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EL ARTE COMO FAST-FOOD

Vivimos en la era de la abundancia, no tener es más un defecto personal que


un fracaso del sistema. Todo nos sobra en Occidente: el arte, los libros son
residuos de una sociedad bien alimentada. Se ofrecen novelas a 0 euros en
Amazon, en la red la música y las películas se despachan al ritmo vertiginoso
de tu conexión wifi. La cultura prolifera (como diría Baudrillard, no es expansión
es una excrecencia de la sociedad), se expande y las fronteras entre artista y
público, entre escritor y lector se emborronan. Así, ya es frecuente escuchar el
mantra hay más escritores que lectores. Este estribillo resume nuestra
sociedad de consumo cultural, es el reflejo de una subversión macabra de los
elementos comunicativos: muchos hablan y pocos o ninguno escuchan. Las
posibilidades para editar un libro son tan numerosas y hacen tan accesible
imprimir y encuadernas tomos rellenos de párrafos que cualquiera con un
mínimo interés puede convertirse en un autor publicado. Lo importante no es
decir algo nuevo, porque todo está dicho. Lo importante es decir, ser visible y
que la gente te escuche. Los libros son cifras, no mensajes. Los más vendidos,
cuántas páginas tienen, a cuántos idiomas se han traducido, cuántos
ejemplares, el número 1 de la lista de Navidad. Los youtubers, escritores sin
libro, son los nuevos autores, los más seguidos/leídos porque han roto la
barrera fatigosa del texto, ya no hay que molestarse en pasar páginas, tan solo
cliquear y permanecer catatónicos frente a la pantalla del ordenador. El pago es
un “megusta”. Cualquiera puede ser youtuber, es decir, escritor sin texto. La
cultura, por tanto, ha sido despojada de su placer sensual, ya no cotiza en la
bolsa de valores en la que participabas con algunas acciones tras un período
de formación y sacrificio. Ver la televisión es la nueva “cultura de masas”, el
folletín contemporáneo. Todo está en la televisión, desde la vida del famoso
hasta el partido de fútbol. Se ha vuelto un artilugio interactivo que te conecta
con el mundo y te regala la sensación de no estar solo en tu salón. Y ahora
también las series. Hay en las series esa atracción que nos hace vibrar porque
oscilan entre la obra de arte premeditada y la inmediatez, entre el artefacto
elaborado y rebosante de genialidad y la pantomima del directo que se controla
con un mando a distancia, en pijama, sin salir de casa. Los primeros
espectadores de las obras de Shakespeare posiblemente se sintieron del
mismo modo. Perplejos ante un arte nuevo que no sabían explicar pero que
fascinaba por igual a campesinos y nobles. Un espejo que les ofrecía, como a
nosotros la televisión, una imagen mejorada de ellos mismos. Un “entremés”
que se consumía con la voracidad y la inconsciencia con la que un joven
devora hamburguesas con cola.

El arte de ahora ya no se disfruta con la lentitud de una novela o una


pintura barroca. El arte se consume. Se mastica y se regurgita a la velocidad
del video-clip, se expulsa y se olvida rápidamente para dejar paso el siguiente
capítulo, a la próxima novedad editorial, al nuevo pop star de la academia de
canto televisado. El nuevo arte se consume y se vomita en las redes con
comentarios y twitters que sirven para retroalimentar la cadena de montaje de
este arte fast-food. ¿Es mejor o peor que hace unos años? La pregunta es
trampa porque toda comparación adolece de una anacronía. ¿Con qué
compararlo, con el teatro del Siglo de Oro o con los entornos de realidad virtual
del próximo milenio? Somos hijos de nuestro tiempo. Lo consumimos en
silencio o gritando, mientras esperamos que pronto, muy pronto, salga la
próxima temporada de nuestra serie favorita.

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