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En las últimas décadas del siglo XIX la economía capitalista basada en la industria se había

consolidado considerablemente. El sistema industrial mostraba toda su capacidad de producir


riqueza como ningún otro sistema lo había hecho. Se estaban formando gigantescas empresas
industriales, cuya producción no sólo alcanzaba para abastecer la demanda local, sino que sobraba
para ser vendida en otros países.

Al mismo tiempo, los sectores sociales que se habían opuesto al pleno desarrollo de la industria en
Europa -terratenientes y pequeños artesanos- habían perdido influencia política.

Gracias al crecimiento de la economía industrial se había constituido una importante clase obrera,
que tendía a agruparse en sindicatos y partidos para expresar sus demandas frente a una
economía que no tenía en cuenta sus derechos y necesidades.

Los países más industrializados eran las potencias europeas y los Estados Unidos de América, que
comenzaban paulatinamente a desarrollar todo su potencial productivo. Los países europeos
llevaban a cabo políticas de expansión colonizadora, ocupando territorios en diversos puntos de
África, Asia y Oceanía, de los cuales extraían los recursos necesarios para aumentar su producción.

El sistema económico mundial estaba organizado de acuerdo con las necesidades de los países
más poderosos, sobre la toase de la llamada “división internacional del trabajo”: cada país
producía (y exportaba) aquello que podía hacer de la manera más eficiente, en tanto que
importaba otro tipo de bienes. Por ejemplo, los países de América latina intercambiaban sus
productos minerales y agrícolas con los países industriales, recibiendo de ellos bienes
manufacturados.

Si bien el sistema capitalista industrial había sufrido situaciones de crisis sociales y financieras,
había demostrado capacidad de recuperarse. El dominio de los industriales sobre la economía
fortaleció sus convicciones sobre las ventajas del liberalismo.

EL LIBERALISMO: El conjunto de las transformaciones ideológicas y políticas que se habían


desarrollado en Europa y América entre finales del siglo XVII y el fin del Imperio napoleónico
(1815) conformaron una corriente ideológica y una doctrina política que conocemos como
liberalismo. Aunque la palabra «liberal» (amigo de la libertad), parece ser que fue acuñada en
España, en las Cortes de Cádiz (1812), en sentido amplio el término «liberal» sirve desde el siglo
XIX para denominar un conjunto de ideas que fueron la base y el sustento de los sistemas políticos
creados por las revoluciones liberal-burguesas.

Además de su contenido político o económico, las ideas liberales se plasmaron también en un


modo de entender la sociedad y en una actitud hacia las personas y las relaciones sociales. Así, en
nombre de la razón y del derecho de todo hombre a vivir libre, los liberales concibieron el universo
como una inmensa mecánica cuyos engranajes obedecían a leyes naturales.

Por ejemplo, cuando Newton descubre las leyes elementales de la física, o Galileo afirma que la
tierra gira en torno del sol, no ponen en tela de juicio ningún dogma de la Iglesia, sino algo mucho
más radical: la presencia de Dios en cada acontecimiento. Cuando los científicos a partir del
Renacimiento van descubriendo las leyes de la naturaleza por medio de la ciencia, no niegan la
existencia de Dios, al contrario atribuyen al creado haber dictado esas mismas leyes que ellos
simplemente descubren, pero este cambio produce una alteración profunda en la tarea de la
búsqueda de la verdad. Hasta entonces, era Dios el que hacía salir el sol todas las mañanas por el
este, y nada obstaba a que un día, a su Divino arbitrio, lo hiciera salir por el oeste. Al descubrir
leyes inmutables de la naturaleza, el «rol» del Creador quedaba limitado al momento de la
creación, con lo que, estaban afirmando (por cierto de manera muy poco explícita) que el camino
hacia la verdad lo brindaban la ciencia y no la teología.

Consideraban que la sociedad estaba compuesta por individuos y no por órdenes clases, o
estamentos, y erigieron en doctrina la defensa de la libertad individual. La libertad, que ellos
definían como la ausencia de sometimiento a otros, era un bien en sí mismo en todos los campos:
civil, religioso, político y económico. La nueva ideología defendía la libertad de comprar, vender,
contratar o establecerse, sin otros límites que el propio deseo y el respeto a la libertad de los
otros.

La libertad no podía ser limitada por ningún tipo de autoridad, fuera política o espiritual.
Defendían la libertad de pensamiento y denunciaban todo intento de limitar la libertad de
conciencia y de creencias. Reclamaban el derecho a la libre reunión, a la asociación, a la expresión
de las ideas, a la manifestación y a la libertad de prensa. Asimismo, consideraban que la religión
debía ser una convicción personal y no un asunto de la vida pública. Se podía creer o no en Dios y
ser igualmente un buen ciudadano. Disociaban, por tanto, lo temporal de lo espiritual y defendían
un Estado laico, no confesional.

Haciendo un poco de historia se observa que en Francia, existía lo que luego se denominó el
«antiguo régimen». Un rey absoluto, y una serie de nobles cortesanos que gozaban de toda clase
de prerrogativas. El lujo del palacio de Versalles se lograba a costa de impuestos que sometían a la
miseria a la mayoría de la población. El alto clero (obispos y cardenales) y la nobleza eran una
pequeña minoría, pero monopolizaban el poder económico y político del reino. Por eso, el
liberalismo en Francia se destaca por su carácter político. Buscan llegar a una forma de gobierno
democrática y consagrar los derechos individuales.

