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afirmación:
Cuando se conocen las experiencias reales que han vivido durante el
transcurso de la niñez y es posible tomarlas en consideración, con
frecuencia ello permite ver los miedos patológicos de los pacientes
adultos bajo una luz radicalmente nueva. Los síntomas paranoides
que habían sido considerados como endógenos e imaginarios, se
ve entonces que son respuestas inteligibles, aunque distorsionadas, a
unos hechos históricos (1973, p. 210).
Pautas de apego
El principio fundamental de la formulación que hace Bowlby (1969, 1973, 1980) de la teoría del apego
radica en la primacía de la necesidad que tiene el ser humano de sentir seguridad –“la base
segura”. Los niños pueden explorar y adoptar un interés activo por el mundo mucho mejor si sienten que
tienen una base segura a la que poder volver en el caso de percibir algún peligro. Inicialmente
esta base la brinda la figura de apego –la persona que cuida del niño, habitualmente el progenitor. De
niños, somos extremadamente vulnerables y sumamente dependientes de los demás. Se trata, pues,
de una necesidad evolutiva para que los niños puedan asegurarse el interés y la atención de los adultos, y
para que los adultos mantengan el cuidado y la empatía hacia el niño. Ello configura un sistema de
control recíproco. En consecuencia, cuando el niño se separa de su cuidador, o si el cuidador se muestra
insensible, o si el niño detecta alguna amenaza (por ejemplo, la aparición de un extraño) y se siente
asustado o angustiado, se activa el sistema de apego (el niño busca la proximidad del apego). El aspecto
recíproco de este fenómeno lo constituye la activación del sistema de apego del cuidador. El objetivo del
sistema de apego es la protección y/o la autorregulación. Una vez alcanzado este objetivo, el sistema se
desactiva nuevamente. Las conductas de apego acrecientan la proximidad o mantienen el contacto con la
figura de apego.
El test de las situaciones extrañas (Strange Situation Test , Ainsworth et al ., 1978) nos ofrece un
procedimiento basado en los estudios de laboratorio, con objeto de valorar el equilibrio entre las
conductas de apego y las conductas exploradoras en los niños. Sobre la base de un importante cuerpo de
investigación empírica con niños pequeños, Mary Ainsworth y colaboradores (1978) identificaron dos
estilos de apego principales: seguro e inseguro.
Las estrategias derivadas del apego seguro se observan cuando el niño puede fiarse con confianza de su
cuidador como fuente de seguridad.
Por su parte, los estilos asociados al apego inseguro se pueden subdividir adicionalmente en estilos
evitativos y estilos ambivalentes. En los niños, estos estilos conductuales inseguros constituyen intentos
de mantener la sensación de seguridad en ausencia de una situación de apego óptima (e.g., un cuidador
imprevisiblemente accesible o incluso rechazante), a través de la maximización (ambivalente) o la
minimización (evitativo) de las conductas de apego.
Otra categoría a incluir en la clasificación y que ha sido descubierta posteriormente –la dimensión
desorganizado/ desorientado– se caracteriza por la conducta extraña o conflictiva (Main & Solomon,
1986, 1990). Se observa a menudo en niños que han vivido niveles elevados de pérdida, separación,
malos tratos o bien una crianza sumamente caótica por parte de los padres (Lyons-Ruth & Jacobvitz,
1999).
Tipos de apego
Los niños calificados de seguros se sirven de su madre como una base para explorar. Cuando se separan,
el niño da muestras de echar de menos al progenitor. Cuando se reúnen, el niño recibe activamente
al progenitor sonriendo, vocalizando o haciendo gestos. Si el niño se siente alterado, hace señas o busca el
contacto con el progenitor. El niño es confortado y vuelve a explorar.
Inseguros:
Los niños calificados de evitativos exploran con rapidez y dan escasas muestras de afecto o de conductas
asociadas a una base segura. Cuando el niño y la madre se separan, el niño reacciona mínimamente y
ofrece escasas muestras de alteración cuando lo dejan solo. Cuando se reúnen nuevamente, el niño evita
activamente al progenitor y la mayoría de las veces suele concentrar su atención en el entorno inmediato.
