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Adriana Gil-Juárez
Director de la colección: Lluís Pastor
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Autora
Adriana Gil-Juárez
LA LIBERTAD DE COMPRAR
Bibliografía
LA LIBERTAD DE COMPRAR
En una sociedad donde los proyectos de vida y los de sociedad ya no están
tan ligados al trabajo como al consumo, y donde el consumo es más accesible
que nunca, queremos proporcionar algunas herramientas de comprensión, de
análisis y de reflexión sobre esta nueva forma de relacionarnos: el consumo. Y
dibujar los rasgos afectivos del nuevo consumidor.
En el presente libro, nos centramos en el consumidor de nuestra sociedad
actual, para mostrar cómo el consumo, más que un dato económico, es un dato
simbólico y social. Es tan importante el consumo, que no solo forma parte de
nuestra vida cotidiana, sino que también forma parte de nuestro interior, de
nuestras emociones y de nuestros deseos más íntimos, y, por lo tanto, de
nuestras necesidades psicológicas más básicas.
Es por eso por lo que hacemos una propuesta osada y concebimos el
consumo como emoción. Sin consumo no hay emoción hoy en día, no hay
identidad en las personas. El consumo deja de ser una relación anecdótica de
subsistencia entre la persona y ciertos objetos básicos para convertirse en una
relación vital fundamental, mediante la cual las personas nos definimos como
consumidores y definimos el resto del mundo como objetos de consumo.
El consumo requiere emoción, requiere ser un acto de placer en sí mismo
para que la economía no sea tan «aburrida» y no tengamos que recurrir a los
brutales métodos de la industrialización. Establecer las relaciones en términos de
consumo deja muy claro que, si queremos ver alguna relación entre nuestro
interior y nuestro exterior, hay que pagar. Es la vía más fácil y amena de
apropiación del mundo, incluso del propio cuerpo y de la propia afectividad.
Qué experiencia hay más individual que comprar lo que queramos, qué mayor
libertad de decisión hay que escoger entre toda la oferta del mercado, pero,
sobre todo, y más importante, qué confirmación hay más continuada y
contundente que la que existimos como individuos individuales y libres. El
consumo de emociones y las emociones como consumo dan cuenta del proceso
de creación, reproducción, mantenimiento y cambio de nuestra sociedad actual.
Capítulo I
Las emociones, los sentimientos, las pasiones, los deseos, las sensaciones son
sociales. Tendríamos que tener claro que lo que tenemos entre manos cuando
hablamos de emociones no son trozos de individualidad en carne viva, sino la
sociedad entera puesta en escena. La emoción no es un hecho fisiológico, a
pesar de que la actividad fisiológica esté presente, igual que hablar o comer no
son hechos puramente fisiológicos, aunque la actividad fisiológica tenga un
papel en los mismos.
En primer lugar, porque las emociones son producciones discursivas. Las
emociones se hablan o se silencian, pero de lo que no cabe la menor duda es que
en las emociones hay un discurso sobre el silencio: para no poder hablar de algo
tan cotidiano y tan presente hace falta una intensa actividad discursiva. Que la
emoción tiene un discurso va más allá de cualquier duda. Pero ¿la emoción es un
discurso? Sí, es exactamente lo que es. Emocionarse requiere memoria, que
también es social, negociación con los demás y con el resto que, por definición,
es social, y reflexión que nos permita decidir si se trata de la emoción adecuada o
de una situación adecuada para sentirse emocionado.
Emocionarse requiere participar en una serie de prácticas sociales que a veces
son muy obvias, como los entierros, y que en otros casos requieren
negociaciones intensas, como los abusos sexuales a menores. En torno a una
muestra de emoción se desarrolla una intensa actividad social (incluso en el caso
de estar solo) destinada a orientarla hacia lo más conveniente, lo que a veces
quiere decir reprimirla, negar la expresión hasta negar la misma existencia y, a
veces, quiere decir fomentarla, dar importancia, hacer que todos la vean. En los
dos casos, sirve para mantener o cambiar una determinada relación social, y por
eso también representa lo que es verdaderamente el individuo que «la sufre».
