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La primera gran verdad que esta parábola nos enseña es que somos
administradores y no propietarios de todo lo que somos y lo que tenemos.
Convencernos de ello y actuar en consecuencia es una de las primeras exigencias
de la conversión imprescindible para poder entrar en el Reino de Dios. Un
administrador depende de su amo y es responsable ante él. No dispone de un bien
propio, sino de los bienes de otro, de los bienes que Dios le ha confiado. Es fiel y
digno de crédito si se deja guiar por la voluntad de su amo y no se comporta según
su propio capricho. Todos sus pensamientos deben de estar dirigidos a garantizar
que no haya ningún perjuicio para el amo, que nada suceda contra la voluntad del
amo y que se cumplan sus proyectos. Mediante la relación con los bienes del amo,
el administrador muestra el valor de su relación con el amo.
Todo lo que somos y lo que tenemos es un don de Dios [“¿Qué tienes que
no lo hayas recibido?” (1Co 4,7)], y mediante la sabia administración de todo ello,
debemos mostrar nuestra fidelidad a Él. Mi cuerpo, mi alma, mi espíritu, mi salud,
mi tiempo, mi dinero, mis capacidades, todo es un don de Dios, todo son bienes
que Él me ha confiado, y yo debo administrarlos mirando a Dios y a su santa
voluntad. Cuando san Ignacio de Loyola ora diciendo: “Tomad, Señor y recibid,
toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber
y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno”, está actuando
correctamente según nuestra condición de administradores y no de propietarios.
La tercera gran verdad que nos recuerda el evangelio de hoy es que la clave
de todo está en nuestro corazón, “porque donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón” (Lc 12,34). Si mi corazón tiene como “tesoro” el Reino
de Dios que está viniendo, entonces actuaré con sagacidad, subordinándolo todo
a la llegada de ese Reino; si mi corazón, en cambio, tiene como tesoro el dinero,
los bienes materiales, entonces seré incapaz de utilizarlo inteligentemente: creeré
que teniendo dinero ya lo tengo todo, y me ocurrirá como al hombre rico de otra
de las parábolas del Señor, que, viendo la cantidad tan grande de bienes que tenía,
se dijo a sí mismo: «Tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa,
come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”» (Lc 12,19-21).
Que “lo propio” de nuestro corazón sea Dios, y no el dinero; para que le sirvamos
a Él y no al dinero.