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Domingo XXV del tiempo ordinario (ciclo C)

La parábola que acabamos de escuchar suele producir en nosotros un cierto


desconcierto puesto que en ella escuchamos una alabanza hacia un hombre que ha
tenido un comportamiento injusto. Sin embargo, si la leemos atentamente, veremos
que la propia parábola califica como “injusto” a quien así ha procedido y que lo
que se alaba no es esa injusticia sino la astucia con la que ha procedido (v. 8). La
parábola quiere, pues, inculcarnos esa misma astucia en relación con Dios y su
Reino.

La primera gran verdad que esta parábola nos enseña es que somos
administradores y no propietarios de todo lo que somos y lo que tenemos.
Convencernos de ello y actuar en consecuencia es una de las primeras exigencias
de la conversión imprescindible para poder entrar en el Reino de Dios. Un
administrador depende de su amo y es responsable ante él. No dispone de un bien
propio, sino de los bienes de otro, de los bienes que Dios le ha confiado. Es fiel y
digno de crédito si se deja guiar por la voluntad de su amo y no se comporta según
su propio capricho. Todos sus pensamientos deben de estar dirigidos a garantizar
que no haya ningún perjuicio para el amo, que nada suceda contra la voluntad del
amo y que se cumplan sus proyectos. Mediante la relación con los bienes del amo,
el administrador muestra el valor de su relación con el amo.

Todo lo que somos y lo que tenemos es un don de Dios [“¿Qué tienes que
no lo hayas recibido?” (1Co 4,7)], y mediante la sabia administración de todo ello,
debemos mostrar nuestra fidelidad a Él. Mi cuerpo, mi alma, mi espíritu, mi salud,
mi tiempo, mi dinero, mis capacidades, todo es un don de Dios, todo son bienes
que Él me ha confiado, y yo debo administrarlos mirando a Dios y a su santa
voluntad. Cuando san Ignacio de Loyola ora diciendo: “Tomad, Señor y recibid,
toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber
y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno”, está actuando
correctamente según nuestra condición de administradores y no de propietarios.

La segunda gran verdad que la parábola nos inculca es la necesidad de la


astucia en nuestra relación con Dios y su Reino. Astucia es sinónimo de sagacidad,
de inteligencia. El administrador injusto actúa inteligentemente porque actúa
tomando en consideración el futuro que se le viene encima. Precisamente la
predicación de Jesús empieza con el anuncio de que “el tiempo se ha cumplido y
el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Se
trata precisamente del anuncio del futuro que viene, que está ya cerca, y que exige
de nosotros una conversión. “Creed en la Buena Nueva” quiere decir, ante todo,
creed que es verdad que el Reino de Dios está ya cerca, creéroslo y actuad en
consecuencia.
El administrador de la parábola no se dedicó a disfrutar de los bienes de su
amo viviendo espléndidamente, sino que pensó en el futuro y lo preparó. El
verdadero destino de todos nuestros bienes -y el primer bien es nuestro ser, nuestra
mera existencia- es que sean instrumentos para conseguir entrar en el Reino de
Dios. De no ser así, se cumpliría el aviso que nos dio el Señor al decir: “Pues, ¿de
qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se
arruina?” (Lc 9,25). Dios y su Reino están ya cerca y “la apariencia de este mundo
pasa” (1Co 7,31). Por lo tanto, no nos quedemos anclados en este mundo con sus
leyes y sus dinámicas, porque este mundo no es definitivo sino provisional y va
a pasar. La dinámica del mundo es que el dinero haga más dinero. Cuando tú das
tu dinero a la Iglesia y a los pobres, estás actuando inteligentemente, porque este
mundo va a pasar, pero Dios y su Reino permanecerán para siempre, y en su Reino
estará la Iglesia, consumada en la caridad, y estarán también los pobres
[“Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20)].
Madre Teresa de Calcuta supo proceder con la astucia que recomienda el Señor.

La tercera gran verdad que nos recuerda el evangelio de hoy es que la clave
de todo está en nuestro corazón, “porque donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón” (Lc 12,34). Si mi corazón tiene como “tesoro” el Reino
de Dios que está viniendo, entonces actuaré con sagacidad, subordinándolo todo
a la llegada de ese Reino; si mi corazón, en cambio, tiene como tesoro el dinero,
los bienes materiales, entonces seré incapaz de utilizarlo inteligentemente: creeré
que teniendo dinero ya lo tengo todo, y me ocurrirá como al hombre rico de otra
de las parábolas del Señor, que, viendo la cantidad tan grande de bienes que tenía,
se dijo a sí mismo: «Tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa,
come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”» (Lc 12,19-21).
Que “lo propio” de nuestro corazón sea Dios, y no el dinero; para que le sirvamos
a Él y no al dinero.

Rvdo. D. Fernando Colomer Ferrándiz

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