Finalmente, es social porque pertenece al ámbito simbólico, adquiere
significado en la interacción social y en las prácticas que mantienen, reproducen
y cambian la sociedad y las relaciones de poder que la integran. La emoción es
uno de los símbolos más preciados de nuestro lenguaje.
No es un icono, no aspira a representar nada ni a asemejarse a nada, no es un
índice, no es el reflejo de ningún movimiento interior. La emoción es, en sí
misma, un elemento más de nuestro lenguaje. Se asemeja más a las palabras que
a las cosas. Su reino es el del significante y el del significado, pura sociedad, pura
arbitrariedad, ausencia absoluta de referente. No proviene de las profundidades
de ningún abismo interior, su característica más importante es la superficialidad,
la transparencia absoluta ante quien la quiera ver. Que haya quien sufre en
silencio no quiere decir que lo que siente esté en su interior. También hay quien
es capaz de pensar en silencio y no por eso dejamos de saber que piensa en una
lengua concreta –catalán, español, francés– y que, por lo tanto, su actividad es
claramente social.
Las emociones y la memoria se construyen mutuamente y de manera
simultánea. Las personas hacemos memoria en las narraciones e historias que
coproducimos con los demás y que dan sentido a nuestra vida en aquel
momento, que nos sirven para reinterpretar todo lo que ha sucedido y nos
indican por donde hay que seguir, cómo tenemos que sentirnos y de qué manera
nos sentiremos después si hacemos lo que hemos planeado. En estas
narraciones e historias se dan las emociones, es decir, son uno de los espacios
donde se construyen. Las emociones no preceden a su narración ni tienen que ir
necesariamente después, pero tampoco son el indicador puntual y efímero del
sistema nervioso central que nos han querido hacer creer los psicólogos. Pasan
en el mismo momento de la conversación, aunque esta transcurra en silencio,
porque el significado de este silencio ya lo hemos acordado lingüísticamente.
La curiosidad que sentimos por un novio o una novia, de quien hace tiempo
que no sabemos nada, la nostalgia del amor pasado, la tristeza de aquella muerte.
Todos entendemos estas frases: su significado se puede negociar, pero no
debatir eternamente; no ofrece un abanico de posibilidades tan grande. El
acuerdo sobre qué es la tristeza, cuándo tiene que expresarse o cuándo conviene
sentirla si uno quiere considerarse a sí mismo normal, llegará pronto. Cuando
menos, a grandes rasgos. Recordar es una de las actividades a la que se tiene que
incorporar un poco de nostalgia, un poco de alegría por los momentos alegres y
un poco de tristeza por los momentos tristes. Como en la memoria –que no
garantiza que las cosas sean realmente como se explican–, esto no quiere decir
que en aquel momento pasado lo que se sintió fuera realmente tristeza y alegría.
Puede ser que ni siquiera se sintiera nada de especial, sino que sea precisamente
al recordar que insertamos trozos de emoción para que la situación esté más de
acuerdo con lo que tendría que haber sido.
Pero el camino no transcurre solo de la verdadera emoción que se sintió para
reconstruir el recuerdo. También sucede a la inversa. La negociación de una
historia y, finalmente, su consenso, implican la construcción de la emoción
como un elemento más. Se podría decir que la emoción es, por lo tanto, una
construcción basada en gran parte en un recuerdo, y su efecto general es una
justificación de dicho recuerdo.
EL CONSUMO ES LA SUPEREMOCIÓN
Por fin podemos emocionarnos consumiendo emociones. El consumo es la
superemoción, la emoción de emociones. La sociedad basada económicamente
en el consumo no requiere únicamente inventores apasionados por su trabajo y
ciegos, la mayor parte del tiempo, ante las consecuencias de este trabajo –por
ejemplo la bomba atómica o la invención del telar de vapor–, sino que también
necesita estructuras de deseo imbuidas en sus unidades de consumo. Por lógica
atomista, cuanto más pequeña sea la unidad de consumo, más habrá, de forma
que la familia es muy numerosa y hoy en día no es una unidad suficiente.
