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Género y raza en la construcción de la nación mexicana

decimonónica: Un análisis de El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano


Dr. Ela Molina Sevilla de Morelock ● University of the Cumberlands

Symposium on 19th Century Spanish and Spanish-American Literatures


Florida International University ● Apr 2, 2011

Es pertinente iniciar este trabajo con la revisión de tres conceptos básicos y que en

general damos como sobreentendidos: nación, raza y género. Curiosamente, aunque

estas tres palabras forman parte del léxico patrimonial multicentenario del castellano, la

connotación contemporánea es bastante reciente, ya que data del siglo XIX.

En cuanto al concepto nación, Eric Hobsbawm (16) menciona que es

precisamente España, y en particular el reino de Castilla, donde se observa, por primera

vez, en el siglo XV, la constitución de lo que posteriormente se denominaría estado-

nación, cuando difícilmente podría darse este título a otras naciones europeas como

Francia, Alemania o Gran Bretaña. La palabra nación, de acuerdo al diccionario de la

Real Academia Española (DRAE), deriva directamente del latín y comparte raíces con el

verbo “nacer”. En la connotación contemporánea, igualmente, la pertenencia nacional, en

la mayoría del mundo occidental, se encuentra vinculada al lugar de nacimiento.

Hasta el siglo XIX (y en algunos casos en la actualidad) la pertenencia a un

estado-nación se determinaba de acuerdo a la ascendencia familiar, independientemente

del lugar de origen, como sucedía entre los miembros de la nación judía.

En México, hoy, existen varias formas de ser considerado mexicano, tanto desde

el punto de vista legal, a través de la constitución mexicana, como social, a través de la

adopción y autoadscripción del ser mexicano. Por una parte, se adquiere la nacionalidad

al haber nacido en territorio mexicano, independientemente del origen de los padres. De


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igual manera, hoy, se es ciudadano mexicano si alguno de los padres es mexicano,

independientemente del lugar de nacimiento. De esta forma se vincula el concepto de

nación con el de territorio, pero se conserva la adscripción basada en la ascendencia

familiar.

Se observa, también, como en otras naciones, que el idioma y el acento con que se

hable identifican la nacionalidad del hablante. Es curioso que al cruzar la frontera del sur

de México, una de las primeras cosas que hacen los agentes mexicanos de migración al

subirse a revisar los autobuses que vienen de Centroamérica es preguntar el nombre y

dependiendo del acento piden más papeles o se conforman. En caso de dudas piden se

cante el himno nacional mexicano.

En cuanto a la palabra raza, de acuerdo con Joan Corominas [citado en Guevara

581] entra al castellano en el siglo XIV y "vino a confundirse con el viejo y castizo

RAÇA 'raleza o defecto en el paño', 'defecto, culpa' " (Guevara 581). Hasta el siglo XIX,

los conceptos de raza y casta podrían considerarse hasta cierto punto intercambiables,

aunque el más utilizado fuera, en realidad, el de casta. El tercer y último término que nos

ocupa es el de género, que en el DRAE se asigna al “conjunto de seres que tienen uno o

varios caracteres comunes”, ya sea en asuntos de gramática -femenino, masculino y

neutro-; en agrupaciones con fines de análisis literario; en conjuntos biológicos que

comparten características comunes; o en conjuntos de mercancías y otros productos.

Para el concepto de nación he adoptado las definiciones de Eric Hobsbawm y

Benedict Anderson, y en este sentido, entenderé “nación” como aquel territorio ideal

imaginado, flexible, mutante y mutable, en el cual, sus habitantes están unidos a partir de

un deseo común, y una decisión común, de pertenecer a él. En México, la pertenencia


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nacional no se ha vinculado a una variedad lingüística, aunque sí se ha promovido la

difusión del castellano como elemento unificador. Ante la existencia de múltiples núcleos

indígenas con diferentes lenguas, primero el náhuatl –en los siglos XVI y XVII– y

después el castellano, han servido como linguas francas unificadoras.