Cuando lo toman, puede que el niño se ponga rígido o bien que haga gestos de volverse hacia otro lado.
Los niños calificados de ambivalentes /resistentes suelen ser displicentes o pasivos y no muestran interés
por las conductas de exploración ni por el juego. Cuando se separan, se ponen inquietos y alterados.
Cuando se reúnen, pueden alternar los intentos de establecer contacto con señales de rechazo, enfado
y rabietas, o mostrarse pasivos e inertes y demasiado alterados o desconcertados como para establecer
ningún contacto. La presencia del progenitor no conforta la angustia del niño.
Los niños calificados de desorganizados y desorientados se comportan de forma que parece carecer de
ningún objetivo, intención o propósito de exploración observables. Por ejemplo, el niño puede manifestar
estereotipias, paralización e indicaciones directas de miedo hacia el progenitor, confusión y
desorientación. Falta una estrategia de apego coherente ante la separación o la reunión con el cuidador.
Está comprobado que las primeras experiencias adversas tales como las pérdidas y los traumas tempranos
están fuertemente relacionados con la aparición de problemas emocionales y psicológicos
significativos durante la adultez (Brown et al., 1986; Rutter, 2000; Hofstra et al., 2002).
Una amplia proporción de los sujetos que viven acontecimientos adversos significativos durante la niñez
no necesariamente pasan a desarrollar problemas emocionales significativos en su vida ulterior. Por el
contrario, se considera que la asociación entre las experiencias vitales tempranas y la psicopatología
ulterior estaría mediatizada por toda una serie de factores relacionados con la forma en que dichas
experiencias han sido procesadas por el sujeto e incorporadas a las narrativas autobiográficas
individuales.
Especialmente relevante: John Bowlby (1969, 1973) sobre la teoría del apego,
Margaret Mahler (e.g. 1971, 1974) y su investigación del desarrollo infantil temprano de la autonomía y
la independencia en virtud del proceso de separación e individuación primaria. Numerosos estudios que
describen el impacto de las primeras experiencias de apego sobre el funcionamiento interpersonal y la
regulación emocional individual (resumidos en Fonagy, 1998; Fonagy et al., 2002), el desarrollo de las
relaciones y la confianza interpersonal, y la formación de la identidad (Cole & Putnam, 1992; Briere,
2002). Bowlby (1973) proponeque durante el período que abarca el desarrollo infantil normal, la
experiencia de las relaciones con las figuras de apego se interioriza y de este modo pasa a la adultez bajo
la forma de una serie de modelos mentales, también conocidos como modelos internos de referencia
o esquemas relacionales nucleares (Bretheron, 1985; Alexander, 1992; Pearce & Pezzot-Pearce, 1994).
Dichas estructuras implícitas generan determinadas expectativas respecto de uno mismo y de los
demás, y regulan las reacciones que tienen lugar dentro del contexto de las interrelaciones interpersonales
ulteriores. Así pues, las tempranas relaciones de apego vienen a formar el prototipo de las relaciones
interpersonales a lo largo de toda la vida, a través de la representación interna de los modelos de sí mismo
y de los demás (e.g. Styron & Janoff-Bulman, 1997).
Seguridad y autonomía
A lo largo de toda la vida, el apego seguro se asocia con el desarrollo de una serie de capacidades que
dependen de las habilidades interpretativas tales como el juego exploratorio, la capacidad lingüística, la
resiliencia [resilience, resistencia psicológica] y el control, la tolerancia a la frustración y la capacidad de
cognición social [de pensar socialmente]. La sensibilidad del cuidador hacia los estados intencionales y
emocionales del niño es uno de los predictores más firmes de un apego seguro (e.g. Slade et al., 1999). El
impacto positivo de la seguridad vincular sobre la competencia cognitiva, la regulación emocional y el
estilo de comunicación no está mediatizado por la seguridad general ni la confianza en sí mismo por parte
del niño, sino porque la seguridad del apego posibilita el desarrollo de la capacidad para la función
reflexiva. Además, existen pruebas de que los niños que disfrutan de un apego seguro comprender mejor
las emociones negativas (Laible & Thompson, 1998) y rinden más en los aspectos teóricos de las tareas
mentales (Fonagy & Target, 1997; Meins et al., 1998).
