A veces jugamos
a algo, a veces ellos hacen su
vida independiente, a veces los
mando a freír monos lejos de
aquí sin culpa. Hay momentos
del día en que interrumpo sus
actividades para abrazarlos,
palmotearles la espalda,
hacerles cariño en la nuca. Con
los adolescentes hombres es
más difícil. A veces resulta,
aunque lo que más compartimos
es puñetes de juego. ¿Son
realmente de juego esos puñetes
que me aforran? Con las
mujeres se puede experimentar
mayor delicadeza. En buena
hora. Si me preguntan a qué
vine aquí, podría ensayar mil
respuestas y equivocarme en
todas ellas o apenas balbucear
alguna verdad. Lo único que sé
es que quiero volver, necesito
hacerlo.
Viernes 02 de marzo de 2012
Hijos con hijos
Durante estas últimas
vacaciones he pensado
muchísimo en lo poco y nada
que sabemos sobre ser padres.
En la naturaleza de las
relaciones familiares que hace
que este vínculo sea muy
complejo. No necesito explicar
que quiero a mis hijos. En mi
caso es el punto de partida, lo
experimento con la piel, con los
sentidos, con algo que
podríamos llamar alma. Los
quise cuando supe que habían
sido concebidos, los quise desde
antes de que fueran arrojados al
mundo inconsultamente, pero
nada de eso me libera de
comportarme con ellos en
cualquier circunstancia como un
estúpido. Intento como
cualquier mortal que mi
promedio de errores no sea
demasiado alto, pero al final
sólo el tiempo dirá cuántos y
qué tipo de traumas pude
facilitar en ellos con mi manera
de actuar. Los años me han ido
enseñando algo, creo: no
sentirme dueño de sus vidas. Es
un matiz complicado. Algo hay
en nuestra naturaleza salvaje
que a veces nos lleva a querer
apropiarnos de sus
movimientos. Ya sé: no es lo
mismo un pequeño de dos años
que un adolescente de quince.
Al más pequeño le enseñas a
caminar y dentro de tus
posibilidades lo cuidas de la
enorme infinitud de riesgos y
amenazas que lo acecharán
desde la mañana hasta la noche.
Cruzas los dedos para que su
salud se mantenga estable o para
que no se lance a volar
precipicio abajo. A uno de
dieciocho le hablas del mundo
del estudio y el trabajo sabiendo
que lo más probable es que a
esas alturas de su vida, y es
normal que así sea, sepa poco de
los caminos por donde querrá
que ella transite. Sospechas que
hay un mundo que le interesa,
pero finalmente lo que tú
pienses de la vida y de las cosas
de este mundo no tiene cómo
coincidir con lo que él es, con
su espíritu. Tú eres tú y él es él,
y llegará el momento (si no está
llegando ya) en que la primera
responsabilidad sobre sus
movimientos tendrá que
procurarla ese hijo o hija.
Cuidarlos, contenerlos,
transmitirles afecto y
preocupación admite un sinfín
de matices. Entre otras razones
porque cada uno de los hijos
que uno tiene es un planeta. Con
su propia forma y sus
características. Lo que parecería
saludable para el mayor es casi
seguro que será completamente
inútil e inadecuado en el caso
del siguiente. Varios de mis
hijos asocian la lectura a un
completo estado de
aburrimiento. Muchas veces
pienso en lo pedagógico que
sería que se aburrieran
muchísimo, para que no
pensaran en aburrimiento y
entretención como las únicas
coordenadas que valen. Pero
quién me asegura que no sean
ellos los que tienen toda la
razón en pensar así. Un amigo
me decía el otro día, a propósito
de los siniestros realities que
transmite la televisión y que mis
hijos más chicos siguen con
auténtico entusiasmo, que yo
debía comportarme
autoritariamente en la materia,
además de repasar con una
monserga en voz alta a todos
esos canallas que idean estos
programas sabiendo que son
basura, para que mis hijos
reparen en que mucho más
responsable que Huaiquipán en
la estupidez de "Mundos
opuestos" es el cretino que
concibe ese espacio para que el
canal gane plata y se justifique
su sueldo de sostenedor
programático de bazofia
rentable. Pero quisiera ejercer el
mínimo poder posible y por lo
mismo me cuesta el ejercicio
puro y duro de la autoridad. Es
difícil explicar una ordenanza y
es ingrato sufrir decisiones
arbitrarias cuando esas
decisiones no son
comprendidas. Pero me irrita
demasiado lo que se está viendo
y haciendo en televisión en
estos tiempos. Lo siento como
un resumidero de maldad. Dirán
que exagero. Pero esto es lo que
veo: gente que quiere que no
pensemos en cuestiones vitales
y sencillas, que nos droga con
estupidez para que
robóticamente seamos unos
magníficos consumidores de
todo lo que se nos ofrece, sin
distinción: realities y
televisores, viajes en cuotas y
autos último modelo, farándula
y teléfonos celulares
ultratecnológicos, tragedias y
enfermedades, créditos y nuevos
créditos. Hay una imagen que
quisiera conservar toda la vida y
que no se transmite por
televisión. La comentábamos el
otro día en una mesa de amigos
en el Café Marisol. El día en
que aprendimos a andar en
bicicleta. El día en que
terminamos de enseñarle a un
hijo nuestro a sostenerse solo
arriba de una bicicleta. Qué gran
momento: libertad,
independencia, juego,
movimiento, vértigo, mirar con
ojos nuevos. ¿Recordarán mis
hijos el momento en que
aprendieron a andar en
bicicleta? ¿Les importará?

Viernes 09 de marzo de 2012


Año escolar
Vengo llegando del norte. Sol y
desierto, sal y cobre. Me detuve
unas horas en el valle de
Lasana, por donde pasa el río
Loa, con su modesto puñado de
habitantes, menos que cien, y
sus casas de piedra. Fui a la
escuela, que inició oficialmente
sus clases este año el jueves 1
de marzo, y conocí a la
profesora, Margarita Jaque, y a
los tres alumnos que esa mañana
llegaron a la escuela peinados,
perfumados y energéticos:
Lucas Anza, de primero básico,
encorbatado y con cotona; Isaías
Copa, de quinto, de buzo
deportivo; y Carol Luz
Galleguillos, impecable
pantalón azul y delantal a
cuadros, también de quinto
básico. El libro de clases de la
Escuela Pukará de Lasana lleva
el nombre escrito a mano de los
siete alumnos matriculados en
2012. Además de Lucas, Isaías
y Carol, vendrán los hermanos
Fernando y Russell Esteban,
Alexa Lobera y Edmond Jure,
de quinto, hijo de la maestra.
Margarita Jaque será durante
2012 la profesora rural en
Lasana. Lleva más de veinte
años haciéndolo en distintos
pueblos apartados del norte.
Estoy seguro de que Margarita
sabe mejor que nadie cómo
están esos niños, qué les duele,
con qué se alegran, si tuvieron
buena o mala noche, si
despertaron con optimismo o
atribulados. Margarita conoce
sus sueños, los escucha
cotidianamente en la sala, en la
granja, en los juegos, en la
cancha, en la fila que forman
cada mañana. Margarita me
enseña que Carol Luz
Galleguillos es fanática del
ramo de Lenguaje y escribe
cuentos, que Isaías tiene grandes
habilidades matemáticas, y yo
puedo ver cómo Lucas disfruta
su gusto por el fútbol en la
multicancha pegándole a la
pelota siempre con la izquierda.
En un pueblo hermoso y
solitario llamado Lasana, tres
niños escuchan a su profesora
enseñarles palabras en kunza:
papá, mamá, hermano, abuelo,
amigo. Suena la campana. Isaías
y Carol practican caligrafía,
Lucas hace sus primeras armas
en el apresto a la lectura. Los
trabajos de alumnos de años
anteriores adornan la sala junto
a coloridos afiches: "Somos
inteligentes, creativos,
amorosos, curiosos, amistosos,
divertidos" reza uno de ellos
junto a un enjambre de otras
palabras escritas para levantar la
autoestima de estos niños
marcados a fuego por la tierra
en que les toca vivir su infancia.
Converso con Margarita y leo
en sus ojos el modo en que ama
su oficio, cómo les regala su
energía a niños y niñas que
hacen sus primeras armas sobre
la Tierra. Tienen estos niños de
Lasana el privilegio, al menos,
de contar con Margarita, una
profesora rural de raza que los
quiere y los acoge y los
defiende, hasta donde puede, de
aquello que pudiera
amenazarlos. A educadores
como Margarita Jaque hay que
aplaudirlos de pie calladamente
y luego dejarles sobre la mesa
"La oración de la maestra", de
Gabriela Mistral, que supo
como pocas el arte de enseñar:
"Señor, dame el amor único de
mi escuela; que ni la quemadura
de la belleza sea capaz de
robarle mi ternura de todos los
instantes. Maestro, hazme
perdurable el fervor y pasajero
el desencanto. No me duela la
incomprensión ni me entristezca
el olvido de las que enseñé.
Dame el ser más madre que las
madres, para poder amar y
defender como ellas lo que no
es carne de mis carnes. Alcance
a hacer de una de mis niñas mi
verso perfecto y a dejarte en ella
clavada mi más penetrante
melodía, para cuando mis labios
no canten más. Dame sencillez
y dame profundidad; líbrame de
ser complicada o banal en mi
lección cotidiana. Aligérame la
mano en el castigo y
suavízamela más en la caricia.
¡Reprenda con dolor para saber
que he corregido amando! Haz
que haga de espíritu mi escuela
de ladrillos. Le envuelva la
llamarada de mi entusiasmo su
atrio pobre, su sala desnuda. Mi
corazón le sea la columna y mi
buena voluntad más oro que las
columnas y el oro de las
escuelas ricas". Margarita
Jaque, profesora rural de
Lasana: fuimos a verte, nos
encontramos la primera vez y te
hiciste, como acostumbras,
indispensable.

Viernes 16 de marzo de 2012


Apuntes del verano
Entre los regalos recibidos en el
último verano para mi
cumpleaños número redondo,
había un hermoso disco de la
cantante catalana María del Mar
Bonet, un gong que estuve
buscando durante años para
marcar el inicio de las sesiones
del taller, el lúcido Diccionario
del hombre contemporáneo de
Bertrand Russell, un sabroso
frasco de guindas al licor, una
novela de la japonesa Hiromi
Kawakami titulada El cielo es
azul, la tierra blanca que
disfruté muchísimo en
vacaciones, una selección de
entrevistas a escritoras
publicadas en The Paris Review,
el poemario de Enrique Lihn
Una nota estridente, una
pequeña escultura de cobre de
Don Quijote y Sancho, varios
botellones de buen tinto, una
fuente de tiramisú preparado por
una amiga peruana que me comí
completamente solo y del que
aún conservo su sabor, parlantes
para escuchar mejor la banda
sonora de las películas y una
mesa preciosa de madera
diseñada y construida por un par
de amigas encima de la cual
cabalgan ahora el Hombre de la
Mancha de cobre y su gordo
escudero.
De Enrique Lihn separo estos
versos: “Si se ha de escribir
correctamente poesía/ no estaría
demás bajar un poco el tono/ sin
adoptar por ello un silencio
monolítico/ ni decidirse por la
murmuración./ Es un pez o algo
así lo que esperamos pescar/
algo de vida, rápido, que se
confunde con la sombra/ y no la
sombra misma ni el Leviatán
entero./ Es algo que merezca
recordarse/ por alguna razón
parecida a la nada/ pero que no
es la nada ni el Leviatán entero/
ni exactamente un zapato ni una
dentadura postiza”.
De Bertrand Russell y su
diccionario celebro la definición
de pereza: “Yo tengo esperanzas
de que la pereza sea un
evangelio. Creo que si nuestra
educación fuera enérgicamente
dirigida a tal fin, por hombres
dotados de toda la fiera energía,
producto de nuestro credo y
género actual de vida, sería
posible inducir a la gente a ser
perezosa. No quiero decir que
nadie debería trabajar, pero sí
que pocas gentes deberían
trabajar más de lo necesario
para vivir”.
De la conversación con Nadine
Gordimer en The Paris Review
rescato su frase final: “Me
gustaría decir algo acerca de lo
que creo que debe ser una
novela o un cuento. Es una cita
de Kafka. Un libro debe ser un
pico que quiebre el helado mar
que nos rodea”.
De la novela de Kawakami
marco un diálogo entre Tsukiko,
la narradora y protagonista, y el
maestro, su viejo profesor:
“—¿Estoy soñando, maestro?
—le pregunté.
—Sí, es probable. Podría ser un
sueño —me respondió con aire
divertido.
—¿Cuándo me despertaré?
—Quién sabe.
—Yo no quiero despertarme.
—Pero si es un sueño, tarde o
temprano te despertarás.
Los relámpagos centelleaban y
los truenos retumbaban. Tenía
los músculos de todo el cuerpo
agarrotados. El maestro me
acariciaba la espalda.
—No quiero despertar —repetí.
—Yo tampoco —dijo él.
La lluvia repiqueteaba contra el
techo. Yo estaba en el regazo
del maestro, tensa. Él me
acariciaba la espalda
dulcemente”.
Ha sido éste un verano más bien
optimista. De acariciar espaldas
y ser acariciado. El optimismo y
el pesimismo, lo dice bien
Russell en su diccionario, es un
asunto de temperamento y no de
razón. Dificultades habrá
siempre. Lo que interesa es que
el promedio de ellas no sea
escandaloso. En mi caso, un
exceso de razonamiento suele
producirme desánimo.
Especialmente cuando pienso en
asuntos de la especie humana:
me pongo escéptico, lo que no
significa que me venza el
pesimismo. Sospecho que no
hay demasiado espacio para
soluciones razonables de
mediano o largo alcance que nos
involucren como género. Por
eso mismo pienso en todo
momento en las posibilidades
del arte y rara vez en la religión
o en la política del día a día. El
arte no resuelve los problemas,
pero ayuda a identificarlos si es
honesto, y en algunos casos nos
maravilla y conmueve por la
lucidez y belleza contenida en
su expresión. Nos desplaza, nos
moviliza, nos sorprende, nos
deposita en un sitio inesperado y
distinto al que estábamos antes
de dejarnos tocar por él. Ese
solo desplazamiento me parece
maravilloso. Si hay algo a lo
cual no quisiera renunciar
jamás, es a ese ligero
movimiento que sabe
mantenerme vivo.

Viernes 23 de marzo de 2012


Las alas del deseo
En las últimas vacaciones,
ocupé una tarde completa en ver
en mi casa la película Bajo el
cielo de Berlín. Mi idea, desde
hace mucho tiempo, era
transcribir íntegro el texto del
filme. Fue un momento
magnífico: apretando pausa y
play llené muchas páginas de mi
libreta negra y pude masticar y
digerir las reflexiones de los
ángeles. Escrita por Wim
Wenders y su amigo Peter
Handke, Bajo el cielo de Berlín
o Las alas del deseo es una
película que no envejece a pesar
de los años. La vi la primera vez
en Buenos Aires con mi amiga
Dolores en los ochenta, y nos
emocionamos muchísimo.
Acostumbrábamos a ir a tomar
helado después del cine para
comentar cada película que
veíamos. Fanáticos los dos de
Wenders, esa noche nos
atropellábamos para hablar y
acabamos experimentando la
misma maravilla del ángel de la
película que desesperado por
sentir la vida desciende al
mundo de carne y hueso: "Me
adentraré en el vado del tiempo,
en el vado de la muerte. Bajaré
de la atalaya de los no nacidos.
Mirar desde arriba no es mirar.
Hay que mirar a la altura de
otros ojos". No mucho después,
fui a verla nuevamente con mi
amiga Mónica al Espaciocal, en
Vitacura, una pequeña sala de
esos años especializada en cine-
arte donde vi casi todo el primer
Wenders: desde Alicia en las
ciudades hasta París-Texas.
Mónica vivía por ahí cerca y la
cartelera rara vez defraudaba.
Creo que la última película que
nos convocó en el Espaciocal
fue Bagdad-Café, cuyo
personaje central, Brenda, era
definitivamente adorable.
Corrígeme, Mónica: ir a ver
esas películas fue la manera que
encontramos de respirar en un
país que nos asfixiaba, de
abrigar nuestro desasosiego;
buscábamos en el cine, en los
libros y en nuestros estudios de
estética un modo de resistir el
peso de una de las décadas más
opacas que registra la historia de
Chile. Nunca entendí por qué, al
menos en Chile, algunos todavía
hablan de los ochenta como
años festivos y hasta divertidos.
Fueron años en general
nefastos: no sólo porque siguió
estando de moda la horrorosa
música disco que venía de los
setenta, sino porque la dictadura
demoró demasiado en
debilitarse: había represión
mañana, tarde y noche, las
universidades continuaban
intervenidas, el modelo
económico exhibía su verdadera
cara cruel, la Vicaría de la
Solidaridad presentaba recursos
de amparo a diario, se hacía
periodismo de urgencia, había
sapos por todas partes, reinaban
la violencia y la desconfianza,
no era sencillo que el arte se
expresara libremente, uf, para
qué seguir. En ese país uno iba
al Espaciocal a respirar. A ver,
por ejemplo, Bajo el cielo de
Berlín. Que empieza así:
"Cuando el niño era niño,
caminaba balanceando los
brazos, quería que el riachuelo
fuera un río, el río un torrente, y
este charco, el mar. Cuando el
niño era niño, no sabía que era
un niño. Todo le parecía lleno
de vida, y todas las almas, una
sola. Cuando el niño era niño,
no tenía opiniones sobre nada,
no tenía costumbres. Se sentaba
en el suelo con las piernas
cruzadas, echaba a correr, tenía
un remolino en el pelo y no
quedaba mal en las fotos".
Cuando el niño era niño, se
hacía preguntas fundamentales,
tal vez las más importantes de la
filosofía: "Por qué yo soy yo y
no tú? ¿Por qué estoy aquí y no
allí? ¿Cuándo empezó el
tiempo, y dónde se acaba el
espacio? ¿La vida bajo el sol es
sólo un sueño, y lo que veo,
oigo o huelo es sólo la
apariencia de un mundo previo
al mundo?". Ni en los peores
momentos, uno debería dejar de
hacerse estas preguntas. Ni en el
corazón del más dramático de
los episodios históricos, uno
tendría que someterse sólo a lo
urgente. Vivir en estado de
urgencia no es aceptable para
ningún ser humano. Vino Mio
Matsuda a cantar a Chile un par
de semanas atrás. Tuve el
privilegio de escucharla en los
tres escenarios en que interpretó
en japonés, con su voz dulce,
casi perfecta, "El derecho de
vivir en paz" de Víctor Jara; un
poema. En una conversación
íntima, Mio nos contó que
después de la tragedia nuclear
de Fukushima, viajó a la zona
para ir a cantarles a las víctimas
en medio de la desesperación.
Lo hizo porque cuando ella
habla de ayudar en la
reconstrucción, piensa y habla
de reconstrucción humana, y a
mí me viene pareciendo desde
hace rato que no hay mejor
manera de encarar el delicado
momento que nos ocupa.

Viernes 30 de marzo de 2012


Encuentros
1 Venía caminando luego de
una cita amable con dos buenas
personas a las que no conocía
antes de la reunión y a las que
fui bastante decidido a decirles
que no, gracias, al proyecto que
me habían anunciado por
teléfono. Por supuesto terminé
diciéndoles que sí, gracias,
porque me encantó su manera
de proponer la idea que
llevaremos juntos a cabo sin
apuro ni plazo fijo. Cargaba un
bolso lleno de libros y películas
que me había regalado este par
cuando cruzamos miradas en la
calle Los Leones, cerca de
Eleodoro Yáñez, con un
muchacho que caminaba en
sentido contrario y que al cabo
de un segundo, dándonos ya la
espalda, me llamó por mi
nombre. Me di vuelta, no lo
reconocí. Él se detuvo, se sacó
los audífonos y yo me acerqué.
"¿Eres Pancho?", me preguntó.
Sí, soy. Nos dimos la mano.
"Me llamo Jonás, estudio
periodismo en la Chile, leo
habitualmente lo que escribes y
lo comentamos con mi papá".
Conversamos unos minutos.
Alcanzó a decirme que cursaba
segundo año, que se veía a sí
mismo como un aprendiz de
cronista, y que en su escuela no
se siente solo porque son varios
los que andan con la cara llena
de risa dedicándose a estudiar y
practicar con energía un oficio
que les gusta mucho.
2 Me escribe Edite. Cuenta que
en Río de Janeiro, cuando ella
era una muchacha, instalaron en
la playa Arpoador de Ipanema
una carpa que se llamaba "Circo
Volador" donde se presentaban
a precios populares artistas de
toda laya, desde un anónimo
sambero o intérprete de bossa
nova hasta Caetano Veloso y
Chico Buarque. Edite solía ir a
la carpa y casi nunca sabía
quiénes iban a tocar ese día.
Simplemente le gustaba la
experiencia de compartir con un
público y artistas que igual que
ella valoraban el encuentro
inesperado y casual en torno a la
música. Edite me dice que desde
hace mucho tiempo le ronda la
idea de hacer algo así en Chile.
3 Fui a comer empanadas a un
negocio al que no iba desde
hace mucho tiempo. Después de
pedir dos de pino con ají y una
minibotella de tinto, la Solcita
me recordó que alguna vez
había escrito sobre una mujer
que atendía en este local y que
cantaba sola y con afinado
entusiasmo un tema de Raphael
de España: "Estoy aquí, aquí,
para quererte. Estoy aquí, aquí,
para adorarte". Me pareció en
ese momento que podía ser la
misma mujer que nos estaba
atendiendo. Cuando llegó con
las empanadas, le pregunté si le
gustaban las canciones de
Raphael, y su cara se iluminó.
Era ella. Nos abrazamos. Un
cliente antiguo le había llevado,
tres o cuatro años atrás, la
revista con la crónica
sospechando que la mujer del
relato era su querida Graciela
Espinoza, que lleva cuarenta
años trabajando en el mismo
local. Ahora sé su nombre
completo y que guardó con celo
hasta hoy el ejemplar de la
revista, feliz con la publicación
como cuando era más joven y le
susurraban en privado y al oído
la vieja canción de Raphael.
4 Me escribe Jorge. Dice que
como él vive en Paine hizo
averiguaciones sobre dónde
podría estar la tumba de María
Rosa Martínez Flores en el
cementerio del pueblo, y que
lamentablemente no hay un
registro exacto del lugar en que
la enterraron. Sólo se sabe que
murió en 1986 y que fue
enterrada junto a su hermano
Gregorio, pero el nombre de
ambos está borrado por el
tiempo o nunca fue impreso.
María Rosa Martínez Flores fue
una mujer muy importante en
mi vida. Vivimos juntos más de
veinte años. Sus restos están en
el cementerio, en una tumba sin
nombre. Esa es la máxima
soledad a la que puede aspirar
un ser humano. No puedo
encontrarme físicamente con tus
restos, María, pero el influjo de
tu bondad habita en mí como un
motor. Gracias, gracias, gracias.
No he conocido en mi vida a
una mujer tan desprendida como
tú. Encontrarte habitando en mi
memoria es un privilegio.

Jueves 05 de abril de 2012


Daniel Zamudio
Tenía 24 años. Trabajaba en una
tienda de ropa china. Estaba
juntando plata para estudiar
modelaje después que saliera de
cuarto medio. Vivía en San
Bernardo con su mamá y sus
hermanos. Sus papás estaban
separados. A los diecisiete años
reunió a su familia en la casa y
les dijo que era homosexual. No
fue sorpresa para nadie. Su
mejor amiga del colegio,
compañera de banco desde los
ocho años, contó que en la
escuela a veces lo molestaban y
le decían hueco. Él no
contestaba nada, se reía
solamente. Le gustaba cocinar,
especialmente comida china.
Cuando chico dibujaba el
Titanic partido en dos. Una
amiga suya del alma se suicidó
jovencita y al Dany su muerte lo
afectó muchísimo. Le costó salir
adelante. Dejó el colegio. Su
jefe en la tienda de ropa china
donde estaba trabajando ahora,
lo quería mucho. Los que lo
conocían bien lo querían. El
Dany era un muchacho
tranquilo. A veces tomaba más
de la cuenta en su tiempo libre,
pero no molestaba a nadie. El
viernes 2 de marzo partió a
trabajar a las siete y media de la
mañana desde su casa. Llamó a
su mamá como a las once y
media para decirle que en la
tarde se iba a juntar con una
amiga. Nada de qué
preocuparse. Su mamá igual se
preocupaba, nunca estaba
demasiado tranquila cuando él
salía. Una vez el Dany contó en
la casa que a la salida de la
discotheque Blondie lo
amenazaron, le dijeron que
sabían dónde trabajaba y que lo
iban a matar por ser
homosexual. No creo que le
hayan dicho homosexual, lo
menos que le dijeron fue
maricón. Su mamá se asustó. Le
decía que se cuidara, que a ella
le daba miedo que le hicieran
algo. El Dany no mataba una
mosca, y no sentía que tuviera
que cuidarse especialmente. Era
un muchacho inocente, tan
inocente que ese viernes 2 de
marzo, en el Parque San Borja,
dormía la mona a eso de las
nueve de la noche cuando una
pandilla de cuatro salvajes
empezó a golpearlo con saña,
con alevosía, por ser
homosexual. No había nadie en
el lugar. A pesar de que el
parque tiene guardias y de lo
cerca que está la Alameda, no
hubo nadie que defendiera al
Dany. Uno de los matones hizo
de cabecilla. Uno que se llama
Patricio, que se jactó muchas
veces de andar pegándole a
peruanos y homosexuales, que
dicen que es neonazi y que
había salido hacía poco de la
cárcel por robo con
intimidación. Los otros tres eran
conocidos con los que solía
juntarse en el Eurocentro del
Paseo Ahumada. Unos brutos
sin identidad. Incapaces en ese
momento de oponerse a las
órdenes del cabecilla. El
cabecilla mandó a uno a
comprar copete y lo que empezó
siendo una golpiza terrible se
convirtió en una sesión de
tortura que duró más de cinco
horas. El Dany comenzó a
sangrar y perdió la conciencia.
Le pegaron combos y patadas en
todo el cuerpo, y luego lo
golpearon con una piedra
enorme en la cabeza, el
estómago y las piernas. Después
de machacarle las piernas con la
piedra, el cabecilla hizo palanca
en una de ellas y se la rompió.
El compañero de golpiza que
confesó días después dijo
textual: "Sonó como un hueso
de pollo". Sé que no es
agradable leer el relato
pormenorizado de una sesión de
tortura, pero a veces no hay otra
forma de poder entender (hasta
donde llega el entendimiento
humano) qué es lo que está
sucediendo en este caso, por qué
tanta violencia. Le rompieron al
Dany en la cabeza una botella
de pisco sour Campanario, y
con el gollete le marcaron
esvásticas en la piel.
Completamente embrutecidos,
continuaron apagándole
cigarrillos en su cuerpo ya
vencido por los golpes.
Conscientes o no de que Daniel
Mauricio Zamudio Vera
respiraba con dificultad y
sobrevivía apenas, lo dejaron
tirado en un rincón del Parque
San Borja y se fueron. El martes
27 de marzo, a un cuarto para
las ocho de la noche, el Dany
terminó de morir en la Posta
Central. Pienso en él con
frecuencia en estos días. No
creo que su muerte sea un
accidente, o sólo el resultado de
la acción de cuatro matones que
se encontraron con él y dieron
rienda suelta a sus más
perversos y brutales instintos.
Hay algo más que no puedo
identificar con claridad en esta
historia cruel y salvaje. La
homofobia ha estado instalada
desde tiempos remotos entre
nosotros. Uno a veces no
imagina ni sospecha el alcance
que llegan a tener determinados
discursos intolerantes en mentes
perversas y espíritus enfermos.
¿Cuánto hemos colaborado a
que diversas minorías se
persigan a vista y paciencia
nuestra? ¿Mejora nuestra
calidad de vida con el aumento
de penas y control policial? Me
lleno de preguntas. Prefiero
hacerlas a callarlas. Leo el
epitafio que dejó escrito
Wislawa Szymborska:
"Transeúnte, quita a tu
electrónico cerebro la cubierta y
piensa un poco en el destino de
Wislawa". Transeúnte, piensa
un poco en el destino de Daniel
Zamudio.

Viernes 13 de abril de 2012


Sostiene Tabucchi
Sostiene Tabucchi que le gusta
escribir por inspiración, y no
por oficio o deber; y que "un
escritor que lo sabe todo, que ya
lo conoce todo, no debería
publicar ningún libro". Cuando
murió días atrás en Portugal, su
patria adoptiva, la tierra donde
leyó y releyó a Pessoa,
Tabucchi interrumpió para
tristeza nuestra una obra
literaria inspiradora y libre a la
que aún le quedaba cuerda, pero
volvió a recordarnos esos libros
que sus lectores más entusiastas
continuaremos visitando. Fue
enterrado a la portuguesa: en el
Cementerio de los Placeres, en
Lisboa, donde los muertos
gozan -a juzgar por el nombre
del camposanto- de una
magnífica paz. No sé bien por
dónde empezar con Tabucchi.
Sergio Pitol escribió en El arte
de la fuga algunas páginas
certeras sobre su querido amigo
escritor: "Posee una melodía
propia, una tensión emocional
modulada por la inteligencia".
Es verdad: la música de su
escritura no es imitable. El
primero que me habló de
Tabucchi fue Pablo Azócar. Si
la memoria no me falla, me
prestó un ejemplar gastado de
Nocturno hindú, fantástico
desde el comienzo con la
narración de ese taxista indio en
Bombay, dueño de una sonrisa
viscosa que parecía "rozar a
propósito a los peatones y que
tocaba la bocina
desaforadamente". Después
vino Sostiene Pereira, su novela
más popular: la historia del
viejo periodista, viudo y
enfermo del corazón, católico y
obsesionado con la muerte, hijo
del dueño de una funeraria
llamada Pereira La Dolorosa y
redactor de necrológicas en un
periódico lisboeta durante la
primera etapa de la eterna
dictadura de Salazar. El
protagonista de Sostiene Pereira
se hizo visible en todo el mundo
cuando Marcello Mastroianni lo
encarnó en el cine. Hay un
detalle con la literatura de
Tabucchi. No es definitiva. Lees
Sostiene Pereira, y muchos años
después te encuentras en otro de
sus libros, Autobiografías
ajenas, con un texto en donde
cuenta cómo apareció Pereira en
su vida poco después de ir al
funeral de un viejo periodista
portugués que murió en el
olvido, cuando la dictadura
salazarista era un mal recuerdo e
intentaba enterrarse y olvidarse.
Tabucchi terminó de escribir la
novela el mismo día en que su
hija estaba de cumpleaños: "Me
pareció una señal, un auspicio.
El día feliz del nacimiento de un
hijo mío nacía también, gracias
a la escritura, la historia de la
vida de un hombre. Tal vez, en
la inescrutable trama de los
eventos que los dioses nos
conceden, todo ello tenga su
significado". Cuando pensaba
en sus lectores, en nosotros,
decía que los quería
"disponibles a la
imprevisibilidad de la
existencia". Yo quiero
apuntarme ahí, entre aquellos
que lo leen sin desesperación
porque no haya siempre una
trama acabada, y sin el ánimo de
interpretarlo hasta el cansancio.
Me gusta dejarme llevar por sus
imágenes e incluso olvidar en el
camino algunas de las señas que
pueda irme mostrando. Siempre
comentando a su lector ideal,
Antonio Tabucchi dijo en una
conversación con Carlos
Gumpert: "Lo imagino como
una persona frágil, no como una
persona fuerte. Temo a las
personas fuertes, de esas que
poseen grandes convicciones,
grandes principios. Imagino a
mi lector como una persona
abierta al mundo, a la
casualidad de la vida y a esa
dosis de misterio que la vida
contiene y que siempre es
imprevisible". Completamente
ajeno al mundillo literario,
Tabucchi detestaba los
congresos de escritores. Si le
interesaba conocer a uno,
buscaba el modo de encontrarse
con él en otro lugar: "Durante
los congresos, los escritores
parecemos todos idiotas. Hace
poco participé en uno en
Melbourne y tuve la suerte de
coincidir allí con la periodista
Gaia Servadio, quien me
propuso que nos
intercambiáramos el letrero con
nuestro nombre que suele
llevarse pegado al pecho en
estas circunstancias. El oírme
llamar toda la velada por un
nombre distinto al mío me
ayudó a sobrellevar con ironía la
desazón que me provocan ese
tipo de reuniones". Antonio
Tabucchi sintió que la vida no
bastaba, que era necesario narrar
para irla completando, aunque
nunca termináramos de
comprender "dónde acaba la
realidad y dónde comienza la
ficción". El último artículo que
publicó fue un desahogo contra
el influjo de uno al que
consideró siempre un cretino.
Su título ahorra mayores
explicaciones:
"Desberlusconizar Italia".