Por lo tanto, los liberales rechazaban todo poder absoluto y desconfiaban de los poderes
constituidos. Eran partidarios de un régimen parlamentario con garantía de derechos y separación
de poderes. Cada uno de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) equilibraba a los otros
dos. El poder no podía manifestarse bajo la forma de decisiones arbitrarias que provinieran de una
autoridad que se reclamaba de derecho divino. Los liberales no eran hostiles a la monarquía,
siempre que fuera constitucional y que los monarcas reinaran, pero no gobernaran.

Toda decisión debía emanar de una Asamblea elegida por sufragio, que representaba la voluntad
general de la nación y para la que defendían una gran cantidad de prerrogativas. La voluntad de la
nación debía expresarse mediante la elaboración de leyes y debía ser la ley la que rigiera la vida
pública. La Constitución era la gran ley, el marco que regulaba las relaciones entre los ciudadanos
de un Estado y garantizaba sus derechos.

Pero además, para el liberalismo, las leyes debían garantizar el ejercicio individual de las libertades
individuales frente al poder del Estado y se definía la libertad política como el conjunto de
garantías del ciudadano ante los poderes públicos. Los liberales deseaban un Estado que respetara
las libertades y que hiciera aplicar una ley igual para todos.
En Inglaterra la aristocracia inglesa venía arrancando concesiones a los reyes desde Edad Media.
La célebre Carta Magna de 1215 limitaba seriamente el poder real a favor del Parlamento. En 1679
el rey se había visto forzado a firmar el “Bill de habeas corpus”, y diez años después debieron
firmar la «declaración de derechos» que reducía aún más el poder real y reconocía algunos
derechos de los ciudadanos.

En el siglo XVIII el parlamento tenía cada vez más poder y surgieron dos partidos políticos que
disputaban las bancas del parlamento mediante el voto de los ciudadanos. Inglaterra era vista en
toda Europa como un modelo de libertad y tolerancia, a pesar de que había tenido persecuciones
religiosas y otras atrocidades. Ya en el siglo XVIII la preocupación de los ingleses no era el poder
real, sino la riqueza, los inventos Y el comercio monopólico con sus colonias que condujo a la
revolución industrial.

Se señaló que algunos términos usuales del debate político, como democracia, izquierda,
liberalismo, tienden a desgastarse y a adquirir un sentido confuso. Sin embargo, todos sabemos
que las monedas desgastadas son admitidas para comprar en los almacenes y siguen siendo de
todas maneras útiles, a pesar de las confusiones que ocasionalmente provocan. Lo mismo ocurre
con estos términos.

Pero por eso, resulta importante aclarar lo que entiendo por "liberalismo" en su sentido general,
con independencia del grado en que las ideas liberales hayan sido acogidas o incorporadas al
partido liberal colombiano. Como se señaló ayer, en otras exposiciones, el liberalismo del siglo
XVIII se configuró alrededor de dos ideas fundamentales: la de defensa de los derechos y
libertades individuales contra toda forma de opresión estatal, y la de la necesidad de un sistema
político representativo que constituyera una garantía contra las posibilidades de que el estado
infringiera los derechos del ciudadano. Este sistema político está basado en la separación de
poderes o ramas del poder público; así, la existencia de órganos legislativos, ejecutivos y judiciales,
independientes entre sí, se convierte en el mecanismo que permite el florecimiento de libertades
de pensamiento, conciencia, expresión, movilización y trabajo, etc.

Debe quedar claro, por otra parte, que estas ideas liberales, cuyos exponentes paradigmáticos son
Locke y Montesquieu, surgieron en forma independiente, con excepción tal vez de Rousseau, de
una visión democrática de la sociedad. La visión liberal fue defendida o impulsada principalmente
por la burguesía europea y por algunos grupos intelectuales, y en ellos el liberalismo político
estuvo estrecha mente ligado a la idea de una economía liberal, y habitualmente se contrapuso a
lo que podríamos llamar una perspectiva democrática. Porque no es lo mismo pensar que deben
respetarse los derechos individuales a pensar que el pueblo tenga el poder, y este último es el
sentido original e inmediato de la idea de “democracia”. Puede existir un régimen liberal,
respetuoso de los derechos individuales, que no sea popular, donde el poder esté en manos de un
grupo social relativamente estrecho. Así ocurrió, efectivamente, durante los primeros tiempos del
liberalismo.

Pero tanto en Europa como en Colombia las dos corrientes ideo lógicas mencionadas,
independientes en sus orígenes, comenzaron a confluir desde mediados del siglo XIX, para usar
una fecha no muy precisa. El doctor Gerardo Molina mostró justamente en su exposición de ayer
algunos de los elementos democráticos incluidos en las primeras formulaciones explícitas del
libera4ismo colombiano en 1849. En ese momento, el liberalismo surgió, al menos parcialmente,
como un partido liberal-democrático, y esta confluencia hace parte esencial de su tradición, así
haya sido abandonada en algunos momentos de su historia. Es esta una de las peculiaridades del
partido liberal colombiano, que aparece cuando se compara con otros partidos liberales, y es
justamente la que explica que haya logrado subsistir en Colombia, conservando su nombre y hasta
cierto punto una continuidad ideológica e histórica, cuando en otros países, donde el liberalismo
acentuó únicamente su vertiente “liberal”, vinculado usualmente a una ideología estrechamente
empresarial, desapareció o se convirtió en una agrupación minoritaria.