En cambio, si no se ha podido convencer a las familias, sí que se ha
convencido al individuo de su poderosa unidad interna y, por lo tanto, de la
fuerza de su deseo. Un deseo que es de autoconsumo. Es decir, un deseo de
consumir más deseos. Por eso la emoción no es solo una gratificación que se
obtiene al consumir, sino que es también, a la vez, el acto de consumo y el
objeto de consumo.
Otra vez, la pasión, la emoción, en definitiva, la afectividad, aparece como
pieza central en los dispositivos de control sociales actuales.
La emoción del consumo sirve adecuadamente a su finalidad de mantener en
funcionamiento el engranaje de la economía. Cuando los economistas utilizan su
modelo preferido, el homo economicus, lleno de racionalidad, no se dan cuenta de
que ya se terminó, que podía ser útil cuando se trataba de explicar conductas de
supervivencia en un entorno hostil como la industrialización, pero que no puede
explicar cómo se comporta una persona creada en el consumo. Para el consumo
la emoción es necesaria.
Una nueva especie, el homo emotionalis, se ajusta más a la nueva situación.
Tiene que ser alguien que sienta que lo que desea es su ley, que no hay nada que
pueda interponerse entre él y sus deseos. El deseo, sin embargo, no surge de
nuestro fondo más animal, sino todo lo contrario, de la vertiente más social.
Cuando alguien prohíbe a un niño una acción que considera impropia, le explica,
por ejemplo, que las personas no somos animales y que, por esta razón, no
tenemos que comportarnos como si lo fuéramos.
La buena educación es un producto humano que tiene que limitar el deseo
animal de hacer lo que se quiera, cuando se quiera. Todo esto deja de ser un
problema cuando se comprende que el deseo solo puede surgir de lo social: lo
que queremos son helados de limón o de chocolate, no comer; queremos que
nos hagan una felación o un cunnilingus, no copular. Por eso, el deseo ya nace
con una carga moral inserta en su propio discurso.
El economista, pues, no tiene que preocuparse por el hecho de que su
hombre modelo no sea racional. Al contrario: su irracionalidad es, precisamente,
lo que le impulsa al consumo. El consumo se sostiene sobre una capa de
emotividad que lo convierte en la experiencia posmoderna más verdadera. El
individuo se siente vivo, satisfecho y feliz en el consumo, porque este consumo
es la emoción.
En un anuncio del perfume Poême de Lancôme, la protagonista dice en francés, que es más
perfumado: «¿El amor es para siempre? ¿Cómo puedo expresar todo lo que quiero decirte?»
Y las imágenes muestran cómo la chica regala el perfume, tal cual, sin que aparentemente
vaya acompañado de palabra alguna. Este es uno de los innumerables ejemplos de lo que
actualmente construimos como emociones.
El lenguaje tiene una faceta lúdica de alegría y placer, que consiste en decir el
máximo de palabras posible, bonitas y raras, consonantes y de acuerdo con la
frase que se pronuncia, y que den el tono que convenga: solemne, animado,
descriptivo. Es como si tuvieran magia, y es cuando valen la pena, cuando nos
parece que alguien tiene el don de la palabra, cuando los cuentos son realmente
buenos, y cuando una charla es amena y divertida.
Actualmente, hemos convertido el lenguaje evocador en la manera de
consumir imágenes con afán, las que mejor se adaptan a nuestro imaginario,
como una especie de juego para ver quién consigue traer a colación más
imágenes, mejores y más bonitas, mientras escucha el hilo conductor. Es el
lenguaje capaz de hacer enamorar a una Roxana de un Cyrano narigudo y poco
agraciado físicamente.