Jueves 19 de abril de 2012


Fragilidad
Es martes. Es un gran día. La
agenda está en blanco. Es uno
de esos magníficos días
distraídos, sin ningún plan
especial trazado hasta las dos de
la tarde. Dispongo de cinco
horas corridas para completarlas
como se me antoje. Un dejo de
emoción me ocupa. ¿Puedo
llamarlo destello de felicidad?
Me ocurre casi siempre que
encuentro, en días de semana,
estas franjas horarias sin
propósitos claros. No decido
aún, temprano en la mañana, si
voy al café A o al café B. El
café A queda camino al taller, es
una solución en un sentido
práctica. Si voy al taller no
faltará trabajo: puedo corregir el
impreso de la edición de Los
culpables de Juan Villoro que
vamos a publicar muy pronto.
Pero decido que no, que esta
mañana es un día distraído-
distraído. Llevo conmigo un
libro que tengo muchas ganas de
leer. Es breve, me lo prestó un
amigo con la sospecha de que
me gustará. Se llama Tres luces,
su autora es una joven irlandesa,
Claire Keegan. No sé nada de
ella, mejor aún. El café B me
obliga a caminar, tomar el metro
y desviarme de la ruta habitual,
y eso me seduce todavía más.
Además, el café B queda
exactamente al lado de mi
librería, que es mi librería no
porque yo sea su dueño, sino
porque en ella tengo cuenta y
pago una cuota fija mensual que
me permite tomar todos los
libros que quiera con descuento
especial, cargo al futuro y sin
odiosos intereses.
Me instalo en un rincón del café
B, pido un cortado y empiezo a
leer Tres luces. No me entero
demasiado de lo que sucede
alrededor. La historia de esa
niña que es dejada en casa de
unos parientes mientras su
madre se prepara para parir un
nuevo hijo me absorbe
completamente. La pequeña
novela me toma de la cintura y
me voy con ella a donde me
lleve. Termino al cabo de una
hora llorando emocionado.
Estoy solo en el café. Ignoro si
la mujer de la caja o el
dependiente se dan cuenta de
que boto lagrimones sin
angustia, conmovido por la
belleza que desprende en mí el
relato y especialmente sus dos
páginas finales. Le doy gracias a
Claire Keegan por haberlo
escrito, pienso que me gustaría
mucho ir a Irlanda y que ahora
tengo una nueva razón para
hacerlo: conocerla, cruzar unas
palabras, sonreírle. Pienso
también que me gustaría que
apareciera en Chile Tres luces,
que tal vez pueda conversarse el
tema de los derechos con la
editorial argentina que lo
publicó allá.
Pago el café y entro a mi
librería. Joan cumplió su palabra
y están esperándome los tres
últimos tomos de los Diarios de
Ernest Junger. Puedo completar
así los siete libracos que me he
propuesto leer durante este año
y el próximo en forma
ordenada, sin prisa pero sin
pausa. Pero hay más: Renán
Zelada me habló del poeta
estadounidense Robert Hass y
tropiezo con un libro suyo
traducido al español: Tiempo y
materiales. Aprecien estos
versos entre otros filudos versos
sobre la guerra de Bush, que
continúa la saga de guerras a
que nos hemos venido
acostumbrando en el tiempo:
"¿Será que nos gusta besar/ Y
bombardear a la vez, en
perspectiva/ Al menos, a las
chicas con sus vestidos de
flores?". Aprovecho de llevar
también esa novela que tanto me
recomendó Álvaro Matus:
Herzog, de Saul Bellow. ¿Y por
qué no esta Poesía completa de
César Vallejo? ¿Y si agrego por
esta vez unos mamotretos de
filósofos franceses para leer dos
o tres páginas diarias y pensar?
Uno se llama La muerte y es de
Vladimir Jankélevitch: "Desde
el momento en que alguien ha
nacido, ha vivido, siempre
quedará algo, incluso cuando no
podamos decir el qué; no
podemos hacer en absoluto
como si ese alguien fuera
inexistente en general, o nunca
hubiera sido. Por los siglos de
los siglos habrá que tener en
cuenta ese misterioso haber-
sido". Una lección de
humanidad. Como las primeras
páginas de Fragilidad, de Jean-
Claude Carriere: "Un personaje
no puede conmovernos ni
conmover a los demás a no ser
que hallemos en él esa esencia
de vidrio de la que habla
Shakespeare y que nosotros
llamamos vulnerabilidad. Así,
nuestra fragilidad, lejos de ser
una simple e irremediable
debilidad, se convierte, pues nos
es común, en el motor de toda
expresión, de toda emoción y a
menudo de toda belleza".
Avanzo una cuadra por
Providencia con dos bolsas
cargadas de nuevos libros y
diviso en la esquina, al frente,
entre una muchedumbre de
peatones, a un viejo amigo que
no sospecha todo lo que lo
quiero y con el que no nos
hemos visto en mucho tiempo.
Está esperando para atravesar en
mi dirección. No se ve apurado.
Adivino que vamos a
detenernos, a encontrarnos. Una
inolvidable mañana de martes,
en otoño.

Jueves 26 de abril de 2012


Myrna soy yo
¿Se puede amar y ser feliz al
mismo tiempo? El dramaturgo
Nelson Rodrigues decía que no.
En rigor lo decía Myrna, aquel
personaje femenino que
Rodrigues encarnaba y que
contestaba el consultorio
sentimental del Diario da Noite
en 1949. No fue el único
heterónimo que empleó
Rodrigues en su largo periplo
por periódicos brasileros:
también se hizo llamar Suzana
Flag, María Amelia, Kalipsus
Lucy. Cuando describió a
Myrna en su primera aparición
en el diario, formuló
muchísimas preguntas: "¿Usted
quiere saber quién es Myrna?
¿Si es vieja o es joven? ¿Si es
fea o es bella? ¿Si nació en El
Cairo o si adivina el futuro? Eso
no interesa. El que está siendo
sometido a proceso es usted.
Usted sufre y eso basta. Usted
tiene un amor infeliz. ¿De quién
es la culpa? ¿Suya o del otro?
Deme su nombre de pila y el
nombre de pila de su pareja. La
fecha de nacimiento de ambos.
Y cuénteme su romance. Yo le
contestaré con la verdad, sólo la
verdad, presente y futura. Y si
aún quiere saber quién es
Myrna, le responderé: "Myrna
soy yo. Apenas una mujer".
Como buen dramaturgo,
Rodrigues explotaba una idea
dramática y necesaria en sus
piezas ásperas y provocadoras:
no se puede amar y ser feliz al
mismo tiempo.
Estoy a punto de terminar de
escribir un libro de
conversaciones con el Gato
Gamboa, último director del
diario Clarín. Es sabido que el
Gato tenía a su cargo el
consultorio sentimental de
Clarín hasta el día del golpe, el
11 de septiembre de 1973. Él
era el doctor Jean de Fremisse y
asistía con humor y moral de
hierro a ciudadanos
desesperados, que en medio de
la batalla política que había en
Chile en esos días se tomaban el
tiempo para consultar por sus
dramas amorosos. Se hizo tan
experto el Gato Gamboa en
asuntos de pareja, que estando
preso en el campo de
concentración de Chacabuco,
donde se hizo llamar el Doctor
Caliche, ocupó parte de sus
energías en asistir a otros
detenidos escribiéndoles cartas
sutiles a sus parejas para que
ellas no les fueran infieles. El
fantasma del amante intruso, o
patas negras, asolaba a los
presos. "Tanto así", dice El
Gato, "que Franklin Quevedo,
un comunista de tomo y lomo,
escribió un cuento para un
concurso que hicimos allá en
donde decía que había que
volver silbando a la casa para no
pillar a tu mujer con las manos
en la masa. Yo pensaba que si
eso me pasaba, era un poco la
ley de la vida y de lo que nos
había tocado vivir. Muchas de
ellas eran mujeres sin esperanza,
y en esas circunstancias los
consoladores aparecen como
nata. Empecé escribiéndoles
cartas a los más amigos, y
terminé convertido en un
experto, en un gran consejero.
Al comienzo los gallos se
equivocaban en el tono. Uno me
mostró una vez la carta que le
estaba escribiendo a su mujer, y
era una sarta de insultos, ¡le
volaba la raja! Lo convencí de
que se fuera despacio por las
piedras, que cultivara un tono
más comprensivo. Las escribía
enteras si ellos no sabían cómo
hacerlo, o les arreglaba el
original que ellos me pasaban
para dejarlas en el tono justo.
Los presos se complicaban
enteros para decirles
suavemente a sus parejas que no
les pusieran el gorro, pero sin
que se notara que ellos estaban
enfermos de celos allá
encerrados".
Una vez quise explorar el
mundo de los consultorios
sentimentales, y publiqué en
estas mismas líneas, hace años,
mi anhelo de cultivar el género.
Recibí a los pocos días una
larga carta de una profesional
seria y acongojada que veía
cómo su matrimonio se
desmoronaba. Fue el único caso
que alcancé a abordar.
Almorzamos un día y escuché
en vivo y en directo el relato.
No tuve, como era de esperar,
herramientas adecuadas para
ayudarla a resolver su conflicto.
Me declaré incompetente a poco
de iniciada la conversación.
Sentí el peso de la
responsabilidad, imaginé a esa
familia de carne y hueso en
crisis y tuve pánico. Supe, en
ese momento, que el único
registro que admiten los
consultorios sentimentales es el
del humor y la literatura, como
hace el Doctor Cariño en La
Cuarta o Jean de Fremisse en
Clarín o Myrna en el Diario da
Noite. Abandoné la idea de ser
consultor esa misma tarde, pero
seguí leyendo todos los
consultorios sentimentales que
caían en mis manos. Se aprende
mucho con ellos. Hay
momentos en que incluso
piensas como Myrna: que no se
puede amar y ser feliz al mismo
tiempo.
Viernes 04 de mayo de 2012
Claire Keegan
Vive en su país, en Irlanda. A
juzgar por la foto que aparece
en la solapa de su cuento largo
Tres luces, tiene tez blanca, ojos
claros y cabellera de tintes
rojizos, como muchos de su
tierra. No sé si es alta o baja, y
parece más bien robusta, aunque
probablemente me equivoque.
Cuando joven no se imaginó
escritora. Estudió inglés y
ciencias políticas en la
universidad. Pero desde que
empezó a devorar libros para
sobrellevar los malos momentos
y a escribir sus propias historias,
se convirtió en una narradora de
raza. Ahora que han pasado casi
veinte años de entonces, le
preguntan en una entrevista si es
difícil publicar cuentos cortos
en su país, y ella dice que sí,
que es muy difícil. Lo valioso
viene después, cuando Claire
Keegan explica por qué es tan
difícil, no sólo en Irlanda: "Tal
vez sea porque la gente no
puede perderse en un libro de
cuentos y no puede escaparse de
su vida. Cuando leo, no quiero
escaparme de mi vida ni
perderme. La vida es
incoherente y difícil de
expresar. No sé lo que significa,
no sé lo que está pasando y es
un misterio. Leo para pensar en
mi vida, para descubrir qué
significa. Y algo bien escrito te
puede mostrar eso".
Claire Keegan da en el clavo.
Ella sabe que vivir no es fácil y
que nadie prometió un jardín de
rosas. Ella no lee para escapar o
evadirse de sí misma. Ella
instala preguntas en su literatura
no porque tenga el firme ánimo
de hacerlo, sino porque pone
todo su empeño, energía,
lucidez y lenguaje al servicio de
una sola historia, la que está
narrando en ese momento. Si
esa historia está bien escrita, si
aquello que es más relevante no
queda explícitamente dicho sino
apenas sugerido, nosotros los
lectores intervenimos para
completar ese universo
fragmentado en el tiempo. Si
Claire Keegan tiene que escribir
treinta borradores para llegar al
definitivo, no se hace problema.
Se cansa, por supuesto, y hay
momentos en que se aburre de
leer una y otra vez un mismo
párrafo y no cambiarle nada, o
sólo una coma, una palabra,
para luego volver al mismo
párrafo del comienzo, porque
sonaba mejor. Ella sabe que no
hay actividad más noble en su
vida que escribir ese relato. Por
eso es una escritora de raza.
Porque, como decía Faulkner,
sólo escribir esa historia le
permite saber que había que
escribirla para librarse de ella.
En tiempos difíciles, ásperos,
cuando no tenía trabajo y recibía
sólo cartas de rechazo de las
empresas a las que había
enviado su currículo, su
biblioteca fue la salvación. Fue
la literatura, empezando por
Chéjov, la que movió a Claire
Keegan a encantarse con la idea
de ser ella misma quien
construyera las historias que
fueran germinando dentro suyo.
Y en la misma máquina de
escribir donde redactaba sus
cartas de presentación con que
postulaba a un trabajo, Claire
Keegan escribió su primer
relato. Le gustó demasiado
hacerlo. Lo que empezó como
un divertimento, se transformó
con el tiempo en arte, sudor,
trabajo, alma y también, por
supuesto, inspiración.
Esta irlandesa es una escritora
con garra. Lo digo convencido,
como si la conociera, y estoy
muy lejos de haberla visto
alguna vez. No sé nada de ella,
salvo que leí Tres luces, lo leí
dos veces de un tirón, y una
tercera vez a fragmentos. Me
gusta su mirada, me conmueve
lo que no dice pero está ahí,
esperando a que lo descifremos.
Cuando escribe, Claire Keegan
no sabe a dónde va a llegar con
su historia: "Me siento en una
cueva oscura encendiendo
fósforos que el viento apaga. Sé
muy poco de mis cuentos
cuando los empiezo, no sé el
final, lo que ilumina lo que va a
pasar es la escritura misma, no
lo que pienso yo. Encontrar el
lenguaje, descubrir qué palabras
van bien y descartar miles de
otras me guía hacia dónde va la
historia". Claire Keegan se sabe
vulnerable, vacilante, siente
curiosidad por esas imágenes
con que construye un relato. De
lo que dice en esa entrevista,
hay un aspecto fundamental: no
le interesa la gloria ni hace
literatura por dinero. Sí tiene la
legítima ambición de estar
escribiendo buena ficción, y que
a nosotros, sus lectores, nos
pase con sus historias lo que a
ella le ocurre cuando lee: "Leo
para pensar en mi vida, para
descubrir qué significa".

Viernes 11 de mayo de 2012


Visitas
No me acuerdo dónde lo leí,
pero me gustó tanto que lo anoté
en mi libreta. En una obra de
Luigi Pirandello, Cada cual a su
manera, el personaje Diego
pregunta: “¿Es que no quieres
darte cuenta de que tu
conciencia significa
precisamente los demás dentro
de ti?”.
Los demás dentro de uno. Un
personaje de Pirandello dice que
la conciencia significa los
demás dentro de uno. ¿Quiénes
son los demás? ¿Quiénes nos
habitan? ¿Por cuánto tiempo?
¿Con qué intensidad? ¿Qué
calidad de vida llevan dentro
nuestro? ¿Viven en nosotros
como apariciones fugaces o se
sientan a conversar sin apuro?
Antonio Tabucchi estaba en una
modesta pensión de Lisboa un
domingo de verano cuando fue
visitado por su padre que
llevaba un buen tiempo muerto.
¿Por qué no se presentó en
casa?, preguntó el italiano:
“¿Será cierta forma de timidez
que tienen los difuntos? ¿Cierta
dificultad en volver a un lugar
demasiado familiar para ellos?”.
¿Hay alguien que no sea
visitado por sus muertos? A mí
me visitan con frecuencia los
amigos muertos y ahora último
mi hermana. El miércoles 21 de
marzo apunté en mi libreta:
“Siento que la energía de mi
hermana Caty revolotea
alrededor mío”. No espero a mis
muertos ni les doy cita.
Aparecen. A veces estoy
sentado en mi escritorio
escuchando una partita de Bach
y vienen a instalarse. A veces se
quedan a comer y hasta
duermen con uno. ¡Cuántos
sueños en su nombre!
Anoche leí el texto con que el
judío David Grossman inauguró
un Festival Internacional de
Literatura en Berlín y pensé en
cómo se siente mi madre con la
muerte de su hija, mi hermana.
Grossman estaba escribiendo
una novela donde la
protagonista era una madre
israelí de cincuenta años cuyo
hijo va a la guerra. La madre se
angustia por lo que pudiera
pasarle a su hijo y decide que su
forma de luchar para mantenerlo
vivo será recorrer el país a lo
largo y ancho contando la vida
de él. Entiende que de esa
manera lo estará protegiendo:
contar la historia de su vida. La
mujer lleva consigo un cuaderno
en donde escribe: “Miles de
momentos, de horas y días,
miles de acciones, un sinfín de
actos, de intentos, de errores, de
palabras y pensamientos, todo
ello para formar a una persona
en el mundo. Una persona que
es tan fácil de destruir”.
Cuando se cumplió un año
exacto de la muerte de Catalina,
mi madre reunió a los más
cercanos para proyectar una
selección de fotos en donde
narraba desde su sensibilidad la
historia de vida de su hija
menor. La secuencia destilaba
amor y esmero.
La Caty, que había estado
revoloteando en esos días,
apareció con más fuerza todavía
esa noche. Una vez la llevé a
ver una obra de teatro infantil a
la sala Cámara Negra. No
recuerdo qué fuimos a ver, ni
tampoco estoy tan seguro de que
haya sido en esa sala. Sólo me
acuerdo de que a ella le gustaba
hacerse pasar en esos casos por
mi hija, una niña de cinco o seis
años y su padre joven, de 22 o
23. Yo ya trabajaba en Apsi y
ella iba al colegio. La Caty gozó
porque nos encontramos con
una pareja que me ubicaba de la
revista pero no tenía cómo saber
que ella era mi hermana menor.
Hicimos el show completo. Ella
me llamó papá y yo la presenté
como mi hija. Recuerdo haber
disfrutado la actuación, y por
mucho tiempo ese recuerdo de
complicidad nos acompañó a los
dos.
No entiendo aún qué sucedió.
Ya habrá tiempo de averiguarlo.
A veces hablo con ella en
sueños. Me obsesiona escribir
sus días y sus noches. Quiero
ser justo con su memoria. No
pienso en una biografía. Me
resisto a que su historia se
diluya en el tiempo. Me rebelo
contra eso. ¿En qué momento
nos convertimos en nada?
¿Cómo y cuándo la palabra es
un vehículo de la memoria?
¿Cómo dejar de ser parte de una
multitud sin nombre ni rostro?
Narrar su vida exige entrar en su
pensamiento, como también
experimentar sus dolores y
fantasías. Redimirla, en parte:
como hizo mi madre con
aquellas fotografías. Ella
reclama ser narrada. Sé que es
así. No sé por qué lo sé, pero sé
que es así. Contarte, Catalina,
entre los vivos.

Jueves 17 de mayo de 2012


En medio del bosque
Una amiga que es profesora de
botánica me envía el borrador
de un relato que acaba de
terminar de escribir. Es sobre un
nieto que recorre un bosque de
alerces siguiendo las
indicaciones que su abuelo le
enseñó cuando él era un niño. El
abuelo amaba a los árboles y
cultivó una manera de
conocerlos, admirarlos y
olfatearlos que el muchacho no
olvidaría jamás, menos ahora
que el abuelo ha muerto y le
dejó como herencia aquel
cuaderno donde el anciano
clasificaba las distintas hojas de
los árboles que iban
encontrando a su paso.
Alguna vez le insinué a mi
amiga que hiciéramos una
jornada dedicada al árbol. Algo
así como abrir una sala de teatro
una mañana de sábado a
personas que quisieran disfrutar
y reflexionar con distintas
expresiones del árbol en una
ciudad donde su presencia es
más un decorado que una fuerza
vital.
Pensé en una amiga que pinta
árboles y que pudiese colgar
algunos de sus cuadros esa
mañana en el teatro. Pensé en
otra amiga, artista textil, que
trabajó durante años la imagen
de distintos árboles en sus
telares; conocer su arte es en sí
mismo un privilegio. Pensé en
mi amiga profesora de botánica
comentando en voz alta la
importancia de los árboles en su
vida, precisando cuáles son las
especies nativas que más le
gustan y por qué: ¿el quillay, el
peumo, el algarrobo, el
pimiento? Pensé en los árboles
que dan sombras gruesas y
profundas. En aquellos árboles a
los que miras hacia arriba y
dejan ver nítidamente el cielo
entre su follaje. Pensé en las
paulonias de mi infancia, y en
los paltos de la casa de mis
abuelos que daban esos frutos
hilachudos y sabrosos que
comíamos con marraqueta.
Pensé en una selección de
poemas donde el árbol fuese
protagonista. Como “El aromo”,
de Jorge Teillier: “El tiempo lo
guardó en su memoria/ para
soñar con él en las noches de
invierno. El aromo es el primer
día de escuela,/ es una boca
manchada de cerezas. El aromo
es un domingo en la plaza de
provincia”. Pensé en mi abuela
Adriana que nos mandaba a
mear sus árboles frutales,
duraznos y damascos, para que
la fruta saliera más robusta.
¿Será verdad que nuestro pichí
los fertilizaba?
¿Para qué juntarnos en un teatro
un sábado de mañana a
escuchar, por ejemplo, la
música de la lluvia sobre un
bosque de alerces? Para nada en
especial. O sí: para detenernos
un momento en medio de una
ciudad que no tiene ningún
reparo en destruir árboles para
levantar centros comerciales y
edificios donde brillan letreros y
afiches en los que también
podría haber árboles, igual que
autos, bancos, ropa, calzado,
teléfonos celulares, muebles,
licores, tarjetas de crédito,
cremas para el cuerpo y nuevos
edificios en construcción, en
una cadena que pareciera no
saciar jamás a sus creativos
promotores.
Ryszard Kapuscinski dedica las
últimas líneas de uno de sus
mejores libros, Ébano, a un
mango africano, un inmenso
mango de hojas frondosas: “Sus
hojas, aunque en ninguna parte
se percibe una sola brizna de
viento, se mueven y despiden
destellos de luz. ¿De dónde ha
salido el árbol en este muerto
paisaje lunar? ¿Por qué
precisamente en este lugar?
¿Por qué uno solo? ¿De dónde
saca la savia? A lo mejor, en
tiempos, crecían aquí muchos
árboles, un bosque entero, pero
se los taló y quemó y sólo ha
quedado este único mango.
Todo el mundo de los
alrededores se ha preocupado
por salvarle la vida, sabiendo
cuán importante era. Es que en
torno a cada uno de estos
árboles solitarios hay una aldea.
Esas personas han salvado el
árbol porque sin él no podrían
vivir”.
Bajo el mango de Kapuscinski
un profesor les hace clases a los
niños en las mañanas, se
protegen del sol los animales al
mediodía, entrada la tarde se
reúnen los hombres mayores a
hablar y reflexionar, y por la
noche las mujeres preparan
fuego, los habitantes de la aldea
toman té y sus mejores
escritores cuentan qué de nuevo
les ha sucedido ese día,
narrando verdades y fantasías
que harán más llevaderas sus
vidas en aquel rincón del
mundo.

Jueves 24 de mayo de 2012


Una cuestión de peso
Eclesiastés es sabio. Hay un
tiempo para todo: “Tiempo de
nacer, y tiempo de morir;
tiempo de plantar, y tiempo de
arrancar lo plantado; tiempo de
llorar, y tiempo de reír; tiempo
de buscar, y tiempo de dar por
perdido; tiempo de rasgar, y
tiempo de coser”. Hay también
un tiempo para subirse a la pesa
y otro para desentenderse de
ella. Dejo fuera en esta vuelta a
esa legión de ciudadanos para
quienes pesarse no es tema en
sus vidas. Ellos, malditos,
tienen resuelto el problema. Son
delgados y no engordan. Se
comen un brontosaurio en el
asado, le agregan pan, bebidas,
postre y nada, la ingesta no les
hace mella, acaban invictos. Y
pueden volver a hacerlo a la
semana siguiente; qué digo, al
otro día, y la balanza permanece
donde mismo. ¡Cómo lo hacen!
¡Qué pacto han hecho con el
demonio! Nosotros, los mortales
que sucumbimos a un trozo de
torta y quedamos quinientos
gramos más pesados, los que
comemos una manzana y
subimos ciento cincuenta
gramos, los que apreciamos un
buen pan con mantequilla y
pebre antes de almuerzo y
sabemos lo difícil que es
resistirse a él; nosotros hemos
aprendido a golpes que pesarnos
es someternos a un juicio físico
y moral, y es por eso que no
podemos hacerlo en cualquier
momento de nuestras vidas.
Eclesiastés: para que sea tiempo
de pesarnos y controlarnos
debemos estar preparados,
concientizados, liberados de esa
angustia y ese desasosiego que
nos aturde y nos impide medir
el impacto físico y sicológico de
lo que echamos a la boca. En
época de control de peso con
tecnología digital, precisa, los
que luchamos contra los kilos
forjamos un temperamento de
hierro. Nos levantamos
temprano en la mañana y lo
primero que hacemos es
caminar como un autómata
hasta el baño y subirnos a la
pesa. Después comienza el día,
que en muchos sentidos puede
condicionarse por la marca
registrada en ayunas. Llevo casi
dos meses escribiendo en un
papel mi peso matinal. Es una
obsesión que no sé hasta dónde
me llevará. Pudiera estar
volviéndome loco. Celebro
cuando bajo más de doscientos
o trescientos gramos en un día.
Una vez bajé más de un kilo y
apreté los puños como hace
Sampaoli cuando la U mete un
gol en la Copa Libertadores. Mi
ánimo es de resignación cuando
el peso permanece inalterable. Y
decididamente me frustro
cuando subo, especialmente
cuando no sé a qué atribuirlo y
me he mantenido fiel al nuevo
modelo alimenticio lleno de
restricciones. Una amiga me
dice que ella no se pesa todos
los días porque tiene miedo.
Aún no cumple treinta años y
tiene miedo de pesarse en las
mañanas. Pesarse, para ella, es
confrontarse con sus zonas
oscuras. Porque no nos
contemos cuentos: esto del peso
no es matemáticas ni geometría.
Es física cuántica, química,
sicología, un poco de biología y
mucho de filosofía y castellano.
En épocas de desmadre, uno
decididamente no se sube a la
pesa. ¿Para qué? ¿Para
torturarse aún más de lo que ya
nos tortura sabernos pesados y
fofos? Ha habido momentos en
mi vida en que miro con
auténtico desprecio a los
delgados, especialmente a
aquellos que parecieran no
hacer ningún esfuerzo para
mantener controlado su peso.
¡Naturaleza injusta! Son los
mismos que cuando se enteran
de que estás en un trance
delicado comiendo poco y sano,
te dicen: “Cierra la boca. No
hay otra receta para bajar de
peso. Ah, y haz ejercicio,
porque no sirve de nada bajar de
peso sin ejercicio”. Lo dicen
riéndose, sabiéndose ganadores
en la materia, y nosotros leemos
la ironía en sus rostros, porque
en el fondo saben que
probablemente fallaremos, que
la posibilidad de caer en el pozo
del descontrol es altísima, que
mal que mal comer rico y
abundante es un placer, y los
seres humanos sucumbimos al
placer porque es natural hacerlo.
Es humano. Y aquí estamos,
encaramados arriba de una pesa
no sabemos hasta cuándo,
luchando como el pescador de
Hemingway en El viejo y el
mar: “El hombre no está hecho
para la derrota. Un hombre
puede ser destruido, pero no
derrotado”.