La confluencia entre liberalismo y democracia estuvo facilitada teóricamente por la idea de que
todos los hombres tenían un derecho igual a participar en los beneficios del desarrollo social, idea
en la que se unían el concepto de igualdad legal de todos los hombres con el de igualdad
substancial de estos. En el siglo XIX podía creerse que el individuo podía desarrollar todas sus
capacidades humanas en el marco de una sociedad y una economía liberales. Por eso el hecho
señalado por el doctor Molina ayer, de que en la Nueva Granada los prohombres liberales
hubieran planteado simultáneamente la defensa de las libertades individuales y los derechos
humanos, y la defensa de un modelo de acción estatal que no interviniera en la economía, no es
tanto un error como una consecuencia inevitable del

Sistema de conceptos mencionados. En ese momento se creía que el juego automático de los
mecanismos del mercado, en una economía de libre empresa, permitía precisamente lograr los
mayores beneficios individuales, económicos y sociales, para todos. Se pensaba que cada persona,
buscando su propio interés individual o priva do, actuaba en la economía, en la producción, la
distribución o el consumo, de tal modo que se lograba automáticamente el bienestar para el
mayor número posible, como lo habría dicho Bentham, y el mayor beneficio para el conjunto de la
sociedad, que era sólo la suma de los beneficios de los individuos.

El problema para el liberalismo surgió al entrar en crisis esta visión individualista de la economía y
la sociedad, lo que ocurrió en Europa a mediados del siglo XIX. Empezó a advertirse entonces que
el juego libre del mercado, aunque aumentaba la productividad e impulsaba un acelerado
crecimiento económico, producía continuamente un efecto especial: el mantenimiento de una
sociedad dividida en clases con intereses opuestos, en la que los grupos con el control de la
propiedad, del poder político y de la información pueden tener un acceso libre a los beneficios
producidos por el desarrollo económico y social, mientras que otras clases sociales quedaban por
fuera de tales beneficios. Se veía entonces que la economía liberal producía la felicidad de un
corto número a costa de la miseria o la degradación de la gran mayoría de la población. Por esta
razón importantes sectores del pensamiento liberal europeo —y el ideólogo que surge a la mente,
es por excelencia John Stuart Mill—, acabaron reconociendo la necesidad de una intervención
continua del estado para corregir los efectos inevitables de la economía liberal. Bentham, uno de
los pensadores que mayor influjo tuvo sobre los ideólogos y políticos colombianos, se enfrentó
explícitamente a este dilema, al recordar que el liberalismo defendía la ausencia de intervención
estatal, la que producía una desigualdad social creciente, pero al mismo tiempo había prometido,
—efecto de sus aspectos democráticos iniciales—-, la igualdad social . Para Bentham era preciso
elegir entre las ventajas de un crecimiento acelerado de la economía, acompañado por la
concentración de riqueza y la desigualdad, resultados todos del libre juego del mercado, y los
beneficios de una acción del estado por lograr el ideal democrático de la igualdad. Bentham, buen
liberal, concluía que no podía sacrificarse el crecimiento económico y la libertad de mercado en
favor de la igualdad.

Esta tensión entre liberalismo y democracia, entre crecimiento de la economía e igualdad, entre
los beneficios de los empresarios y los beneficios de la sociedad, trató de resolverse de muy
diversas maneras. Por ejemplo, en los Estados Unidos y. en muchas partes de Europa se planteó lo
que podríamos llamar un liberalismo utópico, basado en la idea que la sociedad debía convertirse
en un conglomerado de pequeños propietarios, donde todos los hombres tuvieran acceso a la
tierra y por lo tanto a la independencia personal y a la capacidad de intervenir razonablemente en
política que, para los liberales, sólo podía tenerla quien fuera propietario. Por supuesto, esta
“utopía” jeffersoniana iba en contra de tendencias más vigorosas de la economía, pues la
revolución industrial del siglo XIX sólo fue posible mediante la expansión de la población
asalariada, es decir mediante el aumento del número de gentes sin propiedad. Por otra parte, si
todos los hombres no eran propietarios no podía realizarse la promesa liberal de igualdad, así
fuera puramente política. Todos los pensadores liberales de la primera mitad del siglo XIX estaban
de acuerdo en que quien no fuera propietario no podía intervenir responsablemente en la política,
y no gozaba de la libertad necesaria para tomar decisiones de acuerdo con su razón. Por eso las
constituciones colombianas del siglo XIX, como las leyes electorales inglesas, reservaron el voto
para quienes tuvieran ciertos ingresos mínimos o al menos tuvieran un determinado nivel
educativo. Y así se entiende cómo quienes creían que el liberalismo debía promover una sociedad
democrática tenían que propugnar porque todos los hombres fueran propietarios. En Colombia se
encuentran esbozos de esta idea en figuras como Manuel Murillo Toro, Rafael Núñez en su época
radical o Salvador Camacho Roldán, pero su formulación más clara se encuentra sin duda en la
obra de Alejandro López a finales de la década de 1920.