Los adultos que disfrutan de una mentalidad, actitud o estado anímico seguro o autónomo con respecto al
apego, son capaces de comportarse de forma flexible y abierta dentro del contexto de las relaciones. Son
capaces de reflexionar abiertamente y de comunicar información acerca de su propio estado anímico sin
excesivas distorsiones ni reservas. Son más capaces de reflexionar acerca de los estados mentales de los
demás y de sintonizar con los mismos. Los adultos autónomos comunican una narrativa autobiográfica
que fluye libremente, es fresca, reflexiva, sensible al contexto y colaboradora para con el otro.
Las primeras experiencias pueden, pues, desempeñar un papel formativo en la generación de los modelos
internos de referencia y en el funcionamiento social ulterior en virtud de su solidez, más que de las
representaciones de la interrelación segura y confiada entre el niño y el cuidador per se. Estos esquemas
relacionales que se forman a través de la experiencia ejercen un marcado impacto sobre la capacidad
individual de establecer y mantener relaciones significativas con los demás (Briere, 2002) y también
sobre la regulación de las emociones negativas y no deseadas (Alexander, 1992). En el entorno asociado a
un apego positivo el niño es capaz de experimentar estados internos desagradables y, con la ayuda de la
seguridad externa que se deriva del progenitor, desarrollar una serie de estrategias con el fin de tolerar y
controlar los afectos negativos. A través del soporte del modelo de unos cuidadores emocionalmente
accesibles, pero que también se sienten cómodos con la autonomía del individuo a la hora de explorar el
mundo, se abre paso un modelo de la propia identidad como algo estimado y apreciado, un concepto de sí
mismo como algo valioso.
El apego inseguro
Por contraste, un concepto minusvalorado de la propia identidad se deriva de un modelo que concibe a los
cuidadores como rechazantes o perturbadores de la conducta exploratoria (Bretherton & Mulholland,
1999). De hecho, la confianza a largo plazo en las estrategias conductuales asociadas al apego inseguro
incrementa la vulnerabilidad a la ulterior psicopatología adulta (Bowlby, 1988).
Los niños que disfrutan de un (apego seguro) sentirán angustia, pero también saben que sentirán
seguridad y contención cuando recuperen su figura de apego o cuando puedan remitirse al modelo guía
internalizado propio de una base segura. De forma similar, los adultos autónomos han desarrollado la
capacidad de tranquilizarse a sí mismos. Este no es el caso de los niños y de los adultos caracterizados
por un (apego inseguro). En el caso de los niños, existe una falta de confianza respecto de que la figura de
apego sea capaz de dar seguridad. En el caso de los adultos, existe una carencia en la capacidad de
reflexionar acerca de las propias experiencias y emociones y de darse a uno mismo alivio, calidez,
seguridad y tranquilización.
Dentro del ámbito del apego existen dos posibles estrategias interpersonales principales para regular el
afecto y el estrés emocional: ya sea minimizando (estrategias evitativas) el afecto o bien exagerándolo
(estrategias ambivalentes).
Los niños que desarrollan un apego evitativo se adaptan a unos cuidados habitualmente rechazantes en
virtud de quitarles importancia o inhibir las sensaciones de necesidad y de dependencia. Los afectos
quedan sobrerregulados. Las pautas de apego evitativo en la niñez se reflejan en unos estados anímicos
distantes en la vida adulta. Los adultos distantes minimizan y evitan las experiencias relacionadas con el
apego y, en consecuencia, los recuerdos autobiográficos relacionados con las experiencias de vinculación
tienden a estar débilmente elaborados. La capacidad que tiene el adulto distante de reflexionar sobre sus
propias experiencias afectivas y de sintonizar con el ánimo, las intenciones y los estados mentales de los
demás, demuestra ser reducida.