Sábado 2 de junio de 2012


Humanistas
Me invitaron de un colegio a
conversar con el tercero medio
humanista. El curso que se arma
con los malos para las
matemáticas y las ciencias, más
los buenos en castellano, arte,
filosofía, historia y mirar al
techo.
Fui. La cita era a las nueve de la
mañana en la biblioteca. Me
acompañó Magdalena Matthey
y su guitarra. Ella es apoderada
y le pedí que nos presentáramos
juntos y que cuando ya no
tuviera qué decir y nadie
preguntara, cantara lo que
quisiera. Llegamos a la hora y
esperamos. Uno a uno fueron
entrando muchachas y
muchachos de dieciséis,
diecisiete años. Venían casi
todos con sus caras pintadas.
Uno de ellos se adelantó a
explicarme: "Discúlpenos por la
pintura en la cara. Estamos en la
semana del colegio, y después
de esta actividad tenemos que
enseñarles un baile a los más
chicos". No había nada que
disculpar. Nunca había estado
frente a un auditorio
carapintada, y se veía muy bien.
Colorido, gracioso, estimulante.
Algo había en ellos que los
ponía en movimiento, los
vitalizaba.
Empecé a hablar. No había
preparado nada especial.
Simplemente llevé mis libros y
pensé que lo mejor que podía
hacer era transmitirles tres o
cuatro ideas que para mí son
importantes, y que por el
momento en que están en sus
vidas -próximos a terminar el
colegio y salir a eso que se
llama el mundo real como si se
tratara del mismísimo infierno-
pudieran ayudarlos a pensar y
decidir. Hablamos de gusto, de
pasión, de vocación. De vida
sencilla, de huir de las deudas.
De conectarse con uno y
descifrar qué nos gusta hacer,
dónde nos imaginamos, qué
cosas domésticas nos hacen
felices. A poco andar, los
carapintadas empezaron a hacer
preguntas y a reflexionar en voz
alta.
Hablamos de ocio fecundo, de
leer, del fútbol como una excusa
para recuperar lo mejor de la
infancia. Más tarde, cuando ya
nos habíamos ido con
Magdalena a tomar un café,
pensé que nunca les mencioné la
palabra éxito, y ellos tampoco
en sus preguntas y comentarios.
Sí se pronunció la palabra
miedo. Un miedo que late y
revela el estado perfectamente
natural de un muchacho o una
muchacha de dieciséis o
diecisiete años que respira ese
mundo presionante y brutal de
allá afuera, y que a veces en los
mismos colegios se reproduce
como el único modelo posible,
para que se acostumbren.
Una se soñaba estudiando arte.
Otra se declaró amante del cine.
A uno le gusta la cocina desde
niño. La de más allá preguntó
sobre talleres literarios.
Hablaban con sus caras
dibujadas y me sentí feliz de
escucharlos y de estar ahí. A
Magdalena le pasó igual.
Cuando les cantó "Inocencia" a
pura voz y guitarra, pude ver en
sus caras emoción y agrado. No
sé si los volveré a ver, pero los
recordaré por la energía que
transmitían. Tienen miedo.
Cómo no tenerlo si el mundo
que les proponemos lo
levantamos en un sitio agreste y
contaminado donde no hay
espacio para el afecto, la
confianza, el amor al oficio.
Pero uno sueña con que ese
miedo no los paralice, no los
congele, no les impida
escucharse a sí mismos y
desafiar con argumentos esa
autoridad familiar mal entendida
que les exige rendimiento sin
saber mucho para qué, o que los
chantajea económicamente
diciéndoles que sólo financiarán
lo que a ellos, sus sostenedores,
les parezca bien y razonable. En
un país donde estudiar es muy
caro y donde la calidad de la
educación está legítimamente
cuestionada, haríamos bien en
invertir tiempo y energía en
pensar modelos alternativos,
maneras de vivir que no plagien
lo peor del capitalismo salvaje.
¿A qué hay que tenerle más
miedo? ¿A escuchar con
atención y delicadeza esa
vocación que ya existe en
nosotros o se irá descubriendo
en el camino, o a comprobar con
el paso de los años, cuando
cueste más echar pie atrás, que
nos equivocamos
profundamente al escoger la
ruta calculada y fría de las
expectativas económicas, sin
pensar en cuánto teníamos que
ver con eso a lo que terminamos
dedicados?
Una de las primeras decisiones
radicales que tomamos en la
vida es escoger por nosotros
mismos lo que haremos después
de la escuela. Aunque nos
equivoquemos. Aunque el
camino recién se esté echando a
andar. Que haya fuego.
Sintamos miedo cuando nada
nos mueve. Ese solo temor nos
movilizará. La incertidumbre no
se quita con los años. Puedes
incluso amistarte con ella, y por
momentos ser muy feliz de que
exista, porque sabrá mantenerte
vivo.

Viernes 08 de junio de 2012


Regalos
1 Paso a ver a mi papá. Le llevo
el segundo tomo de las
memorias de Ernst Junger. El
primero se lo devoró en diez
días y hay que reponer
mercadería. Le llevo además
unas fotocopias sobre Juan
Mouat Walters, su bisabuelo, mi
tatarabuelo; el Mouat que vino a
Valparaíso desde Escocia y
torció el curso de su vida,
marcando el destino de los que
vendríamos después. Los dos
con mi papá tenemos muchas
ganas de escribir su historia. Mi
viejo está obsesionado
recogiendo información. Y
también está preocupado porque
en alguna parte leyó que alguien
había sugerido, con la
inteligencia de los nuevos
tiempos, la idea de demoler la
casa de Juan Mouat en
Valparaíso, hoy Museo Lord
Cochrane, patrimonio
arquitectónico del puerto. Lo
tranquilicé. Le dije que
haríamos lo necesario para
impedirlo. Mi papá quiere poner
una placa para testimoniar que
esa fue su casa y que allí
funcionó el primer observatorio
astronómico de Sudamérica.
Cuando llego a verlo, a la hora
del té, lo encuentro solo en su
escritorio, leyendo. Nos
servimos un vaso de leche
cultivada y brindamos. Como
nada nos distrae, mi papá me
regala una conversación
inesperada. Me habla, por
ejemplo, de Dios. No sé si
alguna vez lo habíamos hecho.
Me cuenta su particular modo
de entender su existencia. La
gratitud que siente por lo vivido,
donde en ningún caso ha
escaseado el dolor. Perdió a su
padre cuando tenía solo quince
años y perdió a su hija menor,
mi hermana, un año atrás. Para
empezar. Y sin embargo
agradece en voz alta la trenza de
afectos que ha podido construir
a su alrededor a lo largo del
tiempo. Lejos lo más
importante, me dice: los afectos.
Me dice también que me quiere
mucho, y que no le tiene miedo
a la muerte. No la ignora, por
cierto, y sabe lo que pesa. Pero
no le teme y me habla con una
serenidad que conmueve.
Entiendo esta conversación
como un regalo.
2 Un amigo viene llegando de
Europa. Paseó por Berlín,
Madrid, Praga. En Cracovia
encontró el libro Aquí, de
Wislawa Szymbors-ka, en
edición bilingüe, inglés y
polaco: Here, Tutaj. Me lo trae
de regalo. El libro ofrece dos
agregados magníficos: una
fotografía en colores de
Wislawa en la portada,
bellísima, luminosa, y un disco
grabado en enero de 2009 en el
Teatro Ópera de Cracovia donde
un músico polaco, Tomasz
Stanko, complementa con solos
de trompeta la lectura de
algunos poemas leídos por la
propia Szymborska con voz
dulce, firme y tranquila.
Escuchar la voz de Wislawa y
no entender lo que dicen esos
versos pero sí la temperatura y
el peso de su habla es un regalo
extraordinario, inolvidable,
definitivo.
3 Conocí a Pía Mora una tarde-
noche de verano en el Marabú.
Nos tomábamos una bebida con
mi mujer y mis hijos y
entablamos conversación
presentados por el gran Arturo,
dueño del bar. Joven, bonita,
amante de los libros y
compañera del Marabú. No nos
hemos vuelto a ver, pero un par
de veces nos hemos escrito.
Ayer recibí unas líneas suyas,
de regalo: "Quería contarte que
yo conocí a Catalina, tu
hermana menor. Íbamos al
mismo colegio. Cuando yo era
chica éramos muy amigas. Yo la
quería mucho. Así es la vida,
nos va juntando (en mi opinión,
con querer). Un abrazo".
4 Rafael envía por internet un
video del filósofo francés Gilles
Deleuze. Verlo es un regalo
para la mente y el espíritu. Una
muchacha interroga
arbitrariamente a Deleuze sobre
palabras importantes,
construyendo un abecedario
completo. En la letra F se
detienen en la palabra fidelidad,
casi como un pretexto para
hablar de la amistad, y Deleuze
se pregunta por qué uno es
amigo de alguien, y levanta la
hipótesis de que todo podría ser
un asunto de percepción. De
percibir un lenguaje común. No
se trata de pensar lo mismo, o
de compartir una idea, sino
misteriosamente de captar una
señal encantadora que nos atrae.
Un gesto, un pensamiento, un
pudor. Sentimos, dice Deleuze,
que ese vínculo nos enseña, nos
revela, nos agrada, nos conviene
en el mejor sentido de la
palabra. La amistad como el arte
de descifrar señales que
sentimos como propias y que al
mismo tiempo queremos que el
otro también integre. Y el
humor como una clave. Lo
cómico, la risa como elemento
central de una relación
amistosa.

Sábado 16 de Junio de 2012


Amigos del alma
Agustín Squella me invita a una
conferencia suya en el marco de
un ciclo sobre la amistad.
Hablará de los amigos que ha
hecho leyendo a lo largo de su
vida. Se referirá a aquellos
autores con quienes ha trabado
una relación de amistad
profunda. Dirá lo buenos
amigos que son, y hasta
brindará por ellos y beberá en su
nombre, homenajeándolos.
Amigos de esta época y de
tiempos pretéritos, amigos con
los que pocas veces podremos
compartir un café, pero que a
cambio nos ofrecen una mirada
lúcida y sensible de la condición
humana. Amigos que como
mucho pedirán un momento de
atención cuando el otro pueda,
libremente, disponer de un
tiempo para él. Amigos que no
hacen escenas de celos ni nos
recriminan cuando no los
consideramos por un tiempo
prolongado, amigos que nos
desplazan a un sitio distinto al
que estábamos antes de leer. No
puedo ir a la charla de Agustín,
me la perderé, es esta noche,
pero le reenvío la invitación a
mis amigos para que ellos vayan
a escucharlo hablar sobre esta
magnífica forma de amistad que
es también la lectura.
Me pregunto por los amigos que
he hecho leyendo, y no sé por
dónde empezar a responder.
Nombraría a los que tengo
encima del velador o aquí junto
al escritorio, repasaría
mentalmente a los que he
venido leyendo en los últimos
meses y años, y por supuesto
olvidaría injustamente a muchos
de ellos a quienes quise mucho
y dejé de visitar.
Ahora leo más concentrada y
sostenidamente que antes, y me
he hecho de nuevos y
extraordinarios amigos del
alma. Tal vez más mujeres que
hombres. Mujeres a las que amo
calladamente. Nombro algunas,
al vuelo: Natalia Ginzburg,
Clarice Lispector, Claire
Keegan, Marguerite Yourcenar,
Irene Nemirovsky, Alice
Munro, Wislawa Szymborska.
Ah, Wislawa, cómo te quiero.
Un amigo leía ayer en voz alta
uno de mis poemas suyos
favoritos, "Una del montón":
"Pude haber sido alguien/
mucho menos individuo./ Parte
de un banco de peces, de un
hormiguero, de un enjambre,/
partícula de un paisaje sacudida
por el viento./ Alguien mucho
menos feliz,/ criado para un
abrigo de pieles/ o para una
mesa navideña,/ algo que se
mueve bajo el cristal de un
microscopio". En buena hora no
ocurrió así: Wislawa
Szymborska fue mujer, fue
poeta, y un día terminó de
escribir este poema para
agradecer su condición humana
y asombrarse de ella: "Pude
haber sido yo misma, pero sin
que me sorprendiera,/ lo que
habría significado/ ser alguien
completamente diferente".
Entre los amigos que he hecho
leyendo no solo se cuentan mis
autores favoritos, sino también
aquellos otros lectores, nuestros
pares, con quienes hablamos de
libros sin límite ni fatiga. Ellos
también forman parte de lo
mejor de mi vida: más que
hablar de literatura, comparto
con ellos el entusiasmo que nos
provocan historias y personajes
y el modo en que se cuentan, y
nos maravillamos a coro de
cómo un hombre o una mujer de
carne y hueso es capaz de
provocarnos con su escritura
desasosiego, estupor,
conmoción, risa, emoción,
felicidad.
Marguerite Yourcenar escribió
en la última etapa de su vida un
volumen de poemas breves
titulado Los treinta y tres
nombres de Dios. Tomen nota
de algunos de los nombres de
Dios según Marguerite
Yourcenar: "La voz que viene
del este, entra por la oreja
derecha y enseña un canto", "sol
naciente sobre un lago aún
helado a medias", "sueño en una
cama", "el pan", "un trago de
bebida fría o caliente", "el
sonido de una viola o de una
flauta indígena", "las nueve
puertas de la percepción", "la
mirada y lo que mira", "la mano
que se pone en contacto con las
cosas", "la hierba, el olor a
hierba", "el silencio entre dos
amigos". Perfectamente estos
amigos pueden ser un libro y
uno leyéndolo en silencio.
¿Qué piensas tú de todo esto,
amigo Squella?

Viernes 22 de junio de 2012


Flecha de plata
No recuerdo bien dónde y
cuándo me subí por primera vez
al auto de mi amigo Patricio, un
pequeño Fiat de los 80. Fue
hace como siete años, tal vez un
poco más. Lo que nunca olvidé
fue el impresionante y
repugnante olor a bencina que
acompañó aquel viaje y todos
los que vendrían después. A
poco andar, uno acababa
resignándose y
acostumbrándose, por no decir
intoxicándose o, al menos,
adormeciéndose. Por una razón
que no logro comprender, uno
se encariñaba con el bicho,
hasta donde se puede querer a
un auto. Yendo de copiloto, a
mí jamás me dejó botado. Que
le costó arrancar más de una vez
en días fríos, por supuesto. Que
se calentaba más de la cuenta en
días de verano, sí. Que los días
de lluvia eran un albur, cómo
no. Que uno frenaba con el
chofer para hacer fuerza y
detenernos a tiempo en las
esquinas y los semáforos,
también. Más de una vez mi
amigo lo llamó Flecha de plata,
a pesar de que su color es gris
ratón, uno de los colores de auto
más feos que sea posible
imaginar. En nuestro último
encuentro, Patricio comentó que
sus doce años junto a Flecha de
plata se terminan, que no va más
con el auto, que las últimas
lluvias lo han hecho temer por
su vida, que la relación se ha
desgastado y llegó la hora de la
despedida. Me lo dijo como si
fuera a patear a una polola a la
que quiere mucho, pero con la
cual ya no puede convivir. Le
pregunté si estaba seguro, y si
pensaba venderlo. "¿En cuánto
puedo vender este tarro? Más
bien habría que pagar para que
alguien se haga cargo de él" me
contestó, dejando en claro que
no había definido aún el modo
de deshacerse del Fiat. Pensé de
inmediato que había que
despedir a Flecha de plata, y que
mucho más digno que venderlo
en dos chauchas y permitir que
lo desarmen por piezas para
negociarlas como chatarra sería
abandonarlo en alguna esquina
de la ciudad o fuera de ella, con
las llaves puestas y al menos el
permiso de circulación y la
revisión técnica al día, a la
espera de que algún ciudadano
curioso o amigo de lo ajeno lo
haga suyo. A Patricio le gustó la
idea. Se la comenté al día
siguiente a otro amigo, y se
entusiasmó. Dijo que él quería
estar en esa despedida, aun
cuando le pareció que el asunto
podría tener implicancias
legales complicadas: que había
que pensar muy bien dónde
abandonarlo para que nunca
volviera a las manos de Patricio,
que había que resolver el tema
de la propiedad por si después le
pasaban partes o lo usaban para
cometer un atraco o se veía
envuelto en un choque con
consecuencias fatales. Patricio
es abogado y sabrá cómo
resolver estos asuntos.
Quedamos en volver a hablar
del tema, y en que me
mantendría informado. Sé que
está pensando también en
regalárselo a un amigo que se
lleve bien con la mecánica y no
se haga mayores problemas con
la mantención. Pero no es lo
mismo que abandonarlo a su
suerte y dejar que su vida se
dispare por caminos
insospechados. La revisión
técnica, por ejemplo, no será
problema. Siempre hay un modo
de salvar el trámite. Una amiga
me reenvió el otro día un correo
que le mandó su hermano desde
el sur contándole cómo había
sido la experiencia de ir a sacar
la revisión técnica en un auto
como el de Patricio: "El otro día
fui a la revisión técnica del auto
blanco, para poder sacar el
permiso de circulación. El auto
está un poco viejo, y yo
esperaba que me fuera mal.
Llegué bien temprano. Como a
las siete y media de la mañana
ya estaba en la cola. Cuando
dieron las ocho y media, me
indicaron que avanzara, para
hacer la revisión del auto. Pero
no hubo caso. El auto no partió.
Pasó un mecánico y me ayudó a
hacerlo partir. De ahí me bajé
del auto y fui a hacer el papeleo,
mientras lo revisaban. Me senté
frente a un ventanal simulando
leer el diario, mientras veía de
reojo la humareda que despedía
el tubo de escape de mi auto. No
hay ninguna posibilidad de
sacar la revisión técnica, pensé.
Grande fue mi sorpresa cuando
me llamaron y me dijeron que el
auto estaba aprobado hasta el
2013. Pero un señor intentó
abrir la puerta del auto para
pegar un adhesivo de revisión
técnica aprobada en el vidrio
interior y no pudo. Vino un
segundo intento y tampoco. Me
adelanté y abrí la puerta con una
maña que conozco. Puso el
adhesivo y me pasó las llaves.
Le di las gracias. Me senté en el
auto con ganas de dar un grito
de felicidad. Y de nuevo el auto
no partió. Volvió el mismo
mecánico del principio y lo hizo
partir. Recién entonces pude
irme. Con la revisión técnica
aprobada".

Sábado 30 de Junio de 2012


El gato
Pudiera ocurrir que la primera
vez que le preguntas cuántos
años tiene se quite la edad. No
es que quiera engañarte. Más
bien quiere convencerse de que
no son tantos como los que
refleja su carnet de identidad,
aunque quizá solo se trate de un
juego. En el último mes de
febrero cumplió 91. Para los
años que tiene, está
extraordinariamente bien
parado. Si se piensa además que
como buen gato ha vivido siete
vidas y todavía se guarda ases
bajo la manga, el libro de
conversaciones con él que acabo
de publicar es apenas una ráfaga
de aquellos asuntos sobre los
que estuvimos hablando en el
último tiempo. La suya es una
existencia estrujada, vital, por
momentos terrible y la mayor
parte del tiempo festiva, a pesar
de los dolores infligidos.
Alberto Gamboa Soto, el Gato
Gamboa, estuvo el otro día
presidiendo la mesa en donde
nos sentamos a charlar con los
presentes sobre su vida y su
obra. Genio y figura. Se robó la
atención del público que llenó el
teatro hasta la platea alta. En un
momento se paró y saludó como
hacían los políticos de otros
tiempos, y el teatro lo aplaudió
larga y sentidamente, y en ese
momento experimenté un
destello de felicidad por lo
reparador que era para él, para
el Gato Gamboa, que un grupo
de ciudadanos de todas las
edades le entregara cariño y
reconocimiento a quien fuera
por más de diez años director de
Clarín, y que, entre otros
oficios, fue consejero
sentimental, obrero de la
construcción en el primer hoyo
del Metro y vendedor fracasado
de libros puerta a puerta.
Marcelo Lillo me regaló el título
Las siete vidas del Gato
Gamboa y Patricio Hidalgo la
frase de Mastroianni que abre
las páginas del libro: "Al menos
en mi caso, la extraña sensatez
de la vejez está en decir siempre
que sí a la vida". Los libros
suelen tener varios autores. En
el caso de un volumen de
conversaciones, con mayor
razón. Pocas horas después de la
presentación, recibí correos de
asistentes que celebraban la
lucidez del Gato para hablar de
la ternura y no quedarse
detenido en aquellos otros
asuntos que no deben olvidarse,
como la prisión en Chacabuco o
las sesiones de tortura sufridas
en el estadio Nacional después
del Golpe, pero a los cuales
debes aislar en tu equipaje de
mano para seguir viviendo y que
no te pese la mochila. En eso el
tiempo es eficaz. El tiempo y la
rueda de la vida. Gamboa se
encontró no demasiados años
después de haber sido liberado
con una mujer que le alegró el
alma. Se emparejaron, tuvieron
un hijo y viven juntos hasta hoy,
encantados.
-Gato, ¿qué es lo que te produce
más felicidad en este momento
de tu vida?
-Mi mujer, mi compañera, la
María Estela. Ella es muy
ocurrente y entretenida, así que
soy un dócil acompañante que
disfruta mucho su presencia.
Ella está al día de todo lo que
pasa en este mundo. Leemos
libros, vemos películas, salimos
a comer, conversamos, le sigo la
corriente. El otro día le decía: si
yo fuera un viejo que le gustara
jugar a la rayuela y me pasara
todo el día pensando en con
quién voy a jugar, hace rato que
me habrías pegado una patada
en la raja.
El Gato Gamboa, fabuloso
titulador de diarios populares,
figura del periodismo chileno,
golpeado por la dictadura pero
no destruido, tuvo que
reinventarse desde la nada como
ciudadano de a pie. No es
completamente casual que casi
todos los que me escriben para
comentar su presencia el otro
día se detengan en lo mucho que
el Gato mencionó la palabra
ternura. Estamos poco
acostumbrados. El rigor de la
sobrevivencia. Los viejos, como
dijo Mastroianni, cuando son
afortunados como el Gato y
están lúcidos, le dicen que sí a
la vida. Escuchar a los viejos es
una necesidad vital.
-Cuando revisas lo hecho en tu
vida, ¿hay algo que quisieras
cambiar radicalmente?
-Meterme al periodismo fue una
buena elección. No hice plata,
pero gané una experiencia que
difícilmente hubiera tenido en
otra actividad. Tampoco he sido
mala gente. No creo que haya
más de dos o tres personas en
este mundo que se refieran a mí
como un Gato conchesumadre.
No todos pueden decir lo
mismo, ¿verdad?

Sábado 7 de Julio de 2012


Maneras de ver
¿Debe estar todo a la vista,
lustroso, reluciente, colorido?
¿Hay que poseer un campo
visual que no deje zona alguna
en las sombras? ¿Es el ojo
infalible del águila una
aspiración necesaria para
nosotros los humanos? Pienso
que no. Tal vez porque desde
muy chico fui miope y no supe
lo que era ver con nitidez.
Creo no haberme rebelado por
heredar la vista imperfecta de
mis padres, aunque razones
tenía. De los cinco hermanos,
fui lejos el más miope. La
primera vez que me llevaron al
cine vi poco y nada de La guerra
de los botones. A los diez años
ya había ido al oculista porque
las letras del pizarrón en la sala
de clases eran jeroglíficos. El
resultado de esa visita fue unos
anteojos ópticos como los que
usa Kevin Costner en JFK: de
los años sesenta, de carey,
inadecuados para un niño miope
y muy tímido, como casi todos
los miopes. Me daba vergüenza
usar esos anteojos. Gordo como
un tonel y más encima con
potos de botella. Fueron
tiempos difíciles. A veces les
escucho decir a mis padres que
de chico no hablaba nada. En
broma decían que era autista.
Tal vez lo fui. Me recuerdo en
el paradero de la esquina de mi
casa intentando ver, deteniendo
micros equivocadas y dejando
que aquellas que me servían
pasaran de largo.
Finalmente me acostumbré. A
usar lentes ópticos, a jugar
fútbol a puro instinto, a
aceptarme miope y con
astigmatismo. Hasta hoy nunca
sentí la necesidad de operarme
los ojos. No me quita el sueño
ver con nitidez sin ayuda de
cristales ópticos. Veo que los
miopes de las nuevas
generaciones no quieren seguir
siendo miopes, y desean a toda
costa que los operen. Yo soy de
la vieja guardia en la materia: ya
me acostumbré y no me hago
problema. Debe ser que a una
parte mía le gusta en un
momento del día sacarse los
lentes y descansar los ojos, la
vista completamente brumosa y
relajada, desatenta, introvertida.
En El elogio de la sombra,
Junichiro Tanizaki hace un
contrapunto con los occidentales
y se pregunta por qué solo los
orientales se animan a buscar la
belleza en lo oscuro, en las
zonas de sombra, en aquello que
no se ve a primera vista: "Los
colores que a nosotros nos
gustan para los objetos de uso
diario son estratificaciones de
sombra; los colores que ellos
prefieren condensan en sí todos
los rayos del sol. Nosotros
apreciamos la pátina sobre la
plata y el cobre; ellos la
consideran sucia y antihigiénica,
y no están contentos hasta que
el metal brilla a fuerza de
frotarlo. En sus viviendas evitan
cuanto pueden los recovecos y
blanquean techo y paredes.
Incluso cuando diseñan sus
jardines, donde nosotros
colocaríamos bosquecillos
umbríos, ellos despliegan
amplias extensiones de césped".
Una amiga, joven, no cumple ni
treinta, se opera los ojos en los
próximos días. Me escribe un
correo confesándose: "Uso
lentes ópticos desde que tengo
siete años. Nunca me ha gustado
usarlos, así que desde muy niña
aprendí a ver la realidad
borrosa. Mi mamá siempre
recuerda una noche sin luna a
orillas del lago Llanquihue en la
que ella, maravillada por la
belleza del cielo, me dice Carla,
mira las estrellas, y yo le
contesto mamá, solo veo
manchas blancas. Mañana me
operan de la vista, y creo que a
lo que más le tengo miedo es a
ver bien. A ver de un día para
otro toda esa porción de realidad
que no me gusta y que dejé de
ver por no usar mis lentes.
Desde las caras de enojo y
tristeza de la gente que camina
por la calle hasta la violencia
más profunda alojada en nuestra
sociedad. Un día olvidé sacarme
los lentes antes de salir a la calle
y me sentí saturada de
estímulos. Era demasiada
información".
Maneras de ver. Yo la
comprendo. Es como la
farmacia del olvido. O como el
título de ese volumen de cuentos
de García Márquez: cuando era
feliz e indocumentado. Los
miopes nos sabemos reservados,
en algún sentido especiales. Mi
hermano mayor tenía un amigo
en el colegio al que recuerdo
con mucho cariño: Julio Jiroz.
Julio era distinto: usaba lentes y
de todas formas no veía nada. Y
andaba en bicicleta por la
ciudad con un arrojo increíble.
Mi mamá sufría cuando se iba
de casa en la noche guiado por
el instinto. Julio desarrolló otros
sentidos, y era bueno como la
marraqueta crujiente. De todos
los compañeros que le conocí a
mi hermano en el colegio, creo
que Julio era el mejor de todos,
el más sencillo, el más
transparente. Maneras de ver.

Viernes 13 de julio de 2012


Voy y vuelvo
No soy de ver televisión los
sábados a las doce de la noche.
Prefiero a esa hora dormir,
amar, leer, ver cine, conversar
con amigos. A las doce de la
noche no parece demasiado
natural sentarse a ver televisión,
pero es la única manera de
encontrarse con el mejor
programa de este momento:
Voy y vuelvo, el último trabajo
de Cristián Leighton en la
televisión abierta. Historias de
chilenos que alguna vez dijeron
voy y vuelvo y se quedaron allá,
en otra tierra. Cristián Leighton
entiende que Voy y vuelvo es
una nueva estación de un largo
trabajo sobre la diáspora chilena
que inició muchos años atrás en
Los patiperros. Lo que en un
comienzo fueron historias de
inmigrantes, con el tiempo se
fueron convirtiendo en historias
de vida donde apreciar la
diversidad y complejidad de los
sueños que abrazamos y el
desarraigo. Voy y vuelvo deja
instaladas muchas preguntas en
un telespectador activo, y lo
hace con herramientas
legítimas. Si emociona o
provoca risa, no es porque pica
cebolla de manera teletonesca o
pega un tortazo en la cara. Es
porque la historia contada se
muestra con delicadeza, respeto
y lucidez. He visto de cerca lo
que cuesta hacer un programa
como Voy y vuelvo, lo que está
muy bien, porque se trata de un
formato exigente y de
estándares altos. También he
visto lo que cuesta que este
programa encuentre un espacio
en la pantalla. Eso ya me parece
una aberración. A los canales
abiertos no les interesan estos
programas, y si los dan es
porque están de alguna forma
obligados por el Consejo
Nacional de Televisión.
Leighton se rebela, y celebro
que lo haga. Sé que no son
pocos los chilenos que valoran
la oportunidad de encontrarse en
la pantalla con la historia de una
pareja joven y sus dos hijas
pequeñas que viven en Bali con
energía y cierta paz interior, lo
que en Chile se había convertido
en una tortura: la discapacidad
de una de sus pequeñas hijas. Es
bonito apreciar el gesto de estos
ciudadanos de animarse a torcer
el destino, y con ese gesto
instalar entre nosotros la duda
sobre por qué las cosas son aquí
de este modo. El solo hecho de
cuestionarnos la normalidad con
que aquí la salud se transformó
en un negocio despiadado, y
cómo ese negocio afectó nuestra
calidad de vida, y cómo además
se discrimina al discapacitado,
me parece un ejercicio
saludable. Leía el otro día el
titular de un importante
ejecutivo de la televisión
chilena que sostenía que
cualquier mirada educativa
sobre la tevé era una antigualla,
propia de los años sesenta.
Tiene razón. El problema es que
él no se dé cuenta de que eso en
sí es aberrante, y se rinda al
capitalismo salvaje. Ese
ejecutivo ha elegido sobrevivir
en estas aguas, y no lo culpo. Es
su opción. Es la opción de
prácticamente todos los que
eligen jugar ese rol. ¿Estamos
perdidos entonces? ¿Programas
como Voy y vuelvo están
destinados a desaparecer de la
pantalla, o a terminar dándose a
las dos de la mañana, cuando ya
no interese la medición online?
Probablemente. O tal vez será
una industria más pequeña y
menos ambiciosa la que acoja
estos espacios que no fueron
concebidos para que otros ganen
dinero, pero que legítimamente
podrían ser vistos por mucha
gente que ni se imagina la
enorme diferencia entre comer
chatarra o un plato sencillo pero
elaborado con ingredientes
nobles. Hay una actitud
pusilánime en ese ejecutivo de
televisión que gana mucho
dinero a costa de rendirse y
aceptar las reglas del juego que
impone la mentalidad de los
avisadores, financistas del
sistema. No lo digo desde una
supuesta superioridad moral. Lo
digo desde la tristeza que
provoca advertir que esa bendita
palabra, educación, es
considerada un estorbo, una
piedra en el zapato, una
molestia, una soberana
desubicación. ¿En qué trampa
nos han atrapado, que ahora en
los noticiarios apreciamos, en
horario estelar, cómo
acríticamente nuestros
compatriotas se sacan fotos en
la puerta del famoso Costanera
Center, como si hubieran
conquistado el territorio más
preciado de sus vidas? Estos
ciudadanos son manipulados y
anestesiados por el dueño del
centro comercial y por los
ejecutivos de la televisión que
promueven la noticia del último
viaje de los chilenos a los
confines de un gran mall.
Programas como Voy y vuelvo
alientan la esperanza. Alegran la
vida. Nos despiertan con
inteligencia y con cariño.