La otra respuesta que se ha dado a la comprobación de que el liberalismo económico, el


capitalismo, produce al lado de la riqueza la miseria de las grandes masas, ha sido la que tan
grande éxito ha tenido en la sociedad europea de este siglo, por supuesto sobre la basé de un
previo desarrollo económico muy elevado. En Europa, se ha mantenido en esencia un sistema
político liberal, con un régimen jurídico y legal que permite la competencia política no violenta y
respeta en general el sistema de derechos y libertades individua les, y se ha conservado un
sistema económico basado en la libertad de empresa y en el capitalismo. El estado interviene para
evitar los peores defectos de la libre empresa y contribuir al éxito de la iniciativa empresarial
privada, pero interviene también para realizar una amplia distribución de bienes y servicios. En vez
de usar el poder del estado para modificar el sistema capitalista alterando la distribución de la
propiedad productiva, la que se encuentra tan concentrada en Europa —incluso en Suecia o
Inglaterra— como en cualquier país donde impere el capitalismo más crudo, la capacidad estatal
se usa para redistribuir, sobre todo mediante un sistema tributario progresivo, los beneficios del
crecimiento económico y en general de la producción. Así, el sistema económico produce nueva
desigualdad, mantiene clases sociales más o menos antagónicas, concentra la capacidad de
decisión económica, y todo esto se considera necesario y conveniente para mantener los
estímulos al crecimiento económico, al ahorro y la inversión. Pero el estado, al establecer reglas
para el funcionamiento de la economía y para el manejo de las relaciones entre empresarios y
asalariados, interviene para corregir en forma continua las desigualdades permanentemente
renovadas. Así se estableció el estado del bienestar, muchas veces por la presión y bajo el control
de partidos de origen obrero, como el laborismo y las socialdemocracias.

Ahora bien, el partido liberal colombiano, en el momento de su surgimiento, hizo énfasis en lo que
corresponde al aspecto puramente liberal, en la lucha por ciertas libertades individuales, en la
defensa de una educación libre del control de la iglesia, y ‘en una actitud hacia el estado que
insistía en su debilitamiento para ampliar la esfera de acción libre de los individuos. Sin embargo,
desde sus orígenes incluyó algunos elementos de la constelación ideológica democrática,
mezclados en forma diversa entre los grupos que lo configuraron. Así, como lo señaló ayer el
doctor Molina, desde el año de 1849 el partido planteó como parte de su programa el sufragio
universal, y la constitución de 1853, en acto que apenas tenía antecedentes en Europa (La Francia
de 1851), consagró el derecho al voto de todos los ciudadanos. Este, sin embargo, sólo se ejerció
real mente entre 1853 y 1857, y luego esta idea dejó de hacer parte del ideario liberal por varias
décadas. Al mismo tiempo, los grupos contrarios a los gólgotas y radicales rechazaron los efectos
que ciertos aspectos del liberalismo económico tenían sobre el bienestar económico de artesanos
o gentes sin recursos. Así pues, aunque en el complejo de ideas del liberalismo colombiano
dominaban el liberalismo económico y político, tenían algún peso, así fuera subordinado, las ideas
democráticas de participación popular en el poder y de la necesidad de, que el estado interviniera
en la economía para corregir los efectos del mismo liberalismo.

Estos contrastes ideológicos correspondieron a una clara división dentro de la coalición de


sectores sociales que, como lo mostró el doctor Molina ayer, conformaban el liberalismo de
mediados de siglo pasado. En el liberalismo había artesanos, intelectuales, profesionales,
comerciantes, propietarios rurales, etc., y el conflicto entre los intereses y las ideas de estos
grupos llevó rápidamente a una tensión que puso en crisis el partido liberal. Entre 1851 y 1855 los
artesanos urbanos y los comerciantes liberales se enfrentaron cada vez con mayor vigor, y este
enfrentamiento concluyó con la derrota de los artesanos y de sus defensores políticos. A partir de
entonces el liberalismo, cuyo elemento popular expresado ante todo por los artesanos había sido
tan importante, pasó a ser conducido en una forma que corresponde a la hegemonía, dentro de él,
de los grandes comerciantes, de los empresarios rurales de exportación y de quienes impulsaron
el desarrollo de un sistema bancario nacional. Los artesanos perdieron importancia política
durante casi todo el resto de siglo, y fue el grupo radical y para usar un término no muy científico y
algo antipático, “oligarca”, el que controló y orientó el partido liberal.