Para el naciente nacionalismo mexicano post-independentista del siglo XIX,

Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), autor de quien nos ocupamos en este trabajo,

planteó la necesidad de buscar un tipo humano definido y representativo que unificara y

conciliara a la nación (Cortazar 105). Y este tipo definido y representativo sería el

mestizo, representado en todas sus obras, pero con mayor énfasis, precisamente, en su

última novela: El Zarco. Altamirano había planteado esta necesidad en 1868 (Literatura

Nacional) a semejanza del gaucho en Argentina, del llanero venezolano, y del guajiro

cubano (Cortazar 115).

Ignacio Manuel Altamirano, a quien Manuel Gutiérrez Nájera denominara

“Presidente de la República de las Letras” (358), fue uno de los intelectuales más

influyentes del México decimonónico, y fue también (como era costumbre) escritor,

político, educador y militar. En El Zarco (1901) obra póstuma, considerada su obra

maestra, es posible observar, de manera madura y aglutinante, los planteamientos

políticos, ideológicos, culturales y sociales de los liberales mexicanos para la

construcción del México de la Reforma y de la modernidad.

Lo más curioso del caso mexicano es que a pesar de que se conocían los

planteamientos pseudocientíficos relativos a la supuesta superioridad de la raza “blanca”,

como lo atestiguan usos populares como el de la necesidad de “mejorar la raza”

blanqueándola, para la construcción de este México de la modernidad se eligieron dos


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pilares fundamentales: el mestizaje y la familia, y como base de ésta última: la mujer.

Aunque este fenómeno no fue exclusivo ni de Altamirano, ni de México, como lo

documentan, entre otros, Silvia Arrom (264) y María Ángeles Cantero (23), no deja de

ser interesante observar la forma en que este fenómeno se realiza en el caso de México, y

las características particulares que adquiere, sobre todo en lo relativo al substrato

indígena de la sociedad mexicana, especialmente en lo que se refiere a la división

ilustrada entre lo público y lo privado; y la justificación pseudocientífica decimonónica

del racismo en occidente.

Estas políticas culturales de la modernidad, en el caso de México, se plasman en

obras que no sólo las reflejaron, sino que a su vez influyeron en las decisiones constituvas

de la nación tanto en el juarismo, como en el porfirismo y en el México

postrevolucionario.

El Zarco, como parte de la literatura canónica mexicana, nos muestra,

precisamente, esos dos pilares ya mencionados. Por una parte lo relativo a la idea de

“una” mujer ideal −mítica y homogénea−, representada por personajes femeninos planos

y que representan una de las mayores preocupaciones sociales de la familia mexicana: la

“deshonra” familiar motivada por la fuga de la hija, lo que atenta contra el pilar de ese

proyecto de estado-nación que mencionamos anteriormente. En El Zarco, la deshonra

familiar es acompañada por un medio ambiente lúgubre y telúrico “caía un aguacero

terrible […] en que parece abrir el cielo todas sus cataratas e inundar con ellas el mundo.

La lluvia producía un ruido espantoso en el tejado, y los árboles de la huerta, azotados

por aquel torrente, parecían desgajarse” (El Zarco 40). Al percatarse de la fuga de

Manuela, doña Antonia, la madre, “convencida ya de su desdicha, cayó desplomada


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sobre el suelo y rompió a llorar dando alaridos que hubieran conmovido a las piedras”

(El Zarco 45). La vergüenza es superior al dolor y la madre lo expresa de la siguiente

manera: “–Preferiría yo verla muerta a saber que está en los brazos de un ladrón y asesino

como ese–” (El Zarco 48).

Finalmente, la vergüenza, la rabia y el dolor llevan a doña Antonia a la tumba y es

aquí, a partir de la desaparición de Manuela, cuando la heroína de la novela, Pilar, destaca

donde hasta entonces había permanecido en segundo plano.

Pilar, la mestiza, surge como ejemplo de la mujer ideal, a la que deben semejarse

las mujeres que quieran considerarse decentes. Deben ser virtuosas, valientes y

desinteresadas: “–¡Que me mate –dijo ella– pero que se salve él!” (El Zarco 58).