Sábado 21 de Julio de 2012


Nombres de Dios
Puedes no creer en él, y
nombrarlo. Agustín Squella en
su ensayo ¿Cree usted en Dios?
Yo no, pero... decía con certeza
que Dios era un asunto lo
suficientemente serio como para
no dejarlo exclusivamente en
manos de los creyentes.
Desmontaba Squella además la
idea de que los ateos no
creemos en nada. Podemos no
creer en Dios, pero creemos en
otras cosas: en la belleza y en el
amor, por ejemplo, en mi caso.
Un amigo me prestó un libro de
Marguerite Yourcenar que se
llama Treinta y tres nombres de
Dios. Es un libro breve y
precioso. Y estimuló un
ejercicio entre más amigos en
donde cada uno de nosotros
buscó treinta y tres nombres
posibles de Dios, o lo que
Yourcenar entendió que podía
llamarse así a falta de otra
palabra que sintetizara eso que
nos ocurre entre la vida y la
muerte sobre la Tierra o en
sueños.
Escribí a toda velocidad, casi
sin pensar, nombres de Dios.
Asuntos divinos, misteriosos,
mágicos, bellos, inolvidables,
feroces: "La mesa de un café,
distraída, sin horario. Esos
cuatro partos, estelares. Dos
amigos en silencio. Wislawa
Szymborska. Recorrer una
librería con las manos, sin un
objetivo preciso. Atrapar el
sueño de la noche anterior y
narrarlo. Árboles, su belleza.
Encontrar un amigo en el
camino. Encontrar un libro en el
camino. Leer. Escribir. Abrazar.
Un asado con Julio Neme en
Puerto Fonck. Tú. Algunos
adioses. Hablar con el gato,
acariciarlo, contenerlo.
Sorprenderme. Desplazarme.
Ponerle punto final a un texto, y
saber que no termina ahí. El
libro 84, Charing Cross Road,
de Helen Hanff. Los primeros
besos que te di en El Retablo.
Apoyar mi cabeza en el pecho
de mi padre. Besar en la boca a
mi mamá cuando era niño.
Escuchar con Edite y Yuri en su
casa de Paine las canciones de
Marisa Monte. El teléfono de la
muerte en la madrugada.
Abrazar a mis hijos, abrazarte.
Ser abrazado. Dejarse tocar.
Dejarse tocar por una palabra.
Tocar. El arte. Amor al arte".
Lo que escribieron mis amigos
es un tesoro que se convertirá
pronto en un libro, la
continuación de los treinta y tres
nombres de Dios de Marguerite
Yourcenar ahora desde una
aldea remota del sur del mundo
llamada Ñuñoa. Botones de
muestra: "La página en blanco
del escritor furtivo. La suave
voz interior que te libra del
vacío. La leche nevada. El breve
silencio entre dos pensamientos.
La copa de vino que sella un
pacto. Aquel que venera a sus
ancestros. El sombrero de mi
padre en mi clóset. Un picaflor
suspendido en el aire. El espacio
entre ayer y hoy. Terremoto.
Tsunami. Grieta. Luz. Rayo.
Lluvia. Atardecer en los
trigales. Sopa caliente en un día
de invierno. Primera naranja
cosechada en mi jardín. Voz de
Billie Holiday. Música de
órgano. Noche estrellada. El
atardecer. La canela. La sonrisa
descansada de los amantes. El
juego riesgoso del pescador
sobre el quiebre de las olas. La
vida atrapada en una fotografía.
La mano de un recién nacido
aferrada al dedo de su madre. El
inolvidable olor de la cárcel de
San Miguel. Reír sin control. El
silencio que escucha. Niebla que
baña las calles y la figura
humana que emerge de ella.
Nervadura de una hoja seca. El
hombre que vende verduras en
la esquina, el que repara zapatos
y la costurera. La última
persona que mira la partida de
un tren. El que se duerme y el
que vela su sueño. El que reza
por un muerto. El joven vecino,
estudiante de música, que con
su talento ilumina mis tardes. El
viento. Las manos del médico
que extirpó el cáncer de mi
nieta. La fruta del verano
transformada en mermelada de
invierno. Un día sin trabajo.
Que te sonrían de vuelta.
Escalofrío. El abrazo que
rescata del abismo".
Merece la pena el ejercicio.
Nombras y es como si
iluminaras la habitación de tu
existencia, y por extensión la de
los que te rodean. Nombras y
das vida. Nombras para no
morir.

Sábado 28 de Julio de 2012


Brindis
Hoy me levanté a las seis y
media de la mañana. Aún no
amanecía. Me vestí a tientas
intentando hacer el menor ruido
posible. Se escuchaba fuerte el
sonido del mar de Maitencillo.
Mi hija menor, Agustina, sintió
mis movimientos, abrió un
momento los ojos y me dijo:
"Papá, que tengas un buen
trabajo".
Se refería a esto: a que yo
vendría hasta el living-comedor
de la cabaña, correría las
cortinas, encendería la luz de la
mesa grande y me sentaría a
escribir hasta mucho después
del amanecer. Ella no sabe,
mientras duerme, que sus
palabras fueron el mejor modo
de ponerme de pie.
Me gustaría hablarles del
escritor italiano Erri de Luca.
Dos meses atrás no sabía quién
era. Un amigo me introdujo en
él, y ahora puedo decir que lo he
leído muy poco, pero me gusta
bastante. El capítulo final de su
libro El peso de la mariposa es
una joyita en la que narra los
sucesivos viajes que hizo al
cerro en verano para saludar a
un viejo árbol solitario: "Existen
en la montaña árboles héroes,
plantados sobre el vacío,
medallas en el pecho de los
despeñaderos. Subo cada verano
a visitar uno de ellos. Antes de
marcharme, monto a caballo en
su brazo sobre el vacío. Lo
abrazo y le doy las gracias por
durar".
Mi amigo fanático de Erri de
Luca hace poco fue a ver un
espectáculo de danza poética del
Ballet Nacional Chileno
inspirado en textos del italiano.
En uno de ellos De Luca se
refiere al brindis que un siglo
atrás hizo la poeta rusa Anna
Akhmatova una noche de Año
Nuevo. "Brindo por la tierra de
los llanos de los cuales hemos
nacido y a los cuales todos
volveremos. Brindo por las
poesías en donde todos nosotros
vivimos. Brindo por quien no
está aquí con nosotros". Quiso
Erri de Luca hacer su propio
brindis de Año Nuevo, que
resultó más o menos así:
"Brindo por quien está de turno,
en un tren, hospital, cocina,
hotel, radio, fundición. Brindo
por quien pasa esta noche sin
ser saludado por nadie. Brindo
por la próxima luna, por la niña
embarazada. Por quien hace una
promesa, por quien la ha
mantenido. Por quien llora en el
cine, por quien protege los
bosques, por quien apaga un
incendio, por quien ha perdido
todo y vuelve a empezar. Por el
abstemio que se esfuerza en
compartir este momento, por
quien no es nadie para la
persona amada, por quien sufre
las bromas y un día será héroe,
por quien olvida el delito, por
quien sonríe en una fotografía.
Por quien va a pie, por quien
sabe ir descalzo, por quien da un
paso adelante y deshace la línea.
Brindo por quien tiene derecho
a un brindis esta noche y aún no
encuentra el suyo".
Brindo por mi hija Agustina
esta mañana de vacaciones de
invierno, porque su sueño la
lleve a territorios mágicos y la
despierte con una sonrisa
dibujada. Brindo por los amigos
a los que sé que quiero y no
encuentro la manera de hacer
chocar nuestras copas de vino.
Brindo por el privilegio de ver
el mar en movimiento desde
esta ventana. Brindo por el
alimento que nos echamos a la
boca cada día, brindo por el
humor con que mis hijos suelen
sacarme del silencio que
muchas veces me ocupa, brindo
por mi madre y por mi padre
que en este mismo momento,
sospecho, desayunan en cama.
Brindo por esos desayunos que
mi madre me llevaba a la cama
cuando aún vivíamos juntos.
Brindo por la poesía bien escrita
y felizmente inspirada en las
grietas propias de la condición
humana. Brindo por el libro que
leo y corrijo en estos días, para
que pronto salga a la calle a
buscar sus lectores. Brindo por
esa mujer que necesita ser
amada, y por ese hombre que no
sabe cómo hacerlo. Brindo por
la madera que respira en esta
cabaña, por la leña que nos
abriga, por las pinturas que
cuelgan de sus muros, por los
pájaros que revolotean en los
árboles cercanos. Brindo por las
sonatas para piano de Schubert
interpretadas por Alfred Brendel
que el otro día escuché por
primera vez y me acompañarán
todo el tiempo que sea
necesario. Brindo porque esta
mañana volví a leer esa frase
maravillosa de Norberto Bobbio
en De senectute con la que
quisiera vivir mi propia vejez, si
tengo el privilegio: "La
melancolía que produce la vejez
está atemperada por la
constancia de los afectos que el
tiempo no consumió".

Sábado 4 de Agosto de 2012


Lucidez del abismo
Extraño a Pierre Jacomet. Si él
estuviera vivo, sé que nos
veríamos con frecuencia en
Reñaca, cerca del mar,
probablemente en el mismo café
donde nos conocimos meses
antes de su muerte y celebramos
la fiesta de estar juntos una
mañana cualquiera de invierno
en día de semana.
Cuando advierto que lo estoy
extrañando mucho, y que su
ausencia me duele, lo leo. Lo
leo y lo subrayo. Ahora estoy
revisitandoLa lucidez del
abismo y me vuelvo a
entusiasmar con su lectura: se
trata de un volumen de ensayos
cortos donde se pasea Pierre,
como Pedro por su casa, por
asuntos de la mayor actualidad:
educación, necesidad, miedo,
amistad, felicidad, muerte,
resentimiento, envidia,
desesperación, amor y fidelidad,
tristeza y alegría, generosidad y
buen humor. Podría seguir
enumerando, pero lo que quiero
resaltar es que, al igual que su
amado Montaigne, Jacomet no
tiene mayores inconvenientes
para enfrentar todos los asuntos
que uno pueda imaginar con una
lucidez asombrosa, cercana al
abismo. Entiende Pierre que
aceptar y asumir la propia
ignorancia es la raíz de toda
lucidez: "El pensamiento fenece
cuando terminan las preguntas.
Indiferente a la verdad, la gente
navega por la vida con los ojos
cerrados y solo se aproxima al
abismo cuando enfrenta la
muerte. Entonces cambia su
escala de valores, y lo que antes
juzgó importante cede ante la
urgencia de devolver a la
existencia su valor real, ajeno a
vanas codicias y
resentimientos".
Leyendo a Jacomet aprendemos
a vivir más conectados, más
atentos, más curiosos. Él no se
propuso con sus escritos otra
cosa que ojalá encender un
destello de esperanza entre sus
lectores. Tal vez la mejor
esperanza: la que empieza por
admitir nuestras fragilidades,
nuestras contradicciones, lo
difícil que a ratos es estar en
paz.
Sueño un volumen-homenaje a
Pierre Jacomet. No un
panegírico que se gaste en la
admiración, eso no le gustaría al
propio Pierre. Pienso en un
texto en que empleando las
herramientas de Jacomet
lográsemos penetrar en su
mundo a fuerza de construir a
un personaje vivo y al mismo
tiempo enigmático, vacilante,
humano. Nunca podremos
realmente escribir la biografía
de nadie: apenas unos apuntes
que sumados a nuevos apuntes y
nuevas miradas dibujen a un
Pierre Jacomet enriquecido y
especialmente vivo, el
protagonista de una novela que
no nos permita ser indiferentes a
su destino.
Relativamente cerca de Reñaca,
en Villa Alemana, una
muchacha que aún no leyó a
Pierre, pero que tarde o
temprano viajará con él por su
biblioteca, me escribe y sus
cartas operan como fotogramas
de una película que tardaremos
muchos años en rodar. Me
maravilla asistir como
espectador atento a decenas de
historias mínimas que sumadas
escriben una gran historia:
"Querido Pancho. A veces tengo
las respuestas. Un viejito
adorable fue mi taxista hace
unos meses, un viernes de lluvia
mientras esperaba refugiada
bajo el paradero con mi guitarra
al hombro la destartalada micro
que me llevara a casa. El señor
en cuestión siempre me
saludaba, y como me gusta
sonreír de vuelta, sobre todo a
las personas mayores, era una
suerte de momento feliz que
compartía, hasta que ese día me
subí al colectivo y lo pude
conocer mejor. Resulta que le
recordaba a alguien de su
juventud y mi nombre más aún.
Por mi parte yo tuve la
respuesta a la interrogante de
Clarice Lispector: ¿son los
taxistas, taxistas por vocación?
Sí, algunos sí. Cuando se lo
pregunté, sonrió ampliamente y
me contó que la calle es su
vocación. Que nació para
recorrerla. Que se angustia los
días de restricción. A veces,
Pancho, tengo las respuestas,
otras no. Ahora las perdí un
poco. Te escribo luego, sobre
todo porque tengo unas ganas
enormes de escribir los nombres
de dios. Miles de abrazos.
Verónica".
Cómo me hubiera gustado ir con
Verónica a conversar con Pierre,
y que el propio Jacomet le
obsequiara sus libros y un
importante cargamento de
sentido del humor para vivir la
lucidez del abismo. Mi pequeña
Clarice es demasiado lúcida.
Recién cumplirá dieciséis el
otro mes y ya se detiene en
asuntos como "sonreír de vuelta,
sobre todo a las personas
mayores". Leer sus cartas es un
privilegio que tal vez, algún día,
si ella quiere y yo también,
podamos compartir con ustedes.
Cuando sea grande. ¿Verdad
que sí, Pierre?

Viernes 10 de agosto de 2012


La cita de Epicuro
El otro día, un amigo de la radio
me preguntó medio al pasar
cómo estaba. Yo salía del
estudio y él entraba para leer las
noticias de la hora. La escena
era cotidiana, trivial, reiterada
en años. No sé por qué le dije
algo así como "estoy vivo,
¿puedo pedir más que esto?". Y
no me detuve, teníamos un
minuto antes de que se
encendiera la luz roja de estar
en el aire: "¿Te has puesto a
pensar en el milagro que
significan nuestros cuerpos,
nuestra mente, en el privilegio
de los sentidos en su sitio, que
en este momento tú y yo
hablemos, sonriamos, nos
echemos un palmotazo en la
espalda". Hay días así, en que
no quieres sino detenerte a
contemplar la maravilla de la
existencia. Tarde o temprano
tendrás que volver a ocuparte de
dificultades, urgencias,
imprevistos que nos alejarán del
centro mismo del asombro, pero
no es malo saber que a veces,
sin dinero de por medio, hay
modos de volver a la raíz y
evitar hasta donde se pueda
cualquier asomo de ansiedad.
No se trata de levantar un
púlpito desde donde repartir
ansiolíticos verbales. ¿Pero por
qué tendríamos que dejar de
narrar asuntos tan cotidianos y
significativos como que la vida
sin amigos es un error? Escribir,
por ejemplo, en forma cotidiana
y sin pausa, enciende mis
antenas automáticamente y me
ha ayudado a encontrar algunos
de los mejores amigos de mi
vida. Nunca sé con certeza qué
sorpresas ofrecerá el camino.
Esto es así. Ayer una alumna me
dijo algo que no olvidaré: estaba
emocionada porque se había
reencontrado con la
contemplación de la palabra.
¿Se dan cuenta? Emocionada
porque había vuelto a descubrir
el gusto infantil por la palabra
escrita, porque alguna vez en su
vida escribió, fijó un mundo en
palabras, y tal vez en este
tiempo en que estudió biología
lo había olvidado. Si se
emocionó volviendo a
contemplar la palabra, es porque
no lo había olvidado. Hay una
cita de Epicuro que se la
escuché a Pierre Jacomet y que
repetiré hasta convertirla en un
clásico: "La vida es un dormir
profundo y los amigos nos
despiertan a la dicha". La cita de
Epicuro es para dejarla aquí,
escrita con letra clara, y
mandarse cambiar, a ver qué
sucede con ella en nosotros.
Desdichada vida la del que no
tiene amigos verdaderos o no
sabe o no puede cultivar la
amistad. No quiero que haya un
solo día en mi vida en que no
piense en mis amigos. Los de
antes y los de hoy. Los que
permanecen en el tiempo, los
que dejé de ver tal vez para
siempre, los que se fueron
sumando en el camino, los que
murieron o ese amigo querido
con el que nos vemos una vez
en invierno, una vez en
primavera, rara vez en verano y
casi siempre en otoño, para no
perder el hábito circular de las
estaciones. Sueño muchísimo
con él: viajamos a países
remotos, nos tiramos en
paracaídas, conversamos en
tardes de niebla cerca del mar o
descendemos a una mina
subterránea de carbón, como la
que recorrimos cuando éramos
muchachos indocumentados.
Debiera proponerme anotar cada
nuevo sueño con él, sé que
llenaría varias páginas de mi
libreta negra. Están los amigos
del trabajo. Los amigos del bar
y el café. Los amigos del
colegio. Los amigos de tu pareja
y los amigos de tus amigos.
Están los amigos del alma. Esos
son imprescindibles e
irreemplazables. Entre ellos tus
autores favoritos. Montaigne
cita en su ensayo sobre la
amistad a Horacio: "Mientras
esté en mi sano juicio, no
compararé nada con un buen
amigo". Están los amigos que
no sabes que algún día tendrás,
y que forman parte de las
mejores sorpresas de la vida. Y
los que te llevarán como peso
muerto un día. Como dice mi
amigo Guillermo, los de la
manilla. Si te toca estar ahí,
amigo, cárgame. A los que nos
gusta leer y escribir, nos gusta
también por supuesto que
nuestros amigos también lo
hagan. Interrumpo esta crónica
para leer el mensaje de uno de
ellos. Dice que aparecieron en
un solo tomo en España los tres
libros de memorias de
Marguerite Yourcenar: el
volumen se titula El laberinto
del mundo y tiene ochocientas
páginas. Es un tres en uno
formado por Recordatorios,
Archivos del norte y ¿Qué? La
eternidad. Yourcenar es una voz
amiga, imprescindible: "Los
retazos de una vida son tan
complejos como la imagen de la
galaxia".

Sábado 18 de Agosto de 2012


La uruguayez
No he estudiado con detalle mi
árbol genealógico, pero alguna
rama debió pasar por la banda
oriental del río de la Plata y
detenerse en Montevideo. No sé
mucho lo que significa llevar un
país en la sangre, desconozco
eso que comúnmente se llama
patria o prefiero conectarla con
mis afectos antes que con un
pedazo de tierra, y sin embargo
algo me sucede con Uruguay y
especialmente con Montevideo,
que incluso un día le dije al que
entonces era embajador en Chile
que me diera la nacionalidad
uruguaya por gracia. Mi único
mérito consistía en admirar
profundamente a su país y
escribir sobre él cada vez que
podía. El asunto no prosperó
porque iba a ser difícil sortear
los aparatos burocráticos
correspondientes, pero el señor
embajador veía con buenos ojos
el proyecto. Una vez en su casa,
desplegamos un gran mapa de
Uruguay sobre la mesa del
comedor y fuimos dibujando un
viaje circular por todo el país
que semanas después
concretamos con mi amigo
Héctor Yáñez. Cada uno sabe
cuáles son los mejores viajes de
su vida. Recorrer Uruguay en
auto sin prisa en mi caso es un
recuerdo estelar.
Son pocos los uruguayos, eso es
lo primero. Hacen un país
pequeño, y laico más encima.
Recorrerlo no toma mucho
tiempo, y sus carreteras (la
mayoría angostas) están más
llenas de pájaros y vacas que de
autos. Y luego está Montevideo,
de donde vengo llegando
después de tres o cuatro días de
invierno puro y duro, con frío y
niebla y lluvia, pero a orillas del
río.
Saqué la cuenta, y he estado
diez veces en Montevideo. En
cada nuevo viaje aprendo a
fuerza de novedad y reiteración.
Conocí ahora la plaza Alfredo
Zitarrosa, sencilla, de maicillo
arcilloso y unos pocos juegos
infantiles coloridos y de madera
que los niños disfrutan cuando
el clima acompaña. Es, quizás,
la plaza más sencilla y común
del mundo, y debe ser por eso y
por sus árboles añosos que
acaba siendo bella. Queda al
lado del principal cementerio de
Montevideo, no sé si el mismo
cementerio donde un puñado de
catorce ciudadanos fue a
enterrar en 2008 a la poeta
uruguaya Idea Vilariño, que se
murió en silencio en los mismos
días en que lo hacía Mario
Benedetti con bastante atención
de la prensa. Algún día terminó
Idea Vilariño de escribir un
breve poema titulado "43", que
es sencillamente extraordinario:
"Como un jazmín liviano/ que
cae sosteniéndose en el aire/ que
cae cae cae/ cae./ Y qué va a
hacer".
Idea Vilariño fue por muchos
años amante de Juan Carlos
Onetti, autor uruguayo al que no
puedo dejar de visitar cuando
estoy en su país. Esta vez me
traje el tercer tomo de las Obras
completas que editó Galaxia
Gutenberg: todos sus cuentos,
todos sus artículos, una
miscelánea de reflexiones,
prólogos, la única conferencia
que dictó en su vida. Una joyita
que en la contraportada extrae el
mejor jugo onettiano: "Lo más
importante que tengo sobre mis
libros es una sensación de
sinceridad. De haber sido
siempre Onetti. Tengo la
sensación de no haberme
estafado a mí mismo ni a nadie,
nunca. Todas las debilidades
que se pueden encontrar en mis
libros son debilidades mías y
son auténticas debilidades".
En Montevideo existe la
Cinemateca, conformada por un
par de modestísimas salas de
cine que diariamente van
renovando su cartelera y
entregándole espacio y apoyo al
cine arte, al cine independiente,
a las joyas de la historia del
cine. Pagas una mensualidad
ridícula y puedes ver treinta
películas en un mes si quieres, y
así librarte de la dictadura que
imponen los distribuidores y las
multisalas con sus cientos de
copias de cada nuevo producto
estrella. En Montevideo
preguntas por una dirección en
la calle y la respuesta casi
siempre vendrá con información
adicional, que no esperabas. En
Montevideo vive un poeta,
Agustín Lucas, que es futbolista
profesional y que sueña con
hacer una película documental
que narre la singular historia del
seleccionado uruguayo Palito
Pereira, a quien conoce muy
bien. En Montevideo se puede
ser feliz con muy poco:
caminando la rambla o
almorzando el menú del día en
el Mercado de la Abundancia,
en pleno centro, en calle San
José. ¿Vieron qué lindo
nombre? Mercado de la
Abundancia. En Montevideo
pueden estar cerrando un
boliche pero te esperan sin
ladrar a que termines de hacer lo
que tienes que hacer. En
Montevideo vi la película
finlandesa El puerto, de Aki
Kaurismäki, y ahora solo quiero
volver a verla para sentir
nuevamente la dicha de
atravesar sus calles y,
especialmente, su alma.
Viernes 24 de agosto de 2012
Ennio Moltedo Ghio
Ennio querido, me puse a
revisar la correspondencia que
alcanzamos a enviarnos entre
Viña y Santiago. En sobre, a la
antigua. La primera vez que me
escribiste, tu mensaje cupo en el
reverso de una vieja tarjeta de
visita que no creo hayas usado
demasiado cuando trabajabas en
la Universidad de Valparaíso:
"Quedo reconocido por su
generosa referencia a la poesía
en su artículo del 1 de enero de
2010". Qué modestia, Ennio. Yo
hablaba de tu poesía, y tú no
hacías sino detenerte en la
poesía. Habías dado una
entrevista a The Clinic que
atesoro hasta hoy: en ella decías
que a los libros hay que dejarlos
en paz, que los lectores llegarán
solos si es que en verdad tienen
que hacerlo. Una frase tuya me
atrapó para siempre:
"Protégeme, Dios mío, del
sentido pedagógico y deja que
cada día me sorprenda viendo
pasar -sin estilo- el viento por la
esquina". Me conmovió tu
ruego. Quise hacerlo mío. En
esa misma edición venía
entrevistado Zurita, y hablaba
de ti -ahora lo sé muy bien- con
justicia y propiedad: "Moltedo
es uno de los poetas más finos,
grandes, curiosos y buenos de
Chile. Si no es más conocido es
porque la poesía excede con
creces los tiempos de nuestras
vidas humanas". Me
entusiasmó, Ennio, ir leyendo
uno a uno tus libros. Empecé
con Día a día, seguí con
Concreto azul, y luego encontré
tu Obra poética completa hasta
2005. Te escribí a Viña, para
que nos encontráramos en tu
ciudad, de donde te costaba
demasiado salir. Ansiaba
conocerte, estrecharte la mano,
pedirte por favor si había
posibilidad de ir reeditando
algunos de tus libros. Me
esperaste puntual en los
escalones del Teatro Municipal
de Viña y me llevaste a
almorzar al casino de un
supermercado, para que
gastásemos poco dinero. Tu
generosidad y confianza
testimoniadas ese día me
acompañarán a donde vaya.
Empezaríamos publicando
Concreto Azul. ¿Te acuerdas
cuando te llamé por teléfono
para preguntarte qué significaba
Concreto azul en tu poesía?
Hiciste una pausa, un silencio, y
luego fuiste articulando
improvisadamente el texto que
es la contraportada del libro:
"La poesía nace con la niñez. En
esos primeros años, en ese
mundo incierto en que todo te
maravilla o te impresiona,
causándote temores, está uno
observando y preparando la
poesía. No hay poeta que no
haya sido poeta-niño. Ya de
mayor, son los recuerdos del
arcón confrontados con el día
actual. Pero la poesía estuvo
antes. Concreto azul me ha
parecido el inicio, la razón de
todo lo que hice después. Ahí
están los muelles de Viña que
ya no existen. Cada vez que
paso por ahí, los vuelvo a
construir". Cuando subimos el
miércoles 15 de agosto de 2012
con el cortejo a dejarte al
Cementerio 1 de Valparaíso, y
los autos serpenteaban las calles
del cerro, pensé en que no sólo
volvías a construir tu ciudad
cada vez que pasabas por ella,
sino también a sus pasajeros, a
nosotros, a los amigos tristes
que te acompañamos y
agradecimos la magnífica
sencillez con que fuiste
despedido, respetándote,
inclinándonos, reverenciando tu
enorme humanidad, Ennio. El
sábado 19 de noviembre de
2011, un puñado de
santiaguinos arrendó un bus y
viajó a Viña para acompañar la
presentación de esta nueva
edición de tu Concreto azul.
Estabas contento. Gente a la que
recién conocías ese mediodía te
pedía que les firmaras sus
ejemplares, ellos querían tus
palabras. Fuimos a Valparaíso a
almorzar, y de regreso, a eso de
las cinco o seis de la tarde, te
dejamos en la plaza de Viña y
tú, antes de bajar del bus, nos
dijiste que ese día había sido
uno de los más felices de tu
vida. ¿Cómo vas a ser invisible,
Ennio, si tus gestos y tus
palabras nos atraviesan como
flechas? Una vez escribí que no
podías imaginar lo bien que le
hacía a mi vida tu literatura. Me
quedé corto. Es tu literatura y tu
ejemplo de vida. Tu poesía y tu
manera de vivir. Tu ética y tu
estética, reunidas, convocadas
en un solo gesto. En el próximo
verano íbamos a sentarnos a
conversar contigo y con Agustín
Squella, pensando en un
volumen que registrara esas
conversaciones. Me habías
dicho que bueno: "Podemos
hablar de ideas y proyectos, a
pesar de ser yo un viejo que
vive solo y extraviado entre
libros". Moltedo & Squella se
iba a llamar y se llamará el
libro. No faltarás a la cita. Lo
sé. Cuando los sepultureros
forcejeaban con cuerdas la urna
en donde descansaban tus restos
mortales y hacían equilibrio
para ingresarla al mausoleo, se
rompió una de las manillas de tu
urna, y un trozo dorado y
pequeño quedó ahí, sobre el
pasto. Fue tu última y
desesperada manera de
permanecer entre nosotros.

Sábado 1 de Septiembre de
2012
Monumento mínimo
Me encontré casualmente con
Cristián Warnken en la librería
y me dijo que en un par de días
una artista brasilera iba a
realizar en el frontis de la
escuela de Derecho de la Chile
una instalación que podía
interesarme. ¿De qué se trata?,
pregunté. Esculturas de hielo,
contestó. No quise averiguar
más: ni la forma ni el tamaño de
sus esculturas, ni la cantidad, ni
el modo en que serían
transportadas y desplegadas en
el lugar, ni quién era ella ni
dónde las había instalado antes,
y menos qué hacía en Chile. Me
interesó muchísimo que unas
esculturas fueran concebidas
para existir un momento y luego
disolverse. Como el momento
artístico se concretaría un
miércoles de mañana, la misma
hora en que dicto unas clases de
magíster, en vez de quedarnos
en la sala invité ese mismo día
sin previo aviso a mis alumnos a
partir todos juntos al lugar
señalado.
Llegamos con la muchachada a
las diez de la mañana. Había
poca gente dando vueltas. Entre
ellos Warnken, que se preparaba
para transmitir en directo la
instalación a través de un canal
de televisión que se puede ver
en internet. Nos saludamos. Le
pregunté por la brasilera, y la
apuntó con el dedo. Allá estaba,
cerca de uno de los
congeladores. Pequeñísima de
estatura, con jeans y zapatos
cómodos, distinguiéndose del
resto porque lucía guantes
amarillos y llevaba una pequeña
mochila al hombro. ¿Cómo se
llama? Néle Azevedo. ¿Qué
edad tiene? Me acerqué a ella y
calculé: entre 45 y 55, creo.
Empezamos con los alumnos a
tratar de entender un poco más
lo que íbamos a ver desplegado
en un momento. Las esculturas
de hielo de Néle Azevedo eran
muy pequeñas, cabían todas en
un par de congeladores de esos
de helados de palito dispuestos a
prudente distancia uno de otro
en el frontis de la escuela de
calle Pío Nono. En vez de
chocolitos, lolys, creminos y
dankys, estos refrigeradores
contenían cientos de esculturas
pequeñas de hielo envueltas en
plástico que Néle Azevedo
había hecho con sus manos en
las últimas dos semanas. Seres
humanos de hielo, sin rostro
definido, trazados con simpleza,
sentados, en perfecta posición
para que a las diez y media de la
mañana se diera comienzo a
"Monumento mínimo" sin que
nadie hiciera sonar un pito ni se
leyera un reglamento de
participación. Todos los que
estábamos ahí entendimos que
podíamos ser parte activa de
este momento, y no nos
restamos: fuimos sacando de los
congeladores a estos pequeños
ciudadanos de no más de veinte
centímetros de estatura y los
llevamos a la escalinata para
dejarlos ahí, mirándonos
fijamente.
Maravilla: con la ayuda de
niños, jóvenes, adultos y
ancianos, en unos quince o
veinte minutos, cientos de
hombres y mujeres de hielo
estaban cómodamente sentados
frente a nosotros representando
la vida, existiendo fugazmente,
en algunos casos trizándose, la
mayoría empezando a derretirse
con el correr de los minutos.
Eran esculturas en movimiento.
Fue hermoso en un momento
verlas animadas, simulando una
pequeña comunidad de hombres
y mujeres no demasiado
diferentes a los que estábamos
ahí y habíamos ayudado a
colocarlas sobre las escaleras.
Había esculturas perfectamente
alineadas, otras emparejadas,
algunas haciendo grupo aparte.
Una hora estuvimos en el lugar
con los alumnos y luego
partimos a tomar un café para
entibiarnos, especialmente
nuestras manos que habían
estado en contacto directo con el
hielo que Néle Azevedo
transformó en figuras humanas.
Me despedí de los estudiantes
poco antes de mediodía y volví
al lugar. Quedaba muy poca
gente, tres o cuatro personas.
Había pozas de agua y chongos
de hielo sobre las escaleras.
Néle Azevedo en el centro daba
una entrevista a un canal de
televisión, al parecer extranjero.
Esperé a que dejaran de grabar y
me acerqué a ella. La abracé, le
di las gracias y la escuché decir:
"Mis esculturas son algo así
como lo contrario de la historia
oficial. Los monumentos
clásicos existen para la
eternidad, quieren perpetuarse.
Yo hago monumentos mínimos,
que se disuelven igual que
nosotros en el mundo. Al
hacerlos sin rostro, quiero
reconocer al ciudadano de a pie,
quiero homenajear al hombre
común".