No hay duda de que el liberalismo, durante el período de 1850 en adelante, desempeñó una
importante función en la historia del país, pero no fue la de desarrollar los elementos
democráticos del sistema político, sino la de incluir en la cultura política nacional ciertas ideas
fundamentales del credo liberal, como la libertad de conciencia, la libertad de expresión y de
prensa, el establecimiento de un sistema jurídico de defensa de derechos individuales y de un
sistema republicano y representativo de organización política. Al mismo tiempo, impulsó una serie
de transformaciones económicas que correspondían al intento de desarrollar el país mediante su
incorporación en la economía capitalista mundial, como el establecimiento del llamado libre
cambio, la eliminación de la esclavitud, la eliminación de las desigualdades legales entre los
colombianos, la supresión de los monopolios coloniales y en general la reducción o eliminación de
múltiples restricciones a la libre utilización de los recursos productivos.
No sobra recordar que aunque haya sido muy importante la tarea “educativa” ‘del liberalismo en
la incorporación de los ideales libera les en el país, esta se hizo en forma en buena parte
superficial, y existió una gran distancia entre los programas y declaraciones oficiales del partido y
su práctica real. La tentación del poder, la necesidad de conservar el mando, hizo que la era radical
se diera un frecuente contraste entre los principios y los hechos. Para señalar casos más o menos
extremos, basta recordar cómo mientras se defendía la libertad de conciencia, se actuaba en
general de acuerdo con la idea de que, por ejemplo, como los jesuitas eran enemigos del
liberalismo y el gobierno y aliados de los conservadores, no podían gozar de esa libertad de
conciencia o de expresión, o, cómo, aunque se defendiera la propiedad privada, la iglesia no podía
tener derecho a tal propiedad. No menos agudo fue el contraste entre la defensa de un sistema de
gobierno representativo, basado en el sufragio, y la voluntad frecuente de apelar a todos los
medios- el fraude o la violencia, el uso de la guardia nacional- para garantizar ejecutivos que
permitieran ganar las elecciones nacionales. El ejemplo más palmario de esta actitud, que expresa
una profunda crisis ética y política del radicalismo, lo da el famoso discurso, no sabemos si cínico o
irónico, de Francisco Eustaquio Álvarez en 1879, cuando declaró que el liberalismo había llegado al
poder por medio de las armas y no iba a perder con papelitos lo que había conquistado con
aquellas.

La superficialidad de la incorporación de la tradición liberal en la vida política nacional del siglo XIX
y la incongruencia entre un partido liberal que para mantenerse en el poder debía abandonar sus
propias ideas fundamentales, son algunos de los elementos que explican la crisis política que llevó
al país a la Regeneración. En 1886 se estableció una constitución autoritaria y a partir de entonces
dominaron regímenes que pretendieron renunciar a muchas de las ideas y realizaciones
impulsadas por el liberalismo. La reacción extrema de estos años, impulsada por el desencanto
con un régimen liberal que había generado una continua alteración de la paz pública, provocó a su
vez mayores perturbaciones nacionales, llevó a nuevas y más violentas guerras civiles y colocó otra
vez el sistema institucional de país en una situación de aguda crisis. Tras el intento de resolverla
por medios dictatoriales, también fallido, el liberalismo logró que la constitución de 1910
incorporara al ordenamiento político nacional algunas de las demandas que venía haciendo desde
1886. Entre estas habían desempeñado papel substancial, como es lógico en un partido
minoritario y sin acceso alguno al poder, la defensa de un sistema electoral honesto y equitativo,
el reconocimiento de la participación de las minorías en el legislativo y el poder judicial y la
ampliación del sufragio. Alrededor de esta búsqueda de reglas de juego adecuadas para dirimir los
conflictos entre los sectores dominantes del país expresados en ambos partidos, se formó la
coalición “republicana” —una de esas coaliciones que tantas veces han surgido en la historia
nacional para responder a las situaciones de pérdida general de legitimidad—, mediante la cual
sectores modera dos de ambos, partidos lograron establecer a partir de 1910 una forma de
organización política republicana, más o menos estable, y que restableció en la constitución, por
primera vez desde 1857, el sufragio universal, y por lo tanto al menos el principio formal de la
participación de todos los colombianos en el poder.

La garantía así fuera restringida de unos derechos mínimos de las minorías, contribuyó a que el
país gozara de una pausa más o menos larga en la violencia política que caracterizó la historia
nacional durante el siglo XIX; esta pausa dio campo para que se aceleraran diversos procesos de
cambio económico y social que influyeron a su vez en forma muy fuerte sobre el partido liberal.
Como se sabe, las tres primeras décadas del siglo estuvieron caracteriza das por un impresionante
auge de la economía cafetera, por la iniciación del proceso de crecimiento de ciudades modernas,
la aparición de clases medias urbanas, de nuevos grupos de asalariados y en especial por el
surgimiento de la industria. Estos cambios encontraron su expresión en el liberalismo, cuyos
orientadores respondieron con bastante fortuna a la nueva realidad social del país.

Una de las primeras transformaciones del liberalismo reside en el abandono de la teoría clásica de
la no intervención del estado en la economía. Desde la primera década del siglo este abandono
encontró su portavoz en Rafael Uribe Uribe, quien defendió la conveniencia de la intervención
gubernamental en la economía. Dada la ideología de la época, esta intervención estatal era
identificada fácilmente con el socialismo, y el mismo Uribe Uribe afirmaba que el liberalismo debía
beber en las fuentes del socialismo, es decir defender una intervención estatal desde arriba en la
economía, con lo que contraponía su socialismo a un socialismo que describía como “desde
abajo”, democrático o popular. Alejandro López, en la década del 20, confirmó y desarrolló esta
posición intervencionista, que encontró su realización en el programa liberal de 1935 y ante todo
en la orientación del gobierno de Alfonso López Pumarejo y de algunas de sus realizaciones más
visibles, como la reforma constitucional en su artículo 30, la ley 200, la reforma tributaria, etc. Este
abandono del liberalismo clásico, al que se opusieron algunos liberales, encontró una expresión
doble y cobijó dos orientaciones ideológicas diferentes, aunque no excluyentes: por un lado
permitió afirmar y justificar la acción estatal para dar impulso al desarrollo económico y apoyo a
los sectores empresariales del país, mediante medidas como la protección aduanera a las
industrias nacionales, la creación de instituciones estatales de apoyo a la producción, etc.; por el
otro llevó a estimular los intentos de regular las relaciones entre los sectores empresariales y
asalariados para corregir, mediante la seguridad social, la legislación laboral, la regulación de los
conflictos laborales, etc., las situaciones ex tremas de desigualdad que podían generarse como
resultado del juego espontáneo de las fuerzas del mercado.