Ante esta muestra de amor desinteresado, Nicolás, hasta entonces enamorado de

Manuela, “la muchacha más linda de Yautepec” (El Zarco 53), cuya “carita blanca” era

alabada por todos los habitantes masculinos de Yautepec (El Zarco 12), es desplazada en

el corazón de nuestro héroe. Nicolás se da cuenta, finalmente, que la morenita Pilar es

quien merece sus atenciones y su amor, y este desplazamiento se da, precisamente, por la

pureza de carácter y los valores morales de la chica: “De manera que él había estado

embriagándose por mucho tiempo con el aroma letal de la flor venenosa, y había dejado

indiferente a su lado a la flor modesta y que podía darle la vida” (El Zarco 58).

Remitiéndonos, nuevamente, a la fundación familiar, y a la importancia de contar con

alguien dedicado a dicha familia, dispuesta a renunciar a todo por él, el futuro hombre de

la familia.

Al igual que en Clemencia, Altamirano crea personajes binarios. Mientras

Manuela es “voluntariosa”, Pilar se mueve “lentamente y como sin voluntad” (El Zarco
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7). Sin embargo, en Clemencia no hay una resolución feliz, porque la preocupación de

Altamirano está centrada en el éxito del proyecto nacional. Por otra parte, en El Zarco,

los intereses individuales también cobran importancia, ahora Altamirano considera que la

felicidad individual es importante para el éxito nacional, y esto se muestra en el enlace

matrimonial de Pilar y Nicolás.

En El Zarco, a diferencia de Clemencia y La Navidad en las montañas, la lógica

y la necesidad de la nación y de la comunidad se ven complementadas por la necesidad

de buscar y lograr la felicidad individual. Sin embargo, sería incorrecto afirmar que lo

individual desplaza a lo comunal. Más bien, la felicidad individual, además de estar

vinculada a la felicidad de la comunidad, adquiere carácter e importancia propios.

Hasta cierto punto, podríamos pensar que en el pensamiento liberal de fines del

siglo XIX, en México, ya se vislumbra el acercamiento de la filosofía liberal mexicana

con la estadunidense, en la cual la búsqueda de la felicidad individual, como un derecho

humano: “The Pursue of Happiness” forma parte integrante del proyecto nacional de los

Estados Unidos, no así en el caso de México. Ello no significa, de ninguna manera, que el

pensamiento comunal, proveniente tanto de la herencia hispana como de la herencia

indígena, haya sido sustituido por el pensamiento individual o individualista proveniente

de los pueblos anglo-germanos, sino que al componente comunal se le agrega lo que

podríamos denominar cierta “dosis” de individualismo, particularmente en lo que

concierne a la pareja que empezaría a constituir el nuevo tipo de familia ideal constitutiva

de la nación moderna: la familia nuclear (padre, madre e hijos) en contraste con el

modelo de familia tradicional, la familia ampliada, en la que se incluyen abuelos, tíos,

primos y hasta padrinos.


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Como se mencionó en el párrafo anterior, el elemento comunal es importante en

El Zarco, y en la obra que nos ocupa lo observamos en el llamado a la organización de la

sociedad para la autodefensa, tanto en contra de los bandidos, como de las autoridades

corruptas e incompetentes. Es, precisamente, la posibilidad de la comunidad de

organizarse en defensa de Nicolás, lo que permite la creación del ambiente necesario para

que la unión de Nicolás y Pilar sea viable. De no haber existido esta organización

comunitaria para la autodefensa, Nicolás probablemente hubiera sido encarcelado, o

desaparecido, y la unión de nuestros héroes no se hubiera podido concretar.

Con la unión matrimonial de Nicolás y Pilar se concretiza, a su vez, la formación

de la familia “nacional”, la familia como alegoría de la naciente nación mexicana, vía la

unión de razas, representada por nuestros héroes -ambos mestizos- y finalmente la unión

de géneros en una pareja formada por un hombre valiente y honrado y la multicitada

abnegada mujercita mexicana.

Para dicha unión nacional, se requería no sólo de la conciliación política entre

conservadores y liberales; realistas e independentistas; sino también de la conciliación de

razas y castas, y de la validación final de la unión entre lo europeo y lo indígena. En

efecto, se requería de un proyecto unificador y conciliador que llevara a México al

progreso, “…que atenuara los enconos ideológicos y demandara la conciliación […] Un

liberal probado, Ignacio Manuel Altamirano, se encarga de la tarea” (Monsiváis 99).