Sábado 8 de septiembre de 2012


Profesor rural
Llego al taller y me espera en la
conserjería un sobre grande sin
remitente. Sospecho que se trata
de un libro. Lo abro.
Efectivamente: el volumen se
titula Memorias de un profesor
rural, y lo escribió Carlos
Cornejo Abarca. Reconozco su
nombre. Alguna vez hablé con
su hija Marta de esos casi veinte
años en que este hombre llevó
las riendas de la escuela 173 de
Macul Alto. Reviso los créditos
del libro. Verifico que lo
publicó su hijo Carlos,
compañero mío de universidad.
Agradezco el gesto del profesor
de obsequiármelo y por
supuesto la dedicatoria en
impecable caligrafía. En la
primera página, una fotografía
en blanco y negro del autor
sentado frente a una máquina de
escribir, donde alguna vez
tecleó la frase que acompaña la
imagen: “Creo, firmemente, que
cada niño posee, como las
semillas, una época propicia
para germinar, crecer y
aprender”. Leo el libro de una
sentada. Más que con su
escritura, me quedo con el
testimonio de un hombre
sencillo que había llegado a
ayudar a su hermano Arturo en
la escuela y pronto debió
reemplazarlo cuando él se
enfermó gravemente. Carlos
Cornejo Abarca nunca estudió
para profesor, y sin embargo fue
el más profesor de todos.
Enseñó a leer y a escribir. Viajó
en tren junto a colonias de
verano. Experimentó la
impotencia y la muerte cercana
cuando en una visita de
muchachos desde la población
La Legua una niña se ahogó en
el tranque. A propósito de los
talentos, reflexionó sobre la
necesidad de saber reconocer no
sólo a los que obtenían buenas
notas en los ramos tradicionales,
sino especialmente a los que
encarnaban valores a su juicio
esenciales: “El compañerismo.
La unión o lealtad con el grupo.
La fraternidad. La disposición
para querer consolar o socorrer
al desvalido, al más torpe, al
débil o enfermo. La buena
voluntad para ayudar sin esperar
recompensa. El sacrificio físico.
El espíritu de concordia. La
honradez. El respeto a los
ancianos. El amor a los padres.
La conformidad con lo poco que
se tiene. El cuidado de la
naturaleza y los animales. El
cuidado del vestuario, los útiles,
aquello que a sus padres les
cuesta trabajo comprar. Evitar el
derroche cuando se recibe en
abundancia”. Carlos Cornejo
Abarca dejó de ser profesor
rural poco antes del golpe. La
mañana del 11 de septiembre de
1973 lo sorprendió en La
Florida, llevando al hombro un
pesado televisor a un servicio
técnico de la Philips para que lo
repararan. Como su radio
chicharreaba demasiado y el
televisor no encendía, no sabía
nada de lo que estaba pasando, y
fue advertido por la gente en la
calle de que mejor se volviera a
su casa. Esa imagen, la de un
ciudadano que lleva al hombro
un televisor que no funciona a la
misma hora en que los militares
se toman la ciudad y preparan el
bombardeo de La Moneda, es
una postal de la magnífica
inocencia que encarna Carlos
Cornejo Abarca. Un regidor
derechista de su comuna, “de
cuyo nombre no quiero
acordarme”, dice Cornejo, lo
visitó un par de semanas
después del golpe para indicarle
que debía presentarse junto a
otros profesores ante el jefe de
Plaza de Puente Alto. Fue, y lo
interrogaron. Querían que diera
información comprometedora
de sus colegas. Carlos Cornejo
Abarca no denunció a nadie y
fue despedido del servicio
público el 8 de octubre de 1973.
En mayo de 1993 un aluvión
bajó por la Quebrada de Macul
arrastrando piedras, troncos y
barro y llevándose casas y
moradores. Entre ellos, varios
ex alumnos de Carlos Cornejo
Abarca. Algunos cuerpos nunca
aparecieron. Un monumento
levantado en el lugar por
vecinos y familiares los
recuerda. La escuela fue
demolida y hoy existe allí “un
imponente claustro de monjas”:
el Monasterio de Carmelitas
Descalzas de Cristo Rey María
Mediadora. El fundo por donde
se movía Carlos Cornejo junto a
sus estudiantes es hoy un
conjunto de “sofisticados
condominios”: “Los inquilinos,
incluyendo sus hijos, mis ex
alumnos, fueron desarraigados y
muchos pululan más abajo del
canal San Carlos en viviendas
sociales”. “Afortunadamente”,
dice el autor del libro, “la
Quebrada de Macul, con sus
exuberantes matorrales de flora
silvestre y fauna endémica, fue
transformada en santuario de la
naturaleza”.

Viernes 14 de septiembre de
2012
Recetas mágicas
La historia es más o menos así:
Edite Barbosa era una
muchacha idealista que vivía en
Río de Janeiro y quería hacer
algo por cambiar el mundo
injusto que la rodeaba. En 1970,
en plena dictadura militar, se
sumó como voluntaria a un plan
de alfabetización promovido por
el gobierno: "Éramos un grupo
de jóvenes que permanecíamos
ignorantes de lo que pasaba en
los calabozos, seducidos por las
promesas de progreso que nos
hacían los militares". La tasa de
analfabetismo que afligía a
Brasil en ese momento era
dramática: prácticamente un
tercio de la población no sabía
leer ni escribir. Edite se
inscribió en un curso rápido de
capacitación para
alfabetizadores, y al cabo de una
semana tenía muy bien
aprendidos los manuales de
profesor y alumno con los
cuales emprender la tarea. En
agosto de ese año le asignaron
un grupo de mujeres a las que
debía enseñarles a leer y
escribir. Las clases eran diurnas
en un local cercano a su casa y
el colegio, en la zona sur de Río,
entre Ipanema y Botafogo.
Tenía cuatro meses para cumplir
con el objetivo. Ella, una
muchachita carioca llena de
sueños, se enfrentó a un racimo
de 14 mujeres de mediana edad:
"Me encontré con 14 señoras
humildes, tímidas, con esa
mirada de sumisión que tantas
veces he visto a lo largo de mi
vida. Gente que cree ser menos
que uno, que cree que por no
tener dinero o educación,
tampoco tiene valor. Gente a la
que nosotros logramos marcar
de un modo cruel,
convenciéndolas de su
minusvalía". Se presentaron las
14 mujeres un lunes a las dos de
la tarde dispuestas a aprender.
Casi todas ellas eran "empleadas
domésticas de los
departamentos de lujo del
barrio, y solo una les había
contado a sus empleadores que
no sabía leer". Habían
encontrado una manera de
tomar la micro correcta o de
saber qué llevar cuando iban de
compras al supermercado, pero
su analfabetismo las hacía
pensar que tarde o temprano
enfrentarían dificultades en el
trabajo y en la vida que no
podrían sortear. El curso
contemplaba clases de dos horas
tres veces a la semana. En la
primera clase, Edite Barbosa
advirtió una dificultad para la
cual no se había preparado:
"Ninguna de ellas sabía tomar
un lápiz y hacer la exacta
presión para poder diseñar las
letras. ¿Cómo les iba a enseñar
el ma-me-mi-mo-mu si no
tenían habilidad para manipular
un lápiz?". Diseñar las letras fue
apenas el primer problema.
Edite se esforzaba en enseñar
una familia del abecedario, y a
la semana siguiente verificaba
que todos la habían olvidado
completamente. Al cabo de un
mes de trabajo, estaban donde
mismo habían empezado: en el
punto cero: "Miraba a estas
señoras que me tenían como su
profesora, llenas de esperanza, y
me daban ganas de arrancar".
Un día de fines de septiembre,
vino Francisca con un libro de
recetas de cocina y un dejo de
desesperación: su patrona le
había pedido que preparara un
postre, el "Quindim", y ella no
se había atrevido a confesarle
que no sabía leer. Francisca le
rogó a Edite que la ayudara, y
Edite, que no sabía freír un
huevo, quiso arrancar
nuevamente. De pronto las
mujeres rodearon al libro de
cocina y entonces se produjo la
magia. Edite empezó a leer la
receta del "Quindim" y
Francisca tradujo lo que
escuchaba en dibujos: 12 yemas
de huevo se convirtieron en 12
óvalos amarillos, y así fue como
encontraron un primer lenguaje
a través del cual las mujeres
pudieran ir leyendo la receta. El
curso de lectura se convirtió
desde ese momento en un curso
de cocina a través del cual se
aprendía a leer y escribir: "Todo
tuvo sentido: las letras, el baño
maría, la alquimia de la
gastronomía y el placer de ir
descubriendo algo nuevo. No
recordaba en mi corta vida
haberlo pasado tan bien como
en esas tardes de primavera con
mis señoras". A principios de
noviembre, a Edite le sacaron
las amígdalas y esa semana no
pudo ir a clases. La operaron un
lunes en un hospital público,
uno de esos hospitales donde las
visitas son limitadas en número
y horario: "Al día siguiente vi
desfilar por mi cabecera a todas
mis alumnas, que de alguna
forma habían burlado al sistema
y me traían, cada una, un manjar
de los cielos preparado por ellas
a partir de una receta del libro
de cocina que habíamos usado
como manual de alfabetización.
Nunca olvidaré esa emoción.
Aprendí en ese momento que el
magisterio es un oficio
maravilloso, y que el
intercambio de aprendizaje es
para toda la vida, independiente
de quiénes son los alumnos y
quiénes los profesores. Todos
aprendemos. Mis señoras
aprendieron a leer. Fueron de
los pocos realmente
alfabetizados por el programa.
Yo, además, aprendí a cocinar".

Sábado 22 de Septiembre de
2012
Utopía
A veces vivo como si estuviera
en medio de una batalla,
formando parte de un ejército
que se moviliza junto a sus
tropas sin un objetivo preciso,
pero con la obligación de
avanzar. Visto desde fuera, no
parezco agitado. Nadie me ve
correr, pero yo sé cuán fatigado
estoy. Se cansan la mente y el
cuerpo de vivir sin pausa.
Afortunadamente, el espíritu
permanece aún erguido para,
por ejemplo, detenerse a leer en
silencio y a veces en voz baja
imitando al escritor que alguna
vez enhebró esos textos. No es
poca cosa. He aprendido con los
años a valorar el peso y la
fortaleza del aliento espiritual,
el buen humor y el silencio. No
se trata de ser un optimista
histórico, como se llamaba a sí
mismo un jefe que tuve en
tiempos de la dictadura que
sabía que tarde o temprano
soplarían vientos mejores. Más
bien intento hacer foco y
reconocer que prefiero entre un
abanico inmenso de
posibilidades unas pocas cosas
que me ayuden a vivir. La
poesía, la risa y el silencio entre
ellas. Y dentro de la poesía,
Wislawa Szymborska: "Prefiero
que me guste la gente a amar a
la humanidad. Prefiero en el
amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas que no
me prometen nada. Prefiero la
tierra vestida de civil. Prefiero
no preguntar cuánto me queda y
cuándo".
Entre los muchos regalos que
recibo diariamente, está lo que
leen mis amigos y comparten
conmigo. Ayer me enviaron un
breve fragmento de
Fermentario, libro del uruguayo
Carlos Vaz Ferreira. Me dejó
pensando y también me abrigó:
"Un argumento en favor de
utopías que parezcan
irrealizables, es que la
organización social actual
parece una utopía; de absurdo,
de sufrimiento, de desigualdad,
tan irracional e inverosímil; y,
sin embargo, ¡hasta eso ha
podido realizarse!".
Nadie puede discutir que el
mundo está horrorosamente
organizado en los tiempos que
corren, y el que lo niegue o es
un gran cínico o un tonto sin
remedio. El asunto es cómo
reaccionamos frente al
problema. Porque podemos
silenciarlo, hacernos los
imbéciles, restarle importancia,
negar cualquier tipo de
participación en él, abrumarnos
hasta la parálisis o, por ejemplo,
convertir en un gesto interior lo
que Vaz Ferreira escribe. Una
amiga me decía el otro día que
alguna vez creyó en las
revoluciones sociales y políticas
de inspiración humanista que
pretendieron cambiar el mundo
de modo radical. Por supuesto
dejó de creer. No es ciega. Vio
cómo se inmolaron en el camino
o cedieron a la lógica del poder
y acabaron fracasando
rotundamente, regalándole casi
todo el protagonismo a su rival,
el capitalismo salvaje, que hoy
hace y deshace a su antojo. Mi
amiga me hablaba del valor de
la revolución personal, de
provocar un cambio interior que
acabe iluminando el modesto
radio de acción en que nos
movemos. Lo pequeño es
hermoso. Y que por irradiación
pudiéramos ir mejorando las
cosas. Queriéndonos un poco
más. Cuidando la palabra.
Viviendo el presente.
Aceptando nuestra fragilidad,
nuestra vulnerabilidad.
Integrando las zonas de sombra,
de misterio, de vacilación, de
incertidumbre.
Iluso sin vergüenza de serlo, me
aferro a la nueva utopía
imaginada por mi amiga como
Szymborska se aferraba a la
poesía y al "no sé" como a un
oportuno pasamanos. En las
últimas líneas de Fermentario,
Vaz Ferreira se preguntaba si
sus reflexiones traerían algún
consuelo al lector. "Tal vez
ninguno", respondía él mismo:
"Pero aunque no traigan ningún
consuelo, podrían enseñarnos a
interpretar el verdadero sentido
de la inquietud humana y no
agregar, a los dolores y horrores
inevitables, el dolor y el horror
supremo del pesimismo moral".
Amo el arte que se esmera en
formular preguntas, que no sabe
a dónde va y sin embargo
avanza a tientas porque lo
mueve el fuego de una búsqueda
ética y estética. El pesimismo
moral al que se refiere Vaz
Ferreira abruma, aflige,
anestesia, duerme, asfixia.
Experimentar una modesta
utopía alienta, estimula,
despierta y abre un espacio a la
creación. Ambiciones cortas,
dice mi amigo médico en
Zaragoza. Sueños modestos,
realizables, dice mi amiga poeta
de calle Vaticano. Yo digo: aire
en los pulmones, que suba y
baje acompasadamente.

Viernes 28 de septiembre de
2012
Alicia Vega
Álvaro Matus trabajó durante
meses junto a Alicia Vega para
sacar adelante un libro
maravilloso: Taller de cine para
niños. Cada vez que Álvaro me
habló del libro mientras lo
estaban preparando, lo hizo con
admiración hacia Alicia Vega y
orgullo de ser parte del
proyecto. Ahora que tengo el
libro en mis manos y acabo de
terminar de leerlo, sé de qué
hablaba Álvaro: la mujer es
sencillamente fuera de serie y
ama al cine como pocos en este
mundo. Hay una historia vivida
por la madre de Alicia que
explica la persistencia de su hija
en estos talleres de cine a
grupos de niños pobladores a lo
largo de ya veintisiete años. Su
mamá vivía en una casa de calle
Manuel Rodríguez, y la
construcción de la autopista
norte-sur la obligó a dejarla. Su
mamá tenía entonces setenta
años: "Se instaló en el barrio
Bellavista y de inmediato se
puso a regar y preparar la tierra
en una plaza seca y triste, que
apenas tenía dos árboles
flacuchentos. Al primer niño
que iba pasando lo invitó a que
la ayudara. Al mes había veinte
niños, con palitas que ella les
compró y todas las semanas los
invitaba después del trabajo a su
precioso jardín de helechos para
que tomaran Coca-Cola y
comieran confituras. Todos los
años esos niños iban a saludarla
en la noche de Año Nuevo,
llegaban hasta su cama del
segundo piso, y lo hicieron
hasta que ella murió, de 95
años". Hasta antes de leer Taller
de cine para niños sabía de
Alicia Vega como tantos otros
chilenos: a través del
documental de Ignacio Agüero
Cien niños esperando un tren.
Que no es poco: la película
narra documentadamente la
experiencia de Alicia y sus
talleres de cine, y es alucinante
advertir cómo los niños son
niños en cualquier latitud y se
fascinan por jugar,
independiente del mundo hostil,
precario o violento en que
vivan. Leyendo Taller de cine
para niños, uno se entera de que
Alicia Vega no pudo hacer sus
talleres en 2010 por falta de
financiamiento. Una experiencia
educativa de varios meses que
cuesta en total algo así como
diez mil dólares no pudo
llevarse a cabo después de un
cuarto de siglo de mucho trabajo
e inventiva porque no hubo
dinero para pagarlo. Cuando es
entrevistada por Álvaro Matus
en la parte final del libro, dice
que en ese momento aún no
sabe si podrá realizar su taller
en 2012. Una ironía. Pocos
esfuerzos humanistas que ponen
a la creatividad en el centro (y
cuya fuerza política es
invaluable porque intentan
mostrar un mundo donde es
posible entenderse y vivir
exitosamente experiencias
colectivas a pesar de todas las
dificultades) existen en el
planeta como el realizado por
Alicia Vega, y aún cuesta
muchísimo encontrar diez mil
dólares al año para realizarlo.
Taller de cine para niños incluye
testimonios de talleristas
impresos textualmente, con
faltas de ortografía, donde se
revela con respeto y elocuencia
su mundo y su lenguaje:
"Concidero que el taller saca
todo lo bueno de dentro de
nosotros, y creo que no se
deveria ir nunca porque empieza
a enseñar los valores que
tenemos dentro de nosotros".
Leer este libro es saber lo que
expresan los padres de los niños
que asisten a los talleres: "Mi
hijo practicaba mucho su
nombre para poder escribirlo en
el taller, volvía muy contento
con sus trabajos, y en especial
un día cuando actuó de enanito
en Blanca Nieves". Leer este
libro ayuda a reflexionar sobre
cómo ha ido cambiando el
espacio social de las
poblaciones en los últimos años.
El párroco de La Legua se
demoró en entregar su positivo
informe del taller de cine de
2007 porque en esos días
ocurrieron hechos en la
población que lo mantuvieron
muy ocupado: "El suicidio de
una niñita de doce años,
Melanie, alumna de la escuela
que no participaba en el taller; y
la muerte de una señora, al
interior de su casa, por una bala
perdida". Mientras tenga energía
y lucidez, Alicia Vega
continuará su labor: "Sé que la
violencia vuelve y la pobreza se
mantiene, pero también sé que
el cine es una de las
experiencias más arrebatadoras
que existen. Allí en la oscuridad
de la sala, junto a otros seres
semejantes, me emociono con la
belleza de ciertas imágenes. Ser
testigo de cómo los niños
sienten estas mismas vivencias
ha sido una de las mayores
alegrías que he tenido y quizá
sea la razón principal por la que
he estado dirigiendo durante
más de dos décadas un taller de
cine para niños pobladores. Sólo
tengo una certeza: estas
aspiraciones no se pueden
acallar".

Viernes 05 de octubre de 2012


27 de septiembre
Cae una llovizna ligera sobre
Santiago. Es una mañana
hermosa para los que amamos
días grises y húmedos en el
comienzo de la primavera.
Como me dijo una muchacha en
el café, llovizna que es también
una bendición para los alérgicos
como ella, que sufren el polen
del ambiente en días floridos y
soleados. Es 27 de septiembre
de 2012 y mantengo abierto
junto al computador un ejemplar
del libro 27 de septiembre (un
día en la vida de las mujeres),
editado en 2009 por la española
Esmeralda Berbel. Me lo prestó
una mujer a la que conocí ayer,
y con quien charlamos del gran
potencial literario que supone el
registro preciso en un diario
íntimo de un mismo día a través
de diversas personas, como hizo
Berbel convocando a un puñado
de veintisiete mujeres para que
escribieran su sábado 27 de
septiembre de 2008, o como
hizo la escritora alemana
Christa Wolf, que entre 1960 y
2000 escribió sendas entradas
de un diario cada 27 de
septiembre para luego
convertirlo en su libro Un día
del año. De ese libro de Wolf es
el epígrafe del volumen armado
por Esmeralda: "Yo quise
escribir para combatir esa
incontenible pérdida de
existencia: al menos un día de
cada año debería ser un sólido
pilar de la memoria: puro,
auténtico, descrito sin
intenciones artísticas, lo que
viene a significar entregado al
azar y a merced de él". "Lo que
no se escribe se olvida", dice
Anna Caballé en el prólogo.
"Por eso escribimos. Un día
escrito para frenar esa pérdida
incontenible de existencia.
¿Quieren seguir la cadena?".
Por supuesto que quiero seguir
la cadena. Anoche anuncié a un
grupo de amigos que el viernes
27 de septiembre de 2013
debería ser el punto de partida
de un nuevo libro, escrito esta
vez por hombres y mujeres. El
que inauguró el gesto fue el ruso
Máximo Gorki en 1935, poco
antes de su muerte, cuando
propuso la empresa "Un día del
mundo". El diario ruso Izvestia
recogió la idea en 1960 y
convocó a los escritores del Este
a que contaran con detalle el 27
de septiembre de ese año.
Christa Wolf fue una de las que
acogieron el llamado. Y gracias
a que Christa Wolf lo hizo
durante cuarenta años y terminó
publicando un libro, Esmeralda
Berbel hizo lo propio y ahora
nosotros tenemos la posibilidad
en esta remota aldea austral de
convocar a amigos y reducir en
unas palabras la incontenible
pérdida de existencia que
supone el oficio de vivir
recortado sobre el paso del
tiempo. Al libro de Esmeralda
Berbel concurren
principalmente escritoras, pero
hay también psicólogas,
profesoras, artistas plásticas,
dramaturgas, periodistas,
actrices, historiadoras, dueñas
de casa. Me entretengo
pensando en los amigos a los
que quiero invitar a nuestro
propio, nuevo e impensable 27
de septiembre de 2013, probable
en nuestras vidas aunque
incierto en buena hora.
¿Viviremos entonces? ¿Qué nos
mantendrá ocupados en esos
días? ¿A qué hora comenzará la
jornada, habremos despertado
durante la noche?
¿Recordaremos lo soñado? ¿A
qué libros y qué películas
estaremos enchufados?
¿Habremos sumado un nuevo
amigo a nuestras vidas? ¿En qué
dosis habrá pasado la muerte
cerca de nosotros? ¿Tendremos
ganas de contar? ¿Cuánto
callaremos? Sueño con invitar a
amigos de otras latitudes, me
encanta la posibilidad de sumar
regiones impensadas a mis ojos,
como hizo en cine Ridley Scott
un par de años atrás, cuando a
través de la red promovió que
personas de todo el mundo se
registraran a sí mismos el 24 de
julio de 2010 y de ese material
surgiera un documental infinito.
Mi ambición en este caso es
más corta. Veinte o treinta
personas en total, de un planeta
de miles de millones. Una sola
vida es un mundo. Lo pequeño
es hermoso. Vengo diciéndolo
hace rato, desde que se lo
escuché a Julio en aquel café
donde ya no atiende la bella
muchacha que esa mañana
ayudó con su sonrisa a recordar
eternamente la conversación. En
un mismo día ocurren
demasiadas cosas. Lo vivido por
un puñado de habitantes merece
que nos detengamos a
apreciarlo. Un día de un año. Un
27 de septiembre.

Viernes 12 de octubre de 2012


Jorge Millas
Un amigo me envía el
fragmento de una de las últimas
entrevistas realizadas a Jorge
Millas: -¿Qué le ha enseñado la
filosofía? -Creo que
fundamentalmente me ha
enseñado a ser tolerante y a
rechazar todo dogmatismo.
También me ha llevado a ejercer
un control medianamente
racional sobre mis instintos y
mis frustraciones. -¿Qué le ha
enseñado la vida? -La vida me
ha llevado a la conclusión de
que el bien más preciado que
podemos perseguir es la bondad,
más que el saber. El filósofo
Jorge Millas era un crack: sabio,
bueno y lúcido, venció su
natural timidez para levantar la
voz en tiempos de oscuridad. Lo
más cerca que estuve
físicamente de él fue en ese
maravilloso y terrible acto del
Teatro Caupolicán el 27 de
agosto de 1980, pocos días antes
del plebiscito para aprobar o
rechazar la nueva Constitución,
cuando encerrados y rodeados
de militares unos pocos miles de
chilenos nos reunimos a
testimoniar nuestro rechazo a la
dictadura y a su afán de
concretar mediante esa
Constitución la perpetuación de
Pinochet en el poder. Esa noche
hubo sólo dos oradores: un ex
Presidente: Eduardo Frei
Montalva, y un filósofo: Jorge
Millas. De Frei recuerdo la
excitante novedad que
significaba en ese momento -al
menos para mí- escuchar un
discurso grandilocuente y
enérgico a favor de la
democracia y llamando a votar
"No" en el plebiscito. Yo tenía
dieciocho años y era feliz
asistiendo a la primera
concentración política de mi
vida. De Millas recuerdo la
tranquilidad con que leyó su
discurso, y la belleza y precisión
de sus palabras. Desde ese día
sentí admiración por él. En una
librería de viejos encontré,
compré y leí un libro suyo que
se llamaba, si no recuerdo mal,
Idea y defensa de la
universidad. No mucho después
de su aparición pública en el
Caupolicán, Millas fue
expulsado de la Universidad
Austral de Valdivia. Por
supuesto ya lo habían echado
hacía mucho rato de la
Universidad de Chile. Una de
las mejores cabezas de este país
no cabía en esa universidad
intervenida, vigilada,
completamente ajena a su
naturaleza libertaria y pensante.
Millas terminó sus días dictando
clases particulares en su casa
para sobrevivir. Al poco tiempo
enfermó y murió en silencio en
1982. Agustín Squella me
regaló años atrás un libro de
homenaje a Jorge Millas editado
en 2006 en Valparaíso. El
volumen es completísimo y se
cierra con sendos versos de
Nicanor Parra y Gonzalo Rojas.
Parra: "Cuando murió Jorge
Millas/ Escribí lo siguiente/
Después de una larga y
escandalosa persecución/ Ha
dejado de existir en este país/ El
profesor Jorge Millas/ El
orador/ el poeta/ El filósofo
Jorge Millas Jiménez/
Conceptuado x moros &
cristianos/ Como el hombre +
lúcido de Chile/ El + humilde/
el + desinteresado". Rojas:
"Mejor nacer alerce, un estirón/
de dos mil quinientos años
figúrate/ con todo el oxígeno, y
no el Pelida Aquiles/ tobillo
quebrado./ Pensar que estuviste
aquí a mi mesa tan gozoso/
comiendo, tomando como un
rey/ en el viejo oleaje de los
adivinos sin/ pompa, ¡tan lejos/
de los muelles sucios de
Santiago!/ Discursos, malezas/
en el Católico. Fuera de esto/
¿cómo estás?". Reviso los
archivos y leo lo que dijo en el
Caupolicán esa noche de agosto
de 1980. Empezó llamándonos
"Conciudadanos". Volver a
escucharlo es estimulante:
"Dudábamos de muchas cosas,
pero no de nuestro derecho a la
duda. Vacilábamos, a veces,
sobre el camino a seguir, pero
nos animaba la fe de poder
encontrarlo, como en el pasado,
mediante el esfuerzo común de
todos. Discutíamos, pero sin
odio y sin temor. No temíamos
a los abusos de poder, porque
los abusos eran públicos, y
públicamente se juzgaban por
una prensa libre. Cuando
llegaba el momento del gran rito
democrático de designar
mediante nuestros votos al
ciudadano a quien se confiaba el
mando supremo, pero no
soberano, de la nación,
juzgábamos, discutíamos,
comparábamos a distintas
personas y hacíamos que
nuestro sentir y nuestro pensar
de hombres libres nos ayudaran
a sortear, sin dogmatismo, la
encrucijada práctica entre la
incertidumbre y la esperanza.
Desconfiábamos de los partidos
únicos y también de los
hombres únicos". Como buen
filósofo, Millas no tenía una
vara mágica para resolver los
problemas, pero al menos sabía
que identificarlos y hacerlos
comprensibles era un importante
y necesario punto de partida.