Esta reorientación política permitió al liberalismo acrecentar su respaldo y salir de su condición


minoritaria con notable rapidez. Los grupos urbanos obreros, artesanales y algunos sectores
intelectuales, que habían tenido algunos coqueteos en la década del 20 con perspectivas políticas
socialistas, encontraron en el partido liberal un defensor más eficaz de sus intereses inmediatos,
mientras que muchos empresarios industriales y agrarios encontraban en él una visión coherente
del desarrollo económico, realista y adecuada a las situaciones locales e internacionales del
momento. Así, el liberalismo encontró adhesión entre diferentes clases sociales, y este poli
clasismo no sólo consistió en contar con el respaldo de votantes o electores de todas las capas
sociales sino en la existencia de un amplio abanico de orientaciones políticas. Utilizando las
palabras “gastadas” a que aludimos antes, puede decirse que existía en el liberalismo de los años
treintas una derecha liberal, caracterizada por la confianza en las leyes de la economía y el apego
al principio de la no intervención, una izquierda que trató de incorporar elementos abiertamente
socialistas y contrarios a la empresa privada en el programa liberal y un centro, que buscó
conjugar la defensa de un modelo de desarrollo basado en el apoyo a los grupos empresariales
privados con cierto grado de protección a los intereses inmediatos de algunos sectores populares.
La mejor expresión de este centro liberal fue sin duda Alfonso López, bajo cuyo gobierno se
completó el proceso iniciado en 1910, de generalización del sufragio, al extenderse la votación
universal y directa a todos los cargos electivos públicos. De este modo por primera vez la
constitución establecía al menos formalmente –y dejando de lado a las mujeres, es verdad- el
carácter democrático del sistema político colombiano, al determinar que todo colombiano, sin
tener en cuenta su grado de educación o su riqueza, tenía un derecho igual a participar en las
decisiones acerca de la orientación política de su país. Por otro lado, el desarrollo de la
organización sindical, dio por primera vez alguna participación, así fuera mínima, a los
trabajadores sindicalizados en la política nacional.

El proceso mediante el cual los gobiernos liberales trataron de desarrollar la capacidad de


intervención del estado en la vida económica y de ampliar la participación de algunos sectores
populares en la vida política, así como de retomar la defensa de algunos de los ideales del
liberalismo del siglo XIX (libertad de conciencia, separación de iglesia y estado) se hizo en medio
de grandes tensiones, agravadas por las dificultades para establecer un sistema electoral ajeno al
fraude y la violencia. La simple ley 200, a pesar de la timidez de sus intenciones reformistas,
provocó una alianza de propietarios liberales y conservadores contra lo que veían como una
amenaza radical al orden social del país. Y este es sólo un ejemplo de la polarización creciente de
los grupos políticos que condujo, tras la división liberal, al gobierno conservador de 1946. La
división liberal, por su parte, provenía en parte de un conflicto interno entre una visión liberal que
acentuaba la modernización del país dentro del modelo liberal capitalista y una confusa tendencia
democratizan te, que pretendía, como la estableció el programa liberal de 1947, que a la
democracia formal y legal garantizada ya por el sistema constitucional colombiano, se añadiera
una democracia social, una democracia real, la democracia económica. Aunque en sus líneas
generales la plataforma de 1947, obra en lo esencial de Jorge Eliécer Gaitán, mantenía la adhesión
básica del liberalismo a un sistema económico capitalista, los elementos intervencionistas e
igualitarios abrían camino para la aparición de tendencias socializantes, y el temor de que estos
esbozos se desarrollaron no fue ajeno al surgir de la violencia, agudizada a partir de la muerte en
1948 del caudillo liberal y que frustró el proceso de radicalización democrática del liberalismo.

Por esto cuando en 1957 se recuperó la llamada normalidad institucional el liberalismo puso todas
sus energías en la consolidación de lo que 20 o 30 años antes parecía ya un logro irrenunciable de
la cultura política del país y concentró todos sus esfuerzos en establecer uno de los elementos
esenciales, aunque no suficientes, de todo sistema liberal democrático: la existencia de un
esquema de reglas de competencia política aceptables para el país, que sean aplicables con un
mínimo de violencia extra-institucional. Era preciso que volviera a lograrse un consenso de respeto
por el sistema institucional legal, por los organismos representativos, por el juego político
constitucional, y en la medida en que esto requería tranquilizar a los interlocutores políticos (ante
todo los conservadores, pero también los militares), el liberalismo comenzó a hacer una serie de
concesiones que poco a poco parecen haberse ido convirtiendo en su segunda naturaleza. Para
garantizar la adhesión del conservatismo al sistema representativo liberal, fue preciso establecer
una democracia explícitamente restringida, con paridad y alternación, Se abandonaron casi todos
los proyectos de reforma social y en el proceso de 20 y más años de acuerdos, el liberalismo acabó
integrado a una perspectiva, a un programa social y económico que no es posible diferenciar del
propuesto por el partido conservador. Ayer alguien preguntaba por qué había sido tan fácil el
acuerdo del liberalismo con el conservatismo, mantenido en los 20 años del Frente Nacional y
renovado por no sabemos cuántos años más, por qué el liberalismo había abandonado aquellos
programas reformistas que le daban su atractivo popular.