Ya en la introducción a la Revista Renacimiento, Altamirano había planteado la

necesidad de reconciliación nacional, al llamar a constituir la República de las Letras:,

aquella en la que: “no se concede el mando a la fuerza, ni a la intriga, ni al dinero, sino al

talento, a la grandeza de alma, a la honradez […] en ella no penetran las exhalaciones


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deletéreas de la corrupción […] Las modestas puertas de este templo están cerradas al

potentado, al rico estúpido, al espantajo de sable” (Altamirano 7)

Esta conciliación nacional se refleja en el triunfo y la unión de nuestros héroes

mestizos, mientras se disminuye la preferencia por los héroes cuyo fenotipo racial

corresponde al europeo. Nicolás tiene rasgos indígenas, pero no es “indio puro”, ya que

“tenía el tipo indígena bien marcado, pero de cuerpo alto y esbelto” (El Zarco 14).

Nuestros antihéroes, Manuela y El Zarco, son ambos blancos y el bandido,

además, y como su sobrenombre lo indica, tiene ojos azules. Ambos modelos de belleza

europeizada no dejan de representar el estereotipo de la belleza física, pero sí de la

belleza más importante a los ojos de Altamirano, es decir: la belleza espiritual, moral y

que representa la fortaleza del carácter y del alma. En este caso, los “buenos de la

película” son los mestizos, mientras los “malos” son los güeritos.

Podríamos concluir que, a fines del siglo XIX, con la novela El Zarco, se

oficializa y se acepta, lo que se venía dando en la realidad, desde el siglo XVI. Esto es, la

formación de castas incluyentes que permitían el llamado tránsito étnico, proceso

consistente en transitar de una casta a otra, como sería el caso de personajes como el

propio Ignacio Manuel Altamirano, buen ejemplo del llamado “indio letrado”; su

maestro, Ignacio Ramírez “El Nigromante” (1818-1879), y Benito Juárez (1806-1872),

indígenas puros que, sin negar su origen indígena, se autoadscribían y se comportaban

como mestizos, gracias a su acceso a la educación. Todos ellos llegaron a ocupar

importantes cargos en el gobierno, el ejército y la vida intelectual nacional durante el

siglo XIX.
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Para apoyar lo anterior, nos remitimos a Silvia Marina Arrom, quien documenta la

frecuencia con que los mexicanos del siglo XIX realizaban el tránsito étnico según les

resultara más conveniente para evitar el reclutamiento militar o el pago de tributo:

“Because the middle classes were ethnically heterogeneous, and because, of all the

groups, the Castes were the most blurred by intermarriage [...] racial designations were

largely self-declared by 1811, and there is evidence that people changed them as they

rose in status...”(104-105).

Por su parte, John K. Chance en su artículo “On the Mexican Mestizo” abunda en

el carácter altamente flexible (162) de lo que en los Estados Unidos se denomina razas y

que en México no se visualiza de la misma forma.

En México y otros países latinoamericanos las identidades étnicas van más allá de

los fenotipos biológicos y obedecen a factores más complejos que el simple criterio

referido al color de la piel. En México las identidades sociales de los mestizos y los

indígenas son intercambiables y lo han sido por varios siglos. Y no sólo un indígena puro,

como Benito Juárez, ascendió en la escala social para ser presidente en el siglo XIX, sino

que un mestizo podía ser considerado español, como lo documenta Chance para la región

de Oaxaca en el siglo XVIII:

A mestizo regarded his race not so much as an indicator of group

membership or an ascriptive [sic] badge of self-definition within a static

and rigid social system, but rather as one component of his social identity

which could be manipulated and often changed. Many “mestizos” who

were economically successful or were able to form strategic marriage

alliances ceased to be mestizos. (162)


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Para complementar las citas anteriores, vale la pena mencionar que la división entre

españoles americanos (criollos) y españoles europeos (peninsulares o gachupines),

tampoco era inamovible. Jacques Lafaye señala la existencia de peninsulares acriollados,

que, habiendo venido de la Península, se identificaban con la mentalidad criolla y se

autoadscribían como criollos: “It was knowledge of the country and, above all, loyalty to

the colonial ethic of creole society, rather than place of birth, that defined the criollo” (8).

Con las citas anteriores, reiteramos la observación de que en México el problema

de la “raza” es de carácter multivariante. No depende exclusivamente del color de la piel.