Sábado 20 de Octubre de 2012


Palitroque
Recibí por correo electrónico un
cortometraje llamado
Palitroque. Lo hizo un
realizador al que no tenía el
gusto de conocer aún: Jairo
Boisier. Pinché enter en el
computador y pasé estupendos
ocho minutos, que es lo que
dura el corto. Me reí mucho y
finalmente me emocioné.
Palitroque transcurre en una
cancha de fútbol y tiene mucho
de absurdo. Sólo diré, para no
contar la película, que uno de
los dos protagonistas es Arturo
"Palitroque" Rodenak, viejo
crack de Rangers de Talca de
los años 50 y 60, que murió un
día antes de que yo recibiera
este inesperado regalo.
Navegué para conseguir el
correo de Jairo Boisier y le
escribí para decirle esto mismo:
que me había encantado su
película, y si me la prestaba para
mostrarla en la presentación de
una nueva edición de un libro
mío de fútbol en noviembre. Me
contestó enseguida y pactamos
una cita para el diez del diez a
las diez en el bar Marabú,
donde, coincidentemente,
ambos habíamos celebrado
alguna vez nuestro cumpleaños.
Dijimos entonces que esa noche
en el Marabú haríamos
intercambio de banderines: Jairo
me regalaría una copia de
Palitroque y también su primer
largometraje, La jubilada, y yo
le obsequiaría un puñado de
libros.
De qué se trata La jubilada fue
casi lo primero que pregunté en
el Marabú. Es la historia de una
actriz porno que se retira del
oficio y vuelve a su pueblo, me
contestó Jairo. Al fondo del bar,
el televisor despedía una
entrevista en profundidad al
Loco Páez, Guillermo Páez,
viejo crack del Colo Colo 73, y
se me olvidó comentarle a Jairo
una historia que me ocurrió
arriba de un taxi un par de
meses atrás, y ahora que la voy
a escribir me doy cuenta de que
no se la he contado a nadie.
Sucede que tomé un taxi
después de almorzar con los
amigos de la radio en Pedro de
Valdivia con Eleodoro Yáñez
rumbo a la Plaza Ñuñoa. El
taxista me empezó a hablar de
fútbol a poco andar. Si yo
conocía a fulano y a mengano,
todos jugadores de la vieja
guardia, curiosamente todos de
Colo Colo 73. Me preguntó si
los había visto jugar, cuánto
sabía de ellos y quién era el
mejor. Cuando le contesté que
dudaba entre Caszely y
Chamaco Valdés, me dijo que el
mejor era el Loco Páez,
Guillermo Páez, el volante
tapón. El taxista era un hombre
de unos sesenta años, de barba
gruesa y ligeramente canosa. Y
entonces me la suelta: que él es
Guillermo Páez, el Loco, y yo,
que creo conocer bien al Loco
Páez, me doy cuenta de que el
chofer del taxi en que viajo está
completamente loco, porque sé,
puedo jurarlo, que ese hombre
no era el Loco Páez, que el
Loco Páez verdadero es más
gordo y cabezón que él, y esto
lo sé porque a ese Loco Páez lo
he visto en mil fotos y en la
televisión y lo conocí el día en
que Colo Colo salió campeón de
la Libertadores en 1991, cuando
fuimos juntos al estadio
Monumental a realizar una nota
para el Zoom Deportivo. Por
supuesto no le dije nada al
taxista, para qué; además, si lo
contradecía, podía ponerse
violento, uno nunca sabe. Me
miraba fijamente por el espejo
retrovisor y alcancé a ponerme
un poco nervioso. Dos o tres
cuadras más allá tomó su celular
y simuló estar contestando el
llamado de un tal Barti, que yo
debía creer era Marcelo
Barticciotto, ex jugador y
entrenador de Colo Colo. El
Loco del Taxi, así lo
llamaremos para no confundirlo
con el verdadero Loco Páez, se
puso de acuerdo a viva voz con
el Barti para reunirse en el
Monumental en la tarde, hizo
como que cortaba y me aclaró
que había un partido a beneficio
del Colo Colo de todos los
tiempos. En ningún momento
vaciló en su delirio. ¿Quién es
este hombre? ¿Por qué peina la
muñeca fantaseando con el Colo
Colo de su generación? ¿A
todos sus pasajeros les cuenta el
mismo cuento, o ese día se le
soltó la cadena y encontró a un
fiel escucha?
Con Jairo hablamos de fútbol un
par de horas en el Marabú. Fue
bonito, distendido, sin prisas ni
juicios categóricos, envolviendo
la pelota para tocársela al
compañero con algo de comba,
de efecto y también de afecto,
concentrándonos en aquellos
jugadores de segunda y tercera
fila de los que sabemos poco y
nada en estos días, y a quienes
nos gusta narrar con cariño y
con humor, como hizo Jairo
Boisier con "Palitroque"
Rodenak en su corto de ocho
minutos. Recuperar la
conversación gratuita sobre
fútbol sin pretensión de nada en
el mejor bar de la ciudad, el más
sencillo, me levantó la moral en
unos días melancólicos en que
había pensado seriamente dejar
de pensar en fútbol. Sería un
gran error.
Sábado 27 de Octubre de 2012
Aliento
Acabo de hablar por teléfono
con mi papá. Me dice que pasó
buena noche -ya en casa-
acompañado de mi hermano
mayor y la fiel Edith. Se
recupera de una seguidilla de
días malos que lo tuvieron
monitoreado y asistido con
cuidados especiales en una
clínica particular de la ciudad.
Debe ser que extrañó a mi vieja,
que se fue a Estados Unidos a
ver a mi hermana, porque al día
siguiente de su partida hubo que
internarlo. Poco a poco recobra
el humor habitual que lo
caracteriza y una cierta dosis de
bienestar, después de un par de
días muy malos y otro par de
días en que transmitió en onda
corta y con alucinaciones.
Aprovecha el contacto
telefónico de esta mañana para
reiterarme lo que viene
señalando desde que pudo salir
de la crisis: que los afectos, el
cariño y el cuidado de sus
cercanos lo ayudaron a
levantarse y llenan de sentido el
proceso de recuperación. Yo lo
escucho y asiento con la cabeza
y con el corazón. Me gusta la
palabra aliento. "Alentar:
animar, infundir esfuerzo, dar
vigor".
En tiempos bravos, de dolor
físico o espiritual, de
desasosiego e intranquilidad, el
afecto y el cariño abrazan,
contienen, alientan. Le decía en
un correo el otro día a mi
querida doctora Valdés, en
medio de las dificultades que
vivía mi papá, que hay
momentos en que los médicos
deben ser capaces de tomar a
sus pacientes con las dos manos
firmes y abrazarlos. Esa es la
imagen que a mi juicio expresa
el compromiso de ayudar a
sanar hasta donde sea posible.
Mi papá es doctor, y en estos
días en que nos hemos paseado
por la medicina de estos
tiempos, más de una vez hemos
discutido. Yo, que no soy
médico sino paciente, reclamo
contra el sistema, no acepto lo
de los cheques en garantía, me
violenta la legislación que nos
impide decidir por nosotros si
queremos permanecer
enchufados artificialmente a una
máquina o vivir y morir de
manera más natural; él también
es crítico, reconozco en sus
juicios un espíritu humanista,
pero morigera sus juicios
porque ha estado ahí adentro y
porque tiene sesenta años de
medicina en el cuerpo que por
supuesto le aportan nuevos
puntos de vista. Yo no concibo
que una clínica parezca centro
comercial. Él no le asigna
mayor importancia a la forma,
en la medida que la atención de
salud que se dé sea de
excelencia y tenga al paciente
en el centro. Los dos
coincidimos en que no puede ser
que la salud pública esté tan
descuidada y que se discrimine
por dinero. Mi papá es doctor de
la vieja guardia, y es capaz de
reconocer cuando se ha
equivocado. No se cree Dios ni
mucho menos. Me cuenta
cuando no acertó en un
diagnóstico, cuando fue
desaprensivo con una paciente
que no lo encontró en el
momento en que más lo
necesitaba, cuando una cirugía
no dio el resultado esperado y lo
dejó con un sabor amargo. Hay
un viejo cuento familiar de una
paciente con la que se encontró
bastante tiempo después de ser
operada que mi viejo narra
mejor que nadie y que nos saca
carcajadas: no lo relataré en
estas páginas para no correr el
riesgo de que me quite el
saludo. El otro día, en plena
recuperación, me contaba de sus
primeros años en el Hospital
Traumatológico. Prolijo y
ordenado, acostumbraba a
llamar a sus pacientes para ver
cómo habían evolucionado de
sus operaciones o tratamientos.
Aquella costumbre terminó el
día en que uno de ellos le
contestó: "¿Cómo querís que
esté? ¡Como las huevas!".
Con mis hermanos le
facilitamos la comunicación
diaria con mi madre que lo
acompaña desde Estados
Unidos, le hacemos cariño, le
preparamos el cóctel de pastillas
y pensamos en su fragilidad
como una señal. Él por supuesto
se pone orgulloso y rápidamente
quiere volver a valerse en casi
todo por sí mismo. Buena cosa.
A sus hijos nos tocó darle de
comer en la clínica por las
limitaciones que le imponían los
cables a los que lo conectaron
en la sala de cuidados
intermedios. No he hablado con
mis hermanos, pero puedo
imaginar lo que nos ocurrió: que
en el fondo agradecemos vivir
esta experiencia de cariño y
cuidado, que él probablemente
experimentó con nosotros
cuando éramos niños.
Viejo: esta crónica te pertenece
y está hecha de aliento.
Jueves 01 de noviembre de 2012
El otro avión
Vivían en Chile, eran miembros
de la colonia siria, y querían
hacer el viaje a sus raíces que
sus padres no habían alcanzado
a realizar. Iban a ir a Homs, la
ciudad de donde habían venido
los primeros inmigrantes. Y
antes de Homs recorrerían las
principales capitales de Europa.
Eran los años de la Unidad
Popular. Tiempos revueltos,
convulsos. Muchos de ellos eran
comerciantes y muy sensibles a
los vaivenes de una economía
disparada donde el precio del
dólar no se estaba nunca quieto
y el mercado negro era pan de
cada día. Finalmente treinta y
ocho miembros de la
colectividad siria radicada en
Chile contrataron el tour y se
subieron a un avión el 24 de
septiembre de 1972. A última
hora se decidió agregar Moscú
en el itinerario. La ruta
finalmente establecida fue:
Santiago-Madrid-Londres-París-
Leningrado-Moscú-El Cairo-
Damasco-Homs-Beirut-Roma-
Santiago. Un largo recorrido
que los tendría fuera por más de
un mes. Entre ellos viajaban
José Awad y su esposa, María
Dolores Covián. Pepe y Lola
para sus cercanos. El 5 de
octubre de 1972, Pepe y Lola
escribieron una postal a las dos
de la tarde desde París y la
despacharon por correo a
Santiago: "Llegamos ayer a
París como a la una de la tarde y
hasta este momento no hemos
descansado un minuto, pues
estuvimos de pie casi toda la
noche yendo de una boite a otra.
Durante el día nos llevaron a
recorrer la ciudad, que es tan
grande que cuando salimos
solos nos perdemos a pesar de
que andamos con un mapa de
París. Hace unos días leímos en
un diario que hubo un terremoto
en Chile, estamos muy
preocupados porque no hemos
sabido nada de ustedes ni de
Santiago tampoco. Escriban
para saber cómo están todos.
Hasta muy pronto. Lola y
Pepe". La postal viajó a Chile,
pero Lola y Pepe y los otros
treinta y seis miembros de la
colonia siria que soñaban con
llegar a Homs no tuvieron la
misma suerte: el mismo día en
que un avión con rugbistas
uruguayos se estrellaba en la
Cordillera de Los Andes, el
viernes 13 de octubre de 1972,
un avión arrendado por Aeroflot
con casi ciento ochenta
pasajeros sufría un accidente
mortal a pocos kilómetros de
Moscú. En este avión viajaban
Lola, Pepe y los demás.
Carolina Awad, hija de Lola y
Pepe, tenía entonces seis años y
al cabo de un tiempo recibió
junto a sus hermanos la noticia
de boca de su abuela y unos
tíos: "Los papás murieron".
Conserva pocas imágenes de
esos días. Recuerdos tenues: una
hermana que llora y sale al
jardín. Recuerdos más vivos: la
casa familiar de calle Eleodoro
Yáñez. Carolina Awad me
invita a conversar. Necesita
hablar del accidente, completar
el duelo. Ella era una niña y no
tuvo la oportunidad de cerrar
esa herida abierta. El viernes 20
de octubre de 1972, en el Salón
de Honor del Estadio Sirio,
fueron velados los supuestos
restos de las víctimas, y después
llevados a la Recoleta
Dominica, donde un grupo de
sacerdotes concelebró una misa
fúnebre. Todos los adultos que
estuvieron ese día en el Estadio
Sirio y en la iglesia sabían que
esas pequeñas cajas no
enterrarían restos, sino solo
recuerdos. Han pasado cuarenta
años de este accidente y es muy
poco lo que se ha hablado de él.
La colectividad siria radicada en
Chile contrató en su momento a
un par de abogados para que
viajaran a Moscú a investigar
qué había ocurrido. No lograron
nada. Nunca hubo información
oficial sobre lo sucedido. Se
tejieron varias hipótesis: desde
que pudo ser un atentado, una
bomba que estalló en el aire,
hasta que el avión cayó en
medio de una fuerte tormenta
después de sufrir un
cortocircuito en el ala derecha.
Rumores que jamás podrán
convertirse en información.
Carolina Awad se emociona
recordando. Sabe que el
accidente del otro avión con los
rugbistas uruguayos en la
Cordillera de los Andes y el
modo increíble en que varios de
ellos sobrevivieron desplazó al
completo olvido la historia de
Lola, Pepe y los demás. Pero
ella no quiere olvidar. Aun
cuando muchas de las imágenes
que conserva de sus padres
caben en una postal enviada
desde París, sabe que traerlos a
la memoria es un paso necesario
para entender su propia historia.
Yo la escucho atentamente, y la
abrazo con estas palabras.

10 de noviembre de 2012
Guadalajara
Leo con interés la carta que
Germán Marín le mandó al
curador del envío chileno a la
Feria del Libro de Guadalajara,
Beltrán Mena. La carta se hizo
pública, la estoy leyendo en el
diario. En ella Germán le dice
que declina la invitación a
Guadalajara: “Al margen de
proteger mi estado de salud ante
ese viaje, también he concluido
que no deseo involucrarme,
directa o indirectamente, con el
actual gobierno. Éste adolece de
una falta de credibilidad que en
la cultura lo demuestra, entre
otros aspectos, su política de
adquisición de libros, errada y
parcial”. Marín no fue el
primero en bajarse. Semanas
atrás, Matías Rivas, director de
Ediciones Diego Portales, había
hecho lo propio criticando
igualmente la política de
compra de libros por parte del
Estado, ajena en su mayoría a
criterios artísticos y literarios.
A mí, como a Rivas y Marín,
también me indignó leer la lista
de libros comprados este año
para ser entregados a la red de
bibliotecas públicas. Escasa
literatura y títulos que
derechamente llevan a la
sospecha. Como editor
independiente, participé con los
libros que Lolita Editores había
publicado en 2011, y perdí en
todos los casos. No compraron
ninguno de nuestros títulos.
Quedamos en algunos de ellos
en unas ridículas listas de
espera, que ciertamente jamás
van a correr. Algo así como un
saludo a la bandera para que no
digan que nuestros libros no
fueron considerados. Cada libro
recibió una determinada
puntuación del jurado, y en
todos los casos nuestros textos
no alcanzaron el puntaje
necesario para ser dignos de
estar en una biblioteca pública.
No soy nadie para pedir
explicaciones, pero habría sido
interesante escuchar de boca de
los evaluadores por qué un libro
de introducción al vóleibol (que
no conozco y por ahí es
extraordinario) le sacaba tantos
cuerpos de ventaja al magnífico
ensayo que Agustín Squella
escribió titulado “¿Cree usted en
Dios? Yo no, pero…”, que sí
conozco y doy fe que merecería
ser leído por cualquier
ciudadano interesado en
reflexionar sobre los distintos
estados en que uno puede
moverse en materia religiosa: fe,
duda, agnosticismo y ateísmo.
A diferencia de Germán y
Matías, que habían sido
invitados por Beltrán Mena y
desistieron de viajar, yo fui
invitado a Guadalajara y voy a
ir. Comparto plenamente las
críticas de ambos a lo que revela
la última compra estatal de
libros. Tal vez la única
diferencia importante con ellos
es que a mí no me parece
significativo desde ningún
punto de vista declinar la
invitación. No creo que ir allá
suponga nada desde el punto de
vista político. Ni adhesión ni
aprobar tácitamente lo que haga
el gobierno de turno en estos
asuntos. Tampoco creo que estar
en la Feria del Libro de
Guadalajara le otorgue a uno
una credencial especial o se
convierta en una experiencia
imperdible. En estricto rigor, la
Feria de Guadalajara no me
importa nada. Nada de nada.
Las mesas redondas fabricadas
en serie me tienen sin cuidado:
no me gustan las de la Estación
Mapocho, ni las de Guadalajara,
ni las de Castro, Puerto Montt,
Chillán o Los Andes, por citar
ferias a las que me han invitado
y a las que he concurrido feliz
de la vida para presentar un
libro frente a ciudadanos
curiosos que a veces quieren la
literatura, y en la mayoría de los
casos simplemente pasan por
ahí o matan el tiempo. Creo que
lo mejor de ir a Guadalajara será
poder encontrarme con buenos
libros que querré leer. Voy por
apenas tres días, que es lo que
dura la invitación. No voy a
hacer vida social ni a aparecer
en alguna fotografía. No voy a
hacer lobby a favor de Lolita
Editores ni a pintar el mono con
nadie. No soy de andar en
patotas ni de firmar manifiestos.
Me tocará hablar en un par de
mesas del Empampado
Riquelme y de literatura y
fútbol, y sé que mi vida no
cambiará en lo sustantivo por
hacerlo o desistir de estar allí.
Voy y eso no me convierte en
embajador de ningún gobierno:
con dificultades me represento a
mí mismo. A poco andar, casi
no tengo dudas, la Feria del
Libro de Guadalajara 2012 con
Chile como invitado especial
será olvidada completamente, y
de ella quedará en mí el
recuerdo tenue de la cerveza que
me tomé con un amigo y la
lectura atenta de tres o cuatro
libros maravillosos que me
traiga en la maleta. Lo demás:
puro cotilleo.
Viernes 16 de noviembre de
2012
Gordo lindo
El viernes 2 de noviembre fui
por el día a Viña del Mar a
dejarle un libro a un amigo. Al
regreso, entrada la noche, recibí
un llamado telefónico desde
Concepción: Juan Félix Burotto
había muerto el día anterior en
Santiago, y ese viernes a las
cinco de la tarde lo habían
enterrado en el Cementerio
Israelita de la ciudad. Quedé
aturdido con la noticia. Juan
Félix estaba enfermo, se trataba
de un cáncer, pero la última vez
que hablamos (unas tres
semanas atrás) me contaba del
tratamiento de la misma forma
como lo hizo desde que empezó
con él en octubre del año
pasado: con optimismo,
serenidad, entereza y humor.
Recuerdo perfectamente esa
noche de octubre, la última en
que hablamos: yo venía de una
sesión de taller y le decía que
estaba cansado, que los nuevos
libros de Lolita Editores me
tenían de cabeza, pero que ya
pronto, en noviembre, habría un
poco de paz para volver a
encontrarnos. Hacía meses que
no nos veíamos, desde que
fuimos con la Solcita a comer a
su casa en pleno invierno y la
Norita, su mujer, preparó unas
exquisiteces, y después nos
despaturramos los cuatro en el
living en unos sillones muy
modernos a ver con anteojos 3D
conciertos de música clásica,
interpretados en piano o
dirigidos por Daniel Barenboim,
y la primera parte de la
fantástica película Hugo de
Scorsese. Lo que más nos
divertía de Juan Félix esa noche
era su fascinación tecnológica:
un brillante profesor de
epistemología como él, que
reflexionó tantas horas de su
vida sobre el valor del
conocimiento y sus distintas
caras, de aura siempre elegante,
barba muy larga y kipá en la
cabeza, gozaba como cabro
chico con los anteojos 3D, el
televisor gigantesco pantalla
ultradelgada y el equipo blue-
ray que nos permitía ver los
dedos del pianista en alta
definición. Volví a casa
encantado con la velada, los
abrazos que nos dimos y las
copas de tinto que nos tomamos,
la calidez extrema de la Norita y
la buena comida, asunto
fundamental para un sibarita
como Juan Félix. Esa noche
apenas hablamos de la
enfermedad. Lo suficiente para
saber que las sesiones de
quimioterapia seguían
haciéndose regularmente, y que
él las toleraba
extraordinariamente bien. El
cáncer parecía controlado. Al
menos a mis ojos, no se me pasó
por la cabeza que Juan Félix
Burotto fuera a morirse pronto.
Al menos de cáncer no se iba a
morir por un largo tiempo. Los
mejores médicos lo trataban
bajo la atenta supervisión de su
hijo Mauricio, también
oncólogo, que desde Estados
Unidos -donde vive-
monitoreaba todo lo que se
hacía con el gordo lindo. El año
pasado, hasta antes que la
enfermedad se hiciera visible,
estuvimos muy juntos. Él y
Norita nos acompañaban a todas
las presentaciones de Lolita en
el Teatro Bellavista. Juan Félix
era el primero en llegar y el
último en irse; no perdonaba no
concluir la velada tomándose un
vino con los amigos. En agosto
fuimos en auto a Concepción a
rendirle homenaje a su gran
amigo Américo Grunwald,
muerto en octubre de 2010. Y
aprovechamos el viaje para
presentar el último libro de Tito
Matamala, La noche de los
muertos vivientes, en un café
entrañable llamado "Años Luz".
Estuvimos con la familia de
Grunwald en su casa de avenida
O'Higgins y alojamos en un
hotel modesto, tan modesto
como el desayuno que
recordamos por varias semanas
por lo trasnochado y escuálido.
Acordamos que cuando
volviéramos a Concepción,
cambiaríamos de hotel, por
supuesto. Norita abasteció el
viaje en auto por la carretera
con un termo de inmejorable
café bien caliente y sándwiches
que hacían aullar de placer a
Juan Félix. Nuestra relación era
puro cariño y felicidad. Fue así
desde el comienzo, cuando en
enero de 2005 me invitó a la
Feria del Libro de Puerto Montt
para presentar El empampado
Riquelme y Chilenos de raza.
Siento deseos de rebobinar la
cinta, de volver a ir con Juan
Félix a ese boliche sin vista al
mar a almorzar puré con pollo y
contarnos la vida el mismo día
en que nos conocimos. Esa vez
hablamos de Auschwitz y de su
hijo David, que se ahogó en
Concepción cuando solo tenía
catorce años de edad. Ayer
fuimos con la Solcita al
Cementerio Israelita donde
descansan sus restos, un
mediodía de mucho sol. Su
tumba es apenas un montón de
tierra aún sin nombre. El letrero
de madera, provisorio, que dice
Juan Burotto y su fecha de
muerte, 1 de noviembre de
2012, ya está terminado en la
oficina de administración del
cementerio, y será colocado
junto a la tumba en los
próximos días.

Jueves 22 de noviembre de 2012


Apuntes de primavera
1 ¿Qué sentido puede tener
pormenorizarlo todo? ¿Saber
con exactitud qué ocurrió
primero y qué vino después?
¿Cómo fue que llegó uno a
cruzar su vida con los que hoy
nos acompañan? ¿Quiénes
realmente nos acompañan?
Leyendo el diario me crucé esta
mañana con una columna de
Matías Rivas dedicada a Peter
Handke. Me gustó saber que los
libros de un escritor austriaco al
que también seguí con devoción
en los años ochenta estén hoy
tan vivos en nuestras
bibliotecas. Una vez que
enfermé en esos años leí de un
tirón su novela Los avispones y
hasta hoy recuerdo la emoción
que me provocó su lectura. En
los parajes de ese libro hacía
frío, y saber eso me basta para
mantenerla viva. Corro a buscar
mi edición de El peso del
mundo y encuentro que sus
primeras sesenta páginas están
casi todas subrayadas. Dejé de
hacerlo cuando advertí que iba a
tener que subrayar el libro
entero, porque todo lo que allí
estaba escrito me interesaba:
"Intentar olvidar los
pensamientos o imágenes que
alguna vez tuvimos, para no
repetirlos continuamente ni
aferrarse a ellos cuando entre
ellos se extiende el vacío (...)
Debo insistir en aquello que de
vez en cuando soy: esa es mi
dignidad".
2 Escucho esta mañana
Hermano te estoy hablando, de
Jaime Roos y celebro que esta
música uruguaya acompañe mis
días de primavera: aquellas
canciones que no pegaron
demasiado en la radio pero que
a Roos y sus amigos les gustan
mucho. Daniel Charlone fue el
primero en hablarme de su
compatriota Roos, el primero en
regalarme uno de sus discos, el
primero en enseñarme que la
música iba a ser la manera en
que más y mejor nos íbamos a
comunicar a lo largo de la vida.
Hoy Daniel trabaja en un
documental sobre el gran
músico Eduardo Mateo y varios
amigos comunes graban temas
para su película. A veces nos
encontramos con Daniel
Charlone en Montevideo o en
Santiago y no necesitamos
llenarnos de palabras para estar
juntos.
3 Viene Juan Villoro a Chile a
recibir el Premio
Iberoamericano José Donoso.
Tengo el honor de presentarlo
en la ceremonia de premiación
un viernes: "A Villoro lo tiene
sin cuidado la consagración. La
suya es una obra que no deja de
movilizarse y movilizarnos. No
pierdas nunca, Juan, el fuego de
la duda y la búsqueda. Ojalá
estés siempre incompleto para
buscar en la literatura un modo
de armar ese rompecabezas que
sabes muy bien que jamás
alcanzarás a completar". Villoro
agradece el premio y remata
como un centrodelantero
virtuoso: "Lo mejor del premio
es que me permite seguir
arriesgando". El domingo
vamos al estadio Santa Laura a
ver Unión Española con
Cobreloa. Hay un sol del
demonio en la tribuna andes y
Juan no se hace problema.
Disfrutamos el partido, los
malabares del Gordo Vecchio al
que Villoro descubre jugando
solo en aquella franja de la
cancha donde hay sombra, y la
definición de infarto con un gol
de último minuto. Somos
completamente felices con un
partido de fútbol de segunda
categoría hecho para héroes de
verdad.
4 Leo Cruce de peatones de
Alejandra Costamagna:
crónicas, entrevistas y perfiles.
Entre todos estos textos uno
magnífico llamado "El
nochero", un nochero de su
edificio que la intrigaba y que
una noche cualquiera, cuando
ella volvía de comprarse en la
esquina un par de cervezas
heladas, le confesó de golpe y
sin aviso su historia como
agente de seguridad de los años
de Pinochet. Lo hizo y al cabo
de unos días desapareció del
edificio. El relato real de
Alejandra Costamagna alumbra
con sutileza el horror de unos
años y el efecto de esos años en
la siquis y el cuerpo de víctimas,
victimarios y testigos.
5 Una amiga me envía un
poema de Wislawa Szymborska.
En su traducción se llama "Nada
es regalo". Abro mi ejemplar de
Poesía no completa y encuentro
otra versión del mismo poema:
"Nada en propiedad". Me gusta
más esta última traducción:
pone al jabonoso asunto de la
propiedad en primer plano. Da
igual: el poema, en una y otra
traducción, es completamente
fuera de serie. "Nada en
propiedad, todo prestado./
Hundida en deudas hasta las
orejas./ Tendré que pagar por
mí/ conmigo misma,/ por la vida
dar la vida./ Así estaba
convenido:/ el corazón,
devolverlo,/ el hígado,
devolverlo/ y dedo por dedo
también./ Muy tarde para anular
el contrato./ (...) La protesta en
contra/ la llamamos alma./ Y
eso es lo único/ que no está en
el inventario".

Sábado 1 de Diciembre de 2012


Las Violetas
Es el nombre de una calle en la
comuna de Providencia, y por
supuesto la mejor manera de
llamar a esas flores de la familia
de las violáceas "casi siempre
de color morado claro y a veces
blancas, aisladas, de cabillo
largo y fino y de suavísimo olor,
común en los montes de España
y cuya infusión se usa en
medicina como pectoral y
sudorífico". Deni y Raúl viven
en Las Violetas y anoche
estuvimos en su departamento.
Deni, que alguna vez estudió
arquitectura, ha sido la principal
responsable de que su hogar
luzca bello, colorido y
luminoso. Se estaban mudando
a Las Violetas cuando murió la
mamá de Raúl un año atrás.
Venían entrando cajas y más
cajas cuando cayó la
desgraciada noticia. Se sentaron
en un sillón del living,
aturdidos, y justo en ese
momento se escuchó el canto de
las monjas vecinas que viven en
un convento contiguo al edificio
de Raúl y Deni: abrazados,
encontraron una excusa perfecta
para llorar de pena y por
amor. Hay días en que Deni y
Raúl esperan pacientemente que
llegue el canto de las monjas,
casi siempre a la hora del
atardecer. Eso nos decían
anoche cuando fuimos a comer
y nos sentamos a la mesa. ¿Para
qué y por qué reunirse a cenar
con esos afectos que se van
haciendo indispensables? Para
beber y olvidar por un momento
el rigor de la contienda de todos
los días, para disfrutar una
comida bien sazonada, para
creer que no estamos solos, para
no confundir jamás una cita de
amigos con la horrible
expresión vida social. Éramos
seis en la mesa y no nos
atropellábamos para invadir al
otro, simplemente
conversábamos, comíamos,
disfrutábamos, callábamos, nos
abrazábamos de vino y humor y
una banda sonora que Deni
cuidó con el mismo talento con
que lo hizo un mes atrás, cuando
se casaron con Raúl y en la
fiesta del matrimonio nos
prometimos esta primera visita a
Las Violetas, para de una buena
vez empezar a ejercer la amistad
de un modo serio y consciente,
con atención a los detalles. Nos
levantamos de la mesa, pasada
la medianoche, para volver a
casa, con el entusiasmo de
llevar a cabo una idea loca que
fue fraguándose al calor de la
conversación. Viajaremos
alguna vez a Montevideo a
concretarla. Una cena casual de
amigos sin otro protocolo que el
que impone el cariño es una
forma privilegiada de
mantenernos vivos. Esto, que es
obvio, no lo es tanto en el andar
de los días y el trabajo: al
modelito capitalista que nos
gobierna le gusta someternos,
dañarnos la moral, estrujarnos
como si existir fuera poca cosa.
Cada uno de los que estábamos
anoche a la mesa cargamos una
mochila de heridas,
desconciertos y gratitudes, ¿y
qué? Es el equipaje móvil e
intercambiable con que hemos
ido habituándonos a ser y estar.
Pensaba anoche que
acompañarse en la vida es un
regalo enorme, aunque sea de
modo fugaz.Nos despedimos en
la puerta del departamento de
Raúl y Deni con la idea de
volver a encontrarnos pronto.
¿Cuándo? Cómo saberlo. En la
ciudad, salvo que trabajes o
estudies en el mismo sitio,
organizar una cita es un tema.
Como nos gusta tanto Uruguay
y pensamos viajar allá juntos
alguna vez, Raúl me envía esta
mañana un video y el texto de
una conversación del Presidente
uruguayo Pepe Mujica con la
BBC de Londres. No sé si
seríamos tan pocos los que
votaríamos por él en Chile, pero
sabemos que eso nunca podría
ocurrir. ¿Un candidato en Chile
como Pepe Mujica, con pasado
guerrillero? ¿Un candidato cuyo
único patrimonio material es
una pequeña granja en las
afueras de Montevideo donde
vive, un par de tractores y dos
escarabajos antiguos, y al que
algunos llaman el Presidente
más pobre del mundo? Mujica,
por supuesto, no está de acuerdo
con el mote: "¿Pobre yo? Pobres
son los que quieren más de lo
que yo tengo". Un cantor
popular lo dice parecido: "Hay
quien es pobre con mucho, yo
soy rico con poco".