No puede dudarse de que una razón está en el respiro del país por la disminución del clima de
violencia que se logró mediante tales acuerdos. Pero otra, que pudo tener tanta importancia como
la anterior para conservar el mínimo piso político necesario para hacer tan fuertes concesiones al
conservatismo, está en el acelerado desarrollo económico que ha tenido el país a partir de 1945 y
en particular de 1967. Ante el evidente crecimiento de la capacidad productiva nacional muchos
sectores del liberalismo, que veían con sospecha y desconfianza el orden capitalista, perdieron
fuerza frente a quienes, sobre todo vinculados a los sectores empresariales, podían mostrar que el
sistema de libre empresa producía un acelerado crecimiento de la economía. Además, este mismo
auge amplió y dio mayores recursos a los grupos empresariales modernos, colocados en el sistema
bancario y financiero, en el sector industrial y en el sector rural. El hecho es que desde el punto de
vista de lo que el lenguaje marxista define como el “desarrollo de las fuerzas productivas”, el
capitalismo colombiano resulta bastante exitoso. Sería fácil mostrar que desde otros puntos de
vista —la concentración y distribución de los beneficios de ese crecimiento, el aumento del
bienestar social, etc.-, los resultados han sido mucho más escasos, pero los triunfos económicos
deslumbraron bastante a los dirigentes liberales. Recordemos, para ilustrar lo anterior, como
Carlos Lleras Restrepo propuso en 1960 una reforma agraria mucho más drástica de la que fue
aprobada en 1961 y 1968 y nunca aplicada; a finales de la década del 70, después de casi 15 años
de acelerado desarrollo capitalista rural, Lleras aceptó que los empresarios del campo habían sido
capaces de modernizar en lo esencial la producción rural y que ya no se justificaba hablar de una
reforma agraria como la que antes se proponía. Estos brillantes resultados económicos del país,
entonces, permitieron al liberalismo abandonar su tradición reformista y definirse, desde el punto
de vista de sus programas políticos, por el mantenimiento de un sistema de reglas institucionales
más o me nos representativas y de un conjunto de derechos individuales como el que había
declarado defender a lo largo de toda su historia, y desde el de sus proyectos económicos, por una
perspectiva de desarrollo del país que se identifica en lo esencial con el modelo propugna do por
los empresarios colombianos. Hoy no es posible encontrar contradicción alguna entre la
orientación de la política económica defendida por el liberalismo y la que promueven los
dirigentes industriales, los grandes propietarios rurales o los gestores de los grandes grupos
financieros e industriales. Pero mientras puede decirse sin vacilar que los principales dirigentes del
partido liberal de hoy se han unido al águila, y nada los separa del Grupo Gran colombiano o del
Grupo Santo domingo, sí ha ido creciendo la tensión entre los puntos de vista de aquellos grupos
que tradicionalmente pudieron sentirse representados por tal partido, como los obreros
organizados, las capas medias urbanas, los inmigrantes recientes a las grandes ciudades, y la
política económica de los gobiernos liberales, sobre todo a partir de López. Ante todo, porque en
la práctica se ha ido imponiendo más y más la idea de que con tasas de crecimiento tan elevadas
como las que rigen en el país basta promover las condiciones adecuadas para el desarrollo
económico impulsado por las empresas privadas y los dirigentes económicos particulares, y la
confianza en que por añadidura vendrá la distribución de los beneficios del desarrollo. Así, lo que
hace 6 u 8 años se presentaba en forma crítica como el “desarrollismo” impulsado por Álvaro
Gómez Hurtado –la idea de que era necesario primero desarrollarse para pensar luego, en un
futuro que se aplaza siempre, en distribuir-, se ha convertido, con pocas modificaciones, en la
ortodoxia económico- social del liberalismo, en la visión dominante entre sus grupos dirigentes.
A consecuencia de lo anterior la capacidad del partido liberal para atraer ideológicamente, en
términos de un proyecto político transformación del país, a los sectores llamados populares —
obreros, grupos marginales, sectores de clase media— se ha debilita en forma acelerada, y se ha
debilitado correlativamente su capacidad para promover el consenso social en el que se funda la
legitimidad del régimen. Un síntoma de esto se encuentra en la disminución drástica del voto
urbano del liberalismo; la votación liberal rural, que todos sabemos es en buena parte cautiva, se
ha mantenido constante, cuando no ha crecido. Ante la imposibilidad de conservar la adhesión y el
consenso mediante el manejo de contenidos ideológicos, el aparato político liberal parece haber
optado, a partir del acceso que tiene a los recursos del estado, por utilizar estos beneficios para
mantener un mínimo de contacto con el electorado liberal. Así han generalizado y ampliado las
prácticas clientelistas, mediante las cuales lo miembros de la llamada “clase política” buscan la
fidelidad y el respaldo de sus bases a través de una distribución calculada de beneficios
individuales o de grupo. Pero los resultados reciente hacen pensar que estos mecanismos van
perdiendo su eficacia en los grandes conglomerados urbanos, donde su manejo es difícil y más
tenues las redes de lealtades requeridas para que funcionen. Así el liberalismo parece estar
obrando en forma similar a como actuó el radicalismo hacia 1875, cuando sacrificó sus
perspectivas de largo plazo por logros inmediatos, por la defensa de los privilegios del poder. Del
mismo modo, ante el clima de conflicto social agudizad por el creciente contraste entre las
posibilidades económicas del país y el acceso limitado a los beneficios del desarrollo y por el
debilitamiento de los elementos ideológicos que hacían fuerte el consenso político, y ante la
continua amenaza, más o menos velada, de golpe militar, el liberalismo ha aceptado y promovido
recientemente formas de acción estatal que son del todo contrarias a la tradición liberal, como la
violación de garantías procesales a los sindicado de delitos políticos, y ha tolerado o cerrado los
ojos, con algunas excepciones como las de Luis Carlos Galán o Alberto Lleras Camargo, ante
fenómenos como el de la tortura. Esto ha sido justificado en buena parte en términos de eficacia,
pero es evidente que la eficacia de corto plazo está en conflicto con la posibilidad de mantener a
más largo plazo la coherencia y la identidad ideológica del liberalismo y su capacidad de atracción
política. Puede que el clientelismo y el uso de la fuerza estatal para limitar a la oposición permitan
ganar una o dos elecciones más al liberalismo, pero agudizando su crisis de fondo y reduciendo
aún más el ya disminuido respaldo en los sectores ya mencionados —obreros, grupos
universitarios, sectores medios, sobre todo en sus grupos más jóvenes— entre quienes la
vinculación con el liberalismo es ya bastante reducida.