La situación del mestizo no es sólo una cuestión de discurso. En la vida cotidiana los

indios podían convertirse en mestizos, y éstos en criollos, ya que para mediados del siglo

XVIII:

Proof of mestizo ancestry was becoming acceptable in legal proceedings to

establish one’s “purity of blood” (limpieza de sangre) [...] the ongoing

process of mestizaje had reached a point where [...] the white elite ceased

to view the mestizos as ilegitimate [...] and incorporated them into the

urban stratification and status system. (Chance 160-161)

Como confirma Lafaye a este respecto: “Keep in mind, too, that of the creoles described

as “whites” a certain number, difficult to estimate but certainly high, were biologically

mixed-bloods” (12). En efecto, es preciso recordar que la unión matrimonial entre

indígenas y españoles no era un fenómeno aislado o excepcional. Por el contrario, era un

fenómeno bastante común desde los inicios de la Conquista, como puede observarse en

las múltiples menciones, originalmente en náhuatl, relativas a la relación entre los

indígenas y españoles (Arthur Anderson et al. 61, 63, 67). Esto se debe a varios factores,
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entre los cuales destacan la reducida presencia de mujeres entre los conquistadores y la

política expresa del gobierno español en cuanto al fomento de los matrimonios mixtos,

como se lee en la Real Instrucción del 29 de marzo de 1503, en la cual los Reyes

Católicos ordenan al Gobernador Ovando y a sus oficiales:

Otrosí: mandamos que el dicho Nuestro Gobernador e las personas que

por él fueren nombradas para tener cargo de las dichas poblaciones, e ansí

mismo los dichos Capellanes, procuren como los dichos yndios se casen

con sus mugeres en haz de la Sancta Madre Iglesia: e que ansímismo

procure que algunos cristhianos se casen con algunas mugeres yndias, e

las mugeres cristhianas con algunos yndios, porque los unos e los otros se

comuniquen e enseñen, para ser dotrinados en las cosas de nuestra Sancta

Fee Cathólica, e asímismo, cómo labren sus heredades e entiendan que sus

faciendas, e se fagan los dichos yndios e yndias, ombres e mugeres de

razón. (Ots 80)

Durante el siglo XVI, es decir, inmediatamente después de la conquista (1521), los

matrimonios entre indígenas y españoles fueron bastante frecuentes. Estas uniones, como

ya se mencionó estaban determinadas por el origen social de los contrayentes, de acuerdo

tanto a las costumbres nahuas, como a las españolas. En los documentos consultados por

Carrasco (89, 103) se encuentran pocas menciones directas a las características raciales

de los contrayentes. La base de las uniones se sustenta en características tales como la

riqueza o la clase social, siguiendo tradiciones ya existentes tanto entre las sociedades

prehispánicas, como en la propia España. En ambos casos, las alianzas interétnicas

habían sido comunes. En las sociedades prehispánicas como estrategia de alianzas entre
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las diferentes naciones indígenas y en España se habían dado entre cristianos y árabes, así

como entre los diferentes reinos de la península, y entre España y otras naciones

europeas.

Como ya se ha venido mencionando, así como se requería elegir un tipo definido

y representativo (el mestizo), también se requería definir el futuro de la nación y de la

familia como núcleo social primario y alegórico de dicha nación. En esta “familia” ideal

las mujeres jugaban un papel fundamental como las responsables de la educación y

formación del futuro ciudadano, y por tanto de esa nación imaginada. En palabras de

Torres-Pou: en el siglo XIX, como en otros momentos de la historia, la mujer ha

funcionado “como pantalla de cinematógrafo en la que el hombre proyecta sus

obsesiones” (Torres-Pou 203).

Al comentario de Torres-Pou podría complementársele con lo que Virginia Woolf

dijera en “el año de gracia de 1928” (62) en el sentido de que las mujeres sirven de espejo

a los hombres y que si éstos “insisten con tanto énfasis en la inferioridad de las mujeres,

[es] porque si ellas no fueran inferiores, ellos no serían superiores” (42). O, como

recetara Juan Jacobo Rousseau a sus lectores en 1762: “Deci[r] sin cesar: las mujeres

tienen tal y cual defecto que nosotros no tenemos” (Emilio 418).

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