15 de diciembre de 2012
Di su nombre
Me encantó viajar a México a la
Feria del Libro de Guadalajara.
Fuera del disfrute que significa
alojar como invitado durante
cuatro noches en un hotel
magnífico que no podría
pagarme por mis propios
medios, compartí con una
delegación chilena grata,
interesante y diversa. Lo que
dije un mes antes de viajar sobre
el escaso o nulo interés que
podían ejercer en mí la infinidad
de conferencias y
presentaciones de Guadalajara
se fue al tarro de la basura. Qué
tonto es uno cuando se adelanta
prejuiciosamente a lo que vivirá,
negando la posibilidad del
asombro. Me traje una maleta
de libros para que me
acompañen durante este año y
viví momentos estupendos.
Pude alternar, por ejemplo, con
el fotógrafo Luis Poirot: además
de asistir a su impecable
recorrido de cincuenta años de
fotografía retratando artistas
chilenos, conversamos y nos
apasionamos hablando de la
fuerza vital de una mirada, de la
importancia de los ojos en un
retrato, de la trastienda de
ciertas fotografías suyas, como
aquella de Raúl Ruiz en sus
últimos días, de José Donoso,
de Francisco Coloane, de Víctor
Jara y cuyo crimen, lo dijo
Poirot con voz firme en
Guadalajara, lo suscribo, no
puede ser perdonado ni
olvidado.
Había ido junto a mi familia a
ver la muestra de Poirot en el
Teatro del Lago en Frutillar el
último verano. Dejamos incluso
unas notas con mi hija Antonia
en el cuaderno de visitas. Fue un
lujo comentar esta vez con el
propio autor su trabajo y esa
inmensa verdad de que un
retratista acaba retratándose a sí
mismo en las fotografías que
captura.
De Diego Zúñiga recibí una
recomendación precisa: el libro
Di su nombre, de Francisco
Goldman, editado por Sexto
Piso en español. La historia de
Aura, joven escritora esposa de
Goldman y promesa de las letras
mexicanas, que al cabo de
apenas dos años de matrimonio
se ahoga en una playa de
Oaxaca. La familia de la
muchacha culpa a Goldman de
su muerte, y a partir de esta
suma de dolores y pérdidas el
autor escribe un libro imposible
de imaginar. Zúñiga me lo
recomendó a mí, y yo se lo
recomendé a la sicóloga Neva
Milicic, que también formó
parte de la delegación y a la que
agradezco haber conocido. Gran
lectora y compañera de mesa, a
la hora del desayuno nos
mostrábamos los libros que
habíamos comprado en la feria
el día anterior. La ayudé a
cargar la maleta cuando nos
veníamos y parecían piedras.
Entre los libros que se trajo
Neva había uno de Andy
Hargreaves (una de las mentes
lúcidas de hoy en materia
educativa) que se llama
Profesorado, cultura y
postmodernidad cuya
dedicatoria es preciosa: “Este
libro está dedicado a mi madre y
a mi difunto padre. Aunque se
les negaron los beneficios de la
educación que merecían,
siempre apreciaron su valor.
Tras el fallecimiento de mi
padre, mi madre apoyó
decididamente mi propia
educación, tanto durante como
después de la etapa obligatoria,
a veces a costa de considerables
sacrificios personales. El
sacrificio es una de las virtudes
humanas más pasadas de moda
y menos valorada. Para mi
madre, y las personas de su
sexo, clase social y época,
constituía la forma suprema de
amar. Especialmente para
quienes lo ofrecen, el sacrificio
no precisa devolución, sino solo
aceptación y redención. A
quienes actuaron así por el
futuro de sus hijos, y a mi
madre en particular, va dedicado
este libro”.
Una noche salimos a comer con
Juan Villoro, Martín Caparrós y
Juan Pablo Meneses a Santo
Coyote, un local parafernálico al
que nos condujo Villoro porque
jugaba de local. A excepción de
unos insufribles mariachis que
tronaron cerca nuestro en un par
de ocasiones, comimos unos
tacos sublimes. Villoro,
Caparrós y Meneses fueron
animadores un par de días
después de una mesa sobre
crónica latinoamericana que
puso de relieve a un género que
goza de buena salud porque
ofrece literatura de alto vuelo
realista. Fue bueno
acompañarlos esa mañana,
como también seguir de cerca a
los jóvenes cronistas mexicanos
que arriesgan el pellejo
escribiendo del mundo narco en
el libro Generacion Bang.
Escuchar el testimonio de
Marcela Turati, a punto de
quebrarse varias veces mientras
contaba su trabajo, es una
lección de honestidad
profesional que conservo como
uno de los puntos altos de mi
paso por la Feria del Libro de
Guadalajara.

22 de diciembre de 2012
En pausa
1 La vida de uno en un
reproductor de música o de
películas, eso quiero. Y apretar
el botón de pausa. Dos amigos
en no demasiado tiempo se han
muerto este año, Ennio Moltedo
y Juan Félix Burotto, y aún no
me detengo a tomarle el peso a
su ausencia. Fui a despedirlos al
cementerio, en Valparaíso, en
Huechuraba, pero aún no sé
realmente cómo es vivir sin
ellos. Leo de Moltedo la
primera edición de Concreto
azul que publicó en 1967
Editorial Universitaria. Me la
regaló el último día en que nos
vimos. “El muelle”: “El muelle
de la caleta, viejo, herrumbroso,
en verano se volvía invisible.
Bajo el sol completo, hollado
por visitantes, por rondas
musicales, se volvía invisible.
Cubierto de colores, de
pañuelos, de ropa amplia,
decorados sus pies de plomo por
gotas brillantes, altas plumas,
olas diferentes, el muelle perdía
su peso, cambiaba su color
pardo y se volvía invisible”.
2 Existir es un asunto
completamente caótico. Ahí
están los días y las noches y los
calendarios para ordenarnos
ligeramente. Necesitamos narrar
o que nos narren para ser un
poco más conscientes de la vida
que llevamos. Funcionamos a
veces con exceso de entusiasmo.
A veces abatidos por las
consecuencias de aquel exceso.
Cómo quiero por un momento
no demasiado breve ser
completamente inútil, a ver si en
ese ejercicio conquisto un mejor
sabor de boca. Apreciar la
belleza inútil de la poesía. Leo
“Aromo”, de Teillier: “El aromo
es el primer día de escuela,/ es
una boca manchada de cerezas,/
una ola amarilla de donde nace
la mañana,/ un vaso de vino en
la mesa de los pobres./ El aromo
es un domingo en la plaza de
provincia”.
3 Cercanos que saben que en los
próximos días viajo a Rosario
me preguntan si voy por trabajo
o a pasear. No sé muy bien
cómo responder. Voy por gusto,
eso es lo primero. A
encontrarme con un puñado de
locos que celebrarán por
cuadragésima primera vez un
gol de palomita que aconteció
en diciembre de 1971 en una
cancha de Argentina. Lo mejor
de todo es que el autor del gol
nunca ha faltado a la
celebración anual: lleva 41 años
de su vida recreando esa
zambullida histórica y una vez
más tengo el privilegio de
compartir con el goleador y sus
mejores amigos. Es la
celebración más inútil y por lo
mismo la más bella e infantil. El
goleador está próximo a cumplir
70 años, es concejal de Rosario
y no deja de jugar el juego. Tal
vez anhela descansar, que los
demás hagan por una vez el gol
de palomita y él ser un anónimo
espectador que desde la tribuna
celebra alborozado sin que
ningún sentido del deber lo
obligue a estar y hacer. Borrarse
por un momento no demasiado
breve. Hacerse invisible. Quedar
en pausa.
4 Un amigo me envía la última
parte de una entrevista a
Nicholas Carr en el diario El
País. Carr es uno de los mejores
pensadores vivos sobre el tema
de internet y las nuevas
tecnologías. Por el tenor de la
última pregunta, sospechamos
que el diagnóstico de Carr sobre
el mundo en que vivimos no es
demasiado alentador:
-¿Hay alguna receta para
salvarnos?
-Mi interés como escritor es
describir un fenómeno
complejo, no hacer libros de
autoayuda. En mi opinión, nos
estamos dirigiendo hacia un
ideal muy utilitario, donde lo
importante es lo eficiente que
uno es procesando información
y donde deja de apreciarse el
pensamiento contemplativo,
abierto, que no necesariamente
tiene un fin práctico y que, sin
embargo, estimula la
creatividad. La ciencia habla
claro en ese sentido: la habilidad
de concentrarse en una sola cosa
es clave en la memoria a largo
plazo, en el pensamiento crítico
y conceptual, en muchas formas
de creatividad. Incluso las
emociones y la empatía precisan
de tiempo para ser procesadas.
Si no invertimos ese tiempo, nos
deshumanizamos cada vez más.
Yo simplemente me limito a
alertar sobre la dirección que
estamos tomando y sobre lo que
estamos sacrificando al
sumergirnos en el mundo
digital. Un primer paso para
escapar es ser conscientes de
ello. Como individuos, quizás
aún estemos a tiempo, pero
como sociedad creo que no hay
marcha atrás”.
5 Czeslaw Milosz, “Cuando hay
luna”: “Cuando hay luna y
pasean las mujeres con vestidos
floreados, me sorprenden sus
ojos, sus pestañas, y toda la
armonía del mundo. Me parece
que de un afecto mutuo tan
grande podría finalmente surgir
la verdad definitiva”.

29 de diciembre de 2012
Patton
Hubo un par de años en que el
tradicional encuentro bajo el
limonero de la casa de Mabel y
Álvaro se interrumpió. Era
costumbre que cada diciembre
nos reuniéramos en jornadas de
largo aliento, desde el almuerzo
hasta la noche, a festejar un
nuevo aniversario de su
matrimonio y el cumpleaños de
Mabel. Pero la vida es
impredecible y tiene sus vueltas,
y en los dos últimos veranos no
hubo celebración.
Afortunadamente para nosotros,
los invitados de siempre, el
pequeño elenco estable, los
primeros días de diciembre
recibimos un correo que nos
devolvió el alma al cuerpo:
Mabel y Álvaro volverían a
festejar con sus afectos más
cercanos. Como era costumbre,
la cita comenzaría al mediodía y
uno se iría retirando cuando ya
no pudiera más o lo ocupara
otro compromiso, pero jamás
por falta de aprovisionamiento
líquido de gradación alcohólica.
Asistir a la fiesta anual de
Mabel y Álvaro, que viene
realizándose desde el día en que
se casaron, unos siete años atrás,
bajo la atenta supervisión de una
oficial civil de la comuna de La
Reina, histriónica y graciosa,
que parecía tomarse muy en
serio su papel, aun cuando
sospechábamos también que era
muy consciente del tono y las
palabras con que hacía de la
ceremonia un espectáculo;
asistir a esta sencilla fiesta,
digo, es un privilegio. Con
varios de los presentes suelo no
verme más que en esta ocasión,
a pesar de lo cual empezamos a
querernos justamente por
compartir la amistad y el cariño
de Mabel y Álvaro.
Me precio de haberles
recomendado en su momento a
mis amigos al encargado del
banquete, Iván, responsable de
seleccionar y cocinar ese mismo
día desde temprano en la
mañana un menú sencillo y
sabroso, abundante y necesario
para acompañar la libación, que
este año tuvo un agregado
especial: uno de los invitados,
parte del elenco estable,
Beckmann, decidió preparar un
galón de pisco sour modalidad
peruana que hizo mella entre los
asistentes por su calidad
indiscutible y porque el brebaje
nunca dejó de tener la
temperatura perfecta. Llegué
tarde esta vez al festejo y el
bueno de Iván tuvo la
delicadeza de guardarme una
última copa, puesto que a esas
alturas el respetable había
arrasado con los cinco litros
preparados por el incombustible
Beckmann.
Entre los nuevos invitados a la
celebración de Mabel y Álvaro
se sumaron este año Diego,
Matías, Alejandra y David,
además por supuesto de Patton.
En rigor, Patton es parte de la
familia y vive con ellos. De
estatura media, piel clara y
mirada penetrante, Patton
cumplirá tres años en abril
próximo y esta fue su primera
fiesta bajo el limonero. A Patton
lo tuvo una muchacha de la
Municipalidad de Peñalolén a la
que le encantan los animales, y
que en su momento recogió a su
madre, embarazada. Álvaro
explica: “Patton fue el último de
sus cachorros, el que nadie
quería. Mabel y Dominga lo
fueron a buscar.
Era la época en que las
chiquillas (las hijas de Mabel)
se habían empecinado en tener
un perro y juraron hacerse cargo
de él. Por supuesto que eso se
cumplió a medias y finalmente
es uno el que aperra.
Parafraseando a Mario Levrero,
más que mi mejor amigo, Patton
me debe considerar su
empleado. Como sea, es
magnífico que me siga a todas
partes. A mí lo que más me
gusta de Patton es que posee
una profunda vida interior y
siempre despierta alegre. Te
juro: nunca una mala cara. En
eso supera a cualquier pareja:
jamás despierta de mal humor.
Es fantástico”.
Álvaro agradeció a los presentes
con una copa en la mano a eso
de las seis de la tarde, dijo que
Mabel había regresado de una
enfermedad, igual que
Francisca, vieja amiga del
elenco estable, y que esta
celebración era también un
modo de festejar que por estos
días ambas se sentían mejor que
nunca. Cada uno de los que
estábamos ahí fue sumando una
y otra palabra de cariño y amor,
y se abrió oficialmente la mesa
del whisky irlandés del pajarito,
el mismo brebaje que H, el papá
de Álvaro, que ya no está, le
obsequió a su hijo el día de su
matrimonio.
Convenimos en algún momento
de la jornada con Iriarte,
Beckmann y Francisca que
tendríamos que redactar pronto
una carta compromiso y llevar a
Mabel y Álvaro a una notaría
para que juramenten de modo
legal que nunca -mientras
vivan- venderán esta casa y el
limonero que preside el patio
donde año a año nos reunimos a
celebrar el amor y la amistad. Es
imprescindible que entiendan
que esas cosas no se les hacen a
los amigos.
Sábado 05 de enero de 2013
Canción de Drexler
1 Hay una canción de Jorge
Drexler que me gusta mucho, no
sé ni cómo se llama, y el otro
día sorprendí a mi hijo
Francisco cantándola. Fue un
buen momento por la inesperada
complicidad y porque su música
y su letra apaciguan: "No somos
más que una gota de luz, una
estrella fugaz, una chispa tan
sólo en la edad del cielo. No
somos lo que quisiéramos ser,
sólo un breve latir de un silencio
antiguo con la edad del cielo.
Calma, todo está en calma. Deja
que el beso dure, deja que el
tiempo cure, deja que el alma
tenga la misma edad que la edad
del cielo".
Escuchar a un adolescente de
catorce años musitar estos
versos mejora el ánimo. No
somos más que una gota de luz,
una estrella fugaz, una chispa en
la edad del cielo. Decirlo en voz
alta, cantarlo junto a uno de tus
hijos, ayuda a sostenernos en el
precario y delicado equilibrio de
la existencia incierta. No
sabemos nada. Intuimos,
sospechamos, imaginamos,
creemos, nos damos impulso,
averiguamos, avanzamos, nos
desplazamos, erramos,
dudamos, vacilamos, volvemos
al punto de partida que nunca
será el mismo.
2 Trabajo desde hace días en la
preparación de un espacio
titulado "El camino es la meta".
Si puedo elegir un camino,
escojo uno en donde no se
avance atropelladamente. Con
detenciones, miradores, desvíos
y celebraciones que aporten aire
y color al viaje. Ajeno a
cualquier competencia, por
supuesto.
3 Un amigo me escribe. Está
desesperado. Es un artista
exitoso en su género. Lo
reclaman desde otras latitudes,
lo seducen con suculentas
ofertas de dinero, y no sabe
cómo bajarse de la montaña
rusa. Llora en silencio cuando
advierte que no tiene tiempo
para estar con su hija y con su
mujer: "Estoy enfurecido, pero
conmigo mismo. Me he
dedicado a trabajar y trabajar,
como si fuera una especie de
salvavidas para un inminente
fin. El trabajo abunda y mi
patrimonio crece como una
maldita mala hierba. Pero estoy
enfurecido porque estoy
perdiendo mucho, demasiado.
Mi mujer no me quiere ver, no
entiende mis excesos; mi hija
llora cuando me voy. Mi pasión
me consume, me traga. ¿Cómo
salgo? ¿Qué me ha pasado? ¿Me
alcanzo a salvar? El cielo está
gris. Tengo que cambiar,
urgente. El fin de semana me
arranco al fin del mundo. Voy a
un evento que podría multiplicar
mis arcas, pero no voy con
ganas. Mi familia se queda acá,
tú incluido. Un abrazo".
4 Otro amigo, joven,
profesional, bien evaluado por
sus jefes porque ellos saben que
está para la patada y el combo
sin chistar a cambio de un buen
sueldo, me cita en un café.
Quiere arrancar del trabajo y no
sabe cómo. Lo escucho exponer
y el diagnóstico cae como
damasco maduro al piso. "¿Qué
estás esperando para salir de
ahí?", le digo. Mi amigo sonríe
porque sabe que sabe. Esa
misma semana, en otro café, una
amiga, joven, profesional, bien
evaluada, me habla de su anhelo
más profundo: dedicarles sus
mejores energías a cosas que le
gustan, que no son precisamente
las que ejercita en su trabajo,
muy bien remunerado. La vieja
trampa del contrato indefinido
como una meta. Pienso: el
camino es la meta. Y por alguna
razón recuerdo lo que me dijo
mi amigo Julio en un café un
par de años atrás: lo pequeño es
hermoso. No alcanzo a medir lo
que pesan esas palabras en mi
vida, hoy.
5 Pienso que un día, Verónica,
nos sentaremos juntos a leer las
cartas que nos hemos estado
enviando sin ningún propósito
en todos estos años. Están
guardadas en una carpeta
esperando ese momento.
Desconozco prácticamente todo
lo que ocurrirá. Y sin embargo
me emociona imaginar que ese
día cantaremos a dúo esta
canción de Drexler que no sé ni
cómo se llama. No somos más
que un puñado de mar, una
broma de dios, un capricho del
sol del jardín del cielo.

Sábado 12 de enero de 2013


El Sur
Leyendo El sur, de Daniel
Villalobos, a uno le dan ganas
de escibir su propia historia y
ajustar cuentas. Ajustar cuentas
con palabras y no a mano
armada. La infancia, mi
adolescencia nerd, el silencio,
las vacilaciones, los miedos, las
ausencias, las inyecciones, las
moscas de ojos azules, aquel
doctor que viene a examinarte,
aquel combo en la boca del
estómago que aún recuerdas.
¿Qué queda de la básica, esa
porción de tiempo entre los seis
y los trece años? Unas pocas
imágenes imprecisas: el primer
día de clases, el temor de
levantar la mano y pedir
permiso en inglés a la profesora
para ir al baño porque ya no das
más, una carrera de cincuenta
metros planos en que al parecer
saliste victorioso cuando aún
eras liviano, la cola para
vacunarse masivamente en el
patio del colegio, la mañana en
que literalmente volaste en el
cerro contiguo al nuevo colegio
antes de caer estrepitosamente
sobre unas zarzamoras cuando
ya no eras liviano, el gol
decisivo en una definición a
penales en las canchas de tierra
un día de frío y lluvia, la vez
que te agarraste a combos con
Tello, ya no sabes por qué, antes
de entrar a clases, las
competencias de matemáticas en
que había que multiplicar y
dividir rápido, ciertos paseos
escolares de fin de año en las
inmediaciones de Santiago
donde te avergonzaba sacarte la
camisa y tirarte a la piscina, el
funeral de la hermana de tu
amigo, ser miope, ser gordo, la
angustia de ser llamado a batir
palmas en público y distinguir
negras de corcheas sin entender
nada, el ataúd del compañero de
colegio en el gimnasio, la tarde
que te perdiste en las Termas de
Palguín, la tarde en que
pensante que un maremoto
asolaría la playa de Papudo
donde vacacionábamos.
Podría ser una historieta de
dibujos animados, pero es tu
historia, o lo que queda de ella.
Mucho miedo, un miedo que no
dejaría de visitarme en la
adolescencia, y que más tarde
continuaría vivo durante los
últimos años de colegio y los
primeros años de universidad.
Un profesor que ayuda a
perseguidos políticos y te hace
su confidente. Un sacerdote que
te muestras películas del horror
de las dictaduras militares de
América Latina. Tus amigos de
escuela golpeados por vociferar
su desacuerdo. Miedo, el mismo
miedo que volvería a tocar la
puerta en aquella revista donde
hice mi práctica, cuando visité
aquella casa de la CNI solo, a
las cuatro de la tarde, en una
calle abandonada de Santiago
poniente. Miedo, el miedo
experimentado en aquella otra
revista donde trabajé durante
cinco largos años escuchando a
cada momento historias
dramáticas de chilenos
detenidos, torturados, fusilados,
hechos desaparecer. Un miedo
que combatíamos riendo pero
que finalmente me pulverizó,
me hizo pebre, me botó al suelo,
y desde donde debí levantarme
con ayuda.
Durante mucho tiempo viví con
él y no me atreví a verle la cara
a la muerte. Mirar a la cara a un
muerto fue en décadas un
examen no aprobado. Aún hoy
me cuesta, pero es diferente. He
tenido que explorar la muerte y
convertirla en narración para
librarme del miedo con que ella
solía presentarse día y noche.
El miedo no desaparece
completamente. Puede
adormecerse en uno, pero
mientras no trabaja en ti, no le
falta en quién ocuparse, jamás
deja de estar vivo en el alma de
hombres y mueres que en este
momento sufren su presencia.
Esa cara angustiada con la que
te cruzas en la vereda, que hace
una pausa en el banco de la
plaza mirando a ninguna parte,
que espera sentada a que pase el
próximo vagón que le acerque a
casa.
La naturaleza humana está
hecha también de miedo. Y, sin
embargo, en algún momento
tienes que batirte a duelo con él
y sacarle los ojos, para que no
pueda mirarte. Combatirlo
cuerpo a cuerpo hasta
noquearlo, dejarlo tendido en la
lona y que le cuenten diez. De
eso se trata: de expulsarlo por
todo el tiempo que sea necesario
para que no sea él quien te
gobierne. Permitir de él unas
dosis justas, las necesarias para
ponerte en guardia, y no más.
Leyendo El sur, de Daniel
Villalobos, a uno le dan ganas
de escribir una y otra vez su
propia historia y ajustar cuentas.
El libro es sobresaliente por eso.
Porque es una inyección a la
vena de honestidad narrativa,
contagiosa y necesaria para
luchar -por ejemplo- contra el
maldito miedo que no descansa
en paz.

Sábado 19 de enero de 2013


Magdalena Matthey
La escuché cantar una noche en
el Mesón Nerudiano cuatro o
cinco años atrás, y me ligué a
ella para siempre. Fuimos con la
Solcita sin saber prácticamente
nada de su música. Puro olfato,
lo que ahora nos parece es uno
de los problemas que en su caso
hay que sortear, dado su amor
por el bajo perfil. A poco andar
nos mirábamos sin terminar de
entender qué nos estaba
pasando. Magdalena Matthey
era diferente. Los matices de su
voz, los silencios, la
interpretación delicada,
desprovista de fuegos
artificiales, de imposturas, nos
puso en alerta. Cuando cantó su
tema "Quién", lloré: "Quién
sabrá de mí si estoy muriendo,
quién encontrará mi alma tan
lejos, quién dirá que fui su amor
eterno, quién se quedará con
mis zapatos, quién encenderá la
luz del patio, quién me llevará al
mar abierto, quién hará cenizas
de este cuerpo".
Volvimos fascinados. La Solcita
le escribió a su página en
internet dándole las gracias por
su música, y no mucho tiempo
después fuimos a verla a una
sala en el mall de Américo
Vespucio con Vicuña
Mackenna. Esta vez le llevamos
unos libros de regalo, y al final
del concierto pedí que la
llamaran para entregárselos
tímidamente. Los recibió con
amabilidad, y aproveché de
reiterarle lo que ya la Solcita le
había transmitido por correo:
que era lo máximo, y que
gracias.
No dejamos de ir a verla a
donde se presentara, siempre en
lugares pequeños, siempre en
conciertos íntimos. Y de tanto
encontrarnos fue que
empezamos después de los
recitales a compartir mesa con
ella y con el Tilo González, su
marido, director musical de
Congreso, uno de mis grupos
favoritos al que vengo
escuchando desde niño.
Cuento corto: nos hicimos
amigos, y hoy no nos perdemos
pisada. Si me invitan a
conversar con un grupo de
estudiantes de Santiago, Chillán
o Puerto Varas, vamos juntos.
Ella lleva su guitarra y canta. Es
fantástico descubrir cómo
terminamos construyendo entre
los dos un tercer discurso,
nuevo, diferente, indefinible. Si
uno de nosotros está de
cumpleaños, el otro se sienta
cerca, acompañando. Si
Magdalena Matthey va a las
cárceles a llevarles a los presos
una tregua en sus vidas, como
ha hecho muchas veces, habrá
una mañana en que iré con ella
para aplaudir su gesto y
conectarme con un mundo que
no debiéramos perder de vista.
Si alguna vez soñaste que su
canción "Mariposas" se la
dedicara públicamente a tu
mujer, eso ya ocurrió. Si
escribió un libro infantil
precioso llamado Corazón de
niño y con sus manos hizo los
muñecos que en él aparecen
fotografiados, uno ya tuvo el
privilegio de editárselo y
publicarlo.
La admiro, la quiero, y
considero de total justicia que
haya más y nuevas personas que
al menos conozcan su arte.
Cuando no mucho tiempo atrás
apareció su nuevo disco con
temas del grupo Congreso, y
apenas se informó, pensé que
algo había que discurrir para
que esta música de Magdalena
Matthey encuentre entre
nosotros lo que merece: oídos
atentos y sensibles. Pero como
ella no es ansiosa ni se para en
el mundo como acostumbran los
llamados ganadores, el proceso
es más lento, y ella seguirá
llevando su voz y los fantásticos
músicos que la acompañan a
territorios pequeños y quitados
de bulla donde lo que funciona,
fundamentalmente, es el boca a
boca. Hay un tipo de arte que no
encaja con la mirada industrial
de los medios.
El otro día Magdalena se
presentó en el GAM, en el
marco del Teatro a Mil. Tenía
mis entradas compradas pero no
alcancé a llegar. Cuando supe
que no iría, le avisé al novio de
mi hija mayor, que
prácticamente no la había visto
tocar en vivo, para que las
aprovechara. Volvió encantado.
Por sus nuevas canciones, por
los cinco músicos que subieron
con ella al escenario, por ese
cuarteto de cuerdas que en un
momento se sumó y maravilló a
la gente. La sala estaba en la
mitad de su capacidad. Los que
fueron aplaudieron y
disfrutaron.
Los que no la conocen aún y
están dispuestos a probar,
busquen su nombre en salas
pequeñas de Santiago: el
Kahuin Bar, la Casa en el Aire.
El día en que aparezca esta
crónica tocará en el Mesón
Nerudiano, el lugar donde la
escuché la primera vez. Y con la
Solcita volveremos a estar cerca
suyo, igual que cinco años atrás,
dispuestos a sorprendernos, a
dejarnos tocar, felices de saber
que existe y que orbitamos un
mundo común hecho de arte y
cariño, mucho arte y mucho
cariño.
Sábado 26 de enero de 2013
El otro día
Fui al Centro de Extensión de la
Católica a ver el último
documental de Ignacio Agüero:
El otro día.
Hay miradas que a uno le
interesa acompañar y explorar.
Del mismo modo como sigo con
atención las películas, por
ejemplo, de Clint Eastwood,
esperando encontrar en ellas una
reflexión, una ética y un modo
de mirar, encuentro en el cine
documental de Agüero una
esencia que no puedo definir
con palabras seguras que me
conmueve y entusiasma. Nunca
sé muy bien qué es lo que me
gusta tanto de lo que él ha
venido haciendo en sus
películas. Sospecho que lo que
más me atrapa de su cine tiene
que ver con esa actitud suya,
vigilante, al aguaite, de lo que
sucede y sucederá en un espacio
que nunca podrá controlar
completamente.
En El otro día, Agüero lleva los
hilos de la película desde su
casa, en Providencia, hasta
comunas periféricas de Santiago
gracias a una premisa simple y
contundente: si tú tocas el
timbre de mi casa, yo puedo ir a
tocar el timbre de la tuya. Una
cámara instalada dentro de su
casa frente a la puerta que da
directamente a la calle registra
la aparición de ciudadanos que
tocan el timbre. Entre los
visitantes ocasionales hay uno
que vende alfajores, otro que
pide ayuda en monedas o
especies, un tercero que es el
cartero de años, alguno que le
lleva correspondencia privada,
un escritor que pide permiso
para estacionarse en su salida de
autos y una muchacha que ha
estudiado cine y anda buscando
trabajo.
El recorrido azaroso por
distintas comunas de Santiago,
yendo a las casas de los que han
venido a tocar el timbre de la
suya, se narra en paralelo al
relato intimista de su mundo
privado: el patio de su casa
ocupado fundamentalmente por
el gato y los zorzales que lo
visitan y habitan, los muros de
algunas habitaciones, el
escritorio, la mesa del comedor.
Es tan delicada y paciente la
cámara dispuesta por Agüero
que en un momento la
casualidad maravillosa de la luz
del sol ilumina una antigua foto
de sus padres besándose que
está pegada en una de las
murallas. Y el recorrido de la
luz del sol por la fotografía es
registrado íntegramente por la
cámara. Agüero sabe que se
trata de un momento único e
irrepetible, y desde allí
comienza a contar en off
fragmentos de la historia de su
familia.
Conviven en El otro día un
mundo conocido, el de su
residencia de años y toda la
carga emocional que contiene
esa casa, y un mundo imprevisto
por conocer, el mundo de
afuera, de los que llegan a tocar
el timbre y casi siempre viven
lejos, en alguna punta de la
ciudad. En ambos casos el
narrador sabe que abundan los
cabos sueltos y la imposibilidad
de saber demasiado. Cuando
llega con su cámara a Lo Espejo
o Pedro Aguirre Cerda, lo hace
no de manera invasiva, y logra,
sin proponérselo, mostrar los
fragmentos de una ciudad y
unos habitantes que suelen
hacerse invisibles a nuestra
mirada cotidiana de Santiago.
Al otro día de ver la película, leí
en el diario la historia de una
mujer chilena de campo que se
había hecho famosa por un
video suyo que ha circulado en
las redes sociales, en donde
aparece intentando sacar una
canción en guitarra mientras es
interrumpida por dos de sus
hijos, unos cabros chicos
ladillas y molestosos. La gracia
del video es que en un momento
esta mujer se cabrea con los
enanos y les aforra un
charchazo. Lo que ocurrió
privadamente a fines de 2011 y
fue subido a internet un año
después la convirtió en una
celebridad. El reportaje da
cuenta de eso, justamente: de
que esta mujer ha ido invitada a
varios programas de televisión,
donde le pagan para que cuente
un poco su historia, pero sobre
todo porque permite volver a
mostrar el video de los aletazos
a los cabros chicos como gran
gracia. Es patético el contraste
entre el gesto horroroso de la
televisión de usar a esa mujer de
campo para divertir a la
audiencia, con el gesto delicado
de Agüero que se pasea
morosamente por su casa
indagando en su mundo
cotidiano y sale al encuentro de
esos ciudadanos a los que el
azar llevó a tocar el timbre. La
mujer del campo será
completamente olvidada muy
pronto, cuando su chascarro sea
reemplazado por la infinitud de
tonterías que están
sistemáticamente subiéndose a
la red. Los ciudadanos que
aparecen en la película de
Agüero, desde sus padres
besándose en aquella foto
antigua hasta esa joven
trabajadora municipal que hace
el aseo en su cuadra,
permanecen en nosotros
eternamente.