En resumen, el liberalismo ha ido abandonando durante los últimos años sus elementos
democráticos (al abandonar la pretensión de modificar la estructura social para permitir el acceso
de los grupos populares al poder político) y ha ido haciendo más débil su defensa de los elementos
propiamente liberales de su tradición (la defensa de los derechos humanos, en especial). Corre el
riesgo de convertirse en un aparato vinculado a la burocracia estatal que, en el mejor de los casos,
trate de usar con eficacia el poder público para coordinar y orientar unos programas de desarrollo
económico y social que sean compatibles con un modelo social capitalista y con el mantenimiento
de la capacidad de decisión del poder político, en manos de los grupos empresariales y sus aliados
políticos, y en el peor, contribuya a una degradación del sistema institucional, al abandonar la
defensa incondicional de los derechos ciudadanos, al ceder a la histeria que presenta como una
gran amenaza para el país algunas reducidas bandas terroristas pero apenas se inmuta ante los
miles de víctimas de otras formas de violencia, al admitir la confusión entre oposición al sistema
actual y delito (manifiesta en recientes columnistas de la prensa liberal que han señalado la
“subversión cultural” como el gran peligro para la paz nacional);

El partido liberal impulsó durante el siglo pasado la separación de poderes, la sujeción de la acción
del estado a un sistema legal basado en la representación nacional, el respeto de los derechos
individuales; en la década del 30 promovió el aumento de la capacidad de intervención del estado
en el manejo económico y en la ordenación de los conflictos sociales e incorporó a la vida política
del país a importantes sectores populares. Su acción en la historia nacional estuvo en buena parte
orientada por la idea, a veces explícita y a veces implícita, de que era no sólo un partido liberal
sino un partido democrático, en el sentido original de este concepto, un partido que de alguna
manera sugería la promesa del “poder del pueblo”.

Así pues, en su tradición se encuentran los elementos para que pueda buscar una reorientación
democrática de su acción política. La situación actual hace, sin embargo, muy grandes las
dificultades para que el liberalismo se convierta en un partido de orientación claramente popular,
y pueden ser otros los grupos u organizaciones que incorporen a su lenguaje político y a su
ideología, los elementos democráticos, e incluso liberales, abandonados por el liberalismo. Pero
en un momento en que la supervivencia del ordenamiento político vigente tropieza con amenazas
cuya gravedad resulta difícil evaluar pero que se hacen mayores por la pérdida de legitimidad de
un sistema en el cual participa apenas el 30 o 35 de la población, la afirmación decidida de la
tradición democrática del liberalismo contribuiría a reducir tales amenazas, que transformarían el
sistema actual en un sentido que sin duda no sería ni liberal, ni democrático, ni popular. Esto
exigiría que el liberalismo abandonara su identificación total con el capitalismo, y que se empezara
en una lucha por transformar el país para abrir el camino a la participación política popular,
debilitar el peso del militarismo, modificar la estructura centralista, autoritaria y presidencialista
del sistema político. Si esta reorientación del liberalismo se realiza es posible que el país evite, con
la contribución de este partido y de todos los sectores democráticos, los peligros que hoy lo
amenazan.

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