Los niños cuya experiencia de sus cuidadores es inconsistente y escasamente comprometida, sin ser
necesariamente rechazante, tienen un mayor riesgo de desarrollar un estilo vincular ambivalente.
A estos niños les preocupan sus apegos y en un esfuerzo por captar la responsividad parental, incrementan
sus conductas perturbadas [sus muestras de preocupación, tristeza o dolor]. En otras palabras,
hiperactivan su sistema de apego. Cuando la atención del progenitor es captada, el niño no se siente
tranquilizado, sino que desconfía de la fiabilidad de su progenitor. En tales circunstancias, el niño también
se resistirá a ser calmado y confortado. En la adultez ello se refleja en un estado anímico de preocupación
absorta con respecto al apego, donde el adulto suele darle vueltas a las experiencias o las figuras de
apego, valora el apego, pero se siente inseguro, meditabundo y afligido. A menudo, los adultos con
estados anímicos preocupados se inquietan por los temas del abandono y el rechazo.
El apego desorganizado
El tipo de apego desorganizado (o no resuelto) no es un estilo de apego como tal. Se refiere a la ausencia
de una estrategia coherente de apego o bien al colapso de una estrategia de apego preexistente, debido a
experiencias traumáticas y/o pérdidas no resueltas. El calificativo se refiere a los niños la mayoría de las
veces educados por cuidadores que dan miedo, que tienen miedo, o ambas cosas.
Por ejemplo, los cuidadores que son maltratadores, hostiles, que se encuentran bajo la influencia de las
drogas o el alcohol, o los cuidadores que están sumamente perturbados o alterados emocionalmente,
con frecuencia a causa de pérdidas y de traumas no resueltos, ofrecen una base vincular desorganizada y
desorientadora para el niño. Las estrategias de parentización de las personas con apegos no resueltos
y desorganizados incluyen errores en lo relativo a reflejar y responder al afecto, conductas desorientadas
(e.g. confusión, pánico y miedo), conductas improcedentes negativas (ridiculizar y burlarse de un niño
apenado), confusión de roles (donde el progenitor busca el consuelo del niño) y retracción (donde el
progenitor es distante y desligado).
En un esfuerzo por sincronizar con un progenitor atemorizante y/o atemorizado, las estrategias de apego
del niño se vuelven desorganizadas y desrreguladas. De forma característica, los adultos con un estilo de
apego desorganizado y no resuelto darán muestras de una desorganización de la regulación afectiva, la
conducta y el seguimiento de la narrativa y el discurso. Esto es característico del conflicto de
evitación de la cercanía que con frecuencia vemos en los adultos que buscan ayuda por traumas y malos
tratos sufridos en el pasado.
En un estudio que vinculaba el estado anímico en relación al apego con la psicopatología en los
adolescentes, Rosenstein y Horowitz (1996) informan de la presencia de un fuerte vínculo entre las
estrategias de apego y la vulnerabilidad diferencial a los síntomas psiquiátricos. En su muestra de 60
adolescentes hospitalizados, la organización vincular desligada se asociaba a estrategias de minimización
del estrés emocional y al rechazo de las figuras de apego. Los estados mentales asociados a la negación
o la minusvaloración del estrés emocional aparecían dentro del contexto de dicha organización vincular
desligada. Los adolescentes que utilizaban estrategias de apego preocupado recurrían a maximizar el
sistema de vinculación y dentro de dicho contexto activaban unos estados mentales donde los afectos
negativos eran reconocidos [admitidos] y/o exagerados. En una línea similar, Harrop y Trower (2001)
sostienen que uno de los aspectos claves de la adolescencia es la lucha por la autonomía respecto de la
base parental, y que el desarrollo prematuro de la autonomía o la incapacidad de alcanzar la autonomía
constituye un factor potencial de riesgo en relación con la psicosis.