Sábado 02 de febrero de 2013


Suena el teléfono
Suena el teléfono. Número
desconocido. Contesto igual:
aló. Del otro lado una señora
pregunta por mí, y cuando le
digo que yo soy, me cuenta que
está llamando de una parroquia
de mi barrio, dice, y entonces
me preparo para alguna
solicitud benéfica. Craso error:
"Lo estamos llamando para
ofrecerle nuestros servicios de
incineración". La frase me
aturde, demoro un poco en
reaccionar. ¿Servicios de qué?
"De incineración", confirma
ella. Me quedo callado y la
mujer continúa con su oferta:
"Además de incinerarlo, le
ofrecemos guardar sus cenizas
en forma perpetua en la
parroquia". Le digo que no,
gracias, y corto.
No era broma, no era pitanza.
Son los nuevos tiempos. Debí
haber seguido hablando con
ella. Tendría que haberle hecho
preguntas técnicas y prácticas:
¿cuánto costaba el servicio, sin
ánfora perpetua y con ánfora
perpetua? ¿Dónde se hacía la
cremación? ¿Si había o no
facilidades de pago: tarjeta de
crédito, veinticuatro cheques,
rebaja por precio al contado?
Pero no pregunté nada: corté
rápido, un poco asustado, y
luego me dio risa. Risa nerviosa,
probablemente. Pensé que ya no
había nada que no pudiera
venderse por teléfono. ¿Tumbas
en distintos cementerios de la
capital? ¿Planes de llamadas
telefónicas larga distancia?
¿Candidaturas a próximas
elecciones? ¿Participaciones en
concursos para ganarse un cero
kilómetro? ¿Créditos para pagar
otros créditos? ¿Seguros del
banco por si se te pierde la
chequera, la tarjeta, la memoria,
el alma? Eso y mucho más. ¿Se
acuerdan de los engaños
telefónicos que estuvieron de
moda un par de años atrás,
cuando había que ir a rescatar a
un miembro de la familia que se
había accidentado y necesitaba
pagar algo urgentemente, a
través de un depósito en un
cajero?
El llamado de la vieja de la
parroquia (perdóneme, señora,
pero su ofrecimiento me cayó
mal, justo estaba en unos días en
que me hacía decenas de
exámenes médicos) cabe en la
categoría tragicómica: me
ofrecía quemarme y luego, creo
que esto es lo más triste,
conservar los restos de mis
cenizas en una iglesia del sector,
entre rezos, confesiones y
plegarias. Todo, por supuesto, a
un precio imagino que
razonable. ¿Qué será razonable?
¿Es razonable que tengamos que
ahorrar lo que no tenemos para
asegurarnos un sitio donde
caernos muertos? Mi
pensamiento es que no. Hay que
dejar que los amigos se ocupen
de esos menesteres.
El teléfono es un eficaz
mensajero de malas y buenas
noticias. Fue por teléfono que
hablé con mi amigo Juan Félix
Burotto, mientras yo avanzaba
por la calle Eliecer Parada. Fue
por teléfono que supe que ese
llamado había sido la última vez
que hablaríamos. Por teléfono
mi mujer me avisó a Barcelona
que la U había vuelto a ser
campeón después de veinticinco
años. Por teléfono me enteré la
vez que ganamos un proyecto de
libro. Por teléfono supe que
Wislawa Szymborska había
muerto en Cracovia mientras
dormía.
Por teléfono hablé la última vez
con mi amigo José Luis López
Zubero, él estaba en España,
donde vive y ya casi no se
mueve de ahí, y ahora que lo
pienso han pasado cerca de dos
años y lo extraño mucho. Hay
un poema de Gonzalo Rojas que
se llama "Tomad vuestro
teléfono". Empieza así: "Tomad
vuestro teléfono/ y preguntad
por ella cuando estéis
desolados,/ cuando estéis
totalmente perdidos en la calle/
con vuestras venas reventadas,
sed sinceros,/ decidle la verdad
muy al oído". El poema se
dispara como un volcán en
erupción cuando uno escucha la
risa de ella, de esa mujer a la
que llamamos por teléfono
discando el primer número que
vemos en el aire.
Escuchar una risa al otro lado de
la línea, una voz, puede
salvarnos y también hundirnos.
El teléfono es un mensajero de
buenas y malas noticias, y de
mercancía pura y dura. No te
sorprendas de lo que es capaz
una llamada teléfonica: así
como anuncia el resplandor de
un momento amoroso, pueden
un día llamarte para que
contrates tu propia incineración,
y además guardar lo que quede
de tu cuerpo en una parroquia
en tu barrio. Qué panorama.

Sábado 2 de Febrero de 2013


Suena el teléfono
Suena el teléfono. Número
desconocido. Contesto igual:
aló. Del otro lado una señora
pregunta por mí, y cuando le
digo que yo soy, me cuenta que
está llamando de una parroquia
de mi barrio, dice, y entonces
me preparo para alguna
solicitud benéfica. Craso error:
"Lo estamos llamando para
ofrecerle nuestros servicios de
incineración". La frase me
aturde, demoro un poco en
reaccionar. ¿Servicios de qué?
"De incineración", confirma
ella. Me quedo callado y la
mujer continúa con su oferta:
"Además de incinerarlo, le
ofrecemos guardar sus cenizas
en forma perpetua en la
parroquia". Le digo que no,
gracias, y corto.
No era broma, no era pitanza.
Son los nuevos tiempos. Debí
haber seguido hablando con
ella. Tendría que haberle hecho
preguntas técnicas y prácticas:
¿cuánto costaba el servicio, sin
ánfora perpetua y con ánfora
perpetua? ¿Dónde se hacía la
cremación? ¿Si había o no
facilidades de pago: tarjeta de
crédito, veinticuatro cheques,
rebaja por precio al contado?
Pero no pregunté nada: corté
rápido, un poco asustado, y
luego me dio risa. Risa nerviosa,
probablemente. Pensé que ya no
había nada que no pudiera
venderse por teléfono. ¿Tumbas
en distintos cementerios de la
capital? ¿Planes de llamadas
telefónicas larga distancia?
¿Candidaturas a próximas
elecciones? ¿Participaciones en
concursos para ganarse un cero
kilómetro? ¿Créditos para pagar
otros créditos? ¿Seguros del
banco por si se te pierde la
chequera, la tarjeta, la memoria,
el alma? Eso y mucho más. ¿Se
acuerdan de los engaños
telefónicos que estuvieron de
moda un par de años atrás,
cuando había que ir a rescatar a
un miembro de la familia que se
había accidentado y necesitaba
pagar algo urgentemente, a
través de un depósito en un
cajero?
El llamado de la vieja de la
parroquia (perdóneme, señora,
pero su ofrecimiento me cayó
mal, justo estaba en unos días en
que me hacía decenas de
exámenes médicos) cabe en la
categoría tragicómica: me
ofrecía quemarme y luego, creo
que esto es lo más triste,
conservar los restos de mis
cenizas en una iglesia del sector,
entre rezos, confesiones y
plegarias. Todo, por supuesto, a
un precio imagino que
razonable. ¿Qué será razonable?
¿Es razonable que tengamos que
ahorrar lo que no tenemos para
asegurarnos un sitio donde
caernos muertos? Mi
pensamiento es que no. Hay que
dejar que los amigos se ocupen
de esos menesteres.
El teléfono es un eficaz
mensajero de malas y buenas
noticias. Fue por teléfono que
hablé con mi amigo Juan Félix
Burotto, mientras yo avanzaba
por la calle Eliecer Parada. Fue
por teléfono que supe que ese
llamado había sido la última vez
que hablaríamos. Por teléfono
mi mujer me avisó a Barcelona
que la U había vuelto a ser
campeón después de veinticinco
años. Por teléfono me enteré la
vez que ganamos un proyecto de
libro. Por teléfono supe que
Wislawa Szymborska había
muerto en Cracovia mientras
dormía.
Por teléfono hablé la última vez
con mi amigo José Luis López
Zubero, él estaba en España,
donde vive y ya casi no se
mueve de ahí, y ahora que lo
pienso han pasado cerca de dos
años y lo extraño mucho. Hay
un poema de Gonzalo Rojas que
se llama "Tomad vuestro
teléfono". Empieza así: "Tomad
vuestro teléfono/ y preguntad
por ella cuando estéis
desolados,/ cuando estéis
totalmente perdidos en la calle/
con vuestras venas reventadas,
sed sinceros,/ decidle la verdad
muy al oído". El poema se
dispara como un volcán en
erupción cuando uno escucha la
risa de ella, de esa mujer a la
que llamamos por teléfono
discando el primer número que
vemos en el aire.
Escuchar una risa al otro lado de
la línea, una voz, puede
salvarnos y también hundirnos.
El teléfono es un mensajero de
buenas y malas noticias, y de
mercancía pura y dura. No te
sorprendas de lo que es capaz
una llamada teléfonica: así
como anuncia el resplandor de
un momento amoroso, pueden
un día llamarte para que
contrates tu propia incineración,
y además guardar lo que quede
de tu cuerpo en una parroquia
en tu barrio. Qué panorama.

Sábado 09 de febrero de 2013


Pero no para mí
El inmenso aplauso que
acabamos de brindarte, Pato
querido, es para abrazar tu
recuerdo y mantener vivo tu
espíritu. La música que
escuchamos en la iglesia
comenzó con uno de los temas
que más te gustó en la vida,
"But not for me", de George
Gershwin, interpretado al piano
por tu amigo Valentín Trujillo.
"Pero no para mí". Qué título
maravilloso para explicarte,
para narrar tu historia. Uno en
cincuenta años ha tenido la
suerte y el privilegio de
encontrar en el camino hombres
generosos, desprendidos. Tú
jugabas en esa liga.
El día en que nos encontramos
por primera vez, yo buscaba a
un gran grafólogo para una
auténtica tontería que no sé a
quién se le había ocurrido en la
revista donde trabajaba:
analizarle la letra a los
futbolistas que entrevistábamos
a fondo en Don Balón.
Buscando y buscando dimos
contigo. Donde preguntábamos,
nos decían lo mismo: "Patricio
González Sepúlveda. Es el
mejor. ¿No lo conocen?". El
Pato había hecho alguna fama
cuando, en 1992, a una
periodista de la revista Caras le
anticipó el perfil de un médico
veterinario acusado de asesinar
a su esposa y a su pequeño hijo
de menos de un año. Patricio
analizó la letra de ese señor
Hermosilla y fue enfático: decía
que "la turbiedad de sus
procesos mentales y estados
espirituales lo predisponían al
crimen, al suicidio y al
vejamen". La colombiana Lily
Urdinola quedó de una pieza
cuando leyó el informe de
González. El análisis
grafológico del Pato sobre
Hermosilla fue tan certero, que
ocho años después el veterinario
se suicidó en la cárcel de Talca.
A mí, sin que nos hubiéramos
visto antes, me dijo en pocos
minutos, analizando lo que le
escribí en ese momento, lo que
cualquier terapeuta tarda años
en descubrir. Es lo que ocurría
en todos los sitios a donde él
iba: la gente le enseñaba su letra
y su firma, y él con una lupa en
el maletín era capaz de decir
veinte verdades inmensas.
Fuiste el mejor grafólogo del
mundo y también músico y
colocolino. Decías que eras uno
de los pocos izquierdistas de
tomo y lomo que andaba con
una virgen colgada al cuello.
Recurrías a ella con frecuencia.
Acompañabas a veces a tu hija
Daniela al estadio Monumental,
allí donde se ve el partido de
pie, entre saltos, bombos y
estruendo, y si había un tiro
libre a favor de Colo-Colo con
opción de gol, esa virgen no se
libraba de tus besos. Fumaste
mucho en tu vida. El novio de tu
hija Tania, Víctor, me contó que
empezaste a fumar a los trece
años, cuando murió tu madre.
Estabas tan desencajado, que
hurgando en un abrigo suyo
diste con una cajetilla y ese
mismo día empezaste a echar
humo para olvidar la pena.
Pianista magnífico, te dejaste
ver en el mundo de la televisión:
en Sábados Gigantes con el
propio Trujillo, en la orquesta
de Juan Azúa, en la Quinta
Vergara leyendo la batuta del
viejo Ray Conniff. Hay un
video disponible en la red sobre
tu historia que vale la pena
revisar:
http://vimeo.com/2165701
El momento que más me
divierte a mí en ese pequeño
documental es cuando narras tu
experiencia en un programa que
conducía Cecilia Bolocco. Te
vistieron de traje y humita, te
peinaron de una manera a la que
no acostumbrábamos verte, y
tuvieron la peregrina idea de
que le analizaras la letra a una
de las gemelas Campos:
Denisse. Estaban las dos
hermanas ahí, al lado tuyo, y en
cuestión de segundos tuviste
que decir la verdad de lo escrito.
Fuiste profesional, educado y
diplomático, pero no dejaste de
decir la verdad, y desde atrás
alguien con un puntero o un
palo te comenzó a golpear en la
espalda para que dijeras alguna
cosa positiva, algo que salvara a
Denisse Campos. Eras tan
salvajemente transparente, que
ni las leyes de la televisión
farandulera pudieron voltearte.
Me ayudaste en el libro El
empampado Riquelme:
estudiaste con detención la letra
de Julio Riquelme Ramírez, el
protagonista de la historia, y
terminaste diciendo que "los
huesos son una expresión del
alma que no calla, y que los
seres humanos siempre estarán
hablando más allá de su propia
muerte".
Pocos días antes de la tuya, nos
abrazamos y nos despedimos en
tu casa. Me llevaste a tu
computador y me volviste a
mostrar los libros de grafología
en los que llevabas trabajando
tantos años. Los escribistes para
enseñarnos, para cuidarnos. Se
te fue la vida en ese empeño,
Patricio. Yo ahora sólo deseo
que esos libros tuyos estén un
día al alcance de cualquiera de
nosotros. Así sea.

Sábado 16 de febrero de 2013


Una casa vacía
Amanece en Puerto Fonck.
Sentado en la mesa del comedor
a las siete de la mañana, reviso
los subrayados y apuntes de mi
hija Antonia hechos con lápiz
mina en las fotocopias de la
novela Una casa vacía, de
Carlos Cerda. Antonia lleva un
buen tiempo trabajando esta
novela para su seminario de
título, que debe presentar el
próximo mes. Le prometí que la
leería durante estas vacaciones
para poder comentarle su tesis.
Anoche la terminé. La famosa
casa ñuñoína, escenario
principal a partir del cual se
desarrolla la novela, había sido
la casa de infancia de uno de los
personajes del libro, Andrés,
exiliado que viene por unos días
a Chile desde Alemania a
mediados de los años 80.
Andrés es invitado por sus
amigos Manuel y Cecilia,
nuevos habitantes de la casa, a
un asado de inauguración en
donde celebrarán los trabajos de
restauración que la dejaron
como nueva, tomando en cuenta
el estado desastroso en que la
encontraron, llena de manchas y
quemaduras, el jardín
completamente abandonado.
Lo que Andrés, Cecilia y
Manuel no saben en ese
momento es que esta casa
ñuñoína después del golpe dejó
de ser un espacio familiar para
convertirse en centro de
detención y tortura de la Dina,
la primera policía secreta de
Pinochet. La revelación de este
pequeño gran detalle
desencadena una suma de
conflictos latentes entre los
distintos personajes del libro,
disparándolos a un escenario de
fragilidad y cuestionamiento.
Llevamos cinco veranos
consecutivos viniendo a la
misma casa en Puerto Fonck.
Cada año le agregamos un
nuevo detalle: la pantalla de una
lámpara, un sillón de lectura,
algún artefacto de cocina.
Sabemos que en el año
prácticamente nadie la ocupa,
que entre marzo y diciembre es
una casa vacía, que solo durante
enero y febrero es habitada. Nos
preguntábamos el otro día
cuántos años tiene esta casa. Un
muchacho estudiante de
arquitectura que está
recorriendo el Llanquihue en
bicicleta nos dijo que esta
cabañita tiene por lo menos cien
años. En sus muros hay pinturas
y grabados de Osvaldo Thiers,
gran artista radicado en Osorno
que pocos días atrás me trajo el
cuadro que le encargué el año
pasado: una versión libre de
Puerto Fonck. Un embudo en
erupción es el pequeño detalle
surrealista que más me divierte
del cuadro. La pintura de una
sábana en movimiento, su
textura y sus pliegues, son
notables ejercicios de técnica y
estilo. Hay un volcán pequeño a
la derecha y algo de lago a la
izquierda, leños típicos de esta
zona, una rama de olivillo. Casi
no hay más elementos. Nos
quedamos con Thiers mirando
el cuadro y ejecutamos nuestra
conversación anual. Cada
verano aparece un nuevo
elemento en su relato. Hablamos
esta vez de los poderes
sobrenaturales que tenía su
madre, y que al parecer Osvaldo
heredó. Me cuenta que su
hermano mayor murió el año
pasado en Carahue, y que él lo
supo en un momento en que
estaba pintando sin que nadie lo
llamara para contarle la noticia.
Tres o cuatro veces soñó con él
después de su muerte. En uno de
esos sueños, su hermano lo
saludaba entre una multitud de
gente. La última vez que soñó
con él, fueron a comer a un
restaurante, y la comida tenía un
sabor acre, a tierra.
Le encargo a Osvaldo para el
próximo verano un nuevo
cuadro, un cuadro hecho a partir
de "La casa de los castaños",
que es como se llama esta
cabaña. Osvaldo la conoce
mejor que nadie. Mal que mal la
casa es suya. Que sea
reconocible, le digo.
Físicamente, espiritualmente.
Me gusta pensar que esta casa
vacía en el año forma parte de
nuestra pequeña historia, de
nuestra memoria. Es tan sencilla
y tan curiosa; tiene un bote
colgando del techo, sujeto con
cadenas firmes. No es un bote
decorativo. A veces nos
pasamos días sin reparar en que
pende sobre nuestras cabezas.
Es un bote-instalación. Es, creo,
el espíritu de Thiers
representando la fuerza del lago,
un modo de habitar estas aguas.
No me animo a preguntarle a
Thiers qué cosas han sucedido
en esta casa. No quiero saber
todavía. Prefiero esperar su
pintura, dejarme sorprender, que
un detalle revele algo de la
esencia de este lugar remoto,
antiguo, al que nos asomamos
durante el verano por unas
semanas para habitarlo con
nuestros propios fantasmas.
¿Puede una casa estar realmente
vacía si en ella alguna vez se ha
dormido? Creo que no. La casa
vacía de Carlos Cerda está
habitadísima aunque en ella se
haya dejado de vivir. El propio
escritor construyó una novela
para escuchar literariamente lo
que las voces provenientes de
esa casa le estaban diciendo. No
sé si escucho voces aquí en
Puerto Fonck, pero resuena en
mí la última conversación con
Osvaldo, la vez que nos
quedamos mirando el cuadro,
cuando me dijo que en él
habitaban mundos paralelos,
que la realidad nunca era una
sola, que solían convivir en su
interior muchos planetas. Lo
mismo le pasa a uno. Thiers no
tiene miedo de perderse en esos
mundos. O justamente pinta
para no perderse
completamente. ¿De qué forma
estará habitada su versión de la
casa de los castaños? Muero por
saberlo. Osvaldo Thiers
esperará a que la casa esté
nuevamente vacía para volver a
levantarla.

Sábado 23 de febrero de 2013


Pasajero en tránsito
Esto lo soñé. Soñé que escribía
un libro y ese libro se llamaría
En tránsito, o Tránsito, a secas.
Tenía que ver, gruesamente,
porque el sueño poco a poco se
desvanece, con la idea de que lo
nuestro es apenas un tránsito
pasajero por la vida antes de
regresar a la nada. En el sueño
no había un gramo de angustia y
yo estaba feliz con el hallazgo.
Pero cuando desperté ya no me
gustó el título del libro: me
parecía que En tránsito o
Tránsito eran demasiado
escuetos y ofrecían dificultades
para dispararse en varias
direcciones.
Comenté este sueño en la mesa,
a la hora del desayuno, y mi hija
Antonia, en un arranque
esotérico, me dijo que esos
títulos soñados eran una señal,
que no los desechara. En eso
estábamos, explorando el título
de un libro que no había sido
escrito, cuando apareció la
expresión Pasajero en tránsito.
Doble tránsito, pensé: buena
cosa. Un pasajero, alguien que
viene y va, y más encima en
tránsito, en estado transitorio.
Un viajero en pausa, esperando
a embarcar a un destino
determinado. Una situación
suspendida. Y me pareció que
ahí podía ester el germen no
sólo de un libro por escribir,
sino de un momento vital. Que
hoy, con unas pocas
convicciones en el equipaje de
mano, parezco más un pasajero
en tránsito que un viajero
decidido a, por ejemplo, cruzar
el Atlántico. No es precisamente
un estado de completa
indefinición. Es, probablemente,
un momento de duda. Después
de años de intensa actividad, me
pregunto una vez más cómo
continuar, y mis respuestas por
supuesto no son claras,
enfáticas, unívocas.
Por ejemplo: hacer libros. Sí,
pero ciertos libros solamente, y
en su momento. Otros, que me
han acompañado por años, no sé
si alguna vez los lleve a cabo.
Hay uno, en particular, al que le
temo, y no sé si tenga sentido
atravesar un campo minado para
no llegar a ninguna parte. Trata
de hombres que nacieron como
cualquiera de nosotros y algo en
sus vidas los puso en situación
de matar. Me da miedo
conectarme con zonas que
finalmente acaben dañándome
de un modo indeseable.
¿Merece la pena enfermarse
seriamente por un libro? Es una
pregunta legítima. ¿Qué es
primero, o anterior? ¿El amor
irrestricto a la vida, o
empecinarse en sacar adelante
un libro que sospechas te hará
convivir con tus zonas más
oscuras? ¿O las dos cosas están
estrechamente vinculadas?
Estar suspendido no significa
dejar de hacer, creo. Lo que
cambia es el modo, y el carácter
de urgente que solemos
adjudicarles a esas cosas que
nos parecen relevantes. Tal vez
todo sea mucho más sencillo, y
baste poner de relieve la lluvia
que cae esta mañana sobre el
lago Llanquihue para entender
mejor. Lo que no es tan sencillo
es el error profundo. Vivimos
aquí y ahora, y no hay más. Si
tienes hijos, tarde o temprano
asumirás que las decisiones más
importantes de sus vidas las
tomarán ellos. Si cultivas un
oficio en relación con otras
personas, sabes que hay una
conducta ética que no puede
minimizarse o ignorarse, que
eso sería como ganar haciendo
trampa en el juego: un fiasco.
Hay sueños hermosos, pero no
puedes vivirlos todos en forma
simultánea. Elegir un par y
llevarlos a la realidad podría ser
más que suficiente. Qué elegir:
esa es la cuestión.
Pasajero en tránsito, por
ejemplo, puede ser el título de
esta crónica, y nada más. Pienso
que es bastante. Sé que no estoy
solo en este arranque. Que hay
sujetos que no quisieran viajar
por alguna razón a donde les
indica su tarjeta de embarque.
Sé también que más de alguien
ha desistido de hacerlo a mitad
de camino. Y que la mayoría lo
hace convencido de estar
haciéndolo bien, aunque en la
ruta verifique que no desviarse
del camino fue una decisión
infeliz.
A veces creo que quedan menos
libros para escribir, y todavía
bastantes por leer, sin volverme
preso ni de ansiedad ni de prisa.
Sé fehacientemente que faltan
conversaciones con mis hijos,
no para convencer, sino para
compartir. Hay una idea que me
ronda la cabeza en este sentido,
pero me gusta que permanezca
como un invisible tapiz de
pantalla. Algo me dice que
seguiré viniendo al sur por unos
años en verano, en la medida de
lo posible, porque es una tregua
necesaria. Sé también que
quiero más de esta tregua -y
menos de lo otro- en lo que
venga de aquí para adelante. No
sé por qué me viene a la cabeza
esa frase maravillosa de Pierre
Jacomet, cuando en sus años
postreros le pidieron que se
definiera: "La capital de un
imperio que nunca fue". Bonito
título para un libro, ¿verdad?
Sábado 15 de junio de 2013
Un cerco de palabras
“Una mañana —no tiene
demasiada importancia, pero es
marzo, es sábado, es el año
2010, es el día veintisiete— un
joven corre junto a su perro por
una calle silenciosa en un barrio
residencial al sur de la ciudad
alemana de Hanau cuando algo
sucede, el perro se adelanta o se
retrasa o sale a la búsqueda de
algo que ha llamado la atención
y es atropellado por un coche”.
Así comienza el cuento “El
cerco”, de Patricio Pron, de su
libro El mundo sin las personas
que lo afean y lo arruinan. Leí el
relato ayer y hoy he vuelto a
pensar en él, en cómo pueden
irse encadenando situaciones
hasta el infinito si alguien toma
la decisión de vincularlas. Así
que diré, empleando la fórmula
de Pron. Una mañana —no tiene
demasiada importancia, pero es
junio, es martes, es el año 2013,
es el día once— un hombre
pedalea por la vereda norte de
calle Colón rumbo al poniente.
En sentido contrario viene
caminando una mujer y apenas
se ven, se detienen. Yo estoy
sentado en un café de la vereda
de enfrente mirando por la
ventana y diré que el encuentro
sorprende a ambos. Son
personas de edad mediana,
rondan los cuarenta, aunque él,
a la distancia, podría tener
algunos años más que ella. No
distingo con precisión sus
rostros. Él no se baja de la
bicicleta cuando la abraza. No
es un abrazo trivial. Él la
envuelve y ella le hace cariño en
la espalda repetidas veces. Creo
que en ese momento se besan,
pero de esto no estoy
completamente seguro. A él lo
veo de perfil: luce una casaca
color granate, jeans, zapatillas
negras. A ella la veo de frente:
está de pie, a su lado, viste
pantalones blancos, botas color
café, y no recuerdo qué
chaqueta lleva encima. Ella lo
escucha con atención, nunca le
quita los ojos, lo mira
concentradamente. Él hace
ademanes con las manos.
Pareciera estar explicándole
hacia dónde va. Hay un
momento en que ella se pasa
una de sus manos por debajo de
los ojos. Pienso que tal vez llora
y se está enjugando las
lágrimas. Vuelven a abrazarse,
amorosa, lentamente. Ahora sí
aprecio que se besan. Él
continúa gesticulando, habla
con cierta ansiedad, mientras
ella no deja de mirarlo y vuelve
a pasarse la mano derecha por
los ojos. Él se mantendrá
sentado sobre la bicicleta
durante unos diez minutos más,
hablándole casi sin parar, y
habrá momentos en que podré
ver cómo ella ríe
generosamente. Se abrazarán
por tercera vez, y ahora será él
quien saque un pañuelo
desechable del bolso que lleva
cruzado sobre el pecho. Antes
de despedirse, él le toma la cara
a ella con sus dos manos y le da
un beso rápido y un último
abrazo. Cuando se separan, el
hombre de la bicicleta comienza
a pedalear hacia el poniente
mientras ella sigue su camino.
En ningún momento vuelven a
mirarse.
Una hora más tarde, el hombre
que vio desde la ventana de un
café la escena del ciclista y la
mujer lee nuevamente el cuento
de Pron. Cree entender que en
ese relato hay ciertas claves que
explican algo de lo que ha
sucedido esta mañana. Toma
nota de uno de los párrafos
finales de “El cerco”: “La
escritora piensa que, de ser Dios
un escritor justo, crearía un
cerco de palabras para que sus
personajes no se dispersaran y
se perdieran, y que ese cerco de
palabras sería el mundo pero
también sería el relato, y, en él,
los personajes no se perderían y
vivirían, de alguna manera, para
siempre”.
No sabe por qué, pero el lector
de Pron vincula este párrafo con
lo que le dijo esta mañana su
hija menor antes de irse al
colegio: que una de las mujeres
que trabaja como auxiliar en la
escuela, una mujer de cabellera
rubia llamada Luisa Gómez, fue
atropellada por una micro el
domingo y está grave en la
Posta Central. Sus dos piernas
han quedado muy dañadas y es
difícil anticipar un pronóstico
certero sobre su estado de salud.
La hija menor del lector de Pron
le cuenta que la vio dos días
antes del accidente; la mujer
sonreía en uno de los patios del
colegio.
El lector de Pron celebra que a
uno de los personajes del cuento
le preocupe que alguien
construya un cerco de palabras
para que los demás personajes
no se dispersen y pierdan, y
puedan continuar viviendo, de
alguna manera, para siempre. A
este lector le gustaría que
nombrándola en estas líneas,
Luisa Gómez pueda alguna vez
volver a sonreír como lo hacía
cuando su hija menor la vio en
el patio del colegio, días antes
de ser atropellada por una
micro.
El lector de Pron sospecha que
lo que ha presenciado esta
mañana, mirando por la ventana
de un café, no es solo el
encuentro fortuito entre dos
seres humanos que se abrazan y
vuelven a partir. Es, también, el
detonante de una misteriosa
corriente amorosa que viajará
hasta la pieza de la Posta
Central donde Luisa Gómez
descansa y la besará en la frente.

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