Salvo la policía de la afectividad que son los psicólogos, útiles para emergencias como el
descontrol y el desorden, todo sistema de control requiere una policía. Como la emoción
no es social, nadie puede cumplir esta función. Por eso, el psicólogo no es un consejero,
sino un intérprete. Alguien que te guía hacia las profundidades de tu ser, que no te dice
quién eres, sino que te ayuda a descubrirlo, que te acompaña en el renacimiento que
representará el descubrimiento final de lo que eras de verdad y que, desgraciadamente, la
sociedad, la familia o el Estado reprimieron porque no te querían tal como eras. La
investigación de la autenticidad que establece el psicólogo en su régimen de normalización y
de disciplinarización del yo es ahora más fuerte que nunca, porque no reconoce los valores
con los que trabaja. El individuo que se descubra finalmente no será ni bueno ni malo, pero
sí será auténtico.
LOS CONSUMIDORES
2. Un león domado
Algunos de los objetos que consumimos que, a la vez, nos convierten en
objetos de consumo para nosotros mismos son los libros de autoayuda y de
crecimiento personal. Best sellers desde hace años, son libros de gestión de las
emociones que nos permiten descubrirnos, predecirnos y controlarnos según lo
que nos convenga, o por lo menos modelarnos de acuerdo con el proyecto de
nosotros mismos que tenemos o que tienen los demás.
Son libros para aprender a controlar las emociones, para aprender a
comunicarlas adecuadamente, para entrenarnos a reconocer las situaciones
propias e impropias, para expresarlas. Se considera implícito que la esencia de la
emoción es intocable y que, por lo tanto, lo único que podemos hacer es
gestionarla. Es decir, como quien quiere domar un león sin que por este motivo
deje de ser un león, porque en esto se encuentra el espectáculo. Obviamente, un
león domado ya no es un león, pero es preciso que el espectador continúe
creyendo que lo es para mantener la tensión; ya se sabe que el espectáculo tiene
que seguir. Con las emociones pasa lo mismo: se gestionan, se dice que deben
gestionarse, pero manteniendo al mismo tiempo un discurso sobre su vertiente
salvaje y primitiva, que nunca es domesticable.
Esta dualidad permite su función primaria de instrumento de control social.
Cuando lo requieren las telenovelas, los seriales o la guerra, la emoción se puede
desplegar salvajemente y sin control. Cuando no es así, tiene que controlarse
para el bien de la sociedad en paz. La persona que se describe como emocional
cumple exactamente estos requisitos: es adecuada para la socialidad (compasiva,
abierta, expresiva), pero tiene una capacidad para el descontrol que se legitima
por la esencia de lo que es la emoción.
La emoción se construye en las distintas situaciones de consumo. Nos
podemos adaptar a la situación específica si elegimos bien los productos que
tenemos que consumir en cada momento. Pero los manuales de autoayuda, los
de desarrollo del potencial humano, tienen la bondad de guiarnos en todas las
situaciones, porque su objetivo es proporcionarnos las herramientas para
diseñarnos y esculpirnos según cada momento. Nos convertimos en objeto para
poder llegar a ser mejores sujetos.
El ejemplo más cercano es el del embarazo, sobre el cual puede ser que haya mujeres que
no tengan ninguna información hasta que no están embarazadas. Lo más curioso es que,
paralelamente al discurso según el cual es obligatorio sentir cosas, sobre todo si ya hace
cinco meses que estás embarazada, te das cuenta de que, en realidad, no tener ninguna
información es mucho más común de lo que querrían los discursos sobre la naturaleza
maternal, y que más de una mujer se ha escapado de estas narrativas. Pero esto no quiere
decir que los cuerpos piensen o dejen de pensar una cosa: la hacen posible, del mismo
modo que el pulgar hace posible escribir, pero no condiciona la acción. Todos los
embarazos no tienen que provocar las mismas emociones y, de hecho, no lo hacen.
El único juicio de valor que se hace en estas líneas es sobre la manera como se disimulan las
relaciones de género. No se tiene que interpretar en ningún caso que se considera
incorrecto que la gente se relacione o se deje de relacionar mediante fantasías sexuales; lo
cierto es que es igual de fantasioso pretender que sin fantasías uno se relaciona
auténticamente con el otro, porque esto significaría pensar que en el otro hay una verdad
accesible.